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«Desde el primer día he trabajado con toda mi alma para derrotar esa mamarrachada, a ese engendro, que es la vergüenza de la humanidad, y no solo con mis mensajes radiofónicos emitidos para Alemania, que eran una excepcional y vehemente exhortación al pueblo alemán para deshacerse de él». «¡Oíd, alemanes!» Así comienza Thomas Mann cada una de las 59 emisiones de radio que realizó desde su exilio en Estados Unidos, entre 1940 y 1945, y en las que, con su autoridad moral y un tono persuasivo, apelaba a la conciencia de los alemanes, a la de aquellos que «aún tienen oídos para oír». El receptor de radio, popularizado por Hitler para los hogares alemanes, hizo posible que la BBC pudiera transmitir los discursos de Mann directamente a sus salas de estar. Aunque no se sabe a ciencia cierta cuántos alemanes pudieron escucharlos, contribuyeron, sin duda, en el mantenimiento de la oposición intelectual al régimen. Las transmisiones de Thomas Mann son las de un alemán que, en el exilio, se llevó consigo su germanidad, y procuró que, quienes aún residían en Alemania, recordaran la suya. Convencido de que la única salida posible era la derrota del nazismo, sorprenden cuánto nos dicen, todavía hoy, estos documentos únicos. - « Es un buen momento histórico para leerlos […] con humildad y cierto escalofrío. Porque algunos pasajes también podrían pasar por comentarios sobre la actualidad» . Südwest Presse « El libro es espléndido: un documento histórico de excepción que resume el credo antinazi angloamericano». El País « Un elocuente testimonio de la implicación social de un Thomas Mann que, como demócrata consecuente, supo enfadarse y plantar caraa quienes atentaban contra la sagrada libertad y el derecho común a disfrutarla». El País «...las burlas y los no pocos insultos a Hitler y sus secuaces dan en el clavo. […] Thomas Mann hizo honor a su reputación de referente cultural de talla mundial». Frankfurter Allgemeine Zeitung
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Seitenzahl: 302
Veröffentlichungsjahr: 2025
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En la fotografía, fechada en 1935, tres niños alemanes juegan a ser soldados. El que aparece a la derecha, Ernst, sería enviado poco después a una NPEA —conocidas popularmente como las Napola— instituciones creadas para la «formación de los nacionalsocialistas». La depresión y los traumas de ese tiempo le persiguieron durante el resto de su vida. En el centro está Hans, que fue reclutado como paracaidista a los 17 años. Perdió una pierna en su primera misión. Ambos miran hacia su amigo Herbert, que murió alcoholizado después de la guerra.
Thomas Mann
Primera edición, mayo de 2025
© Nota al Margen, S. L., 2025
Plaza de las Salesas, 7
28004 Madrid
Título original: Deutsche Hörer! (1955)
© del texto, Fischer Verlag GmbH, 2025
© de la edición, Nota al margen
© de la traducción, L. Tobío y B. López
(revisión y corrección de 2025 por Nota al margen)
© del diseño de cubierta y composición, Comba Studio
© de la ilustración, Estefanía Córdoba
© de la fotografía, Archivo familiar
ISBN. 978-84-09-72988-3
Depósito legal. M-9583-2025
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo fotocopias y la difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamos públicos.
Nota de la editorial
La luz de la libertad
Nota del autor
Nota preliminar a la segunda edición
I Discursos radiofónicos de 1940
II Discursos radiofónicos de 1941
III Discursos radiofónicos de 1942
IV Discursos radiofónicos de 1943
V Discursos radiofónicos de 1944
VI Discursos radiofónicos de 1945
¿Qué queda?
Breve cronología sobre la Segunda Guerra Mundial
Nos gustaría señalar que, para esta edición, Nota al margen ha llevado a cabo una revisión y una corrección meticulosas de la traducción, con el fin de ofrecer al lector una versión fiel y respetuosa con el original. Nuestro propósito ha sido conservar la esencia y el estilo propios de la obra de Thomas Mann, al tiempo que facilitamos una lectura atractiva y accesible. A su vez, se ha mantenido la terminología que indistintamente emplea el autor para las voces «América», «Norteamérica» y «Estados Unidos», así como para «Inglaterra» y «Gran Bretaña».
También queremos aclarar que, para esta nueva edición, la cronología, así como las notas al pie de página, o más bien, al margen, son una aportación de la editorial pensadas para satisfacer la curiosidad de quienes desean ampliar la información, pero no tanto como para interrumpir la lectura y consultar fuentes externas.
Nota al margen
Madrid, mayo de 2025
¡Oíd, lectores!
