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Cuando tres muchachos se hacen cargo de una casa deshabitada no se imaginan el gran misterio que les aguarda en el desván, lo que dará comienzo a una serie de intrigantes aventuras. Una trepidante novela que transporta a un mundo de amores trágicos y descubrimientos sorprendentes.
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Seitenzahl: 354
Veröffentlichungsjahr: 2010
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los escarabajosvuelanal atardecer
Portadilla
1 El sueño
2 La maldición
3 Las plantas
4 Una melodía
5 El susurro
6 La composición musical
7 La quinta Selanderschen
8 El cuarto de verano
9 La carta
10 Selandria egyptica
11 El Peugeot azul
12 Un rostro en la ventana
13 Emilie y Andreas
14 Huéspedes no invitados
15 El mundo grande y el pequeño
16 La confesión
17 «Un objeto pesado»
18 En el centro de los sucesos
19 La apertura de la tumba
20 ¡Jaque!
21 El Monte de la Horca
22 «Escucha, escucha, flor azul...»
23 La fotografía
24 Las rotativas giran de nuevo
25 La muñeca de madera
26 ¿Falsa o auténtica?
27 Una nueva pista
28 El obispo
29 Los gemelos se buscan mutuamente
30 Reflexiones nocturnas
31 Un enigma por resolver
32 Un descubrimiento
33 La conversación telefónica
34 Julia Jason Andelius
Créditos
1
Cuando Jonás Berglund cumplió trece años, el 27 de junio, recibió, por fin, la deseada grabadora. De inmediato comenzó sus investigaciones.
Quería proceder metódicamente y por eso empezó grabando los ruidos que aparecen en la naturaleza cuando los animales se comunican entre sí.
También quería grabar todos los ruidos mecánicos que se producen en las diversas actividades humanas.
Aquella noche del 27 de junio, Jonás, con su hermana Annika, que tenía quince años, y un amigo de ambos, David Stenfäldt, que era un año mayor que Annika, caminaban despacio por el campo, junto a la vía por la que el tren nocturno de Estocolmo debía pasar muy pronto. Jonás quería grabar el traqueteo de las ruedas.
Era una noche preciosa, todo lo serena y hermosa que pueden ser las noches de verano. Empezaba a asomar la luna, que en un par de días sería luna llena. No se movía ni un soplo de viento; se oía cantar a los grillos entre la hierba; el agua murmuraba, deslizándose entre las piedras del riachuelo que nacía en el bosque, al otro lado del campo, y atravesaba el pueblo de Ringaryd.
Jonás acababa de grabar el canto de los grillos y había desconectado el magnetófono.
–¿Lo sabías, Annika? –preguntó de repente David.
Jonás conectó de nuevo el aparato.
–¿Qué? –contestó Annika.
–Que cuando uno se hace viejo, ya no es capaz de oír cantar a los grillos.
–¡Pero si cantan altísimo! –contestó Annika.
–¡Precisamente por eso! Esos tonos tan altos no se perciben cuando uno se hace viejo –explicó David.
Jonás desconectó de nuevo el aparato.
–¿Alguien quiere regaliz? –preguntó, sacando una caja de regaliz que llevaba siempre en el bolsillo.
Pero no quisieron. En realidad, lo sabía. Jonás creía que Annika y David eran unos anticuados, pues decían que su regaliz era demasiado fuerte y que el regaliz corriente era mucho mejor.
Jonás no lo tomaba por su sabor, sino por sus efectos. Quería conservar siempre ágil el pensamiento, y decía que el regaliz le hacía más inteligente; pero ninguno de sus dos amigos lo veía así.
Entretanto, llegaron las 21 horas y 36 minutos; es decir, la hora en que pasaba el expreso por Ringaryd.
–¡La hemos hecho buena, se nos ha escapado el tren! –murmuró Jonás.
–Me extraña –contestó David–. Tendríamos que haberlo oído.
–Voy corriendo un momento al río –dijo Jonás mientras desaparecía cuesta abajo.
Todavía no había registrado en su grabadora el murmullo del río de Ringaryd. Los otros dos lo siguieron. Mientras esperaban el tren, grabó el ruido del agua. Quería tenerlo, como contraste de la naturaleza frente a los trepidantes ruidos de los adelantos humanos.
De repente, Annika susurró:
–¡Silencio, por ahí hay alguien remando!
Se oía un ruido ligero, cauteloso. Jonás puso la grabadora en marcha:
–Aquí Jonás Berglund. Estoy grabando junto a la orilla del río. Se oye el chapoteo de unos remos. Parece que hay alguien remando. ¿Quién po-drá ser?
