Lo mejor de Alexandra Södergran: Un toque picante - Alexandra Södergran - E-Book

Lo mejor de Alexandra Södergran: Un toque picante E-Book

Alexandra Södergran

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  • Herausgeber: LUST
  • Kategorie: Erotik
  • Serie: LUST
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2021
Beschreibung

Lo mejor del mundo sensual y picante de la autora Alexandra Södergran.Esta edición contiene 8 relatos eróticos:Las hijas del jefeÓrdenes del médicoNoche de películasLa isla del amorUn toque picanteSi la cama esta listTour de chambreAprovecha el momento-

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Alexandra Södergran

Lo mejor de Alexandra Södergran: Un toque picante

 

LUST

Lo mejor de Alexandra Södergran: Un toque picante

Translated by: LUST

Cover image: Shutterstock Copyright © 2021 Alexandra Södergran and LUST, an imprint of SAGA, Copenhagen All rights reserved ISBN: 9788726649017

 

E-book edition, 2021 Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

Un toque picante

 

Johanna había hecho un gran esfuerzo para que la noche resultara perfecta, romántica y maravillosa. Había pasado horas en la cocina. Hablando de horas... revisó su reloj y se sintió desconcertada: esa no podía ser la hora. ¿O sí?

Cuando se dio cuenta de todas las cosas que tenía que hacer en tan poco tiempo, entró en crisis. Su respiración se aceleró y el sudor bañó su frente; entró en modo estrés. De pronto, quiso hacerlo todo al mismo tiempo. Obligó a sus pobres brazos y piernas a trabajar a un ritmo ridículamente rápido, escenificando una especie de baile torpe y extraño.

En lugar de terminar las tareas pendientes, fue a su ordenador en busca de algún álbum o lista de reproducción para ambientar la velada. Sería una noche perfecta y espléndida, lo tenía todo planeado. Había trabajado duro desde temprano: limpió todo el apartamento, cambió las sábanas, recogió todo lo que estaba en medio, se dio una larga ducha, se afeitó las piernas, aplicó aceites aromáticos hidratantes en su cuerpo, se pintó las uñas, se arregló el cabello y pasó casi una hora maquillándose. También compró las provisiones necesarias para una cena perfecta. Iban a comer chile, el plato favorito de Patrick. Extrañaba abrazarlo, escuchar su voz y las situaciones que lo hacían reír.

En muchos sentidos, Patrick tenía un aspecto recio. Tenía uno de los torsos más hermosos que había visto, parecía una obra de arte. Los tatuajes cubrían sus brazos, espalda, pecho y descendían espléndidamente por debajo de su ombligo. Parecía pintura de guerra sobre su cuerpo, lo que desentonaba completamente con su personalidad. Era un buen chico. Cada vez que le sonreía hasta con la mirada, le daban ganas de perderse en sus brazos para siempre.

Cuando se conocieron, pasaron cinco días intensos en Visby, en la isla de Gotland, y todo sucedió muy rápido. Sin saber muy bien por qué, se sentía más valiente cuando estaba con Patrick. Había tenido más experiencias con él que con sus parejas anteriores. Junto a él, podía decir lo que sentía y ser auténtica, sin dudar un segundo. Tuvieron sexo en todos lados, como conejos, y en cada ocasión estuvieron a punto de ser descubiertos. La habitación de Patrick se encontraba en el ático de una casa de campo donde una familia numerosa había vivido generación tras generación. Johanna sospechaba que todos los miembros de la familia vivían allí, incluso la mayor de sus hermanas, que ya estaba casada y tenía hijos. Durante esos cinco días en Gotland, pasó horas en la cocina con Patrick, su abuelo, abuela, madre, hermana y algunos primos preparando deliciosos platillos. Mientras tanto, los chicos corrían de habitación en habitación. Allí, en la granja de Visby, habían organizado una magnífica celebración de Navidad con miles de invitados. Durante la fiesta, Patrick y Johanna se las habían arreglado para escabullirse y hacer el amor cada vez que podían.

