Lejos del matrimonio - El preferido de las mujeres - Diana Palmer - E-Book

Lejos del matrimonio - El preferido de las mujeres E-Book

Diana Palmer

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Ómnibus Deseo 528 Lejos del matrimonio El camino hacia el corazón de un hombre... El poderoso y seductor Rey Hart se quedó hipnotizado con solo ver a Meredith Johns. Aquella encantadora joven había conseguido conmoverle el alma con su inocencia, y además había descubierto que era una magnífica cocinera. Así que Rey no dudó en llevarla al rancho como su nueva cocinera y así además la libraba de una dura situación familiar. Lo que no había previsto era que la presencia de Meredith iba a poner en peligro sus planes de permanecer soltero, especialmente después de aquel increíble beso. ¿Podría su relación sobrevivir a pesar del orgullo de Rey y del peligroso pasado de Meredith? El preferido de las mujeres Un hombre acostumbrado a controlar la situación estaba a punto de verse atrapado por el deseo. Desde que el agente de la DEA Alexander Cobb había rechazado a Jodie Clayburn, ambos se habían convertido en enemigos. Pero ocho años después, una importante misión iba a volver a reunirlos. El cínico y duro texano no podía creer que aquella muchacha con cara de niña se hubiera convertido en una belleza capaz de ayudarlo a resolver el caso que estaba amenazando a toda la ciudad de Jacobsville. Jodie lo había conquistado y Alexander iba a hacer cualquier cosa para poseerla y protegerla.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 324

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 528 - noviembre 2023

© 2002 Diana Palmer

Lejos del matrimonio

Título original: A Man of Means

© 2003 Diana Palmer

El preferido de las mujeres

Título original: Man in Control

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003 y 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Estaedición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son productode la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-514-8

Índice

Créditos

Lejos del matrimonio

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

El preferido de las mujeres

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro...

Capítulo Uno

Meredith Johns observó preocupada a los asistentes a las fiestas de Halloween ataviados con coloridos disfraces. Ella había tenido que optar por una indumentaria de sus años de instituto porque, a pesar de que no tenía mal sueldo, no podía permitirse lujos como la compra de disfraces. En realidad el salario le permitía solo estar al día con las facturas de la casa que compartía con su padre.

Los últimos dos meses habían sido demasiado traumáticos para ocultarlo con un simple disfraz. Jill y el resto de sus amigos la habían convencido de que le vendría bien salir de su casa y, aunque Meredith tenía ciertas reticencias porque su padre acababa de regresar, Jill había conseguido que por fin acudiera a su fiesta. Sin embargo, de camino al apartamento situado en el centro de la ciudad, Meredith no podía evitar sentirse un poco estúpida.

Aunque también era cierto que habían pasado una semana terrible y necesitaba relajarse y olvidarse de todo. El comportamiento de su padre se había vuelto cada vez más violento desde la tragedia porque se sentía responsable. Así había sido como un profesor de universidad como él había dejado su trabajo de repente y se había convertido en un alcohólico. Meredith había intentado que se pusiera en tratamiento de todas las maneras posibles, pero él se había negado rotundamente. Su último episodio violento le había hecho pasar tres días en la cárcel, tiempo durante el cual Meredith había podido al menos descansar de la tensión que le provocaba estar con su padre. Esa noche sin embargo estaría allí cuando ella regresara de la fiesta, y le había insistido mucho en que no llegara tarde, y no porque fuera eso lo que ella hacía normalmente.

Dio un sorbo a su refresco con el corazón inundado por la tristeza. No tenía ánimo para beber el alcohol, con lo que allí se encontraba completamente fuera de lugar. Y, para colmo de males, su disfraz, y su larga melena rubia, atraían la atención de todos los hombres. Cada vez resultaba más obvio que había elegido la indumentaria equivocada para ese tipo de fiestas, pero creía que de haber asistido vestida con su ropa habitual también habría llamado la atención.

Huyendo de un tipo que insistía en enseñarle el dormitorio de Jill, se encontró con la anfitriona, puso como excusa un fuerte dolor de cabeza y se dirigió a la puerta. Una vez en la calle, se llenó los pulmones de aire fresco y comenzó a caminar.

«Vaya locura de fiesta», pensó mientras recordaba el humo que llenaba la casa, tan denso que dificultaba la visión. Por un momento había pensado que sería divertido ir a una fiesta, pensó incluso que podría conocer a un hombre que la sacara de todo aquello y que fuera capaz de hablar con su padre. Y que las vacas comenzarían a volar... Lo cierto era que llevaba meses sin salir con nadie; la última vez había invitado a cenar a casa a un posible pretendiente que, después de ver los modales de su padre, había desaparecido para siempre. Tras esa experiencia, Meredith había perdido la esperanza de atraer a nadie. Además, por el momento ya tenía demasiadas cosas en que pensar.

