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El hombre más guapo que jamás había visto entró dando zancadas en el restaurante, y Jolie Carleton casi olvidó lo que se había jurado a sí misma cuando su prometido la había dejado plantada en el altar: alejarse del sexo masculino. Pero ese vaquero tan sexy, Griff Price, le pidió que viviera en su rancho y cuidase de su sobrino de diez meses. Jolie necesitaba un trabajo y Griff la necesitaba a ella, en el más amplio sentido de la palabra. Por pura desesperación, Griff contrató a esa belleza de mujer que se había quedado atrapada en la ciudad nada más verla. Pero cuanto más tiempo se quedaba la bella señorita Carleton, más pensaba Griff que él también necesitaba sus cuidados. ¿Podría la niñera franquear las barreras que había alrededor de su corazón para formar una familia llena de amor?
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Jill Limber
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Se necesita niñera, n.º 1717 - diciembre 2015
Título original: The 15 LB. Matchmaker
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7323-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
AQUEL podía considerarse el peor día de la vida de Jolie Carleton... Por no hablar del sábado pasado, claro, cuando la dejaron plantada ante el altar en presencia de trescientas personas.
El plantón le había causado más vergüenza que dolor; llevaba semanas dudando si su prometido era el hombre de su vida. De haber tenido el coraje de expresar sus reparos en voz alta, podría haberse ahorrado el bochorno. A decir verdad, el incidente había sido una llamada de atención.
Jolie suspiró e hincó el tenedor en el último bocado de una porción de tarta de queso. Por la noche de aquel sábado fatídico se propuso vivir con valentía, hacer algo audaz cada día y vivir su propia vida pero, hasta el momento, el destino la estaba poniendo a prueba. Vivir su propia vida resultaba más difícil de lo que había imaginado.
Con ánimo lúgubre, contempló cómo el ocaso pintaba el cielo de púrpura y naranja detrás del taller Winslow’s, al otro lado de la calle, e intentó hacer caso omiso de los demás clientes de la cafetería, que la observaban con patente curiosidad.
El aire estaba impregnado del olor de cebolla frita, y las camareras llevaban uniformes de nailon rosa con las etiquetas de sus nombres prendidas a un pañuelo en forma de abanico. Desde que la grúa le había trasladado el coche a Billings, en Montana, Jolie tenía la extraña sensación de estar detenida en el tiempo.
Oyó que se cerraba la puerta de la cafetería y vio una versión rubia del Hombre Marlboro hablando con la camarera que la había atendido. Se quedó sin aliento mientras forcejeaba con el tenedor. Con más de metro ochenta de estatura, tenía la indumentaria y la complexión del arquetipo que plagaba las revistas. Llevaba un borrego viejo que enfatizaba sus hombros anchos y unos vaqueros azules que ceñían sus largas piernas. El recién llegado se quitó el sombrero de ala ancha y se pasó la mano por el pelo dorado por el sol.
Jolie exhaló un suspiro de placer. Era exquisito, un regalo para la vista.
El vaquero saludó a la cajera y sonrió, dejando al descubierto unos dientes blancos y regulares. En su rostro moreno aparecieron pequeñas arrugas en los rabillos de sus ojos azules, y un hoyuelo en la mejilla. Aquel hombre quitaba el sentido, y parecía una versión hollywoodiense del vaquero perfecto. Las palabras «bombón» y «monumento» pasaron por la mente de Jolie mientras lo miraba con fijeza, incapaz de contenerse.
Necesitaba afeitarse, pero la barba incipiente le confería un aspecto aún más masculino. Casi podía imaginar la aspereza de su mandíbula. De repente, Montana le gustaba mucho más que hacía un momento. Al sentir una oleada de tibieza, tuvo que recordar que había renegado de los hombres.
El vaquero se volvió hacia ella y la sorprendió comiéndoselo con los ojos. Jolie bajó la vista al periódico para que el pelo le ocultara la cara. Avergonzada, se quedó mirando los anuncios de empleo que ya había leído un par de veces; después, alzó un poco la cabeza y se atrevió a mirar por entre la cortina de pelo. El vaquero pasó junto a ella tambaleándose, como si acabara de bajar del caballo, y se sentó en una mesa del fondo. Jolie osó mirarlo por última vez y, después, volvió a concentrarse en sus problemas. Necesitaba un trabajo, se dijo con firmeza, y no un hombre con potencial suficiente para protagonizar las fantasías de una mujer.
