Lo que aprendemos de los animales - Gianumberto Accinelli - E-Book

Lo que aprendemos de los animales E-Book

Gianumberto Accinelli

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Beschreibung

Un interesante y ameno recorrido por la anatomía de catorce animales que han servido de inspiración a la ciencia para crear los inventos más insospechados. A lo largo de la historia, el ser humano fue descubriendo que muchas herramientas y soluciones para mejorar su vida se encontraban más cerca de lo que pensaba. Al observar la naturaleza con atención, comprendió que la clave para resolver sus problemas estaba, ni más ni menos, en la anatomía de algunos seres vivos; solo había que copiar las técnicas o mecanismos que estos habían desarrollado y trasladarlos a objetos o sistemas aptos para las personas. Así surgió la biomímesis, es decir, la ciencia que estudia la naturaleza como fuente de inspiración para desarrollar nuevas tecnologías y resolver algunas de las dificultades que afronta el ser humano. Lo que aprendemos de los animales incluye especies extintas, como el mamut; algunas exóticas y poco conocidas, como la hormiga plateada o la cigarra mágica, pero también nos sorprenderán otras más comunes, como la cucaracha, el mosquito o el murciélago.

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Edición en formato digital: marzo de 2024

Título original: Dagli animali si impara

En cubierta: ilustración © Camilla Falsini, Edizioni EL, S. r. l.

Texto de Gianumberto Accinelli

Ilustraciones de Silvia Venturi

© Mondadori Libri, S.p.A, Milán, 2022

Derechos negociados a través de Ute Körner Literary Agent – www.uklitag.com

© De la traducción, Ana Romeral Moreno

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-15-5

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

1. Lombrices, o cómo limpiar los campos y el mar

2. Mosquitos, o cómo poner inyecciones indoloras

3. Mariposas, o cómo colorear sin contaminar

4. Hormigas plateadas, o cómo proteger nuestras ideas del sol

5. Mamuts, o cómo invertir el calentamiento global

6. Murciélagos, o cómo ver en la oscuridad

7. Cigarras mágicas, o cómo derrotar a las bacterias

8. Elefantes, o cómo crear plástico sostenible

9. Bacilos, o cómo vestirse sin contaminar el mundo

10. Pájaros, o cómo la caca salvará a las plantas

11. Moscas soldado, o cómo transformar los residuos en energía

12. Cucarachas, o cómo salvar a las víctimas de los terremotos

13. Escarabajos del desierto, o cómo resolver el problema de la sed

14. Tiburones, o cómo nadar más rápido

 

A Duccio,

y a su ejemplo

 

Hace miles de millones de años, una chispa de vida prendió en nuestro planeta.

¿Un caso único en todo el cosmos? ¿Un evento tan raro como para ser considerado excepcional? Puede que sí y puede que no: el debate sigue abierto.

Sin embargo, una cosa está clara: desde su aparición, los habitantes de la Tierra han tenido que ir resolviendo problema tras problema. Recursos alimenticios limitados, volcanes que expulsan gases mortales, cambios climáticos y, en general, falta de estabilidad y de seguridad.

Pero en medio de tanta precariedad hay una buena noticia: muchas de estas dificultades han sido ya resueltas. Basta con mirar a nuestro alrededor para comprender que cada organismo vivo es fruto de las soluciones adoptadas para sobrevivir.

Aquel que no encontró una estrategia de supervivencia adecuada fue víctima de la selección natural y eliminado de la faz de la Tierra… con un cordial saludo.

¿Cómo han hecho los supervivientes para resolver los problemas? Con un as en la manga: el tiempo. En realidad, la vida no tiene prisa: dispone de años, miles de años, incluso miles de millones de años para probar, volver a probar, poner a punto y experimentar soluciones eficaces e innovadoras.

Y del laboratorio de los bosques, de los mares y de los campos han surgido inventos geniales: estructuras coloreadas, pero carentes de pigmentos contaminantes; pieles plateadas para combatir el calor, dentículos para nadar a gran velocidad, microscópicos alfileres para no caer enfermos, y otros muchos más.

Entonces, ¿han resuelto estas tecnologías biológicas todos los problemas de la vida?

No del todo: los recursos siguen siendo escasos, y el clima, caprichoso. Y no acaba aquí, porque recientemente se ha sumado otro problema: la especie humana, con su tendencia a no aceptar los límites impuestos por la naturaleza.

¿Que la biología nos ciñe a entornos terrestres excluyéndonos de los acuáticos? Pues nos entran unas ganas locas de viajar por mar y de descender a las profundidades marinas. ¿Que la naturaleza no nos permite volar como a los pájaros? Pues eso nosotros no lo aceptamos y fabricamos todo tipo de vehículos voladores. ¿Que somos una especie tropical destinada a vivir en los lugares cálidos del planeta? Pues nosotros vamos y, por despecho, nos trasladamos y vivimos en los lugares más fríos.

