Los derechos del hombre - Thomas Paine - E-Book

Los derechos del hombre E-Book

Thomas Paine

0,0

Beschreibung

Tratado clásico sobre las ideas políticas imperantes en la Inglaterra del siglo XVIII, con las que el autor nunca estuvo de acuerdo. Texto íntegro de un documento que en su época despertó airadas reacciones.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 526

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Thomas Paine (1737-1809), filósofo, político y revolucionario angloamericano. Es considerado un Padre Fundador de los Estados Unidos de América por sus contribuciones expuestas en el ensayo El sentido común, donde aboga por la independencia de las colonias. Asimismo, fue incluido dentro de la Asamblea Nacional en Francia y le otorgaron la nacionalidad honorífica. En su texto Los derechos del hombre defendió los ideales de la Revolución francesa. Sin embargo, sus ideas políticas y religiosas lo llevaron a ser aislado políticamente y murió ignorado el 8 de junio de 1809 en Nueva York.

SECCIÓN DE OBRAS DE POLÍTICA Y DERECHO

LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Traducción JOSÉ ANTONIO FERNÁNDEZ DE CASTRO TOMÁS MUÑOZ MOLINA

THOMAS PAINE

Los derechos del hombre

Prólogo BERNARDO ALTAMIRANO RODRÍGUEZ

Introducción H. N. BRAILSFORD

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 1791-1792 Primera edición en español, 1944 Segunda edición, 1986 Tercera edición, 2017 Primera edición electrónica, 2017

Título original: Rights of Man

Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit Imagen de portada: Thomas Paine, Voice of the Common People, © Working Class Movement Library, http://www.wcml.org.uk/our-collections/activists/thomas-paine/thomas-paine-collection/

D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5222-5 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Prólogo, Bernardo Altamirano RodríguezIntroducción. Thomas Paine, Henry N. BrailsfordLOS DERECHOS DEL HOMBREPrefacio a la edición inglesaPrimera parteDeclaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (hecha por la Asamblea Nacional de Francia)Observaciones sobre la declaración de derechosCapítulo misceláneoSegunda parte Combinación del principio y la prácticaAl señor de La FayettePrefacioIntroducciónCapítulo I. De la sociedad y de la civilizaciónCapítulo II. Del origen de los gobiernos viejos que hoy subsistenCapítulo III. De los viejos y nuevos sistemas de gobiernoCapítulo IV. De las constitucionesCapítulo V. Modos y medios de mejorar la condición de Europa, mezclados con observaciones misceláneasApéndiceÍndice de nombres

PRÓLOGO

BERNARDO ALTAMIRANO RODRÍGUEZ

Paine fue un ave de tempestades en todos los sentidos. Gracias al vuelo de su pluma, el horizonte de las monarquías tiránicas enfrentó las peores tormentas de su existencia, y las olas revolucionarias se elevaron, lo que condujo al hundimiento del barco del despotismo y al surgimiento del camino de la libertad. Pero también su pluma y espíritu revolucionarios lo arrastraron al naufragio propio. Sólo así se explica la paradoja de que, habiendo nacido inglés, sea reconocido como uno de los Padres Fundadores de América; que Francia le haya concedido su nacionalidad honorífica e incluido dentro de la Asamblea Nacional, pero que también fuera encarcelado durante la era del Terror; que sus otrora hermanos americanos de causa le hayan dado la espalda y aislado políticamente, y que a su funeral sólo hayan asistido seis personas. Esto parece inexplicable a primera vista, pues Paine no sólo fue leído por cientos de miles en América, Inglaterra o Francia, sino que su trabajo El sentido común fue el que dio contenido, valores y sustancia popular a la causa de la inminente independencia de los Estados Unidos. Asimismo, su obra Los derechos del hombre fue un fenómeno literario y gozó de una enorme popularidad en Francia e Inglaterra. Tal vez esto pueda explicarse al entender que Thomas Paine fue un hombre alejado del cálculo político, y que en todo momento priorizó el ejercicio de sus libertades, en particular aquellas del espíritu: pensamiento y opinión. Por eso no asimiló que la tormenta revolucionaria que alimentó con sus palabras no se convertiría en un movimiento perpetuo, sino que en algún instante buscaría establecerse en instituciones que dieran sentido y protección a esas libertades que él promovió. Tampoco vislumbró que una revolución podría derivar en terror y exacerbar el despotismo que originalmente combatió, por lo que incluso alguien como él fue defenestrado por no abrazar el radicalismo. Sin duda enfrentó las consecuencias de un libre pensador en una era de insurrecciones; luchó por las causas más nobles, pero quedó atrapado en un laberinto en el instante en que éstas comenzaron a edificarse mediante la concreción de instituciones construidas con base en acuerdos políticos.

La influencia de Paine en su época no tiene precedentes, sobre todo considerando su modesto origen alejado de las élites y sin ningún éxito previo comercial, literario ni político relevante. Migró de Inglaterra a Filadelfia a los 37 años con una carta de recomendación de Benjamin Franklin, quien lo describió como un “ingenioso joven”. No se sabe con claridad qué vio Franklin en Paine, pero Joseph J. Ellis explica dos talentos que ameritaron dicha recomendación: “un profundo sentido de justicia social, formado a partir de las injusticias que él atestiguó y experimentó en la clase trabajadora urbana de Londres, y una habilidad inusual para que su prosa expresara sus convicciones políticas en un lenguaje que era simultáneamente sencillo y deslumbrante”.1 Incluso, como señala Chris Hedges, “fue el primer escritor en extender el debate político más allá de salones refinados a las tabernas… y de observar a la libertad íntimamente conectada con el lenguaje”. Lo anterior además con un efecto exponencial, gracias a su “sentido de oportunidad”, elementos con los que se convirtió en “el profeta de la expansiva promesa americana”.2

Su famoso trabajo El sentido común, editado a manera de panfleto, vendió 150 000 copias en sólo tres meses. Posteriormente se publicó Los derechos del hombre que conserva los mismos estándares y expectativas del anterior, y es igualmente útil para provocar e interpelar, aunque se trata de un trabajo más profundo, teórico y extenso, y en su época tuvo un impresionante tiraje cercano a un millón de copias. Sin duda alguna cifras escandalosas para su tiempo. En la actualidad, no obstante la expansión de tecnologías y medios de comunicación, son escasos los periodistas, académicos o políticos que gozan de la misma influencia y reconocimiento popular que tuvieron estas obras. Ambas son representantes de la Ilustración, y en su estilo combinó la activa militancia —incluso cargó el mosquete en combate— con un lenguaje claro y ordinario, lo que permitió su amplia difusión.

