LAS SOMBRÍAS AVENTURAS DE PINOCCHIO - Carlo Collodi - E-Book

LAS SOMBRÍAS AVENTURAS DE PINOCCHIO E-Book

Carlo Collodi

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Beschreibung

Geppetto –un carpintero trasgresor y amante del punk que anda en la inmunda– tiene la loca idea de fabricar un títere con el cual hacer presentaciones en las plazas públicas para volverse millonario. El muñeco –Pinocchio– resulta un fracasado con vida propia que se mete en líos con agentes de la ley, dueños de sitios de espectáculos nocturnos y hasta un par de asesinos que le persiguen sin piedad. Nada parece funcionar muy bien para Pinocchio, y menos si se le suman un Grillo cantaletoso y un hada cadavérica que pertenecen al mundo de los muertos, quienes constantemente le dicen que todo lo que hace está mal. Esta nueva adaptación del clásico, presenta personajes modernos y atrevidos que rescatan y resaltan el verdadero y sombrío mensaje de la historia.

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Título original: Pinocchio Storia di un Burratino

Autor: Carlo Collodi

Adaptación: Luis E. Izquierdo

HISTORIA DE PUBLICACIONES

Storia di un Burratino (Historia de un Títere) fue publicada por Carlo Collodi por entregas el Giornale per i Bambini, entre el 7 de julio y el 27 de octubre de 1881. Debido al éxito con los lectores, la segunda parte –Le Avventure di Pinocchio (Las aventuras de Pinocchio)– se reanudaron en el mismo periódico infantil el 16 de febrero de 1882. La primera vez que fue publicado como libro fue en 1883, en Italia, por la editorial Librería Editrice Felice Paggi. La primera edición en Español, fue hecha por Editorial Calleja y traducida por Luis Domènech, Matilde Horne y Rubén Masera en 1978.

©Calixta Editores S.A.S, 2022

Para la presente edición.

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-43-9

Editora en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Traducción y adaptación: Luis E. Izquierdo

Corrección de estilo: Alvaro Vanegas

Corrección de planchas: María Fernanda Medrano

Ilustraciones de cubierta e internas: Julián R. Tusso @tuxonimo

Diseño y diagramación: Julián R. Tusso @tuxonimo

Coordinadora de la colección: María Fernanda Medrano Prado

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados: Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Contenido

Prólogo 7

Dentro de mí 7

Primera parte 13

I 17

II 23

III 29

IV 37

V 43

VI 49

VII 53

VIII 59

IX 65

X 71

XI 77

XII 83

XIII 91

XIV 97

XV 101

Segunda Parte 107

XVI 111

XVII 117

XVIII 125

XIX 133

XX 139

XXI 145

XXII 151

XXIII 157

XXIV 165

XXV 173

XXVI 179

XXVII 185

XXVIII 193

XXIX 201

XXX 211

XXXI 217

XXXII 223

XXXIII 231

XXXIV 241

XXXV 251

XXXVI 259

Prólogo

Dentro de mí

A Herminda, mi madre

El primer recuerdo que tengo de Pinocchio es con mi madre, llevándome a ver la película en la versión de Disney; es difícil reconstruir mi historia cuando la memoria se vuelve evasiva, pero seguro fuimos al Arlequín, que era el teatro del barrio; antes los teatros, como las iglesias, estaban muy cerca; los centros comerciales –con sus múltiplex– apenas empezaban a construirse en una ciudad que, aunque pequeña para un niño como yo, recorrerla se convertía poco a poco en una de las aventuras de Odiseo. Nuestro centro comercial era el barrio, con su teatro y chocolatería Arlequín y el Carulla de La Soledad. Repaso en mi mente los pasos del niño y viene a mí la imagen de un hombre que caminaba a lo largo de esa Avenida con miles de inflables sobre la espalda, era un espectáculo (para mí) sin igual, entre lo que cargaba este personaje yo descubría ballenas, pinochos, osos, una piscina gigante y martillos, todos de colores vistosos e inflados. Ese día salimos de la película y, mientras yo recorría mis calles y reconocía a sus habitantes, se quedó resonando en mí eso de la mentira, se me metió en la cabeza el Grillo… siempre Pepe Grillo.

