Lirio en el valle - Honoré de Balzac - E-Book

Lirio en el valle E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

«El lirio en el valle» es una novela de 1835  sobre el amor y la sociedad del novelista y dramaturgo francés.

Se trata del afecto, emocionalmente vibrante pero nunca consumado, entre Félix de Vandenesse y Henriette de Mortsauf. Es parte de su serie de novelas (o Roman-fleuve) conocida como La Comedia Humana. En su novela también menciona el castillo Azay-le-Rideau, que todavía se puede visitar hoy.

Henriette de Mortsauf se inspiró en la amiga íntima de Balzac, Laure Antoinette de Berny, una mujer 22 años mayor que le alentó mucho su carrera inicial. La Sra. De Berny murió poco después de leer la novela completa, en la que Henriette también muere.

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Honoré de Balzac

Honoré de Balzac

LIRIO EN EL VALLE

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-043-7

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-043-7
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

IV

V

I

A MONSIEUR J. B. NACQUART,

de la Real Academia de Medicina.

Mi querido doctor: Este libro es una de las mejores piedras del edi- ficio literario que he construido la- boriosa y lentamente.

Al encabezarlo con su nombre, lo hago para dar un testimonio de gratitud al hombre que me salvó de la muerte, y para dar una prueba de cariño al amigo de siempre.

BALZAC

A LA SEÑORA CONDESA DE MANERVILLE

No puedo dejar de complacerte.

La mujer a la que amamos, aunque ella no nos ame como nosotros a ella, tiene por privilegio el trastornar nuestro juicio. Por no ver fruncirse su frente o porque desaparezca la más mínima tristeza, somos capaces de derramar nuestra sangre y de ofrendarla nuestro porvenir.

Si deseas conocer la historia de mi vida, yo te la voy a relatar, aunque su relato me haya costado el vencer no pocas repugnancias.

Dices que te llena de cólera mi silencio; que mis desvaríos te causan recelo. ¡Natalia! Mi carácter contradictorio debía bastarte para formar juicio, sin dirigirme preguntas mortificantes. ¿Hay en tu vida algún secreto que para ser perdonado exija el conocimiento de los míos?

Natalia, lo has adivinado; por tanto, prefiero confesártelo todo.

En mi vida, tan pronto como se le evoca, aparece un fantasma, y en lo profundo de mi alma existen dolorosos recuerdos que suben a la superficie como las algas marinas que viven en el fondo del Océano y son arrojadas a las playas por las tempestades.

En mi confesión tal vez encuentres relámpagos que te hieran. No olvides que si la hago es por obedecerte, y no castigues mi obediencia con tu cólera.

Dios quiera que mis confidencias aumenten tus ternuras. Hasta esta noche, Natalia.

Tuyo para siempre, Félix.

* * *

¿Qué poeta escribirá la más conmovedora elegía? ¿Qué pintor podrá expresar los tormentos sufridos silenciosamente por las almas cuyas raíces no encuentran sino pedruscos, y cuyos primeros brotes son destruidos por manos vengativas? ¿Qué poeta describirá el dolor de un niño que succiona en un seno amargo y cuya sonrisa es borrada por una mirada cruel?

La ficción que este representase sería la historia de mi juventud. Si yo era recién nacido,

¿cómo podía herir ninguna vanidad? ¿Qué desgracia nutria el desvío de mi madre? ¿Era yo acaso hijo de pecado?

Criado en el campo por una nodriza, al regresar, a los tres años, a la casa paterna, era tan mal mirado que excitaba la compasión. Recuerdo que a mis tres hermanos les agradaba hacerme sufrir.

Existe en la infancia un pacto por el cual los niños ocultan las travesuras de sus compañeros; pero ese pacto a mí no me alcanzó nunca. Por el contrario, muchas veces fui castigado por ajenas culpas.

El servilismo en germen les aconsejó que contribuyeran a las persecuciones que hacia mí veían en mi madre.