Meditó de nuevo en su aprieto. A las afueras de Billings, un ciervo había cruzado la autovía; Jolie había dado un volantazo para esquivarlo, se había salido del arcén y se había estrellado contra un poste de teléfono. Casi podía oír la regañina de su padre. «Jolie», diría, como si todavía tuviera dieciséis años, «no hay que hacer giros bruscos para esquivar a los animales». Pero eso era fácil decirlo cuando no tenías a Bambi delante, mirándote con sus enormes ojos desconcertados.
Hacía cosa de una hora, mientras se sacudía el polvillo blanco que le había dejado el airbag en la blusa de seda, el mecánico del taller Winslow’s le había dicho que podría tardar tres semanas en recibir las piezas que necesitaba para repararle el vehículo. Sus palabras exactas habían sido: «Aquí no tenemos piezas para estas máquinas de importación», como si Jolie hubiese quebrantado una ley de Montana conduciendo un coche alemán.
¿Qué podía hacer? Tenía el coche averiado, su padre le había anulado las tarjetas de crédito y su tía Rosie estaba de acampada en algún lugar del estado de Nueva York. Debía afrontar el problema con una actitud positiva. El seguro le cubriría la reparación del coche, pero el adelanto que le había tenido que pagar al mecánico para que encargara las piezas y se pusiera manos a la obra la había dejado con apenas quince dólares en el bolsillo.
Se negaba a telefonear a su padre a Seattle para que la ayudara. Richard Carleton había predicho que aquel viaje sería un desastre y le había prohibido realizarlo. Jolie se había marchado de todas formas, la primera vez que lo había desobedecido en toda su vida. La mayoría de los hijos se rebelaban contra sus padres en la adolescencia; ella había esperado hasta casi cumplir los veinticinco.
Debería haberse enfrentado con su padre mucho antes. Precisamente por acceder siempre a lo que él quería y para que hubiera paz, había estado a punto de casarse con un hombre de quien no estaba enamorada. Pero ¿cómo iba a demostrarse a sí misma que podía ser independiente si acudía a su padre al primer contratiempo? Además, aún estaba furiosa con él porque le hubiera anulado las tarjetas para cortarle las alas. En cambio, sí que había telefoneado a su tía Rosie a Nueva York y le había explicado en el mensaje que había tenido una avería. Pero su tía no regresaría de su viaje hasta el domingo.
El nuevo novio de Rosie debía de ser un amante de la naturaleza. Intentó imaginar a su refinada tía con unas botas y una mochila, pero no lo logró.
Jolie apoyó los talones de sus zapatos Ferragamo en la maleta y recorrió con el dedo la silueta del estado de Montana en el mantel individual de plástico. No tenía más remedio que quedarse en Billings y esperar a que le arreglaran el coche.
Necesitaba un trabajo. Su intención había sido buscar uno después de visitar a su tía pero, según parecía, sería allí donde viviría su primera experiencia laboral.
Mientras observaba a la camarera servir café en la mesa de al lado, Jolie pensó que no podía ser difícil servir mesas. No tenía experiencia como camarera, pero había organizado fiestas y supervisado el catering para su padre en muchas ocasiones.
–¿Más café, cielo? –según decía la tarjeta, la camarera se llamaba Helen.
–No, gracias. Pero lo que sí necesito es un empleo. ¿Tenéis aquí alguna vacante?
Helen rio, entornó los ojos y reparó en la ropa de diseño de Jolie, en particular, en sus adornos de oro.
–Hace más de quince años que Harry no contrata a nadie. Yo conseguí este puesto solo porque soy su cuñada.
«Adiós a la idea de servir mesas», pensó Jolie. Helen seguía de pie a su lado, mirándola con fijeza.
–¿Cómo te llamas?
–Jolie Carleton.
–Hola, Jolie. Quizá podamos encontrarte algo por aquí. ¿Has trabajado antes de camarera?
–No.
Helen enarcó una ceja depilada.
–¿Tienes experiencia como cocinera?
–Tampoco –a Jolie se le empezaba a caer el alma a los pies.
–¿De cajera?
Solo desde el punto de vista del cliente.
–No.
–Caramba, encanto, entonces, ¿qué sabes hacer?
–Tengo un diploma en crecimiento infantil. Igual podría trabajar en un parvulario.
Helen le dirigió una mirada especulativa.
–¿Has cuidado a niños alguna vez, Jolie?
Por fin podía decir que sí a algo.
–He cuidado a los hijos de mi prima.
–¿Cuántos eran? –preguntó Helen en tono escéptico.
–Tres.
–¿De qué edades?
