Lecciones sobre metafísica de lo bello - Arthur Schopenhauer - E-Book

Lecciones sobre metafísica de lo bello E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

Para Schopenhauer, la única estética posible es aquella que posee un carácter existencial, que parte del sujeto humano. Sus Lecciones intentan reproducir in abstracto, «traducir» a conceptos, las intuiciones y los sentimientos que produce la experiencia estética y la contemplación del arte. Una traducción, sin embargo, incapaz de sustituir a la verdadera emoción de la contemplación estética.

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LECCIONES SOBRE METAFÍSICA DE LO BELLO

Traducción e introducción de Manuel Pérez Cornejo

Arthur Schopenhauer

Colección estètica & crítica

Director de la colección: Romà de la Calle

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto­químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per­miso previo de la editorial.

La edición de este volumen ha contado con la colaboración de Jesús Martínez Guerricabeitia.

© De la traducción y la introducción: Manuel Pérez Cornejo, 2004

© De esta edición: Universitat de València, 2004

Producción editorial: Maite Simon

Diseño del interior: Inmaculada Mesa

Fotocomposición y maquetación: Ligia Sáiz

Corrección: Communicao CB

Diseño de la cubierta: Manuel Lecuona

ISBN: 84-370-6021-4

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

1. «EL FILÓSOFO SOBRE EL MAR DE NIEBLA»

2. CRÓNICA DE UN FRACASO UNIVERSITARIO

3. «HAY QUE SER EL QUE SE ES...»

4. ADVERSUS HEGEL

5. LAS LECCIONES SOBRE METAFÍSICA DE LO BELLO

6. NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN

LECCIONES. SOBRE EL CONCEPTO DE LA METAFÍSICA DE LO BELLO

II. Sobre las ideas

Comparación de las doctrinas de Platón y Kant

III. Sobre el correlato subjetivo de la idea

Conocimiento sometido al principio de razón suficiente

El sujeto puro del conocimiento

IV. Diferencia entre la idea y su manifestación

Panorama general sobre el curso del mundo

V. Contraposición entre ciencia y arte (Ciencia y arte)

VI. Sobre el genio

VII. Sobre el fin de la obra de arte

VIII. Sobre el componente subjetivo del placer estético

IX. Sobre la impresión de lo sublime

X. Sobre el componente objetivo del goce estético, o de la belleza objetiva

XI. Sobre la arquitectura y el arte de canalizar las aguas

XII. Arquitectura de jardines y pintura de paisaje

XIV. Pintura de historia y escultura (con un apunte sobre la belleza, el carácter y la gracia)

Sobre la gracia

Sobre el carácter

XV. Sobre la relación entre la idea y el concepto. Crítica de la alegoría

La alegoría

XVI. Sobre el arte poético

XVII. Sobre la música

COL·LECCIÓ ESTÈTICA & CRÍTICA

INTRODUCCIÓN

1. «EL FILÓSOFO SOBRE EL MAR DE NIEBLA»

...la vida es un tormento, Un engaño el placer...

ESPRONCEDA, A Jarifa en una orgía

Cuando comparamos los retratos de juventud de Arthur Schopenhauer con aquellos otros, más conocidos, en los que se yergue ante nosotros un anciano de rostro escéptico, irónico y desconfiado, nos viene inevitablemente al pensamiento la idea de que son tan distintos que podrían corresponder a dos individuos completamente diferentes. En los primeros aparece el prototipo del joven romántico, con una nota de orgullosa exaltación y de melancolía en los ojos; los cuadros de senectud, en cambio, podrían describirse perfectamente con una sola palabra: «desengaño».

Desde luego que ambas imágenes se refieren a la misma persona: por eso transmiten perfectamente la evolución que experimentó a lo largo de su vida el espíritu del filósofo. Schopenhauer nunca fue un ingenuo, y desde muy pronto hizo gala del talante pesimista y desilusionado que luego no se cansaría de predicar en sus obras; pero, como muestran los mencionados retratos, cabe afirmar que aquello que en su juventud sólo presentía de manera más o menos aproximada o teórica, pudo verlo confirmado posteriormente de forma personal a lo largo de su existencia, a saber: que, lamentablemente, en este mundo la vulgaridad, el fraude, la incompetencia y la mediocridad suelen triunfar siempre sobre lo excelso, verdadero y grande; estas últimas cualidades, si alguna vez son apreciadas en su auténtico valor, siempre son reconocidas demasiado tarde, cuando aquel que las encarnaba se encuentra al cabo de sus fuerzas, o simplemente ya ha fallecido.

Su iniciación en los misterios del dolor y la desilusión fue muy temprana, hasta el punto de que podemos considerar al Schopenhauer adolescente como un auténtico «experto» en reveses y contrariedades: primero, la pugna con su padre, quien le presionaba para que le sucediese en sus negocios comerciales (por cierto: ¿se ha pensado alguna vez hasta qué punto el contacto con los sucios entresijos del capitalismo condicionó la lúgubre visión del mundo del futuro filósofo?);[1] luego, el suicidio de su progenitor, golpe siempre terrible para un muchacho especialmente reflexivo como él era; por último, el choque con las veleidades literarias de su madre, quien, desde su traslado en 1806 al círculo del gran Goethe en Weimar, le dejó prácticamente solo. Realmente parece demasiado, incluso para una persona que no hubiese tenido el talento y la sensibilidad que caracterizaban al joven Arthur.

Sin embargo, todo ese sufrimiento, filtrado por su gran inteligencia, se mostraría sumamente «útil» para el ulterior desarrollo del pensamiento de nuestro filósofo: en efecto, entre 1809 y 1811 Schopenhauer –seguramente impulsado por los padecimientos descritos– experimenta una suerte de despertar intelectual, de «iluminación», que le lleva a comprender, no sólo que la vida es mala y cruel, sino también que el único sentido que cabe darle a nuestra existencia es precisamente tratar de entender por qué tiene que imponérsenos de tan terrible manera. Una amarga confesión íntima a Wieland, realizada por esas fechas, durante una de sus estancias en Weimar, da indicios de que aquel muchacho taciturno ya había dado el salto hacia el abismo, enfrentándose allí cara a cara con una verdad estremecedora: « La vida –le dice melancó licamente Schopenhauer al perplejo poeta– es un asunto deplorable; me he propuesto pasar la mía reflexionando sobre este tema. [2]

La tarea que Schopenhauer se impuso desde su juventud no fue otra, por tanto, que asumir el sufrimiento inherente a la existencia y aprender a superarlo; mas ¿cómo conseguirlo? Schopenhauer encontraría la respuesta a esta pregunta analizando otra experiencia íntima, no menos intensa y profunda que la anterior: había comprobado, efectivamente, que la vida es dolor y desengaño; pero, al mismo tiempo, también le parecía evidente que, entre tanta miseria y mezquindad, la existencia sólo se hace soportable gracias a los breves momentos que consagramos a aquellas actividades que de algún modo trascienden las limitaciones que nos imponen el tedio de la vida cotidiana y la opresión de un mundo rutinario y vulgar, permitiéndonos atisbar por un instante un ámbito espiritual superior y más digno. Impulsado por esta certeza, en una nota fechada entre 1809-1810 escribe: «Si descontamos de nuestra vida los cortos intervalos que nos procuran cosas tales como la religión, el arte o un amor puro, ¿qué nos queda salvo una serie de trivialidades?».[3] Es verdad que, con el paso de los años, y tras sucesivas decepciones, Schopenhauer introduciría notables modificaciones en esta relación, precisando que esos fugaces latidos de felicidad provienen más bien del contacto con la naturaleza, de las lecturas filosóficas o literarias, de la contemplación de obras de arte y, sobre todo, del disfrute de la música; la religión y el amor, en cambio, se descolgaron rápidamente de la lista, y fueron sustituidas por otras experiencias, como la compasión y la renuncia mística al mundo; pero el núcleo esencial de la certidumbre alcanzada calaría hondo en la mente del incipiente filósofo, permaneciendo en lo sucesivo inmutable.

