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El ranchero... y la urbanita Tendría que haber estado ciego para no fijarse en la bella y sofisticada Julia Kerns, la recién llegada a Ferndale. Y Tony Graham era cualquier cosa menos ciego. Cuando aquella mujer tan independiente le pidió que la ayudara a arreglar la hermosa casa victoriana de su abuela, no pudo evitar imaginarse a sí mismo viviendo con ella en aquella casa... Julia jamás habría pensado que un día regresaría a Ferndale. Ella quería seguir viviendo en el bullicio de Los Ángeles y, sin embargo, resultó que de pronto era propietaria de una casa en el lugar del que conservaba horribles recuerdos de la niñez. ¿Conseguiría aquel cowboy tan sexy demostrarle que la felicidad podía estar en el campo... junto a él?
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Jill Limber
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Los caminos del corazón, n.º 1807 - agosto 2015
Título original: Captivating a Cowboy
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6869-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Tony la vio entrar en la ferretería y cada una de las masculinas fibras de su ser se despertó, alerta. La chica tendría unos veinticinco años y era un verdadero bombón. Era pequeñita, con una larga coleta que le caía sobre los hombros desnudos. Los pantalones cortos y ajustados le dejaban al descubierto no solo las piernas, largas y bien torneadas, sino también una franja de piel morena y firme donde el top no le llegaba a cubrir el vientre.
Las conversaciones se fueron acallando una a una y todos los hombres se volvieron a mirarla, incluso el señor Dunn. Cliff, que atendía tras el mostrador, parecía un ciervo paralizado frente a las luces de un coche mientras ella se le acercaba.
Tony estaba demasiado lejos como para oír lo que ella pedía, pero vio que a Cliff se le ponían las orejas rojas y señalaba al fondo de la tienda. Ella se dio la vuelta y Tony sintió que se quedaba sin aire. Además de un cuerpo surgido de las fantasías de cualquier hombre, aquella preciosidad tenía una carita de ángel, con ojos azul verdosos y labios llenos, hechos para besar.
De repente, a Tony se le ocurrió que cada uno de los hombres que había en la ferretería estaría pensando lo mismo que él y la idea le dio rabia. Sintió el impulso infantil y posesivo de decirles que la había visto primero.
Qué tonto. ¿Qué hacía perdiendo el tiempo en fantasías que, de ser realidad, haría que lo arrestasen en la mitad de los estados del país? Sería mejor que se diese prisa si quería terminar su casa antes de que comenzase el frío y mudarse de la rulote donde vivía, apenas una fría y pequeña habitación aparcada en sus tierras.
Eso tenía que hacer, pensó, pero fue incapaz de moverse, contemplando sus femeninos andares. Ella se acercó a la zona de las herramientas y se inclinó a mirar unas lijadoras. Tony contuvo un gemido y se dirigió al mostrador a pagar lo que había comprado. Solo podía aguantar hasta cierto límite.
Cliff marcó en la caja registradora la bolsa de clavos y la tela embreada, dándole el cambio con la atención puesta en otro sitio. Tony tuvo que hacer malabares para que las monedas no se cayesen sobre el mostrador.
–¿Quién es? –preguntó, controlando el impulso de darse la vuelta para echarle otra mirada a la chica.
Cliff se encogió de hombros, intentando verla por un costado de Tony.
–No lo sé. Es la primera vez que viene.
Tenía que ser nueva en el pueblo, pensó Tony. En Ferndale ningún extraño pasaba desapercibido, y, menos aún, una mujer tan guapa como aquella. Se quedó esperando hasta que Cliff se enderezó y se alisó la pechera de la camisa, alertándolo de que ella se acercaba; luego se hizo a un lado para simular que miraba unas hojas de sierra.
Ella pasó a su lado llevando una caja; la envolvía una nube de perfume a flores de verano.
–¿La lijadora viene con instrucciones? –preguntó, poniendo una tarjeta de crédito sobre el mostrador.
Tony creía en la igualdad de oportunidades, pero las mujeres inexpertas y las herramientas eléctricas eran generalmente una mala combinación.
Cliff deslizó la tarjeta de crédito por el mostrador, la pasó por la ranura de la caja y la devolvió antes de que Tony pudiese leer el nombre escrito en ella.
