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Una guerra poco conocida en la que se mezclan escenarios de la injerencia externa y del bandidísmo en los duros primeros años de la Revolucióncubana, nos la ofrece el autor en una sucesión de imágenes casi fílmicas. Resultado de una acuciosa investigación histórica y documental; muestra un esmerado estilo literario en el trabajo del suspenso, los ambientes, lo humano de los personajes, su lenguaje, humor y erotismo. Para no olvidar aquellos terribles años habrá que leer esta novela Las trampas del tiempo.
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Edición: Emilio Comas/ Corrección: Olga M. López/ Diseño de cubierta, portada y portadilla: Jorge Martell/ Diseño interior: María Elena Cicart/ Realización: Carla Otero Muñoz
© Hugo Chinea Cabrera, 2021
©Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2021
ISBN: 9789592115958
Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717 entre 40 y 47, Kohly, La Habana, Cuba.
Email: [email protected]
Web: www.capitansanluis.cu
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A Mariam, mi hija,
el amor más grande de mi vida.
Agradecimientos
A Gilberto Díaz, el primero en darle vida impresa.
A José Carlos y Carlos Ruiz Ruiz, amigos españoles, por su apoyo.
A Pedro Margolles, quien me leyó y sugirió desde el principio.
A Roberto Rodríguez Menéndez, por sus consejos.
A Yolanda Ulloa.
A Víctor Manuel González y José M. Pantaleón, quienes sin saberlo, me animaron.
A Emilio Comas Paret, quien me leyó y alentó desde el principio.
Ni una sola partícula de polvo parecía haber entrado en aquella habitación cerrada, oscura y silenciosa por largos años. Al accionar el encendedor, la luz fría del techo descubrió un viejo buró color caoba en el centro de la pieza y se esparció mostrándome anaqueles, muebles metálicos adosados a las paredes, papelería, cintas grabadas, sobres con fotografías, un almanaque de hojas con fecha diciembre de 1965 pendiendo de un clavo y el viso opaco del tiempo llenándolo todo.
Tenía total libertad para fotocopiar, cortar y pegar; de manera que aproveché esa licencia y cambié nombres reales de personas, pulí entrevistas, interrogatorios y narraciones, corté y adherí pasajes a mi conveniencia y establecí el orden que mejor me pareció para hacer de todo aquello un único texto.
Lo que realmente provocó mi interés por esta historia fue el descubrimiento de documentos claves, como la fotocopia extraviada del manuscrito de Aland Sender, los informes de agentes del G-2 de la Seguridad cubana ligados al mundo de la Iglesia, la política y los prostíbulos; los testimonios de altos jefes militares y de combatientes involucrados en la lucha, y las sorprendentes narraciones de Estela Santarosa Julianez, a manera de un diario, escrupulosamente sujetas las hojas por una delgada cinta color rosa en su margen izquierdo, guardadas en un file rosado, y la reminiscencia de un perfume desconocido.
Ese singular mundo de instintos, inteligencia y muerte, de claros y de oscuros, me involucró entonces en su turbulencia para escribir esta novela.
El autor
1
Aland Sender no pudo terminar su libro sobre Cuba. Dejó el título Trujillo, La Revolución cubana y yo, y dos centenares de cuartillas escritas a mano con numerosas acotaciones en los márgenes. Su mujer, Josefin, se ocupó más tarde de esclarecer los apuntes, rescatándolos de una caligrafía prácticamente ilegible que ya para ese entonces denotaba el estado de intoxicación y deterioro de la salud de su esposo. Sender nunca llegó a superar su exclusión de la CIA, mucho menos la razón que le atribuyeron de ser “parte principal” del fracaso de la guerra contra la Revolución cubana; y se refugió en las drogas y el alcohol.
Después de su muerte, Josefin entregó el fajo de hojas a los servicios de Inteligencia dominicanos radicados en Madrid, que lo despacharon a su sede en la entonces capital del país, Ciudad Trujillo, con el rótulo “Para su conocimiento y efectos pertinentes”. Años más tarde, los revolucionarios quisquellanos se hicieron de una fotocopia del manuscrito a cambio de una importante suma de dinero. Aquella copia había desaparecido misteriosamente.
En las primeras líneas Aland Sender escribió:
No voy a olvidar nunca las reuniones con aquel presidente que me mantuvo con los ojos cerrados a causa del resplandor de sus medallas.
Antes de caminar sobre la hilera de lozas de mármol blanco que escalaban desde el jardín hasta la entrada de la residencia de campo de Trujillo, Sender se había entretenido el tiempo que le sobraba acercándose a una fuente donde unos pececitos color oro tragaban aire en la superficie. Observó en el agua transparente el reflejo de un cielo enrojecido que parecía sangrar, y unas pobres nubes violáceas.
