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Historia que gira alrededor de los hechos de la huelga del 9 de Abril. se desarrolla cuarenta años después, cuando la protagonista, luego del fallecimiento de su madre, decide salir a buscar qué fue de su padre, por qué nunca llegó al punto donde iban a recogerlo. Esta es una novela que trata sobre la identidad, sobre la incertidumbre que rodea a un desaparecido. Y es que cualquier vivencia le sirve al novelista para fabular. El autor juega con la imaginación del lector, coloca trampas a sus deducciones cuando ofrece, en la historia narrativa, un protagónico abstracto que va descubriendo
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Veröffentlichungsjahr: 2023
Edición: Carla Otero Muñoz/ Diseño de cubierta: Ernesto Niebla Chalita/ Diseño interior: María Elena Cicart
© Hugo Chinea Cabrera, 2019
©Sobre la presente edición:
Editorial Capitán San Luis, 2019
ISBN: 9789592115323
Editorial Capitán San Luis, calle 38 no. 4717, entre 40 y 47, Kohly, Playa, La Habana, Cuba.
Email: direccion@ecsanluis.rem.cu
Web: www.capitansanluis.cu
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A Carmen, mi compañera de tantos años…
Agradecimientos a:
Eusebio Leal Spengler,
por sus preciosas consideraciones.
José Carlos Ruíz Jiménez, destacado bibliotecólogo español,
por su colaboración y estímulo.
Pedro Margolles Villanueva, quien me abrió las puertas
de su increíble biblioteca.
Gilberto Díaz Martínez, por la riqueza de sus pesquisas.
Rolando García Blanco, destacado historiador,
por su minuciosa contribución.
Jorge Gómez Barata, periodista de garra,
por su «fascinante» conclusión de lectura.
A todos ellos, amigos entrañables, mi agradecimiento,
sin cuyo concurso no habría sido posible escribir este texto.
Esta novela, basada en hechos investigados por numerosos autores acerca de la Guerra de los Diez Años, es únicamente eso: una novela, no historia.
El resultado literario inspirado en tales sucesos toma como personaje central al primer presidente de la nación cubana, Carlos Manuel de Céspedes, para a partir de él crear una nueva realidad.
Lo arbitrario en el uso de los detalles geográficos, rangos militares, nombres de lugares y de personas, obedece al propósito de separar el texto novela de la historia conocida.
Con independencia de significativas colaboraciones de amigos cubanos y españoles, así como de la extensa bibliografía consultada, de la que aparecen referencias o citas en este libro, Carlos Manuel de Céspedes. El diario perdido, de Eusebio Leal Spengler,1 constituye la columna vertebral de la narración.
El autor
[...] no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
decido hacer mi testamento.
Es este:
les dejo
el tiempo, todo el tiempo.
Eliseo Diego
Se cumplen hoy, exactamente, tres meses de su deposición como presidente de la República de Cuba en Armas, recuerda, dando una vuelta más sobre la cama. En la pared, colgado del respaldo de un taburete, su revólver reproduce la luz de los relámpagos que se filtra por entre las hendijas de las tablas.
Llovió toda la noche. Apenas pudo dormir por el bullicio de la lluvia sobre el techo de guano, su bajar en torrente por los aleros del bohío para derramarse sobre la tierra empapada. Estaría nuevamente encharcado todo el terreno. Se calzaría los borceguíes, ya en tan mal estado que procuraría no inundarlos otra vez.
¿Cómo la estarán pasando las viudas?
Era su costumbre visitar todas las mañanas a las viudas de los oficiales caídos. Las sabía quejosas del tiempo, que no paraba de llover; cada día la lluvia, más fría este invierno.
Le preocupaba una de las niñas, muy delicada. Se la imaginaba como a su hijita gemela Gloria Dolores, a quien no conocía, y le dispensaba atenciones como si fuera la suya procurando enseñarle a leer y escribir con aquella cartilla de madera, e inventándole cuentos de fantasías.
