Los crímenes de la calle Morgue y otros casos de Auguste Dupin - Edgar Allan Poe - E-Book

Los crímenes de la calle Morgue y otros casos de Auguste Dupin E-Book

Edgar Allan Poe

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Beschreibung

En la presente edición se ofrecen tres de los relatos policiacos más conocidos de Poe. Los crímenes de la calle Morgue está considerado como el primer relato de detectives de la historia de la literatura, en el que se tienen en cuenta todos los elementos clave que recogerá en un futuro la novela policia clásica.

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Akal / Básica de Bolsillo / 316

Serie negra

Edgar Allan Poe

LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE Y OTROS CASOS DE AUGUSTE DUPIN

Traducción: E. L. Verneuil

En la presente edición se ofrecen tres de los relatos policiacos más conocidos de Edgar Allan Poe, a quien se reconoce como precursor de géneros literarios como la narrativa fantástica y de ciencia-ficción, la policiaca o la de aventuras. De hecho, Los crímenes de la calle Morgue está considerado como el primer relato de detectives de la historia de la literatura, en la que se tienen en cuenta todos los elementos clave que recogerá en un futuro la novela policiaca clásica. El detective C. Auguste Dupin es el personaje que construye el escritor como encarnación de la sagacidad, la racionalidad extrema y la prudencia frente a la violencia desproporcionada de los casos, y quien protagoniza las tres historias en las que el lector podrá apreciar el universo que la fascinación por la muerte y el terror inspiraron a Poe.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4256-3

Cronología

1809: Nace en Boston, el 19 de enero, Edgar Poe, en el seno de una familia de actores ambulantes; su padre, alcohólico y tuberculoso, muere ese mismo año. La madre con sus tres hijos –de los que Guillermo morirá muy joven y Rosalía se volverá loca–, se traslada a Richmond (Virginia), al sur de los Estados Unidos de América.

1812: Muere la madre del futuro escritor. Edgar, entregado a los institutos de caridad, es recogido y adoptado por una rica familia de negociantes sin hijos, oriundos de Richmond. Toma desde entonces su apellido, pasando a llamarse Edgar Allan Poe.

1815: Los Allan realizan un viaje de negocios a Inglaterra, llevando consigo al pequeño Edgar, y permanecen en la isla hasta 1820, fecha de su retorno a América.

1820-1825: Reside en Richmond, realizando sus estudios escolares.

1825: Ingresa Poe en la Universidad de Virginia, donde permanece un año solamente. Lleva allí una vida alegre, entregado al juego y la bebida. Enfrentamientos con su padre adoptivo, a causa de su comportamiento «irregular».

1827: Tras abandonar la casa de sus padres, Poe marcha a Boston y publica, anónimamente, un libro, Tamerlán y otros poemas. Se alista como soldado en el ejercito federal de los EEUU, bajo el nombre de Edgar A. Perry; es destinado a la guarnición de Carolina del Sur.

1829: Muere su madre adoptiva, el 28 de febrero. A partir de este momento sus relaciones con míster John Allan se harán cada vez más difíciles, aunque este le pasará una pequeña pensión durante algún tiempo, con intervalos de ruptura.

1830: El 1 de julio, tras ser distinguido por sus jefes militares, ingresa en la Academia de West Point.

1831: Lo expulsan de la Academia militar, a causa de su mala conducta e indisciplina. Va a vivir a casa de María Clemm, hermana de su padre, en Baltimore, considerándola siempre, desde entonces, como su segunda madre.

1832: Fracaso de su segunda colección de poemas El Aaraaf.

1833: Gana un premio de cien dólares, convocado por la prensa de Baltimore, con su Manuscrito encerrado en una botella.

1834: Muere John Allan el 27 de marzo, sin mencionar a Poe en su testamento.

1835: Comienza a colaborar en The Southern Literary Messenger, de Richmond, escribiendo cuentos y reportajes y practicando la crítica literaria. Logra un gran éxito con la publicación en esta revista de las Aventuras de Hans Pfaal.

1836: En el mes de mayo contrae matrimonio con su prima Virginia Clemm. Según algunas versiones, hubo que falsear su edad para poder realizar la boda, pues aún no contaba con catorce años cumplidos.

1837: Dirige The Southern Literary Messenger, pero abandona en pleno éxito –cuando la revista había pasado de tirar 700 a 5.000 ejemplares–, inmerso en una crisis etílica.

