Lo que dicen los dioses - Alberto Ávila Salazar - E-Book

Lo que dicen los dioses E-Book

Alberto Ávila Salazar

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"Una obra tan original como sorprendente en la que conviven fantasmas del pasado, hombres y dioses". David H. de la Fuente Dicen que el tiempo lo cura todo, pero no es verdad, hay crímenes que son demasiado terribles. Lo que dicen los dioses trata de uno de estos crímenes que parecen destinados a obsesionar a las generaciones venideras. En el Madrid de los años cuarenta, un carnicero emprende una brutal carrera asesina. Introvertido y seco, pero respetado y buen trabajador, alberga terribles fantasías morbosas. Varios años después un comisario de policía y una extraña médium, al rescatar del olvido aquel asunto, quedan trágicamente atrapados en él. Han visto más de lo que podían soportar y algo en ellos se ha roto, su mirada perderá toda inocencia. En 1975 una joven periodista vuelve a exhumar aquellos crímenes y descubre que detrás de ellos hay mucho más de lo que parece. Con el paso del tiempo se darán cuenta de que se enfrentan a un crimen cuya solución siempre es esquiva.

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LO QUE DICEN LOS DIOSES

Alberto Ávila Salazar

«Puisque je n’ai pu te chasser ni te haïr, reçois mes honneurs secrets».

Victor Segalen. Au Démon secret

«Puesto que no he podido ahuyentarte ni odiarte, recibe mis honores secretos».

Victor Segalen. Al Demonio secreto

Prólogo: Antiguos dioses despertaron

Lo que dicen los dioses me atrapó desde el título. Sencillo, nada pretencioso y a la vez incompleto, como si fuera un trozo de una conversación a la que hemos llegado tarde pero de la que nos queremos enterar a toda costa. Me gustó su indeterminación —puede entenderse de formas muy contradictorias, pero, al final, todas ellas se acaban complementando— y me intrigó lo suficiente como para aparcar varias tareas que tenía pendientes y leerlo lo antes posible.

Si el título de la novela captó mi atención, lo que encontraba a cada página confirmó y alimentó mi extrañeza y mi interés: una vidente italiana que empatiza hasta extremos dolorosos con el espíritu de varias niñas asesinadas; un carnicero intrigante de vida oscura —recordemos que todo empieza en el Madrid ya lejano de los años cincuenta, cuando todavía no se habían superado los rigores de la posguerra—; un policía de vida dura que acabará viendo más de lo que puede asumir y perderá lo cordura… Ya en los años setenta, una periodista especializada en temas sobrenaturales sucumbirá a su curiosidad y se enfrentará con todas estas heridas abiertas tratando de buscar una solución.

Narrada con una extraordinaria sencillez, casi de manera esquemática y prácticamente a pie de calle, sin recurrir a grandes artificios, Lo que dicen los dioses nos obliga a mirar por el rabillo del ojo, enfrentándonos con enigmas inconcebibles. Alberto Ávila ha tenido la habilidad de disfrazar de «lectura fácil» lo que en realidad es una apuesta arriesgada: como en un circo de tres pistas, el escritor juega a combinar elementos que podrían no cuajar, como el agua y el aceite: la aparición de un culto pagano: crímenes rituales en esa España católica y tradicionalista; la insinuación de que dentro de nuestra ciudad existe otra ciudad invisible que solo pueden ver los que miran de verdad. El gran acierto está en unificarlo todo dándole la verosimilitud de la crónica negra, como si fuera uno de esos reportajes sensacionalistas que salían en el periódico El Caso, que de forma tan elocuente nos hablaban de la sociedad de la época, de su pintoresquismo y sus miserias.

Jugar con varias barajas a la vez y hacerlo de forma coherente, sin trampa ni cartón, requiere la habilidad de los mejores tahúres. Además, como en las buenas novelas, Alberto Ávila consigue hacerlo a su manera, como es él: con prudencia, con buen gusto, sin querer llamar la atención. En definitiva, Lo que dicen los dioses es uno de esos libros que esconden mucho más de lo que muestran, y que casi se leen solos.

No encontrará el lector pasajes sensacionalistas, llamadas de atención o truculencia innecesaria. Todo lo contrario: se verá ante una narración fluida de los crímenes y su investigación, la rutina de todos los implicados —el agresor y las víctimas; los testigos, los investigadores y los periodistas— y acabará dándose cuenta de que los fantasmas están entre nosotros.