Me hallaba huérfano de todo afecto, y sin embargo mi temperamento era cariñoso. Los sufrimientos continuos a muchos hombres los degradan, convirtiéndolos en esclavos; a mi, la injusticia prolongada me acostumbró a ejercitar una fuerza moral y predispuso mi alma a la resistencia.

Esperaba siempre un nuevo dolor, como los mártires esperan un nuevo golpe. Todo mi ser expresaba una sombría resignación que ahuyentó de mí los dones y las gracias infantiles.

Esta actitud fue juzgada como síntoma de idiotez, lo que confirmaba los horrorosos pronósticos de mi madre.

La injusticia, en vez de rebajarme, me hizo altivo.

Abandonado por mi madre, no por eso dejaba de ser objeto de su preocupación, pues solía hablar de mi instrucción y mostraba deseos de ocuparse de ella. Me hacía sufrir el pensamiento de que esto me obligaría a pasar muchos ratos a su lado.

Me consideraba dichoso cuando me encontraba solo, jugando en el jardín, mirando al cielo o contemplando los insectos.

La soledad debía conducirme al ensueño.

Una noche, agazapado bajo una higuera, miraba una estrella con esa curiosidad que suele dominar a los niños, y a la que mi melancolía unía algo de sentimental inteligencia.

Mis hermanas se distraían gritando, y sus gritos eran como una música que acompañara mi pensar. Cuando la noche llegó cesó el ruido, y mi madre se dio cuenta de mi ausencia. El aya Carolina trataba de disculparse diciendo que yo tenía horror a la casa; que yo no era imbécil, sino hipócrita, y que en mí alentaba el deseo de fugarme, porque no había un chico de peores inclinaciones.

Hizo como que me buscaba.

Llamó y le respondí. Se acercó a la higuera, donde estaba segura de encontrarme; pero no miró.

Luego me preguntó:

—¿Qué hacía usted ahí?

—Estaba mirando una estrella.

—Eso no es cierto—dijo mi madre llegando—. Tú no sabes astronomía.

—Señora—dijo el aya—, lo que ha hecho es abrir la llave del depósito. Todo el jardín está convertido en un charco.

Eran mis hermanas las que habían abierto el grifo. Me acusaron de haber sido yo, y, como negara, me tildaron de embustero. Imaginaron un castigo horrible. El de reírse de mi amor a las estrellas. Luego me prohibieron que bajara al jardín durante las noches.

No hay cosa que avive un deseo como una prohibición injusta. La contemplación de la estrella me atrajo varios castigos, y, como no podía dar cuenta a nadie de mis infortunios, tomaba a la estrella por confidente.

Cuando fui al colegio continué contemplándola.

Mi hermano Carlos, que tiene cinco años más que yo, era un hermoso niño. Era el favorito de mis padres y la esperanza de la familia. El tenía un preceptor. A mí, a los cinco años, me llevaron a un colegio de la ciudad, donde iba a buscarme a la noche el ayuda de cámara.

Iba a la ciudad con un cestito escasamente provisto, mientras mis compañeros llevaban abundantes provisiones. Esta disparidad entre mi pobreza de víveres y su riqueza me causó disgustos.

Las salchichas de Tours constituían la base del alimento que tomábamos al mediodía. Es un manjar poco aristocrático, y, de no haber ido al colegio, no las hubiera visto nunca servidas en mi mesa.

A mí las salchichas me inspiraron un gran deseo.

Los niños adivinan loa deseos en las miradas, y yo me convertí en la burla de los colegiales. La mayoría de mis compañeros pertenecían a la clase media y me mostraban su pan y sus chicharrones, preguntándome si sabía dónde los fabricaban y quiénes los vendían.

Registraban mi cesta, y, al no hallar en ella más que queso o frutas secas, me interrogaban sobre si no teníamos dinero para comprar otras cosas.

El contraste entre mis desdichas y la felicidad ajena ajó mi juventud y marchitó mis rosas más frescas.

La primera vez que me ofrecieron el deseado fiambre y alargué la mano para recogerlo, el que me lo ofrecía retiró la suya y se fue a reír en un grupo de burlones.