Se suele creer que, con la edad, las personas tienden a volverse más conservadoras e indolentes en su forma de pensar, y que su visión del mundo se desplaza hacia los rincones más oscuros, donde los derechos básicos y el respeto hacia los demás dejan de ser prioritarios. No fue el caso de Thomas Mann quien, en su vejez, se negó a aceptar esa colosal lacra de la humanidad llamada nacionalsocialismo y se convirtió en un fervoroso demócrata.
Como se puede leer en sus discursos radiofónicos al pueblo alemán, el escritor y Premio Nobel de Literatura se convirtió, con más de sesenta años, en un enérgico partidario de la resistencia. Arremetió contra Hitler, Göring, Himmler, contra todo el régimen y su «miserable crueldad», su «afán de venganza», sus «incesantes bramidos de odio», su «fanatismo», su «cobarde ascetismo», su «abyecta presunción», nada menos que contra «toda su defectuosa humanidad». ¡Guau!
Thomas Mann no esperó décadas, cuando ya se conocía el alcance y la gravedad de los asesinatos de judíos —romaníes, sinti, izquierdistas, activistas de la oposición, homosexuales, personas con discapacidad física y mental—, para juzgar al Tercer Reich. Sus palabras no eran las de alguien que miraba hacia atrás, tampoco las de alguien que había llegado a sus conclusiones tras un largo período de evaluación psicológica impuesta por el Estado en el marco de una necesaria terapia colectiva. Cuando, en 1941, Thomas Mann dirigió su ira y sus reproches desde el exilio en América a una Alemania en plena guerra, desconocía cómo iba a ser su futuro y el de su familia. No sabía si podría regresar algún día a su casa de Múnich, en Poschingerstrasse, ni cuánto duraría el régimen ni la guerra, pero al leer sus discursos salta a la vista que tampoco le importaba. Mes tras mes, año tras año de guerra, decía lo que consideraba que tenía que decir. Los altos mandos nazis escuchaban con mucha atención lo que Mann decía y escribía, incluso Adolf Hitler, que en el trascurso de una conferencia en una cervecería de Múnich, arremetió contra los discursos de Mann, acusándolo de sedición. Mann le respondió de su forma habitual, con un discurso radiofónico: «Es tanta la inmundicia que ha salido de esa boca, que me produce asco oírle pronunciar mi nombre». Pero Adolf Hitler tenía razón, lo que Thomas Mann intentaba era provocar a los alemanes, despertarlos, «tronar» para sacarlos de su letargo.
Cuando Mann, a sus 63 años, en el cuarto de sus 59 discursos radiofónicos habló de la humanidad defectuosa, dejó claro su profundo desprecio hacia los nazis. Cada emisión era intensa y contundente, no derrochaba palabras en sinónimos grandilocuentes ni en formulaciones alambicadas, hablaba como si arrojara cubos de agua helada sobre las cabezas de los criminales y sus cómplices.
Thomas Mann llevaba ocho años en el exilio —primero en Francia, luego en Suiza y, finalmente, en Estados Unidos— cuando escribió sus columnas. Su partida no fue voluntaria ni premeditada: simplemente no se atrevió a regresar a su casa tras una gira de conferencias por Suiza en 1933. Sus hijos mayores, Erika y Klaus, le imploraron que no volviera. Salió de Alemania para trabajar como un «hombre libre» y se convirtió en un refugiado.
Aunque fue uno de los primeros escritores alemanes acosados, amenazados y perseguidos por los nacionalsocialistas, al explorar su biografía y su vasta obra —que además de novelas incluye cartas, discursos y diarios— se percibe que Mann era un hombre profundamente ingenuo en el ámbito político. Tal vez, en aquel momento, no llegó a conocer del todo el alcance de las atrocidades nazis y creyó estar a salvo al considerarse el más alemán de los alemanes: un patriota fiel, una celebridad y un orgulloso y honrado ciudadano de renombre internacional. Sin embargo, nunca dudó de que el radicalismo nacionalsocialista y el fanatismo alemán representaban la mayor amenaza para su país.
Mann no estaba preparado para el exilio. No comprendió por qué, en 1929, al recibir el Premio Nobel, un periodista le aconsejó depositar la cuantía del premio en el extranjero. En 1930 pronunciaba un importante discurso en la Sala Beethoven de Berlín, publicado ese mismo año con el título «Discurso alemán - Apelación a la razón», en el que analizaba los desastrosos resultados de las elecciones al Reichstag de septiembre de 1930: el NSDAP había multiplicado por siete sus votos y se había convertido en la segunda fuerza del Parlamento. En su disertación, Mann advirtió sobre el rechazo a la razón, alertó del peligro que acechaba al arte y a la libertad, y denunció una nueva actitud que amenazaba principios esenciales como la libertad, la justicia, la educación, el optimismo y el progreso. No relativizó el populismo, describió el lenguaje de los nazis, «su vulgaridad», como «una barbarie educativa romántica, peligrosa, desconectada de la realidad, que embota y somete a las mentes».
