Limones - Valerie Fritsch - E-Book

Limones E-Book

Valerie Fritsch

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Beschreibung

La lúgubre atmósfera de un pueblo de montaña, cualquier lugar en Centroeuropa, y un tiempo indefinido del que la autora apenas deja entrever alguna coordenada, son los coprotagonistas de esta historia en la que amor y crueldad se atan firme y faltamente. Limones es una novela llena de giros inesperados, plasmada con una plasticidad y minucia capaces de iluminar hasta los rincones más oscuros del ser humano y su inconsciente. La crítica alemana ha comparado las páginas de Valerie Fritsch con una pintura de El Bosco y también, con los cuentos infantiles de apariencia dulce y trasfondo terrorífico que escribieron los hermanos Grimm, género este, el del cuento infantil, que la autora revela como uno de sus referentes más visitados.

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Seitenzahl: 253

Veröffentlichungsjahr: 2025

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lIMONES

Valerie Fritsch

Traducción José Aníbal Campos

Colección ¿qué noscontamos hoy?novela

Título:

Limones

De esta edición:

© De Conatus Publicaciones S.L.

Casado del Alisal, 10

28014 Madrid

www.deconatus.com

Copyright © 2024, Suhrkamp Verlag GmbH, Berlin

Título de la edición original: Zitronen

© De la traducción: José Aníbal Campos

Este libro ha recibido ayuda a la traducción de Bundesministerium Wohnen, Kunst, Kultur, Medien und Sport.

Primera edición digital: octubre 2025

Diseño de colección y cubierta: Álvaro Reyero Pita

ISBN epub: 978-84-10182-23-3

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

[email protected]

I

Era un lugar fresco y verde. Olía siempre a lluvia, aunque solía llover poco. Cuando la primavera llegaba a los valles, el mundo magro y consumido del invierno se henchía y volvía otra vez habitable, pero una mirada hacia lo alto, a los picos de los montes, te hacía sentir frío incluso en verano. Los gatos cazaban en los prados, se echaban sobre la crecida hierba a la espera de los ratones, como una bella efigie de la muerte tumbada a la luz del sol. El pueblo era tan pequeño que, si mirabas alrededor, no era fácil determinar si todos conocían a todos o si nadie conocía a nadie, ni siquiera a quienes vivían bajo el mismo techo. Los viejos aconsejaban a los niños que saludaran en la calle a cualquier hombre, pues nunca se sabía cuál de ellos podía ser su padre. Cada puerta que se cerraba con prisa ocultaba detrás una historia. Una de ellas era la de una familia que llevaba años esperando el regreso de una niña desaparecida y que se estremecía cada vez que por la calle pasaba una pequeña desconocida vistiendo un trajecito azul. Detrás de otra se escondía la historia de un hombre que vivía en el sótano de las herramientas desde que su mujer había metido al amante en casa. Había viviendas con las ventanas siempre cerradas que sólo se abrían cuando alguien moría, para que el alma del difunto pudiera escapar. A los vecinos del pueblo les bastaba echar una ojeada desde la calle para saber cuándo la muerte entraba o salía de esas habitaciones. La ventana abierta de par en par era la última señal, el indicio para que las mujeres echaran mano de la sal y el azúcar y se pusieran a hornear a toda prisa para dejar en el rellano de la escalera una tarta caliente como testimonio de sus condolencias.

Los Drach vivían al borde del pueblo, lo suficientemente apartados como para no ver a nadie. Sin embargo, bastaba con doblar la esquina adecuada para poner un pie en el umbral de algún vecino. La casa que Lilly Drach había heredado tras la prematura muerte de sus padres era de una belleza particular, pero estaba inacabada y sucia, ya que carecían de los recursos necesarios para repararla o hacer reformas. El dinero era tan escaso que preferían no mencionarlo, porque todos empezaban a gritarse en cuanto salía el tema en cualquier conversación. Bien mirado, la casa estaba algo ladeada, torcida a causa del viento, como si se hubiese doblado unos centímetros, como un árbol inclinado tras el paso de una gran tormenta que nunca ha encontrado el modo de recobrar su posición vertical. Con su porche de madera y su escalera de filigrana, recordaba una casa de muñecas de aspecto demasiado refinado para lo inhóspito del lugar y del pueblo. En verano, junto a la entrada, se abría, como una flor, una gran sombrilla, la misma que, en invierno, dormía enjuta y enrollada en sí misma, como un centinela al pie de los peldaños.