Su espía, que firmaba con el seudónimo Leónidas, le había puesto sobre aviso: Doña Ana de Quesada y Loynaz, su segunda esposa, con quien se había casado en plena guerra, en noviembre de 1869, estaba en peligro. Se había librado contra ella una orden de captura por parte de las autoridades españolas. Ana estaba en estado avanzado de embarazo, por lo que se organizó a toda prisa su traslado a Nueva York, vía Jamaica. Allí dio a luz a sus hijos gemelos: Carlos Manuel y Gloria Dolores.
¿Le hablaría Anita de él a su hijita Gloria? ¿Podría finalmente verla y también a su hijito, Carlos Manuel, nacidos en el exilio? ¿Le darán, por fin, pasaporte para viajar y el medio para hacerlo?
Le prometieron un bote; una ceiba corpulenta había sido reservada para su construcción, le dijeron. Por otra parte, no pocos de los oficiales mambises y otros amigos que llegaban de paso por San Lorenzo, habían alimentado su esperanza de que el gobierno le diera autorización para viajar. Pero tenía serias dudas. El gobierno, que le había depuesto, estaba preocupado por la repercusión de esa medida entre los emigrados en Nueva York y Cayo Hueso, quienes no compartían tal providencia. La emigración constituía un sostén de extraordinaria importancia política, independientemente de la significativa contribución económica y logística para la causa. Ya la Cámara había sondeado la emigración enviando previamente a uno de sus miembros. «El Iniciador, no debía ser tocado», había sido la respuesta. Entonces, «¿serán capaces de darme pasaporte y de autorizar mi salida?»
El hombre que había iniciado la Guerra de los Diez Años, liberado a los esclavos de su propiedad, y declarado la guerra a España con el grito de ¡Independencia o Muerte! en su ingenio Demajagua, el 10 de octubre de 1868, estaba solo.
Desde el mismo día de su elección como presidente de la República, Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo, estaba persuadido de que la Cámara estaría lista para destituirlo en cualquier momento. Tenía presente los acontecimientos que habían tenido lugar a partir de su alzamiento en el Oriente del país, primeros gérmenes de lo que vendría después como consecuencia de la diferencia de intereses en el curso de una guerra que generó un camino de intrigas y ambiciones personales.
Siguiendo al levantamiento de Céspedes en el Oriente, el territorio del Centro de la Isla, Camagüey, se había alzado pocos días después, el 4 de noviembre de 1868, y nombrado a su propio presidente: el marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt.
Céspedes y Salvador Cisneros habían convenido iniciar la guerra en sus respectivos territorios simultáneamente para el año siguiente en una misma fecha, pero la certeza de que iba a ser detenido por las autoridades españolas, gracias a la información proporcionada por su espía, Leónidas, determinó que Céspedes se adelantara. Esa circunstancia habría de gravitar negativamente en las relaciones entre ambas personalidades y el gobierno que vendría después.
Tres días antes del alzamiento, en Demajagua, el 7 de octubre, el capitán general de España en la Isla, Francisco Lersundi Hormaechea, giró un telegrama al gobernador de Bayamo, ciudad de residencia de Céspedes, ordenando su apresamiento:
Cuba es de España y para España hay que conservarla gobierne quien gobernase. Reduzca usted a prisión a Dn. Carlos Manuel de Céspedes […] y otros nombres conocidos de conspiradores.
Junto a Céspedes se relacionaban otros connotados patriotas más, entre ellos su hermano Francisco Javier.
El levantamiento de Demajagua había proclamado a su iniciador y representante de la corriente independentista Carlos Manuel de Céspedes, como presidente de la República en Armas, y máximo jefe militar con los grados de Mayor General del Ejército Libertador. El territorio del Centro, en Camagüey, estableció en cambio un gobierno colegiado integrado por cinco miembros.
La necesidad de solucionar el conflicto de la coexistencia de dos gobiernos, y de elegir a sus autoridades, condujo a la realización de una asamblea en la cual quedarían establecidos los preceptos para dirigir la guerra independentista.