En esa época, La Soledad era un barrio tradicional, tranquilo, salvo por el perro que en algunas tardes me perseguía un par de cuadras para darme alcance, una tarde al fin lo hizo y me agarró con fuerza de los pantalones. En ese tiempo los pocos edificios que existían eran custodiados por mujeres porteras, que se encargaban, además, del cuidado del lugar: de mantenerlo aseado y, por supuesto, de guardar los secretos de la copropiedad; mi abuela era una de ellas, a cambio de un salario más bajo, ella –y mi madre y yo– vivíamos en un cuarto pequeño en la parte de atrás. Cuando realizaba esta adaptación me pareció que el cuarto de Geppetto era muy parecido al que mi abuela le podía dar a una familia que empezaba a surgir, una pequeña habitación en la parte posterior del edificio, atrás de los parqueaderos, con un baño minúsculo y un espacio donde apenas cabían las dos camas que compartíamos los tres y la mesa de madera, multiusos, porque servía para almorzar, estudiar, planchar, poner el molino con el que la abuela molía el maíz para hacer las empanadas; pero, sobre todo, sostener su Biblia.

Esa mesa siempre fue la conexión con el mundo del hijo del ‘carpintero’, desde pequeño me impresionó eso de la transformación de la materia y que ella cobrara vida, seguramente por eso para mí fue tan fácil entender después los relatos futuristas de robots e inteligencias artificiales, ese principio estaba ya en los libros, y mi imaginación divagaba buscando un mañana en el que las máquinas diseñaran un ser humano perfecto, como si el inicio fuera el fin y el fin fuera el inicio.

Yo estudiaba en el colegio Champagnat, un colegio católico bogotano de élite, a unas pocas cuadras del edificio, y precisamente fue allí donde nació una de mis primeras verdades a medias –como las de Pinocchio–, al fin de cuentas nadie tenía que saber qué apartamento o qué pieza habitábamos nosotros. Para mí la mentira se convirtió en una forma de sobrevivir en ese lugar.

Regresando al día que fui con mi madre a cine y al tema que nos atañe en esta adaptación, pude ver la película en pantalla gigante, no tenía ni idea de que había sido realizada en 1940, así que estoy muy seguro de que lo que vimos fue una función que celebraba los cuarenta años de la premier; en los ochenta ya era común tener un televisor, pero ver las imágenes en color solo era posible en el cine. En esa misma sala fui de la mano de la abuela a ver Por mis pistolas, el wéstern de Cantinflas y con mi madre a ver Butch Cassidy and the SundanceKid, que en parte han inspirado mi producción literaria y a mi madre algunos suspiros: los ojos de Paul Newman generaban eso.

Ese día quedé enamorado de la historia del títere, lo que me llevó al libro, a las páginas, a esa creación de universos que disloca el mundo, que construye paraísos e infiernos alternativos y posibilita el viaje en la mente y el viaje de descubrimiento hacia adentro, más específicamente dentro de mí, a la búsqueda del origen de esa vocecita interior. Pero a mí me pasa, como a Pinocchio, que la voz viene de otro lado, estoy seguro, pero por favor no se lo comenten a mi psiquiatra.

Pinocchio es un libro de formación, presenciamos el cambio del muñeco, los avatares que tiene que vivir para entender que la vida no puede ser solo diversión y anarquía, que todo se paga al final de alguna manera, pero que, por el contrario, existe una recompensa cuando se acepta vivir según como lo dicta nuestra sociedad. Eso ya es problemático de por sí, pues nos deja en una situación de normalización de los comportamientos, peligrosa para aquellos que creemos firmemente en la libertad. Yo niño no veía eso, pero sí me seducía la posibilidad de comprenderme a través de una historia, eran tiempos en los que queríamos escapar del colegio, en los que contábamos las horas para el descanso o para la salida, y aunque los años pasaban y yo crecía, esa historia seguía estando allí. Y la mentira aparecía para aparentar una vida, para esconder las malas calificaciones, para conseguir un permiso, para alcanzar un amor; decir la verdad en una sociedad como la nuestra es altamente peligroso, como callar lo que se veía, esconder, reprimir. En una sociedad llena de tabúes, cómo comportarse, cómo decir o cómo fabricarse una narrativa lo suficientemente atractiva para pertenecer, era fundamental para la supervivencia. Creo que eso era lo que me impactaba del títere, ese querer pertenecer a un grupo, ese poder identificarse, porque cuando te vistes a retazos y tu cuerpo es de madera y, para colmo de males, tu papá es un carpintero que ha desaparecido por tu culpa, algo dentro de ti se quiebra.