Nada más cruzar la puerta, se notaba el olor a tela vieja, perfume y polvo. El suelo de tablones sólo crujía bajo determinados pasos. Era como caminar sobre un enigmático piano, con las tablas como teclas de madera, unas teclas que a veces sonaban y otras callaban cuando August corría descalzo por las habitaciones con tal brío que a menudo se le clavaban astillas en las plantas de los pies y su madre tenía que extirpárselas con la ayuda de una aguja de coser y las gafas en la punta de la nariz. La casa era un gabinete de curiosidades, pero sin tesoros, un recinto repleto de trastos con los que su padre comerciaba con más pena que gloria. Los fines de semana viajaba a los mercadillos, llenaba la furgoneta y regresaba con la misma cantidad de trastos, a veces incluso con más, ya que en ocasiones descubría algo que le hacía creer en la posibilidad de venderlo más caro en otro sitio.

La casa estaba tan abarrotada, que apenas había sitio para sus habitantes. Hasta el último rincón estaba repleto de piezas de mercadillos, hallazgos curiosos y objetos heredados de los que nadie había conseguido deshacerse. Ciertos muebles eran como fantasmas que te abrían la mirada hacia un mundo desaparecido: el grueso y mullido sillón en cuyos brazos gastados uno veía involuntariamente los pesados antebrazos de su anterior propietaria; el florido mantel de hule en la mesa de la cocina con el agujero de una quemadura, a través del cual podías meter el dedo meñique e imaginar el calor del cigarrillo encendido. En torno a la larga mesa había siete sillas, todas distintas, como si cada persona necesitara la suya, un puesto a su medida, y en las paredes, colgados de unos pequeños clavos, se veían las fluorescentes carátulas de varios discos. En una jaula situada junto a la ventana, unos canarios color caramelo se contemplaban con las cabezas ladeadas en unos pequeños espejos colgantes, y hasta su madre, cuando daba de comer a los pájaros, solía examinar el carmín de sus labios en el diminuto reflejo. Detrás, las imponentes cruces de las ventanas recordaban a August el expansivo gesto del cura durante el sermón dominical —la señal de la cruz en nombre del Padre, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha—, eran como una perenne bendición del paisaje. Dividían la vista en secciones: el cielo, el huerto de manzanos partido en varios rectángulos en los que se superponían el adentro y el afuera, y cualquiera que se asomara podía ver el prado a través de las huellas dactilares marcadas en los cristales.