Sabía que Trujillo era un dictador violento, capaz de cualquier cosa si los asuntos no le salían bien. Centenares de desaparecidos llenaban las listas de hombres y mujeres buscados por sus familiares. Pero, se dijo, él era harina de otro costal, sin embargo, no podía deshacerse de cierta tensión. Era la misión de su vida. La última, para acogerse después a un buen retiro. Debía causar buena impresión en Trujillo. Trasmitir la seguridad de que no se trataba de una suplantación en la conducción de sus operaciones contra Cuba, sino de mediar en las comunicaciones oficiales entre embajadas y su personal, obviar los comprometedores mensajes, ofrecer colaboración y apoyo calificados en una operación tan delicada e importante para ambos países. Los recursos financieros, entrenamiento y armas continuarían corriendo a cargo de Trujillo. Su país debía permanecer a la sombra hasta el final, que sería bien pronto, como le prometieron sus jefes en Virginia: “cuestión de unos pocos meses”. Una vez terminada la operación, regresaría a Madrid, compraría un hostal y viviría de su renta por el resto de su vida. Hacía muchos años venía dándole vueltas a esta idea que terminó por convertirse en obsesión.
Miró hacia la hilera de escalones a unos veinte metros más allá, a los hombres vestidos con trajes claros que custodiaban, dispersos, las afueras de la mansión, y volvió a recrearse en los peces, en sus colas rojas, naranja, blancas, transparentes, que iban y venían deslizándose en el agua. Tomó una pizca de alimento de un envase empotrado en el borde de la fuente y lo esparció sobre el agua, que pareció hervir por la infinidad de peces que se disputaron el polvillo en la superficie.
Estaba convencido de que no era lo mismo trabajar con la resistencia, en la retaguardia de los nazis, como hizo en la Segunda Guerra Mundial, que ocuparse de la logística para el desembarco de la Legión Anticomunista del Caribe en Cuba, de las organizaciones y los focos de guerra creados en diferentes puntos de la geografía de la Isla. Se trataba de una empresa en la que la inteligencia predominaba sobre las armas.
Era de inteligencia pura, y yo, precisamente yo, era el hombre encargado de llevar adelante lo que se consideraba una misión histórica por parte de mis jefes, dejó escrito.
Con lo que había quedado de su unidad de guerrilleros, esperó la entrada de las tropas soviéticas en Berlín para combatir juntos contra el último reducto del ejército alemán. Los acompañó cuando irrumpieron en su ciudad natal, tomaron el Reichstag e izaron la bandera roja con el símbolo de la hoz y el martillo en lo más alto de la edificación, en los primeros días de mayo de 1945. Fue uno de los oficiales que descargó al aire su metralleta saludando la victoria de los soviéticos y permaneció a su lado largos meses en tareas de organización.
Estaba convencido —lo afirmó siempre en sus intervenciones y conferencias sobre el tema bélico— de que la guerra de guerrillas practicada por los cubanos contra Batista en las montañas, estuvo influida por la experiencia de los partisanos yugoslavos, búlgaros, polacos, rusos y alemanes.
Conocía de la lucha anterior de los mambises cubanos contra España, de su ejército y sus tácticas, pero las consideraba carentes de los principios de una auténtica guerra de guerrillas, y de suficiente organización. El combate frontal, las famosas cargas al machete, no se alejaban para nada de las reglas de una guerra convencional propia del siglo xix.
Pero no se trataba esta vez de machetes y escasos fusiles de antigualla, de negros desnudos montados a caballo, de cañones fabricados con tubos y tiras de cuero, ni siquiera de las armas relativamente modernas, arrebatadas al enemigo, de que dispusieron los barbudos, sus tácticas guerrilleras más elaboradas y eficaces, que les dieron la victoria sobre un ejército adiestrado y armado por su gobierno, de las que tenía referencias librescas. No, ahora entrarían en acción aviones imbatibles, equipos modernos de comunicación, poderosas armas de fuego en apoyo a una lucha armada en las montañas del Escambray que contaba, además, con la anuencia de los gobiernos latinoamericanos, con excepción de México, para cortar todo tipo de relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba, incluida, especialmente, la venta de armamento.
El campo de acción estaba dispuesto. Cuba estaría cercada y aislada, era cosa de un empujón interno para hacerla caer.
Tomó otra pizca de alimento y la espolvoreó en la superficie efervescente de los peces.