Claro que Schopenhauer era consciente de que, incluso estos asideros que suponía le iban a permitir capear con soltura el temporal de la vida, y hacer relativamente soportables las penalidades cotidianas, no cabía adquirirlos tampoco de forma gratuita, sino que requerían el pago del correspondiente tributo de esfuerzo, soledad y sufrimiento: la contemplación de la naturaleza exigía, por ejemplo, largas y fatigosas escaladas (como las efectuadas años atrás –entre el 3 de mayo de 1803 y el 25 de agosto de 1804– en compañía de su padre por las cumbres del Chapeau, cerca de Chamonix, el Pilatus o el Schnee Koppe);[4] la lectura de los clásicos requería dominar las lenguas antiguas y modernas; y el goce del arte y la música exigía una ardua formación y estudio; pero lo que requería un mayor esfuerzo era el estudio de la filosofía, del que, a su juicio, todo lo demás dependía; por eso no estaba dispuesto a ahorrárselo, pues tenía la firme convicción de que sólo una reflexión filosófica intensa y seria podría proporcionarle la eficaz comprensión de un mundo tan absurdo y hostil.

Si como esforzado montañero Schopenhauer no se arredró ante las elevadas cumbres que debía escalar, tampoco dudó en enfrentarse valerosamente a las grandes cimas del pensamiento filosófico: entre 1809 y 1811 estudia en Göttingen las obras de Platón y Kant, asimilando sus conceptos básicos como «idea», «idealismo trascendental», «cosa en sí» o «genio»; tiene probablemente noticia también de los escritos de J. Böhme (recuperados en 1798 por L. Tieck),[5] que le ponen sobre la pista de la voluntad como principio originario de la realidad, cuya negación es la clave que permite resolver el enigma del mundo y emanciparse del dolor de la existencia; y, sobre todo, empieza a comprender los secretos de la experiencia estética y de la filosofía del arte, trabando contacto con la teoría del color de Ph. O. Runge, [6]relacionándose personalmente con Goethe (quien le entrega un ejemplar de su ensayo Entwurf einer Farbenlehre, publicado en 1810, donde se exponía una teoría de la luz y los colores fuertemente influida por los conocimientos sobre pintura del poeta),[7]y leyendo apasionadamente las obras de Wilhelm Heinrich Wackenroder, editadas y completadas por Ludwig Tieck, cuya exaltada y romántica «religión del arte» estará en la base de muchos e importantes aspectos de su futura teoría estética.[8]

Acabada esta primera etapa de su formación, el joven Schopenhauer decide en 1811 trasladarse a Berlín –una ciudad que en principio no le resultaba atrayente–, a fin de completar su formación filosófica; allí espera conocer a algunas de las supuestas «lumbreras» del pensamiento contemporáneo: J. G. Fichte (quien le atrae por sus reflexiones sobre la conciencia); F. D. E. Schleiermacher (famoso por sus traducciones de Platón); el zoólogo M. H. Lichtenstein, al que había conocido en el salón de su madre en Weimar y, finalmente, el helenista más importante de su época, F. A. Wolf, al que acude con una carta de recomendación del propio Goethe.

Durante su traslado desde Göttingen a Berlín, escribe una carta a su madre, fechada el 8 de septiembre de ese mismo año, en la que, rememorando sus experiencias alpinas, plantea explícitamente una comparación entre la investigación filosófica y el ascenso a una escarpada cumbre: en ambos casos lo penoso de la ascensión queda compensado por la grandiosidad del panorama que se contempla:

La filosofía –dice Schopenhauer en esta interesante misiva– es un elevado puerto alpino; a él conduce únicamente un sendero abrupto que transcurre entre piedras agudas y espinas punzantes; es solitario y cuanto más se asciende, más desierto se torna. Quien por él transita no conocerá el miedo, abandonará todo tras de sí y, con perseverancia, tendrá que abrirse paso a través de la fría nieve. A menudo se detendrá de súbito ante el abismo y observará el verde valle allá en lo profundo: entonces, el vértigo se apoderará de él, amenazándole con arrastrarle hacia abajo, pero deberá dominarlo, si es necesario, incluso clavando a las rocas con su propia sangre las plantas de los pies. A cambio, pronto verá el mundo debajo de sí: ante su vista se esfumarán los desiertos y los pantanos, las desigualdades parecerán igualarse y las notas disonantes no le estorbarán más allá arriba; el orbe entero se extenderá ante su mirada. Él mismo se mantendrá siempre inmerso en el puro y frío aire alpino y podrá saludar al sol cuando a sus pies aún se extienda la noche oscura [...].[9]

Pero su viaje por las «cumbres intelectuales» de la época no rindió los frutos esperados: si bien las lecciones de Lichtenstein y Wolf dejaron en Schopenhauer una huella imborrable, no sucedió lo mismo con las impartidas por Schleiermacher y Fichte: Schopenhauer rápidamente se dio cuenta de que en el mundo académico de la filosofía oficial no importaba tanto saber como aparentar que se sabía: lo comprendió al descubrir con enojo que Schleiermacher hablaba sobre los escolásticos medievales sin haber leído apenas los textos originales; y, por otra parte, el celebérrimo Fichte (quien había afirmado que la verdad filosófica se descubre de forma intuitiva, en un momento único de intensa iluminación, que necesita una ulterior traducción a conceptos, de manera que Schopenhauer esperaba encontrar en él una suerte de «guía espiritual» que le revelase el sendero más seguro para ascender a la cumbre del conocimiento, ayudándole a descifrar qué rasgo de la conciencia estética hace de ella una experiencia superior a las vulgares vivencias de la vida cotidiana), en sus lecciones dictadas aquel otoño sobre «los hechos de la conciencia», se le mostró como un embaucador que, lejos de proporcionarle claves gnoseológicas claras y precisas, se perdía en «rabiosos sinsentidos» y en una «charlatanería enloquecida». Cabe imaginar a nuestro impetuoso aspirante a filósofo, exaltado por las apasionadas descripciones románticas de Wackenroder y Tieck, aburriéndose mortalmente durante las monótonas clases impartidas por Fichte a lo largo de una serie interminable de días lluviosos y tristes. Las enrevesadas expresiones del tedioso profesor terminaron por provocar en Schopenhauer nada menos que «el deseo de ponerle una pistola sobre el pecho y decirle: tienes que morir sin compasión; pero dime antes por amor de tu pobre alma si con ese galimatías has pensado algo claro o querías simplemente tomarnos el pelo».[10] Con todo, la soporífera experiencia tampoco había resultado estéril, pues ahora al menos una cosa le parecía evidente: la filosofía no debe aspirar jamás a ser una «doctrina de la ciencia» [Wissenschaftslehre] basada en el mero análisis racional de conceptos abstractos: un saber así jamás podrá comprender el misterio del arte, ni estará en condiciones de desvelar el enigma del mundo. El camino que conduce a la cumbre del conocimiento y a la comprensión del arte no puede encontrarse utilizando sólo un mapa, por muy detallado y exacto que sea, sino que requiere, ante todo, entrar en contacto con la experiencia misma, es decir: ponerse en marcha para tratar de descubrir ese camino por uno mismo.