Thomas Mann, que se tomaba muy en serio a sí mismo como escritor y artista, se reveló en este acto como orador político contra la barbarie, aunque rechazaba el activismo social y no tenía ningún deseo de ser un «preceptor de la patria». Y, sin embargo, en las circunstancias que se estaban viviendo en el país, jamás se le habría ocurrido leer un capítulo de su novela y regresar a su casa sin más.
Me pregunto si, pese a no estar en absoluto preparado, Mann comenzó a organizar su salida de Alemania cuando el deterioro de la situación y la amenaza política y social que representaban los nazis se hicieron evidentes. He conocido a escritores que, por motivos políticos, persecución o amenaza de cárcel, sabían que tarde o temprano tendrían que exiliarse. Aunque estaban mentalmente preparados, albergaban la esperanza de escapar impunes y continuar con su vida privilegiada. Sin embargo, la huida fue, en la mayoría de los casos, improvisada, solo unos pocos lograron sacar con antelación dinero o documentos de sus países de origen, que abandonaron cuando ya no había otra salida.
El 15 de marzo de 1933, Thomas Mann anotó en su diario, con un atisbo de esperanza, que el exilio permanente podría ser una oportunidad para liberarse de las pesadas obligaciones de la vida social y dedicarse a un trabajo contemplativo o, como él mismo lo describe, «vivir concentrado plenamente en mí mismo». En la carta que envió a Ida Herz reflexiona sobre su exilio y el temor al futuro. Ida Herz era una bibliotecaria y una amiga fiel de los Mann que, en los años veinte, los había ayudado a organizar la biblioteca de su casa. Cuando el matrimonio Mann ya no pudo regresar a su hogar, ella se ofreció de inmediato: «Soy una desconocida, un nombre del montón, puedo ayudarles con mayor facilidad que cualquiera de sus amigos». Cumplió su promesa en colaboración secreta con el ama de llaves de los Mann. Juntas reunieron cinco grandes paquetes de documentos que Thomas Mann necesitaba para continuar con su trabajo sobre las novelas de Joseph Roth en el exilio. La señora Herz envió todo a un abogado de Basilea, Bernoulli, que también fue partícipe. Mientras tanto, las SA, la organización paramilitar del NSDAP, se apoderaron de sus pertenencias y confiscaron su coche ante la activa protesta de Golo, que se enzarzó en una discusión tan acalorada que nunca más se atrevió a entrar en la propiedad de sus padres. Todo esto ocurrió en febrero de 1933, pocas semanas después de la llegada del NSDAP al poder.
El NSDAP ya era un partido radical antes de las elecciones, y precisamente por eso fue elegido. Thomas Mann, en su discurso de enero de 1942, señaló a los alemanes que: «… al comienzo de esta guerra —que no empezó en 1939, sino en 1933— se decretó la supresión de los derechos humanos». Son dos observaciones increíblemente sagaces. A destacar, en primer lugar, que la barbarie siempre comienza con la abolición de los derechos humanos o con la «deshumanización», como la llamará más adelante. Y, en segundo lugar, la guerra ideológica y política empezó en 1933, cuando los alemanes votaron abrumadoramente —¡no por mayoría!— al NSDAP, derrocando así la República de Weimar y allanando el camino a un «sistema de robos, crímenes y falsedades». Para Thomas Mann la Alemania nazi es una asesina desquiciada. Continúa, discurso tras discurso, indignándose, enfureciéndose, echando pestes y luchando contra la demagogia y la propaganda nazis. Apela, suplica, ruega e implora al pueblo alemán que se libere, que se oponga a la guerra, que no se una a ella. Envía por cable los discursos desde América a la BBC de Londres, que siempre comienzan de la misma manera: «¡Oíd, alemanes!» («Deutsche Hörer!»). Desde allí se emiten con la esperanza de que sean escuchados por el mayor número posible de alemanes desde el salón de sus casas. Más tarde, será la propia voz de Mann la que relatará a los alemanes los acontecimientos y el desarrollo de la guerra, de los que se mantiene puntualmente informado a través de su correspondencia y de los medios de comunicación estadounidenses.
No quiero desvelar demasiado sobre los discursos, ya que en el epílogo me extenderé más sobre ellos, pero me gustaría señalar algo importante. Thomas Mann ha sido caricaturizado y degradado durante décadas, y presentado como una figura neurótica en numerosos ensayos, retratos y observaciones literarias, sin olvidar los largometrajes, los biopics, los recuerdos de sus hijos y nietos y, por supuesto, sus diarios (¡sobre todo sus diarios!). Ha sido ridiculizado, tachado de homosexual estirado, hipocondríaco, llorón, mimado, estricto con sus hijos, burgués, etcétera. En Alemania se reían de él por la foto en la que, durante unas vacaciones de verano, estaba sentado con tirantes en la arena de la playa del Báltico, y en Nueva York lo describían como un «bastón adornado». Personalmente prefiero a alguien que da importancia a su vestimenta, a su compostura y a sus principios, que a esos rubios con la raya al lado y aspecto marcial embutidos en sus flamantes uniformes de las SS. Me conmueven las fotos de este señor mayor, rígido, un caballero atrapado en sus rutinas y costumbres que, a la hora de la verdad, con el bigote meticulosamente recortado y el dedo extendido sobre su taza de té con filo de oro, fue capaz de poner en su sitio a los nazis.
