Libro de las canciones - Heinrich Heine - E-Book

Libro de las canciones E-Book

Heinrich Heine

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Beschreibung

El Libro de las canciones (1827) pertenece a la producción temprana del gran poeta Heinrich Heine y forma parte de la llamada etapa alemana de su vida artística, definitivamente ligada a la tradición popular romántica. Considerado como uno de los grandes poetas de la literatura germana, de elevado lirismo, sus versos pusieron letra a numerosos lieder románticos.

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Akal / Básica de bolsillo / Clásicos de la literatura alemana / 314

Heinrich Heine

Libro de las canciones

Traducción: Sabine Ribka en colaboración con Francisco López Martín

En 1826 Heinrich Heine abandonó su gris existencia co­mo comerciante para comenzar una vida literaria de la mano de su editor, Julius Campe. Ya sus primeros libros alcanzaron un gran éxito, especialmente su poesía, y en concreto El libro de las canciones, que se publicó en 1827, y del que se realizaron trece reediciones en vida del autor. Por la influencia que ejerció más allá del ámbito literario, y por el número de adaptaciones musicales que hicieron de sus poemas casi todos los compositores románticos, desde Schubert hasta Hugo Wolf, ya solo este libro bastaría para otorgar a Heine un lugar en la historia de la música.

Considerado el último poeta del Romanticismo, la obra lírica de Heine conjura el mundo romántico –y todas las figuras e imágenes de su repertorio– para terminar superándolo. Después de escribir dichas canciones y baladas, Heine se convirtió en un maestro de la sátira política y social, un fustigador mordaz e implacable de las lacras de su tiempo.

Sabine Ribka es licenciada en Ciencias Políticas y de la Administración en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Entre sus trabajos como traductora destaca la antología de la Narrativa de Heine, publicada por ediciones Akal en esta misma colección.

Francisco López Martín es licenciado en Filosofía por la Universitat de València. Es traductor profesional de inglés, francés, italiano y catalán desde el año 2000, con más de sesenta traducciones publicadas en diversas editoriales. Entre sus últimas traducciones para Akal figura Gustav Mahler, el gran estudio sobre el músico austríaco elaborado por Henri-Louis de La Grange.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Das Buch der Lieder

© Ediciones Akal, S. A., 2015

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4250-1

Nota de los traductores

En la presente traducción del Libro de las canciones nos ha parecido adecuado adaptar los metros y rimas del original a los propios de la tradición poética en lengua española. Así, el lector en español se halla en una posición hasta cierto punto similar a la del alemán, lo que le permite apreciar también la música que irradian los versos de Heine y que, en nuestro sentir, importan tanto como el contenido. A pesar de que hemos tratado el original con la máxima escrupulosidad, no siempre hemos logrado librarnos en la traducción de ciertas tiranteces rítmicas o léxicas, como tampoco hemos conseguido eludir en algunos casos la necesidad de introducir pequeñas –por no decir minúsculas– supresiones y adiciones. Con todo, seguimos creyendo que esta opción ha sido la mejor –si no la única forma– de rendir a esta obra los honores que merece.

Prólogo

No puedo enviar al público allende el Rin esta nueva edición del Libro de las canciones sin acompañarlo con mis saludos cordiales, escritos en la más sincera prosa. No sé qué sentimiento extraño me impide verter en bellas rimas semejantes prólogos, tal como se suele hacer en los poemarios. Desde hace algún tiempo siento cierta aversión a todo discurso versificado y, según he oído, en algunos coetáneos se ha despertado una aversión pareja. Creo que se han vertido demasiadas mentiras en versos hermosos y que la verdad teme aparecer en vestiduras métricas.

Entrego a los lectores esta nueva edición del libro con cierto azoramiento. Hice de tripas corazón y vacilé casi un año entero antes de decidirme a repasarla someramente. Al verla, se despertó todo aquel malestar que, diez años atrás, me había oprimido el pecho con motivo de su primera publicación. Sólo el poeta o el poetastro que ve impresos sus primeros poemas puede comprender esta sensación. ¡Los primeros poemas! Han de escribirse en hojas sencillas y desvaídas; acá y allá debe haber flores marchitas, un rizo rubio o un lazo descolorido y, en alguna parte, la huella visible de una lágrima… Pero los primeros versos estampados, impresos en un negro estridente sobre un papel terriblemente terso, han perdido su dulcísimo encanto virgíneo y producen un tremendo disgusto en el autor.