El año 1813 fue decisivo para la maduración del pensamiento schopenhaueriano. En primer lugar, frente al heroísmo patriótico suscitado por las guerras de liberación antinapoleónicas, Schopenhauer se promete a sí mismo ejercer otro tipo de heroísmo más cosmopolita, elevado y sublime: el heroísmo intelectual, en aras del cual jura solemnemente servir únicamente a las musas. Fiel a este juramento, al comprobar que los clamores bélicos habían alejado a sus preciadas diosas de Berlín, Schopenhauer decide seguir «su cortejo» y se traslada a Rudolstadt, donde, aparte de admirar las valiosas colecciones de arte y su gran biblioteca, se dedica a redactar su tesis doctoral, piedra fundacional del edificio de su futura filosofía.[11] En segundo lugar, entra en contacto con la filosofía de Hegel, a través de un ejemplar de la Ciencia de la lógica que le presta su amigo K. F. E. Fromann; lee unos pocos párrafos y vuelve a toparse con ese extraño modo de engarzar conceptos, puesto de moda por Fichte, vacuo, abstracto y absolutamente alejado de cualquier experiencia concreta: un modelo consumado, en definitiva, de cómo no se debefilosofar, si se quiere llegar a algún resultado preciso.[12]En tercer y último lugar, Schopenhauer tiene por vez primera la intuición que marcará el resto de su existencia y sobre la cual erigirá su pensamiento: descubre que aquellos estados de especial iluminación –tan semejantes, por lo demás, al satori de los orientales–, especialmente los relacionados con las experiencias artístico-musical y mística, corresponden a un tipo de consciencia especial, esencialmente distinta de la consciencia empírica, a la que denomina «consciencia mejor» [besseres Bewußtsein], un tipo de consciencia que, al elevarse «muy por encima de toda razón», viene a expresarse en la «santidad del obrar» y en «el arte como genio», alzándose por encima de los límites que impone el lenguaje (pues es inefable), y las formas a priori del principio de razón suficiente, es decir: la causalidad, el espacio y el tiempo, situándose en un ámbito superior a la escisión entre sujeto y objeto.[13] Esa «consciencia mejor» produce «una grieta en lo cotidiano y en lo evidente, una lucidez asombrosa, más allá de todo placer y de todo dolor»; un nunc stans, un ahora permanente, en el que el sujeto se olvida del ámbito espacio-temporal y del yo.[14] Ahora bien, Schopenhauer se percata de que es este tipo especial de consciencia el que marca precisamente el pasaje espiritual secreto que nos permite acceder por fin a la cima del conocimiento filosófico, porque, al contrario de lo que sucede con el conocimiento conceptual abstracto de Fichte o Hegel, equivalente a una escolástica moderna, dicha consciencia, transmitida por el arte o la mística, supone un contacto experiencial directo con la esencia misma del mundo.[15]

Una vez encontrado el sendero que conducía a la cumbre, Schopenhauer se propuso recorrerlo con paso firme. Lo esencial era no mirar atrás, ni hacia abajo (hacia el abismo de las tentaciones mundanas, que podrían hacerle perder pie), y elevarse por encima de la «niebla» de abstracciones y conceptos que ocultaban las alturas del saber a individuos como Fichte, Schleiermacher o el charlatán de Hegel; por eso, cuando Karl August Böttinger le sugiere en 1814 impartir lecciones en Jena, una vez redactada su tesis doctoral, Schopenhauer rechaza su propuesta indicándole que prefiere dedicar su vida por entero, no al ámbito de la filosofía oficial –cuyos patéticos logros acababa de experimentar en Berlín–, sino al estudio de la auténtica filosofía, frente a la cual «todo lo demás ocupa un segundo plano, y no es más que un leve aditamento de aquélla». Schopenhauer le confiesa a Böttinger que, desde luego, su profesión parece implicar «el deber particular [...] de enseñar públicamente no sólo por escrito, sino también de viva voz», y, por tanto, se muestra «firmemente decidido a dedicar la mayor parte de [su] vida a cumplir con [ese] deber y, en consecuencia, a emprender una trayectoria académica»; pero dado que la herencia de su padre le permite soslayar de momento cualquier apuro económico, prefiere aprovechar esta gracia que el destino «suele negar a otros muchos servidores de Apolo y Atenea», a fin de prepararse de todas las formas posibles para afrontar el destino para el cual cree sentirse predestinado: así «una vez preparado y más maduro», podrá «emprender [su] propia y particular trayectoria docente».

Schopenhauer cree que, para centrarse en «estudios serios de [su] interés» le es necesario, ante todo, vivir en un lugar que le proporcione «tranquilidad, un entorno bello, obras de arte, [así] como las fuentes y los medios necesarios para realizar [sus] estudios científicos». Y, a su juicio, ese lugar, donde podrá fomentar la recién descubierta «consciencia mejor» a través de la contemplación de la naturaleza, la lectura en grandes bibliotecas, la contemplación de un buen número de obras de arte, y la asistencia a un amplio programa de conciertos, es Dresde, sede de la famosa Gemäldegalerie, y lugar de residencia de artistas importantes como C. D. Friedrich. Será, pues, Dresde la ciudad elegida por Schopenhauer para recorrer en solitario ese «camino interior» recién descubierto. Luego, una vez alcanzado el objetivo intelectual previsto (nada menos que el hallazgo de la verdad), transmitirá al resto de la humanidad el resultado de sus investigaciones poniéndolo por escrito; y para que sus doctrinas estéticas no floten en el vacío, las someterá seguidamente a prueba mediante un contacto directo con el gran arte, completando la parte más importante del Grand Tour que no había podido realizar con sus padres: el viaje a Italia; sólo entonces dará por concluidos sus «años de aprendizaje» y dará paso «a los de docencia».[16]

Allí, en Dresde, en aquel refugio de las musas, irán surgiendo entre 1814 y 1818, paso a paso, y no sin esfuerzo, las páginas más importantes de la filosofía de Schopenhauer, «como un bello paisaje en medio de la neblina matinal».[17]Cuando en marzo de 1818 nuestro autor pone punto final al manuscrito de Die Welt als Wille und Vorstellung, siente que ha culminado por fin su solitaria y difícil ascensión por el «elevado puerto alpino» de la filosofía: al igual que el personaje que aparece en el famoso cuadro de Caspar David Friedrich Caminante sobre el mar de niebla –pintado también por esas mismas fechas, es decir, entre 1817 y 1818–, Schopenhauer cree haber logrado alzarse por encima de las brumas de la simple representación sensible y del mero saber conceptual, para contemplar directamente las cimas de la verdad y el diáfano panorama de las ideas. Ahora ha llegado el momento de marchar «a la tierra donde florecen los limones, nel bel paese, dove il Si suona, como dice Dante, allí “donde la cantinela del ‘no, no, no’ de las revistas literarias”» de moda no puede alcanzarle;[18]es hora, en suma, de viajar a Italia para encontrar entre los restos de aquella sublime edad clásica lo característico y esencial de su espíritu: esas mismas ideas contempladas hasta ahora desde un punto de vista puramente filosófico. El mismo Schopenhauer nos describe el recorrido seguido en su viaje:

Pasando por Viena viajé a Italia: vi Venecia [donde cree hallarse frente al «más fresco y mejor de los cuadros de la escuela veneciana», y contempla «el espectáculo de una voluntad de vivir desbordante y abigarrada»], Bolonia y Florencia, llegando finalmente a Roma, ciudad en la que me detuve durante casi cuatro meses [desde febrero hasta mayo de 1819], deleitándome en la contemplación tanto de los monumentos de la Antigüedad como de las más recientes obras de arte [allí se le revela con toda su fuerza la grandeza del politeísmo antiguo, al que defiende vivamente ante los alemanes del Cafe Greco, afectos al credo Nazareno, a la sazón de moda]. Estuve en Nápoles; admiré Pompeya, Herculano, Puteoli, Baia y Cuma, y finalmente llegué hasta Pesto, donde ante la ancestral majestad del intacto templo de Poseidón, que desde hace más de veinticinco siglos se yergue en la antigua ciudad, y contemplándolo con profundísima reverencia, pensé que me encontraba en el mismo suelo que tal vez otrora había hollado Platón. A continuación permanecí casi un mes en Florencia; visité por segunda vez Venecia; fui también a Padua, Vicenza, Verona y Milán y, al fin, a través del monte San Gotardo, llegué a Suiza.[19]

[1] Thomas Mann parece haberse percatado de esta influencia, ya que en cierta ocasión llama a Schopenhauer «el filósofo capitalista»: cfr. Th. Mann: Richard Wagner y la música, Barcelona, Plaza & Janés, 1986, p. 108.

[2] R. Safranski: Schopenhauer y los años salvajes de la filosofía (trad. de J. Planells Puchades), Madrid, Alianza, 1991, p. 480. Según C. Rosset, será este «sentimiento del absurdo», basado en la intuición del carácter esencialmente «desfondado» [grundlos] del ser, el «pensamiento único» sobre el que construirá Schopenhauer el resto de su filosofía: cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, París, Quadrige / PUF, 19942, pp. 63 y ss.