En el último tercio del convulso siglo XVIII, las colonias padecieron leyes e impuestos —no aprobados por el parlamento británico, como la Ley del Timbre o las Leyes Townshend— lo que derivó en una grave y violenta agitación social, que fue reprimida constantemente por la fuerza. Las principales críticas al monarca Jorge III empleaban un lenguaje muy técnico y legal, cuyo objetivo era combatir la validez y justicia de sus decisiones sobre las colonias, y sobre todo enfocaban los cuestionamientos a los ministros. Para definir su posición y acciones, las colonias se agruparon en torno al Congreso Continental (1774 y 1775) en Filadelfia, donde entre la pluralidad de voces y soluciones se encontraban quienes apelaban por la diplomacia y en favor de la negociación con la Corona. La diferencia de cuestionamientos y visiones prevalecientes no sólo fue de forma, sino de fondo y de conceptualización del adversario. En ese contexto, y ya iniciada la revolución, vio la luz El sentido común (1776), panfleto que se convirtió en la narrativa ágil y familiar que fue abrazada por la sociedad. “Mientras que (John) Adams defendió las demandas americanas en favor de su soberanía legal sobre sus propios asuntos nacionales… Paine abanderó el argumento de que una isla no puede gobernar un continente… lanzó un ataque frontal contra Jorge III y la idea de la monarquía misma”.3 Sin duda, sus baterías las enfocó certeramente contra la corrupción y tiranía de la monarquía británica, cuestión que nadie había osado hacer con esa contundencia y temeridad. Así, Paine lanzó esta histórica convocatoria: “La causa de América es en mayor medida la causa de toda la humanidad... El nacimiento del mundo está en nuestras manos”. Su radicalismo, su sentido de oportunidad y prosa hicieron a los norteamericanos sentir que el momento de la libertad había llegado, y así la balanza se inclinó para que el 4 de julio de 1776 se firmara la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Si bien es difícil identificar la influencia directa de El sentido común en la declaración, protagonistas como Adams reconocieron la aportación de Thomas Paine a la causa de la independencia.

Una vez concluido el movimiento revolucionario, Paine regresó en 1787 a Londres, donde continuó su activismo y vivió de cerca la Revolución francesa de 1789, cuya ópera prima fue la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,4 publicada el 26 de agosto de 1789. En este histórico documento se afirma que “la ignorancia, olvido o desprecio de los derechos del hombre son las causas únicas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”, razón por la cual se emite dicha Declaración, que contiene “los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre… para recordar (a la sociedad) sus derechos y deberes”.5 Entre los principios consagrados en dicho documento se encuentra la “libertad e igualdad en derechos” que por nacimiento tienen los hombres, así como la definición fundamental del objetivo de toda asociación política:6 “la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre”, los cuales son “la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”, cuyo ejercicio no tiene límites “más que aquellos que aseguran a los otros miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos” y que no pueden estar determinados por la ley —aspecto fundamental, pues impide a los parlamentos restringirlos, dada su superior naturaleza—. Una vez publicada esta declaración, pasaron cerca de dos años para que, en 1791, se publicara la primera Constitución de Francia, que definió la estructura orgánica del poder. Justo en medio de la aprobación de estos dos procesos se da uno de los debates políticos y filosóficos más apasionantes y profundos de la Ilustración del cual resurge Thomas Paine.

El primer cañonazo lo detonó el político y filósofo irlandés Edmund Burke, quien gozaba de gran influencia en Inglaterra y temía que los aires revolucionarios franceses se extendieran a Inglaterra y contagiaran los ánimos de las voces radicales y jacobinas locales. No obstante, Burke coincidió y justificó en gran medida la revolución de los Estados Unidos —incluso teniendo convergencias con el propio Paine—; empleó prácticamente la misma razón para ser un feroz opositor de los medios y causas de la Revolución francesa. En este contexto escribe Reflexiones sobre la Revolución francesa (1790) —con un tiraje inicial cercano a 30 000 ejemplares—, donde presenta sus objeciones de principio y de método en torno a los revolucionarios, y en el que vislumbra la era del terror que Francia viviría, ya que las causas de la Revolución estaban desde su origen sesgadas. Según Leslie Mitchell, para Burke, “los principios de libertad e igualdad sólo eran la mitad de la historia. El hombre era ciertamente capaz de razonar, pero también capaz de mucho más. Podía ser apasionado y parcial. Podía ser supersticioso y violento… Escribir sobre el hombre, como los franceses hicieron entonces, equivalía a construir una imagen unidimensional. Legislar con base en esta descripción era, predeciblemente, producir el caos y la inestabilidad”.7 Por otro lado, Burke cuestionó que los revolucionarios antepusieran la declaración a una constitución, pues más allá de la dificultad de que existiera un acuerdo unánime sobre los derechos del hombre, no existía fórmula institucional ni política que identificara cómo éstos deberían ser materializados ni salvaguardados. Asimismo, se plantó con firmeza frente a las corrientes más radicales y defendió el valor social de las instituciones: “debe ser con infinita cautela que cualquier hombre habrá de aventurarse a tirar un edificio que ha respondido en cualquier grado tolerable por años a los propósitos comunes de la sociedad, o a construirlo de nuevo sin tener modelos o patrones de utilidad aprobada ante sus ojos”.8 En esta defensa se identifica la preocupación de Burke por la incertidumbre que generan los procesos revolucionarios para transitar a un orden posterior y es parte sustancial del debate de esa época: cómo evitar que la lucha por la libertad e igualdad degeneren en desastre, al arrasar con valores e instrumentos de utilidad social, romper con el pasado e iniciar desde cero, sin perder de vista el objetivo de definir el régimen legal a aplicar y enfrentar los retos de la nueva gobernabilidad que den viabilidad a una sociedad.

La respuesta de Paine fue inmediata y contraatacó con Los derechos del Hombre (publicado en dos partes: en 1791 y 1792). Enfocó sus baterías a dos objetivos: al igual que en El sentido común volvió a lanzarse contra la ilegitimidad de la monarquía hereditaria y a definir y justificar los derechos del hombre. Por un lado, se encuentran los derechos naturales e inalienables de pensamiento y opinión, los cuales se ejercen de manera individual y sin necesidad de asistencia exterior. Para Paine, estos derechos son previos al Estado —de ahí su carácter de naturales— y si los gobiernos no los protegen, entonces la sociedad tiene el derecho de derrocarlos y comenzar de nuevo. Por el otro, se encuentran los derechos que pueden negociarse por seguridad y otros factores, como son justamente los de propiedad y los civiles.9 Esta elevación de derechos del hombre enfrenta la ilegitimidad de la monarquía. Cuando Madison le dio una copia de la primera parte de Los derechos del hombre a Thomas Jefferson, éste indicó: “no tengo duda de que nuestros ciudadanos se reunirán una segunda ocasión alrededor del estándar de El sentido común”,10 es decir Paine. Sin lugar a dudas, la argumentación de Los derechos del hombre es consistente y profundiza con la idea básica de El sentido común, en cuanto a no sólo cuestionar el origen de la divinidad que legitima la autoridad de un monarca, sino invertir la ecuación y poner el centro de gravedad sobre los derechos naturales del individuo, que son previos y superiores a aquél, lo cual se fortalecía con el principio de igualdad ante la ley y de soberanía popular. Es un gran paso en la separación entre la sociedad civil y el Estado, que equivale a un giro copernicano sin el cual no podría entenderse la democracia moderna.