1838: El matrimonio Poe se instala en Nueva York, donde se publica su única y genial novela Narración de Arthur Gordon Pym, que es, al tiempo, la primera verdadera «novela de aventuras». Considerándose falto de dotes para las grandes narraciones, abandona su otro proyecto novelístico, Julius Rodman.

1839: Edita William Wilson, relato de base autobiográfica.

1840: Publica sus Cuentos de lo grotesco y lo arabesco, donde recopila sus relatos. El libro carece de éxito de venta.

1841: El matrimonio Poe se traslada a Filadelfia, donde Edgar asume la dirección del Graham’s Magazine. Publica en esta revista su Asesinato de la calle Morgue, inaugurando así el «género policiaco». La revista, gracias a la popularidad y atractivo de sus relatos, pasa de una tirada de 8.000 ejemplares a una de 40.000 en marzo de ese año.

1842: En el mes de abril abandona el Graham’s Magazine por enfrentamientos con su propietario. Sin trabajo, y sin recursos económicos, intenta inútilmente fundar su propia revista.

1843: Edita una nueva colección de sus Narraciones.

1844: El 13 de abril provoca una enorme expectación con su relato –presentado como reportaje– Noticias del globo. Los que lo leen creen que realmente ha sido cruzado, por primera vez, el Atlántico, en un globo aerostático.

1845: Gran éxito de público y crítica de su poema El cuervo, correspondiente a su libro titulado El cuervo y otros poemas. Edita un segundo volumen de sus Cuentos de lo grotesco y lo arabesco.

1847: El 30 de marzo, a los 26 años de edad, muere de tuberculosis su mujer, Virginia, en un momento en el que Poe ya está gravemente enfermo y sufre frecuentes ataques de delirium.

1848: Publica Eureka, poema cosmogónico al modo de la filosofía griega preclásica, junto con una colección de conferencias sobre el universo.

1849: Se promete en matrimonio con una rica dama de Baltimore, pero el enlace no tendrá lugar. El día 7 de octubre, tras ser recogido en la calle, en estado de coma etílico, muere en el hospital público de aquella ciudad.

1850: Se editan sus ensayos críticos y estéticos bajo el título El principio poético, que es al tiempo el más conocido de sus trabajos de este carácter. En él trata de desmenuzar y explicar detalladamente el proceso de creación de su poema El cuervo.

1856: Baudelaire publica en Francia la traducción de sus cuentos, bajo el título de Histoires extraordinaires [Historias extraordinarias], la que representa para la obra de Poe el principio de su reconocimiento universal.

La obra de Poe

Solo podría amar allí donde la muerte mezclara su aliento al de la belleza.

E. A. Poe

A Edgar Allan Poe, escritor romántico y precursor al tiempo de simbolistas, decadentistas y esteticistas, se le considera iniciador de multitud de géneros literarios hoy consagrados.

Fascinado por la ciencia, escribió numerosos relatos fantásticos, dentro de lo que hoy podría considerarse como ciencia ficción (Revelación mesmérica, Breve charla con una momia, La aventura de Hans Pfaall –en el que narra un viaje a la luna–). Inauguró además los géneros policiacos (Asesinatos en la calle Morgue, La carta robada, El escarabajo de oro) –incluyendo en algunos de ellos el personaje detectivesco central–, y de aventuras (Narración de Arthur Gordon Pym, La noticia del globo –que causó además gran expectación al presentarlo como reportaje–). Continuador de la narración gótica de origen europeo (El pozo y el péndulo), se interesó también por todo tipo de fenómenos psíquicos que consideraba paranormales (Una historia de las montañas de Rageed, William Wilson). Pero donde muestra especialmente su talento de narrador es en sus breves cuentos de terror y misterio, en los que se muestra obsesionado por la muerte (Ligeia, Morella, El caso del doctor Valdemar, El hundimiento de la casa Usher, El entierro prematuro, La máscara de la Muerte Roja, El retrato oval, El cajón oblongo, Berenice) –lo que le valió el calificativo de necrofílico–, o por el asesinato (Hop Frog, El barril de amontillado, El gato negro, El corazón delator). Escribió otros muchos relatos, con abierta tendencia a la utilización del disparate y del absurdo (El método del profesor Tarr, El hombre de moda, Tres bestias en una, El rey Peste, El ángel de lo estrafalario), y otros simplemente humorísticos (El diablo en el campanario, La semana de los tres domingos). Interesado por temas filosóficos, publicó también diálogos (Diálogo entre Eiros y Charmión, Diálogo entre Monos y Una) de carácter marcadamente idealista. Otras narraciones de Poe, que escapan a toda clasificación, son sus descripciones de máquinas y autómatas (El jugador de ajedrez de Maelzel), o sus extrañas descripciones de paisajes racionales de geométrica belleza (La posesión de Arnheim, La quinta de Landor) que prefiguran claramente tendencias objetivistas de la novela del siglo XX, como Roussel y sus continuadores más modernos.