Patrick se marchó al cabo de esos cinco días, ya que viajaba al exterior con frecuencia por su trabajo como piloto, pero estaba considerando seriamente buscar otro empleo para poder pasar más tiempo en casa. Ambos meditaban mucho al respecto.

Llamaron a la puerta y a Johanna le saltó el corazón en el pecho; de le aceleró el pulso hasta que abrió la puerta, y allí estaba. Al tiempo que se paraba en punta de pies para besarlo, él la alzó y ambos rieron de felicidad.

—Tengo que volver a la cocina, no he terminado aún —dijo ella.

—De acuerdo —respondió él.

Ella corrió a la cocina. Mientras removía el contenido de la olla con la cuchara de madera, los sonidos familiares le hacían sentir mariposas en el estómago: él quitándose la chaqueta y depositando la maleta en el suelo.

«Olvidé encender las velas», pensó preocupada, pero cuando estaba a punto de darse la vuelta, Patrick la abrazó por la cintura y apoyó la barbilla en su hombro. Se deleitó con la suavidad de su mejilla y el maravilloso perfume que se mezcló con el olor del chile. Él se balanceó con ella en brazos, mientras miraba con curiosidad la erupción dentro de la olla. Una cortina de vapor crecía frente a sus rostros.

—Vaya, huele estupendo —dijo él.

—Ajá —dijo Johanna y sonrió. De pronto, sintió la inconfundible presión de algo duro contra su cuerpo y la excitación la invadió de inmediato. Había añorado su presencia durante días y finalmente estaba allí. Apretó y frotó su trasero contra la enorme erección. En respuesta, él rozó su mejilla con la nariz, la acarició por debajo de la ropa y ascendió por sus muslos. Deseaba girarse para besarlo, pero él la sujetaba con firmeza. Decidido y lleno de deseo, le levantó el vestido y deslizó las manos por sus braguitas de encaje. Estaba tan excitada y sus labios vaginales tan mojados que los dedos de él se deslizaron con facilidad. Cerró los ojos y gimió.

—Quédate quieta y sigue cocinando —dijo él.

La ropa interior, que se ajustaba perfectamente a su trasero, cayó rápidamente al suelo. Patrick se movía con seguridad y sabía bien lo que hacía. Los fluidos de Johanna goteaban por sus piernas y él los dispersó por su vagina, mientras la acariciaba y la abría para él. Ella gimió al contacto de sus dedos, sus piernas se tambalearon y no pudo concentrarse en nada más. Estaban en sintonía y compartían la misma sensación erótica.

Patrick deslizó dos dedos en su ranura, apretó sus senos y besó su cuello; era como si un millón de ángeles invisibles bailaran bajo las plantas de sus pies y su cuerpo vibrara al ritmo de sus voces. Un instante después, él retiró la mano y ella sintió el olor de sus propios fluidos muy cerca. Entonces, abrió los ojos.

—Lame—dijo él. El tono de voz delataba la excitación de Patrick, así como la respiración agitada y la erección palpitante contra su trasero.

Ella chupó un dedo con entusiasmo y se aferró a él, luego succionó el otro. De repente, Patrick sumergió el dedo en la olla, pero estaba tan caliente que lo volvió a sacar y lo sacudió en el aire. Johanna no pudo evitar reírse, aunque se arrepintió de inmediato al ver lo sonrojado que estaba. Le dio un beso tranquilizador y volvió a guiar la mano hacia su entrepierna para que retomara la acción. Johanna sintió un pequeño ardor que relacionó con la intensidad de sus caricias. Culpó a su clítoris extremadamente sensible. Trató de ignorar el dolor, pero era imposible.

—Ya está listo. ¿Comemos? —dijo.

Él bajó la mirada, carraspeó y balbuceó:

—Sí, seguro.

 Johanna se sintió culpable y trató de idear una manera de compensarlo, pero solo podía pensar en el dolor, que era cada vez más fuerte. En ese momento, el chile era lo último que pasaba por su mente. Solo pensó en él más tarde, una vez que se sentaron a la mesa, en silencio, frente a sus platos. Cuando removió la comida con el tenedor y percibió el aroma del chile, comprendió la fuente de su dolor.

