Los Buddenbrook - Thomas Mann - E-Book

Los Buddenbrook E-Book

Thomas Mann

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Beschreibung

Inspirada en la historia de su propia familia y ambientada en una ciudad del norte de Alemania que retrata con pocos cambios su Lübeck natal, Thomas Mann recrea en Los Buddenbrook más de cuarenta años (de 1835 a 1876) y cuatro generaciones de una saga que, en palabras del propio autor, es una auténtica «historia del alma de la burguesía alemana».Si los personajes principales (los integrantes de la familia) resultan inolvidables, el talento de Mann, realista en la observación y delicado en sus matices, hace que incluso la aparición más fugaz de cualquier secundario adquiera consistencia. Más que una novela, todo un mundo.Leer hoy día Los Buddenbrook es retornar al pasado, embarcarse en un viaje de placer a lo largo de una época antigua y distinta, dejarse mecer por la prosa tranquila y exquisita de Thomas Mann mientras nos conduce a través de una saga familiar con una miríada de elementos, personajes y situaciones. Es ésta una de esas novelas que constituyen un universo por sí mismas, atesorando dentro de sí comportamientos, actitudes, gestos, personalidades y puntos de vista.

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Inspirada en la historia de su propia familia y ambientada en una ciudad del norte de Alemania que retrata con pocos cambios su Lübeck natal, Thomas Mann recrea en Los Buddenbrook más de cuarenta años (de 1835 a 1876) y cuatro generaciones de una saga que, en palabras del propio autor, es una auténtica «historia del alma de la burguesía alemana».

Si los personajes principales (los integrantes de la familia) resultan inolvidables, el talento de Mann, realista en la observación y delicado en sus matices, hace que incluso la aparición más fugaz de cualquier secundario adquiera consistencia. Más que una novela, todo un mundo.

Leer hoy día Los Buddenbrook es retornar al pasado, embarcarse en un viaje de placer a lo largo de una época antigua y distinta, dejarse mecer por la prosa tranquila y exquisita de Thomas Mann mientras nos conduce a través de una saga familiar con una miríada de elementos, personajes y situaciones. Es ésta una de esas novelas que constituyen un universo por sí mismas, atesorando dentro de sí comportamientos, actitudes, gestos, personalidades y puntos de vista.

Thomas Mann

Los Buddenbrook

Decadencia de una familia

Título original: Buddenbrooks. Verfall einer Familie

Thomas Mann, 1901

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO I

—¿Cómo era eso? ¿Cómo… era…?

—¡Ay, demonio! ¿Cómo era? C’est la question, ma très chère demoiselle!

La consulesa Buddenbrook, sentada al lado de su suegra en el sofá de líneas rectas, lacado en blanco, tapizado en amarillo claro y adornado con una cabeza de león dorada en lo alto del respaldo, dirigió una mirada a su esposo, instalado junto a ella en un sillón, y salió en ayuda de su hija pequeña, a quien el abuelo sostenía sobre las rodillas, junto a la ventana.

—A ver, Tony —dijo—. «Creo que Dios…».

Y la pequeña Antonie, una niña de ocho años de complexión delicada, ataviada con un vestidito de seda tornasolada muy ligero, apartando un poco la hermosa cabecilla rubia de la cara de su abuelo, clavó sus ojos azul grisáceo en el fondo de la habitación con gesto de esforzarse en hacer memoria pero sin ver nada, repitió una vez más «¿Cómo era?» y empezó a decir lentamente:

—«Creo que Dios…» —y luego, al tiempo que se le iluminaba la carita, se apresuró a añadir—: «me ha creado junto con todas las demás criaturas».

De pronto, había encontrado el hilo y, exultante e imparable, tiró de él y recitó de corrido el artículo entero, al pie de la letra según el catecismo que, con la aprobación de un Senado ilustre y sabio, acababa de ser revisado y publicado de nuevo en aquel año de 1835. Una vez se cogía velocidad, pensó, era una sensación muy parecida a la de deslizarse en trineo por el Jerusalemberg[1] nevado en compañía de sus hermanos: casi se le borraban a una las ideas y era imposible parar por mucho que quisiera.

—«Y me ha dado vestido y calzado —dijo—, comida y bebida, casa y hacienda, mujer e hijo, tierras y ganado…».

Al llegar a estas palabras, el viejo Monsieur Johann Buddenbrook no pudo evitar echarse a reír, con aquella risa suya tan característica, aguda y ahogada, que tenía preparada en secreto desde hacía rato. Reía de placer por tener ocasión de mofarse del catecismo y, sin duda, había iniciado aquel pequeño examen con ese único fin. Preguntó a Tony por sus tierras y ganado, se informó de cuánto pedía por una saca de trigo y se ofreció a hacer negocios con ella. Su cara redonda, suavemente sonrosada y de gesto bondadoso, en la que no había lugar para el menor asomo de malicia, estaba enmarcada por unos cabellos blancos como la nieve, empolvados; y una discretísima coletita, apenas una insinuación, caía sobre el amplio cuello de su levita gris ceniza. A sus setenta años, seguía siendo fiel a la moda de su juventud; únicamente había renunciado a los galones en la botonadura y en los grandes bolsillos y, eso sí, jamás había llevado pantalones largos. Su barbilla, con una hermosa papada, descansaba holgada y plácidamente sobre la blanca chorrera de encaje.

Todos habían reído con él, sobre todo por deferencia hacia el cabeza de familia. La risita de Madame Antoinette Buddenbrook, de soltera Duchamps, era exactamente igual que la de su esposo. Era una dama corpulenta, con gruesos tirabuzones blancos sobre las orejas, un vestido de rayas negras y gris claro, sin ningún tipo de adorno, que daba muestra de sencillez y modestia, y unas manos blancas todavía muy bonitas, entre las que sostenía sobre el regazo un bolsito Pompadour de terciopelo. Con el paso de los años, sus facciones se habían ido asimilando a las de su esposo de una forma asombrosa. Tan sólo el corte y la vivaz oscuridad de sus ojos revelaban algo de sus orígenes medio románicos; por parte de su abuelo, procedía de una familia franco-suiza, si bien era nacida en Hamburgo.

Su nuera, la consulesa Elisabeth Buddenbrook, de soltera Kröger, reía con la risa típica de los Kröger, que se iniciaba con una especie de pequeña explosión de una consonante labial y luego la llevaba a apoyar la barbilla en el pecho. Como todos los Kröger, era la elegancia personificada, y, aunque no podía decirse que fuese una belleza, por su voz cantarina y serena y sus gestos sosegados, seguros y dulces, producía en todo el mundo una impresión de equilibrio y confianza. Su cabello rojizo, que llevaba recogido en un moño alto en forma de coronita o con unos grandes tirabuzones no naturales sobre las orejas, correspondía por entero con su tipo de piel, extraordinariamente blanca y salpicada de pequeñas pecas. Lo característico de su rostro, con una nariz quizá demasiado larga y una boca pequeña, era que no tenía curva alguna entre el labio inferior y la barbilla. El corpiño corto, con mangas de farol, que hacía conjunto con una falda ajustada de vaporosa seda de florecillas de color claro, dejaba al descubierto un cuello de una belleza perfecta, adornado con una cinta de satén sobre la que relucía una alhaja formada por gruesos brillantes.

El cónsul se inclinó hacia delante en su sillón, con un movimiento un tanto nervioso. Llevaba una levita de color canela, con grandes solapas y mangas acampanadas que no se ceñían hasta pasado el hueso de la muñeca. Los pantalones eran de una tela blanca lavable, con ribetes negros en las costuras exteriores. Alrededor del cuello de la camisa, alto y muy almidonado, sobre el cual reposaba la barbilla, se anudaba la corbata de seda, cuya gruesa lazada, con mucha caída, llenaba todo el escote que dejaba el chaleco de colores… Tenía los ojos azules muy despiertos y un poco hundidos de su padre, aunque su expresión tal vez era algo más soñadora; en cambio, sus facciones eran más duras y serias, la nariz muy prominente y ganchuda, y las mejillas, cubiertas hasta la mitad por rubias patillas rizadas, no se veían tan llenas como las del padre.