David G. Panadero,

Director de la colección Off Versátil.

EL TIEMPO DE SERENA

Serena Conti nació en Saló, en una familia afín al régimen de la República Social Italiana. Cuando cayó Mussolini, tuvo que huir del país y llegó junto a su marido a Barcelona a finales de 1945. El matrimonio tenía planeado dirigirse a Suiza desde allí, pero unos amigos le procuraron casa y posición en Madrid, por lo que al final se quedaron en la capital, en la calle Lagasca, muy cerca de la monumental embajada italiana.

Bruno Persichetti, el esposo de Serena, murió poco después, en 1947. La suya fue una muerte extraña: una noche se despertó sonámbulo, perdió el equilibrio al subir las escaleras y se desnucó. Persichetti falleció con treinta años sin haber dejado descendencia. Aquel suceso convirtió a Serena en médium.

La italiana empezó a ver el fantasma de su marido y a comunicarse con él. Era raro el día en que Serena no se despertaba sintiéndolo a su lado, en la cama. Se trataba de un espíritu poco posesivo, que le pedía que aliviara el luto y que rehiciera su vida, por lo que no tardó en recuperar su apellido de soltera. A pesar de todo, nunca se volvió a casar. Y eso que no le faltaron ocasiones por su condición de viuda joven, guapa y bien posicionada.

Aún no había llegado a la treintena y su belleza estaba lejos del estereotipo latino. Tenía unos ojos expresivos de color azul grisáceo, como los de una niña atónita. Su cabello era de un rubio desganado que a veces poseía dorado y otras caoba. Era algo pecosa, según la estación del año, en verano más que en invierno. Serena parecía sonreír hasta cuando no lo hacía; el único rasgo de su rostro que deshacía su armonía general era la mandíbula, ancha y angulosa, poco femenina. Un motivo de inseguridad para la italiana, que siempre llevaba un pañuelo o una bufanda al cuello. Solía enmarcar su rostro con una media melena suelta, poco adecuada para una viuda, pero muy oportuna para ocultar las aristas de su imperfecto óvalo facial.

Serena sabía que tenía un talento que la distinguía y lo puso al servicio de la gente. Poseía la capacidad de comunicarse con los muertos, era una sensitiva.

Su reputación se propagó por el castigado Madrid de la posguerra. Entre la alta sociedad se había difundido el rumor de sus poderes con gran velocidad, no había fiesta a la que dejara de ser invitada o celebración social que no contara con ella. Se decía que Francisco Franco la visitaba frecuentemente. Aunque la beatería del dictador le impedía creer en médiums y brujas, no pudo evitar que su esposa fuera asidua a Serena. La italiana hacía demostraciones de su talento de manera desinteresada y gratuita, gracias a ella se recuperaron los cadáveres de varios soldados, se encontró a personas desaparecidas y se resolvió algún que otro asesinato.

La eficacia y honestidad de Serena Conti había llamado la atención de la policía que, al principio con cortedad y mucha discreción, empezó a solicitar su ayuda. Al poco tiempo llegó a ser de tanta utilidad que la llamaban para que se presentara en la escena del crimen antes, incluso, de que el juez ordenara el levantamiento del cadáver. Allí percibía dolor, sufrimiento, formas y rostros. Los rostros de los asesinos. Era un trabajo desagradable, pero nadie mejor que Serena sabía lo ingrato que es morir y la importancia de tener una sepultura digna.

***

Corría el año 1954. Una mañana de primavera, Serena Conti paseaba por la calle Héroes del 10 de Agosto cuando, al llegar hasta el paseo de Calvo Sotelo, se sintió repentinamente enferma. Había experimentado muchas veces, por percepción paranormal, la agonía y la muerte, pero hasta aquel día no las había percibido con tanta intensidad. Serena vomitó en la calle y, acto seguido, cayó sin conocimiento sobre la acera.

La italiana recuperó el sentido en un banco del paseo. Tenía a su alrededor a un grupo de personas que se preocupaban por ella.

—¿Está usted bien? —le decía un hombre—. Soy médico. ¿Me dice su nombre? ¿Me puede ver?

Serena había sido sufrido un trauma extrasensorial. La médium recordaba un frío intenso y terrible, un frío antiguo, y a cuatro o cinco chicas muy jóvenes y vestidas de novia. Seguramente estaban casadas, porque había visualizado a cada una de ellas con un anillo. De eso estaba segura, del anillo.