¿Por qué quería saber cuántos años tenían los hijos de su prima? Jolie sentía un fiero instinto protector hacia ellos, seguramente, porque su prima era como una gata de granero. Tuvo a los pequeños y, uno o dos meses después, dejó de prestarles atención y retomó sus excursiones de esquí y visitas a amigos por Europa.
–Cinco, tres y un bebé –respondió a regañadientes. Confiaba en que aquello la llevara a alguna parte.
Helen se la quedó mirando un momento más, asintió como si hubiera tomado una decisión, se dio la vuelta con brusquedad y se alejó. Jolie vio que atravesaba la cafetería y se detenía junto al vaquero imponente. Entablaron una conversación en susurros durante la que no cesaban de mirarla. ¿A qué venía todo aquello?
Consciente de que era el tema de la conversación, Jolie no sabía adónde mirar. Bajó la vista a los anuncios del periódico, que había dejado plegado en el borde de la mesa. En su campo de visión aparecieron dos botas de cuero, y a su olfato llegó el leve olor de caballos y heno. Alzó la vista y los ojos increíblemente azules del vaquero la dejaron petrificada. Ya no estaba sonriendo, y Jolie vio pequeñas arrugas de cansancio en su rostro. Parecía más maduro de lo que había creído en un principio.
–¿Señorita Carleton? –su voz grave se deslizó hasta sus oídos como niebla sobre el mar. Sobresaltada, Jolie asintió y tragó saliva.
–¿Sí?
Griff empleó un minuto en evaluar la mercancía. ¿Qué diantre hacía una mujer hermosa y elegante en la cafetería de Harry?
–Me llamo Griff Price. He venido a hacerle una proposición –vio desconcierto en los ojos castaños de la mujer ante su elección de palabras y, a pesar de su mal humor, reprimió una sonrisa.
–Encantada de conocerlo, señor Price –hablaba con esmero y educación, y tenía una expresión recelosa. Elegante y refinada, le recordaba a un caballo purasangre. Generaciones de linajes escogidos confluían para producir una mujer tan magnífica como aquella: buena estructura ósea, pelo lustroso, ojos límpidos, piel sana y buen tono muscular. Nada de ello era producto del azar.
Era bastante bueno juzgando a las mujeres; había sufrido por más de una. Aquella no parecía una niñera y no le daría más que problemas... Pero estaba desesperado. Acababa de adquirir un sobrino de cuya existencia ni siquiera había tenido noticia y su gobernanta, Margie, iba a ausentarse durante, al menos, dos semanas para cuidar a su hermana enferma.
–Helen me ha dicho que tienes experiencia en cuidar a niños –ella asintió y siguió observándolo con aquellos enormes ojos de color chocolate.
Costaba trabajo creerlo, cuando se la miraba. Tenía las palabras «niña rica de ciudad» escritas en la cara y el mismo aspecto que su ex esposa: refinado. Deirdre jamás habría aceptado voluntariamente un trabajo de cuidadora. Ella recibía cuidados, no los daba.
Las mujeres como la señorita Carleton no tenían cabida en Montana. Aquella era una tierra hostil, y podía devorarte y escupirte si no eras tan resistente como una vieja silla de montar.
La mujer lanzó una mirada nerviosa a Helen, que estaba dos mesas más allá, carraspeó, y dijo:
–Sí.
Griff apenas recordaba la pregunta y comprendió que la había estado mirando fijamente. También se percató de que Helen estaba limpiando una mesa inmaculada solo para no perder palabra de la conversación. Los chismes formaban parte del menú de Harry’s.
Griff volvió a prestar atención a la señorita Carleton.
–Helen también me ha dicho que está buscando trabajo –se frotó la sien en un intento de disipar el dolor de cabeza que había empezado a taladrarle el cerebro de camino a la ciudad.
Un tanto nerviosa, la mujer volvió a mirar a Helen, después a él. Por fin, asintió. Estaba tan tensa que parecía un gato en una habitación repleta de mecedoras. Griff apostaría sus ingresos de una semana a que estaba huyendo de algo. Las mujeres como aquella siempre salían corriendo cuando las cosas se ponían difíciles; lo sabía por experiencia. Primero, su madre; después, su esposa.
Pero, se dijo Griff con ánimo lúgubre mientras observaba cómo jugaba con una cadena de oro, no tenía dónde elegir. Y Helen le había dicho que había cuidado a los hijos de su prima. Al contrario que su esposa, debía de valorar un poco la familia, y eso, para Griff, significaba mucho.
–Necesito una niñera interna durante unas semanas –observó cómo la mujer asimilaba la información.