Para evitar la humillación, apelé a las riñas, y la desesperación me dio un valor que me hizo temible. Esta actitud me acarreó el odio de todos y me entregó a las venganzas de los traidores.

Una tarde, a la salida del colegio, me golpearon con un pañuelo lleno de piedras. El ayuda de cámara me defendió; pero contó el caso a mi madre, y ésta dijo:

—¡Este chico nos está dando siempre disgustos!

Como hallara en el colegio la misma repulsión que en mi familia, me produjo una gran desconfianza en mí mismo.

E1 profesor, que me veía siempre sombrío, confirmó las sospechas de mi familia acerca de mi supuesto mal carácter. Cuando ya supe leer y escribir, mi madre me envió a Pont-le-Voy a una escuela dirigida por los padres del Oratorio, que recibían a niños pequeñitos en una clase que llamaban de los no latines.

En aquel centro pasé ocho malos años, pues como no tenía más que tres pesetas para mis gastos, y éstas apenas bastaban para comprar el material escolar, no podía comprar ni zancos, ni trompas, ni ningún objeto de juego.

Así, mientras los demás chicos jugaban yo permanecía leyendo.

En la distribución de premios que se hizo después de mi ingreso obtuve dos; pero al ir a recibirlos al teatro vi que las familias de todos los colegiales, menos la mía, ocupaban la sala. Por la noche quemé en la estufa mis coronas.

Los padres de los alumnos pasaban en la ciudad la semana de ejercicios que precedía a la distribución de premios, por lo que mis compañeros salían todos los días, mientras yo me quedaba con los de otra mar. Llamaban así a los muchachos que tenían sus padres en colonias.

El día en que me acusé de haber maldecido mi existencia, el confesor me señaló el cielo. Después de mi primera comunión, animado por una ardiente fe, me entregué a la plegaria y rogué a Dios que renovase en mi favor los milagros que yo había leído en el Martirologio.

El éxtasis me proporcionó inefables sueños que enriquecieron mi inteligencia y fortificaron mi ternura. Los ángeles dieron a mis ojos la facultad de ver el interior de las cosas. Mis visiones de niño han encendido en mi alma el fuego de la inspiración.

Juzgó mi padre que la enseñanza que yo estaba recibiendo era muy limitada, y me envió a París a un instituto situado en el Marais. Me destinaron al tercer curso.

Los mismos dolores que había sufrido en mi hogar y en las dos escuelas me esperaban, aunque de forma distinta, en el instituto Lepitre.

Mi padre no me había dado dinero; creía que con tenerme instruido y alimentado era suficiente, y no se preocupó de más. Habré conocido en mi vida escolar unos mil alumnos, y a ninguno se le ha tratado de forma semejante.

El señor Lepitre, partidario acérrimo de los Borbones, había tenido relación política con mi padre en la época en que algunos monárquicos furibundos habían pretendido sacar a María Antonieta de la prisión del Temple. El señor Lepitre subsanó el olvido de mi padre señalándome una cantidad mezquina todos los meses.

Había allí un departamento para el portero, donde los colegiales ricos almorzaban. El señor Lepitre parecía ignorar el comercio de aquel modesto funcionario, llamado Doisy, que era todo un contrabandista, al que los alumnos mimaban porque era cómplice de nuestros extravíos e intermediario de los escolares con los vendedores de libros prohibidos.

Desayunar una taza de café con leche era en aquella época un lujo, dados los precios que rigieron para los artículos coloniales en el Imperio de Napoleón; pero si para los padres era un lujo, para nosotros era una vanidad, y Doisy nos abría crédito, en la suposición de que todos tendríamos familiares que pagasen nuestras deudas. Yo resistí durante mucho tiempo; pero no podía, siendo tan niño, resistir la tentación y ver con indiferencia la mirada de desprecio de los otros.

Cuando finalizaba el segundo año mis padres fueron a París.

Su llegada me la anunció mi hermano, que, aunque vivía en la capital, no me había hecho ninguna visita. Mis hermanas les acompañarían. Iríamos al Palais Royal y al Teatro Francés.