Corrió al baño de inmediato y cerró la puerta. Se inclinó sobre el lavamanos y abrió el grifo mientras susurraba «ay, ay, ay, ay, ay, ay» en voz baja, pero no lograba aliviarse, todo le estorbaba. Cambió la posición, apoyando una pierna sobre el lavamanos y salpicando el agua hacia arriba, pero no fue de gran ayuda. Finalmente, se metió en la bañera y se lavó con el mango de ducha. La sensación fue una mezcla de dolor y placer instantánea.

—¿Qué haces? —dijo una voz cercana, tan cercana que provenía del mismo baño. Sorprendida, lanzó la regadera con tal fuerza que se estrelló contra la pared. Como resultado, un trozo de plástico se desprendió del artefacto y fue a parar al drenaje. Cuando volteó hacia él, estaba roja y todo le ardía. Entonces se dio cuenta de que el agua no había ayudado, más bien había empeorado las cosas. Le dolía toda la zona, por dentro y por fuera, y estaba empapada de la cintura para abajo.

—Me frotaste chile allí abajo —dijo ella, mientras trataba de contener las lágrimas.

—Ah.

—Sí, ¡claro! ¿No te das cuenta de que arde? ¿Tienes idea de lo mucho que duele?

Patrick tragó saliva y se sonrojó.

—Lo siento.

Parecía triste; era un niño inocente atrapado en el cuerpo de un hombre adulto que había hecho algo estúpido, sin intención. Se abrazaron y se besaron.

—Me duele mucho. No sé qué hacer.

Apretó las piernas como si tuviera muchas ganas de orinar y empezó a llorar. Estaba visiblemente agitada por el dolor.

—Acuéstate… ya se nos ocurrirá algo. ¿Tienes algún ungüento? ¿Tal vez bálsamo de tigre? O tal vez no sea buena idea ponerlo allí...

—No lo sé.

Se acostó en la cama y se acomodó en posición fetal.

—Tenemos que quitarte esta ropa mojada.

Johanna apenas tuvo energías para sacarse el vestido, luego se abrazó las piernas y se acurrucó, como una tortuga escondida bajo su caparazón. Sintió el sabor salado de las lágrimas en sus labios. No solo lloraba por el dolor que sentía, también había arruinado la noche. Patrick se acostó junto a ella y la abrazó por detrás, como una cobija gruesa y cálida, como una coraza segura. Le acarició el cabello y le cubrió el cuello con delicados besos húmedos y cálidos.

—¿Crees que...? —dijo él.

Ella sollozó. Le encantaba escuchar esa voz que hacía soportable el dolor que ahora iba y venía por oleadas.

—¿Mmm? —dijo ella.

—¿Crees... que estaría bien si... si te paso la lengua? Podrías sentirte mejor.

Estaba duro de nuevo. Le fascinaba su falta de dominio. En ese momento, una maravillosa sensación de hormigueo eclipsó el dolor; se sentía como si un cálido torrente atravesara un frío océano. Le pareció una buena idea y se giró boca arriba. Él besó sus hombros, le quitó el sostén, besó, lamió y mordisqueó un pezón erecto. Bajó por su estómago, sus muslos. Ella se estremeció al contacto de sus labios. Al primer roce de la lengua, la lujuria se reavivó por completo; pequeñas vibraciones invadieron su cuerpo como las de una montaña antes de experimentar un sismo. Él se levantó repentinamente de la cama, lleno de frustración. Ella lo siguió hasta la cocina, donde estaba parado frente a la nevera y hablaba consigo mismo. Pudo distinguir que decía: «... la leche neutraliza el efecto, pero eso no funcionará…».