Al día siguiente Serena se citó con el comisario de policía Roberto Iríbar en el edificio de Correos, en la plaza de Cibeles. La mujer temía acercarse a la esquina donde se había desvanecido la mañana anterior. Iríbar apareció puntual, llevaba años trabajando con la italiana y se fiaba de sus intuiciones, casi nunca se equivocaba. Lo más frustrante de trabajar con ella es que a veces veía al criminal, pero, por falta de pruebas, no podían encausarlo.

El comisario nunca había visto tan demacrada a Serena y se alarmó cuando supo que su aspecto físico se debía a la visión que había tenido el día anterior. Iríbar había estado con la vidente en escenarios de crímenes horrendos y, aunque sufría, la médium intentaba disimularlo y se mostraba siempre digna. Subieron muy despacio el paseo de Calvo Sotelo y, a la altura de Marqués del Duero, Serena empezó a dar muestras de malestar.

—¿Qué siente, señora Conti? —preguntó el comisario cogiéndola del brazo. Temía que se fuera a desmayar.

—Lo mismo que ayer —titubeó—. Son cinco y están vestidas de novia, tienen un anillo. Y están pasando mucho frío… —Y dicho esto rompió a llorar.

Una hora después, Iríbar había reunido a cuatro agentes. Serena les había señalado cuál era el edificio donde había ocurrido el suceso; en la planta baja había un comercio cerrado. Iríbar preguntó al portero y a los vecinos del inmueble, y le indicaron que se trataba de una carnicería y que llevaba cerrada unos dos años. Pertenecía a un tal Rosendo, quien al parecer se había ido a América después de cerrar el comercio. La historia le chocó al comisario, nadie se va a hacer las Américas sin haber liquidado antes todos sus negocios. ¿Por qué no vendió el local antes de irse?

Serena Conti se fue al cercano café Lyon y allí, en contra de su costumbre, pidió un vaso de vino. Era casi abstemia, pensaba que resultaba poco decoroso que una mujer bebiera alcohol. La ebriedad no consiguió distraerla de su inquietud.

Rosendo Márquez Galindo fue el pequeño de seis hermanos, de ellos solamente cuatro llegaron a la edad adulta. Su padre era agricultor. En 1918, acuciado por el hambre y la miseria, se llevó a su mujer y a sus hijos a Madrid. En la capital aprendió el oficio de fresador y empezó a abrirse camino. El hermano mayor, Ramón, empezó a trabajar como mancebo en una carnicería y, al poco tiempo y con mucha suerte, consiguió hacerse con un negocio cerca de la plaza de Cibeles. Bajo el auspicio de la diosa prosperó, y el suyo fue uno de los primeros negocios de Madrid con cámara frigorífica. Se hizo con proveedores de calidad, y la carnicería Márquez no tardó en ser en una de las más señeras.

Cuando estalló la guerra civil todos menos Rosendo fueron llamados a filas, se libró de sus deberes con la patria por haber nacido con tres dedos en cada mano; una tara que le impedía manejar un fusil pero no manejar un cuchillo. En la batalla de Brunete mataron a dos de sus hermanos y un tercero desapareció sin dejar rastro. Rosendo, que había perdido a sus padres poco antes, se quedó solo en el mundo en cuestión de semanas y heredó el negocio familiar.

Era un hombre frío y sin sentimientos. Durante la guerra cerró la tienda, pero siguió comerciando discretamente, pues conservó los contactos pertinentes para conseguir carne de calidad, quizás la mejor de un Madrid hambriento y asediado. A la sombra de una diosa Cibeles humillada y sepultada bajo sacos de tierra, hizo bastante dinero.

Una vez acabada la guerra, Rosendo dio fin a su carrera como estraperlista de carne y volvió a abrir la tienda. En este momento fue cuando empezó a dar rienda suelta a una faceta oscura de su personalidad que siempre había intentado reprimir. Al carnicero solamente le excitaban las niñas entre los seis y los diez años, antes de la menarquía. Durante la contienda tuvo muchas oportunidades de desahogar sus aberrantes instintos, pero no llegó a hacerlo. Se había acostumbrado a procurarse placer en solitario, evocando imágenes en su cabeza.

