Leyendas - Stefan Zweig - E-Book

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Zweig Stefan

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Beschreibung

Las cinco Leyendas que escribió Stefan Zweig —«Raquel discute con Dios», «Los ojos del hermano eterno», «El candelabro enterrado», «La leyenda de la tercera paloma» y «Las hermanas iguales y diferentes»—, reunidas por primera vez en español. Stefan Zweig fue un escritor asombrosamente prolífico que cultivó, con gran éxito, todo un abanico de géneros literarios que incluía desde la novela y el teatro hasta el cuento y la traducción, desde la monografía o el ensayo hasta la biografía, la crítica y la poesía. A estos géneros se ha de añadir también la leyenda, que contaba con afamados predecesores en el mundo alemán, como Heine, Schiller, Hesse o Goethe. En la leyenda como género, Zweig creyó encontrar una forma íntima que le permitía transmitir una serie de experiencias y aspiraciones bajo el manto de la ficción, pero sin prescindir de una finalidad moralizante o, al menos, admonitoria. Estas cinco Leyendas fueron escritas en diferentes etapas de la vida de Zweig: durante la Primera Guerra Mundial y en sus años de exilio junto con su esposa. Cada una revela de manera fiel las preocupaciones de un autor que vivió tiempos turbulentos e infaustos, y nos permite penetrar en los entresijos de su personalidad, comprobar qué acontecimientos le afectaron más, cuáles fueron sus obsesiones, y cómo luchaba por resolver las paradojas y contradicciones que atenazaban su alma. En ellas asistimos a su búsqueda del sentido de la vida, a sus esfuerzos desesperados por conocerse a sí mismo y por encontrar algo que genere esperanza y certidumbre en este mundo.

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LEYENDAS

 

 

Títulos originales:

Rachel rechtet mit Gott

Die Augen des ewigen Bruders

Der begrabene Leuchter

Die Legende der dritten Taube

Die gleich-ungleichen Schwestern

© del texto: Stefan Zweig, 1916-1937

© de la traducción y prólogo: J. Rafael Hernández Arias, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2023

ISBN: 978-84-19558-14-5

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelonaarpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Stefan Zweig

LEYENDAS

Traducción y prólogo deJ. Rafael Hernández Arias

SUMARIO

PRÓLOGO

Raquel discute con Dios

Los ojos del hermano eterno

El candelabro enterrado

La leyenda de la tercera paloma

Las hermanas iguales y diferentes

PRÓLOGO

Stefan Zweig fue un escritor asombrosamente prolífico que cultivó, con gran éxito, todo un abanico de géneros literarios que incluía desde la novela y el teatro hasta el cuento y la traducción, desde la monografía o el ensayo hasta la biografía, la crítica y la poesía. A estos géneros se ha de añadir también la leyenda, que contaba con afamados predecesores en el mundo alemán, como Heine y Goethe, o que había cultivado en su propia época Hugo von Hofmannsthal. En la leyenda como género, Zweig creyó encontrar una forma íntima que le permitía transmitir una serie de experiencias y de aspiraciones, bajo el manto de la ficción, pero sin prescindir de una finalidad moralizante o, al menos, admonitoria.

Aunque pueda parecer, en principio, que la leyenda es un género menor, para Zweig constituyó un género literario de gran trascendencia, puesto que expresó a través de él sentimientos y estados de ánimo procedentes de las mayores encrucijadas y crisis de su vida. En sus leyendas, en efecto, podemos penetrar en los entresijos de su personalidad, comprobar qué acontecimientos le afectaron más, cuáles fueron sus obsesiones, y cómo luchaba por resolver las paradojas y contradicciones que atenazaban su alma. En ellas asistimos a su búsqueda del sentido de la vida, a sus esfuerzos desesperados por conocerse a sí mismo y por encontrar algo que genere esperanza y certidumbre en este mundo. La importancia que atribuyó a sus leyendas se constata, asimismo, en el virtuosismo estilístico de que hizo gala, dando a cada una de ellas el tono, el carácter y la expresión que más le convenía, ya fuera empleando el lenguaje arcaico de la Biblia o el lúdico de los cuentos del Decamerón. A esto se debe en gran medida que contaran con un gran número de lectores y que se llenaran las salas cuando organizaba lecturas públicas de ellas. Los títulos Raquel discute con Dios, Los ojos del hermano eterno, El candelabro enterrado, La leyenda de la tercera paloma y Las hermanas iguales y diferentes revelaban de manera fiel las preocupaciones de un autor que vivió tiempos turbulentos e infaustos.

Es significativo, por ejemplo, que, en el año 1916, en plena guerra mundial, inspirándose en un episodio del Génesis, escribiera la leyenda de la tercera paloma, un alegato contra el conflicto armado que destila ya un pacifismo militante. En aquellos años, Zweig gozó del privilegio de poder evitar el frente y cumplir su servicio militar en el archivo de guerra, que sirvió también de refugio a otros intelectuales austriacos. Muy pronto, sin embargo, se dio cuenta de la enorme carnicería que suponía el conflicto bélico y lo declaró un crimen contra la humanidad. En su obra de teatro Jeremías, de 1917, dejó clara constancia de su actitud pacifista, que le hermanó con otro gran luchador por la paz de la época: Romain Rolland. Para Zweig, la Biblia era el libro más sabio y poético del mundo, y sobre todo recomendó, para aquellos que desde la infancia hubiesen dejado de leer la Biblia, que volvieran a leer los libros de Ester, de Job y de Ruth precisamente como si fueran cuentos o leyendas, para recobrar la sabiduría que encerraban.