Luego no dijo nada más. Cuando Johanna leyó su expresión, recordó el postre y fue como si pudiera leer su mente. Justo frente a él, en el segundo anaquel, había un pastel de chocolate casero, y al lado, un gran recipiente blanco cubierto con papel de aluminio. Tal y como ella sospechaba, tomó el recipiente blanco y lo llevó a la habitación. Su enorme sonrisa era contagiosa.

—¡Lo sabía! —dijo ella.

—¿Qué?

—Sabía que elegirías la nata.

—Mmm. Solo recuéstate y disfruta, mi amor. —Tomó un poco de nata con sus dedos y le pidió que separara las piernas. «Vamos a jugar al doctor», pensó ella y se rio para sus adentros.

Le aplicó la nata, la acarició y le preguntó:

—¿Te sientes mejor?

La nata ejerció la función de un extintor de incendios.

—Ajá, mucho mejor —dijo y asintió. No solo se sentía mejor, se sentía fantástica.

Inclinó la cabeza y empezó a lamer; la penetró con la lengua. Exploró el terreno y se familiarizó con él.

—Sabe mejor que la torta de chocolate —dijo él.

Ella rio. Empezó a balancear las caderas contra él, se sentía como un barco de vela navegando el océano brillante, en medio del verano. Se sentía libre.

—¡Solo sigue! —exclamó.

Tomó más nata y la chupó apasionadamente. Johanna cerró los ojos y disfrutó del placer que recibía. La nata empezó a sentirse fría y también la lengua. El océano en pleno, las olas, la espuma y la potencia, todo al mismo tiempo, como oleadas de éxtasis puro. Se deslizaba desnuda sobre un tobogán acuático a tal velocidad que el mundo se podía derrumbar con tal y que su lengua continuara acariciando el clítoris, con ternura y delicadeza. Presionó la lengua contra su vagina, la elevó de la cama, la devoró y capturó entre sus labios, en medio de la saliva. Su lengua se movía con pasión y avidez como un animal salvaje.

Patrick se había desvestido sin que ella se diera cuenta. Cuando retiró la lengua, ella abrió los ojos y vio el rígido miembro balanceándose frente a ella. Tenía una mirada turbia. Parecía un sonámbulo, como si todo él estuviera bajo el efecto de la hipnosis a excepción de su miembro rígido y oscilante. Presionó el pene contra su vagina empapada. Deslizó la punta de arriba abajo y luego en su interior. Todo estaba en su lugar, todo estaba bien.

—¿Te gusta?

—Sí, es increíble.

—Adoro follarte, me encanta estar dentro de ti. Eres increíblemente sexy.

Se besaron, se compenetraron y apretaron las nalgas el uno contra otro. Él se movía con parsimonia, entrando y saliendo de ella por completo. Los músculos de su vagina se habían contraído tanto que sintió un leve ardor en la punta del pene. Con agilidad, ella deslizó dos dedos hasta su clítoris y comenzó a frotarlo mientras lo observaba entrar y salir de ella, sintiendo su cuerpo y besando sus bíceps. Era una imagen increíblemente hermosa.

El orgasmo llegó como una ola interminable, y gritó. Estuvo increíble. Estaba tan callado que ella abrió los ojos y notó, con alegría, que estaba a punto de acabar.

—Ay, voy a acabar —murmuró él.

Impulsivamente, se echó hacia atrás y lo envolvió con sus piernas.

—¿Quieres que lo saque? —preguntó él.

—No, ¡te quiero dentro de mí! —dijo, y lo acercó hacia ella, como exigiéndole que la colmara por completo—. Acaba dentro de mí… ay, eres tan sensual, mmm, acaba... —rogó ella.

Él también gritó al acabar.

—Sí, acaba, acaba para mí.

Entro los dos, casi destrozan la cama.

Luego se rieron a carcajadas, abrazados.

 

El ardor volvió. Apareció lentamente, como si hubiera estado escondido entre las sombras mientras ambos hacían vibrar la habitación con su salvaje encuentro, así que Johanna tomó la mejor decisión posible: Patrick debía seguir con su tratamiento especial, y él no tenía problema con ello. Así que la adorable velada se prolongó hasta altas horas de la noche y no se quedaron dormidos hasta que los primeros rayos del sol asomaron por la ventana.