[3] A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818. Sentencias y aforismos II (selección, prólogo y versión castellana de R. Rodríguez Aramayo), Valencia, Pre-Textos, 1999 [HN I, 10/8], § 4, p. 26.

[4] Cfr. R. Safranski: op. cit., pp. 77-78.

[5] Cfr. X. Tilliete: Schelling, une philosophie en devenir. I. Le système vivant 1794-1821, París, Vrin, 1970, p. 307, n. 6.

[6] En su tratado Über das Sehen und die Farben, Leipzig, 1816 –en el que «corrige» la teoría de los colores de Goethe desde los presupuestos de su peculiar interpretación del idealismo trascendental– Schopenhauer demuestra conocer la «esfera del color» de Runge, que utiliza ampliamente en sus argumentaciones; cfr.: A. Schopenhauer: On vision and colors. An Essay (en E. F. Payne & D. E. Cartwright eds.), Oxford / Providence, USA, Berg, 1994, § 5, p. 28.

[7] Rafael Cansinos Assens hace hincapié en el carácter eminentemente pictórico de la teoría goetheana de los colores: cfr. J. W. Goethe: Obras Completas. Tomo I. Miscelánea, Teoría de los colores. Poesía. Novela, Madrid, Aguilar, 19872, pp. 473-474.

[8] R. Safranski: op. cit., p. 96. El bagaje de reflexiones que pasarán casi literalmente de la obra de Wackenroder-Tieck (leída por Schopenhauer h. 1807) a su teoría estética es sumamente importante; citaremos únicamente las siguientes: 1.ª) la valoración de la pintura de Rafael y de otros pintores italianos como Domenichino, A. Caracci, Fra Angelico, Beccafumi, etcétera, así como la idea de que la belleza y grandeza del arte son un misterio que sólo se le revela al genio y que el hombre ordinario no puede comprender; 2.ª) la idea de que el arte –al que Wackenroder califica de «flor de la sensibilidad humana»– se dirige más al sentimiento que al entendimiento, y contribuye a mejorar y purificar al ser humano; 3.ª) la convicción de que la esencia invisible del mundo únicamente puede transmitirse mediante el lenguaje maravilloso de las artes, cuya clave constituye un secreto, y cuya creación y comprensión requiere un nuevo órgano en el sujeto (idea que se remonta a F. Hemsterhuis, autor decisivo para la comprensión de toda la teoría romántica del arte); 4.ª) el mandato de contemplar las obras de arte con una actitud de respeto cuasireligioso; 5.ª) la diferencia que existe entre el gran artista (como Miguel Ángel) y los simples imitadores; 6.ª) la narración sobre La maravillosa vida musical del compositor Joseph Berlinger, en la que se alude al trágico enfrentamiento entre el espíritu del artista, consagrado al noble y puro arte musical, y la incomprensión del prosaico mundo que le rodea (todo lo cual anticipa la descripción schopenhaueriana del genio); 7.ª) la descripción de la Basílica de San Pedro de Roma como una obra de irrepetible sublimidad; 8.ª) la explicación de la arquitectura como un arte que combina masas sustentantes y sustentadas; 9.ª) la consideración de la música, especialmente de la música instrumental, como un arte que constituye un mundo aparte, dotado de un milagroso poder para penetrar en los misterios de la realidad, capaz de consolar al hombre en medio de las penalidades de la vida; y, finalmente, 10.ª) la narración titulada Maravillosa historia oriental del santón desnudo, el cual, merced al hechizante canto entonado por una pareja de amantes, logra liberarse de la angustia vital impuesta por la rueda del tiempo (cfr. W. H. Wackenroder / L. Tieck: Herzenergießungen eines Kunstliebenden Klosterbruders (1797), Stuttgart, Philipp Reclam, 2001, pp. 7-11, 24, 26, 31, 46, 55, 60-61, 63, 71 y ss., 90-102 y 123, y W. H. Wackenroder / L. Tieck: Phantasien über Kunst für Freunde der Kunst (1799) , Stuttgart, Philipp Reclam, 2000, pp. 26-30, 39, 44, 53-54, 60-63, 6567, 71-74, 81-85, 92-97, 102, 110-111). La más que probable influencia de Wackenroder en las ideas musicales de Schopenhauer, es tratada por C. Dahlhaus (cfr. La idea de la música absoluta, Barcelona, Idea Books, 1999, p. 73) y E. Fubini (« La música instrumental en el pensamiento romántico: el lenguaje del infinito», en El Romanticismo: entre música y filosofía (trad. M. Josep Cuenca), Universitat de València, 1999, pp. 31-34), mientras que la admiración de Schopenhauer hacia el arte de Rafael se analiza en la reseña«Schopenhauers Raffael Rezeption» (en línea): <http://www.digilander.libero.it/fontema/raff. html>. A todo ello hay que añadir que el conocimiento que muestra Schopenhauer de las teorías de Runge sobre la luz y el color quizás procede también de Tieck, aunque resulta difícil precisar este extremo (cfr. al respecto: Ch. Franke:Philipp Otto Runge und die Kunstansichten Wackroders und Tiecks, Marburg, Elwert Verlag, 1974, pp. 25 y ss.) Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, conviene tener en cuenta que Schopenhauer siempre permaneció ajeno al contexto religioso, próximo al cristianismo, que enmarca las reflexiones estético-artísticas de estos grandes exponentes del ideario romántico.

[9] A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819). Selección de cartas de Johanna, Arthur Schopenhauer y Goethe (trad., prólogo y notas de L. F. Moreno Claros), Madrid, Valdemar, 1999, p. 156. Una comparación semejante se encuentra en las «Reflexiones acerca de una excursión por la montaña», fechadas h. 1810-1811: cfr. A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 18081818, op. cit., § 6, p. 27 [HN I, 14 (20)].

[10] R. Safranski: op. cit., pp. 171-207.

[11]Ibíd., p. 230.

[12] Cfr. la carta a K. R. E. Fromann de 4 de noviembre de 1813, en A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., p. 164: no cabe duda de que Schopenhauer conocía bien el sistema hegeliano, aunque muy probablemente no comprendió nunca su auténtico significado: además de la Lógica leyó (o al menos hojeó) la Fenomenología del espíritu y la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (cfr. A. Schopenhauer: Los dos problemas fundamentales de la ética I. Sobre el libre albedrío (trad. de V. Romano García), Buenos Aires, Aguilar, 19823, prólogo de 1840, pp. 55-60): su juicio sobre ambas obras es implacable: son un «galimatías insensato» que, « [burlándose] de toda razón humana», se dirige al «populacho intelectual».

[13]A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., p. 32, § 19.

[14] R. Safranski: op. cit., p. 190.

[15] Cfr. R. Rodríguez Aramayo: «Los bocetos del sistema filosófico schopenhaueriano», en A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud. 1808-1818, op. cit., p. 12.

[16] A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), carta a K. A. Böttinger, fechada en Weimar el 24 de abril de 1814, op. cit., pp. 179-180.

[17] A. Schopenhauer: Der Handschriftliche Nachlaß. Frühe Manuskripte (hrsg. von Arthur Hübscher I, Múnich, Deutscher Taschenbuch Verlag, 1985, p. 113.

[18] Carta a Goethe de 23 de junio de 1818: en esta misiva, Schopenhauer le pide al poeta, buen conocedor de Italia tras su largo viaje por este país (el Viaje a Italia había aparecido en 1817), que le dé algún consejo orientativo, le preste algunos libros, o ponga a su disposición alguna carta de recomendación personal que le proporcione relaciones «interesantes, útiles e importantes». Goethe le dio una carta de presentación para Lord Byron, del que Schopenhauer era un admirador apasionado, pero no la utilizó, al constatar la viva inclinación que su amante veneciana, Teresa Fuga, sentía hacia el vate inglés, lo que disparó sus celos (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), op. cit., pp. 231-232).