Sus poemas más conocidos son Tamerlán, El cuervo, Annabel Lee, Las campanas y Eureka. Entre sus grandes traductores ha contado en Francia con poetas de la talla universal de Baudelaire, Mallarmé y Valéry.

LOS CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE

Qué canción entonaban las sirenas? ¿Qué nombre tomó Aquiles cuando se ocultó entre las mujeres? Cierto que son preguntas embarazosas, pero no dejan de prestarse a conjeturas.

Sir Thomas Browne

Las facultades del espíritu que se definen con la palabra analíticas son en sí muy poco susceptibles de análisis, y no las apreciamos sino por sus resultados. Lo que sabemos, entre otras cosas, es que son origen de los más vivos goces para aquel que las posee en grado extraordinario. Así como el hombre fuerte se regocija de su aptitud física, complaciéndose en los ejercicios que hacen funcionar los músculos, del mismo modo el analista cifra su gloria en esa actividad espiritual que le permite aclarar lo misterioso. Recréanle hasta las más triviales ocasiones de poner su talento en juego; enloquece por los enigmas y jeroglíficos; y para buscar las soluciones manifiesta una fuerza de perspicacia que a los ojos del vulgo adquiere un carácter sobrenatural. Los resultados hábilmente deducidos por el alma misma y la esencia de su método, parecen realmente una intuición.

Esa facultad de resolver se vigoriza tal vez por el estudio de las matemáticas, y en particular del más alto ramo de esta ciencia, que muy impropia y simplemente, a causa de sus operaciones retrógradas, se ha llamado análisis, como si lo fuera por excelencia. En rigor, todo cálculo no es en sí un análisis; un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace muy bien el uno sin el otro; y de aquí se sigue que ese juego es muy mal apreciado en sus efectos sobre la naturaleza espiritual. No voy a escribir aquí un tratado de análisis; me limito a encabezar la narración de un suceso bastante singular con algunas observaciones apuntadas aquí de paso, y que servirán de prólogo.

Aprovecho, pues, esta oportunidad para declarar que la fuerza de reflexión se explota más activa y provechosamente por el modesto juego de las damas que por toda la laboriosa futilidad del ajedrez. En este último juego, en el cual las piezas tienen distintos y singulares movimientos, representando diversos valores, la complicación se toma por profundidad, error bastante común, y la atención se fija poderosamente; si se distrae un momento, se comete un error, y de aquí resulta una pérdida o una derrota. Como los movimientos posibles son, no solamente variados, sino desiguales en fuerza, las probabilidades de semejantes errores se multiplican, y de cada diez casos, el jugador más atento gana en nueve, no el más hábil. En las damas, por el contrario, siendo el movimiento simple en su especie, con pocas variaciones, las probabilidades de inadvertencia disminuyen mucho, y no estando la atención completamente acaparada, las ventajas que cada uno de los jugadores consigue, solo se obtienen por una perspicacia superior.

Dejando aquí estas abstracciones, supongamos un juego de damas en que la totalidad de las piezas esté reducida a cuatro, no habiendo naturalmente motivo para incurrir en aturdimientos. Es evidente que aquí la victoria no se podrá alcanzar, siendo las dos partes de todo punto iguales, sino por una táctica hábil, resultado de algún poderoso esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos comunes, el analista penetra en el espíritu de su adversario, identifícase con él, y a menudo descubre de una sola ojeada el único medio –medio absurdo algunas veces por lo sencillo– de hacerle cometer una falta o inducirle a un falso cálculo.