Patrick se quedó en casa durante una semana. Pasaron la mayor parte del tiempo en la cama, de la cual se levantaron exclusivamente para ducharse y comer. Pero la última noche, Johanna tuvo un fuerte ataque de ansiedad y sintió tanto temor que estalló en lágrimas.

—¿Qué tienes? ¿Qué pasó? —preguntó él.

—Tengo miedo de morir —dijo ella mientras lloraba con tal fuerza que temblaba. Él la estrechó en sus brazos—. ¿No le temes a la muerte? —preguntó ella.

—Sí, a veces, pero justo ahora no.

Ella sollozó y se secó las lágrimas rápidamente.

—Cuando todo es tan maravilloso como ahora, y nunca antes me había sentido tan bien, no quiero que el momento termine, simplemente me rehúso. Acabo de leer en Facebook que una antigua compañera de clase tiene cáncer. Tiene veinticinco años, igual que yo. Es horrible, no sé… es muy probable que muera. —Se abrazó las piernas, se acurrucó y siguió llorando.

Él le acarició el cabello y la estrechó aún más fuerte. Se quedaron en silencio durante un buen rato. Una vez más, ella sollozó y se limpió las lágrimas con la mano.

—¿Qué crees que ocurre después de morir? —preguntó.

—Lo ignoro; tal vez nada. Simplemente no pienso en ello.

—¿A qué te refieres con nada, simplemente una gran nada? ¿¿Para toda la eternidad??

Él carraspeó y se acomodó en la cama.

—No, solo digo que pasará lo que tenga que pasar. No sabría cómo explicarlo. Es como si… bueno, la verdad no es un problema. Quiero decir, aquí y ahora, no importa.

—Pero tengo miedo —dijo ella.

—Y está bien tener miedo —Tomó una de sus manos y extendió la palma. Luego describió círculos sobre ella con el dedo índice—. ¿Puedes sentir esto?

—Sí, se siente muy bien.

Luego besó su cuello. Ella se encogió aún más, pero sonrió.

—¿Segura que lo sientes?

La sonrisa se transformó en risas y ella alzó la vista.

—Mm, sí.

—¿Estás segura de que lo estás sintiendo?

—Sí, sí.

—¿Sabes que estás viva?

—Sí.

—¿Lo sabes?

—Síííí.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

Ella volvió a reírse.

—Estás loco de remate.

—Y tú eres loca y adorable —dijo él mientras besaba sus senos. Succionó uno de sus pezones—. Me encantan tus senos. Los quiero devorar. ¿Puedo?

—Rarito —dijo ella.

—Tonta —dijo él.

—¿¡Qué!? —Le golpeó en el hombro.

—¿Qué vas a hacer al respecto? Galliiiiina.

Se sentó a horcajadas sobre él y apretó sus mejillas, con la quijada abierta.

—Retira lo dicho —dijo ella con su expresión más seria.

—Nuncaaaaa —dijo él y ambos rieron hasta que terminaron teniendo sexo salvaje, la clase de sexo que hace olvidar todos los problemas.

Las hijas del jefe

 

Janne fue convocado a la oficina del jefe y se le pidió que tomara asiento, mientras su jefe se quedaba de pie.

—Escucha, Janne, ¿tienes algún plan para el solsticio de verano?

—Eh, no —respondió, tras pensarlo un poco.

—No —dijo su gerente y se echó a reír—, eso pensé. Bien, estoy planeando una celebración en mi casa de campo y estás invitado. Puedes llegar alrededor de las dos de la tarde. Bailaremos alrededor del mástil de solsticio y habrá un bufé de mariscos.

El gerente se sentó en la silla del escritorio, con un auricular en la oreja, y dejó a Janne preguntándose si había recibido una orden o una invitación.

Lo que sí recibió fue una sonrisa y una expresión que sin palabras decía: «¿Sigues aquí? ¿Por qué no te has ido a tu oficina?».