En Los ojos del hermano eterno, que data del año 1921, vemos cómo se sirve de la leyenda oriental para intentar dilucidar su propia actitud ante la violencia y el mundo occidental. Esta leyenda radica asimismo en su interés por la India, típico de aquella época, como se puede apreciar en la obra Siddhartha de Hermann Hesse, quien también visitó aquellas regiones. Aconsejado por el empresario, político y escritor Walther Rathenau, que sería nombrado ministro de Asuntos Exteriores durante la República de Weimar, Zweig recorrió la India entre los años 1908 y 1909, visitando Calcuta, Ceilán, Madrás, Rangún y Benarés. Pero su impresión fue desoladora. Quedó escandalizado por la miseria que oprimía a aquellos pueblos y por la indiferencia ante el sufrimiento humano que constató en la población. Zweig no pudo superar esta impresión ni lo que consideraba un cúmulo de supersticiones monstruosas. No obstante, se inspiró en el Bhagavadgita, incluido en el gran poema épico hindú, el Mahabharata, para escribir esta leyenda con la que trata de ahondar en las paradojas morales resultantes de la vida activa. En sus páginas se trasluce el dilema al que se enfrenta el ser humano cuando se ve impelido a actuar y las consecuencias que puede acarrear la inacción o la renuncia.

En la leyenda Raquel discute con Dios, de 1927, Zweig recurre a los pasajes bíblicos que narran el encuentro de Jacob con Raquel, en el Génesis, para expresar su noción de una divinidad que no puede ser vengativa, cruel o rencorosa, sino misericordiosa y magnánima. Esta ha de ser la esencia de una naturaleza divina que merezca tal nombre. Por eso Raquel se niega a admitir a un Dios de la ira que se defina por su brutalidad y por el castigo.

El incremento del antisemitismo tanto en Alemania como en Austria en los años 20 y 30 del pasado siglo fue un fenómeno que terminó por envenenar la convivencia en estos países. Zweig, de origen judío, pero asimilado, se vio obligado a exiliarse, primero en Inglaterra y después, tras recalar en varios lugares, en Brasil, donde, como es sabido, se suicidó junto con su segunda esposa. En 1936 escribió una leyenda con el título El candelabro enterrado, en la que, bajo la impresión de la persecución nazi a los judíos, se identifica con su pueblo y su destino, delatando, incluso, cierta comprensión del sionismo. Zweig se consideró siempre un europeo que se sentía bien en la diáspora, no contempló la necesidad de crear una patria exclusiva para los judíos, como plantearon Theodor Herzl o Martin Buber, pero los acontecimientos que le tocó vivir fortalecieron, sin duda, su identidad judía y lo llevaron a sentirse partícipe y solidario de su porvenir.

En la leyenda sobre las dos hermanas gemelas, en cambio, Zweig realiza un homenaje a Honoré de Balzac, como se deduce de su subtítulo, un «conte drolatique», aludiendo a su proyecto inacabado Les Cent Contes drolatiques, colección planeada por el escritor francés en la que con espíritu lúdico y una exultante fantasía lingüística combina elementos irónicos, divertidos y sensuales. La influencia del Decamerón de Boccaccio también es ostensible en la leyenda de Zweig, que, como las anteriores, ofrece diversos planos de comprensión y, pese a su aparente ambigüedad, contiene siempre implicaciones morales y un principio existencial.

El éxito de las leyendas de Zweig contribuyó a que la editorial vienesa Herbert Reichner incluyera algunas de ellas en dos volúmenes dedicados a Zweig, uno bajo el título La cadena y otro bajo el de Caleidoscopio, ambos publicados en 1936. En un solo volumen se publicaron por primera vez en la editorial Bermann-Fischer, de Estocolmo, en el año 1945. Desde entonces se han sucedido numerosas ediciones que demuestran el favor ininterrumpido del que han gozado por parte de los lectores a lo largo de varias generaciones. En el año 1990 fueron incluidas en las obras completas de la editorial Fischer.

J. RAFAEL HERNÁNDEZ ARIAS

RAQUEL DISCUTE CON DIOS1

Una vez más, el pueblo obstinado y veleidoso de Jerusalén había olvidado el pacto jurado, una vez más había ofrecido sacrificios sangrientos a los broncíneos ídolos de Tiro y Amón. Y por si no bastara la iniquidad de los que quemaron incienso en los montículos y en los altares pétreos, también erigieron en la misma casa de Dios, que Salomón, su siervo, le había edificado, la imagen de Baal, e inundaron las losas con la matanza hasta que los lugares sagrados apestaron a humo y sangre.

Cuando Dios vio que se burlaban de él hasta en lo más profundo de su santuario, su ira se encendió poderosamente. Extendió su mano derecha y su clamor estremeció todo el cielo por un largo tiempo: su indulgencia se había acabado, quería suprimir la ciudad pecadora y dispersar a sus gentes como polvo sobre la faz de la tierra. Semejante a un trueno brotó esta proclama y retumbó desde una punta a la otra de su infinidad.