Deirdre se había fugado hacía dos años con el hermano de Griff. Hasta que, tres semanas atrás, los Servicios Sociales lo llamaron para hablarle de su sobrino, Riley, Griff no había tenido noticia de la existencia del bebé, ni de las muertes de Deirdre y de su hermano.
–¿Interna? –preguntó, un poco más animada.
–Sí, señorita. Vivo un poco lejos de la ciudad –sabía que la joven tenía el coche averiado y no estaba dispuesto a llevarla y traerla a la ciudad todos los días.
–Entiendo –siguió retorciendo la cadena de oro que colgaba sobre sus generosos senos. Tenía la frente fruncida en un gesto de concentración.
–Tengo que ocuparme de mi rancho –dio un golpecito al linóleo con la bota, ansioso por ponerse en camino. Todavía le quedaban muchas horas de trabajo antes de poder dar por terminada la jornada. Griff no podía quedarse en casa para cuidar a Riley. El rancho acaparaba todo su tiempo, aunque las cosas fueran como la seda. Pero hacía mucho tiempo que nada iba así.
En aquellos momentos, tenía rota la cerca en dos puntos, y solo Dios sabía cuántas cabezas se habrían escapado y estarían vagando por los barrancos. Tardaría días en encontrarlas a todas. El depósito principal del ganado tenía una fuga y habría que arreglarlo o pasarse horas enteras acarreando cubos de agua. Y, para colmo, el hombre del tiempo había pronosticado un invierno temprano y crudo.
Pero lo peor de todo era que Griff añoraba a su padre con fiereza. Quería tener al viejo a su lado, asegurándole que todo saldría bien.
Griff volvió a centrar sus pensamientos en el problema que tenía entre manos. Contempló a la señorita Carleton, que se movía con nerviosismo en el asiento rojo de vinilo. Nadie había respondido a su anuncio, y Margie se marchaba aquella misma tarde.
Estaba desesperado, pero no era idiota. Aquella mujer no era la adecuada para el puesto, pero necesitaba tiempo para encontrar a una niñera permanente. Margie le había dejado muy claro desde el día en que el bebé llegó al rancho que era una gobernanta, no una niñera. Aquella mujer podría servir a corto plazo, para ganar un poco de tiempo.
–Necesitamos una niñera para un par de semanas –la miró mientras ella consideraba la oferta y se preguntó si duraría una semana.
–Está bien –dijo con vacilación.
Sintió una punzada de alivio, pero no quería darle más explicaciones allí, en la cafetería. Todos los clientes habían aguzado las orejas. Cualquier conversación que mantuviera con ella se sabría por toda la ciudad en cuestión de minutos. Ya había sido pasto de sus chismorreos durante más tiempo del que quería recordar.
Durante el trayecto al rancho, le contaría solo lo que necesitara saber sobre su trabajo. Era una desconocida que estaba de paso por su vida; no tenía por qué saber el motivo por el que Riley estaba viviendo con él. La traición y la muerte de su hermano era una herida profunda y no tenía intención de enseñársela a nadie.
Griff desechó aquellos pensamientos sombríos; no le agradaban. Siempre que veía a su sobrino se acordaba que su esposa se había ido con su hermano. Se había negado a darle un hijo a Griff pero, con su hermano, era evidente que se había dejado persuadir.
Según parecía, pensó Jolie mientras observaba cómo el señor Price se llevaba los dedos a la frente, aunque le había ofrecido el trabajo no debía de haberle causado una buena primera impresión. No se le había pasado por alto cómo había recalcado que el empleo era temporal. A ella le venía de perlas; era justo lo que necesitaba. Y no pensaba dejarse abatir por la expresión irritada con la que la miraba el señor Price. ¿Cuántas veces se había deprimido al ver el ceño de su padre?
«Valor», se dijo Jolie, recordando su nuevo lema. «Vive con valor».
Helen conocía a Griff Price y debía de pensar que el trabajo era adecuado para ella; de lo contrario, no lo habría sugerido. Carraspeó, decidida a invitarlo a sentarse y a tomar una taza de café.
–¿Y bien? ¿Quiere venir? –Griff Price golpeaba el suelo con impaciencia con la bota.
Jolie quería el trabajo, pero era más fácil decir que iba a ser valiente que serlo.
–Sí. ¿Qué tal si...?
–Vamos, se hace tarde –la interrumpió con brusquedad, y se encasquetó el sombrero en la cabeza. Después, con movimientos fluidos, recogió la chaqueta de Jolie, se la arrojó, levantó la maleta, se dio media vuelta y salió de la cafetería. Atónita, Jolie vio cómo desaparecía en el atardecer con su equipaje.