La asamblea fue celebrada en la localidad de Guáimaro, en el territorio de Camagüey, en abril de 1869. La reunión convocó a los departamentos de Oriente, del Centro, y de Occidente, este último aun sin entrar en guerra, para redactar una Constitución y elegir gobierno.
Tales departamentos revestirían sus funciones como federación, semejante a la de Estados Unidos, salvo en la representatividad por el número de la población, en cuyo caso habría sido Oriente el de mayor peso, liderada por Céspedes. Se decidió entonces que fuese paritaria, y así la representación de Occidente, territorio que aún no se había alzado, estaría integrada por aquellos que se habían trasladado de La Habana para incorporarse al ejército liderado por Ignacio Agramonte en Camagüey.La Constitución, primera en la historia de Cuba, fue votada el 10 de ese propio abril.
En virtud de tal Constitución el presidente de la República no sería General en Jefe del Ejército, rango militar que ostentaba Céspedes hasta ese momento.Ambos cargos quedarían sujetos a su facultad, entre ellas la de sustituirlos cuando estimase pertinente.
Influenciada por los elementos más conservadores y «civilistas», y por intereses regionales, la Asamblea estaba rotundamente negada a lo que consideraba la «dictadura» de un mando único de la guerra, el que Céspedes había venido ejerciendo en el Oriente desde el mismo día de su proclamación de independencia, como autoridad civil y militar.
La Asamblea Constituyente pasó a ser la Cámara de Representantes, el cuerpo legislativo de máxima autoridad en el gobierno. Debía, entre sus funciones, limitar la autoridad del presidente de la República, cargo para el que fue elegido Carlos Manuel de Céspedes. Para General en Jefe del Ejército, con rango de General, fue elegido Manuel de Quesada y Loynaz, camagüeyano que había luchado en México en las filas de Juárez contra los franceses, primo de Ignacio Agramonte, el brillante jefe de la caballería y del ejército del Centro, y también cuñado de Carlos Manuel de Céspedes. De esta manera pareció buscarse cierto equilibrio territorial y de poder.
Cristo, nombre con el cual venía operando en el anonimato el miembro de la nueva Cámara de Representantes, L.P., elegido en la Constituyente, condujo el debate acerca de si la bandera ideada por Carlos Manuel de Céspedes, enarbolada el 10 de octubre en el ingenio Demajagua, día inaugural de la lucha independentista, debía continuar como símbolo patrio, o en su lugar la que trajera a Cuba Narciso López el 19 de mayo de 1850, establecida y reconocida por la ciudadanía, con el paso de los años, como propia.
El venezolano Narciso López había desembarcado en esa fecha de 1850 con una expedición, tomado el poblado costero de Cárdenas, en la occidental provincia de Matanzas, e izado la bandera concebida por él, y diseñada por Miguel Teurbe Tolón, como símbolo de libertad. Su concepción reunía los atributos propios de la masonería como el triángulo rojo, en el que sus tres lados significaban la divisa francesa de libertad, igualdad, y fraternidad; la estrella, al centro, símbolo militar de la lucha, representaba en realidad el nuevo estado que Narciso López y sus seguidores aspiraban incorporar a la bandera estadounidense; las tres franjas azules significaban los departamentos en que se dividía Cuba, y las dos franjas blancas, la pureza de la causa. Fracasada esta aventura, regresado a Estados Unidos, volvió López un año más tarde a Cuba desembarcando por la región occidental de Bahía Honda, provincia de Pinar del Río, la noche del 10 al 11 de agosto de 1851. Finalmente resultó aprehendido y condenado por los españoles a muerte por garrote vil.
La Asamblea Constituyente, integrada por los máximos dirigentes independentistas, lo era también, prácticamente en su totalidad, de masones pertenecientes a las logias de esa orden devenidas verdaderos templos de conspiración por la libertad de Cuba. En el debate primó el criterio camagüeyano, y se decidió adoptar la bandera de Narciso López.