¿Y cómo hemos hecho para superar los límites de la biología? Gracias a nuestro cerebro, capaz de crear tecnología y más tecnología.

Una pena que nuestros inventos, al contrario que los de la naturaleza, hayan arruinado el medioambiente. Es por eso por lo que, aparte de a los problemas de siempre, ahora los organismos tienen que enfrentarse también al calentamiento global, a la contaminación, a la fragmentación de hábitats y a muchos otros más.

¿Entonces? ¿Estamos obligados a abandonar nuestro sueño de emancipación para salvar el medioambiente?

No necesariamente. Para algunos científicos, la solución está al alcance de nuestra mano, y es la que han adoptado gran parte de los estudiantes del mundo entero: copiar. Tenemos que copiar de los primeros de la clase, es decir, de todos aquellos organismos que han resuelto problemas mucho antes que nosotros y que, evidentemente, lo han hecho mucho mejor.

Teniendo en cuenta esto, el ser humano ha creado una ciencia llamada biomímesis, que hace precisamente eso: observa la naturaleza para comprender cómo los seres vivos han resuelto sus problemas y luego trata de replicar sus soluciones.

De los laboratorios de esta rama del saber ha salido ya gran cantidad de tecnología que trata de remendar los hilos de la naturaleza que nosotros hemos roto.

Algunos problemas de la modernidad son resueltos por robots parecidos a las cucarachas, por productos que hacen las veces de las… heces, por lombrices artificiales capaces de retirar contaminación del suelo y demás tecnología sorprendente.

Y es precisamente desde la admiración por la creatividad de todos los seres vivos que nace este libro.

Un libro que nos enseña que los problemas se pueden resolver.

A veces, incluso, con una sonrisa en los labios.

 

LOMBRICES,o cómo limpiar los campos y el mar

Hace 250 millones de años no es que le fuera precisamente bien a nuestro planeta. Había un número exorbitado de volcanes escupiendo avalanchas de gases sulfurosos y vomitando ríos de lava incandescente. Estos ríos estaban compuestos de ácido clorhídrico, ácido fluorhídrico, óxidos de carbono y otras muchas sustancias de olor nauseabundo. A ellas había que añadir otro gas, completamente inodoro, pero con efectos letales. Esta sustancia, llamada dióxido de carbono, una vez que se mezclaba con el aire no permitía a los rayos de sol (y sigue sin permitírselo) volver al espacio. Básicamente, conserva el calor dentro de nuestra atmósfera.

A decir verdad, normalmente esto es algo positivo, porque gracias al dióxido de carbono la temperatura de nuestro planeta no varía tantísimo o, por lo menos, se mantiene dentro de unos márgenes compatibles con la vida. Pero hace 250 millones de años el borboteo de los volcanes que había en la Tierra era tan intenso que llenó la atmósfera de este gas. El resultado fue un calor insoportable.

Es por eso por lo que el único continente que existía sobre la Tierra, Pangea, estaba prácticamente ocupado por un desierto seco, árido, tórrido y carente de vida.

Pero si los habitantes de Pangea lloraban, los de Pantalasa tampoco es que lo pasaran demasiado bien. Por cierto, Pantalasa era el único océano que rodeaba al único continente.

Pues bien, hace siempre 250 millones de años, el fondo marino sufría frecuentes terremotos que lo volvían del revés, como si de un calcetín se tratara. Así, de las grietas de la corteza emergieron yacimientos de hidratos de metano, los cuales, al entrar en contacto con el agua, reaccionaron liberando cascadas de metano, un gas extremadamente tóxico. Sus burbujas, según iban subiendo a la superficie, iban matando a todos los organismos marinos que encontraban a su paso.

Y no termina aquí la cosa: una vez finalizado su viaje vertical, al entrar en contacto con el aire, estos globos gaseosos explotaron y su contenido se mezcló con los demás gases de la atmósfera, entre ellos el dióxido de carbono. Las dos sustancias, ambas gases invernadero, se aliaron e hicieron aumentar aún más la temperatura terrestre.

En resumen, el clima se volvió cada vez más cálido, los desiertos cada vez más grandes y la vida cada vez más exigua.

¿Terminan aquí las desgracias?

No. Como ocurre cuando comes cerezas, hace 250 millones de años en el mundo, una vez empezaban los problemas ya no podían parar.

Ahora les toca el turno a los dos asteroides que, a pesar de tener todo el espacio infinito para escoger, decidieron estrellarse precisamente contra la Tierra. Uno cayó sobre la actual Australia, mientras que el otro se hizo papilla en el territorio que actualmente ocupa la Antártida. Los dos asteroides destruyeron amplias zonas y liberaron a la atmósfera nuevos gases venenosos.