La diferencia de los valores y argumentos sostenidos por ambos son los que dieron la pauta para dividir el espectro político liberal en izquierda y derecha, progresistas y conservadores. Paine ejemplifica al primero, se acerca al Estado benefactor, parte del principio de que la sociedad tiene el derecho de pensar libremente y el gobierno no puede restringirlo, enarbola una visión optimista en torno a la construcción de una sociedad liberal como una forma de innovación y de rompimiento con el pasado, coincide con principios de John Locke, en los que el pacto en el que convergen los individuos es con el que se constituye la sociedad para proteger esos derechos naturales.11 Burke representa al segundo, que parte del cuestionamiento de la filosofía rousseauniana —ningún ser humano ha vivido jamás en estado natural—, y define los derechos, libertades e igualdad en función de una sociedad previa, y por herencia se definen nuestras relaciones con otras personas; prioriza el gradualismo, las instituciones tradicionales como la familia y el mercado, da valor superior a la libertad personal.

El furor que provocó en Inglaterra Los derechos del hombre no tuvo precedentes. Sin embargo, pronto Paine tuvo que desviar su atención, pues se encontró a fuego cruzado entre dos contrincantes. Por un lado, en Inglaterra, en 1792, es acusado de sedición a causa de la segunda parte de Los derechos del hombre, por agitar al pueblo contra su gobierno. Paine vivió este proceso desde Francia y consecuentemente tuvo puertas cerradas para regresar a Londres. Lo anterior tendría consecuencias adversas, pues derivado de la publicación, fue nombrado ciudadano honorario de Francia y electo a la Asamblea Nacional —encargada de elaborar la Constitución—, donde, por manifestarse contra el terror como un instrumento político y posicionarse contra la ejecución del rey Luis XVI, tuvo conflictos con el ala radical y fue encarcelado. Se salvó providencialmente de ser ejecutado, pero obviamente Inglaterra no tuvo el menor interés de interceder por él, y por su exacerbado radicalismo el embajador estadunidense también se negó a asistirlo. No fue sino hasta que James Monroe fue designado embajador que se le brindó apoyo para su regreso a los Estados Unidos. Como bien lo explica Eric Hobsbawm: “No es accidental que los revolucionarios norteamericanos y los jacobinos británicos que migraron a Francia debido a sus simpatías políticas se encontraran a sí mismos como moderados en Francia. Tom Paine fue un extremista en Gran Bretaña y los Estados Unidos, pero en París se encontraba entre los más moderados de los girondinos”.12

Por otro lado, es posible encontrar influencia de Paine en Latinoamérica. Antonio Aguilar Rivera nos recuerda que el ecuatoriano Vicente Rocafuerte tradujo al español El sentido común, y reconoció que su autor contribuyó “más que nadie a arrancar el cetro despótico de las manos del realismo”, y junto con Jefferson, Washington y Bolívar halló “el verdadero credo político que debemos seguir”.13 En México, Manuel González Oropeza14 describe que Servando Teresa de Mier citaba frecuentemente a Paine para “respaldar su idea de la creación de la sociedad mediante un pacto” y tomó la revolución de nuestros vecinos del norte como el referente para México. Sobre este aspecto profundizan Jaime Rodríguez y Kathryn Vincent, quienes describen cómo Mier regresó de los Estados Unidos a México en 1821 y, “bajo una variedad de influencias, entre ellas El sentido común, escribió la Memoria político-instructiva, un trabajo que favoreció a la república en lugar del imperio que Agustín de Iturbide estaba estableciendo”.15 Adicionalmente, en el plano jurídico se identifican conceptos consistentes con la corriente de Los derechos del hombre y la declaración de 1789. De manera muy particular en la Constitución de Apatzingán de 1814, que, como indica Ernesto de la Torre, “marca el nivel cultural e ideológico de los constituyentes mexicanos, su gran preparación jurídica y política, su capacidad para organizar una nación, para convertirla en un ente jurídico autónomo, librándola de la secular dependencia, y para introducirla en un régimen de derecho que garantizara la paz, la justicia y la libertad”.16 En efecto, sabemos que “los redactores del Decreto Constitucional de 1814… no eran ajenos al pensamiento de Locke, Hume, Paine, Burke y también de Montesquieu, de Rousseau”.17

En el capítulo V de la Constitución de Apatzingán, denominado “De la igualdad, seguridad, propiedad y libertad de los ciudadanos”, se consagran principios que después no fueron reincorporados en otros textos constitucionales, como “la felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad, y la íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas”. Asimismo, reconoce principios que posteriormente fueron actualizados en otros constituyentes, como “la libertad de hablar, de discurrir y de manifestar sus opiniones por medio de la imprenta, no debe prohibirse a ningún ciudadano, a menos que en sus producciones ataque el dogma, turbe la tranquilidad pública u ofenda el honor de los ciudadanos”. Sin duda, a pesar de que no rompe su vínculo con la religión, esta Constitución es de gran valor en la historia del pensamiento liberal mexicano y supera el debate Paine-Burke, al aprobar en un solo instrumento la forma de gobierno y la carta de derechos.

Thomas Paine escribió otras obras e intervino en diversas acciones de relevancia. Pero la congruencia entre las dos descritas a lo largo de estas líneas representa una evolución y perfeccionamiento de su pensamiento político que es un pilar de las democracias modernas y que tiene como sustento las dos más importantes revoluciones de la Ilustración del siglo XVIII. Paine fue también un promotor de la abolición de la esclavitud y de los contrapesos a las legislaturas, para evitar que fueran tan despóticas como los propios monarcas que fueron depuestos. La magnitud de su influencia y repercusión se vio afectada por dos razones principales: por un lado, sus posiciones religiosas y, por otro, haber confrontado públicamente en 1796 ni más ni menos que a George Washington, a quien acusó de alejarse de los principios de la revolución. Paine terminó sus días en el absoluto ostracismo y en la soledad. El ejercicio de sus libertades de pensamiento y opinión lo encumbraron, pero también lo derrumbaron. Vivió en plenitud su romanticismo revolucionario. Con el paso del tiempo su obra e influencia fueron ganando terreno entre líderes políticos y académicos de los Estados Unidos, Francia, Inglaterra, entre muchos otros países. No sólo fue designado Padre Fundador en los Estados Unidos de América, sino que, de acuerdo con una encuesta de la BBC, se encuentra entre los 100 mejores británicos de toda la historia. Por estas razones es que Bertrand Russell, al recordar el origen popular de Thomas Paine, describió que “hizo democrática la prédica por la democracia” y reconoció “que la articulación de una conciencia radical del bienestar humano e integridad intelectual dependen de la insistencia valiente en favor de la libertad para hombres y mujeres”.

El pensamiento de Thomas Paine trascendió su época y es vigente en la actualidad. Los principios de su obra sustentan un complejo entramado de constituciones, tratados e instituciones nacionales y globales tendientes a proteger las libertades y derechos humanos, ya sea mediante mecanismos de prevención y denuncia, tribunales y ombudsmen, así como una robusta plataforma educativa. Por otro lado, conforme estos derechos han evolucionado en prestaciones a cargo del Estado, se han promovido presupuestos y políticas públicas cuyo objetivo es materializar su goce y cumplimiento y así avanzar en la edificación de una sociedad con mayor libertad e igualdad. A pesar de que en el mundo observamos diariamente violaciones a estos derechos, todo este entramado representa uno de los valores comunes que comparten múltiples naciones y organismos internacionales. Los abusos y la barbarie que amenazan la viabilidad de las democracias liberales y de los derechos humanos ubican a Thomas Paine en la primera línea de defensa en una lucha de la cual él fue pionero. Sin duda la acertada visión del Fondo de Cultura Económica para reeditar Los derechos del hombre nos recuerda que esta obra y su autor son parte de nuestra vida contemporánea.