–Lo siento, señorita –murmuró Cliff, mirando dentro de la caja de la lijadora–. No viene con instrucciones –le dio el recibo de caja para que firmase.
Sin poder evitarlo, Tony se acercó, esperando que no se le notasen en el rostro sus carnales pensamientos.
–Disculpe, señorita. Quizá pueda ayudarla.
Julie se volvió a mirar al hombre que había visto junto a unas enormes ruedas de acero con amenazadores dientes. ¡Dios, desde luego que en Los Ángeles no había hombres como aquel! Era guapísimo, desde su sombrero texano hasta las punteras de sus botas de vaquero.
–¿Ayudarme con qué? –le preguntó, esbozando una de sus mejores sonrisas.
Le gustó la forma en que él se puso un poco nervioso mientras lo miraba. Quizá era tímido, porque con aquel aspecto, no parecía ser un hombre que se sintiese avergonzado ante una presencia femenina. También le gustaron los músculos que le marcaba la camiseta blanca. Le dio la impresión de que eran el resultado del duro trabajo en el campo, no del gimnasio.
Él se quitó el sombrero y se pasó una mano grande y cuadrada por el cabello corto de un profundo color castaño, y luego hizo un gesto, señalando la caja que el dependiente intentaba cerrar torpemente.
–La lijadora, señorita.
El vaquero estaba ruborizado. Julie reprimió una sonrisa. ¿Lo haría por amabilidad, no por flirtear? Esperaba que no, porque iba a quedarse en Ferndale todo el verano y no tenía amigos allí. No recibiría tampoco visitas de sus conocidos de Los Ángeles. La idea de estar enterrada en el pueblo durante tres largos meses la horrorizaba.
El pintoresco Ferndale no había cambiado desde que se marchase de allí hacía diez años para ir a la universidad. Ahora que había usado su tarjeta de crédito, todos se enterarían en cuestión de horas que había vuelto a California del Norte. Julie prefería una ciudad grande. No había vida privada en los pueblos.
–Gracias, vaquero –le dijo al guapo, guiñándole el ojo–, pero creo que me las puedo arreglar.
Al menos podría aprender a hacerlo. Dado que su presupuesto y su tiempo eran limitados, había decidido terminar sola todo lo que había que hacer en casa de su abuela, que ahora era su casa. Quería arreglar el sitio y ponerlo a la venta para poder volverse a Los Ángeles antes de que comenzase el nuevo año lectivo.
–¿Tiene experiencia con este tipo de herramientas? –le preguntó él.
El vaquero parecía educado y honesto, algo que encontró Julie muy atractivo. Los hombres que conocía estaban tan pendientes de sí mismos que nunca mostrarían el tipo de interés que se reflejaba en el apuesto rostro masculino. Se encogió de hombros. Le resultó gracioso que él supusiera que no sabría arreglárselas porque era una mujer. No era tonta y podía encontrar la solución de cómo hacer lo que había que hacer.
Recorrió con la mirada los hombres que se habían reunido a su alrededor para escuchar abiertamente la conversación y les sonrió.
–No será demasiado difícil, ¿no? Ustedes todos saben cómo usarlas, ¿verdad? –dijo dulcemente y, agarrando la caja, salió a la calle principal.
Todos los ojos estaban pendientes de su figura. Cuando ella desapareció de su vista, Tony hubiese jurado que oyó un suspiro colectivo dentro de la tienda.
–¿Quién es? –le preguntó a Cliff, alargando la mano para que le diese el recibo firmado–. Julie Kerns –leyó en voz alta.
–¿Esa era la pequeña Julie Kerns? –preguntó el señor Dunn, intentando leer el papel por encima del hombro de Tony.
–¿La conoce? –dijo Tony, dándose la vuelta para mirar al viejo.
–Vivía aquí –asintió el señor Dunn con la cabeza–. Vino con su abuela cuando sus padres murieron, siendo ella pequeña.
–¿Dónde vive su abuela?
–Falleció hace dos meses. Se llamaba Bessie Morgan.
Tony se quedó pensativo un minuto. El nombre le resultaba vagamente familiar.
–¿La casa azul y blanca de estilo Reina Ana cubierta de hiedra que está cerca de la iglesia?