Así que, si sumamos millones de volcanes en erupción a toneladas de dióxido de carbono y metano en el aire, y a eso añadimos frecuentes terremotos submarinos y dos asteroides en caída libre, obtenemos como resultado final una extinción en masa en toda regla. Una desaparición de vida tan imponente que obtuvo el récord mundial.

Aproximadamente el 95 por ciento de los organismos de entonces no sobrevivieron a aquellas condiciones infernales.

Pero, ojo: justo cuando la llama de la existencia se había reducido a una lucecita apenas perceptible, unos inesperados destellos se rebelaron contra las desgracias.

En realidad, algunas especies consiguieron escapar del desierto, del calor excesivo, de las pompas de metano y de los asteroides, y siguieron viviendo tanto en Pangea como en Pantalasa.

Entre los animales se incluye el listrosaurio, una mezcla de cerdo y dinosaurio. Entre las plantas sobrevivió la pleuromeia, pequeña y delgada, y un género de helechos denominado Dicroidium. Las chispas de vida que iluminaron el mar estaban formadas por bivalvos (antepasados de las almejas y de los mejillones) y por braquiópodos.

Pero no solo esto. Mientras la Tierra era pisoteada por los listrosaurios, al cielo llegaban hojas verdes y los ancestros de los mejillones se agarraban a las rocas, como hacen ellos hoy, por debajo de la superficie terrestre, escondidos bajo un estrato de tierra húmeda y fresca, pequeños gusanos empezaron a excavar galerías.

Seres sin caparazón, desprovistos de zarpas o de garras, pero capaces, túnel a túnel, de escribir un nuevo capítulo de la historia de la vida y de ayudarnos a buscar el sentido de la existencia.

Pero, antes de continuar, conozcamos mejor a estos antepasados de las actuales lombrices.

Estos gusanos de cuerpo blando asistieron en silencio a la repoblación de la Tierra. Escucharon la aparición y desaparición del retumbar de las pisadas de los dinosaurios, se asustaron ante la visión del pico de los primeros pájaros metido en alguna hendidura y fueron testigos del ascenso de los mamíferos, el grupo de animales que ha conquistado el mundo en la reciente historia de la vida.

Los gusanos vieron también el ascenso de una especie muy particular: la nuestra. Mientras a los gusanos les encanta, desde siempre, pasarse el día mordisqueando tierra, nosotros, los seres humanos, nos hemos dedicado, desde que hicimos nuestra aparición en el planeta, a una única pasión: hacer revoluciones. De todas las transformaciones que hemos llevado a cabo, de todas las innovaciones que hemos ido desarrollando, una tras otra, a lo largo de nuestra historia, hay una a la que se considera la revolución de las revoluciones: la que abrió el surco que separa la prehistoria de la historia.

Este hito se llama agricultura y los gusanos la vieron nacer, crecer y evolucionar desde un lugar de observación privilegiado.

Vieron el primer terrón hacerse añicos bajo los feroces golpes de una azada; se sorprendieron cuando un arado cortaba y revolvía los campos cultivados; escucharon el lento ir y venir de los bueyes, y observaron las raíces de las plantas exóticas abrirse paso entre los terrones. Últimamente han oído el estruendo de la maquinaria agrícola y probado el sabor ácido de las sustancias químicas con que los agricultores modernos riegan por aspersión los campos.

Y mientras nosotros, gracias a una agricultura cada vez más avanzada, crecíamos en número, las lombrices proseguían con su actividad, que iniciaron hace 250 millones de años y que nunca han interrumpido: comer tierra.

Pero estos dos mundos, uno amante de la estabilidad y la oscuridad, y otro apasionado por la luz y el cambio, ¿se han cruzado alguna vez?

Poco, en realidad, porque los seres humanos a veces han tenido una opinión muy baja de las lombrices. Sin embargo, algún admirador sí que han tenido. Aristóteles, por ejemplo, las llamaba «el intestino de la tierra», y las consideraba animales muy útiles. Incluso Darwin las adoraba. De hecho, el científico inglés les dedicó un libro titulado La formación del manto vegetal por la acción de las lombrices, en el que cuenta cómo toda la tierra que vemos ha pasado millones de veces por el intestino de estos animales.

Hoy, gracias al nacimiento de una ciencia llamada ecología, se ha entendido el papel biológico de los gusanos de tierra. Son fundamentales, sobre todo para la vida vegetal: enriquecen el terreno con elementos químicos, abren galerías que permiten una mayor circulación del aire y ayudan a la descomposición del material orgánico. Acciones importantísimas, aunque estén ocultas a la vista.

Pero aún hay más. Según los científicos de la Universidad de Oregón, Estados Unidos, gracias a las lombrices, los seres humanos podremos alcanzar otra revolución, quizá la más importante desde el nacimiento de la agricultura.