Cuando la ira contenida de Dios se convirtió en voz, la tierra sometida y las alturas del cielo temblaron con sacudidas. Los ríos huyeron y los mares se inclinaron, las montañas se tambalearon como borrachas, y las rocas se hundieron. Las aves cayeron muertas del cielo, y hasta los ángeles escondieron la cabeza debajo de sus enormes alas, porque ni siquiera ellos, los indiferentes, pudieron contemplar el relámpago de su mirada iracunda, y el grito de su furor les atravesó los oídos.

Pero más abajo, los hombres, en su ciudad juzgada, sordos a lo celestial, no sabían nada de la sentencia que decretaba su final. Solo esto notaron: que de repente las fortalezas de la tierra temblaban y se apagaba la claridad a plena luz del día y se levantaba un vendaval, bajo el cual los cedros se rompían como paja y los arbustos se agazapaban como animalillos. Pero a espaldas de la tormenta vinieron nubes y cubrieron el cielo con tinieblas, sobre sus cabezas se cernió la perdición, y bajo sus pies la tierra tembló como el agua. De repente, aterrorizados, salieron precipitadamente de sus casas para que el tejado no se les cayera encima, y cuando miraron hacia arriba, volvieron a llenarse de espanto, porque ya las nubes se alzaban sobre ellos más amenazadoras que las rocas, y el aire rugiente sabía a fuego sulfuroso. En vano se rasgaron las vestiduras como locos y se cubrieron los cabellos con polvo, en vano pegaron el rostro al suelo y pidieron perdón al Señor por su arrogancia, la nube siguió ennegreciéndose y la luz viva se apagó sobre el país. Pero la ira de Dios se manifestó con tal fuerza en su palabra que no solo los vivos oyeron su proclamación; también los muertos despertaron en sus tumbas, y las almas de los difuntos salieron sobresaltadas de su sueño óseo. Porque así se ha especificado y ordenado: a los muertos no se les permite ver el rostro de Dios, solo los ángeles soportan tal abundancia de luz resplandeciente, pero se les concede oír las trompetas del juicio y oír su voz. Entonces los muertos se pusieron de pie sobre sus sepulcros y se elevaron. Revoloteando como pájaros contra un gran viento, las almas de los padres y de los antepasados se congregaron en círculo para, allí juntos, poder suplicar al Todopoderoso y apartar así la venganza sobre sus hijos y de los tejados de la ciudad santa. Isaac y Jacob y Abraham, los patriarcas, apretados el uno junto al otro, se adelantaron para emitir su resonante súplica. Pero el trueno rompió su grito, y su balbuceo volvió a ser interrumpido por la palabra del Señor: durante demasiado tiempo había soportado la inmensa ingratitud, ahora quería destrozar el templo para que por su ira le reconocieran los que se habían resistido a su amor. Y como entonces los patriarcas se hundieran en la impotencia de la palabra, se adelantaron los profetas Moisés, Samuel, Elías y Eliseo, que llevaban en sus bocas el mismo verbo divino; se adelantaron los hombres de lengua fervorosa, y llevaron su corazón a los labios. Pero el Señor no hizo caso de sus palabras, y su viento devolvió la palabra a las barbas de los ancianos. Y los rayos ya se afilaban para arrojar su fuego devorador en la torre y en el templo. Así perdieron el valor los hombres santos, sus almas se estremecieron vacías ante el Señor como hierba pisoteada, y ni el hálito de una palabra osó oponerse a su ira. Intimidada calló toda voz terrenal; entonces Raquel, la gran madre de Israel, salió sola del bosque de sus miedos. Ella también había escuchado la palabra iracunda de Dios desde su sepultura en Ramá, y las lágrimas corrían por su rostro porque estaba pensando en los hijos de sus hijos. Así que hizo acopio de todas las fuerzas de su cuerpo y se plantó ante el Invisible. De rodillas elevó sus manos y de rodillas levantó su palabra al Señor:

—El corazón tiembla en mi cuerpo al hablarte, Todopoderoso, pero ¿quién si no tú creó este corazón en mi cuerpo para temblar con el miedo, y quién creó mis labios para derramar su miedo en la oración? Desde el miedo invoco tu amor, desde la congoja de mis hijos elevo mi pequeña palabra a tu infinitud. No me diste prudencia ni astucia, y nada encuentro para calmar tu ira, salvo hablar de mí misma, sobre cómo una vez vencí mi ira. Bien sé que conoces mi discurso antes de que sea pronunciado, ya que cada palabra se forma en él mucho antes de que sea sonora en los labios humanos, al igual que ocurre con cada obra antes de salir de nuestras manos terrenales. Sin embargo, te ruego, por el bien de los pecadores, que me escuches con paciencia.

Después de hablar así, Raquel inclinó su semblante. Pero Dios vio a la mujer encorvada y vio sus lágrimas. Entonces tomó un respiro de su ira para poder escuchar a la sufriente.

Pero la escucha de Dios en sus cielos llena todos los espacios de vacío y mata el tiempo. Ningún viento se atrevió a soplar, el trueno se ocultó, el reptil no se arrastró, el alado no voló, y no salió aliento de la boca de nadie. Las horas se detuvieron y los querubines esperaron petrificados. Porque la escucha de Dios retiene el aliento de toda vida y acaba con el susurro de los cielos; incluso el sol se detuvo y la luna descansó, y todos los ríos enmudecieron en su presencia.