Sí, han transcurrido diez años desde la primera publicación de estos poemas y, como entonces, los presento en orden cronológico: de nuevo van en cabeza las canciones que compuse en los años mozos, cuando los primeros besos de la musa alemana me enardecieron el alma. ¡Ay! Desde entonces, los besos de la buena muchacha han perdido gran parte de su fervor y lozanía. En una relación de tantos años, ¡por fuerza ha de desvanecerse poco a poco la pasión de la luna de miel! Con todo, a veces la ternura se hacía más cordial, sobre todo en los malos momentos. ¡La musa alemana me brindaba entonces todo su amor y toda su fidelidad! Me consoló en los tormentos patrios, me acompañó al exilio, me regocijó en las malas horas de desaliento. ¡La musa alemana, la buena muchacha…! Nunca me dejó en la estacada y hasta supo ayudarme en los apuros económicos.

Al igual que no he cambiado el orden cronológico, tampoco he modificado los poemas mismos. Sólo de vez en cuando he mejorado algunos versos de la primera parte. Por razones de espacio he suprimido las dedicatorias de la primera edición. Sin embargo, no puedo por menos de mencionar que el Intermezzo lírico forma parte de un libro titulado Tragedias, publicado en 1823 y dedicado a mi tío Salomon Heine. Mediante aquella dedicatoria quise manifestar el gran respeto que guardo a ese hombre magnánimo y mi gratitud por el cariño que a la sazón me profesaba. El regreso, que se publicó por vez primera en los Cuadros de viaje, lo dediqué a Friederike Varnhagen de Else, que en paz descanse. Puedo decir con orgullo que fui el primero en homenajear públicamente a esa gran mujer. August Varnhagen realizó una noble acción cuando no hizo caso de consideraciones mezquinas y publicó aquellas cartas en las que Rahel revelaba toda su personalidad. Aquel libro apareció en el momento idóneo, precisamente cuando mejor pudo obrar, confortar y consolar. Apareció justo en un momento falto de consuelo. Era como si Rahel supiera qué misión póstuma le estaba destinada. Es verdad que ella creía que llegarían tiempos mejores y esperaba, pero cuando la espera se hizo interminable, meneó con impaciencia la cabeza, miró a Varnhagen y murió…, ¡para resucitar con tanta mayor rapidez! Ella me recuerda la leyenda de aquella otra Raquel que se alzó de su tumba y lloró junto al camino cuando sus hijos se dirigieron al cautiverio.

No puedo pensar sin melancolía en la deliciosa amiga que siempre me dedicaba un interés incansable y que, a menudo, temía por mí en la época de mis travesuras juveniles, cuando la llama de la verdad, antes de iluminarme, me enardecía.

¡Aquella época pasó! Ahora me hallo más iluminado que enardecido. Sin embargo, tamaño esclarecimiento siempre llega tarde para los hombres. Ahora veo a la más clara luz las piedras con las que tropecé. ¡Cuán fácil me hubiera sido evitarlas sin apartarme por ello del buen camino! Ahora sé también que en el mundo es posible dedicarse a todo, siempre y cuando nos pongamos los guantes apropiados para ello. Además, sólo debemos hacer lo que está a nuestro alcance y para lo que tengamos la mayor gracia, tanto en la vida como en el arte. ¡Ay! Entre los errores más desafortunados de los hombres figura el pueril menosprecio del valor de los dones que la naturaleza les regala, mientras que cree valiosísimos los bienes más alejados de su alcance. Toma por tesoro la piedra preciosa incrustada en las entrañas de la tierra o la perla oculta en los abismos del mar; si la naturaleza se las pusiera ante los pies, las despreciaría. Nuestros méritos nos son indiferentes; tratamos de engañarnos sobre nuestros defectos hasta acabar por considerarlos méritos. Cuando un día, después de un concierto de Paganini, colmé a este maestro de los más apasionados elogios por su concierto de violín, me interrumpió con las palabras: «Pero, ¿qué le han parecido a usted mis cumplidos y mis reverencias de hoy?».

Entrego al público el Libro de las canciones con modestia y pidiendo benevolencia. Tal vez mis escritos políticos, teológicos y filosóficos recompensen los defectos de estos poemas.

Con todo, he de mencionar que tanto mis poemas como esos escritos han brotado de una única idea, de modo que no se puede condenar uno sin privar a los demás de aplauso. Además, me permito observar que el rumor según el cual aquella idea ha sufrido una seria transformación en mi alma se basa en noticias que debo desdeñar y lamentar a un tiempo. Sólo ciertos espíritus estrechos de miras han podido tomar la moderación de mi discurso y hasta mi silencio forzado por una renuncia a mis convicciones. Han malinterpretado mi comedimiento, lo cual es tanto más cruel cuanto que yo nunca he malinterpretado su rabia descomedida. A lo sumo se me puede acusar de cansancio. Pero tengo derecho a estar cansado… Además, quiera yo o no, tengo que acatar la ley del tiempo…

«Por muy hermoso que fulgure el sol,

al fin y al cabo, ha de declinar.»