Las horas iban pasando y Serena Conti seguía en el café Lyon. La italiana pidió otro vino, las imágenes se desplazaban dentro de su cabeza como llevadas por una ventisca. A cien metros de distancia, la policía seguía trabajando. La carnicería estaba clausurada con tablones. El comisario Iríbar se extrañó de que, en el tiempo que llevaba cerrado el local, nadie hubiera entrado en él, puesto que había sido un buen refugio para vagabundos. Otra incógnita. Retiraron las tablones, dentro había una oscuridad espesa, un aire de otra época. Uno de los policías llevaba una linterna de pilas, Iríbar se la arrancó de las manos y encabezó la comitiva. El haz de luz mostraba la siniestra estampa de los lugares abandonados: ratas, telas de araña agitadas por la brisa que entra por primera vez en años, nubes de polvo… Sin embargo, el comisario notó una sensación ominosa, algo que no podía explicar. Quizás fuera por influencia de su conversación con Serena, pero él mismo empezó a presentir una sombra de horror como jamás había percibido en ninguna escena de un crimen. El local no parecía muy grande, aunque a oscuras era muy difícil determinar sus dimensiones exactas. Estaba surcado por un mostrador, y detrás de él colgaban ganchos herrumbrosos donde antaño se exhibía la mercancía. Iríbar rodeó el obstáculo y vio dos mesas alargadas con sierras y cuchillos oxidados. Detrás había una puerta, ya no llegaba un solo átomo de luz de la calle. Fuera se habían quedado dos policías para evitar que la gente curioseara. Roberto Iríbar había entrado en la trastienda. Los ganchos que colgaban en esta sala eran más grandes que los de la anterior, el suelo estaba lleno de grasa oscura y maloliente, las ratas y los insectos corrían veloces a fundirse con la oscuridad. Al fondo de esta habitación había otra puerta, en este caso era metálica y estaba cerrada con dos pesados y herrumbrosos pestillos que consiguió abrir con problemas: parecía ser una cámara frigorífica. Dentro, el hedor era muy intenso e Iríbar se sintió flaquear. La oscuridad era tan densa que la luz de la linterna apenas podía cortarla. En una esquina de la sala había unos bultos. El comisario se acercó, había un grupo de sacos apilados, se agachó y abrió el contenido. Había encontrado los cadáveres.

***

Los criminales sexuales suelen desarrollar su carrera delictiva de manera paulatina, aumentando con el paso del tiempo la intensidad de sus depredaciones. En el caso de Rosendo no fue así. Llevaba tantos años sofocando sus instintos que, cuando cedió, lo hizo con la más absoluta ferocidad, como si se abriera una esclusa.

Rosendo soñaba con casarse algún día y, poco después de que acabara la guerra, se vio tentado a contraer nupcias con una costurera. A Rosendo le gustaba asistir a bodas, los fines de semana se ponía un traje y se iba a los Jerónimos a ver alguna ceremonia. Esto le excitaba. Miraba a las niñas vestidas de gala. Le gustaban las mujeres que se casaban de blanco, si no era así, abandonaba la iglesia. Su querencia por los trajes de novia le llevó a interesarse por las sedas, los encajes, los tules o las organzas, unas preocupaciones femeninas que llevaron a Rosendo a plantearse muchas veces su hombría. Llegó a comprar cinco trajes de novia que escondía celosamente en un doble fondo en el suelo de su casa y, de noche, se los probaba. Fantaseaba con casarse por la iglesia con una o con varias niñas, y también con cosas mucho más extrañas. Dentro de su imaginario, la fuente de la Cibeles ocupaba un papel crucial. Los republicanos habían enterrado a la diosa durante la guerra con sacos y, cuando los nacionales se hicieron con ella, la exhumaron. Rosendo fue testigo de ello, y cuando vio el rostro pálido e intacto de la diosa emerger sintió una sacudida en su interior; algo parecido a una epifanía. Una visión. Notó un vértigo astral y sublime, se sintió el único custodio de una revelación divina. Aquella misma noche Rosendo Márquez cometió su primer asesinato.

Después de cerrar la carnicería se dirigió a su casa, allí cogió uno de los trajes de novia que tenía escondidos, lo metió en una maleta y se lo llevó a su local. Luego hizo un nudo corredizo en una soga y la pasó por una tubería del techo, de tal manera que el nudo y el otro extremo de la cuerda quedaran equidistantes entre sí, haciendo polea.