Por todas partes había pequeñas curiosidades por descubrir, cosas que te hacían poner los ojos como platos, en cada rincón se ocultaba algo inencontrable en las demás casas. A August le gustaba estudiar las imágenes colgadas en la pared de la cocina: adustos retratos de familia con niños dispuestos según su estatura y al fondo unas mujeres translúcidas y de rostros borrosos, como suspendidas del techo o un niño pequeño de pie sobre una mesa, como un candelabro, rodeado por la imagen difuminada de unos hermanos y hermanas salidos del reino de los muertos. Detrás de una pareja de expresión seria, un uniforme parecía llegar del más allá. Eran fotografías de espíritus del siglo pasado, hallazgos de mercadillo que habían viajado durante décadas a través del Atlántico, imágenes desaparecidas en un continente y reaparecidas luego en otro, dentro de cajas repletas y esmaltadas ollas rebosantes. Imágenes de un tiempo en el que todavía se creía que los aparatos de foto captaban también los objetos ocultos para el ojo humano. Aunque la fotografía de fantasmas era considerada una ciencia incierta, y aunque la prensa espiritista especializada nunca se puso de acuerdo sobre si los fantasmas podían o no fotografiarse, el descubrimiento de los rayos X, capaces de desnudar a un ser humano hasta los huesos, reforzó la idea de que la tecnología más avanzada dejaba a la vista ciertos mundos invisibles. Surgió así una extraña industria iconográfica para gente crédula, una industria cuyos retratos de estudio, a precios escandalosos, empezaron a mostrar, además del propio rostro, otras figuras flotantes, sábanas en movimiento, borrosos maniquíes de sastre y rostros fugaces, todo con una fiabilidad que a nadie se le ocurriría atribuir a un fantasma. Eran pequeñas resurrecciones, invocaciones gráficas que traían a los difuntos de vuelta al seno familiar, el resultado de maniobras orquestadas por fotógrafos que actuaban como médiums y los devolvían a la realidad. El luto gigantesco que significó la guerra, tras la cual todos tuvieron a alguien a quien llorar, alimentó el fervor de ese negocio, ya que a menudo los familiares de soldados caídos deseaban entrar en contacto con ellos por última vez, despedirse y tener una imagen que enmarcar con una orla negra. Los fotógrafos de fantasmas venían a satisfacer ese deseo gracias a la técnica de la doble exposición y a los rostros recogidos antes en placas de vidrio. En ocasiones, mientras los retratados debían contener el aliento y permanecer inmóviles, algún asistente se introducía en el encuadre y quedaba en el producto terminado como una enigmática sombra llegada de otro mundo. No pocos de esos profesionales que hicieron negocio con la añoranza de lo perdido fueron más tarde acusados de estafa, pero lo cierto es que aquella puesta en escena de fantasmas, esa artesanía con el material de lo invisible, no estaba exenta de cierta ternura.

Durante mucho tiempo August Drach creyó que los retratos de la cocina formaban parte de una galería de antepasados y dio por obvio su parentesco con todos esos fantasmas. Cuando un buen día Lilly Drach le explicó que los personajes de las fotos no eran ancestros unidos a ellos por hilos familiares, sino generaciones de espíritus ajenos, August se sintió engañado. Les había tomado cariño, había inventado historias para cada uno de ellos y se había visto a sí mismo como consecuencia directa de esas historias. Para él formaban parte de su familia. El apego era tan grande porque no conocía a ningún pariente vivo, sólo el hermano de su madre venía una vez al año a visitar el jardín. Con esos falsos presupuestos, August se había construido una identidad en la pared de la cocina, viéndose a sí mismo como descendiente del hombre del bigote, nieto de la mujer ingrávida, vástago de esas figuras amarillentas, flotantes y transparentes, gente con la que había creído estar relacionado, pero que eran sólo unos extraños sin nombre.

Año tras año, cuando llegaba el otoño y los frutos pendían rojos y amarillos de los manzanos de la huerta, August y sus amigos echaban a correr a través de los prados, tropezando y cayendo sobre la hierba. Luego se levantaban, se detenían bajo las pesadas y quebradizas ramas y se turnaban intentando derribar de sus cabezas, protegidas con un viejo casco de motociclista, algún fruto de las variedades Príncipe o Cardenal. Cuando eran niños, empezaron disparándose con arcos y flechas, más tarde lo hicieron con las primeras escopetas de aire comprimido y, luego, con alguna pistola que la oscuridad de un desván había dejado a la vista. Si se miraban a los ojos, veían diversas formas de excitación y respeto: mientras unos temían más a la vergüenza de no acertar a la manzana, a otros los estremecía la idea de alcanzar al amigo que estaba debajo, y sólo los que en cada momento estaban en el punto de mira contenían la respiración. Si un día no encontraban voluntario, disparaban a los frutos que aún quedaban en los árboles, buscaban en el batiburrillo de la huerta un ejemplar especialmente bonito, le disparaban echando la cabeza hacia atrás, trepaban hasta lo alto y se sentaban en las ramas, dobladas bajo su peso, a examinar el agujero hecho por el disparo o a sacar con los dedos el proyectil de la blanda pulpa.