Esta diatriba, esta prosa despectiva, fue especialmente grave después de la guerra. Los escritores que permanecieron en Alemania no le perdonaron que se exiliara, ignorantes del hecho de que ya había sido desposeído de su ciudadanía alemana en 1936, cuando se negó a declarar su lealtad al NSDAP en la Academia Prusiana de las Artes. Como consecuencia, el Obergruppenführer de las SS y general de policía Reinhard Heydrich lo acusó personalmente de «no ser alemán» y de «projudío», lo que equivalía a una sentencia de muerte. Heydrich condenó al escritor a prisión preventiva, que no cumplió debido a su ausencia del país. Los autores que se quedaron en Alemania, como Frank Thieß, se jactaban de su «exilio interior» y, aún más —es tan repugnante que cuesta repetirlo—, afirmaban que «presenciar el fuego, el hambre y las bombas» los habían hecho «más ricos en conocimientos y experiencias» que si lo hubieran observado «desde los palcos y los asientos de platea en el extranjero». No era una opinión aislada. A los ojos de esos críticos sin escrúpulos Mann debería haberse quedado en Alemania, resignarse y callar en lugar de marcharse y hablar alto y claro. Thomas Mann se negó a disculparse por su exilio («El exilio interior me importa un comino»). Al contrario, en 1938 anunció con orgullo y confianza a los periodistas estadounidenses que lo esperaban: «Donde estoy yo, está Alemania». Con esta observación lapidaria cortó la cabeza a todo el tedioso y cerril germanismo de los que se quedaron voluntariamente en casa, que, como Thieß, alguna vez celebraron la toma del poder como un «acto redentor». Mann se mantuvo firme: «A mí el extranjero me ha sentado bien. Siempre he llevado conmigo mi herencia alemana», pidiendo todavía en su último discurso radiofónico: «Concédaseme mi germanidad universal». Se nacionalizó estadounidense y solo volvió a Alemania una vez más tras el final de la guerra, cuando le concedieron la Medalla Goethe, acompañada de un acalorado debate folletinesco —hoy probablemente lo llamaríamos linchamiento mediático—, alimentado por una campaña de desprestigio de la prensa, sobre todo del ZEIT de Hamburgo.
Desde que empecé a estudiar en profundidad la oposición de Thomas Mann a la dictadura de Hitler, vuelvo una y otra vez al siguiente pensamiento: para alguien marginado y perseguido por razones étnicas, religiosas o sociales, la lucha por la solidaridad y la resistencia contra un régimen fascista es necesaria y, en cierto modo, natural, ya que es, sobre todo, un modo de autodefensa. Pero para alguien como Thomas Mann —«hombre, blanco y privilegiado», como probablemente se le calificaría hoy—, la perseverancia en su rebelión contra el régimen nazi fue, ante todo, una decisión política que no estaba obligado a tomar. Tampoco podía imaginar, en la década de 1920, cuando comenzó a alzar la voz contra Hitler, que millones de judíos serían asesinados. El hecho de estar casado con una mujer judía no tuvo un papel relevante, ya que los Mann no practicaban el judaísmo. Thomas Mann instigaba contra el régimen nazi, no como marido de una mujer judía, sino como un artista alemán, extremadamente rico, que despreciaba a los nazis por lo que eran: enemigos de la humanidad. Es habitual que la gente elitista que nace en la prosperidad se vuelva políticamente activa cuando sirve a sus propios intereses. Para alguien como Thomas Mann —el otrora estudiante privilegiado que podía vivir cómodamente de los intereses [¡!] de la herencia de su padre, el que fuera entusiasta partidario del Kaiserreich, obsesionado por la ropa fina, la porcelana y los buenos coches, un ser elegante y amante del lujo—, el hecho de convertirse en un opositor que se enfrentó personalmente a Adolf Hitler fue un salto gigantesco. No tenía la necesidad de hacerlo, millones de alemanes tampoco lo hicieron. De hecho, hoy se confirma que la mayoría participó, tanto mental como físicamente, en el nacionalsocialismo. No creo que merezcan gratitud todos los oponentes de los nazis solo por haber resistido, pero sí merecen reconocimiento aquellos que defendieron la solidaridad y la fraternidad como valores universales. Thomas Mann tenía mucho que perder, su casa, su paz, su orden, la seguridad de sus hijos, que eran judíos según la halajá (y la «doctrina racial» nacionalsocialista). Perdió muchos bienes, por cierto, sin quejarse ni una sola vez públicamente de ello, a pesar de lo protestón que era para todo lo demás.