Finalmente llegó la víspera del solsticio de verano, bajo un brillante cielo azul. La casa tenía vista al mar y se podían ver pequeñas velas blancas que se deslizaban sobre las olas azules, a través del radiante horizonte. El mástil de solsticio era exuberante y tan verde como el césped recién podado. Había dos largas mesas con soportes tipo caballetes, situadas una junto a la otra, y una tercera de lado. Las tres mesas ostentaban la vajilla y estaban situadas en el enorme jardín, justo bajo la terraza de la piscina.

«Qué casa de campo ni que casa de campo —pensó Janne—, esto es una mansión».

 Se congregaron unos veinte invitados, la mayoría de mediana edad —como él— y también estaban las dos hijas del jefe. Tenían apenas dieciocho y diecinueve años de edad, sus rostros jóvenes y resplandecientes sobresalían entre la multitud. La mayor, Annika, tenía el cabello largo y oscuro y llevaba una delicada corona de flores en la cabeza. Después de todo, era solsticio de verano. También llevaba un vestido ajustado que apenas lograba mantener sus curvas a raya.

La menor, Sofi, tenía la piel bronceada y lucía notablemente hermosa con su nuevo corte de cabello. Para Janne, ambas hermanas eran muy sensuales, pero la mirada tímida de Sofi —a menudo apuntando al suelo— exacerbaba su aspecto inocente.

«Estúpido engreído, ¿cómo diablos se las arregló para tener dos hijas tan adorables?».

Sobre una de las mesas había platos, fuentes y demás recipientes de comida. También había una impresionante cantidad de botellas con licores, diferentes marcas de vino y vodka, así como interminables torres de latas de cerveza.

Alguien gritó que el almuerzo estaba servido, así que los pequeños grupos de invitados que alternaban entre sí comenzaron a caminar hacia las mesas para servirse la comida y la bebida. Pronto todos estaban sentados a la mesa, comían, bebían y socializaban alegremente. A Janne le tocó sentarse a la izquierda de Annika. «Qué golpe de suerte».

Justo en ese momento, la anciana que estaba sentada frente a él empezó entrometerse.

—Janne, Janne, me dijiste que ese era tu nombre, ¿verdad? —Estaba inclinada sobre la mesa y lo tenía retenido—. Janne es un viejo nombre sueco, mi hermano también se llamaba Janne, ¿sabes? O Jan, por supuesto, pero nunca le llamamos así, no, le decíamos Janne. Me refiero a mí y a mi otro hermano, Arne, que sigue vivo y está en muy buena forma. Para ser honesta, la forma en que se mantiene es fantástica y eso que nació en 1934. ¿O fue en 1935?

Janne pasó de dar respuestas cortas y amables como "mmm" y "qué bien", a desviar la mirada. Entonces vio a Annika y pensó: «Dios santo, qué escote».

El parloteo proveniente del otro lado de la mesa finalmente se detuvo. Cuando levantó la vista, vio que la anciana se alejaba cojeando con un plato desechable en la mano y se sintió aliviado. Se giró de nuevo hacia Annika y le sonrió cortésmente.

—¿Te diviertes? —le preguntó.

—Más o menos.

—Yo tampoco estoy muy entusiasmado. Estoy aquí más que nada para comer gratis, a expensas de tu padre.

Ella se carcajeó a todo pulmón, luego conversaron animadamente sobre el verano y las maneras de aprovecharlo al máximo. Cuando alguien propuso un brindis al otro lado de la mesa, ambos levantaron sus copas de vino y las chocaron, pero ignoraban por completo al resto de los invitados que estaban sentados a su alrededor brindando. Inocentemente, él le preguntó si tenía novio y ella ofreció una respuesta neutral: «No, no tengo», pero la atmósfera entre ellos cambió después de esa pregunta.

Ella no le quitaba los ojos de encima; le gustaba que era apuesto de una manera ruda y directa, con una barba de días, rostro delgado, patas de gallo alrededor de los ojos; pero, sobre todo, por el carismático brillo en sus ojos.