No tuvo Cristo el enfrentamiento que hubiera deseado con Céspedes y sus seguidores orientales. Quien resultó electo presidente de la República reconoció que la enseña por él diseñada, confeccionada por Cambula e izada el 10 de octubre 1868 en el ingenio Demajagua, respondía a la significación del nuevo empeño bélico por él encabezado, identificándose con el criterio de la mayoría, que consideraba justo. Se acordó entonces, para conciliar con Céspedes, que la bandera que simbolizaba el inicio de la guerra por la independencia de Cuba, quedara expuesta en las sesiones de la Cámara.
La enseña nacional, de origen marcadamente anexionista, se convertía así en el símbolo patrio oficial de la Isla libre e independiente. Al referirse a la bandera cubana, años más tarde, José Martí señaló que «se había lavado con la sangre de los cubanos en el campo de batalla».
La Asamblea Constituyente fue la culminación del encuentro de dos facciones de una misma causa. El desenvolvimiento ulterior de la lucha estaría marcado por la visión y el comportamiento de los hombres que las integraban.
Si partidario de un mando único, político y militar para conducir la guerra, Céspedes cedió a la formación de un gobierno republicano, y a oficiar como su presidente, fue en aras de la unidad, de evitar un cisma político que cancelaría el proyecto de liberación nacional, independentista, que encarnaba su política y constituía para él el verdadero sentido de la guerra que recién se iniciaba.
Cumpliéndose su presagio, y el de íntimos amigos, ese mismo gobierno lo habría depuesto apenas cuatro años más tarde; esta vez solamente con nueve de sus veinte representantes, los que a duras penas pudo reunir la Cámara con ese propósito. En su lugar fue elegido Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, quien ocupaba el cargo de vicepresidente de la República.
Pero no solamente había corrido el agua de lluvia dejando la huella de sus cauces en la Sierra Maestra, también el tiempo, implacable juez de la vida y de la historia, dejaba heridas crueles en el hombre atormentado. No podía Céspedes dejar de revivir los acontecimientos, y aunque los asumía sin zozobras, sentía su roce en la herida palpitante todavía.
El hecho que precipitaría su salida del gobierno fue la decisión, por acuerdo de la Cámara, de sustituir al general Manuel de Quesada y Loynaz de la jefatura del ejército, y de nombrarlo él más tarde, como presidente, representante del gobierno en el exterior con la misión de procurar expediciones y recursos para la guerra. Esta decisión avivaría los resentimientos de la Cámara en su contra, y asentaría lo que a la postre resultó su relevo de la presidencia, el 27 de octubre de 1873.
Hoy se levantaba con un ligero dolor de cabeza y, como acostumbraba, tomó bicarbonato de sodio diluido en un dedo de agua. Abrió la ventana del cuarto para observar el paisaje gris de un día nublado y lluvioso. Se aprestó a vestirse para desayunar unas viandas cocidas dejadas de la noche anterior, e ir de visita, como todas las mañanas, a la casa de las viudas, tomar café, conversar de las cosas de la vida y del tiempo. También a continuar alfabetizando a los niños, uno de ellos la hembrita que de alguna manera imaginaba en ella cómo podría ser su hija gemela Gloria, la que no llegaría a ver nunca.
El escolta, como todos los días al amanecer, estaba situado afuera de la puerta del bohío. El hombre cumple la encomienda del prefecto de cuidar la vida al expresidente, «residenciado» en el campamento de San Lorenzo. A este hombre, y a un vigía situado en una altura estratégicamente seleccionada, El Cordón del Loro, se reducía toda la protección del campamento de San Lorenzo, y la vida de Carlos Manuel de Céspedes.
Al recibir la encomienda del gobierno de «residenciar» a Céspedes, el prefecto le preguntó a él mismo el significado de esa palabra, a lo que había contestado: «eso quiere decir que no puedo salir a ninguna otra parte que no sea su prefectura de San Lorenzo». No pasaba de ser para él un maltrato más por parte del marqués-presidente, Salvador Cisneros, y de la Cámara, empeñados en humillarlo valiéndose de cualquier pretexto.