En aquel momento un ruido la distrajo de sus pensamientos y, al acordarse del tipo que la había estado acosando en la fiesta, deseó con todas sus fuerzas tener un abrigo que le tapara al menos las piernas. Llevaba un minifalda muy estrecha, una blusa escotada y una boa de plumas rosas, por no hablar de la cantidad de maquillaje... en definitiva, era el blanco perfecto para cualquier degenerado.

Al dar la vuelta a la esquina vio a dos personas agachadas en mitad de la oscuridad, rodeando a lo que parecía un hombre tumbado en mitad de la acera.

–¡Eh! ¿Qué demonios hacéis ahí? –gritó ella haciendo aspavientos para asustarlos y que salieran corriendo, como efectivamente sucedió.

La mejor defensa siempre era un buen ataque, pensó todavía con el corazón en un puño mientras se acercaba al hombre que permanecía tendido en el suelo. Parecía inconsciente, Meredith no tardó en descubrir que estaba sangrando; parecía que los asaltantes lo habían golpeado con saña. Lo palpó con mucho cuidado a la altura de la cintura y enseguida encontró lo que esperaba. Estaba claro que alguien tan elegantemente vestido tenía que llevar un teléfono móvil. Después de llamar a una ambulancia, se sentó en el suelo a su lado y se dispuso a esperar con la mano del desconocido entre las suyas.

Unos minutos más tarde, él se movió y gimió de dolor al intentar decir algo.

–No, no hable –le dijo con firmeza–. No debe moverse hasta que no llegue la ambulancia.

–Mi cabeza...

–Sí, me imagino que debe de dolerle muchísimo. Tiene un buen golpe, pero quédese tumbado.

Le pareció oír la sirena de la ambulancia, que ya se encontraba cerca. El hospital estaba a menos de dos manzanas, era una suerte para aquel tipo. Una herida en la cabeza como aquella podía ser muy peligrosa.

–Mis hermanos... –susurró él a duras penas–. Rancho Hart... Jacobsville... Texas.

–Me aseguraré de que los llamen, no se preocupe –le prometió Meredith.

Entonces él le apretó la mano y la miró a los ojos.

–No me deje solo.

–No lo haré, se lo juro.

–Es usted un... ángel –al decir aquella última palabra volvió al túnel negro del que había salido tan brevemente. Aquello no tenía buena pinta.

Las luces de la ambulancia iluminaron el rostro del herido y, solo unos segundos después, los dos operarios, un hombre y una mujer, estaban subiéndolo a la camilla para trasladarlo a toda prisa.

–Tiene un herida en la cabeza, el pulso es lento pero continuo. Está orientado y muy sudoroso.

–¡Yo a ti te conozco! –le dijo de pronto la operaria–. ¡Ya lo tengo! ¡Tú eres Johns!

–Sí, parece que soy famosa –respondió Meredith con una sonrisa.

–En realidad el famoso es tu padre.

–Claro –suspiró decepcionada–. Últimamente ha pasado mucho tiempo en ambulancias.

–¿Qué ha pasado? –preguntó la mujer cambiando de tema–. ¿Has visto algo?

–No, solo vi a dos tipos que salieron corriendo cuando yo les grité –explicó Meredith–. Pero no sé si eran los que lo habían golpeado.

–Parece una conmoción –dijo mientras examinaba al herido–. No tiene nada roto, solo un chichón del tamaño del Océano Pacífico. Nos lo llevamos. ¿Quieres venir con nosotros?

–Debería ir, pero no voy vestida para ir al hospital.

–¿Te importa si te pregunto por qué vas vestida así? –le dijo la operaria–. ¿Sabe tu jefe que estás pluriempleada?

–Vengo de una fiesta en casa de Jill Baxley.

–Las fiestas de Jill tienen fama de salvajes, y yo ni siquiera te he visto nunca tomándote una copa.

–Mi padre ya bebe por los dos –replicó ella con triste sarcasmo–. No bebo ni consumo drogas, por eso me marché tan pronto de la fiesta, y por eso encontré a este hombre.

–Ha tenido mucha suerte –dijo la operaria mientras metían la camilla en la ambulancia–. Podría haber muerto si no llegas a encontrarlo.

Meredith se sentó al lado del desconocido e inmediatamente se puso en marcha la ambulancia. Aquella iba a ser una noche muy larga y su padre se preocuparía al ver que no llegaba. Su madre y él habían estado muy unidos, pero a su madre siempre le había gustado ir a fiestas y quedarse hasta altas horas de la madrugada, a veces con otros hombres. Los últimos acontecimientos habían provocado que él no dejara de pensar en tales costumbres y parecía haber traspasado a Meredith el desprecio que había sentido por su esposa en esas ocasiones. La preocupaba lo que pudiera pasar cuando él viera que llegaba a esas horas, pero tampoco podía dejar solo a aquel hombre herido. Ella era la única que sabía con quién ponerse en contacto; además le había prometido que no se marcharía y no podía faltar a su promesa.