Yo sentí ese viento de tempestad de los que están acostumbrados a la desgracia. Tendría que confesar a mi padre que había hecho con Doisy una deuda de cien francos, pues ya el portero me amenazaba con darle a él cuenta personalmente si no le pagaba.

Tomé a mi hermano por intermediario con mis padres.

Mi padre se sintió inclinado a la indiligencia; pero mi madre se mostró inexorable.

Si a los diez y siete años cometía aquellas calaveradas, ¿qué sería de mi más adelante? ¿Era yo su hijo? Tal vez me habría propuesto arruinar a la familia. La carrera que había elegido Carlos necesitaba una consignación independiente, que mi hermano merecía merced a su ejemplar conducta. Mis hermanas necesitarían dote para casarse, y, además, el café y el azúcar no son precisos para la alimentación.

Después de aquel torrente de insultos, mi hermano me llevó de nuevo al colegio, y se me aguaron las fiestas. Esa fue la acogida que me hizo mi madre después de doce años de separación.

Cuando terminé de estudiar Humanidades, mi padre encargó al señor Lepitre que me enseñara Matemáticas y me hiciera cursar el primer año de Leyes.

Me quedé en París sin dinero. El señor Lepitre me hacía ir a la Escueta de Derecho acompañado por un criado que me dejaba en el aula y que iba a recogerme cuando terminaba la clase.

Los colegiales piensan secretamente en el amor. En París, en aquella época, estaba de moda el Palais Royal, que era una especie de Eldorado del amor por el que, por las noches, corría el oro. Allí se aclaraban todas las dudas y podía saciar su curiosidad la juventud ansiosa de placeres. Todas las tentativas que hice para satisfacer esta curiosidad se vieron frustradas.

Mi padre me había presentado en casa de una de mis tías, y allí iba yo a comer jueves y domingos, conducido por el señor Lepitre y su esposa, que en dichos días iban a dar un paseo y me recogían al regreso.

La señora marquesa de Listemère era vieja corno una cátedral, muy ceremoniosa, pero a la que nunca se le ocurrió ofrecerme un escudo. A su casa iban nobles apergaminados. Allí nadie me hablaba, y yo no me atrevía a dirigir a nadie la palabra. Esta indiferencia me dio alas un día para, cuando terminó la comida, volar al templo del placer, seguro de que nadie se apercibiría de mi ausencia, pues cuando mi tía empezaba a jugar al wisth no fijaba en mí su atención; pero al llegar al portal vi detenido el coche del señor Lepitre, quien se apresuró a llamarme.

Un día se presentó mi madre inoportunamente. Napoleón se jugaba la última carta, y mi padre, previendo la restauración de los Borbones, iba a prevenir a mi hermano, que pertenecía a la diplomacia imperial.

Habíamos dejado ya Tours, pues mi madre me había sacado de París, que creían muy amenazado los que se ocupaban de política. Mi madre me trató lo más fríamente que se puede imaginar. A cada relevo de caballos yo pretendía hablarle; pero su mirada fría me dejaba paralizado.

En Orleans, al ir a acostarse, reprochó mi silencio. Y entonces me arrojé a sus pies y le abrí mi corazón con un acento que hubiera conmovido a la madrastra más desnaturalizada; pero mi madre me dijo que estaba representando una comedia.

Al llegar a casa mis hermanas no manifestaron tenerme ningún cariño, aunque más adelante, por comparación, me pareciesen afectuosas. Para conocer su corazón tuve que observar a mi madre; tenía yo entonces veinte años, y me convencí de que era una señora fría y egoísta y que la impertinencia constituía el armazón de su carácter.

No hablaba más que de deberes, y únicamente mi hermano mayor había conquistado lo poco de amor maternal que había en ella.

Nos mortificaba con constantes ironías.

Desesperado, me recluí en la biblioteca de mi padre y me entregué por completo a la lectura. Así logré espaciar mis entrevistas con ella; pero mi ruina moral fue completa.

Algunas veces mi hermana mayor, que fue luego esposa del marqués de Listemère, procuraba consolarme; pero en aquella época mi mayor deseo era la muerte.