[19] A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar (1806-1819), curriculum vitae enviado al decano de la Facultad de Filosofía de Berlín en 1818, op. cit., pp. 263-264. Foucher de Careil mantiene que el viaje italiano de Schopenhauer fijó definitivamente los principios de su estética, además de convertirle casi en un experto en arte: «Fue en esta segunda patria de lo bello donde su imaginación se abrió al arte. Si [Schopenhauer] debe a Alemania la profundidad metafísica, ha traído de Italia esta flor del gusto que no se encuentra más que allí; no puede decirse que fuese en pintura lo que se llama un connaisseur, pero sus opiniones sobre estética son en general justas y profundas» (A. Foucher de Careil: Hegel et Schopenhauer. Études sur la philosophie allemande moderne depuis Kant jusqu’a nos jours, París, Hachette, 1862, pp. 171-172).

2. CRÓNICA DE UN FRACASO UNIVERSITARIO

La verdad es de pocos;

el engaño es tan común como vulgar.

La Mentira es siempre la primera en todo;

arrastra necios por vulgaridad continuada.

La Verdad siempre llega la última y tarde, cojeando con el tiempo.

GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 146

Con treinta años, Schopenhauer ha alcanzado el acmé de su existencia. Ahora, como el prisionero liberado de la caverna platónica, es consciente de que es necesario descender de nuevo a los valles de la mediocridad para relatar la verdad atisbada al resto de los mortales.[20]Y presiente que el regreso a la dura realidad cotidiana no será nada sencillo: sabe que su experiencia ha sido fruto del genio, y que a éste su propia época raramente le otorga el reconocimiento que merece; no obstante, está seguro de una cosa: su intuición del universo y la obra en la que ha quedado recogida constituyen un monumento imperecedero que jamás podrá ser olvidado; así, en unos versos fechados en 1819 escribe:

Con los dolores de largos años y profundamente sentidos,

Surgió la obra de lo más íntimo del corazón.

He luchado mucho para concebirla:

Pero sé que al fin yo he triunfado.

Podéis hacer lo que siempre queráis:

La obra de mi vida no podéis poner en peligro.

La podéis retardar, pero nunca la aniquilaréis:

La posteridad me erigirá un monumento.[21]

De momento, lo primero que encuentra nuestro filósofo, al regresar en junio de 1819 a Dresde, es la suspensión de pagos decretada por el banquero Muhl de Danzig, que les hacía perder a él, a su madre, y a su hermana parte de la herencia paterna (si bien luego logró recuperar en su mayor parte lo perdido, gracias a una hábil maniobra especulativa). Schopenhauer afirmaría más tarde que se había interesado por el ejercicio de la profesión universitaria únicamente obligado por la necesidad de compensar con los ingresos docentes la mengua que había experimentado su fortuna: incluso en su escrito Sobre la filosofía universitaria declara taxativamente que a lo largo de su vida se había limitado a buscar «la verdad y no una plaza de profesor»;[22]pero ya hemos visto que, al menos desde 1814, existía en la mente de Schopenhauer la idea de que impartir clases constituía para él un «deber» ineludible (cfr. supra). Además, había otro motivo, esta vez puramente intelectual: se trataba de «estimular el espíritu filosófico de la época y, a la vez, señalarle sus límites»: la hipertrofia del análisis conceptual desarrollado por Fichte, Schelling, y sobre todo Hegel, exigía una suerte de Hércules intelectual que se encargase de «limpiar los establos de Augías filosóficos de la época».[23]Se plantea, pues, impartir clases en Berlín, Göttingen o Heidelberg; pero desecha estas dos últimas ciudades, porque el profesor Blumenbach le advierte que en la primera existe un clima de exaltación patriótica, y en la segunda no hay un talante abierto a las innovaciones filosóficas. En cambio, el profesor Lichtenstein le informa de que, aunque su obra no se ha leído aún, unas lecciones o conferencias sí podrían tener buena acogida.[24]Schopenhauer debió sopesar también el clima de cultura espiritual presente en la capital prusiana, así como el hecho de que Hegel se encontraba activo allí desde la primavera de 1818. ¡Una ocasión magnífica –debió pensar el altivo Arthur– para desenmascarar esa vacua cháchara, a la que algunos pedantes querían llamar filosofía, y que, a su juicio, no era más que un análisis abstracto carente de contenido! Si se enfrentaba con Hegel y le derrotaba, habría triunfado, tendría al público filosófico en su mano, alcanzaría fama universal, y, desde la tribuna que le ofrecía la Universidad berlinesa, abriría paso a la verdad entre la inmundicia filosófica que iba cubriendo la época.

El 31 de diciembre de 1819, Schopenhauer remite una extensa carta en latín al Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad K. Friedrich-Wilhelm de Berlín, el célebre filólogo Philipp August Beck –a cuyas clases sobre la vida y los escritos de Platón había acudido Schopenhauer en el semestre de verano de 1812–, pidiéndole autorización y permiso «para impartir clases de filosofía y ramas afines en su Universidad». Acostumbrados a las duras invectivas que años más tarde dirigiría Schopenhauer contra el mundo universitario, sorprende el tono lacayuno y servil empleado por el entonces aspirante a profesor en su solicitud: ruega al «Todopoderoso» (sic) por la salud del «Excmo. Sr.» decano, y se declara su «devotísimo servidor», rogándole acceda a satisfacer su ferviente «anhelo de enseñar».[25]

Aceptada su solicitud –no sin que Beck advirtiese a sus colegas de que el joven aspirante a profesor era sumamente arrogante y vanidoso–, Schopenhauer se entrevistó el 17 de marzo de 1820 nada menos que con el mismísimo Hegel, a fin de solicitarle permiso para impartir una Probevorlesung, eligiendo como tema la causalidad. Hegel accedió, y al día siguiente Schopenhauer remitió una carta al decano, comunicándole la aprobación hegeliana. Durante su exposición, Schopenhauer introducía la idea de que la motivación rige la vida animal, lo que suponía la atribución de cierto grado de conocimiento e intelecto a los animales. Hegel, que rechazaba esta atribución,[26]objetó a Schopenhauer que cometía el error de confundir «funciones animales» con «motivos»; afortunadamente, Lichtenstein intervino a favor de Schopenhauer y terció en el debate indicando que Schopenhauer había diferenciado suficientemente ambos conceptos.[27]Para Schopenhauer, su victoria en la disputa había demostrado que conocía mucho mejor que el supuesto gran filósofo las ciencias de la naturaleza. Seguidamente, adulado en su vanidad por lo que él debió entender como un triunfo en toda regla en su «duelo intelectual» con Hegel (para quien seguramente la Probevorlesung no fue más que un simple trámite sin mayor importancia), Schopenhauer se propuso rematarle anunciando para el semestre de verano unas Lecciones sobre el conjunto de la filosofía, o Doctrina de la esencia del mundo y del espíritu humano, indicando expresamente en el anuncio que tales Lecciones se impartirían en «las mismas horas en las que el señor profesor Hegel da su curso principal»,[28]es decir, de cuatro a cinco de la tarde. Pero Schopenhauer comprobó enseguida que una cosa era enfrentarse directamente con su adversario y otra lidiar con su fama: aunque se presentó desde el inicio del curso como un «justiciero», que venía a reivindicar el auténtico mensaje del pensamiento kantiano, corrompido por paradojas y un lenguaje ininteligible, Schopenhauer constató desolado que sólo cinco estudiantes acudían a sus clases, mientras más de doscientos se agolpaban en el aula de Hegel.[29]

Cabría haber esperado de Schopenhauer una reacción diferente de la que tuvo: lo lógico hubiera sido considerar su fracaso como una muestra más del escaso interés que el genio y la verdad suscitan siempre entre el vulgo de una época (como hizo posteriormente), renunciando sin más a sus pretensiones docentes; pero lo que sucedió fue más bien lo contrario: se empeñó una y otra vez durante casi una década, bien en mantener la oferta de su curso, bien en esperar la oportunidad de entrar en alguna universidad. Todo indica que, aunque de acuerdo con sus propios principios, debía haber aceptado su fracaso como algo natural y previsible, lo cierto es que para un sujeto tan orgulloso como él, el rechazo del público debió constituir una afrenta terrible. Unos versos escritos en aquel año fatídico, que supuso un verdadero punto de inflexión en la vida de Schopenhauer, muestran bien a las claras su despecho y desesperación:

Todos los que me rodean me son extraños;

El mundo está vacío y la vida es larga.[30]

En el semestre de invierno repitió la oferta del curso, con dos pequeñas modificaciones: en lugar de seis veces por semana, lo redujo a cinco sesiones, cambiando el horario de cinco a seis de la tarde. En el semestre de verano de 1821, modificó ligeramente el título, prometiendo disertar sobre Las líneas maestras del conjunto de la filosofía, es decir, del conocimiento de la esencia del mundo y del espíritu humano. Como seguía sin atraer alumnos, anuncia para el semestre de invierno de 18211822 un curso de sólo dos horas por semana, gratuito, sobre Dianología y lógica, es decir, la teoría de la intuición y el pensamiento, quizá con la esperanza de combatir la dialéctica hegeliana en su propio terreno; pero tampoco así obtiene eco alguno. Vacilando en sus aspiraciones, en enero de 1822 le comunica a su hermana Adele que desea trasladarse de nuevo a Dresde, para ocuparse otra vez en sus estudios y pensamientos, «hasta que se me llame a una cátedra»;[31] pero no se atreve a tomar una decisión definitiva, y sigue anunciando sus Lecciones con el programa habitual. Profundamente deprimido, busca refugio, como siempre, en el arte, y emprende el 27 de mayo de 1822 un nuevo viaje por Italia; entretanto, le encarga a su amigo Friedrich Osann que le comunique cualquier reseña sobre él o su obra que aparezca «en libros, periódicos, gacetas literarias, etcétera».[32]Esta vez pasa por Milán (17 de agosto) y recala de nuevo en Florencia, desde el 11 de septiembre de 1822 hasta mayo de 1823: allí, recuperada la tranquilidad del ánimo, plenamente relajado y satisfecho, se dedica a recorrer la maravillosa ciudad del Arno, dotada de «un pavimento que es una suerte de mosaico»; se pasea diariamente «por la maravillosa plaza poblada de estatuas»;[33]relee a Homero; trata exclusivamente con lores ingleses; suspira en Boboli junto a un fraile dominico por la decadencia de los claustros, y «sirve a las musas» acudiendo al teatro, la ópera y los museos. Al llegar a Múnich, le confiesa a su amigo Osann (carta de 21 de mayo de 1824) que su segunda estancia italiana «fue un tiempo feliz que siempre recordará con alegría», no sólo por el goce de los placeres artísticos, sino también porque allí aumentó notablemente «su experiencia y conocimiento de los seres humanos».[34]

Tras atravesar un período de melancolía y enfermedad, que le lleva a una cura en Bad Gastein (mayo de 1824), a pasar el verano en Mannheim, y a regresar de nuevo a Dresde en septiembre, Schopenhauer tiene aún ánimos para anunciar una vez más su curso en Berlín para el semestre de invierno; fracasa de nuevo en lo que se refiere al auditorio, y es maltratado esta vez incluso por los bedeles.[35] Harto, pero no totalmente vencido, Schopenhauer solicita de un alto funcionario del Ministerio de Educación bávaro, F. W. Thiersch, al que conoció en Múnich, que interceda por él para que le consiga una plaza universitaria en alguna ciudad del sur de Alemania, por ejemplo Würzburg; el buen hombre trató de ayudarle, pero, al solicitar el citado Ministerio informes a Berlín, se le comunicó que Schopenhauer era un filósofo insignificante, que «no [tenía] ninguna fama, ni como escritor ni como enseñante»; además, para mayor inri, su aspecto exterior era «poco atrayente», y se trataba de un sujeto «presuntuoso, del que siempre se habla más en contra que a [...] favor».[36] Schopenhauer pensó entonces en Heidelberg, y se puso en contacto con el anticuario y mitólogo G. F. Creuzer, solicitándole «ocupar un puesto en la sociedad burguesa» (¡),[37]pero Creuzer le disuade diciéndole que en su universidad el pensamiento filosófico apenas interesa.

La espiral de decepciones parecía no tener fin; pero afortunadamente un acontecimiento imprevisto cancelará de una vez la pesadilla: en la noche de Año Nuevo de 1831, se le aparece en sueños su amigo de la infancia Gottfried Jänisch, muerto hacía tiempo: tomándolo como un aviso, el escarmentado aspirante a profesor universitario huye hacia Frankfurt, escapando así de la terrible epidemia de cólera que en los meses siguientes azotaría Berlín, llevándose por delante, entre otras, la vida de su odiado rival Hegel:[38]sin duda, debió pensar que, con su oportuna escapada, la filosofía misma se había salvado.

3. «HAY QUE SER EL QUE SE ES...»

Lleva una ventaja lo sabio que es eterno, y si éste no es su siglo,

muchos otros lo serán. La norma de la verdadera satisfacción

es la aprobación de los varones de reputación y que tienen voto en aquel

orden de cosas. No se vive de un voto solo, ni de un uso, ni de un siglo.

GRACIÁN, Oráculo manual, 43, 101

¿Por qué fracasó Schopenhauer en sus aspiraciones a ejercer como docente universitario? Seguramente, porque su pensamiento resultaba «inactual», «intempestivo»,[39] y por consiguiente poco atractivo para los intelectuales del momento, inmersos todos ellos en el piélago del idealismo, en sus diferentes versiones: para ellos, la propuesta schopenhaueriana debía sonar a algo trasnochado, a una especie de pensamiento ecléctico, que suponía una vuelta a un período cancelado por la evolución dialéctica de la filosofía. Había –¿por qué no decirlo?– algo de «reaccionario» en las tesis de Schopenhauer, que no podía ser bien recibido en un momento en el que todo apuntaba a un avance imparable hacia la creciente autoconciencia del espíritu. Como ha señalado acertadamente Rüdiger Safranski, Schopenhauer propugnaba una vuelta a Kant, cuya filosofía parecía hacia 1820 por completo superada; además, sometía la religión a una durísima crítica, sustituyéndola por el ateísmo, o por una simple renuncia budista al mundo, inspirada en el Nirvâna hindú, algo que hoy en día puede parecernos muy moderno, pero que en ese momento escapaba a la mentalidad de la mayor parte de los intelectuales, como Schelling o Hegel, que se movían sin paliativos en la órbita judeocristiana, considerando el pensamiento oriental como una expresión abstracta, no mediada del espíritu.[40]

Hay que tener presente, asimismo, que, apenas llegado a Berlín, Hegel había dictado en el semestre de invierno de 1818-1819 un curso sobre Derecho Natural y Ciencia Política, y había publicado entre 18201821 los Principios de la filosofía del derecho, en cuyo prefacio aparecía la famosa expresión «lo que es racional es real y lo que es real es racional», añadiendo a continuación que «en esta convicción se sustenta toda [...] la filosofía, que parte de ella en la consideración tanto del universo espiritual como natural»;[41] esta posición significaba la justificación filosófica del Estado, como una sólida construcción levantada por el trabajo de la razón durante siglos, cuya existencia efectiva venía exigida nada menos que por las leyes de la lógica (dialéctica). Hegel mantenía, además, que la realidad, es decir, la historia, es siempre el prius ontológico y que «sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real»:[42]en su concepción del mundo, por tanto, la historia representaba el ámbito privilegiado de acción de la razón, en el que no existe arbitrariedad, ni azar, ni decepciones más que aparentes, pues cualquier supuesto retroceso o sinrazón no ha de considerarse más que como un momento parcial, que será obligatoriamente cancelado y superado en el marco del Absoluto. Al sujeto concreto sólo le queda –como le sucedía al mismo Hegel– plegarse al curso necesario del mundo, y alcanzar la madurez suficiente como para comprender que lo más sensato es colaborar con ese Sujeto Absoluto, adaptándose a las circunstancias impuestas por el Geist del momento. En este sentido, la filosofía hegeliana suponía un magnífico punto de anclaje, tras las conmociones de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas, pues ofrecía una plácida seguridad, ajustada al naciente espíritu Biedermeier. Frente a todo ello, Schopenhauer cometía la herejía de rechazar rotundamente el panlogismo hegeliano, manteniendo que la esencia del mundo es irracional, absurda y sin sentido,[43]y que la razón no constituye la estructura fundamental de la realidad, sino el instrumento que utiliza la voluntad para realizar sus fines (irracionales); para colmo, presentaba una filosofía en la que la historia no es el ámbito donde se despliegan la verdad y la libertad, sino el tablero en que juega su eterna partida una voluntad demoníaca, que utiliza las pasiones y los caracteres humanos, eternamente repetidos, con el absurdo propósito de lacerarse ciegamente a sí misma.