–Seguro que es un hombre mayor –susurró Annika.
Jonás comentó en voz baja:
–Debe de ser un hombre de edad indefinida.
Justo en ese momento, se oyó toser al desconocido. Era una tos fuerte, que Jonás grabó en su cinta. Al mismo tiempo se oyó el grito de un pájaro, lo que resultó una combinación de sonidos muy interesante.
Aparte de eso, todo estaba en calma. Se oyó al bote deslizarse entre los juncos y atracar en algún sitio cercano.
Jonás siguió informando:
–Debido a la espesa vegetación de juncos, no puedo dar noticias exactas sobre el lugar en que ha atracado el bote.
De pronto, sonó un ruido lejano a través del silencio, y Annika exclamó:
–¡Jonás, corre si quieres grabar el tren!
Los tres subieron apresuradamente hasta las vías y llegaron justo en el momento en que el tren pasaba atronadoramente.
–¡No te acerques tanto, Jonás! –le gritó Annika; pero su voz se perdió en el estrépito del tren.
Jonás registró, jadeante, en la cinta:
–Estoy grabando el ruido del expreso de Estocolmo, que pasa en este momento, con gran peligro de mi vida. Ahora son exactamente las veintiuna horas y treinta y seis minutos. La distancia que me separa de las vías es, más o menos, un metro treinta.
El tren pasó de largo y Jonás desconectó la grabadora.
–¡Eres un imprudente, Jonás! –gritó Annika–. ¡No deberías acercarte tanto al tren cuando está pasando!
–En este trabajo es inevitable correr ciertos riesgos –contestó Jonás tranquilamente, mientras los vagones desaparecían a lo lejos dejando un silencio indescriptible.
–Me gustaría saber adónde va –dijo de repente Jonás.
–¿A quién te refieres? –le preguntó David.
–¡A quien estaba remando! Anda, vamos deprisa y lo averiguaremos.
–Lo que tenemos que hacer es volver a casa –murmuró Annika.
Sin embargo, David opinó que aún podían dar un paseo por la orilla. Todo estaba oscuro y lleno de vegetación. Ninguno conocía el camino.
–¡Mirad ahí! –Jonás se quedó parado, señalando un bote escondido en un lugar al que era difícil llegar desde tierra–. Tiene que ser alguien que no quiere ser visto; esto es muy sospechoso –dijo grabando la noticia.
–¡Deja ya de jugar a periodista! –le riñó Annika.
De pronto, la orilla se hizo accesible. Había numerosos sauces llorones que hundían sus ramas en el agua. Los chicos caminaban sobre un césped blando como el de un parque. La luna los iluminaba. Entonces vieron un pequeño atracadero y, amarrado en él, un bote blanco que se balanceaba bajo la luz de la luna.
–Por aquí tiene que haber un camino que suba hasta arriba –dijo David.
–¿Has estado alguna vez aquí? –le preguntó Annika.
–No –contestó.
–Entonces, ¿cómo lo sabes...?
No respondió. Se comportaba de una manera muy extraña, andaba dando vueltas como un sonámbulo, con los ojos muy abiertos.
–¡Aquí está el sendero! –gritó señalando una senda que subía la pendiente–. Lleva al jardín que hay detrás de la casa –dijo, y empezó a subir la cuesta.
–¿De qué casa hablas? Acabas de decirnos que no has estado nunca aquí –dijo Annika, que tenía que caminar deprisa para poder seguir su paso.
–David, nos has dicho que no has estado nunca aquí...
–¡Claro que no he estado! Pero tengo la impresión de que conozco todo esto.
–Tiene que ser el jardín de la quinta Selanderschen –indicó Jonás.
–Es posible –admitió Annika–. Esa casa se puede ver desde la carretera.
David se quedó mirando a Annika como si no la entendiera.
–¡Deja ya de hacer teatro, David! –le dijo Jonás–. ¡Claro que ya has estado aquí! Lo que ocurre es que lo has olvidado.
David no contestó. Siguió subiendo la pendiente. El sendero se abría paso entre los árboles. David subía con rapidez. Annika y Jonás lo seguían.
–¡Caray, cuántos mosquitos!
Annika agitaba los brazos, pero a Jonás se le ocurrió algo mejor: puso en marcha la grabadora, pues todavía no había grabado el zumbido de los mosquitos.
–No vale la pena, Jonás –le dijo Annika–. Es perder el tiempo –y se rascó un brazo.