August Drach era siempre el último en disparar, lo hacía rápido y sin pestañear, como si ya supiera entonces que la vida suele perdonar las esperas, pero no los titubeos. Y aunque conocía por sus nombres todas las variedades de manzana, no les daba la menor importancia, jamás las comía, sólo las recogía para jugar a Guillermo Tell o cuando su madre se lo ordenaba.

Aquel manzanal era el amor y el odio de su madre, había años en que ni siquiera se dignaba a mirarlo, pero luego, al año siguiente, se esforzaba doblemente para reparar las devastaciones y destrozos de su negligencia. A veces lo cuidaba, aparecía por las mañanas en camisón en medio de los árboles, alzaba los brazos como ramas y dejaba en carne viva sus delicados dedos podando en primavera y pasando el rastrillo en otoño. Sin embargo, luego se sentaba junto a la ventana durante doce meses a ver cómo todo se marchitaba, sin inmutarse por una rama que se rompía, aun cuando el árbol entero se viniese abajo después. Los vecinos espiaban por encima de la valla aquel paraíso imperturbable, lo mismo florecido que marchito, sacaban sus conclusiones y si ella y la huerta estaban bien, murmuraban con la boca pequeña que la madre había tenido un «año de manzanas». En esos «años de manzanas», Lilly Drach solía colocar el aparato de radio en dirección a la ventana abierta y poner música alta mientras ella y los niños recogían los frutos, estirándose hacia lo alto o doblándose hasta el suelo al compás de Golden Streets of Glory, de Dolly Parton. Si quedaba satisfecha con la cosecha, vendía los más bellos ejemplares como fruta de mesa a las tiendas de delicatessen de la ciudad, donde las manzanas aparecían luego envueltas en papel de seda, bien colocadas unas junto a otras en cajas de madera, y entonces el orgullo cubría su cara con un rubor semejante al color de las frutas expuestas. Los niños llevaban las restantes al sótano, donde dormitaban durante todo el invierno en medio del frío, sobre unos tablones cubiertos de papel de periódico, henchidas de una orgánica incandescencia que, en los meses de oscuridad, era visible desde la puerta antes de encender la luz.

Cuando nevaba, Lilly Drach cortaba la clara pulpa de los frutos de color rojo intenso, madurados tardíamente, y preparaba una compota de manzana tan pálida como ella misma. Luego pasaba días sin comer otra cosa. También se la servía a su hijo cuando se sentía indispuesto. Sólo los perros y su padre se negaban a probar la dichosa compota cuando ella, por las noches, les ponía delante un cuenco: un agravio seguro al que no quería renunciar.

Nadie sabía con exactitud qué hacía durante todo el día desde que ya no trabajaba como enfermera. Vivía con extenuación una rutina diaria de aspecto poco extenuante. A menudo se sentaba en la ventana, entre las cortinas. Se envolvía en ellas cuando sentía frío y miraba hacia fuera mientras el televisor permanecía encendido a sus espaldas. Se ponía a juguetear con su cabello, arrojaba por la ventana los mechones que iba perdiendo y que, en contra de la pueril esperanza de que los pájaros construyeran nidos con ellos, sólo quedaban enganchados en las astillas de madera que sobresalían de la puerta del sótano. Dormía cuando se aburría demasiado. Se preguntaba quiénes eran las personas de sus sueños, gente desconocida que le parecía familiar, aunque no recordara haberla visto nunca. Por las tardes, bebía aguardiente de ciruelas caliente, y los domingos, el mismo aguardiente con una capucha de nata encima.