No les bastaba con haberle obligado a deambular formando parte de la impedimenta del gobierno durante dos largos meses. También le privaron de escoltas, y de personal de servicio al aprobar finalmente, gracias a su insistencia personal, que se fuera por sus propios medios a cualquier lugar de la Sierra Maestra que escogiese para vivir su obligado destierro.
Había sido una decisión del prefecto, quien le profesaba respeto y admiración, la de destinar un vigía, un ayudante y un escolta para la seguridad personal del hombre al que no había dejado de considerar como su presidente. En caso de peligro el vigía debía hacer disparos de advertencia. Sin embargo, el día final no hubo disparo alguno. Esa mañana la alarma no funcionó. Los hombres armados del campamento no pudieron organizarse para su defensa. Ni el propio Céspedes tuvo oportunidad de escoger su mejor vía de escape.
Llegó a la casa de las viudas y estas ya le tenían preparada la colada del café de la mañana. Café amargo. También una naranja, de regalo, para que la comiera después. Agradeció, como siempre, con palabras muy gentiles la atención, y el regalo. Les preguntó por la salud, de cómo habían pasado la noche de aguaceros; vino al caso interesarse por su cocinero, de origen franco-alemán, que no había estado anoche para preparar la cena, ni esa mañana para el desayuno. El cocinero, oriundo de esa comarca, estaba enfermo, le dijeron; fiebres, calambres. Si se repuso, habría que buscarlo donde los negros libertos, lugar habitual para encontrarlo después del de su vivienda. Sabía, por propia confesión del cocinero, que estaba perdidamente enamorado de una negra de nación, y hacía todo lo posible por seducirla. Se prometió pasar a verlo; les consultó si regalarle la naranja que ellas le habían obsequiado.
Así, de cosas simples, vive Carlos Manuel de Céspedes los últimos días de su vida, a quien los habitantes de San Lorenzo nombraban siempre presidente, pese a sus reiteraciones de «ya no soy presidente, llámenme por mi nombre».
Días atrás se había dado unos recortes en la barba y el bigote, guardado los cabellos en un pequeño sobre que hizo él mismo, muy doblado, y envolvió, además, con hilos de seda, haciendo un paquetito bien protegido. Un amigo General, que salía en barco para Jamaica, debería hacerlo llegar a través de las relaciones establecidas en aquella nación, a su esposa Anita, en Nueva York. Se trataba de un presente para sus hijitos, un recuerdo físico de su existencia que presumía no iba a compartir con ellos nunca más.
Sin embargo, a pesar de esa recurrente pesadumbre, y de las adversidades que a diario debía afrontar, se permitía soñar. Hasta la aprobación de su pasaporte, y la autorización de salida para el extranjero podrían ser posibles. En medio de la tormenta, se aferraba a esta idea como el náufrago a una tabla. Él mismo había expresado en más de una ocasión siendo presidente que «nadie está obligado a permanecer en la guerra, cualquiera es libre de abandonarla, y también de abandonar el país». Sus opiniones al respecto eran bien conocidas por la Cámara y por la más alta oficialidad. Para él, la libertad del individuo no estaba reñida con la guerra. Y confiaba todavía, en alguna zona de su desesperanza, que tal vez quienes debían tomar la decisión sobre su persona también pensarían así.
El cocinero estaba, efectivamente, enfermo. Además de lo que le contaron las viudas, padecía de diarreas, se notaba en su semblante demudado la falta de líquido en el cuerpo. Le preparó tres dedos de agua con una pizca de sal, otra de azúcar y dos cucharaditas colmadas de bicarbonato. Debía tomar de dos a tres litros de agua cada día. Por lo pronto, ahora mismo, un vaso entero para reponer parte del líquido perdido por las deposiciones, le recomendó.
El día había levantado. El sol estaba fuerte, caía vertical, como si quisiera evaporar toda el agua caída a lo largo de interminables lluvias. El río, del que añoró un baño esos días de lluvia y humedad, estaría cálido de aguas, esperándole calmo y silencioso; repentinamente se sintió estimulado a darse un chapuzón.