David empezó a correr y se alejó un buen trecho de ellos. Annika lo imitó y echó también a correr.
–¡Qué prisa tienes! ¡Espérame, por favor!
El chico se detuvo y esperó hasta que ella lo alcanzó.
–¿Qué pasa, David? Pareces totalmente...
–Sí –la interrumpió–. Conozco este sitio con todo detalle, ¡y no he estado aquí nunca!
Annika no sabía qué responder. David parecía tan distinto que le daba miedo.
–Oye, ¿por qué no damos la vuelta y regresamos? –le pidió.
No, él quería seguir. Ya era tarde para dar la vuelta. Estaba nervioso y su cara resplandecía a la luz de la luna.
Annika se volvió hacia Jonás, que aún estaba abajo, grabando el zumbido de los mosquitos. Estaba intranquila.
–David, se hace tarde para Jonás. Tenemos que regresar.
Pero David no la oía. Señaló el sendero, que ascendía.
–Allí, detrás de aquel recodo y de aquellos arbustos, termina el sendero. Luego hay una empinada y vieja escalera de piedra, bastante desmoronada. Al subir hay una pradera; luego, un muro de piedra con una cancela blanca entre dos pilares de piedra. Detrás hay un césped, con un lilo a la izquierda. Un par de metros más lejos hay un estanque. Junto a él, un banco blanco, despintado. Detrás del arbusto crece un jazmín en flor. Desde el estanque arranca un camino enlosado, a lo largo del cual hay unos rosales cuajados de pequeñas rosas amarillas...
David hablaba como en sueños. Mientras tanto, Jonás había llegado hasta ellos y había grabado todo. David se quedó callado y vio que los otros dos tenían cara de sueño.
–¡Sigue hablando, David! –le pidió Jonás–. No te pares. ¡Sigue!
David se frotó los ojos.
–¡No! –contestó–. Con esto es suficiente.
Les volvió la espalda y siguió caminando, aunque no tan deprisa como antes. Annika le cogió la mano.
–¿Tienes miedo a la oscuridad? –le preguntó Jonás.
Ella negó con la cabeza. No estaba oscuro: la luz de la luna lo inundaba. Cuando rodearon el arbusto, se toparon con una empinada escalera de piedra, tal como la había descrito David. Era muy vieja, ofrecía un aspecto ruinoso y los escalones estaban llenos de grietas entre las que crecía la hierba. Annika sintió un ligero escalofrío. El viento de la noche siseaba entre las hojas.
Veían sus propias sombras negras delante de ellos, mientras que el aire estaba lleno de claridad. David subió la escalera, se agachó y cortó un tallo en flor. Se lo dio a Annika y le susurró:
–Es una Stellaris graminea, una gramínea estrellada.
Jonás y Annika lo siguieron escaleras arriba. Atravesaron la pradera, llena de flores silvestres adormiladas bajo la luz de la luna; después, la blanca cancela del jardín, el césped, y pasaron también junto al lilo en dirección al banco despintado junto al estanque. Allí se sentaron. Ante ellos pasaba el camino enlosado, flanqueado por rosales amarillos. Todo era tal como David acababa de describir.
–¡Es como un sueño! –murmuró Annika.
–Sí –suspiró David–. Debería ser simplemente un sueño; pero existe en la realidad.
–¿A qué te refieres?
–Anoche soñé con este jardín. Llegué a él de la misma forma que hoy, por el mismo camino. Por eso lo conocía ya. Anduve en sueños por él.
Se calló un momento. Los otros dos no decían nada. Entonces prosiguió:
–También estuve en la casa... En sueños, no en la realidad –señaló la casa que se destacaba, blanca, entre los árboles.
Hablaba muy bajo, casi susurrando. Jonás había conectado la grabadora y registraba todo lo que David decía.
Al fin, David se levantó y se fue andando lentamente hacia la casa, que estaba rodeada de altos tilos. Jonás lo seguía de cerca, para no perder ni una sola de sus palabras. Hablaba bajo, como en sueños. No parecía su voz.
–Llegué a un vestíbulo con una escalera; pasé por muchas habitaciones, pero yo no conocía nada. Sin embargo, sabía dónde estaban las puertas; las abría, entraba, pero nunca las había atravesado. Sabía dónde estaba cada cosa, cada mueble, cada objeto; lo sabía todo. Pasé delante de unas ventanas con plantas y sabía qué plantas eran. Sin embargo, nunca las había visto. Había muchas plantas. Pasé delante de ellas. Alguien cantaba. Era un canto muy bonito y, a la vez, extraño. En la repisa de la ventana vi una planta; sus flores eran azules. Y el reloj empezó a sonar muchas veces. Entonces vi cómo se movían las hojas de la flor; se elevaban y se alargaban, muy lentamente, hacia mí. Y alguien seguía cantando; una niña, creo, aunque no la podía ver. No sabía dónde estaba ni quién era. Solo oía su voz cantando sin cesar...