Cada vez que menciono que voy a prologar los discursos radiofónicos que Thomas Mann pronunció durante la Segunda Guerra Mundial, me miran con asombro: «¿Thomas Mann, en serio?». Sí, en serio. Después de leer Deutsche Hörer! puedo afirmar de todo corazón y sin ninguna ironía que Thomas Mann fue un héroe. Heroico con todos sus errores de juicio —como se evidencia en su obra, Consideraciones de un apolítico—, con todos sus lamentos —¡Madre mía!, la entrada del diario el día de la invasión alemana de París: dos líneas de desconcierto ante la catástrofe política, seguidas de una queja desmesurada porque se le movía el puente dental—, con su narcisismo —no conozco a nadie en el mundo del arte que no lo sea— y con las mofas sobre sus hijos —si Thomas Mann viviera hoy, seguro que ni cogería la baja paternal ni se interesaría por la guardería—. E incluso con toda su mundanidad, con el arte como eje de su vida y con su adicción a la comodidad y a la trivialidad, en el fondo, no era más que un ser humano.
Thomas Mann fue un antifascista inquebrantable que desafió al fascismo y a sus fanáticos con la única actitud moralmente correcta: lo asumió como un reto personal. Por eso sus discursos eran —y siguen siendo— grandes, muy grandes. Tenía la capacidad de distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto. A veces regañaba a los alemanes, restregándoles sus juicios sin piedad; otras, dejaba caer palabras sorprendentemente tiernas que revoloteaban sobre el Atlántico como una paloma de la paz con una nota en el pico:
«Creedme, la libertad sigue viva y continuará siendo, a despecho de toda la charlatanería de los filosofastros y de todos los caprichos de la historia del pensamiento, lo mismo que era hace ya dos mil años: la luz y el alma de Occidente. Mientras que el amor y la gloria de la historia corresponderán a aquellos que mueren por ella y no a los que la derriban con sus tanques».
Mely Kiyak
Berlín, septiembre de 2024
En el otoño de 1940, la British Broadcasting Corporation me expresó el deseo de que dirigiera a mis compatriotas, desde su emisora, unas breves charlas en las que comentase los sucesos de la guerra y tratara de influir en el público alemán de acuerdo con las convicciones que profeso y que repetidas veces he exteriorizado.
He creído que no debía desdeñar esta ocasión de ponerme en contacto —aunque fuese de un modo tan restringido e inseguro— con los alemanes, así como con los habitantes de los países sometidos, a espaldas del Gobierno nazi, que, hasta donde estaba en su mano, me ha arrebatado toda posibilidad de influir en la opinión de mi país. Y más cuando mis palabras no partirían de América, por onda corta, sino de Londres, por onda larga, con lo que podrían ser oídas gracias al tipo de receptor que únicamente se le permite tener al pueblo alemán. Era para mí, por otra parte, una seductora perspectiva volver a escribir en alemán con el convencimiento de que el influjo de lo que escribiese iba a permanecer en su idioma original. Acepté, pues, encargarme de unas transmisiones mensuales y, después de las primeras, pedí que se ampliara su duración de cinco a ocho minutos.
Al comienzo, la dinámica consistía en enviar por cable el texto a Londres, donde más tarde era leído ante el micrófono por un empleado de la sección alemana de la BBC. Pero a poco de empezar, y a propuesta mía, se adoptó otro método que, aunque más complicado, resultaba más directo y, por eso mismo, más simpático. Consiste en que yo digo lo que tengo que decir en el Recording Department de la NBC de Los Ángeles, que graba mis palabras en un disco que se envía a Nueva York y cuyo contenido se transmite luego por teléfono a Londres, donde se registra en otro disco, que es el que se reproduce ante el micrófono. De este modo, aquellos que tienen el valor de escucharme pueden oír no solo mis palabras, sino también el sonido de mi propia voz.