Sin embargo, tenía serias dudas de las que se cuidaba hablar. La experiencia de la guerra en España, el arrojo de las brigadas de los internacionalistas, su osadía en el combate, la decisión de morir por la causa de la República, estaban aún vivos en su recuerdo. De entre los hombres venidos de diferentes partes del mundo, escogió luchar junto a los cubanos, alrededor de un millar que combatió como uno solo al lado de los patriotas españoles. Entonces él era un hombre de izquierda, de los que gritaban “¡No pasarán!”, tras las trincheras, armado con un fusil de fabricación soviética.
En Valladolid peleó al lado de los cubanos. Allí conoció a Pablo de la Torriente Brau, “un hombre de fuego”; con quien tuvo pocas relaciones, pero suficientes como para calar en él a “un típico cubano, de espíritu aventurero, desprendido, locuaz y valiente”, según dejó escrito. Lo vio combatir, escribir crónicas de la guerra, curar heridos, y también gritar “hijos de puta” a los fascistas, “con una voz de tormenta”. Él mismo, Sender, había gritado “¡hijos de puta!” multitud de veces, en alemán, a los soldados enemigos integrantes de la Legión Cóndor, creada por Hitler para apoyar a los franquistas, improvisando discursos que eran contestados con un prolongado silencio, trompetillas o atronadoras voces de “¡alemán, traidor, hijo de puta!”; aunque era mitad alemán, mitad español, se sentía más español, y esa condición lo impulsaba a defender la que consideraba su patria. En cambio, aquel cubanito no, aquellos cubanos no, y sin embargo, la defendían como si fuera suya. “Si entonces eran así”, escribió Sender, “¿qué no sería cuando les tocara defender la tierra en que nacieron?”
Y cavilaba. Nunca dejó de cavilar.
Hijo de madre española y padre alemán, Aland Sender nació en Berlín, pero había permanecido en España buena parte de su niñez y juventud. Los tres largos años de la guerra, desde agosto de 1936 con la toma de Badajoz por los militares sublevados, hasta el 1ro de abril de 1939, en que Franco anuncia el fin de la guerra con su victoria frente al gobierno legalmente constituido en febrero de 1936 por el Frente Popular, los pasó combatiendo junto a los republicanos.
Apenas terminada la Guerra Civil Española, Sender fue reclutado por los Servicios de Inteligencia Militar de Estados Unidos en Madrid, embrión de lo que ocho años más tarde sería la CIA, y enviado en octubre de 1939, un mes después de la invasión a Polonia por las tropas hitlerianas, a la región fronteriza de Wroclaw, en misión de espionaje. Con la fachada de combatiente antifascista, avalada por su historial de lucha en defensa de la República española, se unió fácilmente a los grupos guerrilleros polacos, y posteriormente a los alemanes de la Resistencia que combatían al ejército fascista en su retaguardia. Su conocimiento del idioma alemán y sus acciones combativas le hicieron escalar rápidamente en la vida militar.
La historia de su reclutamiento la dejó escrita al final de sus notas, como epílogo. Así encabezó el título de aquellas últimas páginas:“El ultraje de mi vida”:
Yo tenía apenas 25 años cumplidos cuando fui detenido por la inteligencia militar de Franco. Vivía con una muchacha francesa que conocí en las trincheras de Valladolid: Linda Josefin. Al principio también creyó, como casi todo el mundo, que yo era americano, porque arrastro como una especie de gargajo sajón en la garganta [….] Vivíamos en las afueras de Madrid, en una buhardilla de mi tía, muerta por un bombazo cuando la ofensiva de los sublevados. Llegamos allí de madrugada, envueltos en ropas rotas y sucias, como dos desarrapados. En el camino, de vez en cuando, habíamos escarbado en los tachos de basura y comíamos algunos restos. Cuando veíamos venir una patrulla militar, nos encorvábamos al andar para parecer viejos tullidos […] Lo primero que hicimos fue sacarnos los piojos, curar los rasguñotes, limpiarnos las postillas, asear la habitación, que estaba colmada de polvo y suciedades. Después nos dimos a follar. Follábamos a todas horas. Linda Josefin era muy lambiadoray se la pasaba en el chupa-chupa y el lengüeteo que ella sabía que me gustaba tanto […] Josefin había encontrado en la alacena un pote de maíz y comimos palomitas por dos días hasta que, registrando, halló un dinero que guardaba la tía en una media escondida debajo de un mosaico suelto, y se iba a comprar lo que encontraba de alimento, que era escaso y caro. Por un trozo de carne de cordero que apenas pesaba medio quilo, había que dar no menos de treinta pesetas, o tres o cuatro tabletas de chocolate, o dos paquetes de cigarros, que nada de eso teníamos. Vaya, que la cosa se había puesto negra de verdad y con los días se acababa la plata de la tía y se nos ponía la cosa más dura. Yo estaba decidido a salir a trabajar en lo que fuera, pero Josefin no quería porque me podía reconocer cualquiera […] Desde el ventanuco, arriba, en la buhardilla, el único orificio por donde entraba el aire y la luz del día, podía ver Madrid. Era lúgubre el paisaje, profundamente