David enmudeció. Seguía con las manos levantadas, como las hojas de la planta que acababa de describir.
–Entonces me desperté –dijo.
–Yo jamás he tenido sueños como ese –comentó Annika, pensativa–. ¿Qué puede significar un sueño así?
David se encogió de hombros.
–Probablemente, nada... no sé...
De pronto, vieron a Jonás correr hacia la casa. Annika salió corriendo tras él.
Encontraron a Jonás en la parte delantera de la casa, detrás de un arbusto. La casa estaba a oscuras. Dos ventanas estaban abiertas, una a la altura del suelo, la otra en el piso de arriba. Desde allí se oían pasos.
Antes de que se lo pudieran impedir, Jonás estaba trepando por un viejo manzano que crecía junto a la casa. Annika le cogió un pie para hacerlo bajar, pero se quedó con el zapato en la mano, mientras Jonás subía y subía.
Entonces, alguien encendió una lámpara en la habitación de arriba. Un tenue rayo de luz cayó sobre el jardín. Jonás había conseguido llegar a lo más alto del árbol y se ocultaba detrás de una rama muy frondosa.
David y Annika se escondieron detrás de un arbusto. No se atrevían a hacer ningún movimiento. Oyeron cómo Jonás conectaba la grabadora y empezaba a decir en voz baja:
–Aquí Jonás Berglund. Me encuentro en el jardín de la quinta Selanderschen. Las condiciones del lugar no son buenas y ruego disculpas por la mala calidad del sonido. He instalado un puesto de observación en la copa de un manzano, justo enfrente de una ventana abierta, en la parte delantera de la casa. La ventana de abajo está igualmente abierta. En la de arriba acaban de encender una lámpara, que da una débil luz. Me parece como si oyera... ¡Un momento, por favor! Hago una pequeña pausa para grabar los ruidos de la habitación. ¡Evidentemente, aquí pasa algo! ¡Un momento, por favor!
David y Annika vieron horrorizados cómo Jonás seguía trepando por el árbol. Avanzó un poco por una rama, se inclinó y se tumbó sobre el vientre. Era muy peligroso. La rama se balanceaba tanto que Annika clavó sus uñas en la mano de David. Era horrible estar allí sin poder hacer nada, mientras Jonás avanzaba por la rama para acercarse lo más posible a la ventana con el micrófono. De pronto, la rama crujió; pero afortunadamente aguantó.
Por lo visto, Jonás ya había grabado lo que quería, pues volvía sobre sus pasos. Abajo, en el suelo, sus dos amigos contenían la respiración. La rama se movía y crujía. Por fin lo consiguió. Jonás ya estaba a salvo; aún sobre la rama, pero ya apoyado en el tronco.
–Grabando de nuevo. Los pasos que acabamos de registrar pertenecen a una vieja; perdón, a una señora, a una dama... que creo conocer... ¡Un momento, por favor! –Jonás desconectó la grabadora y se inclinó hacia David y Annika.
–¿Cómo se llama la dueña de la pensión? –surró.
–¡Baja ahora mismo, Jonás!
–Sí, pero ¿cómo se llama?
–Señora Göransson. ¡Baja inmediatamente!
Sin embargo, Jonás cogió otra vez el micrófono y prosiguió su informe:
–... una señora, que se llama señora Gustafsson...
–¡Göransson! –sonó desde abajo con tono enojado.
–Perdón. Göransson. Tengo mala memoria para los nombres.
Carraspeó; parecía como si hubiera perdido el hilo. Pero lo cogió de nuevo, se metió una pastilla de regaliz en la boca y continuó:
–Me encuentro a unos quince o veinte metros de distancia de la vieja..., perdón, de la señora, que camina como una sombra oscura por la habitación. Apenas puedo ver lo que hay dentro; pero veo que la señora Göransson viene con algo que parecen papeles de periódicos. Con ellos empieza a envolver un paquete largo y bastante estrecho que está junto a la pared. Parece estar pensando que ese embalaje no es suficiente. Sus movimientos son rápidos y nerviosos. El paquete tiene como metro y medio de largo y contiene... bueno, ¿qué contendrá? ¿Quizá una alfombra? Pero ¿qué es lo que estoy viendo?