La primera Feria del Libro en Bogotá fue en el año 1987, así que yo ya era un adolescente para la época, pero antes, existían unas ferias de libro en los parques, como las del Santander y la de la Plazoleta del Rosario, ese fue uno de los mejores regalos que mi madre me ha dado: visitar Ferias. ¡Por eso ahora en cualquier lugar del mundo las busco, o una venta temporal de libros, rebuscando siempre un tesoro! Y allí, en una de esas ferias, mi madre me compró la primera edición que tuve del clásico de Collodi, aún la conservo.

Las aventuras de Pinocchio de Carlo Collodi resultaron ser bien distintas de lo que yo recordaba de la película de la infancia, me parecieron más oscuras, más impresionantes y la escena de su muerte ahorcado era definitiva. ¿Cómo era que eso sucedía?, ¿acaso no era el personaje principal de la historia?, ¿cómo podía morir tan pronto? Entendí la potencia de ese corte de temporada que ahora nos encanta en los canales de streaming, Y al retomar en la segunda parte, llega el Hada que logra salvarlo de la muerte, y todo cuadraba perfecto. Como las imágenes estaban tan lejanas en el tiempo, se convirtió en un libro en el cual los personajes se delineaban en mi mente, mucho más espectrales –macabros si se quiere–, la literatura gótica de Walpole y Shelley ya había sido visitada, así que lo consideré un texto oscuro, perfecto para mi adolescencia –no tanto para la niñez–, momento en el que las tentaciones aparecieron: el juego, el perder el tiempo, el dinero fácil, las malas amistades.

La adolescencia es el tiempo de la incertidumbre, creo que allí se conecta Pinocchio con nosotros, pero es también el de la búsqueda y la decisión, el de la reconciliación y el arrepentimiento, inclusive de la salvación, es en esa tensión que se mueve nuestra vida y aunque pasa el tiempo, nunca dejamos de estar en ese lugar. Por esto cuando decidí embarcarme en una aventura de traducción escogí este texto, que me parece oportuno a cualquier edad, en cada momento de nuestra vida llevamos con nosotros un Pinocchio.

No sería justo no contar cómo se desarrolló el proceso creativo; en un primer momento íbamos hasta la traducción, pero cuando la terminé, Tuxónimo me preguntó qué quería ver ilustrado, le comenté que me parecía monstruosa y visceral la escena en la cual el títere se arrastra pues ha perdido sus piernas. A lo cual Esteban, nuestro director de Mercadeo, postuló que hiciéramos una versión en la que rescatáramos esos momentos oscuros, eso hicimos y este es el libro que tiene usted ahora entre sus manos.

Gracias por comprar este libro; a ustedes, que se conectan de nuevo con la lectura de un clásico maravilloso, va mi primer agradecimiento.

No puedo terminar este prólogo sin agradecer antes a María Fernanda Medrano y David A. Avendaño por permitirme ser un autor Calixta, su trabajo impecable en las direcciones editorial y creativa hacen de la editorial un lugar maravilloso.

A mis amigos del colegio, con los cuales compartí el tiempo de las locuras, de los escapes a jugar billar al Hueco, de las peleas en el parque el Brasil, de caminar por las cornisas del cuarto piso, de fumar en el patio de atrás del colegio, de buscar problema con los pandilleros de Galerías y Ciudad Montes, de jugar Space Invaders en las maquinitas en Santa Matilde, de escuchar música al salir del campo norte en el estéreo del señor Páez, de irnos de alquiler de películas a Américas Occidental, de recorrer el centro comercial construido en el mismo barrio donde funciona ahora la editorial, antes Sears ahora Galerías. A ellos: al Flaco Juan Carlos Quiñones, a Fabian Guevara, a Juan Manuel Chavarro, a Wilson Arias, a Oliver Castelblanco y a Cesar Páez, ellos fuera de toda duda son mis amigos entrañables de la infancia y adolescencia, a los que decidí por voluntad propia hacer mis hermanos, a ellos va dedicado este trabajo, seguro se encontrarán en las decisiones de este muñeco de madera que nos enseñó el valor de volver al camino y nunca rendirse.