Madame Buddenbrook se volvió hacia su nuera, le apretó el brazo con una mano y, fijando la vista en el regazo de ésta, dijo entre risitas ahogadas:

—Siempre el mismo, mon vieux, ¿verdad, Bethsy? —su forma de hablar revelaba un inconfundible acento del norte.

La consulesa, sin pronunciar palabra, se limitó a levantar una de sus delicadas manos, haciendo tintinear muy suavemente su pulsera de oro; luego realizó un gesto muy característico en ella: llevó la mano desde la comisura de los labios hasta el moño en forma de coronita, como si se retirase algún cabello díscolo que se hubiese soltado y posado allí indebidamente.

El cónsul, en cambio, con una mezcla de buen humor y cierto tono de reproche, replicó:

—Pero, padre, ya está usted otra vez burlándose de lo más sagrado…

Estaban sentados en el «salón de los paisajes», en el primer piso de la gran casona antigua de la Mengstrasse que la Casa Johann Buddenbrook había adquirido por compraventa hacía algún tiempo y en la que la familia no llevaba mucho residiendo. Los gruesos y elásticos tapices que adornaban las paredes, colgados de manera que quedaba un hueco hasta tocar el muro, representaban vastos paisajes, de colores tan suaves como el de la fina alfombra que cubría todo el piso: escenas idílicas al gusto del siglo XVIII, con alegres viñadores, laboriosos campesinos y pastoras, lindamente adornadas con cintas, que sostenían esponjosos corderitos en el regazo en alguna orilla cristalina o se besaban con dulces pastores. En estos cuadros predominaba una luz crepuscular de tonos amarillentos, que hacía perfecto juego con la tapicería amarilla de los muebles blancos lacados y con las cortinas de seda amarilla de ambos ventanales.

Para el tamaño de la estancia, los muebles no eran muchos. La mesita redonda, de delgadas patas rectas y sutilmente ornamentadas con incrustaciones de pan de oro, no estaba delante del sofá, sino en la pared opuesta, enfrente del pequeño armonio, sobre cuya tapa se veía el estuche de una flauta. Aparte de las sillas de brazos y de respaldo recto, sistemáticamente repartidas junto a las paredes, no había más mobiliario que una mesita de costura junto al ventanal, frente al sofá, y un delicadísimo secreter de lujo lleno de bibelots.

A través de una puerta cristalera, frente a los ventanales, se adivinaba la penumbra de una sala de columnas, mientras que, a la izquierda de quien entrase por ella, otra puerta, blanca de doble hoja, conducía al comedor. En la pared opuesta, en una chimenea semicircular, tras una portezuela de hierro forjado muy reluciente y con artísticos calados, chisporroteaba el fuego.

Porque el frío se había anticipado aquel año. Fuera, al otro lado de la calle, las hojas de los pequeños tilos que bordeaban el patio de la Marienkirche ya se habían puesto amarillas —y eso que aún estaban a mediados de octubre—, el viento azotaba las imponentes aristas y saledizos góticos de la iglesia, y caía una lluvia tan fina como fría. Por deferencia hacia Madame Buddenbrook, ya se había mandado instalar los postigos dobles.

Era jueves y, según el orden preestablecido entre ellos, un jueves de cada dos se reunía la familia; ese día, sin embargo, además de los parientes residentes en la ciudad, estaban invitados a una sencilla comida unos cuantos amigos de confianza. Así pues, allí estaban sentados los Buddenbrook, hacia las cuatro, viendo caer la tarde y esperando a los huéspedes…

A pesar de las bromas del abuelo, la pequeña Antonie no había interrumpido su imaginario descenso en trineo por el Jerusalemberg, aunque se había ido enfurruñando progresivamente, ella que, de por sí, ya tenía el labio superior algo más abultado y montado sobre el inferior. Había llegado al pie de la montaña, pero, incapaz de poner fin de un golpe a tan feliz viaje, se aventuró un poco más allá de la meta.

—Amén —dijo—. ¡Abuelo, sé una cosa!

—Tiens! ¡Sabe una cosa! —exclamó el abuelo, e hizo como si se muriese de curiosidad—. ¿Has oído, mamá? ¡La niña sabe una cosa! ¿Es que nadie puede decirme…?

—Si hay un golpe de aire caliente —dijo Tony, acompañando cada palabra con una inclinación de cabeza—, cae un rayo. Pero si el aire es frío, hay un trueno.

Acto seguido, se cruzó de brazos y lanzó una mirada a los sonrientes adultos, como quien cuenta con un éxito seguro. El abuelo Buddenbrook, sin embargo, se enfadó ante tal muestra de sabiduría popular y exigió saber quién le había enseñado a la niña semejante estupidez; y, cuando se descubrió que había sido Ida Jungmann, la niñera de Marienwerder recién contratada para Tony, fue necesario que el cónsul saliera en defensa de Ida.

—Es usted demasiado severo, papá. ¿Por qué se le iba a prohibir a uno, a esas edades, imaginar sus propias historias sobre ese tipo de cosas?

—Excusez, mon cher!… Mais c’est une folíe! ¡Sabes que no puedo con esas tonterías que ofuscan las mentes infantiles! ¿Qué es eso de que cae un rayo? ¡Pues que caiga y nos parta a todos! A mí esa prusiana vuestra…

La cuestión era que el viejo Buddenbrook no se llevaba nada bien con Ida Jungmann. Monsieur era todo menos estrecho de miras. Había visto bastante mundo; en el año 1813 había partido hacia el sur de Alemania en un carro de cuatro caballos para comprar cereales en calidad de proveedor del ejército prusiano, había estado en Ámsterdam y en París y, como hombre ilustrado, no consideraba que todo cuanto procedía de allende las puertas de aquella ciudad de capiteles góticos en que había nacido fuera condenable por principio. No obstante, con excepción del trato comercial, en lo respectivo a las relaciones sociales era mucho más proclive que su hijo, el cónsul, a trazar límites muy claros y a mostrarse reticente hacia cuanto viniese de fuera. Así pues, cuando, un buen día, sus hijos regresaron de un viaje a la Prusia Oriental trayendo a la casa familiar, cual si fuese un niño Jesús, a aquella muchacha —ahora acababa de cumplir veinte años—, una huérfana, hija del dueño de una hostería que había muerto justo antes de llegar los Buddenbrook a Marienwerder, el arrebato de caridad del cónsul le había costado algo más que unas palabras con su padre (palabras que, en el caso del viejo Buddenbrook, habían sido todas en francés o en Plattdeutsch[2]). Por otra parte, Ida Jungmann había demostrado ser muy eficiente en las tareas del hogar y tener muy buena mano con los niños, y, por su incondicional lealtad y su prusiano sentido de la jerarquía, en el fondo resultaba la persona más adecuada para ser contratada en aquella casa. Mamsell Jungmann era una mujer de principios aristocráticos que sabía distinguir con suma precisión entre la clase alta de primera y la de segunda, entre la clase media y la clase media baja, estaba orgullosa de formar parte del fiel servicio de la clase más alta y no veía con ningún agrado que Tony, por ejemplo, se hiciese amiga de una compañera del colegio que en su escala sólo se clasificase en la categoría de clase media alta.

En ese momento, la prusiana había entrado en escena y atravesaba la puerta cristalera: era una muchacha bastante alta y huesuda, vestida de negro, con el cabello liso y cara de persona honrada. Llevaba de la mano a la pequeña Clotilde, una niña extremadamente flaca, de cabello ceniciento y sin brillo y taciturno gesto de solterona, ataviada con un vestidito de algodón de flores. Procedía de una rama de la familia muy secundaria, sin posesiones: era hija de un sobrino del viejo Buddenbrook, empleado como inspector de aduanas en Rostock, y, como tenía la misma edad que Antonie y era una niña muy buena, la habían traído de allí para educarla en la casa.