A todo ello hay que añadir otro importante punto de discrepancia: mientras Fichte, Schelling o Hegel establecían un pensamiento levitante, en el que se relataban las abstractas peripecias del Absoluto (aunque muy posiblemente sus reflexiones recogían también experiencias personales, sometidas posteriormente a un proceso de depuración), la filosofía de Schopenhauer tenía un fuerte componente existencial, pues tanto el impulso a filosofar como su propia concepción pesimista del mundo, atenuados únicamente por los fugaces momentos de goce estético o ascetismo místico, dependían en última instancia de vivencias personales del propio filósofo, las cuales debía «revivir» también su lector de forma personal, si quería entender completamente el sentido de su pensamiento.[44]

La misma inactualidad pesaba sobre la exaltada filosofía schopenhaueriana del arte: la caída de Napoleón en 1815 había coincidido con el fin de la época de la romántica «religión del arte»: el desencanto de la prosaica realidad cotidiana burguesa se había impuesto, y el arte no se entendía ya como el medium en el que se revelaban los enigmas de la realidad, sino más bien como un entretenimiento, un pasatiempo para ociosos. Hasta Schelling, ferviente defensor en su juventud de la misión filosófica del arte, parecía haber sufrido una conversión intelectual, y se dedicaba a especular sobre la esencia de Dios en sus crípticas Weltalter;[45]y Hegel, por su parte, consideraba la religión y la filosofía superiores al arte, haciendole a éste último completamente dependiente del contenido de la primera. Schopenhauer, en cambio, seguía tomándose muy en serio el ámbito artístico, considerándolo casi lo más importante de la vida: en sus escritos reaparecía una versión renovada de la religión del arte, aunque transformada ahora en una soberbia metafísica de lo bello,

montada sobre bases completamente ateas, a partir de las cuales se consideraba el arte nada menos que como el organon que debe emplear el intelecto humano, si quiere conocer en profundidad la esencia del universo.[46]

Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la filosofía de Hegel, aunque abstrusa y enmarañada, resultaba lo suficientemente asequible al oyente medio burgués de la época como para hacerle comprender que el mundo que le rodeaba era algo necesario, racional y bueno, un momento en la evolución del espíritu, en la que él mismo debía participar afanosamente, sin tomar en consideración las posibles penalidades personales que dicha colaboración pudiese acarrear, porque todas ellas contribuían a la elevación y autoconsciencia del espíritu, y en definitiva, de Dios. Era, en suma, un modo de satisfacer la vanidad del hombre común, de la muchedumbre, de esa misma multitud a la que Schopenhauer no se cansaba de insultar y vilipendiar a lo largo de sus escritos y lecciones, exaltando, en cambio, la figura del genio como el único ser verdaderamente «humano», siempre superior al «confuso juicio del desvanecido vulgo», [47]característico de sus contemporáneos. ¿Qué reacción hubiera cabido esperar del público, caso de que se hubiesen dignado siquiera acudir a sus clases? Hegel era el intelectual de moda, aquel que le decía a la gente lo que estaba dispuesta a oír, de manera que cualquier otro punto de referencia filosófico les debía resultar forzosamente ajeno a los filisteos de la época.

Afortunadamente, Schopenhauer contaba con un auxiliar inestimable para superar la decepción sufrida: su propia filosofía. El fracaso estaba cantado, si se tiene en cuenta que esa misma incomprensión y ausencia de respuesta entre los contemporáneos la habían experimentado casi todos los genios anteriores. Claro que eso presuponía que él mismo era también un genio; pero parece que Schopenhauer no albergó nunca duda alguna al respecto. Y, al igual que les había sucedido a otros grandes campeones del espíritu, supo que su obra no influiría en su propia época, sino en el futuro, momento en el que su aportación, por encima de toda contingencia y de las mezquindades de su propio tiempo, pasaría definitivamente a formar parte del imperecedero acervo cultural de la Humanidad. Quizás llegó a pensar que precisamente el vacío que rodeaba su actividad filosófica era el principal argumento para invalidar toda la filosofía hegeliana de la historia: ¿cómo iba a ser el curso histórico «racional», si en él predominan siempre los hombres vulgares, los «productos manufacturados de fábrica», los «gusanos bípedos»,[48]y los filosofastros como Hegel, que confunden una logomaquia incomprensible con el auténtico pensamiento? ¿No era su propio caso un ejemplo más de la estúpida injusticia con la que todas las generaciones anteriores habían tratado al genio superior? Schopenhauer debió convencerse de que ésa, y no otra, era la causa por la que no había tenido alumnos ni llegado a ser catedrático: siendo el mundo tal como siempre fue y siempre será, es decir, completamente irracional, lo lógico era esperar que la estúpida masa, siguiendo la moda del momento, fuese a oír los balbucientes filosofemas de los covachuelistas universitarios, lacayos del poder, ignorando por completo el mensaje de los hombres de talento.[49]Su error era, en realidad, no haber sabido ser él mismo y haber querido ser otro: un funcionario, un simple mercenario de la cultura. Como había escrito premonitoriamente en 1816: «[...] la mayor contradicción [consiste] en querer ser de otro modo a como uno es».[50]

Ahora, tras la amarga experiencia universitaria, encontramos repetida en su cuaderno de apuntes secreto Eis eauton la misma idea:

Cuando a veces me he sentido infeliz, fue siempre a causa de una méprise, de un error en la persona, pues me había tomado por alguien distinto al que soy y que se lamenta de sus desgracias: por ejemplo, por un encargado de cursos que no tiene alumnos y no llega a ser catedrático; [...] pero yo no he sido [...] eso [...] ¿Quién soy yo, pues? Soy el que escribió El mundo como voluntad y representación y el que dio una solución al gran problema de la existencia.[51]

No haber sido escuchado por la canalla no suponía, pues, un desdoro, ni una humillación, sino, por el contrario, un retorno a su propio ser, además de un orgullo y una alta distinción: haber sido bien recibido habría sido incluso sospechoso, y habría puesto en cuestión la validez misma de su mensaje.

Aficionado a lo esotérico y a la nigromancia, Schopenhauer interpretó además su fracaso vinculándolo a la tradición esotérica: los antiguos egipcios o griegos sabían que sólo unos pocos iniciados comprenden el verdadero significado de los misterios (significado que Schopenhauer, siguiendo a Plutarco, interpreta filosóficamente);[52]y consideraban a la gran masa –incluidos muchos «intelectuales»– absolutamente incapaz de entender la compleja simbología involucrada en el culto, al interpretarla de forma literal y burda:

Los misterios de los antiguos fueron un hallazgo excelente, puesto que reposan en la idea de escoger algunos, entre la enorme masa de los hombres, a los que la verdad resulta completamente inaccesible, para comunicarles la verdad dentro de ciertos límites. De éstos, a su vez, serán escogidos unos cuantos a los que se les revelará mucho más, porque serán capaces de comprender más, y así sucesivamente.[53]

Dado que la historia se repite y es siempre la misma, no cabe duda de que Schopenhauer pasó a considerarse él mismo un iniciado, que con su filosofía había conseguido penetrar en los misterios del ser, mientras que tanto el público como los eruditos de su época permanecían completamente ajenos a las profundidades abismales a las que él se había aventurado.