Allá muy abajo, en la tierra, la gente, por su parte, se encogió y no sospechó nada de la intercesión de Raquel, y nada de que el oído de Dios estuviera escuchando. Porque siempre ignoran lo divino y no pueden sospechar lo que está sucediendo en los cielos. Solo esto notaron: que de repente la tormenta cesó sobre ellos. Pero cuando miraron hacia arriba con esperanza, la nube seguía siendo negra, como la tapa plana de un ataúd, y las tinieblas no dejaban de amenazar. Entonces volvieron a estar aterrorizados, y el silencio los abrazó tan fríamente como el sudario de los muertos abraza al cadáver.

Pero Raquel, sintiendo que Dios la escuchaba, se volvió hacia él, levantó su rostro lacrimoso y habló con el valor que da el miedo:

—Yo era pastora, la hija de Labán —tú ya lo sabes—, en la tierra de Harán, que está hacia el oriente, y cuidaba de las ovejas de mi padre conforme a lo que él me mandaba. Pero, cuando una mañana las conducimos al abrevadero, las criadas no supieron cómo mover la piedra del pozo; entonces apareció un mozo, extranjero y apuesto, con ánimo de ayudarnos, y nos quedamos asombradas por la fuerza de su cuerpo. Era Jacob, aquel que nos enviaste, el hijo de la hermana de mi padre, y tan pronto como se presentó, lo llevé a la casa de mi padre. Hacía solo una hora que nos habíamos visto, y ya nuestros ojos ardían en nuestro interior y nuestros corazones se añoraban el uno al otro. Y me quedé despierta por la noche, anhelándolo, pero he aquí, Señor, que no me avergonzaba de mi sangre, porque ¿quién, sino tú, Señor, has hecho esto en nosotros: que de repente nuestro corazón se abra a la zarza ardiente del amor? Por ti, Señor, solo por ti, se quiere que la virgen se abra al hombre, que la mirada atraiga tempestuosamente a la mirada y el cuerpo al cuerpo. Por eso no nos resistimos a nuestro fuego, sino que intercambiamos un voto de unión en ese primer día, cuando Jacob me vio a mí, a Raquel.

Pero mi padre, Labán —bien lo sabes— era un hombre duro, duro como la tierra pedregosa que él surcaba con su arado, duro como el cuerno de sus toros, cuya cerviz sometía al yugo. Y cuando Jacob deseó llevarme a su casa, quiso poner a prueba seriamente si ese hombre era de su gusto, perseverante en el trabajo y de férrea paciencia. Entonces mandó al pretendiente —Señor, tú lo sabes— que primero le sirviera siete años por mi causa. Mi alma se estremeció al escuchar esto, y la sangre murió en las mejillas de Jacob, el tiempo nos parecía tan infinitamente largo a nosotros, los impacientes. Porque siete años —Señor, yo lo sé— para ti son solo una gota que cae, apenas un parpadeo en tu ojo eterno, pues el tiempo pasa como humo por los cielos de tu primigenia eternidad. Pero siete años, Señor, dígnate considerarlo, para nosotros los humanos son una décima parte de la vida, pues apenas abrimos los ojos de las tinieblas a tu sagrada luz, la noche de nuestra muerte ya vuelve a cerrarse para nosotros. Nuestra vida fluye veloz como un río en primavera, y ninguna ola regresa de nuevo. Por eso siete años nos pareció, a nosotros, los impacientes, una eternidad, imposible de medirse, siete años de distancia, mientras un cuerpo permanecía próximo al otro y el labio sediento del beso de la amada. Sin embargo, señor, Jacob se sometió al veredicto, y yo me incliné ante la orden de mi padre. Y tomamos nuestro corazón en nuestras manos para domesticarlo para la obediencia y la gran paciencia.

Señor, pero qué difícil es esta paciencia para tus criaturas, pues has puesto un corazón caliente en nuestros cuerpos vivos y has plantado en lo más profundo de él un temor consciente por la brevedad de nuestro período terrenal. Sabemos, Señor, que el otoño está cerca de nuestra primavera, y que el verano de nuestra vida no durará mucho; por eso surge tanta impaciencia en nuestra sangre terrenal, por eso nuestra mano se extiende con tanta avidez para asir lo que amamos y para alegrarnos apresuradamente incluso de lo efímero. ¡Cómo deberíamos aprender a esperar, los que envejecemos con el tiempo, cómo a ser pacientes, los que se apagan de la noche a la mañana, cómo no deberíamos quemarnos, si el tiempo nos consume con rugientes llamas, no apresurarnos, si nos persiguen pisadas mortales! Sin embargo, Señor, nos controlamos y permanecimos fuertes contra nuestro deseo. Cada día duraba mil días de nuestro anhelo, así nos amábamos. Y, sin embargo, cuando trascurrieron, los siete años de espera parecieron no más que un solo día. Así, Señor, esperé a Jacob, así me amó Jacob.