Fue inconsciente todo el camino hasta el hospital, a excepción de un instante en el que había abierto los ojos y había mirado a Meredith al tiempo que le apretaba la mano con la que ella estrechaba sus dedos. Una vez en urgencias, mientras lo examinaban, las enfermeras le pidieron a Meredith que por favor se pusiera ella en contacto con la familia del herido. Le dieron un teléfono y una guía para que buscara el nombre de Hart en el apartado de Jacobsville.

–¿Rancho Hart? –respondió una voz profunda al otro lado.

–Ho... hola –comenzó a decir ella titubeante–. Llamo en nombre de Leo Hart –así se llamaba, de acuerdo con el permiso de conducir que habían encontrado en su traje–. Está en el hospital...

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó con impaciencia–. ¿Está bien?

–Lo atracaron y ha sufrido una conmoción. No ha podido darle a los médicos ninguna información...

–¿Quién es usted?

–Meredith Johns. Yo...

–¿Quién lo encontró?

–Fui yo. Llamé a la ambulancia desde su teléfono móvil. Fue él el que me pidió que llamara a sus hermanos...

–¡Son las dos de la mañana! –exclamó con repentino enfado.

–Sí, lo sé. Pero es que acabamos de llegar al hospital. Yo iba por la calle cuando lo vi tirado en la acera. Necesita a su familia.

–Bueno, pues yo soy su hermano, Rey. Estaré allí dentro de treinta minutos.

–Pero señor, hay un largo camino hasta Houston; si conduce tan rápido...

–No, iré en avión. Voy a despertar al piloto ahora mismo. Gracias –añadió la última palabra como si le doliera al pronunciarla.

Después de colgar, Meredith volvió a la sala de espera, donde no tuvo que esperar más que unos minutos antes de que la doctora le permitiera entrar a la habitación.

–Está consciente –la informó antes de entrar–. Lo vamos a dejar en observación toda la noche para asegurarnos de que todo está en orden. ¿Ha podido localizar a su familia?

–Sí, parece ser que su hermano está de camino. Pero no me ha dado ninguna información. Lo siento.

–No se preocupe, la gente se enfada y no se para a pensar –le explicó con sonrisa comprensiva–. ¿Y usted podría quedarse con él? Andamos un poco justos de personal a causa del virus respiratorio y no debería quedarse solo.

–Yo estaré con él –accedió ella enseguida–. No es que mi vida social se vaya a resentir por esto.

La doctora se echó a reír al tiempo que la miraba de arriba abajo.

–Es Halloween –aclaró en pocas palabras–. La próxima vez que me inviten a una fiesta, diré que me he roto una pierna.

Cuarenta y cinco minutos después surgieron los problemas. Debía de medir casi un metro noventa, tenía el pelo y los ojos negros y entró en el hospital como un verdadero torbellino. Llevaba puestos unos vaqueros, una camisa negra y una chaqueta de cuero gastado que parecía haberse echado por encima sin el menor cuidado. Parecía increíblemente rico e increíblemente enfadado.

Al ver a su hermano mayor tendido en la cama, el enfado se convirtió en sincera preocupación. No obstante, tuvo tiempo para lanzarle una terrible mirada a Meredith.

–Ahora me explico qué hacía usted paseando por la calle a las dos de la mañana –dijo en tono despreciativo–. ¿Qué pasó? ¿Se sintió culpable y decidió llamar a una ambulancia después de intentar robarle? –añadió sarcástico y mirándola de una manera que podría haberla partido en dos.

–Mire –empezó a decir ella.

–No se moleste –la interrumpió al tiempo que se daba la vuelta para mirar a su hermano, que perdía y recuperaba el conocimiento de manera intermitente–. Leo, soy yo, Rey –le dijo poniéndole la mano en el pecho–. ¿Puedes oírme?

El herido abrió los ojos brevemente.

–¿Rey?

–¿Qué te ha pasado, Leo?

El aludido sonrió débilmente.

–Iba tan distraído pensando en los nuevos piensos que no me di cuenta de lo que había a mi alrededor. Algo me golpeó en la cabeza y me caí redondo. No vi nada –entonces se tocó torpemente los bolsillos–. ¡Maldita sea! Me han quitado la cartera y el teléfono.

Meredith comenzó a decir que ella tenía ambas cosas, pero antes de que pudiera terminar, Rey Hart volvió a mirarla lleno de ira y salió de la sala como alma que llevara el diablo.

Su hermano volvió a perder el conocimiento y ella se quedó allí parada sin saber qué hacer. Cinco minutos después, Rey apareció acompañado de un policía que le resultaba extrañamente familiar. Sabía que lo había visto en algún sitio antes.

–Es esa –le dijo Rey al agente–. Firmaré lo que sea necesario, pero quiero que se la lleve de aquí.

–No se preocupe, yo me encargo –el policía se acercó a Meredith y la esposó sin darle oportunidad a que dijera ni palabra.

–¿Me está arrestando? –preguntó ella sin dar crédito a lo que le estaba ocurriendo–. Pero si yo no he hecho nada.

–Sí, eso ya lo he oído antes –replicó el agente con aburrimiento–. Nunca nadie hace nada. Pero vestida de ese modo y en medio de la calle a esas horas, permítame que no la crea. ¿Qué ha hecho con la cartera y el teléfono del señor Hart?