Introducción THOMAS PAINE

HENRY N. BRAILSFORD

“Donde hay libertad, allí está mi patria.” El concepto tiene un sabor latino, el lector se imagina que el autor ha de ser uno de los primeros estoicos. La frase es de Benjamin Franklin, y no hay dicho que exprese mejor el sentido humanitario del siglo XVIII. “Donde no hay libertad, allí está la mía.” La contestación es de Thomas Paine. He aquí el lema del caballero andante, la música marcial que arrastró a La Fayette a América y a Byron a Grecia. La divisa de todo hombre que aprecia más la lucha que los placeres, que honra la camaradería por encima del patriotismo y persigue una idea que ninguna frontera puede detener. Paine en realidad no pertenece a ningún siglo y no es posible encasillarle en ninguna fórmula de clasificación. Sus escritos corresponden a la época de la Ilustración; sus actos pertenecen a la leyenda. El estilo claro y varonil, su firme sentido común, la agudeza de sus epigramas, la construcción sobria y lógica de sus pensamientos, sus limitaciones modestas, su aversión al misterio y a la penumbra gótica, su áspero desprecio por toda la chabacanería sagrada de las tradiciones sacerdotales y la política aristocrática, su aplomo, su coraje intelectual, su humanidad; todo eso, en lo bueno y en lo malo, pertenece al siglo de Voltaire y de la Revolución. Por su espíritu aventurero, su pasión por el movimiento y el combate, Paine es un romántico, Paine pensaba en prosa y obraba en épica. Trazaba horizontes sobre el papel y perseguía el infinito con los hechos.

Thomas Paine, hijo de un cuáquero, fabricante de cotillas, nació en Thetford, condado de Norfolk, el año 1737. Sus padres fueron pobres, pero según él mismo nos dice, recibió una buena educación moral y adquirió “un moderado surtido de conocimientos útiles”, aunque no conocía más idiomas que el suyo. Por su independencia, racionalismo y humanidad fue siempre un verdadero cuáquero, aunque se reía imaginando el mundo tan triste que de la creación hubieran hecho los cuáqueros de haber sido consultados. De muchacho anhelaba ardientemente la aventura, y a los 17 años tuvieron que impedirle que se alistara en la tripulación del corsario Terrible, del capitán Death, solamente para verle zarpar poco más tarde en el Rey de Prusia, del capitán Méndez. Le bastó una travesía con patente de corso, y pronto se estableció en Londres, haciendo cotillas para ganarse la vida y dedicando los ratos de ocio al estudio de la astronomía. Más tarde, nombrado recaudador de contribuciones, adquirió en este empleo ciertos conocimientos financieros y un interés en materia de presupuestos que después le fueron muy útiles en sus escritos. Destituido por su negligencia, se hizo maestro de escuela y aspiró a ordenarse en la iglesia de Inglaterra. Rehabilitado más tarde con un puesto de aforador, le dejan definitivamente cesante por escribir un folleto en defensa de la petición de aumento de salarios presentada por los empleados de la recaudación de contribuciones. Paine contrajo dos veces matrimonio, pero su primera mujer murió al año siguiente y la segunda, con la que había establecido una “fábrica de tabaco”, al fracasar la empresa aceptó una separación amistosa, sin que se pueda echar la culpa a ninguna de las partes. A los 37 años, sin dinero, solitario y marcado por el fracaso, pero consciente, sin embargo, de su energía, que no había encontrado aplicación en el viejo continente, Paine decide emigrar a América, en 1774, sin otro pasaporte para conquistar la fortuna que una carta de recomendación de Benjamin Franklin.

La ocasión no se hizo esperar y Paine se encontró pronto instalado en Filadelfia como director del Pennsylvania Magazine. De esta publicación periódica ha desenterrado su admirable biógrafo, Mr. Moncure D. Conway, una serie de artículos que demuestran que Paine había traído con él de Inglaterra, no se sabe cómo, un bagaje intelectual que le colocó entre los guías morales de su generación. Paine aboga por el arbitraje internacional; ataca el duelo; sugiere ideas más razonables sobre el matrimonio y el divorcio; pide piedad para los animales y demanda justicia para las mujeres. Pero sobre todo, ataca la esclavitud de los negros, y lo hace con tal maestría y entusiasmo, que a las pocas semanas de haber aparecido su artículo sobre este tema se funda en Filadelfia la primera sociedad norteamericana contra la esclavitud. La abolición de la esclavitud fue una de las causas por las que Paine nunca dejó de luchar, y cuando, más tarde, se convirtió en blanco de la persecución religiosa, los lapidadores le atacaban no sólo como cristianos, sino también como propietarios de esclavos. Cuando Paine llegó a América las colonias americanas empezaban a luchar en pro de la separación de la madre patria. La sublevación se había iniciado con un objetivo relativamente limitado y pocos o quizá ninguno de los dirigentes se daban bien cuenta de cuál era el fin a que tendían. Paine fue el primero que, después de la matanza de Lexington, abandonó toda idea de reconciliación y empezó a predicar la independencia y el republicanismo.

Su folleto Sentido común (1776) alcanzó una circulación que significa un acontecimiento en la historia de la imprenta y con él logró transformar en firmes resoluciones lo que antes de sus escritos no eran en la mente de los hombres más que ideas en formación. Habló a los rebeldes y creó una nación. Pobre como era, Paine depositó todos los enormes ingresos que recibió de la venta de su librito en el tesoro de guerra colonial; se echó al hombro el mosquete, alistándose como soldado raso en el ejército de Washington, siendo ascendido al poco tiempo a ayudante de campo del general Greene. Sin embargo, el arma más valiosa de Paine continúa siendo la pluma. Escribiendo por las noches a la luz de las hogueras, después de interminables caminatas, en un momento de depresión general, cuando incluso Washington creía que la “pelota estaba en el tejado”, Paine empieza a componer una serie de folletos, coleccionados más tarde con el título de La crisis norteamericana. Estos folletos fueron para los revolucionarios norteamericanos lo que la inmortal canción de Rouget de Lisle para los reclutas franceses en las guerras revolucionarias, lo que las marciales baladas de Körner para los patriotas alemanes en las guerras contra Napoleón. Estas soberbias páginas de exhortación se leían en todos los campamentos a los descorazonados hombres; el valor que despertaron forjó la victoria. El mismo Burke nunca escribió nada superior a las frases con que comienza la primera “crisis”; un toque de clarín, naturalmente, pero expresado por un artista que tiene el don de arrancar música del bronce:

Vivimos tiempos que ponen a prueba el alma de los hombres. Los soldados de ocasión y los patriotas de relumbrón podrán en esta crisis evadir el servicio de su patria, pero aquel que cumpla ahora con su deber merecerá la gratitud de hombres y mujeres. La tiranía, como el infierno, no se dejan vencer fácilmente; pero tenemos el consuelo de que cuanto más penosa es la lucha, más glorioso es el triunfo. Aquello que obtenemos a poco precio lo apreciamos en poco; sólo se estima lo que cuesta mucho. Los cielos saben poner el precio que corresponde a sus mercancías y, naturalmente, muy extraño sería que artículo tan celestial como la libertad no tuviera un alto precio.