–Ajá –asintió el señor Dunn–. Oí que Julie la había heredado. Se habrá venido a vivir aquí.
Tony apuntó mentalmente la información y se marchó de la tienda silbando. Encontraría algún motivo para hacerle a la pequeña dama una visita y recordarle lo amigables que solían ser los vecinos de Ferndale.
Tony se hallaba en la acera a pleno sol del mediodía. Se acomodó la escalera en el hombro y miró la casa que pertenecía a la atractiva Julie Kerns. Dos cosas le vinieron a la mente: primero, que la casa era una maravilla, con todos los detalles y ribetes del estilo Reina Ana, no era tan recargado como otras variedades de casas victorianas. Segundo: la casa necesitaba muchísimo trabajo.
Por empezar, los dos primeros escalones de la escalinata estaban podridos. Levantando la vista, vio que el canalón para la lluvia se había oxidado en varios sitios, lo cual explicaba el deterioro de la madera.
Apoyó la escalera que ella había comprado contra el camión y bajó los botes de veinte litros de enlucido y pintura de imprimación. Sorteando los escalones rotos, subió los botes al porche y tocó el timbre, que sonó tan estridente que podría oírse desde la otra manzana. Enseguida vio a Julie a través del cristal biselado de la puerta. Llevaba unos viejos y amplios vaqueros y una enorme camiseta. Tony le dio pena que no vistiese ropa como la del día anterior.
–Hola, vaquero –dijo ella al abrir la puerta, y enarcó una ceja.
–Buenas tardes, señorita Kerns –replicó sonriendo y tocándose el ala del sombrero, se había olvidado de lo guapa que era.
–Por favor, llámame Julie –dijo ella, sin sorprenderse de que él supiese su nombre.
–Yo soy Tony. Tony Graham.
Ella esbozó su hermosa sonrisa y luego, bajando la mirada, vio los botes de pintura.
–¿Trabajas en la ferretería?
–No, solo le estaba haciendo un favor a Cliff. Su mujer se llevó el camión a Redding para hacer unas compras. ¿Dónde necesitas esto? –preguntó Tony, levantando los botes.
–Arriba –dijo Julie y se apartó para que pasase–. Pero no es necesario que los lleves. Los puedes dejar aquí.
–Yo te los subo. Indícame dónde.
Disfrutó con el balanceo de las caderas femeninas mientras ella subía la escalera delante de él.
Julie entró en uno de los dormitorios que daban a la calle. Él la siguió y dejó los botes junto a la puerta. Tony vio que ya había estado trabajando y puesto todos los muebles en el centro de la habitación y los había cubierto con una lona embreada. Cuando levantó la vista y vio el daño que había hecho la lluvia en el techo y las paredes, emitió un silbido. Faltaban grandes trozos de escayola.
–¿El tejado?
–Sí –asintió ella con la cabeza–. Bessie odiaba gastar dinero y esperó hasta que la gotera se hiciese realmente grande antes de hacerla arreglar.
Él asintió. Muchas personas posponían un arreglo y luego tenían que pagar más por ello. No comprendía su lógica.
Tony dudaba que una novata pudiese hacer un enlucido como Dios manda.
–¿Has trabajado alguna vez con escayola? –le preguntó, mirando la pared deteriorada y el libro que ella tenía entre las manos.
–Todavía no –dijo ella, cerrando el libro de golpe y dejándolo sobre la lona embreada. Puso los brazos en jarras con aspecto decidido. Lo miró un largo rato, haciéndolo sentirse inquieto. Luego, como si tomase una decisión, cuadró los hombros y preguntó–: ¿Has comido?
A Tony le llevó un momento reaccionar. No esperaba la pregunta.
–No, estaba por hacerlo –tenía el almuerzo en el camión.
–Bien. Come conmigo.
Tony se sintió sorprendido y halagado por su invitación. Había intentado pensar cómo invitarla a salir. Se podrían conocer mientras comían un sándwich ante la mesa de la cocina.
–De acuerdo. Estupendo.
–Te lo advierto, lo hago con una segunda intención.
Tony arqueó una ceja mientras una rápida fantasía le atravesaba la mente.