Solía desplegar sobre los pardos azulejos de la vieja mesilla de centro unos grandes puzles muy antiguos, dotados de miles de piezas tan parecidas entre sí, que a veces tardaba horas en encontrar el fragmento adecuado. Enormes imágenes de caballos y cisnes, vistas panorámicas de polvorientos mundos de fábula, descoloridos reinos de días pasados que iban creciendo pieza por pieza. Lilly Drach se emocionaba con cada puzle terminado, pero luego le costaba reunir el valor necesario para desmontarlos y guardarlos de nuevo, como si temiera romper en pedazos un mundo tan íntegro y armado con tanto esfuerzo. A veces, si no estaba ocupada con sus puzles, hacía collages con todo lo que encontraba, pegaba sobre un papel recortes de revistas, hojas caídas de las plantas de la habitación, briznas de hierba que brotaban de las grietas del alféizar. Una noche, mientras August dormía, llegó incluso a cortarle un mechón de cabello castaño para incluirlo en una de sus obras.

Adoraba todo cuanto fuera bello, y encontraba bellas ciertas cosas que a otros le parecían disparatadas. A fin de cuentas, no existía consenso alguno sobre lo que debía ser el Paraíso. «Eres aquello que sueñas», le decía Lilly a August cuando era niño, o incluso más tarde, después de contarle, antes de dormir, alguna historia o algún cuento de hadas: mundos ficticios que a ella la desvelaban, mientras hacían dormir a su hijo. «Quiero ir donde las flores, donde los hombres, quiero ir al mar», exclamaba a veces, como si hablase para sus adentros.

Le resultaba ajena la gente que guardaba la vajilla buena en vitrinas, que la contemplaba año tras año detrás de los cristales como si se tratase de algo lejano y exótico, algo que era preciso cuidar y de lo que había que cuidarse, como si las tazas de porcelana y los vasos de cristal fueran animales en un zoo. Cuando aceptaba la invitación de algún vecino, le asombraba la renuencia de sus anfitriones a sacar los platos más bonitos de la alacena, ver cómo, de mala gana, echaban mano de las piezas de segunda, mientras ella, incluso estando sola en casa, prefería comer con la cuchara de plata deslustrada que había encontrado bajo la almohada en el lecho de muerte de su propia madre. También le parecía bello tener un hijo, aunque eso no la liberara de anhelar otras cosas hermosas, desconocidas y más grandes, el deseo de verse abrumada, sorprendida por algo que no encajara en su jardín delantero, ni en la huerta de manzanos ni en el pueblo, pero que amenazara con volarlo todo por los aires. Cada noche leía puntualmente los horóscopos del día de todas las personas conocidas, creía en los buenos augurios y temía a los malos. En ocasiones, preocupada, agarraba el teléfono en plena madrugada para averiguar si el amor de la vecina estaba pasando realmente por una mala racha o si la salud de su hermano se resentía tanto a causa de los astros como decía el periódico.

La madre de August era una persona peculiar a la que nadie podía tomar a mal sus extravagancias. Deseaba tanto ser especial, que ni siquiera se percataba de que la gente la consideraba sólo un bicho raro. Era creyente, pero, en lugar de acudir a la iglesia, prefería ir a rezar al bosque; antes de arrodillarse ante un crucifijo, decía sus oraciones en el suelo de la cocina, delante de una jarra barriguda llena de agua, a través de la cual se filtraba la luz. Vivía a escondidas entre los pliegues de una biografía insignificante. Ya de niña supo lo que era el destino: perdió a su madre y a un perro al que amaba por encima de todas las cosas, pero nunca perdió la alegría de vivir. Esas pérdidas tempranas hicieron que sus anhelos posteriores fueran más grandes y vehementes. Más tarde llegarían las inevitables decepciones de la vida, amores terminados y otros que ni siquiera llegaron a comenzar, esperanzas cumplidas que nunca trajeron la felicidad para la que se creía tan bien preparada, ideas correctas en momentos inoportunos. Llevaba el cabello con permanente rubia recogido en una especie de torre que se alzaba sobre su cabeza, se sentía anhelante y perdida, cansada del tiempo, con unos labios finos que siempre apretaba en el momento equivocado. Le habían sucedido muchas cosas, no había tenido oportunidad de escoger la vida deseada, pero no se había cerrado en los instantes decisivos aun cuando las cosas no fueran como ella las habría querido, erróneas en muchos de sus detalles, pero no lo suficiente como para llegar a ser una verdadera calamidad. Aunque a veces recordaba una escena de su infancia, cuando, mientras esperaba delante de una heladería, un hombre le cortó las largas trenzas y echó a correr agitando sus cabellos en una de las manos.