–Están en mi bolso –empezó a decir.

El policía la agarró del hombro y la sacó del edificio.

–Me temo que se ha metido en un buen lío. No eligió bien al hombre que debía atracar.

–¡Pero si yo no he atracado a nadie! Fueron dos hombres, no pude verles la cara, pero estaban a su lado cuando yo pasé por allí.

–¿Sabe que la prostitución es un delito?

–¡Yo no me estaba prostituyendo! Venía de un fiesta de Halloween. ¡Voy disfrazada de bailarina de revista! –estaba iracunda porque la estuvieran castigando por haberle hecho un favor a alguien–. Tiene que creerme, agente Sanders –añadió leyendo el nombre de su placa.

Pero él no dijo ni palabra, sino que se la llevó hasta el coche patrulla, eso sí, con un poco más de delicadeza.

–Espere –le pidió antes de que cerrara la puerta–. Saque mi cartera del bolso y mire mi carnet. Ahora, por favor.

El policía la miró con impaciencia, pero hizo lo que ella le pedía.

–Ya me parecía que tu cara me resultaba familiar, Johns –le dijo llamándola por su apellido, como hacía la mayoría de la gente en su trabajo.

–Yo no he atracado al señor Hart –insistió Meredith–. Y puedo demostrar dónde estaba cuando lo atacaron –le dio la dirección de Jill.

Después de aquella breve explicación, el agente condujo hasta el apartamento de Jill, que para entonces ya estaba bastante intoxicada, y volvió al coche patrulla, dejó salir a Meredith y le quitó las esposas. Al salir al frío de la calle y a pesar de que él ya sabía la verdad, se sintió increíblemente ridícula con la indumentaria que llevaba.

–Lo lamento mucho –le dijo con una sonrisa de incomodidad–. No la había reconocido. Solo sabía lo que me había contado el señor Hart, que probablemente estaba demasiado enfadado para detenerse a pensar. Pero tendrá que admitir que esta noche no parece ninguna ejecutiva.

–Sí, lo sé. El señor Hart estaba preocupado por su hermano y no sabía lo que había ocurrido. Cuando entró y vio a su hermano en ese estado y a mí vestida así –explicó Meredith mirándose el atuendo–. No se lo puede culpar por pensar lo que pensó, pero lo cierto es que los dos tipos que lo atacaron le habrían quitado la cartera si no llego a aparecer yo. Y esos siguen por ahí.

–¿Podría enseñarme el lugar donde lo encontró?

–Claro. Está a solo unos metros.

Comenzó a andar y él la siguió mirando a su alrededor. Una vez allí, Meredith se quedó en la acera y el agente inspeccionó detenidamente el terreno en busca de pruebas, pero no encontró más que un papel de caramelo y una colilla de cigarrillo.

–Usted no sabrá si el señor Hart fuma, o si le gustan los caramelos, ¿verdad?

–Me temo que no. Solo me dijo el nombre de su hermano y dónde vivía. No sé nada más de él.

–Bueno, ya les preguntaré más tarde –dijo caminando hacia el coche de nuevo–. Quédate aquí mientras llamo a alguien para que venga a recoger estas pruebas.

–Les encantará que los saquen de la cama para venir a ver un papel de caramelo y una colilla –bromeó Meredith mientras intentaba cubrirse lo más posible con la boa de plumas.

–La sorprendería saber lo que les gustan estas cosas –respondió él riendo–. Esta gente se toma muy en serio lo de atrapar a los pequeños delincuentes.

–Pues espero que atrapen a estos dos –comentó ella con seriedad–. Nadie debería tener miedo de andar por la calle. Da igual que sea de noche o vayas vestida del modo que sea –añadió haciendo referencia a su indumentaria.

–Tiene razón.

Mientras llegaban los expertos a la escena del crimen, Meredith se quedó en el coche patrulla redactando la declaración de lo ocurrido.

–¿Puedo marcharme ya? –preguntó cuando hubo terminado de escribir lo poco que sabía–. Vivo con mi padre y, a la hora que es, debe de estar muy preocupado. Iré caminando, estoy solo a un par de manzanas.

–Tu padre es Alan Johns, ¿verdad? –dijo el agente frunciendo el ceño–. ¿Quiere que la acompañe?

En cualquier otra ocasión habría respondido que no; normalmente no la acobardaba tener que enfrentarse a su padre, pero ya le habían sucedido demasiadas cosas aquella noche.

–¿No le importa? –le resultaba muy incómodo dejar ver que le daba miedo llegar a casa.

–Claro que no.

La llevó en coche y la acompañó hasta la puerta. Todo estaba a oscuras y en silencio.

–Está todo bien; si estuviera despierto, habría alguna luz encendida –dijo con un suspiro de alivio–. Muchas gracias.