triste. Las calles semidesiertas, patrulladas por el ejército franquista y una milicia alcahueta y pervertida […] El 10 de junio de 1939, a los dos meses de instaurarse la tiranía de Franco, en la medianoche, tocaron a la puerta. Fueun toque suave, como de mujer. A Josefin le pareció que era la de los bajos, una tal Ernestina, gorda, barrigona, de mala leche,que resultó también mujer envidiosa y traidora porque estaba a la puerta cuando Josefin la abrió y pasaron seis de civil, uno de ellos apuntándome con una pistola alemana. La gorda hija de puta se escurrió escaleras abajo. La vi de soslayo ponerse una mano en la boca y tal vez alguna lágrima que se le corrió. Ahora pienso que quizás la obligaron porque supe después que a Josefin la habían chequeado por extranjera, y la siguieron y averiguaron hasta que dieron conmigo, sin saber a ciencia cierta quién era yo. Estaba en cueros y así mismo me quedé por la sorpresa. Aunque siempre estuve preparado para un momento como aquel, no hay manera de expresar lo que se siente cuando se es detenido y la mujer que está contigo se mete por el medio, como hizo Josefin. Lloraba, dejaba ir lágrimas y estiraba los brazos para no permitirles avanzar. La abofetearon y tiraron para un lado, tanto, que se pegó bien duro en la cabeza contra el piso. Me mandaron a vestir y que les mostrara mis documentos. No tengo, les dije, todo lo perdí en un fuego por el bombardeo de mi casa, mentí. Entonces me condujeron a una prisión del centro, una especie de castillo antiguo con muchas celdas. Nunca pude identificarlo bien. Si no me engaño, era propiedad de un conde, un tal Aguas Dulces o algo así, que se había ido a Francia o a Cuba en medio de la guerra. Me condujeron a una oficina enorme, siempre con los seis tipos, tres delante y tres detrás. No hice más que entrar y un tipejo, que estaba detrás del buró, se puso de pie y me espetó: a usted lo vamos a fusilar al amanecer, nada más asome el sol […]Oscura y húmeda era la celda a la que me llevaron. Había otros ocho allí, puestos como quiera sobre un suelo terroso, sin camas ni cobijas, ni excusado, ni nada. Solamente una bacinilla en un rincón que olía a pestes revueltas con las demás pestes a sudor, churre y sicote de los presos. No se podía apenas respirar. Los miré uno por uno y ellos a mí. Tenían la misma facha que yo. No parecían delincuentes. Enseguida nos confiamos y sí, eran hombres que defendieron Madrid, habían sido descubiertos y estaban en el turno de los que iban a fusilar. Mañana me fusilan, dije sin más, como si fuera una presentación de mi nombre y apellidos. Y a nosotros también, me contestaron casi al mismo tiempo. Pasadas las horas vinieron por mí. Ya faltaría poco para el amanecer y creí que era para fusilarme. No, todavía, me dijo uno de los presos, seguro que te van a interrogar. El mismo que me había recibido primero, tomó una foto mía de encima del buró y me la mostró. Dijo: así que el señorito Alejandro Henkel Sabater —entonces conservaba mis señas verdaderas— es uno de esos camaradas republicanistas empedernido y combatiente, ¿a cuántos de nosotros habrás matado por ahí? Contesté que no los había contado. Entonces habló hasta por los codos contra el comunismo soviético y de la república española; que si no es por ellos, los franquistas, iba de cabeza igual. Y me ofreció dos alternativas: te fusilo ahorita mismo o colaboras con nosotros. Me fusilan, contesté, y me llevaron de nuevo para la celda[…]Con lo que sigue no quiero regodearme. Me avergüenza. Su recuerdo me ha perseguido siempre y ahora mismo siento que soy un vil gusano podrido. En el patio de aquella cárcel nos alinearon de espaldas a un muro de cantería y abrieron fuego.Vi caer a todos los camaradas. Me palpé el cuerpo y no estaba herido. Entré en pánico. Comencé a gritar que no me mataran, que haría cualquier cosa, que no fueran a disparar. Rogué hasta de rodillas. Entonces vino el mismo hombre que se hacía llamar comandante Montiel, me puso una mano en el hombro y me invitó a seguirle. Llamó a un subalterno suyo y le dijo: llévalo y dale un pantalón limpio porque se cagó en los que trae puestos […]Siempre procuré escapar de ellos, pero tenían controlado cada movimiento de mi vida y de Josefin. Temía a la muerte ruin de los que fusilan. Descubrí que era un cobarde, ¡qué vergüenza!; más tarde, que era un traidor, que ya no tenía vuelta atrás.Me aliviaba pensar que había sido mejor correrme allí que morir por una causa ya perdida. Y también pensaba que estando vivo siempre habría tiempo para rectificar. Pero reconocí, al cabo del tiempo, que mejor se está del lado de la fuerza que de la razón. La fuerza se impone y es más segura; la razón es incierta y si triunfa, demora tanto, que rebasaría el tiempo de mi vida[…]Seguí de espía hasta hoy en que apenas cumplo 50 años, convertido en un guiñapo humano, en que Josefin viene a deshoras, seguramente de aparearse con otro cualquiera, pero es lo único que me queda y sé que será ella quien me cerrará los ojos finalmente.