Me escuchan más personas de lo que pudiera pensarse, no solo en Suiza y Suecia, también en Holanda, en el «Protectorado» checo y en la misma Alemania, como se comprueba por las singulares comunicaciones cifradas que se reciben de esos países. Hay, evidentemente, en esas tierras ocupadas, gente cuya hambre y sed de palabra libre es tan grande que desafía con su escucha la amenaza que peligra sobre ellos. La más patente prueba de que esto es así —prueba, por cierto, divertida y desagradable a la par— es el hecho de que mi propio Führer, en un discurso pronunciado en una cervecería de Múnich, se haya referido, de manera inequívoca, a mis alocuciones y me haya incluido entre los que tratan de incitar al pueblo alemán a una revolución contra él y su sistema. «Pero esa gente —dijo bramando— se equivoca de medio a medio: el pueblo alemán no es de esos y, si hubiese algo en él de tales tendencias, está, gracias a Dios, bajo llaves y cerrojos». Es tanta la inmundicia que ha salido de esa boca, que me produce asco oírle pronunciar mi nombre. Con todo, a pesar de su manifiesta absurdidad, esta declaración tiene para mí un gran valor. El Führer ha manifestado a menudo el desprecio que siente por el pueblo alemán, el convencimiento de que se trata de gente cobarde, sumisa, estúpida y de una capacidad sin límites para dejarse engañar, pero ha olvidado dar una explicación de cómo, en tales condiciones, podría verse en el pueblo alemán a una «raza superior» llamada a dominar el mundo. ¿Cómo puede ser «raza superior» un pueblo del que se afirma que, a causa de su psicología, jamás se rebelará, «ni siquiera contra él»? Me permitiría rogar a los héroes de la historia que, entre todos los planes de batalla, sometieran esta cuestión a un análisis lógico.
Quizá tenga razón en su convicción de que el pueblo alemán «no es de esos». Cuanto más repulsivo es, más razón tiene. Por otra parte, exhortar a un pueblo para que se levante no significa creer, de todo corazón, que sea capaz de hacerlo. Lo que sí creo firmemente es que Hitler no puede ganar su guerra. Es una creencia que se funda mucho más en motivos metafísicos y morales que en militares, y debo decir que, siempre que expreso dicha creencia en las páginas que siguen, lo hago con toda sinceridad. No quiero, con esto, sostener la peligrosa idea de que la victoria de las Naciones Unidas está asegurada por sí misma, de forma que, confiando en esta certeza, pudiera permitirse no solo cualquier error, sino también el debilitamiento de la voluntad, la falta de compromiso y la reserva «política» con respecto a sus aliados y a la paz que se debe conquistar. No puede permitirse nada, por mínimo que sea, después de todo lo que se ha permitido en el pasado. Esta guerra habría podido evitarse, y el mismo hecho de haber llegado a estallar constituye una pesada carga moral para nuestro bando. La guerra tuvo una sombría prehistoria, cuyos motivos determinantes de ningún modo han desaparecido, sino que siguen operando ocultamente y, con la paz, ponen en peligro la victoria. Perderemos si hacemos una guerra errada en vez de una guerra justa, la guerra de los pueblos por su libertad.
Thomas Mann,
15 de septiembre de 1942
Las veinticinco primeras alocuciones radiofónicas de Thomas Mann al pueblo alemán se publicaron en septiembre de 1942 en forma de libro. Esta primera edición apareció en Estados Unidos [Manufactured in the USA by H. Wolf, New York] y no llegó a conocerse en Europa dadas las circunstancias entonces reinantes.
Ahora que la guerra ha terminado, y que ha concluido también la serie de los mensajes radiofónicos del autor alemán, la editorial ofrece en una segunda edición todas [¡!] las retransmisiones, desde octubre de 1940 hasta mayo de 1945.
Bermann-Fischer Verlag
Estocolmo, agosto de 1945
Octubre de 1940
¡Oíd, alemanes!
Os habla un escritor alemán cuya obra y persona han sido proscritas por vuestros gobernantes, y cuyos libros, aun cuando versen sobre el más alemán de los alemanes —como Goethe, por ejemplo—, solo pueden hablar en la lengua de los pueblos extranjeros y libres, mientras que para vosotros, alemanes, han de permanecer mudos y desconocidos. Sé que mi obra volverá algún día a vosotros, aunque yo mismo no pueda. Pero mientras viva, e incluso como ciudadano del Nuevo Mundo, seguiré siendo alemán, sufriendo por el destino de Alemania y por todos los males morales y físicos que, por la voluntad de déspotas asesinos, ha venido acarreando el mundo desde hace siete años. El firme convencimiento que poseo de que esto no puede tener un buen desenlace me ha impulsado a hacer ciertas advertencias de las que creo que os han llegado algunas. Con la guerra, ya no existe la posibilidad de que la palabra escrita franquee la muralla con la que os ha cercado la tiranía. Aprovecho, por eso, gustosamente la ocasión que me proporcionan las autoridades británicas para informaros, de vez en cuando, sobre lo que veo aquí, en América, en esta tierra vasta y libre en la que he encontrado un hogar.