—Ya está todo preparado —dijo Mamsell, poniendo mucho cuidado en articular con propiedad las erres, ya que al principio había sido incapaz de pronunciarlas—. Clotildita ha ayudado en la cocina con mucha diligencia, a Trina apenas le ha quedado nada por hacer…

Monsieur Buddenbrook, burlón, se sonrió para los adentros de su chorrera de puntillas ante la peculiar forma de pronunciar de Ida; el cónsul, en cambio, acarició la mejilla de su sobrinita y dijo:

—Muy bien, Tilda. Ora y labora, dicen. Nuestra Tony debería tomar ejemplo. Con demasiada frecuencia tiende al ocio y la soberbia…

Tony dejó caer la cabeza y, desde abajo, lanzó una mirada al abuelo porque sabía muy bien que, como de costumbre, él la defendería.

—Bueno, bueno —dijo—. Levanta la cabeza, Tony. Courage! No todo el mundo sirve para lo mismo. Cada cual vale para lo que vale. Tilda es muy buena, pero nosotros tampoco estamos mal. ¿Digo cosas raisonnables, Bethsy?

Se volvió hacia su nuera, que solía suscribir sus opiniones, mientras que Madame Antoinette, más por cuestiones de estrategia que por convicción, generalmente se ponía de parte del cónsul. De esta manera, las dos generaciones, en chassé croisé[3], se daban las manos.

—Es usted muy bueno, papá —dijo la consulesa—. Tony se esforzará en convertirse en una mujercita inteligente y eficiente… ¿Han llegado ya los chicos del colegio? —preguntó a Ida.

Pero Tony, quien, desde las rodillas del abuelo, miraba por el espejuelo móvil de la ventana, exclamó casi al mismo tiempo:

—Tom y Christian están subiendo por la Johannisstrasse… y el señor Hoffstede… y el doctor…

Las campanas de la Marienkirche comenzaron a tocar juntas —«dang… ding, ding, dung…»— con bastante poco ritmo, con lo cual no se reconocía muy bien la melodía; eso sí, con gran solemnidad. Y mientras la campana grande informaba alegre y majestuosamente de que eran las cuatro de la tarde, la campanilla de la puerta de abajo empezó a resonar en el vestíbulo, y, en efecto, eran Tom y Christian, que llegaban con los primeros invitados: Jean Jacques Hoffstede, el poeta, y el doctor Grabow, el médico de la familia.

CAPÍTULO II

El señor Jean Jacques Hoffstede, el poeta de la ciudad, que, sin duda, también traía algunos versos en el bolsillo para el día de hoy, no era mucho más joven que Johann Buddenbrook padre y, excepto por el color verde de su levita, vestía según el mismo gusto que éste. Sin embargo, era más delgado y ágil que su viejo amigo y tenía unos ojillos verdosos muy despiertos y la nariz larga y puntiaguda.

—Mi más sincero agradecimiento —dijo tras haber estrechado las manos de los caballeros y expresado a las damas, sobre todo a la consulesa, por quien sentía especial devoción, algunos de sus más escogidos cumplidos; cumplidos que la nueva generación simplemente ya no era capaz de hacer y que iban acompañados de una agradable sonrisa, tan serena como obsequiosa—. Mi más sincero agradecimiento por su amable invitación, queridísimos míos. A estos dos jovencitos —prosiguió, y señaló a Tom y a Christian, que permanecían de pie junto a él con su atuendo de ir al colegio: una especie de blusón azul ceñido con un cinturón de cuero— nos los hemos encontrado el doctor y yo viniendo de la escuela por la Königstrasse. Excelentes muchachos… ¿Señora consulesa? Thomas posee una cabeza bien amueblada, un chico serio; será comerciante, no me cabe ninguna duda. Christian, por el contrario, me parece un poco más disperso, ¿no es cierto? Un poquito incroyable… En fin, ya ven que no oculto mi engouement[4]. Irá a la universidad, creo; es ingenioso y brillante…

El señor Buddenbrook echó mano a su petaca de oro.

—¡Demonio de chaval! ¿No será mejor que se haga poeta directamente, Hoffstede?

Mamsell Jungmann cerró las cortinas de los ventanales, y la estancia no tardó en quedar iluminada por la luz agradable y discreta, aunque un tanto vacilante, de las velas de la araña de cristal y de los candelabros dispuestos sobre el secreter.

—Bueno, Christian —dijo la consulesa, cuyo cabello se había iluminado ahora con reflejos dorados—, ¿qué has aprendido esta tarde?

Y resultó que Christian había tenido clase de lectura, cálculo y canto. Era un muchachito de siete años que ya se parecía a su padre hasta un extremo casi cómico. Tenía sus mismos ojos, bastante pequeños, redondos y hundidos, ya se adivinaba su misma nariz prominente y curvada, y ciertos surcos bajo los pómulos anunciaban que el óvalo de su rostro no siempre conservaría la redondez de su infancia.

—Nos hemos reído muchísimo —empezó a contar con gran soltura en tanto sus ojos revoloteaban de uno a otro de los presentes—. Fijaos en lo que el señor Stengel le ha dicho a Siegmund Köstermann. —Se inclinó hacia delante, meneó la cabeza y se dirigió en un petulante tono de reproche a un alumno imaginario—. «Por fuera estás todo limpio y pulido, sí, pero por dentro, hijo mío, estás negro…». —Y dijo esto último pronunciando la «r» como una «d», con una especie de frenillo, y poniendo una cara que imitaba el estupor ante aquel alumno limpio y pulido pero sólo «pod fueda» con una comicidad tan convincente que todo el mundo se echó a reír.

—¡Demonio de chaval! —repitió el viejo Buddenbrook con su típica risa y su típico Plattdeutsch.

El señor Hoffstede, por su parte, estaba fuera de sí de entusiasmo.

—Charmant! —exclamó—. ¡Insuperable! ¡Es que hay que conocer a Marcellus Stengel! ¡Ha dado en el clavo! ¡Qué acierto más divino!

Thomas, que carecía de aquel talento, seguía de pie junto a su hermano pequeño y reía de corazón, sin ninguna envidia. Sus dientes no eran precisamente bonitos, sino pequeños y amarillentos. En cambio, su nariz tenía un perfil notoriamente refinado y, en los ojos y el corte de la cara, se parecía mucho a su abuelo.

Todos habían tomado asiento en las sillas y en el sofá, charlaban con los niños, hablaban del frío, que aquel año se había adelantado, de la casa… El señor Hoffstede admiró un precioso tintero de porcelana de Sèvres en forma de perro de caza blanco con motas negras que había sobre el secreter. En cambio, el doctor Grabow, un hombre de la edad del cónsul, cuyo rostro dulce y de buena persona sonreía entre unas patillas muy poco pobladas, contemplaba los múltiples bizcochos, panes de pasas y saleritos de diversas formas expuestos sobre la mesa. Simbolizaban «el pan y la sal» que la familia había recibido de amigos y parientes como regalo por el traslado a la casa. Mas, como había de quedar bien claro que tales ofrendas no procedían de familias precisamente modestas, el pan venía en forma de repostería muy especiada y consistente y la sal en recipientes de oro macizo:

—A ver si me vais a dar trabajo… —dijo el doctor a los niños señalando los dulces con gesto de advertencia. Luego, meneando suavemente la cabeza, levantó un pesado artilugio para sal, pimienta y mostaza.