Soledad Varela tenía diez años y era hija única. Su madre se dedicaba a la prostitución en los alrededores de la calle Ballesta y se subía a sus clientes a una pensión de la calle del Barco. Mientras su madre trabajaba, la niña pasaba todo el día fuera a de casa, se sacaba propinas haciéndoles recados a los comerciantes de la zona. Su ruta por las tardes era más o menos fija; acudía a primera hora a una botica de Hortaleza para llevarles medicinas a los ancianos que no podían moverse de su casa, después iba a un café de la calle San Marcos donde, a veces, la ponían a fregar o a servir mesas y, a última hora, acudía a la carnicería de Héroes del 10 de Agosto en la cual el dueño, a cambio de un poco de compañía, le daba algunas perras de la caja. El carnicero era muy estimado en el barrio porque era generoso con los niños.

Soledad se había entretenido con los encargos de la botica y llegó tarde a la carnicería, se sintió decepcionada cuando vio que estaba cerrada, pero por lo menos se había ganado algunas monedas. No había visto a su madre rondando por la calle, por lo que imaginaba que había tenido un día atareado. La niña subía la calle de Alcalá cuando, a la altura del Ministerio del Ejército, se topó con Rosendo. La niña le abordó y el carnicero enseguida se percató de que aquella era su oportunidad. Acarició el cabello de la pequeña y, con una sonrisa, le aseguró que le iba a dar mucho dinero con dos condiciones: la primera que fuera a la carnicería a las diez de la noche, y la segunda que, mientras tanto, no se lo dijera a nadie.

—¿Y por qué no se lo puedo decir a nadie? —preguntó Soledad.

—Porque si lo cuentas le tendré que dar dinero a todos los niños y habrá menos para ti.

La niña quedó convencida y, a la hora fijada, allí se presentó.

—¿Le has contado a alguien adónde venías? —preguntó Rosendo cuando tocó la puerta. La niña negó con la cabeza—. ¿Ni siquiera a tu madre? —insistió.

—No he visto a mi madre, pero tengo que volver pronto a casa porque, si no, se preocupará. Es muy tarde.

Rosendo miró a ambos lados de la calle. No había nadie, le abrió la puerta a la niña y cerró suavemente.

Encontraron cinco cuerpos envueltos en sacos, apenas quedaban un puñado de huesos. A simple vista, y sin necesidad de que el forense emitiera informe alguno, por el tamaño de los restos eran de niños de alrededor de los 10 años de edad. El comisario Iríbar comprendió de inmediato el malestar de la señora Conti. Alrededor del cuello de cada una de las víctimas quedaban los restos de una soga, por lo que posiblemente fueran asesinadas con ella por asfixia o ahorcamiento.

El café Lyon estaba a punto de cerrar, solamente quedaban un puñado de artistas borrachos tratando de que los camareros tuvieran a bien invitarlos a una última ronda, o bien que les perdonaran algunas de las innumerables que se habían bebido.

El comisario Iríbar salió hasta el mostrador de la tienda. Dirigió la linterna hacia el suelo y reunió a sus hombres. Les dijo que este se trataba de un caso que podía ser muy grave y que, por lo tanto, debían ser discretos. Ordenó que llamaran al juez de guardia y que le dijeran que había niños muertos, y luego volvió a entrar en la sala donde se encontraban los cadáveres y volvió a examinar los huesos; todos estaban cubiertos por una tela de color ocre. Se agachó para observarla más de cerca, estaba tan podrida que con solo tocarla con los dedos se deshacía, si bien notó que tenía unas pequeñas piedras o cristales muy sucios adheridos. Entonces vio un cráneo cubierto por un ajado velo nupcial. Eran vestidos de novia, con una talla muy grande para esas niñas, pero vestidos de novia al fin y al cabo. Recordó lo que le dijo hacía apenas una hora con Serena, y sintió ese escalofrío que a veces le producía trabajar con la vidente. Se volvió hacia uno de los agentes y le dijo:

—La señora Conti. ¿Sabes quién es? ¿La conoces?

El policía se sintió avasallado:

—¿La bruja? ¿La que siempre trabaja con usted? La conozco.

—Pues bien, está en el Lyon, tráigala aquí inmediatamente.

***

Soledad entró en la carnicería; había estado muchas veces, pero nunca la había visto en penumbra, por eso le pareció diferente.

—Entra conmigo —le dijo Rosendo. No quiso encender las luces, así que prendió una vela. La niña le seguía dócilmente.

—¿Tienes miedo a la oscuridad? —le preguntó, notando sus manitas agarrándole el faldón de la camisa.

—Lo normal —contestó la niña.