La melodía de estos versos me está zumbando en la cabeza durante toda la mañana y tal vez reverbere en todo cuanto acabo de escribir. En una obra de Raimund, el admirable comediógrafo, se presentan la juventud y la vejez como personas alegóricas y la canción que modula la juventud cuando se despide del héroe comienza con los citados versos. Muchos años atrás vi esa obra en Múnich. Creo que se titula «El campesino como millonario». En cuanto la juventud hace mutis, la persona del héroe, que se queda solo en el escenario, sufre una extraña transformación. Poco a poco su melena castaña va encaneciéndose hasta llegar a ser blanca como la nieve; su espalda se encorva y flaquean sus piernas. La intrepidez de otrora da paso a una blandura lacrimosa… Aparece la vejez.

¿Se está acercando esta figura invernal también al autor de estas páginas? ¿Has observado ya, caro lector, semejante cambio en un escritor que siempre se ha movido con aire juvenil, demasiado casi, en la literatura? Un escritor que va envejeciéndose ante nuestros ojos, ante la vista del público entero, ofrece un triste espectáculo. Lo hemos presenciado, no en caso de Goethe, el eterno joven, pero sí en el de August Wilhelm von Schlegel, el fatuo entrado en años; lo hemos presenciado, no en el caso de Adalbert Chamisso que, año tras año se rejuvenece y se vuelve más floreciente, pero sí en el de Ludwig Tieck, el Strohmian romántico de antaño, convertido ahora, en un anciano y roñoso Muntsche. ¡Ay, dioses! No os pido que me dejéis la juventud, pero sí sus virtudes, el rencor desinteresado, la lágrima abnegada. ¡No permitid que me vuelva un vejestorio refunfuñón que regaña, envidioso, a los espíritus más jóvenes o un abatido llorón que no para de berrear por los buenos tiempos de otrora…! ¡Dejad que yo sea un anciano que ame la juventud y que, pese a su senilidad, participe en sus juegos y peligros! ¡Que me tiemble y se me entrecorte la voz, con tal de que el sentido de mi palabra permanezca animoso y fresco!

Ayer, la hermosa amiga sonrió de un modo muy extraño, entre compasiva y maliciosa, cuando sus rosados dedos me alisaron los rizos… ¿No es cierto que has encontrado algunas canas en mi cabeza?

«Por muy hermoso que fulgure el sol,

al fin y al cabo, ha de declinar.»

Escrito en París en la primavera de 1837.

Heinrich Heine

Prólogo a la tercera edición

Despide su fragancia el tilo en flor;

la luna el corazón me está hechizando

con su maravilloso resplandor.

Sigo adelante y mientras me abro paso,

resuenan melodías en el cielo;

un ruiseñor en lo alto está cantando:

canta de amor y amante sufrimiento.

Canta de amor y amante sufrimiento,

de regocijo y lágrimas vertidas;

ríe tan triste y llora tan godesco,

que sueños olvidados resucitan…

Seguí adelante y mientras caminaba,

encontré, de repente, un gran castillo

que en un claro del bosque se elevaba.

Hasta lo alto se alzaba el frontispicio.

Las ventanas estaban atrancadas

y por doquier reinaba calma y luto;

era cual si la muerte se alojara,

muda, en aquellos despoblados muros.

Una esfinge yacía ante la puerta;

híbrido que al terror unía el goce:

eran de una mujer pecho y cabeza,

garras y cuerpo propios de leones.

¡Qué mujer tan hermosa! Reflejaron

sus blancos ojos férvido deseo;

sus mudos labios, rientes y arqueados,

entrega silenciosa prometieron.

El ruiseñor cantó tan delicioso,

que resistirme más yo no podía;

cuando besé el resplandeciente rostro,

la suerte mía estaba decidida.

La escultura de mármol se animó;

a jadear se puso aquella piedra;

el fuego de mis besos apuró,

ávida de placeres y sedienta.

Tanto bebió, que casi sin aliento

me quedé y, finalmente embriagada

de tanto goce, me abrazó y mi cuerpo

entero lacerose entre sus garras.

¡Dulce tormento, delicioso llanto!

¡Indecible el dolor, como la dicha!

Me embelesaba el beso de sus labios

mientras sus zarpas daño me infligían.

«¡Oh, bella esfinge –gorjeó el ave–.

Oh, amor! Dime, ¿qué sentido tiene

que mezcles con la muerte y sus pesares

la inefable fruición que nos ofreces?

»Revela, hermosa esfinge, este secreto.

¡Oh, desentraña el prodigioso arcano!

He cavilado sobre tu misterio

miles de años sin dilucidarlo».