Agitaron por entonces a Francia grandes acontecimientos.

El duque de Angulema salió de Burdeos para reunirse en París con Luis XVIII. La vieja Francia acogía con júbilo la restauración borbónica. La Turena se hallaba delirante por la vuelta de la legitimidad; los balcones, adornados, y un entusiasmo que se me contagió y me hizo tener el deseo de ir al baile que daba el príncipe.

Se lo dije a mi madre, que se hallaba enferma, para poder ir a la fiesta, y me contestó irónicamente que ya había pensado en ello; puesto que mi hermano estaba fuera y la familia necesitaba ser representada, iría yo al baile.

Mis hermanas me dijeron que mi madre había llamado a su costurera, y que, sin decirme nada, me había hecho un frac azul. Me compraron medias de seda y escarpines nuevos. Por primera vez tuve camisa con chorreras.

En la fiesta hubo mucho entusiasmo, y los tureneses vitorearon a la Restauración, a los Borbones y al duque de Angulema, de la misma forma que más tarde había de vitorear París el regreso de Napoleón de la isla de Elba.

Como mi timidez me impedía sacar a bailar a ninguna muchacha, y además tenia miedo de que mi torpeza me descompusiese la figura, fui a sentarme en el extremo de una banqueta, donde estuve algún tiempo con los ojos fijos.

Una dama se sentó a mi lado. Percibí un perfume femenino. La miré, y su hermosura me deslumbró más de lo que me había deslumbrado la fiesta. Mis ojos se fijaron en la blancura de sus hombros, blancura ligeramente rosada, como si aquella fuera la primera vez que se mostraban desnudos y esto les diera rubor.

Hombros que tenían brillo de seda y que estaban separados por una línea que mi mirada recorrió.

Me alcé ligeramente para ver su escote, y quedé fascinado ante un pecho que se hallaba pudorosamente cubierto con una gasa, pero cuyos senos se hallaban velados por encajes.

Los detalles más nimios de su cabeza me hicieron soñar con placeres innumerables.

Los cabellos se ondulaban sobre su cuello de niña. Entre las líneas blancas que en ellos trazara el peine, mi imaginación se perdió como entre senderos.

Perdí el juicio.

Cerciorándome antes de que nadie podía verme, me lancé a aquella espalda como un niño de pecho se abalanza al seno de su madre, y la besé en los hombros, queriendo aplacar con la frescura de su sangre el fuego que sentía yo en las entrañas.

* * *

La dama lanzó un grito que fue sofocado por el ruido de la música. Se volvió y me dijo ofendida:

—¡ Caballero!...

Me quedé mudo ante aquella mirada colérica, ante aquella cabeza coronada por una cabellera negra que formaba contraste con la blancura de los hombros.

En su rostro, enrojecido por la vergüenza, leí el perdón de la mujer que comprende el entusiasmo cuando es ella misma la que lo inspira.

Se alejó con ademanes de reina ofendida.

Yo me di cuenta de lo ridículo de mi situación. Disfrazado como un mono, me avergoncé; pero al mismo tiempo me quedé saboreando la fruta que había hurtado, pues todavía conservaba en mis labios el calor de la carne que había respirado.

Seguí con la vista a aquella mujer, que me pareció descendida del cielo.

Vencido por aquella sensación nueva, que era fiebre carnal en mi corazón, entré en la sala de baile, que para mí fue lo mismo que si se encontrara desierta, porque no vi en ella a mi dulce desconocida.

Con el alma cambiada me fui a acostar.

Era, en efecto, un alma nueva; un alma que había roto la larva, y, a la manera de las hipsípilas, se había convertido en mariposa.

Algo como si, caída de las altas esferas donde yo cuando era niño la admiraba, la estrella se hubiese convertido en mujer.

Amaba sin saber aún lo que era amor. Es sorprendente la primera irrupción de este sentimiento en la vida del hombre.

En los salones de mi tía había visto algunas jovencitas bellas; pero ninguna me había impresionado.