Entonces, cuando el año se cumplió por séptima vez, me presenté con gozo ante mi padre Labán y pedí la tienda nupcial. Pero Labán, mi padre, ignoró mi alegría, su frente era una nube y su boca un sello rígido. Me ordenó que fuera a buscar a Lea, mi hermana. Lea, mi hermana —Señor, tú lo sabes—, fue la primogénita y salió del vientre de mi madre dos años antes que yo. Le habías afeado la cara, de modo que los hombres no le prestaban atención, y como nadie la deseaba, se afligió mucho. Pero fue precisamente por su sufrimiento y su suavidad por lo que la amé. Cuando mi padre me ordenó que la trajera ante él y me expulsó de la tienda, rápidamente sospeché que quería planear algo engañoso con ella. Así que me escondí al otro lado para escuchar su conversación. Mi padre habló así: —Escúchame, Lea, el hijo de mi hermana, Jacob, ha venido y ya me sirve durante siete años para liberar a Raquel. Pero no toleraré esto por ti, porque ¿cómo es posible que la menor salga de la casa antes que la mayor y que la primogénita se quede sola, para burla de las criadas? Tal costumbre sería contraria a la voluntad de Dios, blasfema y necia. Porque el Señor nos ha puesto al principio del mundo, en la madrugada de la tierra, para que llenemos de seres humanos su universo y para que miríadas alaben un día su nombre. No quiere que su tierra quede en barbecho y que lo que ha engendrado y vive se vaya sin engendrar ni dar fruto. Ningún carnero ni novilla duerme en mi establo sin multiplicarse: ¿cómo debo entonces permitir que mi propia hija permanezca encerrada en la deshonra y la vergüenza? Por tanto, prepárate, Lea, toma el velo nupcial y cubre bien con él tu rostro para que yo pueda llevarte a Jacob en lugar de Raquel.

Eso le dijo mi padre a Lea, que temblaba de miedo y no decía nada. Tan pronto como mi corazón oyó tales palabras falsas, ardió de ira contra Labán, mi padre, y contra Lea, mi hermana, ¡perdóname, Señor! Pero considera, Señor, considera solo, que había servido siete años por mí, siete años nos habíamos amado el uno al otro, ¿y ahora mi hermana debía abrazar lo que mi alma quería más que a mi propio cuerpo? Entonces mi mente se levantó con obstinación y me rebelé contra mi padre, así como mis hijos se rebelaron contra ti, su padre eterno, porque también has hecho esto, Señor, en nosotros, de modo que nuestra cerviz se endurece de ira tan pronto como se comete una injusticia. Así que en secreto me acerqué a Jacob y le advertí en un susurro de que se asegurara de que al día siguiente mi padre no pusiera a otra en mi lugar. Y para que estuviera alerta ante cualquier tipo de engaño, le enseñé una señal para reconocerme. Esta señal era que la novia besara su frente tres veces antes de entrar en su tienda. Y Jacob me entendió y confirmó la señal.

Por la noche, Labán hizo preparar el velo nupcial para Lea. Dos veces cubrió su rostro para que Jacob no reconociera su semblante antes de ver su cuerpo. Mandó que a mí me llevaran al granero, donde uno de los sirvientes me pudiera vigilar para que no avisara al engañado. Una lechuza se posó allí en la oscuridad, y a medida que la hora se acercaba al anochecer, también creció la ira en mi corazón, de modo que pensé que el dolor en mi pecho tembloroso iba a explotar, porque —Señor, tú lo sabes— no quería que mi hermana compartiera el lecho con Jacob. Y mordí mis puños cuando los címbalos comenzaron a sonar abajo alegremente, y el dolor y la envidia me desgarraron el alma como dos leones.

Así que me quedé encerrada y olvidada y me alimenté de mi propia ira, y ya estaba oscureciendo bajo el techo, como la oscuridad se abatía dentro de mí, cuando de repente la puerta se abrió suavemente. Y he aquí que fue Lea, mi hermana, la que se acercó sigilosamente a mí antes de su camino nupcial. Ya la conocí por el modo de caminar, y aunque la reconocí, me aparté con hostilidad, como si no la reconociera, porque mi corazón se había endurecido hacia ella. Suave, sin embargo, Lea se acercó a mí, tocando tiernamente mi cabello con sus manos, y cuando levanté la mirada, vi que una nube de miedo velaba la estrella de sus ojos. He aquí, Señor —sí, te lo confieso—, que en ese momento se regocijó el mal en mí. Bien me sentó su angustia, bien me sentaron sus miedos, y como una venganza sentí que mi propio día nupcial se había vuelto amargo también para ella. Pero ella, la desdichada, no tenía idea de mi maléfica alegría, ya que habíamos compartido la leche de nuestra madre como hermanas y nos habíamos amado siempre desde la niñez. Así que vino confiada y rodeó mi hombro. Sus labios todavía temblaban pálidos de miedo mientras se lamentaba:

—¿Qué va a pasar, Raquel, hermana mía? Estoy tan dolida por lo que ha hecho padre. Él te quitó a tu amado y me lo dio a mí: pero odio engañar al incauto, porque ¿cómo podría ir con la cabeza erguida hacia el que te desea y unirme a él? Lo siento, mis pies no me quieren llevar y mi corazón me disuade, tengo miedo, Raquel, porque ¿cómo no me va a reconocer a primera vista? Y siento vergüenza, ¿no recaerá sobre mí siete veces la vergüenza cuando me expulse de su tienda y de su casa? Los hijos de hasta la tercera generación se burlarán de mí: «Esta es Lea, la fea, que corrió con avaricia hacia un hombre para que la reconociera, y a quien él ahuyentó como a un animal sarnoso». ¿Qué debo hacer, Raquel, ayúdame, querida hermana, debo atreverme o debo desafiar al padre cuya mano caerá pesada sobre nosotras? ¿Qué haré, Raquel, para que Jacob no me reconozca antes de tiempo y la vergüenza no caiga sobre mí, que soy inocente? ¡Ayúdame, hermana Raquel, ayúdame, te lo suplico por Dios misericordioso!