Rosendo se preguntó si existía un miedo normal

—¿Cuánto dinero me vas a dar? —añadió Soledad.

—Mucho.

Pasaron a la trastienda, donde colgaban jamones, longanizas y medias reses. Podría haber usado el cuchillo, pero algo se lo impidió. Rosendo tenía un plan determinado y no quería salirse de él. Ya estaba decidido. La acción es la consecuencia de la decisión. Todo estaba escrito. Nada podía salirse de los límites.

—¿Por qué no enciendes la luz? —preguntó Soledad.

—No funciona, por eso llevo una vela, ¿no ves?

Con un gesto le indicó a la niña que se sentara. Ella lo hizo. Abrió la maleta que había dejado unas horas antes y sacó su contenido.

—¿Sabes lo que es esto?

—Es un traje de novia —dijo la niña.

—Muy bien. ¿Te gustaría casarte?

—No sé, mi madre no está casada. No tengo padre… Pero creo que sí. Me gustaría estar en casa y que mi marido trabajara y trajera dinero.

Rosendo sonrió con amargura.

—¿Y te casarías conmigo? —Soledad, por primera vez, empezó a notar algo siniestro. Había confiado en él porque le conocía y siempre era bueno, pero de repente se sintió indefensa.

—Es tarde. Me voy a casa.

Rosendo, entonces, se sacó del bolsillo tres pesetas y se las dio. La niña acercó la mano a la vela para mirar cuánto le había dado. Al comprobar la cantidad, dejó escapar una risa de satisfacción.

—Ahora te doy más, espera.

—¿Más?

—Sí, pero antes te voy a poner este traje. ¿Te parece?

—No me lo voy a poner, es enorme. Parecen cortinas.

Rosendo sabía que no era momento de discutir, no quería que la niña se pusiera a gritar. Era entonces o nunca, cogió a Soledad de las axilas y la levantó en volandas. La puso de pie encima de la mesa que utilizaba para deshuesar.

—Sabes que para casarse hay que ponerse un anillo, ¿no?

—Sí, claro.

—¿Quieres que te dé un anillo? Uno de los caros.

—Sí.

Rosendo cogió el lazo de la soga que tenía la niña detrás y se lo puso en torno al cuello.

—Esto es un collar —protestó la niña.

—Pero te dejará un anillo rojo en la garganta.

Al punto que dijo esto, tiró la mesa sobre la que estaba la niña y esta cayó como un peso muerto. Con la mano izquierda, sujetó el extremo de la cuerda y la levantó con tanta violencia que hizo que la cabeza de la pequeña golpeara contra el techo. La sostuvo en vilo hasta que dejó de moverse. Luego la dejó caer, la desnudó y la cubrió con el traje de novia. Entonces decidió que el matrimonio debía consumarse.

El policía, conforme se acercaban a la carnicería, notaba cómo las piernas de la señora Conti flaqueaban.

—¿Qué han encontrado? —preguntó la vidente.

—No lo sé, señora. Yo no lo he visto, me quedé fuera. Parece que hay niños muertos.

La italiana se sentía peor, hasta el punto de que apenas podía sostenerse.

—No voy a poder llegar a ver los cadáveres. Me haría mucho daño. Me siento enferma. Dígale al comisario que no puedo ayudarle.

El policía temía la ira de Iríbar, así que insistió, pero fue inútil. El malestar de la médium era muy evidente, el agente se ofreció a llevarla a su domicilio en coche, pero ella se negó. Al final logró que Serena aceptara que la acompañara hasta la parada del tranvía. Un caballero le cedió un asiento. Al pasar cerca de la calle Héroes del 10 de Agosto las imágenes se fueron haciendo más claras, poco a poco se iba formando en su mente un dibujo inteligible de los sucesos. Una trama con la consistencia de un sueño que insiste en mantenerse en el recuerdo después del despertar. Conforme iba ordenando en su cabeza las visiones, echó la vista atrás y contempló la fuente de la Cibeles, enmarcada entre el Palacio de Comunicaciones y el Banco de España. De noche, el mármol blanco se volvía grisáceo y siniestro. Agradeció alejarse de la estatua.