¿Será precisa una conjunción de astros, una hora especial o una reunión de circunstancias determinadas para que una pasión surja un en el momento en que el sexo reclama su preeminencia?

Porque mi amada viviese en Turena, el cielo me parecía más azul y respiraba el aire con delicia.

Si me trastorné mentalmente, también físicamente me puse enfermo, hasta el punto de que en los temores de mi madre hubo no poco de remordimiento. Me acurrucaba en un rincón del jardín para pensar en el beso que le había robado.

A mi madre dejó de remorderle muy pronto la conciencia, y achacó mi malestar a las crisis naturales que sufren los jóvenes.

Decidió mandarme, al campo, que es la gran panacea para curar las enfermedades que se desconocen, y el sitio elegido fue el castillo de Fraspelle, situado en la orilla del Indre, en casa de unos amigos suyos a quienes dio secretas instrucciones.

Al verme en el campo me di cuenta de que tan recto me había lanzado al camino del amor que desconocía el nombre de mi amada. ¿Cómo llamarla? ¿Dónde encontrarla? ¿Y con quién hablar de ella?

Mi timidez hacía aún más complicado mi mal de amor, haciéndome empezar por la melancolía, que suele ser por lo que los demás amores terminan.

Con la audacia con que la juventud planea, me propuse ir recorriendo uno por uno todos los castillos de Turena y preguntar a cada torre: "¿Está aquí'?"

La mañana de un jueves salí de Tours, atravesé el puente del Salvador y cogí el camino de Chinón.

Por primera vez en mi vida tenía derecho a detenerme o a andar de prisa o despacio, según se me antojara, sin que nadie me importunase.

Para un joven dominado por el despotismo, el uso de la libertad, aunque sea una cosa insignificante, proporciona cierta satisfacción.

Aquel día fue para mí encantador.

Los paseos de mi niñez no me habían alejado más de una legua de la ciudad, y en París no contemplé nunca la belleza del campo.

Aunque aquella belleza campesina fuese nueva para mi, no dejaba yo de ser exigente, como ocurre a aquel que, aunque no conoce una cosa, se ha formado de antemano su ideal.

* * *

Para ir al castillo de Frapelle se acorta camino pasando por las llamadas "landas de Carlomagno", tierras situadas en la planicie que separa las aguas del Cher y las del Indre.

Estas landas terminan en un sitio encantador que me inspiró un sentido de voluptuosidad preparado por la monotonía de las tierras arenosas que acababa de atravesar. Me pareció que la dama que yo había besado en el baile tenía que vivir dentro del panorama que contemplaban mis ojos. Me apoyé en un nogal, en el que desde entonces me detengo a reposar siempre que paso por aquel querido valle.

"¡Ella habita aquí!—me dije—. El corazón no puede engañarme. El primer castillo que hay al pie de la colina, ésa será su casa."

Cuando me senté bajo el árbol, el sol del mediodía se reflejaba en la pizarra del tejado y en los vidrios de la ventana. El punto blanco que distinguía junto a un cenador tenía que ser su falda.

Ella era el lirio del valle, al que perfumaba con sus virtudes. El amor que llenaba mi alma lo representaba aquella cinta que resplandecía entre las hileras de álamos.

Para curar las heridas sangrientas del corazón no hay nada como la contemplación de aquel paisaje en una tarde de otoño; para contemplar la belleza de la Naturaleza no hay nada como ver aquel paisaje en una mañana de primavera.

Los molinos movidos por las aguas del Iser eran como la voz del paisaje; los álamos se balanceaban y el cielo estaba lleno de azul.

No me preguntes más, por qué amo a Turena. La amo menos que a ti; pero tampoco sabría vivir sin Turena.

Mis ojos continuaban contemplando el punto blanco.

Descendí al fondo del valle y encontré una aldea que me pareció maravillosa.

Tres molinos colocados en tres islas, graciosamente recortadas en medio de una pradera esmaltada de flores, y el agua del río ondulada por las piedras de moler.

Un puente cubierto de hierbas y de musgo, con las barandillas inclinadas hacia el río.