–Quiero sacarte información sobre técnicas de enlucido –dijo ella, señalando con el dedo el libro y dándole unos golpecitos.
Un poco desilusionado, Tony pensó que, al menos, quería comer con él.
La siguió hasta la planta de abajo, pero ella se dirigió hacia la entrada en vez de hacia la parte de atrás, donde él supuso que se encontraría la cocina.
–¿Vamos a salir?
Julie se volvió a mirarlo por encima del hombro con una sonrisa.
–Invito yo. No cocino.
Él deseó preguntarle por qué no. Para él, cocinar era una función básica de la existencia. ¿Comería siempre fuera? Le pareció un poco pronto para preguntárselo. Algunas mujeres se irritaban cuando los hombres les preguntaban cosas por el estilo.
–De acuerdo –no le gustó que ella pagase la cuenta, a pesar de que había sido su idea, pero podrían discutirlo cuando llegase el momento.
Tony cerró la puerta de entrada tras de sí y anduvieron unos cincuenta metros hasta la calle principal, hablando de lo poco que había cambiado el pueblo desde que ella se había ido.
–¿Te parece bien que vayamos a la panadería?
–De acuerdo –dijo él. Comería por la noche el sándwich que tenía en el camión.
Encontraron una mesa y una camarera les tomó el pedido. Julie le sonrió y él sintió que le subía la temperatura. Qué belleza, con aquel cabello castaño con mechas y aquellos ojos azul verdosos. Le devolvió la sonrisa y se dio cuenta de que ella tenía motitas doradas en los ojos que hacían juego con su pelo.
–Venga, cuéntame cómo se pone la escayola –dijo Julie.
–¿Qué quieres saber? –preguntó Tony. Le daba igual que lo hubiese invitado por aquel motivo. Si sonreía de aquella manera, podía pedirle lo que quisiera.
–Todo –se encogió de hombros ella.
Tony soltó una carcajada y todos los que estaban en la panadería-cafetería se dieron la vuelta a mirarlos.
–¿Estás segura de que quieres hacerlo tú sola? Yo te ayudaría con gusto –dijo.
Ella titubeó un instante y miró la mesa. Luego, levantó los ojos hacia él.
–No, gracias. Lo haré yo, pero me vendrían bien que me dieras unos consejos. ¿Cómo aprendiste tú a hacer enlucido?
–Cuando yo era un adolescente, mi padre y yo construimos la casa en la que mis padres viven ahora. Él se dedicaba a la construcción antes de tener el rancho.
–¿Viven cerca de aquí?
–No. En Wyoming.
–¿Y cómo es que te has venido a vivir a Ferndale?
Él sintió el dolor que siempre asociaba con el accidente, la muerte de Jimmy y el motivo por el que se hallaba donde estaba.
–Heredé unas tierras cerca del pueblo. Estoy construyéndome mi casa allí.
La camarera les llevó los sándwiches. Él le dio las gracias y entre bocado y bocado, volvió a llevar la conversación hacia el tema del enlucido. Le dijo a Julie todo lo que se le ocurrió que podría resultarle útil para hacer el trabajo.
Ella le hizo unas preguntas y luego volvió a mencionar a su abuela y comentó sobre la limpieza que tenía que hacer en la casa.
–¿La llamas por su nombre de pila? –le preguntó él con curiosidad.
Los expresivos ojos azul verdosos se velaron un instante y luego ella esbozó una triste sonrisa.
–A Bessie nunca le gustó que la llamase «abuela».
Tony se quedó con la información para reflexionar sobre ella más tarde.
–Tienes mucho trabajo que hacer en la casa antes de mudarte –dijo, porque no se le había pasado por alto lo mal que se encontraba la pintura.
–Ya me he mudado –rio ella–, pero por poco tiempo. En cuanto la arregle, la pondré a la venta y me volveré a mi casa.
–¿Dónde vives? –le preguntó él. No le gustaba la idea de que ella se marchase de Ferndale. Había pensado que podrían llegar a conocerse mejor. Mucho mejor.
–En Los Ángeles.
–¿Por qué? –le preguntó, porque no se le ocurría un sitio peor para vivir. Seguro que era por su trabajo.
–Porque me gusta –rio ella–. ¿Por qué vives en Ferndale?