“Sentido común” Paine era ahora el jefe de las fuerzas morales que apoyaban la república combatiente, y su facultad de pensar audazmente y expresarse con claridad condujo a la república hacia su destino bajo la dirección de hombres a quienes la naturaleza había dotado de una inteligencia menos penetrante. Sucesivamente, Paine fue Secretario de Relaciones Exteriores del Congreso y oficial mayor de la secretaría en la Asamblea de Pensilvania y, por magia de su abnegación, le vemos convertir la desesperación en un triunfo. Fue él quien en 1780 salvó las dificultades financieras de la guerra, en uno de sus momentos desesperados, inaugurando una suscripción patriótica con el donativo de todo su sueldo. Demostró sus dotes diplomáticas en 1781, cuando marchó a París para obtener ayuda monetaria de la corte francesa.

Terminada la guerra, Paine pudo muy bien haberse instalado en la pequeña propiedad que le concedió el estado de Nueva York y disfrutar tranquilamente de su fama. Pero detestaba la inacción y no quiso darse cuenta de que ya no era joven. En 1787 regresa a Inglaterra, en parte para poner su pluma al servicio de la obra de liberación, en parte para continuar sus invenciones mecánicas. Aunque autodidacta, fue Paine un matemático distinguido que seguía con pasión los progresos de las ciencias aplicadas. Entre sus invenciones, que abarcan una larga lista de cosas, útiles algunas y otras un tanto fantásticas, pueden citarse un cepillo mecánico, una grúa, una bujía sin humo y un motor de pólvora. Pero su fama de inventor descansa, principalmente, en la construcción del primer puente de hierro que se hizo en Wearmouth según sus modelos y planos. En el apasionado círculo de reformistas agrupados alrededor de la Sociedad Revolucionaria y de la Corresponding Society se le recibió como dirigente y maestro. Otros eran los soñadores y los teóricos de la libertad. Paine había tomado parte en la creación de una república y su experiencia en Norteamérica aportó al radicalismo inglés el estímulo que los acontecimientos en Francia vendrían a reformar dentro de poco. Su fama era ya europea y, a la caída de la Bastilla, fue a Paine a quien La Fayette confió la llave cuando una Francia libre envió a la libre Norteamérica aquel símbolo del derrotado despotismo. Parecía ser el eslabón natural que uniera tres revoluciones: la que había triunfado en el Nuevo Mundo, la que estaba transformando a Francia y una tercera que parecía anunciarse en Inglaterra.

Las Reflexiones de Burke resonaron en sus oídos como un desafío y Paine se encerró resueltamente en su posada para escribir la contestación. Los derechos del hombre constituyen una réplica a Burke, pero son también mucho más. Las vívidas páginas de historia en que Paine explica y defiende la Revolución francesa que Burke había atacado sin comprenderla, no son sino un caso particular de su argumento principal. Expone el derecho a la revolución, y deshace todo el enmarañado argumento jurídico que su antagonista había utilizado con el propósito de aprisionar la posteridad dentro del convenio de 1688. Cada edad y cada generación tienen el derecho de elegir su propio destino. El hombre no tiene propiedad sobre el hombre y no hay tiranía más insolente que la de una generación que pretende gobernar más allá de la tumba. Burke había defendido el derecho de los muertos a gobernar a los vivos; pero una nación tiene derecho a hacer aquello que escoja. Los hombres de 1688, que renunciaron voluntariamente a sus derechos obligándose a obedecer al rey Guillermo y sus herederos, podían, si querían, preferir la esclavitud; pero ello no podía disminuir el derecho de sus hijos a ser libres. Las injusticias no pueden tener una sucesión legal. He aquí una contestación atrevida y aplastante a un argumento sofístico; pero Paine sólo lo utilizó como prefacio a la presentación de la constitución norteamericana, que era “a la libertad lo que una gramática es al lenguaje” y a su alegato pidiendo que se adoptara en Inglaterra la Declaración francesa de los Derechos del Hombre.

Paine sentía que había hecho una república con un folleto, ¿por qué no había de hacer otra? Profesaba esa ilimitada fe en la eficacia del razonamiento propia de su generación, y la experiencia le había demostrado su fuerza. Como dijo de él Carlyle en el estilo caprichoso y romántico que le era peculiar, “puede y quiere implantar la libertad en el mundo entero y quizá también en el otro”. Godwin, al convertirse en el filósofo del movimiento, puso toda su esperanza en la obra lenta de la educación: hacer a los hombres instruidos era hacerles hombres libres. Paine fue el publicista del campamento de la humanidad. Consideraba al género humano como una legión en orden de batalla y creía, como verdadero hombre de acción que era, que la libertad, como la victoria, podía ganarse con el ímpetu de una carga decidida. Cita el epigrama de su compañero de armas La Fayette: “Para que una nación ame la libertad, basta con que la conozca; y para que una nación sea libre, basta con que lo desee”. Godwin, para enseñar a los hombres a ser libres, les hubiera enviado a la escuela. Paine les enganchaba bajo el estandarte desplegado de la libertad. Es fácil comprender el libro de Paine que apareció en 1791. En él se reúnen la teoría y la práctica; la lógica armada que había arrojado de Norteamérica los regimientos del rey Jorge y el rotundo argumento que había demolido la Bastilla. Holcroft y Godwin contribuyeron a la publicación de Los derechos del hombre, amenazados por los editores con la supresión o la mutilación, y en el anhelante e incoherente grito de alegría que encontramos en una nota de Holcroft dirigida a Godwin, tenemos una prueba de la excitación que esto produjo:

Ya lo tengo—si no logra aliviarme la tos, es que esta condenada es una tos de perro. El folleto—gracias a la trifulca—pero chitón—no lo vendemos—ah, no—huevos con espinacas—al pie de la letra, excepto la edición de un breve prefacio que usted no ha visto; le envío una copia—ni una sola castración (alabados sean Dios y J. S. Jordán), que yo pueda descubrir—Bravo por la Nueva Jerusalén. ¡El Milenio! Paz y bienaventuranzas eternas al alma de Thomas Paine.

Naturalmente, no faltaron las acostumbradas persecuciones a los libreros; pero en todas partes las nuevas sociedades reformadas hicieron circular el libro, y si es cierto que éste contribuyó a enviar a algunos hombres buenos a Botany Bay, se vendieron los bastantes ejemplares para producir al autor la suma de mil libras, que éste, con su acostumbrado desinterés, entregó en seguida a la Corresponding Society. En 1792 apareció una segunda parte y, finalmente, Pitt adoptó la opinión de Burke, de que la justicia penal era el argumento adecuado para rebatir a Thomas Paine. Obedeciendo a una indicación de William Blake, que en una de sus visiones, más prosaica y verídica de las que acostumbraba tener, había visto a los alguaciles en busca de su amigo, Paine escapó a Francia y fue acusado y condenado en rebeldía por alta traición.