Para entender de qué se trata, debemos dar un salto en el tiempo de más de cien años, cuando los químicos Fritz Haber y Carl Bosch replicaron el trabajo de Zeus, el jefe de los dioses.

Zeus tenía un carácter malísimo y no soportaba a los seres humanos y su obstinado empeño por querer cambiar el mundo. Apenas el dios echaba un vistazo abajo para ver qué estábamos haciendo, se volvía loco de rabia porque nosotros, los insoportables seres humanos, estábamos siempre liados inventando cosas nuevas. Para desfogar su rabia y darnos miedo, el jefe de los dioses griegos nos lanzaba, desde el monte Olimpo, un regimiento de rayos y saetas.

Y mientras él se echaba una cabezadita, convencido de habernos asustado y herido, nosotros nos reíamos porque, en realidad, nos estaba haciendo un inmenso favor.

La verdad es que la energía de sus rayos tampoco es que nos asustara tanto, sino que servía para romper los enlaces que mantienen unidos los átomos de nitrógeno de la atmósfera.

Gracias a este proceso, el nitrógeno baja a la tierra y es absorbido por las plantas. Desde los vegetales, a través de la cadena alimentaria, llega hasta los animales y, por tanto, a nosotros. El nitrógeno es un átomo que abunda en la atmósfera, a pesar de que, cuando flota en el aire, es difícil atraparlo. Sin embargo, dado que este elemento se encuentra en algunos componentes biológicos fundamentales, como las proteínas y el ADN, es sumamente importante para los seres que viven en nuestro planeta. Afortunadamente, los relámpagos lo ponen a disposición de todo el mundo.

A principios del siglo XX, Haber y Bosch se dieron cuenta de que los rayos de Zeus no bastaban para aportar todo el nitrógeno necesario para nutrir los campos cultivados, destinados a alimentar a una población humana en constante crecimiento. Por ello, idearon un método para recogerlo de la atmósfera y obtener fertilizantes aptos para la agricultura.

Pero hay un problema: si en la atmósfera el nitrógeno es inerte, en el suelo reacciona demasiado. Concretamente, se une al agua y se disuelve en ella.

He aquí que, cuando llega un buen chaparrón, el agua incorpora esta sustancia y la lleva consigo en su viaje formando ríos y arroyos, hasta un inexorable destino: el mar.

Y es así como los mares de todo el mundo, en especial aquellos cuyas costas se encuentran cerca de zonas agrarias, se han visto inundados por una cantidad desorbitada de sustancias nitrogenadas.

Las algas, aquellas que flotan en la superficie, han absorbido esta sustancia y, al igual que sucede con los cultivos agrícolas, han crecido desmesuradamente. Tanto es así que en algunos casos han llegado a formar praderas flotantes.

Y es aquí cuando surgen los problemas: este techo verde no permite que la luz del sol se zambulla en el mar y se sumerja en sus profundidades. Como resultado, justo debajo de la superficie, el agua adquiere la tonalidad de la tinta más negra. Las algas que se encuentran en el fondo quedan envueltas en la oscuridad, dejan de hacer la fotosíntesis y, al poco tiempo, mueren.

Sin algas, deja de producirse oxígeno, los animales marinos mueren y el mar se transforma en un cementerio que rompe contra las playas desiertas. Así es, porque los pájaros marinos, al no disponer de peces, pasan también a mejor vida, o, si no, abandonan las costas.

Este proceso, que recibe el nombre de eutrofización (exceso de nitrógeno en el agua), unido a otras muchas fechorías cometidas por los seres humanos contra la naturaleza, está recreando las condiciones de hace 250 millones de años. Precisamente en este momento estamos viviendo una gigantesca extinción en masa.

Sin embargo, hay algunas diferencias con respecto al pasado. La catástrofe ambiental no proviene de las fuerzas de la naturaleza, no comenzó con los volcanes, con los yacimientos de hidratos de metano ni tampoco con ningún asteroide con la pésima idea de impactar contra nuestro planeta. Esta extinción en masa la estamos causando nosotros con la contaminación y la destrucción de los hábitats naturales.

Pero si nosotros somos la causa, también podemos ser la solución.

Existe otra diferencia con respecto a hace 250 millones de años: en la actualidad, bajo nuestros pies, un ejército de lombrices está excavando sin descanso. Y serán estos seres viscosos y sin patas, desprovistos de garras y de caparazón, los que nos salven del problema de la contaminación.

Veamos cómo. Antes de nada, consideremos el fenómeno de la eutrofización como una especie de indigestión. El suelo, con la fertilización, ha engullido una cantidad excesiva de nitrógeno que no logra digerir y que, por lo tanto, expulsa con el agua que lo atraviesa.