–Llámenos si necesita cualquier cosa –le dijo con amabilidad–. Me temo que volveremos a vernos pronto. Rey Hart ya me ha recordado que su hermano Simon es el Fiscal General del Estado y que no va a permitir que se queden así las cosas.

–Es lógico. Bueno, muchas gracias.

–A usted, y siento mucho lo de las esposas –añadió con una enorme sonrisa, la primera que aparecía en su rostro en toda la noche.

–No importa. Gracias otra vez por traerme a casa.

Rey Hart permaneció hasta el amanecer sentado junto a la cama de su hermano, en la habitación individual que había conseguido en el hospital. Estaba realmente preocupado. Leo era el más fuerte de todos y normalmente también era el más cauto. También era el más bromista, el que siempre estaba contando chistes y los animaba a todos en los momentos difíciles. Y ahora que lo tenía frente a él se daba cuenta de cuánto lo quería. Por eso lo ponía tan furioso que aquella mujer le hubiera robado mientras se encontraba herido e indefenso. Todavía no entendía cómo habría conseguido golpearlo en la cabeza. No pudo evitar recordar con desagrado el modo en el que iba vestida.

Él no era ningún mojigato, pero hacía años había tenido un romance con una mujer que luego había resultado ser una prostituta. Aquello había supuesto un gran desengaño, porque creía que ella lo amaba cuando descubrió que solo había estado con él porque sabía quién era y cuánto dinero tenía. Como el resto de sus hermanos, sentía cierto recelo a las mujeres. Si pudiera encontrar un hombre que supiera hacer galletas, no volvería a permitir que otra mujer entrara en su casa, ni siquiera para trabajar allí.

Eso le hizo recordar con tristeza su última hallazgo. Leo y él habían encontrado una repostera ya retirada que había entrado a trabajar para ellos, los últimos solteros de la familia Hart, para hacerles las galletas que tanto les gustaban. Desgraciadamente, poco después había caído enferma y les había comunicado que aquel empleo era demasiado para ella en aquellos momentos. Ambos sabían que les iba a resultar muy difícil encontrar un sustituto. No había mucha gente que quisiera vivir en un rancho aislado y hacer galletas a cualquier hora del día y de la noche. Ni siquiera los anuncios que prometían un alto salario habían conseguido atraer a ningún candidato. Era deprimente, pero más lo era tener allí a Leo, inmóvil en aquella horrible cama de hospital.

Acostumbrado a dormir hasta sobre la silla de montar, Leo se quedó dormido apoyado sobre la cama de su hermano. Pero se despertó en cuanto el agente Sanders entró en la habitación.

–Lo siento, pero es que acabo de terminar mi turno –se disculpó nada más abrir la puerta–. El caso es que se me ha ocurrido pasar por aquí para contarle lo que hemos encontrado en el lugar donde atacaron a su hermano. Los detectives ya han empezado a buscar a los responsables del ataque.

–¿Los responsables? –preguntó Rey enfadado–. Pero si usted ya había arrestado a la responsable.

El agente apartó la mirada de Hart.

–Tuve que dejarla libre –respondió con cierta incomodidad–. Tenía una coartada que ya ha sido confirmada. Así que prestó declaración y luego la dejé en su casa.

Rey se puso en pie y miró al policía desde su imponente altura.

–¡La ha dejado libre! –exclamó con frialdad–. ¿Dónde están el teléfono y la cartera de mi hermano?

Sanders hizo un gesto de rabia.

–Olvidé pedírselos antes de irme –contestó en tono de disculpa–. Iré a su casa ahora mismo y se los traeré aquí personalmente...

–Será mejor que vaya con usted. Sigo pensando que fue ella. Seguramente está compinchada con los dos tipos que golpearon a Leo. Puede perfectamente haber pagado a alguien para que le sirviera de coartada.

–No es esa clase de mujer –empezó a decir el agente, pero Rey lo interrumpió realmente enfadado.

–No quiero oír nada más de ella. Vámonos –dijo agarrando su chaqueta mientras echaba un último vistazo a su hermano. No entendía cómo un policía podía decir algo así de una mujer a la que acababa de conocer, pero no le importaba. Solo quería verla en la cárcel.

Fueron en el coche que había alquilado Rey hasta casa de Meredith. Estaba en un barrio humilde y la casa no se encontraba en muy buenas condiciones. Aquello no hizo más que confirmar la idea que Rey tenía de ella. Era obvio que no tenía mucho dinero, así que ¿qué mejor manera de conseguirlo que robando a alguien?

Tuvo que llamar tres veces hasta que alguien acudió a abrir.

Al otro lado apareció Meredith Johns despeinada y muy pálida. Tenía en la mano un trapo con hielo que se aplicaba contra la cara. Llevaba puesta una bata sobre la ropa de la noche anterior.

–¿Qué hace usted aquí? –preguntó con voz débil y temblorosa.

–Ha estado bebiendo, ¿verdad? –replicó Rey con extrema dureza, pero ella aguantó el comentario sin rechistar.

El agente Sanders comprendió inmediatamente lo que había sucedido. Pasó por delante de Hart y entró en la casa sin preguntar nada, fue hasta el salón y echó un vistazo por la habitación.