Más allá del puente había unas pequeñas granjas y un palomar, chozas limitadas por vallas cubiertas con enredaderas. En las puertas, galios y gallinas.

Así es Pont-Ruan, la aldea que domina una iglesia batida en el tiempo de las cruzadas. Añosos nogales y jóvenes álamos con hojas del color del oro pálido. La mirada se pierde bajo un cielo vaporoso.

Seguí el camino de Saché. Llegué a un parque lleno de árboles antañones que me revelaron la proximidad del castillo.

Entré en el momento preciso en que la campana anunciaba la hora de la comida.

Después de comer, mi huésped, no creyendo que había hecho el camino desde Tours a pie, me hizo recorrer sus posesiones.

Desde un bosque de robles nudosos mis ojos tropezaron en la pendiente próxima con el castillo que había visto desde el final de las laudas y que yo había supuesto morada de la dama a quien besé en el baile. Me detuve para contemplarlo.

Mi huésped me dijo:

—Como los perros la caza, adivina usted la proximidad de una mujer bella.

Aunque la comparación no fuera de mi agrado, le pregunté el nombre del castillo y quién era su propietario.

—El castillo—me dijo—es del conde de Mortsauf, descendiente de una familia histórica en Turena, cuyos títulos datan de Luis XI. El conde se estableció en él al regreso de la emigración; pero el castillo pertenece a su esposa, de la casa de Lenoncourt-Givry, Son de escasa fortuna, y tal vez por esto permanecen siempre en Clochegourde. Partidarios de los Borbones. Cuando vine aquí el año pasado les hice una visita, que me devolvieron. La señora de Mortsauf puede ocupar en todas partes un puesto de preferencia.

—¿Va con frecuencia a Tours?—pregunté.

—No, no va casi nunca. La última vez fue al baile que se dio en honor del duque de Angulema.

—¡ Es ella!—exclamé.

—¿Y quién es ella?

—Una dama que tiene muy bellos los hombros.

—En Turena hay muchos hombros bellos; pero, si quiere usted reconocerlos, pasaremos el río y subiremos a Clochegourde.

A las cuatro llegamos al lugar que hacía rato contemplaban mis ojos.

La puerta vidriera de la galería está coronada por el escudo de los Clamont-Chauvry. La leyenda, "Mírame y no me toques", no dejó de sorprenderme. La revolución había arrancado la corona y la cimera. Era, en conjunto, un castillo de apariencia elegante, rodeado de viñas, cercados y tierras laborables.

Mi corazón palpitaba, anticipándose a secretos acontecimientos. Yo respiraba con la fruición con que lo hacen los animales cuando presienten el buen tiempo. Me parecía que la Naturaleza se vestía con las mejores galas, como la mujer que sale al encuentro de su amado...

Mi huésped y yo atravesamos el primer patio.

Ladró el perro, y, advertido por sus ladridos, salió uno de los sirvientes, por el cual supimos que el señor conde había salido para Azay aquella mañana y que no podría tardar mucho en regresar.

Yo temí que mi huésped no quisiera ver a la señora en ausencia de su esposo, y temblé; pero él desvaneció mi inquietud haciendo al criado que nos anunciase.

Penetramos en la antesala. Enseguida oímos una voz dulce que decía:

—Entren ustedes, señores.

Yo reconocí inmediatamente aquella voz, aunque en toda mi vida no la hubiera oído pronunciar más que una sola palabra. Tuve miedo de que me reconociera, y hasta pensó en huir; pero no tuve tiempo, porque la condesa acababa de aparecer y nuestras miradas se encontraron. No sé cuál de los dos se puso más encarnado.

Se turbó ella tanto que no pudo hablar. El criado nos acercó dos sillas. La condesa se sentó ante el bastidor de bordar y preguntó al señor de Chessel a qué feliz circunstancia obedecía nuestra visita.

Mi huésped dijo a la condesa que yo me encontraba desde hacía pocos meses en Tours, donde mis padres me habían llevado cuando París estuvo amenazado por la guerra.

Estábamos un poco cansados, y habíamos entrado a descansar en el castillo.