—Regalo de Leberecht Kröger —dijo Monsieur Buddenbrook con una sonrisa—. Siempre tan cumplido, mi señor pariente. Yo no le regalé nada parecido cuando se construyó su villa frente al Burgtor. Claro que él siempre ha sido… noble. ¡Dadivoso! Un caballero à la mode.

Varias veces había resonado ya la campanilla por toda la casa. Entró el reverendo Wunderlich, un hombre mayor, rechoncho, con larga sotana negra, cabello empolvado y una cara muy blanca, agradable y alegre, en la que brillaba la mirada vivaz de sus ojos grises. Era viudo desde hacía muchos años y se contaba a sí mismo entre los felices solteros de los viejos tiempos, al igual que el espigado señor Grätjens, el corredor de fincas, que había venido con él y que constantemente se ponía las esqueléticas manos delante de un ojo, como si formase un catalejo y estuviera examinando una pintura; era un entendido en arte que contaba con el reconocimiento general.

También llegaron el senador Langhals y señora, amigos de la familia de toda la vida, sin olvidar a Köppen, el comerciante de vinos, de cara grande y coloradota, como encajada entre las abultadas hombreras, acompañado de su igualmente corpulentísima esposa.

Eran ya pasadas las cuatro y media cuando, por fin, aparecieron los Kröger, mayores y niños: el cónsul Kröger con sus hijos Jakob y Jürgen, que eran de la misma edad que Tom y Christian. Casi a la vez, llegaron los padres de la consulesa Kröger, junto con el señor Oeverdieck, que se dedicaba al comercio de madera al por mayor, y su señora: un entrañable matrimonio de avanzada edad que, ante los oídos de todos, solía llamarse por unos apodos de una melosidad digna de cualquier pareja de recién casados.

—La gente fina llega tarde —dijo el cónsul Buddenbrook besando la mano a su suegra.

—¡Pero cuando llega, llega en buena representación! —y Johann Buddenbrook hizo un amplio gesto con el brazo señalando a los Kröger en pleno, al tiempo que estrechaba la mano del anciano.

Leberecht Kröger, el caballero à la mode, un hombre muy alto y distinguido, aún llevaba el cabello ligeramente empolvado, aunque iba vestido a la última. Sobre su chaleco de terciopelo destacaba una doble botonadura de piedras preciosas. Justus, su hijo, con patillas pequeñas y las puntas de los bigotes retorcidas hacia arriba, se parecía mucho a su padre en la figura y las maneras; también él movía las manos con notoria suavidad y elegancia.

Ya nadie volvió a sentarse, sino que se quedaron todos de pie, charlando entre sí en tono informal y relajado, mientras esperaban que se diese paso a la parte central de la reunión. Johann Buddenbrook padre, a su vez, ofreció el brazo a Madame Köppen al tiempo que decía en voz bien alta:

—En fin, si todos tenemos apetito, mesdames et messieurs…

Mamsell Jungmann y la doncella habían abierto la puerta blanca de doble hoja que conducía al comedor, y, lentamente, en amistosa compaña, el grupo se desplazó hasta allí. Tratándose de los Buddenbrook, era de esperar que la comida fuese tan rica como copiosa.

CAPÍTULO III

Cuando los invitados comenzaron a avanzar hacia el comedor, el joven señor de la casa se llevó la mano a la parte superior izquierda de la levita, donde se oyó el leve crujido de un papel que, en un instante, borró la sonrisa de reunión social de su cara para dar paso a un gesto de preocupación, y, como si estuviera apretando los dientes, se tensaron algunos músculos de sus sienes. Por guardar las apariencias, avanzó unos cuantos pasos hacia el comedor, pero luego retrocedió un poco y buscó con la mirada a su madre, que se disponía a cruzar el umbral entre los últimos, del brazo del reverendo Wunderlich.

—Pardon, querido reverendo… Son dos palabras, mamá.

Y mientras el reverendo le respondía asintiendo con la cabeza con gesto afable, el cónsul Buddenbrook pidió a su madre que pasara otra vez al salón de los paisajes y se dirigiera hacia el ventanal.

—Para ser breves, ha llegado una carta de Gotthold —le dijo muy deprisa y en voz baja, mientras miraba a los ojos oscuros e interrogantes de su madre y sacaba del bolsillo el papel doblado y lacrado—. Es su letra… Ya es la tercera carta, y papá sólo respondió a la primera. ¿Qué debemos hacer? La tengo desde las dos de la tarde y hace rato que debería habérsela dado a papá, pero ¿iba a estropearle la reunión de hoy? ¿Qué piensa usted? Aún estamos a tiempo de pedirle que venga un momento.

—No, tienes razón, Jean, espera —dijo Madame Buddenbrook y, como tenía por costumbre, cogió a su hijo por el brazo con un movimiento rápido—. ¿Qué dirá esa carta? —preguntó preocupada—. Ese chico no quiere dar su brazo a torcer. Sigue empecinado en esa indemnización por su parte de la casa… No, no, Jean, no se la entregues todavía. Tal vez esta noche, antes de irnos a la cama.

—¿Qué debemos hacer? —repitió el cónsul, meneando la cabeza después de inclinarla—. Muchas veces he pensado en pedirle a papá que cediera… No quiero que parezca que yo, su hermanastro, me he afincado en casa de los padres y estoy intrigando en contra de Gotthold… También a los ojos de papá quiero evitar a toda costa esa imagen. Claro que, si he de ser sincero…, después de todo, soy socio de la empresa. Y, además, por el momento, Bethsy y yo pagamos un alquiler de lo más razonable por la segunda planta. En lo que respecta a mi hermana de Frankfurt, está todo arreglado. Su marido va a recibir muy pronto, en vida de papá, una cantidad compensatoria, una cuarta parte del precio de compra de la casa… Es un negocio ventajoso que papá ha cerrado con gran facilidad y acierto, y que resulta realmente favorable pensando en la empresa. Cuando papá se muestra tan reticente ante las propuestas de Gotthold será porque…

—Oh, no, eso son tonterías, Jean. Tu posición en todo esto está clara. Pero Gotthold cree que yo, su madrastra, sólo miro por mis propios hijos y pretendo alejarle de su padre. Eso es lo triste.

—¡Pero es culpa suya! —dijo el cónsul casi gritando, y luego moderó el volumen de su voz y dirigió una mirada hacia el comedor—. Es culpa suya que la relación haya alcanzado extremos tan lamentables. Juzgue usted misma. ¿Por qué no puede ser sensato? ¿Por qué tuvo que casarse con esa Demoiselle Stüwing? Y lo de la tienda… —el cónsul rió con fastidio y un cierto bochorno al pronunciar tal palabra—. Es una debilidad de papá haberse opuesto a lo de la tienda, pero Gotthold debería haber respetado esa pequeña muestra de vanidad.

—Ay, Jean, lo mejor sería que papá cediera.

—Pero ¿acaso puedo ser yo quien se lo aconseje? —susurró el cónsul llevándose la mano a la frente con gesto de excitación—. Tengo un interés personal en este asunto y, por lo tanto, debería decir: «Padre, dale el dinero». Sin embargo, también soy socio de la empresa, tengo que representar sus intereses, y si papá no cree que se deba restar esa suma al capital de la empresa por obligación para con un hijo desobediente y rebelde… Se trata de más de once mil táleros en efectivo. Es una cantidad importante… No, no, yo no puedo aconsejarle eso… ni desaconsejárselo tampoco. No quiero saber nada. Únicamente, se me hace désagréable la escena con papá.

—Esta noche, a última hora Jean. Ahora, vamos; nos están esperando.

El cónsul guardó el papel en el bolsillo superior izquierdo de la levita, le ofreció el brazo a su madre y, los dos juntos, atravesaron el umbral hacia el comedor, muy bien iluminado para la ocasión, donde los invitados acababan de colocarse en sus respectivos sitios alrededor de la larga mesa.