Quizá fuera uno de los hombres más apuestos que había conocido, pero tenía los modales de un patán. A toda prisa, se levantó del asiento, extrajo cuatro dólares de sus preciados ahorros y los plantó sobre la mesa. Exasperada por el comportamiento tosco del vaquero, Jolie se acercó a Helen, que estaba poniendo dos servicios en una mesa cercana.
–Perdone, ¿pero conoce bien al señor Price?
Helen sonrió y asintió.
–Ya lo creo; fui al instituto con su padre. Es de buena familia. Los Price llevan casi un siglo dirigiendo el Círculo P.
–No me dio opción a hacerle ninguna pregunta –dijo, más para sí que para Helen, mientras miraba con incertidumbre hacia la puerta.
–Ah, no te preocupes...
–¿Viene o no? –todos los presentes se volvieron cuando Griff Price asomó la cabeza por la puerta de la cafetería y le gritó a Jolie. Acto seguido, se marchó sin esperar una respuesta.
Jolie sintió el rubor en las mejillas; lo había puesto furioso. Helen la empujó con suavidad hacia la puerta.
–Ese chico siempre tiene prisa. Margie te pondrá al corriente de todo cuando llegues al rancho. Va a visitar a su hermana enferma, pero podrás hablar con ella antes de que se ponga en camino.
De modo que esa era la razón de que necesitara una niñera, pensó Jolie mientras salía por la puerta con el estómago encogido. Su esposa se iba de viaje.
Se tranquilizó pensando que, si no se sentía cómoda en el rancho cuando llegara, le pediría a Margie Price que la llevara de vuelta a la cafetería. Siempre podía dormir dentro de su coche, en el taller.
Cuando llegó al aparcamiento, Griff estaba junto a la puerta abierta del pasajero, colocando la maleta en el asiento trasero de la camioneta más grande que Jolie había visto nunca. Se detuvo a metro y medio de distancia del vaquero. Este señaló la puerta abierta.
–Suba. Tengo ganado del que ocuparme.
Sorprendida por aquel comportamiento brusco, Jolie retrocedió un poco.
–¿No necesita referencias? –preguntó. Claro que tampoco podría darle ninguna, al menos, laboral. Griff la miró un momento con fijeza.
–No. ¿Se está demorando por algún buen motivo?
–No, es que...
–Quiere el trabajo, ¿verdad? –preguntó en tono irritable, sin dejar de mirarla con intensidad.
Jolie hizo otra pausa para ponerse la chaqueta; después, decidió que era una tontería vacilar.
–Sí, lo quiero.
–Está bien –dio dos zancadas hacia ella, la sujetó por la cintura, la levantó y la sentó en la camioneta. Sin aliento por aquel repentino atrevimiento y por el contacto de sus manos en la cintura, Jolie se apresuró a introducir los pies dentro del vehículo antes de que Griff cerrara la puerta. Inspiró hondo y vio cómo rodeaba el vehículo hasta la puerta del conductor, se sentaba detrás del volante e introducía la llave en el contacto. El motor arrancó con un bramido.
Griff masculló algo entre dientes y salió del aparcamiento antes de que Jolie pudiera encontrar el cinturón de seguridad. Sosteniendo la parte superior de la banda de tela con una mano, deslizó los dedos debajo del asiento para encontrar la hebilla. De improviso, la mano grande y cálida de Griff le rozó la cadera y sacó el extremo del cinturón de debajo del asiento.
Jolie experimentó un hormigueo allí donde la había tocado, y enseguida se regañó. Estaba casado.
Le dio las gracias en un murmullo y, confiando en que no viera su rubor, logró unir las dos piezas del cinturón de seguridad.
El silencio se prolongó hasta que Jolie no pudo soportarlo más.
–¿Está muy lejos su casa?
El hombre se movió en su asiento y encogió un hombro.
–No.
Jolie esperaba una explicación más larga pero, al parecer, esa era toda la respuesta. Tendría que probar con otro tema.
–Señor Price, ¿cuántos hijos tiene?
El hombre carraspeó.
–Griff.
–¿Cómo dice? –Jolie se volvió para mirarlo.
–Me llamo Griff. No hay más que un niño.
Jolie asintió y esperó a que le diera más información. Él tenía la vista clavada en la carretera. Jolie sintió crecer su irritación hasta que, pasados unos momentos, decidió que uno de los dos debía hacer gala de buena educación. Volvió a intentarlo.
–Y ¿cuántos años tiene tu hijo, Griff?