—Señor, mi ira aún era fuerte en mi cuerpo, y aunque la amaba, la maldad aún se regocijaba en mí, y saboreaba su angustia como un manjar delicioso. Pero cuando invocó tu sagrado nombre, Señor, tu nombre más sagrado, el nombre del misericordioso, Señor, un rayo de fuego me atravesó, mi corazón se estremeció en mi cuerpo expandido, y sentí cómo el poder de tu bondad, el poder de tu misericordia, Señor, invadían dulcemente el alma oscurecida. Pues esta es una de tus eternas maravillas, Señor, que el muro de nuestro propio cuerpo se nos cae tan pronto como reconocemos los tormentos de nuestro prójimo y a sabiendas entramos en su pecho dolorido. Como si fuera mío, de repente sentí el miedo de mi hermana en mi interior, y ya no pensé en mí, sino solo en sus gritos de angustia. Y compadeciéndome del dolor de mi hermana, me compadecí de ella, yo, tu necia sierva —¡Señor, escucha bien ahora mi palabra!—, me compadecí de ella en aquella hora porque estaba delante de mí llorando como yo estoy ahora llorando ante ti. Me compadecí de ella porque invocó mi misericordia como ahora invoco la tuya con boca ardiente. Y contra mí misma le enseñé a engañar a Jacob, y le revelé la señal acordada. Le pedí que besara su frente tres veces antes de entrar en su tienda: así, Señor, pegué en la cara a mis celos, traicioné a Jacob y a mi propio amor por amor a ti.

Una vez hecho esto y cuando Lea entendió lo que yo tenía en mente, no pudo contenerse más, se arrojó a mis pies y besó mis manos y el borde de mi vestido, porque tú también has puesto esto en los seres humanos, que allá donde perciben una señal de tu santa bondad, la humildad se apodera de ellos y la acción de gracias los conmueve. Y nos abrazamos y besamos y mojamos nuestras mejillas con la sal de nuestras lágrimas. Lea ya estaba consolada y quería bajar a la tienda nupcial. Pero cuando se levantó del suelo, sus ojos se oscurecieron de nuevo por el dolor, y sus labios pálidos volvieron a temblar.

—Te lo agradezco, hermana, eres tan bondadosa —me dijo—, te lo agradezco y haré lo que me dices. Pero ¿y si esta señal no le engaña? Otra vez aconséjame, hermana, otra vez aconséjame. Dime, ¿qué debo hacer si se dirige a mí con tu nombre? ¿Puedo quedarme callada cuando le habla el novio a la novia y no hablar con tu propia voz cuando me pregunta? ¡Ayúdame, Raquel, ayúdame, tú eres tan lista, ayúdame, mi benefactora, por amor a Dios misericordioso!

Y de nuevo, Señor, cuando ella invocó el más sagrado de tus nombres, de nuevo este rayo de fuego me atravesó y destruyó toda dureza en mi alma, de modo que se volvió brillante y abierta a su aflicción. Y por segunda vez retuve mi propio corazón que gritaba, y de nuevo pisoteé el dolor bajo mis pies. Y cuando lo recogí y lo así de nuevo, estaba tierno de misericordia y listo para cualquier sacrificio. Así le respondí:

—Consuélate, Lea, hermana mía, y no te preocupes. Porque por amor a Dios misericordioso me propongo que Jacob no te reconozca hasta que haya conocido tu cuerpo. Así es como quiero hacerlo: mientras el padre te une a él de manera velada, quiero colarme en la habitación de Jacob y acurrucarme allí en la oscuridad junto a tu lecho nupcial. Y si él te habla, yo le responderé con mi voz en tu lugar. De esta manera su sospecha se disipará, y él te abrazará y bendecirá tu cuerpo con su semilla. Pero lo haré, Lea, por el amor que nos tenemos desde la infancia, y por el Dios misericordioso al que invocaste, para que un día él también tenga misericordia de mis hijos cuandoquiera que lo invoquen con su santísimo nombre.

Señor, Lea entonces me abrazó, besó mis labios, ante mí se encontró una muy diferente a la encorvada y arrodillada. Sin preocuparse bajó para presentarse a Jacob tras la sombra del velo. Y yo cumplí mi amarga palabra: me deslicé en la tienda de Jacob y me escondí en la oscuridad cerca de su cama. Pronto sonaron los címbalos para acompañar a la novia y ambos estaban de pie a la sombra de la entrada. Pero antes de que Jacob abriera la tienda para darle a la mujer velada la bendición de entrar, vaciló por un momento, esperando mi señal secreta. Entonces Lea besó su frente tres veces, como le indiqué. Y Jacob, contento con la señal, es decir, conmigo, amorosamente tomó a Lea y la llevó al lecho, a un suspiro de distancia de mi labio tembloroso. Pero antes de abrazarla, preguntó una vez más: «¿Eres realmente tú, Raquel, a la que siento?». Y entonces, Señor —¡fue duro para mí, tú lo sabes, Omnisciente!—, me arranqué la voz como un clavo de la carne y susurré de cerca: «Soy yo, Jacob, esposo mío». Él se conformó e irrumpió en ella con la violencia de su amor. Pero yo —Señor, tú lo sabes, pues tu mirada penetra la oscuridad como la guadaña la hierba— me agaché a un dedo de distancia de ellos, y sentí como si yaciera viva en el fuego, porque él abrazaba con amor a Lea y pensaba que estaba tomándome a mí, que estaba abierta a él con todo el ardor de su sangre. ¡Señor, tú, el Omnipresente, recuerda, recuerda aquella noche, cuando estuve acurrucada con dolor de rodillas y dolor del alma durante siete horas junto a ellos y tuve que oír aquello a lo que yo estaba destinada y lo que se me había negado sentir! Siete horas, siete eternidades estuve allí acurrucada, reteniendo la respiración, y luchando contra mi propio grito, como Jacob luchó una vez con tu ángel, y estas horas me parecieron setenta veces más largas que los siete años de espera. Y no habría soportado esa larga noche de mi indulgencia si no hubiera invocado una y otra vez tu nombre sagrado y si no me hubiera fortalecido pensando en tu infinita paciencia.