–Parece que ha sido una noche difícil –continuó diciendo Rey–. Debe de ser habitual en su profesión. ¿Acostumbran sus clientes a golpearla de esa manera? –añadió con crueldad.

Ella no dijo ni palabra; le resultaba demasiado duro hablar y la cara le dolía tremendamente.

Unos segundos más tarde, el agente Sanders volvió a la entrada con un hombre alto, despeinado pero con una extraña expresión de dignidad en los ojos, a pesar de ir esposado. Permaneció en silencio solo un momento, y después comenzó a gritar, acusando a Meredith de cualquier cosa imaginable, desde prostitución hasta asesinato. Rey Hart lo miró sorprendido, y también se detuvo a observar a la aludida, que permanecía impasible pero que no podía esconder el dolor que provocaba cada uno de sus insultos. Mientras, Sanders llamaba a un coche patrulla para que acudiera a recoger al detenido.

–No, por favor –suplicó Meredith sin apartarse el trapo de la cara en ningún momento–. Acaba de salir...

–Esta vez no se quedará más de tres días –respondió el agente con firmeza–. Usted vaya al hospital a que le miren esos golpes. ¿Se encuentra bien, señorita Johns? Déjeme ver.

Rey se sentía cada vez más confundido, sobre todo cuando Meredith accedió a retirar el trapo y dejó ver el rostro hinchado y amoratado.

–Dios mío –exclamo Hart–. ¿Con qué la ha golpeado?

–Con el puño –intervino Sanders–. Y no es la primera vez. Tiene que afrontarlo, señorita Johns –se dirigió a ella con amabilidad–. Se ha convertido en otra persona, una persona que no se controla cuando bebe. Un día de esto la matará y al día siguiente ni siquiera recordará haberlo hecho.

–No voy a presentar cargos –respondió ella con tristeza–. ¡No puedo hacerlo! ¡Por amor de Dios, es mi padre! Es la única familia que tengo...

–No hace falta que haga nada, yo presentaré los cargos –le dijo Sanders con compasión–. Debería llamar a su jefe para decirle que no va a poder ir a trabajar en un par de semanas. Le daría un ataque si la viera aparecer así en la oficina.

Meredith no respondió, pero de sus ojos cayeron dos lágrimas que hablaban por sí solas de manera elocuente. Miró a su padre con una tristeza que le desfiguraba la cara.

–Antes no era así, de verdad. Era un hombre amable y cariñoso.

–Pero ya no lo es –repitió el policía con pesar–. Vaya al hospital, yo esperaré fuera a que lleguen mis compañeros.

–No, por favor –pidió ella inmediatamente–. No podría soportar que todo el barrio lo vea así... otra vez.

–Está bien –accedió Sanders–. Esperaré dentro y después la llevaremos al hospital en el coche patrulla...

–Yo la llevaré –se ofreció Rey sin pensarlo dos veces. No se fiaba de aquella mujer, ni siquiera sabía si creía su historia, pero lo cierto era que ella había ayudado a su hermano, fueran cuales fueran sus motivos. Seguramente Leo habría muerto si ella no hubiera llamado a la ambulancia.

–Pero... –empezó a decir ella.

–Solo la llevaré si antes se cambia de ropa –dijo Hart como condición–. No quiero que me vean en público con alguien vestido de ese modo.

Capítulo Dos

Meredith deseó disponer de las fuerzas necesarias para protestar. Tenía el pelo sobre la cara y los ojos ardiendo de rabia, pero le dolía el estómago y todos los huesos del cuerpo. Se habría ido encantada a la cama si esos dos tipos tan testarudos la hubieran dejado en paz. Aunque seguramente tuvieran razón en que debía ir al hospital, a juzgar por lo que le dolía bien podría tener algún hueso roto. Ahora solo esperaba que su seguro cubriera ese segundo «accidente» en tan poco tiempo.

Cuando llegó el coche patrulla, Meredith cerró la puerta para no tener que ver cómo se llevaban a su padre, que seguía maldiciendo a gritos. Ya había ocurrido demasiadas veces, pero odiaba la idea de que todo el mundo fuera testigo de su decadencia.

–Voy a cambiarme –anunció con voz casi inaudible.

Rey la vio salir del salón y luego se metió las manos en los bolsillos y echó un vistazo por la estancia. Todo estaba muy viejo; lo único que tenía buen aspecto eran los libros, los cientos de libros que abarrotaban las estanterías, e incluso varias cajas que yacían apiladas en el suelo. Resultaba extraño que hubiera tantos en un lugar tan aparentemente pobre. También lo sorprendió comprobar que la mayoría de los discos eran de música clásica. Era curioso que una familia tuviera tantos libros y tan poco de todo lo demás. Se preguntó dónde estaría la madre. ¿Habría abandonado al padre y era por eso por lo que él bebía? Eso explicaría muchas cosas. Él sabía mucho de eso, su madre se había marchado sin volver la vista atrás cuando los cinco niños eran todavía muy pequeños.