Desde los montes Fitchtel y las estribaciones del Jura, hasta la toma de Berlín por las tropas soviéticas, como uno de los jefes del Estado Mayor de los partisanos, trasmitió mensajes sensibles que daban cuenta de los planes y operaciones de los guerrilleros. Culminada la Segunda Guerra Mundial, con los grados de Coronel, formó parte de la Comisión que tuvo a su cargo las labores de reconstrucción de Berlín Este.
En enero de 1959 le fue asignada otra nueva misión, esta vez del otro lado del Atlántico: Cuba.
Ted Kinclair, jefe del populoso centro creado en Miami por la CIA con el acrónimo JM WAVE, que reunía 400 especialistas trabajando exclusivamente contra Cuba, lo recibió personalmente para explicarle en detalles el protocolo de trabajo que habían elaborado para su adiestramiento como jefe de la estación CIA en la embajada de los Estados Unidos en La Habana.
La antigua Richmont Naval Air Estation, a 20 kilómetros al sur de la Universidad de Miami, había quedado transformada en esa confortable instalación desde la cual se pondría en acción la Operación Mangosta, diseñada para sabotear, liderar las organizaciones y alzamientos contrarrevolucionarios y llevar a cabo, finalmente, la invasión de la Isla caribeña por la Bahía de Cochinos.
Alejandro Henkel Sabater, rebautizado por Ted Kinclair en su propia oficina como Aland Sender, se convertía en el pionero del empeño más complejo, delicado y costoso del gobierno de los Estados Unidos de América para derrocar un gobierno. Quince mil agentes figuraban en la nómina secreta de la JM WAVE.
Sender tomó entre sus dedos una pizca más de arenilla del envase y la dejó caer sobre el agua de la fuente. Miró una vez más a los hombres que abandonaban el jardín y comenzaban a alinearse a ambos lados de la escalera de mármol blanco. Se limpió los dedos en el pantalón y echó a andar. Caminaba lentamente. Trujillo estaría al aparecer, pensó mientras observaba el despliegue de la seguridad personal del presidente. Él había desestimado esperar en un pequeño salón de la residencia y prefirió permanecer afuera, tomando el aire, hasta la llegada del General. Estaba atento a una señal del jefe de la escolta para entrar.
Los dominicanos se le parecían tanto a los cubanos, que a veces se confundía de país y de gentes. Por sus frecuentes viajes había llegado a establecer con ellos un trato de familiaridad y confianza. A menudo se intercambiaban bromas. Mientras caminaba rumbo a los escalones, mirando a los escoltas, este último pensamiento le hizo sonreír al recordar un desliz que pudo costarle caro, pero que al final resultó simpático: al arribar al aeropuerto José Martí, en La Habana, en uno de sus viajes, lo recibió un chofer de la embajada estadounidense, un cubano, quien no hizo nada más que montarse en el automóvil le preguntó: —¿cuál es el motivo de su visita, míster? —Matar a El Comandante —le contestó. El chofer se carcajeó con todas sus ganas y entre carcajadas le aseguró: —a El Comandante no le entran ni las balas, está unta’o, americano—. Aland acompañó la risa del chofer y para salir del paso dijo: —yo soy un americano bueno, cubanito, amigo de El Comandante—. Esa vez se había sobrepasado porque el chofer, un guajirito, bien podría ser un agente de la Seguridad cubana, reflexionó después.