***

Rosendo pasó varias horas dejando limpio el esqueleto de la niña. Estaba acostumbrado a mancharse de sangre, pero aquella vez había sido diferente. Pensó que los huesos los podría vender para caldo, pero de momento prefirió esconderlos en el mismo doble fondo del suelo donde solía esconder el dinero. Los huesos bien limpios no huelen. La carne la iba a poner a la venta, la haría pasar por cerdo o bien la picaría. Era la primera vez que trabajaba con un ser humano, así que le llevó varias horas completar la faena. Cuando salió del comercio, con la intención de irse a dormir a casa, cogió un trozo de carne fileteado de Soledad y se lo metió en el bolsillo. Ya no distinguía a qué parte del cuerpo pertenecía; quizás a un muslo o a un glúteo. Salió a la calle, que estaba desierta, y se dirigió hacia la fuente de la Cibeles. La rodeó buscando algún sitio donde pudiera sentir la pétrea mirada de la diosa, pero no lo encontró. Los dioses casi siempre ignoran a los hombres, y mucho más a los que les son fieles. Rosendo se sacó del bolsillo el trozo de carne y lo tiró a la fuente, como una ofrenda. El carnicero no lo sabía, pero se había convertido en un coribante, en un sacerdote de Cibeles. Se quedó unos minutos enfrente de la estatua y, de haber conocido alguna oración para dedicársela a la diosa, la habría musitado. Rosendo estaba casi sumido en trance cuando una voz le devolvió a la realidad:

—¿Qué hace usted ahí?

El carnicero se volvió sobresaltado. En la oscuridad y con la amplitud de la plaza no podía distinguir quién se había dirigido a él. El desconocido volvió a repetir la pregunta, y Rosendo por fin le vio. Al identificarle sintió alivio, era un sereno. Su blusón gris y su gorra de plato eran inconfundibles. Y además le conocía, se llamaba Joaquín.

—¿No me reconoces, hombre? ¡Soy Rosendo, el de la carnicería!

—¿Y qué haces rondando la fuente?

—¿Qué pasa? ¿No la puedo mirar? Me he quedado hasta tarde trabajando y aprovecho para verla de cerca. De día hay demasiada gente. Y es bien bonita.

Joaquín sonrió y acompañó a casa al asesino. La noche era tranquila y el sereno agradeció la compañía.

Dos días después, pese a los esfuerzos del comisario Iríbar, el semanario El Caso ofreció la noticia de los crímenes. Incluso consiguieron fotos del interior del establecimiento, pero no de los cadáveres. Iríbar sabía que estas filtraciones a la prensa eran ineludibles, pero no pudo evitar enfadarse. Incluso se imaginaba quién era el culpable del chivatazo. Estaba seguro de que no podía ser nadie del cuerpo, pues creía tenerlos a todos amedrentados. Sospechaba de la gente del juzgado. Incluso de los mismos jueces a los que les había tocado estar de guardia. Pero, claro, estas eran conjeturas que no podía compartir con nadie. En el artículo hablaban de que las niñas fueron asesinadas en el lapso de varios años y estaban colocadas siguiendo una ceremonia grotesca. Habían entrevistado a los vecinos, los más viejos recordaban a la persona que regentaba el establecimiento, ese tal Rosendo Márquez que parecía haber desaparecido de la faz de la tierra y que, muy probablemente, hubiera muerto sin haber pagado por sus delitos. El comisario estaba habituado a ver cómo, muchas veces, la prensa tenía más datos sobre algunos casos que la misma policía. Lo que los periódicos no sabían es que el forense había determinado que a los huesos encontrados, por los golpes y cortes que se habían encontrado en ellos, se les había arrancado literalmente la carne. Este dato reforzaba la vinculación de Márquez con el crimen, pues ese trabajo era propio de un carnicero. Sin embargo, el comisario Iríbar seguía teniendo sus dudas. No es normal que un asesino esconda el cadáver en el sitio donde trabaja, es una locura, aunque es evidente que los crímenes tienen el aspecto de haber sido cometidos por una persona que no está en sus cabales. Iríbar necesitaba conocer la fecha de los asesinatos, porque también era posible que alguien, una vez cerrada la tienda, optara por esconder allí los cuerpos confiando en que tardarían años en encontrarlos. Le preocupaba mucho este asunto. La manera en que se había descubierto era delicada, puesto que, aunque era bien sabido que la señora Conti llevaba varios años colaborando con la policía, no siempre era fácil justificar su intervención en un procedimiento judicial. Iríbar había hecho constar en el atestado que la investigación comenzó como consecuencia de una llamada telefónica anónima; sin embargo, resultaba consciente de que la intervención de la italiana tenía que continuar, por lo que insistió en hacerla regresar al lugar de los hechos. Durante varios días no logró hacerlo, ni siquiera consiguió hablar con ella. La prensa fue ocupándose cada vez más del asunto, con poca imaginación lo bautizaron «el crimen de la carnicería».