Unos minutos más tarde volvió Meredith y, de no ser por la misma cara magullada, no habría podido reconocerla. Llevaba un suéter de lana beige, un abrigo también de lana, zapatos planos y un bolso que parecía nuevo. El pelo estaba recogido en un moño y en su rostro no había ni rastro de maquillaje.

–Aquí tiene el teléfono y la cartera de su hermano –le dijo dándole ambas cosas–. Se me olvidó dárselo al agente Sanders.

Hart se quedó mirando dichos objetos mientras se preguntaba si se los habría devuelto si él no hubiera ido a su casa. No importaba lo que le hubiera dicho Sanders, él seguía sin fiarse de ella.

–Vamos –dijo fríamente–. Tengo el coche fuera.

Ella titubeó solo un instante, lo que tardó en admitir que realmente necesitaba que la viera un médico.

Para su sorpresa, Rey le abrió la puerta del coche y esperó a que ella entrara con galantería. Una vez dentro del vehículo, le resultó extraño encontrarse rodeada de tal lujo. Pero claro, su hermano Simon era el Fiscal General, Rey era el propietario de un rancho y, por cómo iba vestido, estaba claro que también Leo tenía una posición acomodada. Definitivamente, era una familia muy rica. También entonces entendió el malentendido de la noche anterior cuando Rey la había tomado por lo que no era.

Permaneció en el incómodo silencio, seguía aplicándose hielo sobre los golpes con la esperanza de que eso evitara al menos parte de la inflamación. Lo que no habría manera de impedir ya era que le doliera tanto.

–Hace unos años recibí un golpe en la cara durante una pelea –dijo Rey de pronto con voz muy grave–. Recuerdo cuánto dolía, así que lo tiene que estar pasando usted muy mal.

Meredith tragó saliva intentando no dejarse llevar por las ganas que tenía de llorar. Cada vez se refugiaba menos en el llanto, era un lujo y una debilidad que no podía permitirse.

Él la miró confundido.

–¿No dice nada?

–Gracias por llevarme al hospital –dijo con gran esfuerzo.

–¿Suele vestirse así cuando sale por la noche?

–Ya se lo expliqué. Venía de una fiesta de Halloween –respondió aunque le doliera al hablar–. Era el único disfraz que tenía.

–¿Le gustan mucho las fiestas? –le preguntó en tono algo sarcástico.

–Era la primera a la que iba desde hace... casi cuatro años –consiguió decir a pesar de las molestias–. Lo siento mucho, pero de verdad me duele al hablar.

Rey la miró y después se quedó callado. Seguía sin fiarse de ella, pero entonces ¿por qué estaba ayudándola? De pronto veía algo vulnerable en ella, y al mismo era obvio que tenía carácter.

Cuando llegaron al hospital, ella entró a que la vieran y él se quedó rellenando formularios y después pasó a esperarla a una enorme sala llena de gente, donde se sentó entre un bebé que no paraba de gritar y un hombre que tosía como si llevara el demonio dentro. Rey no estaba familiarizado con la enfermedad, había acudido a hospitales en multitud de ocasiones, cosa normal trabajando en un rancho, donde los accidentes estaban a la orden del día; aun así eran lugares en los que se sentía tremendamente incómodo.

Meredith volvió después de más de treinta minutos; llevaba una receta en la mana y un gesto de enfado en el rostro.

–¿Qué te han dicho? –le preguntó con cordialidad.

–Me han dado algo... para el dolor –le dijo casi sin fuerzas, al tiempo que le mostraba el papel.

–A mí me mandaron al cirujano plástico –le contó Rey justo cuando atravesaban las puertas automáticas. Como ella no decía nada, siguió contando su historia–. Me habían roto un hueso de la cara, que no podían arreglarme.

–¡Yo no... no pienso ir a ningún cirujano!

–Pero se te puede quedar mal la cara.

–¿Y qué más da? –farfulló haciendo un gesto de dolor–. Tampoco es una gran cara.

Rey frunció el ceño. No era guapa, pero sí tenía unos rasgos muy atractivos: la nariz recta y los pómulos pronunciados le daban un porte elegante. La boca era pequeña y los ojos, grandes y grises, eran capaces de dejar fascinado a cualquiera.

–Deberías ir –le dijo él.

–¿Podría... llevarme a la farmacia? –replicó Meredith obviando su último comentario.

–Claro.

Después de la farmacia la llevó a su casa y la dejó allí sin querer hacerlo.

–Voy a estar en el hospital con Leo. Si necesitas cualquier cosa... –le dijo como si le doliera ofrecerle su ayuda.

–No necesitaré nada, gracias –contestó ella muy seria.

Hart arqueó las cejas.

–Me recuerdas a mí –murmuró al tiempo que una ligera sonrisa se asomaba a sus labios, una sonrisa amable–. Eres orgullosa como un demonio.

–Me las arreglo bien. Bueno... de verdad siento mucho lo de su hermano. Se va a poner bien, ¿verdad?