Paine desembarca en Calais como proscrito, y se encuentra con que ha sido elegido diputado para la Convención. Su voz en Francia, lo mismo que en Norteamérica, fue la primera en pedir una inflexible resolución. Defendió la abolición de la monarquía, pero su valor era de aquellos que siempre sirven a la humanidad. La obra que realizó como miembro de la Convención con Sieyès, Danton, Condorcet y otros cinco del pequeño comité nombrado para redactar la constitución fue efímera. Pero su valiente defensa de la vida del rey es un acto que merece sobrevivir. Paine gustaba de imaginarse a sí mismo como un leñador que blande un hacha contra las instituciones podridas y las creencias moribundas, pero no era partidario de la guillotina; protestaba contra el mandamiento de “amar a nuestros enemigos”, pero no podía perseguirles. Este caballero andante era capaz de cubrir con su escudo a los mismos espías que le seguían los pasos. En París, salvó la vida a uno de los agentes de Pitt que le había difamado y contribuyó a la liberación de un fanfarrón inglés, que le había abofeteado en público. El Terror hizo de la compasión una traición y Paine se encontró envuelto en la venganza que atropelló todo lo más noble de la revolución. Diez meses pasó en la cárcel, agobiado de fiebre, y una anécdota, que parece ser auténtica, nos dice que escapó de la muerte gracias al descuido de un carcelero. Este empleado, abrumado de trabajo, marcó precipitadamente con tiza la señal que indicaba el prisionero designado para la siguiente hornada destinada a la guillotina en el lado interior, en lugar del exterior, de la puerta en la celda de Paine.

En aquellos meses, cuando Condorcet, escondido y esperando la muerte, escribía su Bosquejo del progreso humano, Paine, meditando sobre el fin que parecía cercano, componía la primera parte de la Edad de la razón. Paine, al igual que Franklin, Jefferson y Washington, era deísta, y sólo se diferenciaba de éstos en el valor que le impulsó a declarar sus creencias. Cuando salió de la prisión era ya un hombre acabado que apenas podía tenerse en pie; mientras tanto, la Convención, una vez recuperado su buen sentido, le acogía de nuevo en su lugar de honor como tribuno. La historia de sus últimos años en Norteamérica, adonde Paine regresó en 1802, pertenece más bien a la historia de la persecución que a la biografía de un soldado de la libertad. Su obra estaba hecha y, aunque su pluma, todavía activa, no dejaba de tener influencia, los propietarios de esclavos, los ex realistas y los fanáticos ortodoxos amargaron los últimos días del hombre que había tenido la osadía de negar la inspiración de la Biblia. En Inglaterra se ordenó que el verdugo quemara públicamente su libro. Los obispos mezclaron en sus refutaciones algunas concesiones hechas de mala gana con injurias personales. Se dio a un agente de Pitt el encargo de escribir una biografía difamatoria del más terrible enemigo del gobierno. En Norteamérica, los nietos de los colonizadores puritanos, que habían azotado a las mujeres cuáqueras, acusadas de brujas, llegaron incluso a negarle un sitio en la diligencia por si acaso un Dios ofendido le enviaba un rayo.

Paine, viejo y solitario, murió en 1809. Su carácter personal se revela transparentemente en su carrera y hoy en día es innecesario incluso mencionar las calumnias que su biógrafo ha refutado decisivamente. En una generación de hombres valientes, fue el más arrojado de todos. Supo despertar las pasiones de los hombres y supo también desafiarlas. Si el monárquico Burke puso su elocuencia al servicio de una reina, el republicano Paine arriesgó su vida por salvar la de un rey. No hubo injusticia que le fuera indiferente, y no sólo dedicó su pluma al servicio de la democracia, que hubiera podido recompensarle, sino también al de los animales, los esclavos y las mujeres. La pobreza fue su eterna compañera; sin embargo, ganó con su pluma fortunas que entregó a la causa que servía. Su único defecto personal fue una ingenua vanidad. Su destino le libró de la horca en Inglaterra y de la guillotina en Francia; en aquella época no había elogio más elevado. Paine se había merecido ambas. Nunca mejor demócrata ciñó la armadura de caballero andante; nunca mejor cristiano atacó la ortodoxia.

Ni por educación ni por temperamento fue Paine un pensador contemplativo, pero sus escritos políticos no por eso dejan de tener una inmensa significación. Godwin, por su genio profundamente individual, fue un escritor alejado de las ideas comunes de su época. Paine estaba más de acuerdo con las inteligencias más avanzadas de su generación y supo convencer a los demás de que le siguieran. Nadie, ni antes ni después, ha hecho la defensa de la democracia contra la monarquía y la aristocracia con la mitad de brío y fuerza que Paine. Los escritores que anteriormente habían tratado estos temas eran tímidos; los modernos resultan aburridos. Paine escribía de lo que comprendía y consideraba de la mayor importancia. Tan importante era para él la abolición de los títulos, como pueda serlo para un reformista moderno la nacionalización de la tierra. Su principal teoría política es de una simplicidad diáfana. Los hombres nacen como Dios los creó, iguales y libres; he aquí el supuesto tanto de la religión natural como de la revelada. Burke, que “teme a Dios”, mira con “reverencia a los reyes”, con “sumisión a los magistrados” y con “respeto a la nobleza”, no hace sino levantar una selva de portazgos entre el hombre y su Hacedor. Los derechos naturales son inherentes al hombre por el solo hecho de su existencia; los derechos civiles se fundan en los derechos naturales y se han establecido con el fin de garantizar y asegurar éstos. Paine da una interpretación individualista a la doctrina del contrato social. Unos gobiernos surgen del pueblo, otros sobre el pueblo. Estos últimos se apoyan en la conquista o el sacerdocio y los primeros en la razón. Un gobierno sólo se basará firmemente en el pacto social cuando las naciones, como han hecho los norteamericanos y están haciendo los franceses, establezcan deliberadamente una constitución basada en los derechos del hombre.

Respecto al gobierno inglés, no tiene, indudablemente, otro origen que la conquista. Y hablar de una constitución inglesa es jugar con palabras. Se supone que un parlamento elegido imperfecta y caprichosamente tiene en fideicomiso la bolsa común, pero los hombres que votan los ingresos son los mismos que los reciben. El tesoro público es el rocín de alquiler en el que cada partido monta cuando le llega su turno, a la moda campesina de “cabalga y ata”.1 En Francia se hacen mejor las cosas. Respecto a nuestro sistema de hacer la guerra, sabido es que se hace a costa del pueblo. La guerra, para nosotros, es el arte de conquistar dentro de casa. No se aumentan los impuestos para hacer las guerras, sino que se hacen las guerras para aumentar los impuestos. Los golpes solapados y dolorosos alcanzan todas las instituciones existentes. Godwin, desde su eminencia intelectual, no veía en todas las locuras y crímenes de la humanidad nada peor que los efectos del “prejuicio” y las consecuencias de la falta de lógica. Paine veía en el mundo más egoísmo que prejuicio. Cuando se dedicó a predicar la abolición de la guerra, proponiendo primero una alianza de Inglaterra, Norteamérica y Francia, y después una confederación de naciones y un congreso europeo, veía el mayor obstáculo en el egoísmo de las cortes y de los cortesanos, que aunque parecían pelearse entre sí, siempre se encontraban de acuerdo para el saqueo. Otros siete años más, escribía Paine en 1792, traerán el fin de la monarquía y de la aristocracia en Europa. Mientras continúe, y la guerra sea su comercio, la paz no estará segura ni un solo día.