Largo tiempo se ha citado el whist por su acción en la facultad de calcular; y se han conocido hombres de superior inteligencia que parecían deleitarse de una manera incomprensible en ese juego de naipes, despreciando el ajedrez como un pasatiempo frívolo. En efecto, no hay juego alguno análogo en que se haya de ejercitar tanto la facultad de análisis; el mejor jugador de ajedrez de la cristiandad apenas puede ser más que el mejor jugador de ajedrez; pero en el whist, la fuerza implica la facultad de obtener buen éxito en todas las especulaciones de importancia muy superior en que el espíritu lucha con el espíritu.

Al decir fuerza, tratándose de juego, entiendo esa perfección en el mismo que supone el conocimiento de todos los casos en que se puede sacar provecho legítimamente. No solo son diversos sino complicados, y a menudo se ocultan en profundidades del pensamiento de todo punto inaccesibles a una inteligencia ordinaria.

Observar con atención equivale a recordar distintamente, y bajo este punto de vista, el jugador de ajedrez, capaz de concentrar aquella mucho, será una notabilidad en el whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el simple mecanismo del juego, son en general fácilmente inteligibles.

He aquí por qué el tener una memoria fácil y proceder según las reglas del libro son puntos que constituyen para el vulgo el súmmum del buen jugador; pero en los casos que se hallan fuera de la regla es en los que se manifiesta el talento del analista, el cual hace en silencio muchas observaciones y deducciones. Sus contrincantes le imitan acaso, y la diferencia de valor en los datos así adquiridos no existe tanto en la exactitud de la deducción como en la calidad de la observación: lo importante y principal es saber lo que se ha de observar. Nuestro jugador no se limita a su juego, y aunque este último sea el primer objeto de su atención, no prescinde por eso de las deducciones que nacen de objetos extraños al mismo; examina la fisonomía de su compañero, compárala cuidadosamente con la de cada uno de sus competidores y observa su manera de distribuir las cartas; gracias a las miradas que no saben reprimir los que están satisfechos, cuenta a veces los tantos que pueden ganar; se fija en cada movimiento del semblante a medida que el juego adelante; y recoge así un capital de pensamientos en las variadas expresiones de seguridad, de sorpresa, de triunfo o de mal humor. Por la manera de recoger una puesta, adivina si la misma persona podrá repetir la operación después; y reconoce lo que se ha jugado en falso por el aire con que se arroja el naipe sobre la mesa. Una palabra accidental o involuntaria, una carta que se cae o se vuelve por casualidad, que se recoge ansiosamente o con indiferencia; el modo de contar las puestas y de alinearlas; la incertidumbre, la vacilación, la vivacidad, la violencia, todo es para el obser­vador síntoma diagnóstico; todo revela a su percepción, intuitiva al parecer, el verdadero estado de cosas; de modo que a las dos o tres veces de darse las cartas conoce a fondo el juego que se halla en cada mano, y puede hacer el suyo con perfecto conocimiento de causa, como si todos sus contrincantes le enseñaran los naipes.

La facultad de analizar no se debe confundir con el simple ingenio, pues mientras que el analista es necesariamente ingenioso, sucede a menudo que el hombre dotado de esta última cualidad no es capaz de analizar. La facultad de combinar, o constructividad, por la cual se manifiesta en general ese ingenio, y a la que los frenólogos señalan un órgano aparte, equivocadamente en mi concepto –suponiendo que sea un facultad primordial–, se ha revelado en seres cuya inteligencia rayaba en el idiotismo, y con la suficiente frecuencia para llamar la atención general de los escritores psicólogos. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor que entre la imaginativa y la imaginación, pero de un carácter rigurosamente análogo. En una palabra, se verá que el hombre ingenioso está siempre lleno de imaginativa, y que el hombre de verdadera imaginación no es nunca más que un analista.

La siguiente narración será para el lector un comentario luminoso de las proposiciones que acabo de sentar.

Había residido yo en París durante la primavera y una parte del verano de 18..., y allí trabé conocimiento con un tal C. Auguste Dupin. Este caballero, joven aún, pertenecía a una excelente e ilustre familia; mas por una serie de enojosas circunstancias, viose reducido a tal pobreza que, perdiendo hasta la energía de su carácter, dejó de alternar con la sociedad y de ocuparse en el restablecimiento de su fortuna; gracias a la cortesía de sus acreedores, pudo conservar una pequeña parte de su patrimonio, y con la renta que le reportaba halló medio de subvenir a las necesidades de la existencia, merced a la más estricta economía, sin cuidarse ya de superfluidades. Los libros eran su único lujo, y en París se adquieren fácilmente.