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El Real Madrid había sido campeón de liga después de veintiún años. La prensa no paraba de hablar de este tema y de Di Stéfano, pero todas las noticias se agotan. ¿Y por qué no entretener a la gente con un suceso sangriento? Y mucho mejor si procede de un pasado lejano. Por aquellos años El Caso solamente podía hablar de un único crimen sucedido en España, puesto que había que transmitir a la opinión pública el mensaje de que este era un país seguro. Sin embargo, no había ningún problema en desenterrar unos cuerpos asesinados hace muchos años, quizás de la heroica guerra civil o de antes de que Franco hubiera ascendido al poder. Era una noticia oportuna, pensó Iríbar, y sintió mucho asco.

El crimen de la carnicería no llegaba a aburrir a la opinión pública. Seguramente, si no hubiera sucedido el crimen de Jarabo cuatro años después, aquel habría sido el caso criminal más famoso de los cincuenta. Las autopsias definitivas señalaron que todas las niñas rondaban los diez años y que fueron deshuesadas por un profesional. Los asesinatos seguramente se cometieron en un lapso de uno o dos años, de tal manera que es probable que los homicidios sucedieran aproximadamente, en 1945 o 1946. La causa de los fallecimientos, por la ausencia de vísceras, era muy difícil de determinar, pero por la fractura y luxación de las dos primeras vértebras cervicales en tres de las menores, parecía probable que todas hubieran perecido por ahorcamiento, probabilidad respaldada por el hecho de que en torno al cuello hubiera una soga. El asesinato por ahorcadura es muy extraño, sin embargo, en este caso se daba el presupuesto principal para que se presentara: una gran superioridad física por parte del agresor o de los agresores. La inspección pormenorizada del lugar de los hechos tampoco fue de mucha ayuda para la investigación; el lugar llevaba demasiado tiempo cerrado, y las pruebas, de existir, ya se habían desvanecido. Por otro lado, aquel era un lugar donde se cortaba, deshuesaba y picaba carne a diario, por lo que, si en verdad fue aquel el lugar donde se asesinaron y trocearon a las niñas, sería imposible encontrar pruebas determinantes de ello. El comisario Iríbar se había percatado de que el techo estaba surcado por muchas tuberías, y pensó que, tal vez, las niñas pudieron ser izadas desde allí, pero no encontraron ningún indicio objetivo que apoyara su teoría. Otras líneas de investigación tampoco resultaron más concluyentes, nadie pudo averiguar el paradero de Rosendo Márquez. Localizaron a dos parientes lejanos, uno residente en Cáceres y otro en un pueblo de Toledo. Ambos afirmaron que perdieron el contacto con Rosendo unos diez años atrás, después del funeral de sus padres. Dos ayudantes que trabajaron en la carnicería afirmaron que esta cerró en 1948 y que su jefe no dio explicación alguna, si bien uno de ellos creyó recordar que comentó, como de pasada, que se marchaba a Uruguay. Aunque lo cierto es que la carnicería funcionaba bien y no tenía razón alguna para marcharse tan lejos para buscar fortuna. El rumor de Uruguay, o Paraguay según otros vecinos del barrio, parecía el más probable, pero hacía muy difícil su localización. En cuanto al sospechoso, se sabía que nació en un pueblecito de Cáceres, que por una deformación de nacimiento en las manos no combatió en la guerra y que nunca se casó. Los vecinos que le recordaban hablaban maravillas de él: era muy callado, pero no tenía vicios conocidos; no bebía, no fumaba, no se le veía con mujeres, era trabajador, asiduo a la iglesia, no dudaba en fiar a la gente del barrio y le gustaba estar rodeado de niños. Los adoraba, les daba regalos, caramelos, dinero, de todo. Le perdía su generosidad. Iríbar se puso de inmediato en guardia cuando supo esto. Se quiso entrevistar con gente del barrio que hubiera conocido a Rosendo; consiguió hablar con dos mujeres que no recordaban absolutamente nada extraño en el comportamiento del carnicero. No obstante, el comisario extrajo un importante dato de esa conversación. Esas mujeres contaron cómo diez años atrás desapareció una niña en la zona, hija de una prostituta de Ballesta.