Esta, Señor, fue mi obra, la única de la que me vanaglorio en la tierra, porque en ella me hice semejante a ti en la paciencia y la compasión, porque mi alma sufrió más allá de toda medida humana, y no sé si alguna vez, Señor, has tentado a una mujer con tal dureza en la tierra como yo lo fui en esa noche infeliz. Y, sin embargo, Señor, soporté esa noche de todas las noches, y cuando los gallos cantaron, me levanté con el cuerpo exhausto, mientras ellos descansaban agotados. Me apresuré a huir a la casa de mi padre, porque pronto quedaría claro lo que habíamos hecho con engaño, y mi mandíbula temblaba en mi boca por la ira de Jacob. Y, por desgracia, sucedió como había anticipado. Apenas acababa de acostarme para descansar en la casa de mi padre, cuando la voz del engañado rugió como un toro furioso, y se abalanzó, con un hacha en sus manos, para herir a Labán, mi padre. Las manos de mi padre Labán, el anciano, se paralizaron del susto cuando oyó al furioso. Cayó al suelo, temblando, y gritó tu santo nombre. Y otra vez, Señor, cuando oí tu santísimo nombre, me invadió la fuerza de un santo valor, y me arrojé contra el que le asaltaba para que su furor cayera sobre mí en lugar de sobre mi padre. Pero los ojos de Jacob ardían con la sangre de la ira, y tan pronto como me vio, a la que había ayudado a engañarlo, me golpeó la cara con los puños y caí. Pero, Señor, lo soporté sin quejarme, sabiendo que había gran amor en su ira. Y si me hubiera matado entonces —ya levantaba frenéticamente el hacha—, Señor, no hubiera aparecido lamentándome ante tu trono eterno, porque lo había engañado por mor de un gran sufrimiento, y sabía que su ira se desataba por un gran amor.

Apenas me vio el furioso golpeada a sus pies, sangrando y con la mirada extraviada, he aquí, Señor, que de él se apoderó la compasión. Dejó caer de sus manos el hacha alzada, se inclinó hacia mí y besó la sangre que yo tenía en el labio. Y no solo se compadeció de mí, también perdonó a mi padre, Labán, por amor a mí y no repudió a Lea de su tienda. Trascurridos siete años, mi padre me entregó a él como segunda esposa, y él despertó niños de mi seno, niños que yo alimenté con la leche de mi cuerpo y la palabra de tu promesa. Niños a los que advertí que, cuando se encontraran en gran aflicción, te invocaran audazmente con el secreto de tu nombre no disimulado. Y con este tu nombre misericordioso, Señor, te invoco hoy desde mi última necesidad: ¡haz como él, deja caer el hacha de tu enojo y disipa la nube de tu ira! ¡Por la misericordia de Raquel, ten misericordia una vez más, Señor!, ¡ten paciencia por mi paciencia y salva tu santa ciudad! ¡Perdona, Señor, a mis hijos y nietos, perdona a Jerusalén!

Raquel había alzado la voz como si tuviera que viajar a través de cien cielos; así que después de la suplicante invocación, su alma perdió su fuerza. Cayó de rodillas, su cabeza estremecida se inclinó hacia la tierra y los mechones de su cabello cayeron sobre su cuerpo tembloroso como hilos de agua negra. Así que Raquel se arrodilló, vivió y esperó la respuesta de Dios.

Pero Dios guardó silencio. Y nada es más terrible en la tierra y en los cielos y en las nubes que flotan entre ellos que el silencio de Dios. Si Dios está en silencio, entonces el tiempo termina y la luz pasa, entonces el día ya no está separado de la noche y en todos los mundos solo existe el vacío del comienzo. Todo lo que se mueve deja de moverse, lo que fluye se detiene en el río, lo que florece ya no puede florecer, el mar ya no puede fluir sin su palabra interior. Pero ningún oído terrenal puede soportar el rugir de esta quietud, ningún corazón terrenal puede soportar la presión de este vacío, en el cual solo está Dios y él mismo no es el Dios viviente mientras guarda silencio, la vida de toda vida.