Trabamos conocimiento en un oscuro gabinete de lectura de la calle de Montmartre, por el hecho fortuito de que ambos buscábamos una misma obra muy escasa y notable; esta coincidencia nos puso en relación, y desde entonces nos vimos cada vez con más frecuencia. A mí me había interesado mucho su historia de familia, la cual me refirió minuciosamente con ese candor, ese abandono y esa frivolidad que caracterizan a todo francés cuando habla de sus propios asuntos.

Me admiró en extremo lo mucho que había leído, y también me cautivaron el extraño ardimiento y la vigorosa lozanía de su imaginación. Como yo buscaba en París ciertos objetos que constituían mi único estudio, pensé que la sociedad de semejante hombre sería para mí un inapreciable tesoro, y por lo tanto busqué francamente su amistad. Al fin resolvimos vivir juntos mientras yo permaneciera en París, y como mi situación era un poco menos apurada que la suya, encarguéme de alquilar y amueblar, con un estilo apropiado a la melancolía fantástica de nuestros dos caracteres, una casita antigua y extraña que nadie quería habitar, a causa de ciertas supersticiones de que no hicimos aprecio; casi ruinosa, hallábase situada en la parte más remota y solitaria del arrabal Saint-Germain.

Si la gente hubiera conocido la rutina de nuestra existencia en aquel lugar, seguramente nos habría tomado por locos, aunque tal vez locos inofensivos. Nuestro retiro era completo; no recibíamos visita alguna; ignorábase dónde vivíamos, pues guardábamos el secreto; y como Dupin había dejado de tratarse con el mundo, vivíamos para nosotros dos.

Mi amigo tenía un carácter extravagante –no sé cómo definirlo de otro modo–: una de sus rarezas era amar la noche solo por cariño a la noche, de la cual se mostraba apasionado, y hasta yo mismo caí tranquilamente en esa extravagancia, como en todas las demás que le eran propias, dejándome llevar con la mayor indiferencia por la corriente de todas sus excentricidades. La negra divinidad no podía estar siempre con nosotros, pero se buscó el medio de suplirla: al rayar la aurora cerrábamos bien todos los pesados postigos de nuestra vivienda y encendíamos dos bujías perfumadas, cuya luz era débil y pálida. Iluminados por aquella ligera claridad, cada cual se entregaba a sus reflexiones y después leíamos, escribíamos o hablábamos hasta que el reloj nos anunciaba de nuevo la hora de la verdadera oscuridad. Entonces salíamos para recorrer las calles, cogidos del brazo y continuando la conversación del día; andábamos a la casualidad hasta una hora muy avanzada, siempre en busca, a través de las luces desordenadas y de las tinieblas de la populosa ciudad, de esas innumerables excitaciones espirituales que el estudio pacífico no puede darnos.

En tales circunstancias, no podía menos de observar y admirar, aunque el rico idealismo de que mi compañero estaba dotado me lo había revelado ya, la aptitud analítica particular de Dupin. Parecía deleitarse en ejercitarla –o acaso en estudiarla–, y confesaba sin rodeos el placer que esto le producía. Algunas veces decíame con una sonrisa que muchos hombres tenían para él una ventana abierta en el lado del corazón, y solía acompañar su aserto con pruebas inmediatas de las más sorprendentes, hijas de un conocimiento profundo de mi propia persona.

En tales momentos, sus ademanes eran fríos y distraídos; sus ojos miraban el espacio, y su voz –hermosa voz de tenor– subía de punto, sin que esto pudiera considerarse por ningún concepto como petulancia. Al mirarle en tales ocasiones no podía menos de pensar en la antigua filosofía del alma doble, y hacíame gracia la idea de un Dupin doble, un Dupin creador y un Dupin analista.

No se crea, por lo que acabo de exponer, que voy a descubrir aquí un gran misterio o escribir una novela: lo que yo he observado en ese singular francés era simplemente el efecto de una inteligencia sobreexcitada, tal vez enfermiza; pero un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones en la época de que se trata.

Cierta noche recorríamos una larga calle muy sucia, inmediata al Palacio Real; íbamos sumidos en nuestras reflexiones, por lo menos al parecer, y hacía ya cerca de un cuarto de hora que no nos dirigíamos una sola palabra, cuando Dupin me dijo de repente:

—A la verdad que ese muchacho es muy pequeño; mejor figuraría en el teatro de Variedades.