–Porque me gusta –sonrió él. O, al menos, le gustaría cuando pudiese instalarse en su propia casa.
–¿A qué te dedicas en Los Ángeles? –le preguntó qué tipo de trabajo la retendría allí.
–Enseño en un instituto. Lengua.
La camarera les llevó la cuenta y ambos alargaron la mano para agarrarla.
–Yo te invité –dijo Julie, quitándosela de un tirón.
–¿A medias? –sugirió. No le gustaba que las mujeres pagasen en los restaurantes. Sería antiguo, pero así lo era.
–No. Me sentiría culpable por sonsacarte mientras comíamos.
Tony se encogió de hombros, pero luego pensó en un plan.
–De acuerdo, pero solo si accedes a cenar conmigo mañana por la noche.
Julie lo miró un momento. Titubeó y esbozó otra sonrisa hermosa.
–De acuerdo.
La miró dirigirse al mostrador a pagar.
Nunca había tenido una profesora con el aspecto de la señorita Kerns. A los alumnos de Julie seguro que les costaba trabajo concentrarse en la asignatura con ella delante.
Se puso de pie y sacó dos billetes del bolsillo para la propina. Ella lo vio dejar el dinero sobre la mesa e hizo un gesto de exasperación. Volvieron a la casa en amigable silencio.
La miró. Podía enseñar donde quisiera. ¿Por qué habría elegido una ciudad llena de contaminación como Los Ángeles? Quizá estaba allí por un hombre. No le gustó la idea.
–Así que enseñas Lengua. ¿Te gustan los clásicos? –le gustaba su pelo, con aquellos tonos distintos de castaño.
–Me gusta toda clase de libros.
A él también le había sucedido eso antes. Había devorado libros, aislándose en ellos durante horas. Desde el accidente le costaba un esfuerzo leer y la frustración le arruinaba el placer de hacerlo.
Cuando llegaron a la casa, Tony acabó de bajar el resto del pedido de la camioneta y subió la escalera y una bolsa de herramientas. La barandilla de la escalera estaba suelta y necesitaba fijación.
Julie se hallaba apoyada contra un mueble cubierto de lona, leyendo el libro con el ceño fruncido. Tony se preguntó por qué ella rechazaría su ayuda. Él estaba dispuesto a distraer tiempo de la construcción de su casa para ayudarla. No dijo nada. Le daría el resto del día para que se diese cuenta de lo difícil que era el trabajo y luego volvería y vería si ella reconsideraba su oferta de ayudarla. Metió la mano en la bolsa y sacó las gafas y la mascarilla que había comprado y agregado al pedido de ella.
–Ven aquí –la llamó. Al verla titubear, dijo–: Quería darte un último consejo.
Ella se encogió de hombros y se acercó a él. El cabello le olía a limón y Tony tuvo que contenerse para no hundir su nariz en él e inhalar. La hizo detenerse bajo la parte más deteriorada por la gotera y le señaló el techo.
–Ponte esto siempre –le dijo, dándole las gafas y la mascarilla–. Es algo molesto, pero ya te acostumbrarás. Asegúrate de picar toda la escayola manchada de humedad, de lo contrario, volverá a salir la mancha en la pintura nueva.
–De acuerdo –dijo ella, mirando primero al techo y luego a él.
Tony le entregó el equipo de seguridad y deseó tomarla en sus brazos y darle un profundo beso. ¡Hala! Un poco pronto para hacer algo así, pensó. Dio un paso, apartándose y abrió la escalera bajo el agujero del techo.
–Buena suerte –le dijo.
–Adiós, Tony –le dijo ella–. Y gracias.
–De nada. Gracias por la comida –dijo él, sonriéndole antes de bajar.
Julie lo miró irse y luego bajó la vista a las gafas y la mascarilla. La emocionó que él se preocupase por su seguridad.
Se quedó pensativa un instante. Se notaba que aquel guapo hombretón tenía alguna dificultad con la comprensión verbal, aunque ella no supo identificar de qué se trataba. Se había dado cuenta por la forma en que él la miraba fijamente cuando ella hablaba y luego tardaba un poco en responderle. No creía que fuese sordo, pero quizá estaba equivocada y él le leía los labios. La curiosidad fue más fuerte que ella y salió al rellano superior de la escalera y se asomó por la barandilla cuando él abría la puerta.