Luis E. Izquierdo

Primera parte

I

Érase una vez... «¡Una estrella de Rock!», dirán enseguida los lectores. Pero se equivocan. Érase una vez un pedazo de madera.

No se trataba de madera fina, sino solo un leño de esos que, durante las protestas, sirven para bloquear las vías o encender una pequeña fogata para calentar a los habitantes de la calle, mientras cocinan algo en esas ollas negras de puro hollín. O para magníficas chimeneas de las casas de los millonarios que gustan de vivir en el campo para escapar de la ciudad y levantan su humo gris, mientras se recuestan en mecedoras de esa madera fina.

No sé como sucedió, la verdad es que un día, ese leño terminó en el taller de un carpintero, cuyo nombre era Maese1 Antonio, aunque todo el mundo lo llamaba despectivamente Maese Cereza, debido a una deformación en la punta de su nariz que producía que siempre estuviera brillante y de color rojo violáceo, como una cereza madura, bastante desagradable.

Cuando Maese Cereza vio aquel leño, su cara cambió y, frotándose las manos con avaricia, pensó: Esta madera ha llegado a tiempo. Me sirve para refaccionar la pata de una mesa.

Y sin esperar más, prendió la caladora eléctrica que, aparte de afilada, producía un ruido infernal; y recordó cómo su compañero de taller perdió los dedos anular e índice de la mano izquierda al distraerse con la noticia, en el telenoticiero, de una nueva inteligencia artificial y de la posibilidad de que la materia inerte tuviera vida y sentimientos. Se quedó mirando la televisión y pasó la débil carne y el frágil hueso por la lámina de acero que giraba a 750 vatios de potencia. El dolor llegó al cerebro al mismo tiempo que la sangre tiñó de rojo el aserrín debajo de la máquina. Maese Cereza lo auxilio al momento, pero por no tener precaución al recoger el pedazo de dedo cercenado, el médico no logró coserlo de nuevo. Dejado atrás el recuerdo, volvió al madero. Para comenzar, su intención era quitarle la corteza, pero cuando iba a pasarla por la hoja de la sierra, se quedó con el brazo suspendido en el aire, porque oyó una voz chillona y aguda que le dijo, suplicante:

—¡No me pases por allí, no soporto el ruido!

¡Maese Cereza quedó de una sola pieza!

Dirigió su mirada asombrada por toda la habitación, para ver de dónde podía salir aquella voz, ¡y no vio a nadie! Miró debajo de la mesa, y nadie; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y nadie; en el cesto del aserrín y las virutas, y nadie; abrió la puerta del taller, salió a la calle, y nadie tampoco. ¿Y entonces?

—Ya lo entiendo —dijo, rio entre dientes y se rascó la cabeza con ansiedad—. Esa voz fue una ilusión mía, espero no estar enloqueciendo. Volvamos al trabajo.

Prendió de nuevo la caladora y aumentó la potencia. La lámina tocó el leño de golpe.

—¡Ay! ¡Me hiciste daño! —se quejó la voz.

Los ojos de Maese Cereza se salieron de las orbitas debido al miedo, la boca abierta y la lengua fuera, colgando más abajo de la barbilla, su imagen era como la que dejan algunos asesinos en sus víctimas, al hacer un corte en la garganta y sacar la lengua por allí, dejándola colgada sobre el pecho, como si se tratará de una corbata.

Apenas pudo hablar, lo hizo temblando de miedo y balbuceando, como si se hubiera acabado de perforar la lengua para un piercing, como sí lo había hecho su amigo Geppetto:

—Pero ¿de dónde sale esa voz que dijo «¡ay!»?... Si aquí no hay un alma. ¿Será que este leño habrá aprendido a llorar y a quejarse como un robot de esos que aparecen en la televisión? Yo no puedo creerlo. Esta madera que está aquí es un leño como cualquier otro, bueno para echarlo al fuego o hervir una olla de fríjoles para los pobres o para encender chimeneas… ¿Y entonces? ¿Se habrá escondido alguien dentro de él? ¡Ah! ¡Pues si alguno se escondió dentro, peor para él!

Y diciendo esto, agarró al pobre leño con las dos manos y empezó a golpearlo sin piedad contra las paredes de la habitación.