Al cauce se llega por un trillo pedregoso abierto por el paso de hombres y animales, entre rocas enormes, filosas, que después de varias vueltas desemboca en una poza de aguas transparentes, protegida por la sombra de árboles de pomarrosas que la bordean. El presidente baja con cautela y paso firme. En la margen de la poza se desviste, y entra al agua en ropas interiores. El agua, pese a los días de copiosa lluvia, es cálida. Disfruta al dar unas brazadas, zambullirse ligeramente, volverse boca arriba para dejar flotar el cuerpo a la deriva. El río entra a la poza, la circunda dócil, y regresa a su caudal que continúa su rumbo al noroeste, entre farallones.
Al noreste de la margen superior del río se extiende un monte denso que se adentra escalando las alturas de la Sierra Maestra. Al noroeste, farallones de roca viva en cuyo fondo se desliza el río, y en la cima crece una maleza agresiva, bejucos, troncos secos, derribados por el tiempo o por el hombre. El día de su muerte erró fatalmente el camino para escapar de sus perseguidores.
Desde una altura, a la sombra de un árbol de pomarrosas, su escolta Servando Lugones observa las evoluciones de su presidente en el río.
La placidez del lugar, la temperatura del agua, se prestan a la meditación. Y el presidente no deja de meditar. Han pasado cuatro meses, pero el recuerdo está igual de vivo en su corazón como si hubiese ocurrido ayer. Aquel 28 de octubre, en el desayuno, recibió al mensajero encargado de entregarle el texto de su deposición por acuerdo de la Cámara, fechado el día anterior. El mensajero insistía en que leyese el contenido del sobre que le había extendido antes de desayunar. «Desayune usted conmigo», le invitó el presidente sin leer el documento. El mensajero insistía en que no, que leyera, por favor, el contenido del sobre antes de desayunar. «Si usted desayuna conmigo ahora, usted habrá desayunado con el presidente, porque después de abrir el sobre lo habrá hecho con un ciudadano común y corriente», respondió cortésmente. Le estrechó la mano, y expresó: «Gracias, amigo mío. ¡Me ha traído V. mi libertad!», como consignó en su diario.
No le causó mayor sorpresa la noticia que por indiscreciones propias del «secreto cubano» en boca de amigos, y las informaciones reiteradas de Leónidas, ya era de su conocimiento. Por otra parte, hacía tiempo la Cámara tomaba decisiones sin consultarle, dejaba rodar juicios denigrantes sobre su persona intencionadamente con la finalidad de afectar el prestigio de a quien debían al menos un comportamiento decente. «Se debió obrar con transparencia, y dilucidar por las vías reglamentarias cualquier diferendo respecto a mi conducta personal, o mis decisiones», se dijo mientras disfrutaba el reposo del cuerpo flotando en el agua.
Le hería particularmente la bajeza de algunos juicios echados a rodar en cuanto a su manera de vestir, sus modales, considerados aristocráticos por algunos miembros del gobierno. Pareciera, pensaba, que para presidir el gobierno debía andar vestido de cualquier manera y comportarse con groserías, como llegó a ser práctica en algunos de sus miembros, quienes siendo personas cultivadas, se mostraban tales oportunistamente.
Los camarones, como gustaba llamar a los envidiosos, sembradores de cizaña, oportunistas de toda laya, finalmente habían tenido éxito en su labor de zapa y llevado en su lugar a la presidencia del gobierno a Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía. Ese mismo día escribió en su diario:
La historia proferirá su fallo. A todos he recomendado la prudencia y q. sigan sirviendo a Cuba, como yo la haré mientras pueda.
Desde entonces su refugio en San Lorenzo fue también la esperanza de que le dieran pasaporte y autorización para viajar fuera del territorio de Cuba, a Jamaica, país con el que se habían establecido las mejores conexiones, y donde radicaban preciados contactos afines a la causa de la independencia de Cuba. Jamaica, siendo colonia de posesión británica, era además la vía de escape a la vigilancia de las autoridades españolas para trasladarse después a Estados Unidos.