–¿Tony? –lo llamó, en voz muy baja.
–¿Sí? –se dio la vuelta él inmediatamente.
Bien, no era sordo.
–Ah –improvisó–, si ves a Cliff, dile que gracias por haberme mandado el pedido.
–Por supuesto –dijo él, tocándose el ala del sombrero–. Ten cuidado, no te apoyes en la barandilla, que está suelta –le advirtió y cerró la puerta tras de sí.
Ella sabía que la barandilla estaba floja, pero todavía no había podido llegar al capítulo que correspondía del libro. Miró a su alrededor. Si vendía la casa sin arreglar, le pagarían mucho menos por ella y necesitaba el dinero.
Su sueño era dejar la enseñanza y ponerse a escribir. Tenía ideas para varios libros para niños, pero necesitaba el tiempo. La enseñanza parecía robarle la creatividad.
Había subarrendado su apartamento en la playa durante el verano y planeado pasarse las vacaciones enluciendo y pintando. Luego pondría la casa a la venta y volvería a Los Ángeles a tiempo para comenzar el año lectivo. Cuando la casa se vendiese, pediría una excedencia para escribir.
Volvió al dormitorio. Había estado averiguando precios de casas victorianas en Ferndale. Se imaginaba que podría tomarse un año sabático, quizá dos si se mudaba a un piso más barato que no estuviese en la playa. Había algunos muebles de su abuela que le gustaría quedarse, pero el resto podía quedarse en la casa. Se propuso hablar con la gente que llevaba los dos anticuarios del pueblo y ofrecerles algunas piezas. Quizá estuviesen dispuestos a quedarse con algunas de ellas en consignación.
Volvió a pensar en Tony. ¿Por qué había aceptado su invitación? No tenía intención de liarse con él. Había acabado su relación con Alan antes de marcharse de Los Ángeles. Él le había indicado que quería una relación seria y ella no estaba interesada en comprometerse.
Julie revolvió en la bolsa de la ferretería y sacó las herramientas que le recomendaba el libro. En Los Ángeles ni se le ocurriría salir con alguien a quien no conocía. Pero en Ferndale nadie era realmente un extraño. Volvió al trabajo y leyó brevemente la sección de enlucido. Se subió a la escalera para llegar a la pared dañada y se puso la mascarilla y las gafas. Bastaron unos minutos trabajando para que se le llenase el pelo del polvo y se le metiese entre la ropa.
Pensó en Tony mientras se limpiaba la cara con la manga. Bajó de la escalera, puso un compact y, al son de la música, prosiguió trabajando hasta media tarde y lo dejó cuando le comenzaron a doler los brazos. A pesar de las gafas, tuvo que lavarse los ojos. Pero había hecho un buen progreso. Había conseguido sacar toda la escayola. Comenzaría a enlucir al día siguiente. Le dolían demasiado los brazos como para hacerlo en aquel momento.
Se dio una ducha y se lavó la cabeza para quitarse el polvo de escayola. Luego se hizo un sándwich y pensó en qué haría durante el resto de la tarde.
Los armarios. Bessie tenía una vida de trastos almacenada en los estantes y en los armarios. Julie sintió que violaba la intimidad de su abuela, pero había que hacerlo.
Bessie nunca había compartido nada personal con Julie y probablemente se sentiría horrorizada de que alguien le revolviese sus cosas, pero Julie no podía deshacerse de ellas si no las revisaba primero. A regañadientes, volvió a subir las escaleras y comenzó en la habitación donde había dormido cuando era adolescente. Se quitó los zapatos y usó la silla del tocador para alcanzar a los estantes de más arriba.
Había cajas con sombreros y guantes que serían de los años cuarenta. Bessie siempre había llevado sombrero para ir a la iglesia los domingos. Julie se preguntó si le darían algo por ellos en una tienda de ropa de segunda mano. Conocía una buena el Los Ángeles a la que podría llamar, pensó, mientras apilaba las sombrereras en una esquina de la habitación.
Cuando acabó con el ropero, abrió los armarios de encima. Estaban llenos de grandes cajas que ponían Ropa de cama