Afirmaciones como aquella hecha por el chofer, las había escuchado más de una vez en boca de los cubanos y de los propios dominicanos de la calle: “El Comandante es hijo de Changó; a El Comandante lo cuidan los Orishas; El Comandante se hizo santo en la Sierra; El Comandante oculta sus collares debajo de la camisa, lleva una Caridad del Cobre de oro colgando de una cadena”.
Si algo achicaba a Ruiseñor era la brujería, y El Comandante, para muchos, parecía un hombre embrujado.
Sender venía con un día de retraso por inconvenientes en la salida de su vuelo de La Habana. La respuesta del despacho de Trujillo a su comunicación había sido: “venga cuando esté dispuesto”, que a su parecer escondía cierto desdén. Cuando el jefe de la escolta le hizo una seña con la mano de que se apresurara, hizo el tramo en una carrera.
Ahora, en el momento más comprometido y delicado de los preparativos para la invasión, lo recibiría personalmente el presidente del país, el generalísimo y benefactor Leónidas Trujillo Molina, en la puerta de su residencia campestre, relumbrante el pecho de medallas, en una tarde de mucho sol y nubes violáceas que se corrían al oeste.
Trujillo en el umbral de la puerta exclamó en voz baja: —¡al fin viene, cojones, estos yanquis se creen el ombligo del mundo! —con la boca ladeada, como le era característico hablar en ciertos momentos de molestia o de cinismo; los ojos, tras los párpados caídos, se movieron como dos pequeñas alimañas.
Resbaló Aland Sender en una loza del piso cuando le tendía la mano al hombre entorchado, y aquel le sonrió como si no hubiese visto nada. Observó el sable pendiente de la cintura y escuchó su roce con el caqui satinado de los pantalones cuando Trujillo le estrechó la mano:
—Encantado, señor Sender, tengo referencias muy buenas de usted —dijo Trujillo terciando una sonrisa.
El destello de las medallas, multiplicado por la luz del sol, le hizo a Sender cerrar los ojos instintivamente.
—Gracias, Generalísimo, mucho gusto.
Caminaron por un vestíbulo de mármol también blanco, escuchando cómo sus pasos rebotaban en las pilastras y las paredes redoblantes hasta llegar a un local climatizado, donde esperaba un séquito de militares y civiles, de pie, con las caras tensas. Detrás de Trujillo, Sender entró al salón y lo siguió hasta un buró de cristal grueso. Sin tomar asiento, ni brindárselo, Trujillo le invitó a que le mostrara “lo que los americanos traían para él”.
—Sender extrajo de su portafolio un mapa y lo extendió sobre el escritorio.
—Señor presidente, el lugar escogido es un pueblito llamado Trinidad, que está aquí, mire, ¿ve?, casi en el centro de la Isla. Ideal para el desembarco de La Legión del Caribe.
Trujillo se acercó al mapa. Esforzó sus ojos para identificar el punto que le indicaba Sender.
—Sí. Conozco su ubicación. Está localizado en mis mapas. Es una miniatura de lugar —dijo. Se puso las manos en la cintura y le miró recto a los ojos—. ¿Le parece bien a la CIA y al gobierno americano como para desembarcar ahí? Estamos en contacto con la fuerza sublevada, pero no me decido todavía. Mire que estoy comprometiendo mi prestigio en este asunto.
—Es el lugar ideal, General. Si lo tomamos, ahora sí que El Comandante se jodió.
Trujillo lo interrumpió molesto:
—¡El Comandante me quería joder a mí, míster Sender, liberar Santo Domingo, decía! Allá en Venezuela crearon los revoltosos exiliados dominicanos una cosa llamada Unión Patriótica Dominicana para conspirar contra mí. Mandaron hasta un representante de ellos a la Sierra Maestra que combatió con El Comandante. Luego, ese mismo preparó un grupito que se entrenó en Cuba con todo el apoyo de ese país, y tuvieron la osadía de desembarcar aquí, con ínfulas “libertarias”. ¡Nada menos que el 14 de junio, el día del cumpleaños de mi nietecita!
Sender vio fuego en los ojos de Trujillo. Se llevaba las manos a la cintura y las retiraba alternativamente en un gesto que le pareció como el de uno de los muñecos de cuerda con los que jugó en su infancia.
—¡Duraron menos que un merengue en la puerta de un colegio! Nos los cargamos a todos en Maimón, Constanza y Estero Hondo —en ese momento de gesticulación, la luz de las lámparas del techo dieron de lleno en las medallas del pecho de Trujillo. Deslumbrado por el reflejo que despedían los metales, Sender entrecerró los ojos otra vez. Entonces comprendió el porqué del apodo de Chapitas, con el que le reconocían en toda América Latina—. ¡Esa no se la perdono! ¡Él está en crisis con los americanos, con la OEA, con todo el mundo, le vamos a partir los cojones!