Las obras de Paine no sólo no pierden, sino que ganan en interés teórico, porque el calor de su pasión derrite la helada lógica de su individualismo setecentista. Paine empieza como empezaron todos los de su escuela, con una cruda antítesis entre la sociedad y el gobierno.

La sociedad es el resultado de nuestras necesidades y el gobierno de nuestra maldad; la primera fomenta nuestra felicidad positivamente, uniendo nuestras afecciones; el último lo hace negativamente, limitando nuestros vicios. La una estimula el trato entre los hombres, el otro crea distinciones. La primera es protectora, el último, sancionador. La sociedad en cualquier estado es una bendición, pero el gobierno, aun en el mejor de los casos, no es sino un mal necesario […] Los gobiernos, como los vestidos, son el símbolo de nuestra perdida inocencia. Los palacios de los reyes se han construido sobre las ruinas de los retiros del paraíso.

He aquí el pesimismo familiar que en la política práctica condujo al laissez faire y en teoría a la filosofía anarquista de Godwin. El mismo Paine tiene momentos en que está a punto de tomar este camino. Disfruta relatando lo bien dirigidas que estaban las colonias americanas durante el primer periodo de la guerra, cuando no existía ninguna forma regular de gobierno. Y nos asegura que “cuanto más perfecta es la civilización, menos necesario es el gobierno”. Pero la vida había sido para Paine un duro aprendizaje; viendo en derredor suyo las calles llenas de mendigos y las cárceles atestadas de pobres desgraciados, se olvida de pronto que el sano propósito del gobierno es proteger al individuo contra la invasión de sus derechos e inmediatamente se lanza a una nueva definición.

La autoridad no consiste en dictar órdenes, sino en tomar disposiciones para la instrucción de la juventud y el apoyo de la vejez, que eviten en todo lo posible el libertinaje de la primera y la desesperación de la segunda. En lugar de esto se colma a los reyes de comodidades con los recursos del país […] y los pobres se ven obligados a sustentar con su trabajo la farsa que les oprime.

Es asombroso el bien que Paine puede extraer de un mal necesario. De improviso ha concebido al gobierno como instrumento de la conciencia social. Su intención es emplearle como medio para mejorar la organización de la sociedad. Paine fue un hombre de acción, incapaz de someterse a una simple lógica. En un capítulo apasionado se lanza a desarrollar un programa de reforma social que, después de un siglo de marasmo, los radicales que le han sucedido empiezan ahora a poner en práctica. Algunas de sus sugestiones provienen de Condorcet, pero la mayoría de las ideas nuevas y atrevidas brotan del fecundo cerebro del propio Paine, y el antiguo recaudador de contribuciones presenta todas ellas con tal riqueza de detalles financieros como si fuera el mismísimo ministro de hacienda tomando la palabra en el primer parlamento republicano del año uno de la libertad. Derogaría las leyes de beneficencia, “esos instrumentos de tortura civil”. Reduciría al mínimo el presupuesto de defensa por medio de una alianza naval con los otros poderes marítimos y la abolición de la piratería en el mar. En lugar de la asistencia pública, concedería un subsidio a los hijos de los pobres y pensiones a los ancianos. Cuatro libras al año por cada hijo menor de 14 años, en todas las familias necesitadas, asegurarían la salud y la instrucción de la siguiente generación. Esto costaría al Estado dos millones y medio, pero evitaría la ignorancia. Costearía los gastos de la educación obligatoria. Haría que se concediesen pensiones, no como gracia, sino como derecho, como ayuda al impedido de más de 50 años y como subsidio a los sexagenarios. Anticipándose al subsidio de maternidad, haría a cada madre pobre, al dar a luz un hijo, un donativo de veinte chelines. Se establecerían en Londres algunas fábricas para dar trabajo a los temporalmente desocupados. Estas reformas se financiarían en parte haciendo economías y en parte por medio de un impuesto progresivo sobre la renta, para el cual presenta Paine una detallada tabla. Una nación sólo podrá envanecerse de su constitución cuando el pobre sea feliz y las cárceles estén vacías. En este fecundo capítulo, Paine no solamente delinea la obra del futuro, sino que, al propio tiempo, desbarata sus propias premisas.

El odio que todavía provocan las obras teológicas de Paine procede principalmente de aquellos que no le han leído. Cuando mister Roosevelt lo calificó de “indecente ateo”, no hizo sino demostrar su propia ignorancia. Paine fue deísta y escribió La edad de la razón en el encierro de una prisión francesa, principalmente con el propósito de combatir el ateísmo que creía ver iniciarse entre los jacobinos, diagnóstico singular, pues Robespierre era, por lo menos, tan ardiente en su deísmo como el propio Paine. Paine creía en un Dios, cuya bondad veía en la naturaleza. Enseñaba la doctrina de la inmortalidad condicional y su discrepancia con la religión revelada se debía principalmente al hecho de que en ella se adoraba a un Dios vengativo y cruel. Desde las historias de las matanzas hechas por los judíos en obediencia al mandato divino, hasta el sistema de redención de la doctrina ortodoxa, Paine no encontraba más que una serie de fábulas que anulan la sabiduría y la bondad del Altísimo. Para creer en el Antiguo Testamento tenemos que dejar de creer en la justicia moral de Dios. Destruir esta farsa podrá tal vez “herir la obstinación de un clérigo”, pero tranquilizaría la conciencia de millones de seres. Desde este punto de partida, dedica Paine el final de la segunda parte de La edad de la razón y la tercera, a una detallada crítica con el propósito de demostrar que los autores de la Biblia no fueron los que se suponen, que los milagros son increíbles, que el contenido de los pasajes considerados como profecías están desvirtuados y que en las partes narrativas de los Evangelios se encuentran muchas inconsecuencias.

A pesar de su agudeza y osadía, esta detallada argumentación sólo tiene hoy interés histórico. Cuando la violencia de sus perseguidores había despertado su cólera, Paine perdía todo sentido de tacto en la controversia, cayendo de cuando en cuando en groseras vulgaridades. Pero la rabia era justa y su celo por la honradez mental ha tenido su recompensa. Paine no tenía sensibilidad para apreciar el misterio y la poesía de la religión tradicional. Pero lo que atacaba no se le había presentado a él como poesía. Censuraba una ortodoxia dogmática que había convertido la poesía en una realidad literal. Como hecho literal era increíble y Paine, juzgando todo esto según la valoración de quienes lo profesaban, lo atacaba con una incredulidad tan prosaica como su creencia, pero intelectualmente más honrada. Su interpretación de la Biblia será, si se quiere, anticientífica, pero se acerca más a la verdad histórica que a la creencia convencional de su época. Si sus polémicas nos parecen toscas y superfluas, esto se debe únicamente a que sus ataques frontales directos obligaron a realizar una crítica bíblica seria y a relegar al olvido, hace mucho tiempo, los puntos de vista que él atacó. A despecho de algunas graves faltas de mal gusto, y de sus arranques de mal humor, La edad de la razón prestó un servicio indispensable a la honradez y la moral. De todas las obras de Paine fue ésta la más saliente, porque expuso su nombre a una reputación de libelista. Al fin, su lugar en la historia está asegurado. Iniciador olvidado de una revolución, víctima honrada de otra, valiente hasta rayar en la locura y tan humano como valiente; ninguno de los hombres de su generación predicó la virtud republicana en más puro inglés, ni la vivió con tan admirable desprecio de sí mismo.