Sin embargo, no había dejado de considerar que el ofrecimiento de hacerle un bote para el viaje, y la probabilidad de que el gobierno aprobaría su solicitud de salir al extranjero, podrían no ser más que maniobras de distracción para mantenerlo desactivado y expectante. Este era el lado opuesto a su esperanza, y cobraba, con el paso de los días, mayor certeza.
Había pasado suficiente tiempo desde que redactara un manifiesto consultando al pueblo y al ejército acerca de si debía renunciar al cargo, del que no había obtenido ninguna respuesta, para que a estas alturas el gobierno procurara, con emisarios y falsos amigos, neutralizar cualquier acción de su parte que fuera a producir algún enfrentamiento. Se había prometido acatar las decisiones de la Cámara respecto a su persona, y dejado bien claro que no provocaría una escisión, una guerra civil. Daba por descontado que su manifiesto fue incautado antes que circulara. En su diario dejó escrito:
Yo debía inmolarme y me inmolé […] por mí no se derramará sangre en Cuba.
De vez en cuando se escucha el goteo de una pomarrosa al caer, y observa los círculos en el agua recorrer la superficie viniendo a su encuentro. El agua tranquila, transparente. El goteo de las pomarrosas. Paz. Reposo activo de su mente inquieta. «¡Qué lástima la pérdida, general Banderas, con la ilusión que me hice para mis hijitos…»
El General amigo, en quien Céspedes confió llegaría sin problemas a Jamaica, y haría llegar el encargo destinado a su esposa Anita, había malogrado el viaje y regresado a San Lorenzo. Le contó que había salido al mar sin brújula, guía, ni marineros diestros, en un bote en mal estado. Un mar encrespado batió la embarcación; a punto de naufragar, un bergantín americano que iba velas a ras de mar acudió al lugar pero no pudo o no quiso rescatarlos. Cerca de la costa, el bote se estrelló contra unas rocas. El General debió abandonarlo y lanzarse al mar para buscar la orilla guiándose por unas pocas luces que se estiraban sobre el agua. En lo que nadaba, perdió de sus bolsillos la cartera con las onzas de oro, también el paquetito con sus cabellos. Se afligía además de la pérdida de uno de sus compañeros de viaje. Lo escuchó patalear, un tanto lejos de él, en la noche muy oscura. Con seguridad se había ahogado. Ahora tendría que dar también cuentas al gobierno por la pérdida de importantes documentos preparados con mucho celo y en abultada cantidad: al volcarse el bote, se habían hundido con la valija de cuero, sin posibilidad alguna de rescatarlos. Después de revolver con sus manos el agua, y de zambullirse para tentarlos, se decidió a nadar en busca de su salvación.
Con el General había enviado seis onzas de oro para ayudar a sufragar los gastos de su amada Anita, y sus dos hijitos gemelos. También lo más preciado en estos días aciagos: los recortes de su barba y de su bigote como recuerdo de algo personal ante la certeza creciente de que moriría en la manigua.
Todo se perdió. «¡Todo por Cuba! ¡Todo por Cuba!», le dijo a Gerónimo Santos, su escolta y asistente personal, quien había escuchado el relato del naufragio sin quitarle la vista de encima, recordando con cuánto amor vio a su presidente recortar la barba y el bigote, envolverlos una y otra vez hasta hacer un paquetito, y para más seguridad, hermetizarlo con varias vueltas de hilo de coser de seda, del más grueso que tenía.
El sol había caldeado el agua con tal gusto, que no deseaba abandonarla. Sentía en los músculos la energía renovadora del ejercicio obligado para mantenerse a flote. El sol, que caía perpendicular, lejos de molestarle también le vivificaba. Decidió tomarse un tiempo más para disfrutar «esta maravilla de la naturaleza». El escolta debía dormir, sentado bajo la copiosa sombra, recostado al tronco del árbol de pomarrosas, cabeceaba contra su pecho descubierto.
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