Pintadas sobre el fondo azul cielo de las paredes, resaltaban con enorme plasticidad diversas estatuas blancas de divinidades clásicas sobre esbeltas columnas. Los pesados cortinajes rojos de los ventanales estaban cerrados, y en cada rincón de la habitación ardían, además de los candelabros de plata que había sobre la mesa, ocho velas en un candelabro de pie bañado en oro. Encima del aparador macizo que quedaba frente a la puerta del salón de los paisajes tenían colgado un cuadro de grandes dimensiones, algún golfo de Italia, cuyos tonos azules nebulosos producían un efecto especialmente impactante con aquella iluminación. Pegados a las paredes había varios sofás de respaldo recto tapizados en damasco rojo, de considerable tamaño.

Todo vestigio de preocupación e inquietud había desaparecido del rostro de Madame Buddenbrook cuando tomó asiento entre el viejo Kröger, que presidía la mesa del lado de los ventanales, y el reverendo Wunderlich.

—Bon appétit! —dijo con un gesto muy suyo, una rápida y cordial inclinación de cabeza, que, no obstante, le permitió pasar una breve revista a la mesa entera, incluidos los niños.

CAPÍTULO IV

—Como le dije, Buddenbrook, ¡todo mi respeto! —La potente voz del señor Köppen se impuso sobre la conversación general cuando la doncella, de brazos colorados y desnudos, con su gruesa falda de rayas y su pequeña cofia, ayudada por Mamsell Jungmann y la doncella de la consulesa, venida del piso de arriba, hubo servido la sopa a las finas hierbas con pan tostado, y todo el mundo comenzó a comer con refinamiento—. ¡Todo mi respeto! Esta amplitud, esta noblesse… tengo que decir que aquí sí que se vive bien, tengo que decir…

El señor Köppen no se trataba con los anteriores dueños de la casa; no hacía mucho tiempo que era rico, no procedía precisamente de una familia distinguida y, por desgracia, no era capaz de desprenderse de algunas muletillas dialectales, como la constante repetición de aquel «tengo que decir». Para colmo, decía «repeto» en vez de «respeto».

—Su buen dinero les ha costado —apuntó secamente el señor Grätjens, que debía de saberlo bien, y se puso a contemplar el golfo italiano del cuadro a través de su peculiar catalejo.

Los anfitriones habían intentado, en la medida de lo posible, sentar a sus invitados bastante mezclados, intercalando amigos de la familia entre la cadena de parientes. Con todo, este criterio tampoco se había cumplido con excesivo rigor, de modo que los ancianos Oeverdieck estaban sentados juntos (y más que juntos, como de costumbre: casi uno encima del otro), intercambiando cariñosos gestos con la cabeza. El viejo Kröger, en cambio, estaba sentado muy tieso, como en un trono, entre la senadora Langhals y Madame Antoinette, y repartía sus redondeados movimientos de manos y sus escogidas bromitas entre las dos damas.

—¿Cuándo dice que se construyó esta casa? —preguntó el señor Hoffstede a Buddenbrook padre, que estaba ubicado justo en el otro extremo de la mesa y conversaba con Madame Köppen en tono jovial y un tanto burlón.

—En el año…, un momento… Hacia mil seiscientos ochenta si no me equivoco. Por cierto, mi hijo está mucho más al tanto de este tipo de datos.

—Ochenta y dos —confirmó el cónsul, inclinándose hacia delante, desde su sitio, al lado del senador Langhals, bastante al final de la mesa y sin dama a la derecha—. Se terminó en mil seiscientos ochenta y dos, en invierno. Por aquel entonces comenzó el ascenso imparable de Ratenkamp & Cía. ¡Qué triste cómo se ha venido abajo esta casa en los últimos veinte años!

En la mesa se hizo un silencio general que duró medio minuto. Cada cual mantenía la mirada fija en su plato y recordaba a aquella en otros tiempos tan próspera familia que había mandado construir la casa, había vivido en ella y, venida a menos, en la pobreza, había tenido que abandonarla…

—Bueno, triste —dijo Grätjens, el corredor de fincas—, cuando uno piensa en el desatino que les trajo la ruina… ¡Si Dietrich Ratenkamp, en su día, no se hubiese asociado con aquel tipo, Geelmaack! Dios sabe que me llevé las manos a la cabeza cuando él comenzó a administrar la empresa. Y sé de la mejor tinta, señores míos, cuán vilmente estuvo especulando a espaldas de Ratenkamp, firmando cambios aquí, letras allá, en nombre de la empresa. Al final se fue todo a pique. Los bancos desconfiaban, no tenían ninguna garantía. Ustedes no se lo imaginan… ¿Y quién controlaba el almacén? ¿Geelmaack tal vez? ¡Se fueron estableciendo allí como las ratas, año tras año! Pero Ratenkamp no se preocupaba de nada…

—Estaba como paralizado —dijo el cónsul. Su rostro había adoptado una expresión melancólica y taciturna. Inclinado hacia delante, removía su sopa con la cuchara y, de vez en cuando, dejaba escapar una mirada fugaz hacia el extremo opuesto de la mesa desde sus ojillos redondos y hundidos—. Todo sucedió bajo presión, y creo que tal presión es comprensible. ¿Qué le indujo a asociarse con Geelmaack, que aportó un capital irrisorio y de quien nadie hablaba bien? Debió de ser porque se vio en la necesidad de descargar una parte de aquella terrible responsabilidad sobre alguien, porque sentía que su fin se acercaba de forma implacable… Aquella empresa estaba sentenciada, y aquella antigua familia, passée. Wilhelm Geelmaack, sin duda, no hizo sino darle el último empujón hacia la ruina.

—¿Significa eso que usted opina, mi querido señor cónsul —dijo el reverendo Wunderlich con una discreta sonrisa al tiempo que llenaba de vino tinto la copa de su dama, amén de la suya propia—, que aquello habría tenido el mismo desenlace sin la incorporación de Geelmaack y sus desatinos?

—Eso no —respondió el cónsul con aire reflexivo y sin dirigirse a nadie en concreto—. Sin embargo, creo que Dietrich Ratenkamp ciertamente no tuvo más remedio que asociarse con Geelmaack para que se cumpliese el destino… Debió de actuar bajo el peso de una necesidad inexorable… En fin, yo estoy convencido de que sí estaba más o menos al tanto de los tejemanejes de su socio en la empresa, de que no es tan cierto que no supiera nada de nada. Pero estaba bloqueado…

—Bueno, bueno, assez, Jean —dijo el viejo Buddenbrook dejando su cuchara a un lado—. Ésa es otra de tus idées…

El cónsul, con una sonrisa vaga, alzó la copa hacia su padre. Pero Leberecht Kröger intervino:

—¡Dejen ya eso, y disfrutemos del feliz presente! —Con cuidado y elegancia, agarró por el cuello una botella de vino blanco, cuyo corcho estaba decorado con un pequeño ciervo plateado, la giró un poco y examinó atentamente la etiqueta. «C. E. Köppen» leyó, saludando al comerciante de vinos con la cabeza—. ¡Ay, qué sería de nosotros sin usted!

Las doncellas, con los ojos de Madame Antoinette clavados en cada uno de sus movimientos, cambiaron los platos de porcelana de Meissen con borde de oro, y Mamsell Jungmann dio algunas órdenes a la cocina a través de la campana del intercomunicador que unía aquélla con el comedor. Empezaron a pasar las fuentes con el pescado; mientras se servía cuidadosamente, el reverendo dijo:

—Ese feliz presente, después de todo, no es algo que podamos dar por sentado. A la gente joven que está aquí sentada, disfrutando con nosotros, los mayores, ni se le ocurre pensar que las cosas pudieran haber sido distintas en otro tiempo… Puedo decir que, en no pocas ocasiones, he tomado parte personalmente en los destinos de nuestros Buddenbrook. Cada vez que veo estos objetos —y se volvió hacia Madame Antoinette al tiempo que levantaba de la mesa una pesada cuchara de plata—, me pregunto si no serían parte de las piezas que, en el año seis, tuvo en sus manos nuestro amigo el filósofo Lenoir, sargento de su majestad el emperador Napoleón… y me viene a la memoria aquel nuestro encuentro en la Alfstrasse, Madame.