BIBLIOGRAFÍA DE THOMAS PAINE

The Case of the Officers of Excise, etc., 1772.

Common Sense —addressed to the inhabitants of America on the following intererting subjects: 1) Of the Origin and Design of Government in General, with concise remarks on the English Constitution, 2) Of Monarchy, etc., 1776.

Epistle to the People called Quakers, 1776.

Dialogue between General Montgomery and an American Delegate, 1776.

The American Crises, December 19, 1776, to April 29, 1783, 1792 (?).

Public Good, 1780.

Letter to the Abbé Raynal on the affairs of North America, 1782.

Thoughts on the Peace, and the probable advantages thereof to the U. S. A., 1783.

Letter to the Earl of Selburne on his speech, July 10, 1782, respecting the acknowledgment of American Independence, 1783.

Dissertations on Government, the Affairs of the Bank and Paper Money, 1786.

Prospects on the Rubicon, 1787 (reeditado en 1793 como Prospects on the War and the Paper Currency).

Letter to Sir G. Stanton on iron bridges, 1788.

Addreses and Declaration of the Friends of Universal Peace and Liberty, 1791.

The Rights of Man, 1791-1792.

Letter to the Abbé Sieyès, 1792.

Letter addressed to the Addressers on the late Proclamation for the Suppression of Seditious Publications, 1792.

Four Letters on Government (una a Mr. Dundan, dos a Lord Onslow y otra al Sheriff de Sussex), 1792.

Address to the Republic of France, 1792.

Speech in Convention on bringing Louis Capet to Trial, 20 de noviembre de 1792.

Reasons for wishing to preserve the Life of Louis Capet, enero de 1793.

The Age of Reason: being an investigation of true and fabulous theology, primera parte, 1794; segunda parte, 1795; tercera parte, precedida de un Essay on Dreams, 1811, con un apéndice “containing my private thoughts of a future state, and remarks on the contradictory doctrine in the books of Matthew and Mark”.

A Letter to the Analytical Reviewers: being an examination of their account of The Age of Reason, to which is added on Address to the People of England, 1794.

Dissertation on the First-Principles of Government, 1795 (el discurso a la Convención, de 7 de julio de 1795, se incluye en la segunda edición).

The Decline and Fall of the English System of Finance, 1796.

Letter to George Washington on affairs public and private, 1796.

Agrarian Justice, opposed to Agrarian Law, and Agrarian Monopoly: being a plan for ameliorating condition of man by creating in every Nation a National Fund, 1797.

Letter to the People of France and the French Armies, 1797.

Letter to the Hon. Erskine, 1797, a la que se agregó el Discourse to the Society of Theophilanthropists, publicado también con el título de Atheism Refuted, 1798.

Letter to Camille Jourdan on Bells (publicado también en francés con el título de Lettre… sur les Cultes), 1797.

Maritime Compact: on the rights of Neutrals at Sea, 1801.

Letters to the Citizens of the United States, 1802 (reedición: Londres, 1817).

Letter to the People of England on the Invasion of England, 1804.

On the Causes of Yellow Fever, 1805.

On Constitutions, Governments, and Charters, 1805.

Observations on Gunboats, 1806.

T. Paine colaboró también en el Pennsylvania Magazine y en el Pennsylvania Journal, 1775-1776, y en The Prospect, 1804-1805.

OBRAS PÓSTUMAS

Essay on the Origin of Freemasonry, 1811.

Miscellaneous Letters and Essays, 1819.

Miscellaneous Poems, 1819.

EDICIONES DE CONJUNTO

Political Works, 1792 (en francés, 1793; en alemán, 1794).

Obras completas, impresas por W. T. Sherwin, 1817.

Theological Works, 1818.

Political and Miscellaneous Works, con una biografía por R. Carlile, 1819.

Political Works, nueva edición aumentada, 1830.

Works, editadas por M. D. Conway, 1894-1896.

BIOGRAFÍAS

Por Francisco Oldys, 1791; por Cheetham, 1809; por Thomas C. Rickman, 1819; por W. T. Sherwin, 1819; por G. Vale, 1841; por M. D. Conway (2 vols.), 1892; Citizen Tom Paine, por Howard Fast, 7ª ed., 1943.

LOS DERECHOS DEL HOMBRE

A George Washington, presidente de los Estados Unidos de América

Señor:

Tengo el gusto de ofreceros un pequeño Tratado en defensa de aquellos Principios de Libertad que vuestra ejemplar Virtud ha contribuido de manera tan evidente a establecer: Que los Derechos del Hombre lleguen a ser tan universales como vuestra Benevolencia pueda desear y que disfrutéis de la Felicidad de ver al Nuevo Mundo regenerando al Viejo, es la plegaria,

Señor,

de Vuestro muy obligado y obediente y humilde servidor

THOMAS PAINE

PREFACIO A LA EDICIÓN INGLESA

A juzgar por la posición que el señor Burke tomó en la revolución norteamericana, era natural que yo lo considerase como un amigo de la humanidad; y como nuestro conocimiento se inició en ese terreno, hubiera sido para mí mucho más agradable tener motivo para continuar manteniendo esa opinión en lugar de verme obligado a cambiarla.

En el momento en que el señor Burke pronunció en el Parlamento inglés su violento discurso del pasado invierno contra la Revolución francesa y la Asamblea Nacional me encontraba en París y le había escrito poco tiempo antes, para informarle del camino próspero que tomaban los asuntos. Poco después de esto vi el anuncio del folleto que intentaba publicar. Como el ataque iba a hacerse en un idioma poco estudiado y menos entendido en Francia, y como toda obra literaria sufre al ser traducida, prometí a algunos de los amigos de la Revolución en aquel país que, en cualquier momento en que apareciese el folleto del señor Burke, yo le saldría al paso contestándolo. Me pareció tanto más necesario hacerlo desde que vi las flagrantes tergiversaciones que contenía dicho folleto, que es al mismo tiempo un ataque injurioso a la Revolución francesa y a los principios de libertad, y un engaño al resto del mundo.

Estoy tanto más asombrado y disgustado por esta conducta del señor Burke, ya que (por las circunstancias que voy a mencionar) me había forjado otras esperanzas.

He visto suficiente de las miserias de la guerra para desear que aquélla desaparezca del mundo y que pueda encontrarse otro modo de resolver las diferencias que surjan ocasionalmente entre las naciones. Esto podría ocurrir si las Cortes estuvieran dispuestas a resolverlas honradamente o si los pueblos estuvieran lo suficientemente ilustrados para no ser simples juguetes de las Cortes. El pueblo norteamericano había sido educado en los mismos prejuicios contra Francia que en un tiempo caracterizaron al pueblo de Inglaterra; pero la experiencia y el conocimiento de la nación francesa han demostrado a los norteamericanos la falsedad de dichos prejuicios; y no creo que haya relaciones más cordiales y sinceras entre dos pueblos que las que existen hoy entre Norteamérica y Francia.