Todavía deslumbrado, Sender golpeó con el índice el mismo punto que le había señalado en el mapa para atraer nuevamente la atención del General. Levantando la voz, dijo:
—Señor presidente, este pueblo —y continuó golpeando con el dedo el punto sobre el mapa— está ubicado en la zona de montaña donde están los alzados, en el Escambray. Como usted conoce, una tropa grande de rebeldes descontentos, con un Comandante guerrillero al frente, está esperando por nosotros para actuar. La estrategia es tomar este pueblo de Trinidad, declararlo zona libre y 72 horas más tarde, traer al gobierno cubano que ha nombrado la administración de mi país y está esperando en Nueva York para que la OEA después lo reconozca. Pero para eso tenemos primero que meter dentro de Cuba a ese gobierno, y eso supone esta cabeza de playa, —golpeó nuevamente con el dedo sobre el mapa— que ya esté tomada Trinidad, presidente, y vayamos avanzando con las tropas rumbo a La Habana. Entonces es cuando mi gobierno se va a meter de lleno, con armas y hombres, con su ejército, si hiciera falta. Pero para todo eso necesitamos la fuerza armada de la Legión Anticomunista del Caribe, es decir, de usted.
El General se había apartado del buró y caminaba de un lado a otro. Sender observaba sus pasos recorrer unos metros y regresar, ir y venir, una y otra vez, del escritorio al medio del salón y viceversa. Era evidente que no había superado la indignación y trataba de calmarse. A Sender le pareció felino aquel rostro de ojos gachos, labios finos contraídos y la línea de bigote estrecho y recto que el Generalísimo hacía por torcer entre sus dedos. El personal que acompañaba a Trujillo en la reunión se mantenía algo retirado y en silencio. Como Aland Sender, seguían con la vista el paseo del presidente. Lo sintieron carraspear un par de veces; luego, detenerse, carraspear otra vez y volverse a Sender con el dedo índice apuntándole como un revólver.
—¿Usted cree, de verdad, que se puede derrocar a El Comandante? ¿Lo cree de verdad, de corazón?
—No solo lo creo, General, estoy seguro —afirmó y encaró a Trujillo—. Es mucho el interés y los recursos puestos por los americanos para sacarlo del poder. Se ha vuelto ingobernable. Con un discurso populista quiere meterse a los cubanos en el bolsillo y llevar el país al comunismo.
—¡Um! Bien, Sender. Yo le voy a decir la verdad: —se le acercó tanto que Sender sintió el aroma del coñac —no me fío de esos hijo’eputas. Pueden tendernos una trampa. El Comandante es “un diablo tun tun”.
La mención del diablo le recordó todos los atributos protectores que sobre El Comandante circulaban entre las poblaciones cubana y dominicana, y entre amigos muy cercanos.
Tiempo después, durante una sesión de trabajo en Langley, vería a El Comandante en aquel acto de abril de 196l, con la mano levantada, el dedo índice acusativo, denunciando el bombardeo a los aeropuertos como preludio de la invasión por Playa Girón, y proclamando el socialismo en Cuba. Un grupo de diplomáticos de los que habían servido en la Isla, reunidos ante el televisor, se miraron inexpresivos. Entonces le pareció que las cejas enarcadas, la barba, el gesto, el conjunto de la silueta de El Comandante, le daban, a contraluz, la apariencia de Lucifer. Aquel día, en aquel momento, Philip Bonsal, quien fungiera como embajador de los Estados Unidos de América en Cuba, exclamó: “ese hombre es un diablo, un verdadero diablo”.
Asistentes de uniforme, mandados a entrar, comenzaron a depositar en una mesa larga, adosada a un lateral del salón, bandejas ribeteadas de oro con lonjas de carnes curadas, quesos, jamón, aceitunas rellenas con caviar de esturión, frutas de la pasión, piñas, guayabas, carambolas, mangos, naranjas abiertas, papayas, cocos partidos a la mitad, varios recipientes del típico sancocho dominicano y de crujientes tortas de casabe; entre otras golosinas. Al lado de la mesa, en un bar portátil de acero níquel, se acomodaban las botellas de licor.
De repente se abrió una puerta y un oficial, a paso de revista, atravesó el local, se acercó al General y le secreteó al oído. Cuando el oficial terminó y se quedó en atención esperando instrucciones, Trujillo se dirigió a Sender:
—Tengo a los rebeldes cubanos en línea, Sender. Quiero que usted los escuche. Venga, venga conmigo.