Madame Buddenbrook bajó los ojos con una sonrisa que revelaba cierta turbación y, a la vez, el peso de los recuerdos. Tom y Tony, que no querían comer pescado y habían seguido la conversación de los mayores con suma atención, exclamaron casi al unísono desde un extremo de la mesa:

—¡Oh, por favor, cuéntenoslo, abuela!

Pero el pastor Wunderlich, que sabía lo poco que le gustaba a ella hablar de aquel suceso un tanto embarazoso, tomó la palabra en su lugar para contar una vez más la vieja historia que los niños estaban deseando oír por enésima vez y que tal vez alguno de los presentes todavía no conocía:

—En pocas palabras, pongámonos en situación: una tarde de noviembre, con un frío y una lluvia espantosos, vengo yo de hacer una diligencia y subo por la Alfstrasse, pensando en los difíciles tiempos que corren. El príncipe Blücher se había marchado y los franceses ocupaban la ciudad, aunque apenas se percibía la excitación reinante. Las calles estaban en calma, la gente se quedaba en sus casas como precaución. Al maestro carnicero Prahl, que se había plantado en su puerta con las manos en los bolsillos y había exclamado a pleno pulmón: «¡Pos sí que estamos buenos, esto es lo que faltaba!», le habían disparado, así sin más, una bala en la cabeza. Bien, entonces pienso: «Pásate a ver a los Buddenbrook, unas palabras de aliento podrían sentarles bien; el marido está en cama con erisipela, y Madame estará muy atareada con el acantonamiento de los soldados». ¿Y a quién veo venir en ese mismo momento? A nuestra venerada Madame Buddenbrook. Ahora bien, ¿en qué estado? Corriendo bajo la lluvia sin sombrero, sin siquiera un echarpe sobre los hombros, dando tumbos más que caminando, y con su coiffure del todo desmadejada. ¡Ay, no, Madame, eso sí que es cierto! Allí, de coiffure no quedaba ni rastro. «¡Cuán agradable surprise!», exclamo, y me permito sujetar de una manga a Madame, que ni me ve, pues no auguro nada bueno… «¿Adónde va tan deprisa, querida mía?». Ella se percata de que estoy allí, me mira y acierta a decir: «Es usted… ¡Adiós! ¡Todo ha terminado! ¡Voy a arrojarme al Trave!». «¡Por Dios bendito!», digo yo, y me noto palidecer. «Éste no es lugar para usted, querida mía. Pero ¿qué ha pasado?». Y la sostengo con toda la fuerza que el respeto permite: «¿Qué qué ha pasado?», exclama ella temblando. «¡Le están echando el guante a la plata, Wunderlich! ¡Eso es lo que ha pasado! ¡Y Jean está con erisipela y no puede ayudarme! ¡Y tampoco podría ayudarme si estuviese levantado! ¡Me roban mis cucharas, mis cucharas de plata! Eso es lo que ha pasado, Wunderlich, así que voy a arrojarme al Trave». Entonces yo sostengo a nuestra querida amiga, y le digo lo que suele decirse en estos casos: «¡Courage, querida mía!», le digo. Y «Todo se arreglará», y «Vamos a hablar con esa gente, serénese, mujer, se lo ruego, vamos para allá». Y la conduzco calle arriba, de nuevo a su casa: En el comedor nos encontramos con la milicia, tal y como la había dejado Madame: unos veinte hombres desvalijando el gran baúl donde se guardaba la plata. «¿A quién de ustedes, caballeros», pregunto cortésmente, «puedo dirigirme?». Entonces todos empiezan a reírse y responden: «¡A todos nosotros, papá!». Pero entonces uno se adelanta y se presenta, un hombre alto como un árbol, con un bigotillo negro engominado y grandes manazas rojas que asoman por los puños galoneados de la levita. «Lenoir», se presenta, y saluda con la izquierda, puesto que con la derecha sostiene un manojo de cinco o seis cucharas de plata. «Sargento Lenoir. ¿Qué desea el caballero?». «¡Señor oficial!», digo yo, apelando a su point d’honneur. «¿Es acaso compatible con su brillante cargo el apoderarse de estos objetos? La ciudad no ha opuesto resistencia al Emperador». «Pero ¿usted qué quiere?», responde. «¡Es la guerra! Esta gente también necesita cubiertos…». «Debería usted tener en cuenta una cosa», le interrumpo porque se me acaba de ocurrir una idea. «Esta dama», digo, porque ¿qué otra cosa va uno a decir en semejante situación?, «la señora de esta casa, no vaya a usted a creer que es alemana, pues casi es compatriota suya: es francesa…». «¿Qué me dice, francesa?», repite él. ¿Y qué creen que añadió aquel gamberro larguirucho? Va y dice: «¿Una emigrante? Pero… ¡pero entonces es una enemiga de la filosofía!». Yo me quedo atónito, pero me trago la risa. «Veo, caballero», le digo, «que es usted un hombre cabal. Le repito que no me parece de recibo que un hombre de su categoría se dedique a estos menesteres». Guarda silencio un instante, pero luego se sonroja, lanza sus seis cucharas de vuelta al baúl y exclama: «¿Y quién le dice a usted que pretendo yo otra cosa con estos objetos que contemplarlos un poco? ¡Son cosas bien bonitas! Si alguno de mis hombres se llevara alguna pieza como souvenir…».

»En fin, a pesar de todo se llevaron bastantes souvenirs, no hubo apelación a la justicia humana o divina que pudiera impedirlo… Si no conocían otro dios que aquel tipo bajito tan horrible…

CAPÍTULO V

—¿Llegó usted a verlo alguna vez, reverendo?

De nuevo, cambiaron los platos. Apareció en la mesa un jamón empanado colosal, de color rojo teja, previamente ahumado y luego cocido, con una salsa marrón de chalotas, un poquito ácida, y tal cantidad de verduras que una sola fuente habría bastado para que todos los comensales quedasen ahítos. Leberecht Kröger se hizo cargo del trinchado. Con los codos hábilmente levantados y sus largos dedos índices bien estirados, el uno sobre el canto del cuchillo y el otro sobre el tenedor, ponía gran esmero en cortar las jugosas lonchas. También se sirvió la obra maestra de la consulesa Buddenbrook, el «dulce ruso», una mezcla de frutas en conserva de rico gusto a licor y con un poquito de aguja.

No, el reverendo lamentaba no haber visto nunca a Bonaparte. Johann Buddenbrook padre, en cambio, así como Jean Jacques Hoffstede, se habían encontrado con él cara a cara; el primero, en París, justo antes de la campaña de Rusia, con motivo de un desfile en el patio del castillo de las Tullerías; el segundo, en Danzig.

—Ay, por Dios, no era nada agradable —dijo Hoffstede, mientras alzaba las cejas y se llevaba a la boca una composición de jamón, col de Bruselas y patata que había acertado a ensartar en el tenedor—. Y eso que dicen que estuvo la mar de alegre aquella vez en Danzig. Por entonces, contaban una anécdota divertida: se pasaba el día apostando dinero con los alemanes, y no poco, por cierto; por las noches, en cambio, jugaba con sus generales. «N’est-ce pas, Rapp», dijo cogiendo un puñado de monedas de oro de la mesa, «les Allemands aiment beaucoup ces petits napoléons?»; «Oui, Sire, plus que le Grand!», le respondió Rapp[5].