–Sí, solo quieren tenerlo en observación un par de días. Querrá darte las gracias.

–No es necesario. Cualquiera habría hecho lo mismo.

Rey suspiró. Con la cara en tales condiciones, la pobre iba a pasarlo mal un tiempo. No podía evitar sentirse responsable de que le hubieran pegado esa paliza. Aunque no sabía por qué sentía eso.

–Siento mucho haber hecho que la arrestaran –dijo por fin con gran esfuerzo.

–Supongo que... eso le ha debido de costar mucho.

–¿El qué?

–Pedir perdón. No lo hace a menudo, ¿verdad? –lo preguntó como si ya supiera la respuesta.

Hart la miró con cara de pocos amigos pero no dijo nada.

–No se preocupe, sobreviviré. Adiós.

Diciendo aquello se metió en casa cerrando la puerta tras de sí, y Rey se sintió inexplicablemente solo por primera vez en muchos años. Como no le gustaba nada sentirse así, prefirió alejar tal pensamiento de su mente y regresar al hospital a ver a Leo. Además, no iba a volver a verla nunca más.

Aquella misma tarde, Leo volvió en sí lleno de fuerzas. Le pidió a su hermano que le levantara la cama y cenó con verdadero disfrute.

–No está mal –dijo con la boca llena–. Pero me gustaría poder comer un par de galletas.

–Sí, a mí también –convino Rey.

–¿Quién era la mujer que vino conmigo? –preguntó de pronto.

–¿La recuerdas?

–Era como un ángel –comenzó a decir sonriente–. El pelo rubio, los ojos enormes y un gran corazón. Se quedó todo el tiempo conmigo, hablándome y agarrándome la mano.

–Pero si estabas inconsciente.

–No todo el tiempo. Hasta fue conmigo en la ambulancia, y no dejaba de decirme que todo iba a salir bien. Recuerdo su voz –volvió a sonreír aún con más fuerza–. Se llama Meredith.

A Rey le dio un escalofrío y empezó a sentirse incómodo. Leo no solía prestar mucha atención a las mujeres que no conocía.

–Sí, Meredith Johns.

–¿Y está casada? –le preguntó su hermano.

Ahora se sentía amenazado, y eso lo irritaba.

–No lo sé.

–¿Crees que podrías encontrar la manera de ponerme en contacto con ella? –insistió–. Me gustaría agradecerle lo que ha hecho por mí.

Rey se puso en pie y se dirigió hacia la ventana.

–Vive cerca del lugar donde te encontró –respondió por fin, incapaz de mentir.

–¿A qué se dedica?

–No lo sé –no podía dejar de acordarse de las terribles acusaciones de su padre. Por mucho que le hubiera dicho que venía de una fiesta de disfraces, o que tuviera una coartada, él seguía sin creerla del todo. ¿Qué pasaría si era todo mentira? ¿Si realmente era una prostituta? No quería que su hermano se relacionara con una mujer así. No se fiaba de las mujeres, especialmente de las que no conocía. Pero entonces recordó su rostro magullado y lamentó estar sospechando de ella.

–Les preguntaré a las enfermeras –se le ocurrió de pronto a Leo.

–No hace falta –respondió Rey volviéndose a mirarlo–. Si quieres, yo la traeré a verte mañana por la mañana.

–¿Y por qué no hoy mismo?

Rey resopló con impaciencia.

–Su padre le dio una paliza por llegar tarde anoche. Yo la he acompañado a Urgencias esta mañana antes de volver aquí.

–¿Su padre le pegó? –repitió indignado–. ¿Y tú volviste a llevarla a su casa?

–Él no estaba allí, se lo habían llevado detenido –respondió con sequedad–. Ella tiene unos golpes bastante serios y no va a poder trabajar durante algunas semanas –le explicó con cierta inquietud–. Y, teniendo en cuenta cómo y dónde viven, no sé cómo se las va a arreglar –añadió con reticencias–. No parece que tengan mucho dinero. Creo que el padre no trabaja, así que ella es la que mantiene la casa.

Del rostro de Leo desapareció toda la energía con la que se había despertado, que fue dejando lugar a la preocupación. Tenía el pelo alborotado en las zonas donde le habían tenido que dar puntos. Había tenido mucha suerte de que los golpes no le hubieran dañado el cerebro. De pronto Rey se acordó de los que lo habían atracado y los ojos se le llenaron de furia.

–Voy a llamar a Simon hoy mismo –le dijo cambiando de tema–. Estoy seguro de que la policía hará todo lo posible para atrapar a los que te atacaron, pero seguro que se dan un poco más de prisa si reciben una llamada del Fiscal General.

–Ya estás tú moviendo hilos –comentó Leo.

–Es por un buen motivo.

–¿Encontraste mi cartera y mi teléfono?

–Sí, los tenía esa mujer. Ahora mismo te los doy.

–Estupendo. Estaba seguro de que Meredith no había tenido nada que ver con el ataque. Que no se te olvide que has prometido traerla por la mañana.