En el salón se produjo una pequeña agitación entre los reunidos.
Sender, que le seguía, miró al paso la hilera de botellas alineadas en el bar portátil, se desvió un instante para que le despacharan un vaso ancho mediado de güisqui, y reanudó su camino tras el General hasta un local contiguo.
Se escuchaba la estática de una planta de radio y el intercambio de voces desde uno y otro lado del mar.
—La trasmisión es en directo, Sender. No hemos establecido claves para conversar. Estamos andando a la carrera —dijo Trujillo.
—Es muy primitiva y vulnerable la comunicación —dijo Sender. Iba a continuar pero ya Trujillo estaba junto al operador.
—Aquí Gato Rey, aquí Gato Rey, Cobra, ¿se copia? Cambio.
—Sí, se copia alto y claro, Gato Rey, alto y claro, adelante.
—¡Esto está en candela, Cobra! Los necesitamos cuanto antes. Pongo al comandante Ariola, Cobra, dígame si copia bien. Cambio.
—Sí, adelante, Gato Rey, adelante, ponga al comandante Ariola, se copia alto y claro. Cambio.
—Bien, Cobra, le habla el comandante Ariola, dígale a su jefe máximo, ya sabe a quién, que hace falta que mande a los hombres de la Legión, pero ya. Mis tropas están deseosas de entrar en la acción final. Ahora mismo combatimos en las afueras de Trinidad y atacamos el cuartel, ¿me copia, Cobra? Cambio.
—Sí, oquey, Gato Rey, oquey, copiado, un momento.
Estática, chirridos, ráfagas de ametralladoras, tiros de fusil, voces de órdenes truncadas en un fondo lejano, inaudibles del otro lado del mar.
—¿Está oyendo eso, Sender? —preguntó Trujillo.
—Sí, presidente. Ahí se está guerreando. La información de que dispongo corrobora lo que está pasando allí y debemos apurarnos con la Legión.
—¿Qué aconseja que le contestemos, Ruiseñor? —preguntó Trujillo mirándole con curiosidad.
Sender estuvo unos segundos concentrado. Lo primero que se le había ocurrido: ¡mande la Brigada, General!, cedió a su preparación como agente y hombre de guerra. Había que confirmar primero, vieja regla, antes de una acción, y mucho más esta, de tanta envergadura política y militar. Había demasiado en juego y no quería errar por un apresuramiento pasional.
Trujillo le observaba escrutador.
—Le sugiero que mande a su hombre de confianza primero, General —dijo—. Dígales eso, que les manda a su otro yo, para hacer precisiones importantes de bombardeo previas a la acción definitiva; eso les dará coraje. Una vez confirmada la situación real sobre el terreno, estaríamos en condiciones de actuar definitivamente. Vamos a preparar bien ese encuentro. Yo salgo para La Habana nada más terminemos nuestra conversación.
En La Habana, el radista espera frente al trasmisor. A su lado, El Comandante mordisquea un tabaco y da largas zancadas a su alrededor.
—Gato Rey, Gato Rey, aquí Cobra, aquí Cobra, dígame si se copia, dígame si se copia. Cambio.
—Sí, Cobra, adelante, adelante Cobra, escucho. Cambio.
—Gato Rey, un C-47 va mañana para allá, un avión C-47, una comitiva oficial del presidente, una comitiva.
—Oquey, Cobra, Oquey. Se copia bien, una comitiva. ¿Quién viene, Cobra? Cambio.
—Vazco Ordóñez, el cura que ha ido otras veces por el General, el cura Vazco Ordóñez. Cambio.
—Oquey, Cobra, Oquey. ¿A qué hora, Cobra? Cambio.
—Sobre las seis de la tarde, Gato Rey, seis de la tarde. ¿Se copia, Gato Rey?
—Déjales oír de fondo el tiroteo. Sígueles pasando la grabación del tiroteo para que oigan bien que se está combatiendo, —dice El Comandante al radista y le hace un guiño de ojo al responsable del G-2 de Cuba, a su lado. Los dos sonríen a la vez. El radista alarga la pausa para completar la respuesta. Se escuchan largas ráfagas de ametralladoras, tiros sueltos, voces, órdenes truncas por la estática:
—Oquey, Cobra, copiado. Lo esperamos, esperamos al Padre, he copiado perfectamente. Cobra, dígale a su jefe máximo que deseamos estrecharle la mano uno de estos días. Corto, Cobra. Cambio y fuera.