Por lo demás, ¿no había afirmado él mismo entre 1814 y 1816, mucho antes de imaginar que iba a naufragar en la aventura universitaria, que «al hombre, a fin de que alcance un sentimiento elevado y oriente sus pensamientos hacia lo eterno desde la temporalidad (en una palabra, para que nazca dentro del mismo la mejor consciencia), el dolor, el sufrimiento y los fracasos le son tan imprescindibles como al barco ese pesado lastre sin el cual no cobra profundidad alguna, convirtiéndose así en un juguete de las olas y del viento, incapaz de fijar su rumbo y que naufraga con suma facilidad»? ¿No había alcanzado a comprender, con absoluta certeza, que «el mejor avituallamiento para el viaje de la vida es esa generosa cuota de resignación que uno debe abstraer [...] de las esperanzas malogradas», y que «un deseo satisfecho es comparable a la limosna que acepta el pordiosero, [que] le sirve de sustento hoy para volver a estar hambriento al día siguiente, [mientras que] la resignación se parece a una cuantiosa herencia patrimonial, [por cuanto] absuelve para siempre a su propietario de toda cuita o preocupación»? Ahora, la experiencia venía a confirmar su lúcida reflexión de que «el mejor consuelo ante todo mal es el convencimiento de su absoluta necesidad», [54]dándole fuerzas para soportar el revés sufrido y sacar a flote su existencia.

[20] Cfr. Platón: La República, o de la justicia, libro VII, 511d-517b, en Obras Completas, Madrid, Aguilar, 19792, pp. 778-780: H. Blumenberg ha visto acertadamente que, en buena medida, la filosofía schopenhaueriana se basa en una reinterpretación kantiana del mito de la caverna: cfr. H. Blumenberg: Höhlenausgänge, Frankfurt, 1989, pp. 600-609 (trad. cast. de J. L. Arantegui: Salidas de Caverna, Madrid, Antonio Machado, 2004, pp. 493-503).

[21] «Aus langgehegten, tiefgefühlten Schmerzen / Wand sich’s empor aus meinem innern Herzen. / Es festzuhalten hab’ich lang’gerungen: / Doch weisz ich, dasz zuletzt es mir gelungen. / Mögt euch drum immer wie ihr wollt gebärden: / Des Werkes Leben könnt ihr nicht gefährden. / Aufhalten könnt ihr’s nimmermehr vernichten: / Ein Denkmal wird die Nachwelt mir errichten» (A. Schopenhauer: Opúsculos (trad. Fulgencio Egea Abelenda), Madrid, Reus, 1921, p. 144).

[22] A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria (trad. F. J. Hernández i Dobón), Valencia, Natán, 1989, p. 50, n. 5.

[23] R. Safranski: op. cit., p. 343.

[24]Ibíd., pp. 344-346.

[25] A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit., pp. 243-244 y 264.

[26] Cfr. G. W. F. Hegel: Enciclopedia de las ciencias filosóficas (ed. F. Larroyo), México, Porrúa, 1980, § 389.

[27] L. Scheman: Gespräche und Briefwechsel mit Arthur Schopenhauer. Aus dem Nachlasse von C. G. Bähr, Leipzig, 1894, p. 51 (apud A. Schopenhauer: Sobre la filosofía universitaria, op. cit., pp. 115-116, n. 9).

[28] R. Safranski: op. cit., p. 346.

[29] R. Rodríguez Aramayo: Para leer a Schopenhauer, Madrid, Alianza, 2001, p. 78.

[30]«Sie sind mir alle fremd, die mich umgeben, / Die Welt is öde und das Leben lang» (A. Schopenhauer: Opúsculos, op. cit., p. 145).

[31] A. Schopenhauer: Gesammelte Briefe (hrsg. von Arthur Hübscher), Bonn, Bouvier Verlag, 1987, c. 79.

[32]Ibíd., c. 83.

[33]Ibíd., c. 87.

[34]Ibíd., c. 92.

[35]Ibíd., c. 102.

[36]Ibíd., B, c. 516.

[37]Ibíd., B. c. 106.

[38] Cfr. R. Rodríguez Aramayo: op. cit., p. 78.

[39] Sobre la «inactualidad» de Schopenhauer, cfr.: C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., p. 16.

[40] Cfr. G. W. F. Hegel: Lecciones sobre filosofía de la religión, 1 (trad. de Ricardo Ferrara), Madrid, Alianza, 1984, p. 333.

[41] G. W. F. Hegel: Principios de la filosofía del derecho o Derecho Natural y Ciencia Política (trad. Juan L. Vernal), Buenos Aires, Sudamericana, 1975, p. 23.

[42]Ibíd., p. 26.

[43] Cfr. C. Rosset: Schopenhauer, philosophe de l’absurde, op. cit., passim. Es sabido que a Schopenhauer le ofendía profundamente la doctrina judía (que a su entender había condicionado toda la filosofía europea, incluido Hegel) de que el mundo debe su existencia a un Ser Supremo, de índole personal, que le ha conferido belleza y bondad, dotándolo de un fin predeterminado (cfr.: Ch. Janaway: «Schopenhauer’s Pessimism», en Ch. Janaway (ed.): The Cambridge Companion to Schopenhauer, Cambridge University Press, 1999, p. 321).

[44] «El valor que atribuyo a mi trabajo es muy grande, pues lo considero el fruto de mi existencia» (cfr. A. Schopenhauer: Epistolario de Weimar, op. cit.,

p. 224, y R. Safranski: op. cit., pp. 361 y 357-359). Teniendo en cuenta todo lo anterior, resulta difícil entender cómo el profesor Dr. D. Félix Duque puede mantener aún que «Schopenhauer y Hegel están íntimamente unidos en la lucha común contra el filisteísmo de su tiempo»; Duque llega incluso a afirmar que «en ambos pensadores [...] es la contradicción el motor del método, y su resolución la que permite la elevación a lo especulativo. La gran diferencia entre ellos no está en el fáctico modus operandi, sino en la falta, por parte de Schopenhauer, de una reflexión lúcida sobre el propio método que él se ve forzado (¡) a seguir, mientras que Hegel ha levantado para mostrar esa reflexión el ingente edificio de su Lógica» (F. Duque: «Eppur si mouve, a despecho del lúcido, necesario renegar. Schopenhauer y Hegel», en Arthur Schopenhauer, Documentos Anthropos, 6 (1993), pp. 48 y 50-51). Es muy posible que Duque haya entendido a Hegel, pero desde luego creemos que en absoluto a Schopenhauer: de ser así, afirmaciones como las transcritas resultarían impensables.

[45] Cfr. F. W. J. Schelling: Las edades del mundo. Textos de 1811 a 1815 (ed. de J. Navarro Pérez), Madrid, Akal, 2002.

[46] Cfr. R. Safranski: op. cit., p. 360. Indudablemente, en esta misión «filosófica» del arte se encuentra un eco de la concepción schellinguiana de la filosofía del arte como «el verdadero organon de la filosofía»: cfr. F. W. J. Schelling: Sistema del idealismo trascendental (ed. de J. Rivera de Rosales y V. López Domínguez), Barcelona, Anthropos, 1988, 349-351, p. 160.

[47] M. de Cervantes: Don Quijote de la Mancha, primera parte, cap. XLVIII, en Obras Completas, tomo II, Madrid, Aguilar, 1986, p. 551.

[48] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., II, 73.

[49]Ibíd., III, 380; I, 13.

[50] A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., § 172, p. 121 [HN I, 393-394 (579)].

[51] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., IV, 2, 109.

[52] Plutarco: Los misterios de Isis y Osiris (trad. de E. Meunier), Barcelona, Glosa, 1976, passim.

[53] A. Schopenhauer: Der handschriftliche Nachlaß, op. cit., III, 211.

[54] A. Schopenhauer: Escritos inéditos de juventud, 1808-1818, op. cit., HN I, 87 (146), § 31, p. 37; HN I, 95 (169), § 39, p. 41; HN I, 173 (284), § 80, p. 61, y HN I, 399 (592), § 179, p. 124.