Adoraba a ciertas mujeres famosas, quería ser como Dolly Parton o Lady Di. Como la presentadora de las noticias, miraba a lo lejos y a veces también al futuro, pero nunca parecía ver las cosas o las personas que la rodeaban en el presente. Nada era capaz de decepcionarla más que la cruda realidad, y eso le ocurría a sabiendas de que no podía esperar nada todavía no acaecido que realmente llegara a sorprenderla. Ese saber, sin embargo, no la protegía. Era portadora de la tristeza de las personas que acarician grandes planes y que, apenas alzan una mano, ven cómo todo se les deshace entre los dedos, se reduce y fracasa al chocar contra el mundo real. El mundo había tomado a Lilly por sorpresa, ella era una princesa extraviada, eternamente sin corona, alguien a quien la vida había hecho caer y que, tras cada esfuerzo por levantarse, se veía con sorpresa un peldaño más abajo del anterior, del que el viento la había arrojado con un soplo. Cuanto más alto deseaba llegar, tanto más profunda parecía la caída. A veces, mientras fregaba o veía en el televisor los vídeos del entierro de Lady Di, intentando esbozar una sonrisa que nunca le salía, se podía ver cómo se hundía literalmente a cámara lenta en la tierra a través del suelo de la cocina. Nunca se cansaba de ver esa gran muerte repetida en la pantalla, en cuyo honor todos llevaban vestidos y sombreros tan elegantes, y aunque la desgracia había ocurrido años atrás, nunca dejaba de mostrarse emocionada e inconsolable. Si August le preguntaba por qué estaba viendo algo tan trágico, sobre todo a sabiendas de cómo acabaría, ella se limitaba a acariciarle la cabeza con un suspiro, y entonces él pensaba siempre en lo bien que encajaba la mirada de su madre con los millones de rostros tristes que veía en el televisor.

Lilly veía la tele como si en ello le fuera la vida. No hacía nada en casa sin que el televisor estuviera encendido. Sólo hacía lo imprescindible, y no siempre, ya que, según ella, tener la casa demasiado ordenada era una prueba del tedio que aquejaba a sus propietarias, por lo que sólo otorgaba valor a su propio aseo. Olía a perfume día y noche, también a una crema de manos que llevaba siempre consigo. A veces la encontrabas envuelta en una nube de olor a ciruelas y azahar, pero inmersa en todos sus descuidos, entre montones de platos sucios con restos de comida que se secaban hasta desprenderse, con el suelo lleno de residuos de basura que crujían entre los dedos de los pies desnudos y una capa de polvo en las habitaciones poco frecuentadas que yacía como una nieve silenciosa en la que, al echar una ojeada por encima del hombro, veías marcadas las huellas de los propios pies. Los perros vagaban por las estancias de la casa como por una ciudad abandonada. El padre no movía un dedo, pero a menudo levantaba la mano. Miraba primero fijamente el rostro enigmático de su mujer y abría luego la puerta de la habitación de August con un gesto que revelaba costumbre y, en ocasiones, también cierta vacilación, como si lo asaltara una última duda sobre si cruzar o no ese umbral.