Cuando, hace cinco meses, las tropas alemanas invadieron Holanda y decenas de miles de personas perecieron en Róterdam por efecto de las bombas, el editor de la revista norteamericana Life —una revista ilustrada que todo el mundo lee y que, en general, nunca toma posición respecto a las cuestiones políticas— escribía: «Este es el mayor desafío que se le ha hecho a América como tierra de libertad en ochenta años […]. Pueblos militaristas poderosos y despiadados han atacado lo que constituye nuestro modo americano de vida […]. No sabemos si habremos de luchar con las armas en la mano al lado de Inglaterra, pero lo que sí tenemos claro es que la lucha de Inglaterra es también, en esencia, nuestra lucha». Así se decía entonces, después del 10 de mayo, y así se sigue diciendo todavía hoy. Así piensan los obreros y los hombres de negocios, los republicanos y los demócratas, los partidarios de Roosevelt y los de su opositor. Poco queda de aquella vieja América que creía poder vivir ajena al mundo al otro lado del océano. ¿De dónde viene ese cambio radical? Bien lo sabéis. Viven en este país 130 millones de hombres amables y de buena voluntad. Quieren trabajar y construir en paz. Cada uno interviene activamente en las grandes cuestiones según lo que considera correcto. La guerra, las conquistas de países extranjeros, las alianzas, los ejes, las entrevistas secretas y la violación de los tratados les parecen superfluos y desatinados. Pero luego, su prensa y sus comentaristas de radio les cuentan lo que acaece en Europa. Relatan cómo en Noruega, Holanda, Bélgica, Polonia, Bohemia y en cualquier lugar aparece siempre el mismo espectáculo, cómo las tropas alemanas, a las que nadie ha llamado, ocupan esos países que nada les han hecho y los oprimen y saquean, y cómo son ejecutados como asesinos los que aman a su patria y no quieren empuñar las armas contra el invasor extranjero. El americano se siente, naturalmente, ante todo ciudadano de América, pero, con frecuencia, él o su padre o su abuelo han nacido en Noruega, en Holanda, en Bélgica, en la protegida Dinamarca, en el Gobierno General, en el Protectorado, y todavía tienen en alguno de esos países a algún familiar al que recuerdan con cariño. Y aunque este no sea el caso, e incluso si su familia procede de Alemania, como hombre que piensa rectamente ha de sentirse indignado ante la injusticia y la violencia que sufren. No, no he encontrado diferencia alguna entre los germanoamericanos, los angloamericanos y los italoamericanos. Todos comprenden que ese no es el camino acertado para unir a Europa y que esas atrocidades, tarde o temprano, tendrán su merecido.
El ciudadano americano tiene hoy, por encima de todo, tres esperanzas. La primera es la propia América, su impresionante poderío económico y sus distinguidos y experimentados líderes. La segunda es Inglaterra. Es posible que, en el pasado, los americanos hayan mirado a los ingleses con cierta altanería: se los tenía por gente abatida y demasiado refinada. Sin embargo, hoy, ante la resistencia de Londres, son objeto de admiración. Inglaterra sostiene la bandera de la libertad. Habla y lucha en nombre de todos los pueblos que sufren y de quienes persisten manteniendo una resistencia clandestina. Por eso es aquí tan intenso el deseo de ayudarla. La tercera esperanza, aunque por desgracia ya no tan firme, es la que depende del pueblo alemán. Pregúntense si, con suerte, el pueblo alemán no llegará finalmente a comprender que sus victorias no son sino pasos por un peligroso e interminable pantano. ¿No se darán cuenta, por fin, de que si ahora sus soldados invaden otros tres países, si sus submarinos hunden otros tres barcos llenos de niños refugiados, si arrojan a más hombres a la miseria, al destierro y al suicidio, concitando contra sí el odio del mundo, se están alejando aún más del objetivo que persiguen? Hay caminos mejores para llegar a ese fin que todos anhelamos: una paz justa para todo el mundo.
Noviembre de 1940
¡Oíd, alemanes!
La reelección de Franklin D. Roosevelt como presidente de Estados Unidos es un acontecimiento de primera magnitud, quizá decisivo para el futuro del mundo. Así lo estiman, sin duda, en Europa, aquellos que han querido dar a entender que las elecciones y su resultado no eran asuntos que concernían únicamente a América. Los que han devastado Europa y violado todos los derechos de los pueblos ven, con razón, en Roosevelt a su más poderoso adversario. Él es el representante de la democracia que lucha, el que encarna una nueva idea de la libertad vinculada con lo social, y el estadista que, desde el primer momento, supo distinguir con toda claridad entre la paz y el apaciguamiento. En nuestra época de masas —a la que pertenece la idea del liderazgo— América tiene la responsabilidad de ofrecer al mundo un líder moderno, amante del bien y de lo espiritual, un futuro salvador de la paz y la libertad. Del mismo modo, la heroica resistencia de Inglaterra contra la más infame de las tiranías que jamás haya amenazado al mundo despierta aquí una admiración creciente y permite que gane tiempo para movilizar las enormes fuerzas latentes de su país en la lucha por el futuro.