Luego se lo puso cerca al oído para escuchar y saber si alguna voz se lamentaba. Esperó dos minutos, cinco minutos, diez minutos, y nada.

—Ya comprendo —dijo entonces, esforzándose por sonreír y alborotándose la melena que llevaba tiempo dejándose crecer—. ¡Esta voz que ha dicho «ay» está solo en mi cabeza!

Debido al miedo, decidió subir el volumen de la radio y tararear para callar las voces que se agolpaban en su cabeza.

Entretanto, dejó la caladora y tomó el cepillo para cepillar y pulir el leño. Pero cuando lo estaba cepillando arriba y abajo, oyó la misma voz que le decía riendo:

—¡Para ya! Que me estás haciendo cosquillas en todo el cuerpo

Esta vez, Maese Cereza cayó al suelo como electrocutado. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en el piso del taller.

Su rostro parecía transfigurado, e incluso la punta de su nariz, violácea como casi siempre, se había vuelto azul, producto del miedo.

1. Maese se le dice a la persona que es experta en una ciencia, un arte o un oficio, y que por ello es capaz de enseñarlo.

II

En aquel momento alguien llamó a la puerta.

—¡Adelante! —dijo el carpintero desde el suelo, sin fuerzas para ponerse en pie.

Entró en el taller su colega Maese Geppetto, los niños del barrio, para enfurecerlo, le llamaban por el apodo de «Polentita», debido a que su decoloración y posterior tintura de pelo había quedado demasiado amarilla por el efecto del sol sobre el colorante, como si lo hubiera hecho con polenta2 de maíz.

Geppetto era muy extraño, sus gustos musicales no eran entendidos por el resto del barrio, había aprendido a pelear con sus amigos mientras escuchaba Sex Pistols, ¡razón por la que llamarlo por su apodo podía ser en extremo peligroso! Decirle Polentita lo enfurecía de inmediato, se convertía en una fiera y no había manera de calmarlo.

—Buenos días, Maese Antonio —dijo Geppetto—. ¿Qué hace usted en el suelo?

—¡Seguro busco hormigas para enseñarles el test de Turing!

—Pues qué profesional, pero dudo que un carpintero como usted conozca algo de esos problemas, además, ¿para qué quisieran las hormigas saber si usted es un autómata o no?

—¿Qué lo trae por aquí, Geppetto? —le dijo imitando a un robot

—¡Pues las piernas! ¿o conoce usted otra manera?… en realidad vine para pedirle un favor.

—Estoy para servirle —replicó el carpintero incorporándose sobre sus rodillas.

—Esta mañana se me ocurrió una idea.

—Cántela —le dijo burlándose.

—Pensé en hacer un títere de madera. Un títere maravilloso, que sepa rockear para que yo pueda hacer un show con el que me dedicaré a recorrer el mundo para ganarme la comida y una botella de whiskey. ¿Qué le parece?

—¡Bravo, Polentita! —gritó aquella voz que no se sabía de dónde salía.

Geppetto se puso rojo de la furia, se volvió hacia el carpintero y le dijo, enfurecido:

—¡No me insulte!

—¿Quién lo insulta?

—¡Me llamó Polentita!

—¡No fui yo!

— ¡Seguro fui yo! No me crea tan tonto.

—¡Polentita!

—¡No me diga así!

—¡Polentita!

—¡No respondo!

—¡Polentita!

Frente a la inutilidad de las palabras, la situación se calentó, Geppetto, furioso, miró a Cereza y le propinó un golpe certero en el pómulo. Cereza arañó con furia a su colega, se arañaron con furia los dos y se mordieron. De repente se quedaron mirando uno al otro con los ojos inyectados en sangre; llevaron su cabeza hacia atrás y, como si se tratara de una coreografía, chocaron sus cabezas con una fuerza descomunal. Al sentir sus cerebros vibrando, se miraron y lanzaron un ataque final. Maese Antonio se encontró agarrando el pelo amarillo de Geppetto con ambas manos, y Geppetto haló el pelo largo y gris del carpintero.

—¡Destruye mi cresta, suélteme! —gritó Maese Geppetto.

—¡Suelte usted mi cabellera!

Se soltaron y se miraron, decidieron darse las manos como lo hacen los políticos, prometiendo trabajar unidos para siempre.

—¿Cuál es el favor, colega Geppetto? —dijo el maestro carpintero como muestra de paz.