En medio de la hilaridad y el estruendo general, pues Hoffstede había contado la anécdota con mucha gracia, imitando incluso los gestos del Emperador, Johann Buddenbrook padre dijo:

—Bueno, bueno, bromas aparte, todo mi respeto ante su grandeza personal… ¡Qué personaje!

El cónsul meneó la cabeza con gesto serio.

—No, no, nosotros, los más jóvenes, ya no comprendemos que se venerase al hombre que asesinó al duque de Enghien, que masacró a ochocientos prisioneros en Egipto…

—Es probable que todo eso haya sido exagerado y falseado —dijo el reverendo Wunderlich—. Puede que el duque fuese un hombre alocado y rebelde, pero, en lo que respecta a los prisioneros, sin duda su ejecución fue fruto de una decisión necesaria y bien sopesada por parte de un consejo de guerra como mandan los cánones… —y habló de un libro que se había publicado algunos años atrás y que él había leído, la obra de un secretario del Emperador, digno de la mayor atención.

—Da lo mismo —insistió el cónsul, despabilando una vela que temblequeaba en su candelabro delante de él—. No lo entiendo. ¡No entiendo la admiración que despertaba ese monstruo! Como cristiano, como persona religiosa, no encuentro espacio en mi corazón para un sentimiento como ése.

Su rostro había adoptado una expresión serena y soñadora, incluso había ladeado un poco la cabeza… Mientras tanto, su padre y el reverendo Wunderlich parecían sonreírse mutuamente en silencio.

—Bueno, bueno —bromeó Johann Buddenbrook—, pero los pequeños napoléons no estaban nada mal, ¿verdad? A mi hijo quien le entusiasma es Louis Philippe —añadió.

—¿Le entusiasma? —repitió Jacques Hoffstede con cierta guasa—. ¡Curiosa combinación! Philippe Égalité y el entusiasmo…

—Bien, a mí me parece que, vive Dios, tenemos mucho que aprender de la Monarquía de julio —el cónsul hablaba con seriedad y gran entusiasmo—. La excelente y útil relación entre el constitucionalismo francés y los nuevos ideales e intereses prácticos de la época… es algo, sin duda, muy de agradecer.

—Ideales prácticos… Bueno, bueno… —El viejo Buddenbrook, concediendo un descanso a sus maxilares, jugueteaba con una petaquita de oro—. Ideales prácticos… Nada, eso no es para mí. —De puro hastío, se había pasado al dialecto—. Así salen como hongos las instituciones de formación profesional y las instituciones técnicas y las escuelas de comercio y, de repente, el bachillerato y la formación clásica se consideran bêtises[6], y el mundo entero no piensa más que en minas y en industrias y en ganar dinero… ¡Bien, bien! Todo eso está la mar de bien. Claro que, por otro lado, es un poco tonto, así a largo plazo, ¿no? No sé por qué me cae tan mal… En fin, no he dicho nada, Jean… La Monarquía de julio es una buena cosa.

El senador Langhals, sin embargo, además de Grätjens y Köppen, estaban de parte del cónsul. Sí, ciertamente, el gobierno francés y las iniciativas similares en Alemania merecían el mayor de los respetos… El señor Köppen volvió a decir «repeto». Con la comida, se había puesto mucho más colorado todavía y resoplaba de forma notoria; el rostro del reverendo Wunderlich, permanecía blanco, fino y despierto, a pesar de que bebía una copa tras otra con la mayor naturalidad del mundo.

Las velas se iban consumiendo lenta, lentamente, y a veces, cuando la corriente de aire inclinaba sus llamas hacia un lado, un suave olor a cera se extendía por la mesa.

Todos estaban sentados en pesadas sillas de respaldos altos, con pesados cubiertos de plata comían pesadas y sabrosas viandas, las acompañaban de pesados y buenos vinos, y exponían sus opiniones. Pronto pasaron a hablar de negocios y, sin querer, también fueron pasando cada vez más al dialecto, a esa forma de expresión, cómodamente pesada, que parecía aunar la concisión propia de los comerciantes con cierto relajamiento propio de los acomodados, y que aquí y allá exageraban con bienintencionada autoironía. No decían ya «para la Bolsa» sino «pa’ la Bolsa», y relajaban los finales de las sílabas poniendo cara de satisfacción.

Las damas no habían seguido el debate durante mucho tiempo. Madame Kröger había tomado la iniciativa en la conversación femenina explicando, en los términos más apetitosos imaginables, la mejor manera de preparar las carpas al vino tinto.

—Una vez cortadas en buenos pedazos, querida, hay que echarlas a la cacerola con cebollas, clavo y un poco de bizcocho, y luego han de romper a cocer añadiendo una pizca de azúcar y una cucharada de mantequilla… Pero nada de lavarlas y quitar toda la sangre, por Dios…

Al viejo Kröger se le ocurrían las bromas más divertidas. En cambio, el cónsul Justus, su hijo, sentado junto al doctor Grabow, en un lugar mucho menos preferente y cerca de los niños, había iniciado una conversación jocosa con Mamsell Jungmann; ella guiñaba sus ojillos marrones y, como tenía por costumbre, sostenía el cuchillo y el tenedor en alto al tiempo que se balanceaba ligeramente. Incluso los Oeverdieck habían alzado la voz y habían cobrado más vida. La anciana consulesa había encontrado un nuevo calificativo amoroso para su esposo: «Mi corderito manso», le decía, y estaba tan contenta que se le meneaba la cofia.

La conversación confluyó en un único asunto cuando Jean Jacques Hoffstede sacó a colación su tema favorito: el viaje a Italia que había realizado quince años atrás con un pariente rico de Hamburgo. Contó cosas de Venecia, de Roma y del Vesubio, habló de la Villa Borghese, donde el difunto Goethe había escrito una parte de su Fausto, se entusiasmó recordando las fuentes renacentistas en las que había tenido ocasión de refrescarse, las hermosamente ajardinadas avenidas en las que tan a gusto se paseaba… Y entonces alguien mencionó el gran jardín asilvestrado que los Buddenbrook poseían justo detrás del Burgtor.

—¡A fe mía! —dijo el viejo—. ¡Todavía me irrita no haber sido capaz de conseguir que, en su día, le dieran una apariencia un poco más humana! Hace poco volví a pasar por allí… ¡Qué vergüenza, esa selva virgen! Cuán grata posesión sería si el césped estuviese cuidado, los árboles bien podaditos en forma de conos y de cubos…

El cónsul, sin embargo, protestó enérgicamente.

—¡Por Dios, papá! A mí me encanta pasear por entre la maleza en verano; para mí, si esa bella naturaleza dejada a su libre albedrío fuese recortada y repodada de ese modo tan lamentable, perdería.

—Sí, ya, pero si esa naturaleza dejada a su libre albedrío me pertenece, tendré todo el derecho del mundo a darle la forma que a mí me guste…

—Ay, padre, cuando me tumbo sobre esa hierba crecida y bajo los matorrales salvajes, siento como si fuera yo quien pertenece a la naturaleza y no tuviera derecho alguno sobre ella.

—¡Christian, no seas comilón! —exclamó de pronto el abuelo Buddenbrook—. A Tilda no le hace daño… Traga como un pozo sin fondo, la nenita…

Ciertamente, las destrezas que aquella niña tímida y escuálida desarrollaba a la hora de comer eran un prodigio. A la pregunta de si deseaba un segundo plato de sopa había respondido humildemente, como estirando las palabras: «Sí-í, por fa-vor». Había repetido tanto del pescado como del jamón empanado, todas las veces con considerables cantidades de guarnición; en su habitual actitud solícita y miope, se inclinaba sobre su plato y daba cuenta de lo que fuera, sin prisa ninguna, con discreción y a grandes bocados. A las palabras del anciano señor de la casa se había limitado a responder estirando las palabras, con amabilidad, sorpresa y pocas luces: «Di-os… ¿Tí-o?». Pero no se dejó intimidar; comía —le gustase el plato o no, se burlasen de ella o no— con la instintiva voracidad de los parientes pobres invitados a la mesa de los ricos, sonreía impasible y se llenaba el plato de cosas ricas; paciente, tenaz, hambrienta y escuálida.