Larga ha de ser esta guerra y nadie se engaña al respecto. Pero cuanto más dure, más seguro será su desenlace. Los abyectos temerarios que se propusieron esclavizar al mundo sienten, en el fondo, que ya han perdido. Lo sienten con tanta claridad como los pueblos avasallados a quienes mantienen aterrorizados bajo sus aparentes y trágicas victorias.
Nadie en el mundo cree que el pueblo alemán se encuentre cómodo con la manera que tienen sus opresores de manipular la historia, que es una miserable fanfarronería de sangre y lágrimas. Fingen confianza, naturalmente. En una perorata de patológica mendacidad que Hitler pronunció no hace mucho en su sótano de conspiración muniqués, afirmó que las supremas autoridades militares de Alemania están seguras de la victoria. Resulta, ante todo, extraño el hecho de que apele a otra autoridad más alta que la suya. ¿Acaso no es él César, Federico y Napoleón a la vez, además de Carlomagno? Los pedestres historiadores del nacionalsocialismo así se lo han dado a entender a ese pobre farsante de la historia. ¿Cómo puede ahora caer en el ridículo que supone apelar al juicio de los generales que dan ejecución a sus inspiraciones? Sin embargo, no todos estos generales son simples cadetes envejecidos y hombres que no ven más allá del limitado horizonte de la táctica militar. He oído la anécdota de que, estando en París, un alto oficial alemán le dijo a un grupo de franceses: «Pauvre France, maintenant. Pauvre Allemagne, plus tard!», con que pobre Francia, ahora, ¡pobre Alemania, después…! No andaba muy fuerte en francés, pero eso bastaba. Y estoy convencido de que a muchos sectores del pueblo alemán les basta también.
Todos nos preguntamos aquí lo que será del continente europeo y de la misma Alemania si la guerra dura cuatro o cinco años más, y eso mismo, sin duda, se lo pregunta también, lleno de temor, el pueblo alemán. La miseria que reina en la actualidad es solo un débil anticipo de lo que vendrá. ¿Y por qué ha de venir? ¿Todo esto solo porque un puñado de estúpidos criminales trata de utilizar el proceso de transformación económico y social por el que pasa el mundo para una insensata y anacrónica campaña alejandrina de conquista mundial? Sí, solo por esta razón. Lo que debe acaecer, y acaecerá al final de este conflicto, está claro. Veremos el inicio de una unificación del mundo, la creación de un nuevo equilibrio de libertad e igualdad, la salvaguardia de los valores individuales dentro de las exigencias de la vida colectiva, el desmantelamiento de la soberanía nacional de los Estados y la edificación de una sociedad de pueblos libres, aunque responsables ante la comunidad, con iguales derechos y deberes. Los pueblos están ya maduros para esta nueva ordenación mundial. Si no lo estaban hace ya veintidós años, las experiencias de las últimas décadas los han madurado. Pero, probablemente, se hallen hoy más preparados para este propósito de lo que podrían estarlo después de los trastornos y los efectos devastadores de varios años de guerra. Si hoy concluyera este enfrentamiento y se uniesen fuerzas, ningún pueblo tendría mejores perspectivas de un futuro de paz que el alemán.
El pueblo alemán debe tener y tendrá su «lugar al sol» en el mundo venidero. Ahora bien, si fascinado, continúa apoyando a este régimen inhumano, sufriendo y actuando incondicionalmente, reconocerá demasiado tarde que un pueblo que sume al mundo en el horror y la oscuridad no puede aspirar a un lugar al sol. ¡Fuera los corruptos! ¡Fuera los nacionalsocialistas que envilecen y tiranizan a Europa! Sé que doy expresión al más íntimo anhelo del pueblo alemán cuando, dirigiéndome a él, exclamo: «¡Paz! ¡Paz y libertad!».
Diciembre de 1940
¡Oíd, alemanes!
Ha vuelto la Nochebuena, fiesta amable, fiesta del amor, y para vosotros la más querida, una fiesta llena de luz, aroma y sueños de la infancia. Se podría llamar la más alemana de todas las fiestas, ya que ningún otro pueblo la celebra con tanta intimidad como vosotros. ¿Por qué? Quizá porque, en su profundo sentido cósmico y religioso, es un símbolo de vuestra consolidación como nación y porque en ella se refleja la historia de vuestra civilización. En la antigüedad germanopagana era la fiesta del solsticio de invierno, del renacer de la luz desde la noche invernal, del amanecer de un mundo nuevo. Luego, la luz nueva se convirtió en un niño en la cuna, en el portal de Belén, en la celebración del nacimiento del hijo del hombre, del Salvador, cuyo inmenso y dulce corazón trajo al mundo un nuevo sentimiento de humanidad, y con él, una nueva moral que llamó a su padre celestial el padre de todos los hombres. Y en esa anunciación el dios racial de los judíos, exclusivo de aquel pueblo, se elevó a Dios del universo, espiritual y ultraterreno,