Y tampoco Raquel, tampoco ella, la más paciente, podía soportar este silencio interminable de Dios ante sus gritos de angustia. Una vez más levantó los ojos hacia el invisible, una vez más cayó sobre sus manos maternales, y el pedernal de la ira arrojó de su boca palabras rojas como chispas:

—¿No me escuchaste, Omnipresente, no me entendiste, Omnisciente, o aún tengo que interpretarte mi palabra, yo, tu criada ignorante? Así que entiende, terco, que yo también me puse celosa porque Jacob se derramó sobre mi hermana, tal como tú ahora estás celoso porque mis hijos quemaron incienso a otros dioses en tu lugar. Pero, aun así, yo, mujer débil, contuve mi ira, me apiadé por amor a ti, a quien entendí misericordioso; me compadecí de Lea, y Jacob se compadeció de mí; fíjate, ¡oh, Dios!: todos nosotros que somos solo humanos, pobres y efímeros, vencimos al mal de la envidia, pero tú, tú Omnipotente, que todo lo creas y todo lo extingues, tú, que eres el principio y la abundancia de todos los seres, tú, que creaste todo el mar, del que solo tenemos gotas, ¿no quieres apiadarte? Ya lo sé, mis hijos son un pueblo obstinado, y siempre se rebelan contra tu santo yugo; pero, aun así, si eres Dios y Señor de toda abundancia, ¿no debe pesar tu magnanimidad más que su arrogancia y tu misericordia más que sus faltas? Pues no puede ser que un hombre debiera avergonzarse en presencia de tus ángeles y que estos dijeran: hubo una vez una mujer en la tierra, una mujer débil y mortal, llamada Raquel, que dominó su enojo. Pero él, Dios, el Señor de todos y del universo, él servía a su ira como si fuera un siervo. No, Dios, eso no puede ser, porque entonces tu misericordia no sería infinita, entonces tú mismo no serías infinito, entonces no serías Dios. Entonces no serías el Dios que yo creé de mis lágrimas y cuya voz me llamó en el grito angustioso de mi hermana; entonces serías un Dios extranjero, un Dios de la ira, un Dios del castigo, un Dios vengativo, y yo, Raquel, yo, que solo ama a los que aman y que solo servía a los misericordiosos, yo, Raquel, ¡te rechazo en presencia de tus ángeles! Que estos, que tus elegidos y profetas se humillen, he aquí que yo, Raquel, la madre, no me humillo, me yergo y me sitúo en medio de ti, me interpongo entre ti y tu palabra. Porque quiero juzgarte antes de que tú juzgues a mis hijos, y por eso te acuso: tu palabra, ¡oh Dios!, contradice tu naturaleza, y tu boca iracunda niega tu verdadero corazón. ¡Decide, pues, Dios, entre tú y tu palabra! Si en verdad eres tú el airado que proclamas, entonces arrójame a las tinieblas con mis hijos, porque no quiero mirar tu rostro como el de un dios de la ira, y la furia de tus celos me repele. Pero si eres el misericordioso a quien he amado desde el principio y cuyas enseñanzas he vivido, entonces déjame reconocerte al fin, luego mírame a la cara con el resplandor de tu dulzura y salva a los hijos, perdona a la ciudad santa.

Después de que Raquel hubiese lanzado así la espada de su palabra al cielo, su fuerza se quebró nuevamente. Cayó de rodillas, con la cabeza inclinada hacia atrás en anticipación de la palabra de arriba, y sus párpados estaban cerrados como los de una mujer muerta.

Los padres y los profetas, sin embargo, se apartaron, temerosos, de Raquel, pues temían que un rayo cayera sobre la mujer impía que discutía con Dios. Fijaron sus miradas en el cielo. Pero ninguna señal les llegó.

Los ángeles, sin embargo, que escondían su cabeza bajo el ala ante las sombrías cejas de Dios y miraban temblando a la mujer atrevida que negaba la omnipotencia de su Señor, vieron que de pronto una luz emanaba del rostro de Raquel y que su frente resplandecía. Como si fuera desde el interior, la piel de su cuerpo comenzó a irradiar, y las lágrimas en sus mejillas, las maternales, brillaron encarnadas como el rocío de la mañana. Los ángeles reconocieron que Dios, con todo el aliento de su amor, miraba a Raquel a la cara. Y sabían que Dios amaba más a la negadora de su palabra por su fe inconmensurable y por su impaciencia que a los siervos devotos de su palabra por su servidumbre. Entonces se desvanecieron los temores de los ángeles, levantaron confiados los ojos, y he aquí que de nuevo había luz y gloria en torno a la presencia de Dios, y el azul bendito de su sonrisa brilló infinitamente en los espacios. Entonces los querubines susurraron con alas tintineantes, y el viento se levantó con sus pies argénteos tras sus alas, de modo que un sonido coral manó en la blanca carpa celestial. El resplandor en el rostro de Dios creció hasta un esplendor infinito, hasta que los firmamentos ya no podían soportar tanta plenitud y comenzaron a fluir con el rugido de la luz. Y las voces de los ángeles y las voces de los muertos y de todos aquellos a quienes Dios aún no había llamado a la tierra resonaron en santa armonía, hasta que todo se convirtió en un bendito hálito y en un gran canto. Ahora bien, los hombres de allá abajo, ajenos siempre al consejo de los seres celestiales, aún no sospechaban lo que sucedía sobre sus cabezas. Vestidos con sudarios, inclinaron sus frentes hacia la tierra oscurecida. De repente, uno tras otro sintió como si un suave susurro se elevara sobre ellos, semejante a un viento de marzo. Miraron hacia arriba con incertidumbre y asombro. Porque a través del muro hendido de la bóveda de repente se elevó, en todo su esplendor, un arco iris, y llevó en los siete colores de la luz sus lágrimas hacia Raquel, la madre.

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1 Publicada por primera vez en 1927, en el número de marzo de la Neuen Rundschau.