CAPÍTULO VI

En dos grandes cuencos de cristal tallado se sirvió entonces el Plettenpudding, un postre elaborado con sucesivas capas de almendras, frambuesas, bizcocho, crema pastelera y merengue; en el extremo inferior de la mesa, en cambio, de pronto se armó una enorme algarabía, pues a los niños les habían preparado su postre favorito: pudin de ciruelas flambeado.

—Thomas, hijo mío, ten la bondad —dijo Johann Buddenbrook sacando su enorme manojo de llaves del bolsillo del pantalón—: en el segundo sótano, a la derecha, en la segunda balda, detrás del tinto de Burdeos, hay dos botellas, ¿vas a por ellas?

Y Thomas, entendido en aquel tipo de encargos, salió corriendo y regresó con dos botellas harto polvorientas, recubiertas de una redecilla metálica. Mas, apenas se hubo servido de aquel continente, de apariencia tan poco gloriosa, el dorado y dulce vino añejo de malvasía en las copitas de postre, el reverendo Wunderlich se puso en pie y, copa en mano, mientras todos guardaban silencio, comenzó el brindis con agradables palabras. Hablaba con la cabeza un poco ladeada, una fina y divertida sonrisa en su blanco rostro, moviendo la mano que le quedaba libre con encantadores y recogidos gestos, en el tono desenfadado y afable que tanto le gustaba emplear también en el púlpito.

—Y ahora tened a bien, mis buenos amigos, vaciar conmigo una copa de este exquisito licor a la salud de nuestros veneradísimos anfitriones en este su nuevo y esplendoroso hogar. Por la familia Buddenbrook, tanto por los presentes como los ausentes… Vivant!

«Los ausentes… —pensó el cónsul, mientras hacía una reverencia ante las copas que le tendían—. Se referirá únicamente a los de Frankfurt y quizá, también, a los Duchamps de Hamburgo… ¿O acaso el viejo Wunderlich lo ha dicho con segundas intenciones?». Se levantó para chocar su copa con la de su padre, mirándole a los ojos con cariño.

Entonces se levantó de su silla para tomar la palabra Grätjens, el corredor de fincas; como punto y final a su intervención, su voz un tanto chillona pidió un brindis por la Casa Johann Buddenbrook y su futuro crecimiento, florecimiento y esplendor para mayor honor de la ciudad.

Y Johann Buddenbrook dio las gracias a todos por sus amables palabras en calidad de cabeza de familia, en primer lugar, y de miembro más antiguo de la dirección de la Casa Buddenbrook, en segundo; y envió a Thomas a buscar una tercera botella de vino, pues se había equivocado al calcular que bastaría con dos. También Leberecht Kröger habló. Se permitió permanecer sentado, actitud que consideraba todavía más deferente, y se limitó a desplegar su más obsequioso repertorio de gestos con la cabeza y las manos para dedicar su brindis a las dos señoras de la casa, Madame Antoinette y la consulesa.

Cuando hubo terminado y casi ya no quedaba Plettenpudding, fue el señor Jean Jacques Hoffstede quien se levantó con un carraspeo y fue coreado por un «¡Oh!» general. Los niños, en el otro extremo de la mesa, estuvieron a punto de romper a aplaudir de alegría.

—En fin, excusez! No he podido resistirme a… —empezó a decir, rozando ligeramente la punta de su puntiaguda nariz al sacar un papel del bolsillo de la levita. Un profundo silencio invadió la sala.

El pliego que sostenía entre sus manos estaba iluminado con los más vivos colores y tenía un óvalo central rodeado por un marco de flores rojas en la parte exterior y toda suerte de volutas doradas, del cual leyó las siguientes palabras: «Con motivo de la cordial participación en la feliz fiesta de inauguración de la recién adquirida casa de la familia Buddenbrook. Octubre de 1835». Luego volvió la página y, con voz algo trémula, comenzó:

Hoy que estamos todos juntos

en vuestra nueva mansión,

honores quiere rendiros

esta mi humilde canción.

A ti quede dedicada,

de pelo cano mi amigo,

y a tu venerable esposa

y a tus hijos tan queridos.

Tesón, trabajo y belleza

en sus muros se han aunado:

de Venus Anadiomene

feliz obra, y de Vulcano.

Que ningún futuro enturbie

la dicha de vuestras vidas,

que cada día os regale

renovadas alegrías.

Yo brindaré con vosotros

por vuestra infinita gloria.

Cuánto bien he de desearos

mi mirada os dice ahora.

Sed muy felices aquí,

y en el corazón guardad

a quien con sincero afecto

hoy os quiso así cantar.

Saludó al público y todos al unísono prorrumpieron en fervientes aplausos.

—¡Charmant, Hoffstede! —exclamó el viejo Buddenbrook—. ¡A tu salud! Bueno, bueno…, ha sido magnífico.

Ahora bien, cuando la consulesa brindó con el poeta, un ligerísimo rubor coloreó su rostro de porcelana, pues había captado la graciosa reverencia que él había hecho hacia donde estaba sentada ella al aludir a «Venus Anadiomene»[7].

CAPÍTULO VII

El alborozo general había alcanzado su punto culminante, y el señor Köppen sintió la clara necesidad de desabrocharse un par de botones del chaleco; pero aquello hubiera ido en contra del decoro, pues ni siquiera los caballeros de más edad se permitían nada semejante. Leberecht Kröger seguía sentado en su silla igual de erguido que al principio de la comida, el reverendo Wunderlich seguía igual de blanco y compuesto, el viejo Buddenbrook se había recostado un poco en el respaldo, eso sí, pero conservaba las más refinadas formas, y el único al que se veía un poco ebrio era Justus Kröger.

¿Dónde estaba el doctor Grabow? La consulesa se levantó con suma discreción y se dirigió hacia la puerta, pues en el extremo menos preferente de la mesa habían quedado vacías las sillas de Mamsell Jungmann, el doctor Grabow y Christian, y desde la sala de columnas llegaba el eco como de un sollozo ahogado. Abandonó la sala deprisa, detrás de la doncella, que acababa de servir mantequilla, queso y fruta; y, en efecto, allí, en la penumbra, en el banco acolchado que se extendía en redondo a lo largo de la columna central, encontró sentado, o más bien acurrucado, al pequeño Christian, quien, en voz baja, se deshacía en unos gemidos que partían el corazón.

—¡Ay, por Dios, Madame! —dijo Ida, de pie junto al niño, con el doctor—. ¡Qué malito se nos ha puesto el pequeño!…

—¡Estoy malo, mamá! ¡Estoy malo del demonio! —lloriqueaba Christian, y sus ojillos redondos y hundidos por detrás de una nariz demasiado grande se revolvían de un lado para otro.

—Si decimos esas palabras tan feas, el buen Dios nos castigará y hará que nos pongamos peor todavía.

El doctor Grabow le tomó el pulso; su rostro bondadoso parecía haberse vuelto aún más alargado y más dulce.

—Una pequeña indigestión…, nada importante, señora consulesa —consoló a la madre. Y luego prosiguió en su tono funcionarial, lento y pedante—: Lo más pertinente sería llevarlo a la cama… Un vasito de sales digestivas, tal vez una tacita de manzanilla para que sude… y dieta estricta. ¿Consulesa? Lo dicho, dieta estricta: un poco de pichón, un poco de pan francés…

—¡Pichón no! —chilló Christian fuera de sí—. ¡No quiero volver a comer nada nunca jamás! ¡Estoy malo, estoy malo del demonio! —Parecía que la palabrota le producía cierto alivio, tanta era la pasión con que la pronunciaba.