Pronto el niño perdió el hábito de los ruegos, los gritos y los lloros, de las contorsiones e intentos por escapar, se convirtió en mudo receptor de la rabia, ignorando si su tarea consistía en endurecerse o quebrarse a la intemperie. Nunca corría lo suficientemente rápido, jamás lograba esconderse tan bien como para no ser encontrado. Nada servía. August se inmovilizaba apenas olfateaba la proximidad de su padre, su aliento con olor a pasta de dientes y alimentos fermentados. Más que temerle, August se avergonzaba de él, se avergonzaba de sí mismo. Consideraba a su padre un ser débil, su brutalidad era torpe e insegura, mientras él se avergonzaba de ser como era,de provocar que aquel hombre insignificante se mostrara de aquel modo, que todo eso lo afectara sólo a él, a August, y a nadie más. También las manos de su padre le parecían falsas, ajenas, como si no pertenecieran a la persona que las portaba, prótesis de una violencia inapropiada, desproporcionada, tan pequeñas que costaba creer que ocultaran una ira tan inmensa. En la vida cotidiana, August examinaba a menudo los dedos de aquellas manos, observaba de qué otras cosas eran capaces, prestaba gran atención al modo cuidadoso en que su padre pasaba las páginas de un libro o se alisaba las cejas frente al espejo del cuarto de baño. Notaba que era vanidoso y, gracias a las innumerables charlas que le había dado sobre el tema, sabía que le habría gustado ser artista, un actor, cualquier otra cosa que no fuera él mismo. Sin embargo, el reflejo que le devolvía a su padre la mirada en el lavabo seguía siendo un enigma para el niño. El papel de su vida era, simplemente, el de un borracho que intentaba parecer sobrio. Durante mucho tiempo August fue demasiado joven como para parecerse a él, a pesar de que su madre dijera a menudo que esperaba verlo algún día convertido en un hombre tan apuesto como su padre, a lo que añadía de inmediato que hasta que eso sucediera continuaría al menos llevando su apellido. En sus oídos, aquello sonaba a profecía, era el mandato a seguir creciendo obediente, enfundado en una identidad preconcebida, en un futuro fijado de antemano, al que por ahora sólo le faltaba el rostro adecuado. Luego se sintió en cierto modo como un Doppelgänger, un gemelo involuntario, y cada vez que alguien en la casa llamaba a uno o a otro, ambos alzaban la cabeza al unísono en sus respectivos sitios.

Aquel padre era un hombre de grandes gestos abocados al vacío, de ideas que se quedaban a medias, con una irascibilidad que podía inflamarse con cualquier torpeza o cualquier malentendido. Había envejecido de mala gana, pero nunca había madurado. Carecía del sentido para las distancias, se acercaba demasiado a las cosas y las personas, las atosigaba sin importarle si eran conocidas o no, les hablaba con insistencia, siempre demasiado inclinado hacia adelante, de manera que sus interlocutores podían oler su aliento amargo. Al conversar, agarraba a los desconocidos por el hombro y a las camareras por la muñeca, reía incluso cuando la otra persona se quedaba como petrificada. A menudo la gente se quedaba tiesa frente a él, como columnas, como estatuas de sal con gestos detenidos en el aire. Pero como era apuesto y siempre tenía a mano un cumplido o una anécdota en la punta de la boca, la gente, en cuanto se sacudía de encima aquella sensación desagradable que nadie sabía muy bien cómo definir, lo perdonaba y le tomaba cariño. Las mujeres lo perseguían, confundían su irritación con pasión y, apenas les hacía un guiño, entreveían la promesa de una gran aventura. Aunque era impetuoso, no creía en el amor. Apenas le ponía el brazo a alguien sobre los hombros, uno levantaba la mano en gesto defensivo, apenas contaba en tono confidencial algo que nadie más sabía, uno, sin darse cuenta, se veía convertido en su cómplice. Tocaba a todo el mundo, pero él mismo era intocable, alguien al que un simple empujón accidental en la calle lo sumía en un estado de ira, que se estremecía hasta con el gesto cariñoso de una mujer para el que no estuviese preparado. Sólo era vulnerable mientras dormía, y en más de una ocasión su hijo se le plantó de noche en silencio al lado de la cama, inclinado sobre su ausencia, sobre el cuerpo envuelto por la modorra y la carne absorta en el sueño, y lo miraba entonces directamente a los ojos cerrados, le ponía un dedo en la clavícula que subía y bajaba al respirar, o en el pie que sobresalía bajo la manta, en el brazo que colgaba hacia abajo, hasta que, asustado por su propia temeridad, por la inversión del contacto, lo retiraba rápidamente y salía otra vez de la habitación.