También habría podido decir todo esto en prosa elegante… pero, cuando, con motivo de una nueva edición, se vuelve a leer los antiguos versos para darles el último retoque, de improviso se reaviva la costumbre sonora de la rima y del ritmo y… ¡mirad! Con versos encabezo la tercera edición del Libro de las canciones. ¡Oh, Febo Apolo! Me perdonarás de buen grado, si estos versos son malos… pues eres un dios omnisciente y sabes muy bien por qué no he podido dedicarme preferentemente al metro y la consonancia de las palabras. Sabes por qué, de pronto, la llama que antes deleitaba al mundo con brillantes fuegos artificiales había de emplearse para incendios mucho más graves… Sabes por qué ahora ella me consume con mudo ardor el corazón… Me comprendes, grandioso y bello dios, tú que de cuando en cuando cambiaste también la cítara de oro por el recio arco y las flechas letales… ¿Recuerdas aún a aquel Marsias a quien desollaste vivo? Ocurrió ya hace mucho tiempo, pero otra vez sería necesario un ejemplo semejante… ¿Sonríes, oh, padre eterno mío?

Escrito en París, el 20 de febrero de 1839.

Heinrich Heine

Prólogo a la quinta edición

Por desgracia, no pude dedicar especial cuidado a la cuarta edición de este libro que se imprimió sin previo repaso. Afortunadamente, en la quinta edición no se ha repetido tamaño descuido, ya que, al encontrarme por casualidad en el lugar de la impresión, pude yo mismo hacer la corrección. Aquí, en este lugar, en la casa Hoffmann y Campe en Hamburgo, he publicado al mismo tiempo una antología de poemas con el título Nuevaspoesías, que puede considerarse la segunda parte del Librodelascanciones.

Mis más risueños saludos de despedida a los amigos en la patria.

Escrito en Hamburgo, el 21 de agosto de 1844.

Heinrich Heine

Sufrimientos jóvenes

(1817-1821)

Visiones de ensueño

I

Con ardientes amores soñé un día,

con bellos rizos, mirtos y resedas,

con dulces labios y palabras fieras,

con tristes cantos, tristes melodías.

Tiempo ha se esfumaron las quimeras,

se disipó mi sueño más querido

y restó sólo aquello que, encendido,

un día modulé en rimas ligeras.

Sólo quedaste tú, huérfano canto,

desaparece ahora en pos del sueño

perdido antaño y mi suspiro, al verlo,

transmítele, como su sombra ingrávido.

II

Un sueño tuve: extraño y pavoroso

espanto y alegría me inspiró.

Aún recuerdo la hórrida visión

y el corazón me late impetuoso.

Estaba paseándome, festivo,

por un jardín colmado de primores;

me saludaban muchas bellas flores

y no cabía en mí de regocijo.

Las avecillas todas dedicaban

gozosas melodías al amor;

entre el fulgor dorado, el rojo sol

todos los pétalos coloreaba.

Las balsámicas hierbas su perfume

vertían en el dulce y suave viento.

Todo resplandecía, placentero,

y me mostraba, cálido, su lustre.

Alzábase en aquel florido campo

una fuente de mármol de aguas límpidas;

en ella, una joven exquisita

con esmero limpiaba un paño blanco.

Ojitos tiernos, dulces mejillitas:

la viva imagen de una rubia santa;

extraña resultaba aquella estampa

y al mismo tiempo harto conocida.

Con premura lavaba la doncella,

canturreando versos peregrinos:

«Corre, corre, torrente cristalino,

y déjame sin mácula la tela».

Entonces me acerqué a la bella moza

y le dije al oído con voz suave:

«Respóndeme, doncella formidable,

¿para quién lavas esta blanca ropa?».

«¡Estate listo! –rauda contestó–.

Para ti esta mortaja estoy lavando.»

Dichas estas palabras, de inmediato

la imagen cual espuma se esfumó.

Por artes hechiceras transportados,

me encontré en una selva tenebrosa;

el cielo no dejaban ver las copas

y empecé a cavilar, maravillado.

Hiriéronme el oído raros sones

cual del destral lejano el golpe seco;

corrí entre matas y por campo yermo

y al final descubrí un claro en el bosque.

En medio del verdor de la arboleda

un gigantesco roble se elevaba.

¡Vaya sorpresa! El leño con un hacha

hendía la enigmática doncella.

Una extraña canción canturreaba

mientras blandía el arma contra el árbol:

«Acero reluciente y acendrado,

corta deprisa y lábrame una caja».

Entonces me acerqué a la bella joven

y le dije al oído con voz suave:

«Respóndeme, doncella formidable,

¿para quién labras esta arca de roble?».

«¡Breve es la vida! –rauda contestó–.

Para ti el ataúd estoy labrando.»

Dichas estas palabras, de inmediato

la imagen cual espuma se esfumó.

Alrededor de mí tan sólo había

un blanco erial sin árboles ni plantas;

yo no sabía lo que me pasaba;

se estremeció de miedo el alma mía.

A la ventura caminando estaba

cuando de pronto vi un brillo blanco;