—Quisiera un poco de madera para hacer ese títere. ¿Puede usted dármela?

Maese Antonio no lo dudo, se apresuró a coger el leño que le había causado tanto miedo. Pero, cuando iba a entregárselo a su amigo, el leño se le escapó de las manos y fue a dar un golpe tremendo en las flacas piernas de Geppetto.

—¡Ay! ¿Con tanta amabilidad regala las cosas, Maese Antonio? ¡Casi me jode! ¡Me dejó cojo!

—¡No fui yo!

—¡Habré sido yo entonces!

—¡La culpa la tiene el leño!

—Ya sé que ha sido el leño, pero quién me lo tiró a las piernas fue usted.

—Le digo que yo no lo tiré.

—¡Mentiroso!

—¡Geppetto, no me insulte, o le llamaré Polentita!

—¡Pendejo!

—¡Polentita!

—¡Estúpido!

—¡Polentita!

—¡Político!

—¡Polentita!

Al oírse llamar Polentita por tercera vez, Geppetto perdió los estribos, se arrojó sobre el carpintero, y de nuevo se fueron a los golpes. En el piso, como verdaderos luchadores, se pincharon los ojos con los dedos, se mordieron y quedaron exhaustos en una llave de lucha libre que hería a los dos.

Al terminar la pelea, Maese Antonio se encontró con dos arañazos en la nariz, y Geppetto con algunos golpes y dos taches menos en la chaqueta. Arregladas así sus cuentas, se estrecharon las manos y juraron seguir siendo amigos para toda la vida.

Al final, Geppetto tomó bajo el brazo el famoso leño, dio las gracias a Maese Antonio y se marchó cojeando a su casa.

2. La polenta es una preparación conocida por ser la comida tradicional de los campesinos y las familias pobres del norte de Italia.

III

La casa de Geppetto era una pequeña habitación en una planta baja, atrás de unos parqueaderos, apenas recibía un pequeño rayo de luz por una claraboya debajo de la escalera de emergencia. El mobiliario: una silla ajada y una cama con tablas rotas comidas por el gorgojo y el comején, un colchón de mota roto y maloliente, y una mesita maltrecha, remendada con tornillos y UHU3. En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encendido, y junto al fuego una olla que hervía alegremente y despedía una nube de humo que parecía de verdad; pero en realidad, todo eso no era más que un grafiti que los amigos artistas de Geppetto pintaron para hacerle compañía.

Apenas entró en su casa, Geppetto fue a buscar, sin perder un instante, las herramientas de trabajo para tallar y fabricar el títere que le permitiría tener un mejor futuro.

¿Qué nombre le pondré?, se preguntó. Voy a llamarlo «Pinocchio», un nombre que le traerá fortuna. Conocí una historia de un Pinocchio que era atacado por un espantapájaros y era enviado al Hospital de los muñecos, donde lo indujeron a un coma y, bueno, ya he olvidado un poco la historia. Pero él era en verdad muy afortunado, pensó.

Una vez elegido el nombre de su títere, comenzó a trabajar. Le hizo primero el pelo, después la frente y siguió con los ojos.

Cuando terminó los ojos, tuvo un momento de espanto al advertir que se movían y le miraban fijamente. Geppetto se llenó de miedo, sin embargo, dijo con tono ofendido:

—¿Qué me miran?

Nadie respondió.

Entonces, después de los ojos, le hizo la nariz. Pero una vez estuvo lista, empezó a crecer y crecer, en pocos minutos parecía que eso no acabaría jamás. Geppetto revisó su vaso y su cenicero, pero no encontró nada raro, restregó sus ojos y continuó.

Geppetto se esforzaba en recortársela, pero cuanto más la acortaba y recortaba, más larga era la nariz. En cuanto el carpintero se calmó, la nariz dejó de crecer.

Después de la nariz, le hizo la boca. No había terminado de construir la boca cuando de súbito esta empezó a reírse y burlarse de él, Geppetto pensó que ese momento podría inspirar alguna película de esas del señor King.

—¡Deja de reírte! Pareces Pennywise —dijo Geppetto, ofendido, pero fue como si se lo hubiera dicho a la pared. —¡Para de reír, te repito! —gritó con voz amenazante.

Entonces la boca paró de reír, pero le sacó la lengua.