Su padre dictaba a quienes lo rodeaban una proximidad hiriente y una distancia no menos lacerante, los atraía y rechazaba a la vez. No era capaz de quedarse dentro de sí mismo, descollaba demasiado en el mundo, su interior se expandía más allá de su propio cuerpo. En su presencia, uno, para bien o para mal, se sentía poroso, insuficientemente protegido por la propia piel, y a veces ocurría que August se ponía un jersey de manga larga incluso en días cálidos con tal de no revelar de sí mismo más de lo necesario y ofrecer así menos superficie vulnerable a los ataques con golpes o palabras. A pesar de eso, no alcanzaba a acostumbrarse a nada. No se acostumbraba a que su padre lo disminuyera siempre con tal de engrandecerse, que celebrara la frialdad y fuera incapaz de pasar por alto un supuesto error. No se acostumbraba al hecho de que no tuviera corazón, pero sí una mano, ni a la manera en que solían colmarlo la celebración y la solemnidad del castigo. No podía acostumbrarse al modo en que la dicha histérica de llamar estúpido a su hijo se apoderaba de él durante horas, o a su hábito de seguirlo a gritos por las habitaciones para empezar de nuevo, desde el principio, su descarga de insultos. O al hecho de que, cuando estaba otra vez de buen humor, le dijera a August a través de la puerta: «Ten cuidado, el mundo ahí fuera es malo». Hablaba mucho su padre, a menudo parloteaba sin cesar, sin importarle si tenía algo que decir o si los demás lo escuchaban. Sólo se aquietaba cuando se desentendía de August y en la casa se expandía una calma que impregnaba hasta el último rincón, colmando las habitaciones, como si alguien hubiera pulsado la cuerda insonora de una guitarra. No se oía una voz por ninguna parte, porque cuando los puños tomaban la palabra, el ser humano callaba. Las crueldades mantenían a su padre en pie, eran la musculatura que le servía de sostén para evitar su gran colapso interior. Ser duro con los otros lo endurecía, como si, despojado de esa dureza, su blandura fuera tal que pudiera derrumbarse.

Sus intentos de desagravio no mejoraban nada, más bien hacían que todo fuera peor. Buscaban sólo deshacerse de la culpa. En ocasiones, pasadas las horas, durante la cena, se empeñaba en hacer bromas, exhortaba a August a que le diera un beso, pero nada resulta tan amenazador como una muestra de ternura fuera de lugar, un gesto de afecto en el momento equivocado. Era como si quisiera disolver lo ocurrido en una carcajada —porque donde hay risa, no ha ocurrido nada—, pero sus chistes se apagaban sin eco, a casi nadie le quedaba un resto de sonrisa, cosa que lo enfurecía de nuevo, como si le ofendiera que sus intentos de ser buena persona, o al menos un ser humano mejor, no encontraran reconocimiento. A los únicos que nunca tocaba era a los perros, las criaturas, sin embargo, más dispuestas a perdonarle. Intuía que a ellos no podría irles más tarde con explicaciones, como solía hacer secretamente en sus pensamientos, cuando llegaba incluso a pedir perdón a un hijo invisible, a un Dios invisible, aunque esas súplicas jamás lo libraran de la próxima vez. A diferencia de las personas, los animales sí se le acercaban, y él mismo corría en la calle al encuentro de cualquier perro desconocido, agarraba entre sus manos la cabeza de los gatos del vecino, velaba por los pájaros del manzanal y se emocionaba por el afecto que los animales le mostraban sin causa, sin motivo ni precio. A menudo August tragaba en seco al verlo inclinado sobre un animal y sentía la amenaza que asoma cuando cierta gente grosera toca algo con gran ternura, aun cuando en ese momento, en ese único instante, precisamente por ello, esa ternura es genuina.