—Indudablemente –repliqué– sin pensar ni comprender al pronto, tan absorto iba, la singular manera con que mi compañero aplicaba sus palabras a mi reflexión de aquel momento. Un instante después me recobré y no fue poco mi asombro.

—Dupin –repuse gravemente– he aquí una cosa que mi inteligencia no alcanza; le confieso a usted sin rodeos que me deja estupefacto, y que apenas puedo dar crédito a mis sentidos. ¿Cómo es posible que haya usted adivinado que yo pensaba en...?

Me interrumpí para asegurarme de si había adivinado realmente lo que yo pensaba.

—¿En Chantilly? –añadió Dupin–. ¿Por qué se interrumpe? Usted mismo se hacía la observación de que por su escasa talla era impropio para la tragedia.

Era esto precisamente el asunto de mis reflexiones: yo pensaba que Chantilly, exzapatero de portal de la calle de Saint Denis, que soñaba en el teatro y había querido desempeñar el papel de Jerjes en la tragedia Crebillon, se ponía en ridículo por sus pretensiones irrisorias, excitando la hilaridad de cuantos le conocían.

—Dígame usted, amigo Dupin –exclamé yo–, por qué método, si es que hay alguno, le es dado penetrar en mi pensamiento ahora.

Yo estaba en realidad más admirado de lo que parecía.

—El frutero –replicó mi amigo– es el que le ha conducido a usted a la conclusión de que el zapatero no era de talla para desempeñar el papel de Jerjes y todos los de este género.

—¡El frutero! Me asombra usted cada vez más, pues no conozco ninguno.

—Sí, el hombre que le empujó a usted cuando entramos en la calle, hace ya un cuarto de hora.

Entonces recordé, en efecto, que un hombre que llevaba un cesto de manzanas en la cabeza tropezó conmigo, y que por poco me hizo caer al pasar por la calle C..., en la arteria principal donde nos hallábamos entonces; pero ¿qué relación tenía esto con Chantilly? No podía explicármelo.

—Ahora lo comprenderá usted –me dijo Dupin, que evidentemente no hablaba así por charlatanería–, y para que lo entienda claramente, volvamos a la serie de reflexiones que hacía usted desde el momento de que le hablo hasta el encuentro con el frutero. Los anillos principales de la cadena se siguen así: Chantilly, Onion, el Dr. Nichols, Epicuro, la estereotomía, las piedras y el frutero.

Pocas personas hay que no se hayan entretenido, en un momento cualquiera de su vida, en remontar el curso de sus ideas, buscando por qué vías su espíritu llegó a ciertas conclusiones. Semejante ocupación ofrece a menudo mucho interés, y el que la practica por vez primera queda admirado de la incoherencia y de la distancia, enorme al parecer, que media entre el punto de partida y el de llegada.

Júzguese pues de mi asombro al oír a mi amigo decir aquellas palabras, puesto que debía confesar que eran la pura verdad.

—Hablábamos de caballos –continuó Dupin– y si la memoria no me engaña, un momento antes de salir de la calle C... Tal fue el último tema de nuestra conversación; y al penetrar en la vía donde ahora nos hallamos, un frutero que llevaba un cesto muy grande en la cabeza pasó precipitadamente por delante de nosotros y le hizo a usted caer en un montón de piedras colocadas en el sitio donde se reparaba la vía. Usted resbaló, dañándose ligeramente el tobillo; esto le enojó, y después de murmurar algunas palabras y de volverse para mirar el montón, prosiguió su marcha silenciosamente. Yo no fijaba la atención en lo que usted hacía, pero la costumbre de observar, inveterada ya, se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

La mirada de usted quedó fija en el suelo, contemplando con una especie de irritación los hoyos y las zanjas del pavimento (por lo cual comprendí que pensaba usted siempre en las piedras), hasta que por fin llegamos al sitio llamado pasaje Lamartine, donde se acaba de hacer la prueba del pavimento de madera, sistema de tarugos sólidamente unidos. Entonces el semblante de usted pareció serenarse, vile mover los labios, y adiviné, con la seguridad de no engañarme, que murmuraban la palabra estereotomía, término aplicado con demasiadas pretensiones a esa especie de pavimento.