Exponiéndose bastante, Jonás volvió a agacharse y se tumbó, apoyando el vientre contra la rama. Esta cedió; se balanceaba y temblaba peligrosamente, mientras Jonás susurraba en el micrófono:
–¡Sí! Veo una sombra sobre la pared, una sombra grande, oscura, que se mueve lejos de la señora Göransson. No se trata de la sombra de la señora Göransson. ¡Hay otra persona en la habitación! ¡Un momento, por favor!
Jonás orientó el micrófono hacia la ventana; dentro se oía toser.
La señora Göransson empezó a hablar tan claramente que hasta David y Annika pudieron oírla:
–De todas maneras, quiero comprobar si está todo en orden.
Jonás susurró al micrófono:
–Sí, hay otra persona en la habitación, alguien que por algún motivo no se muestra abiertamente; que calla, pero que tose. ¿Quién podrá ser? Ahora veo a la señora Göransson ir hacia la puerta. La sombra desconocida camina muy cerca de ella, se inclina y desaparece. Veo cómo quita el paquete de la pared y lo deja en el suelo. Se apaga la luz y la habitación queda a oscuras. Pero, en cambio, veo que...
Hizo una pausa y comenzó a bajar. Annika suspiró aliviada. Pero su alegría duró poco. Se acababa de encender la luz de la habitación de abajo. Jonás volvió a acomodarse en el árbol, unas cuantas ramas más abajo, pero aún bastante arriba. La casa tenía un alto zócalo de piedra, de manera que David y Annika no podían ver bien lo que ocurría dentro. Oían a Jonás murmurar al micrófono:
–¡Atención! La señora Göransson acaba de entrar en la habitación de la planta baja. Va hacia el teléfono, que está sobre una mesa al lado de la ventana. Se encuentra ahora más cerca de mí que antes, y tengo que obrar con la mayor prudencia. Sin embargo, la sombra del hombre de la tos no puedo verla. Ahora la señora Göransson está hojeando un cuadernillo. Lo más probable es que esté buscando un número de teléfono. ¡Exacto! Lo ha encontrado y empieza a marcar...
Jonás orientó rápidamente el micrófono hacia la ventana para grabar el ruido al marcar.
Al mismo tiempo, sonó el pitido de un tren que pasó atronadoramente. Por suerte era un tren corto. Cuando volvió el silencio, se podía oír la voz de la señora Göransson:
–Sí, por supuesto, ya sé que corro ese riesgo. ¿A qué se refiere? No, no se ve, nadie se dará cuenta. Claro, aquí estuvo un viejo de esta localidad... No, naturalmente que no he cogido a uno cualquiera. En caso de que este viejo se fuera de la lengua, nadie le creería. ¡Sé bien lo que hago! Nadie lo toma en serio... Sí, gracias, acabo de recibir la mitad del dinero. Pero ¿cuándo lo va a mandar? De acuerdo, saldrá bien. No olviden mis nuevas señas. Muchas gracias. Hasta pronto.
La señora Göransson colgó el teléfono, y Jonás retiró con cuidado el micrófono. Todo quedó en silencio. Ella permaneció un momento junto a la ventana, mirando fijamente la oscuridad de la noche. Durante toda la conversación había permanecido allí, de pie. Parecía como si mirara directamente a Jonás.
Se acercó a la ventana y se asomó afuera. Había tal silencio que casi se podía oír su respiración. Los segundos parecían eternos. ¿Escuchaba algo? ¿Había oído algún ruido?
David y Annika contuvieron la respiración. ¿Lo habría descubierto?
Finalmente, se asomó más aún y desenganchó la contraventana. Justo cuando la cerraba, oyeron cómo decía en voz alta:
–¿Cuándo piensas salir?
La ventana se cerró con un golpe, y Jonás murmuró en el micrófono:
–Bien, amigos oyentes, ruego disculpen las molestias, ocasionadas por un ruidoso tren que iba hacia el sur. Ustedes mismos pueden comprobar las difíciles condiciones en que he realizado este reportaje. La ventana, abierta hasta ahora, está cerrada, y rápidamente se extienden la oscuridad y el silencio sobre la quinta Selanderschen. Antes de finalizar mi reportaje, quiero haceros algunas preguntas: ¿Sabremos algún día qué ha sucedido esta noche tras estas paredes? ¿A quién pertenece esa misteriosa sombra? ¿Pertenece al hombre que antes vimos remando en el río? ¿Quién es el hombre de la tos?
Jonás apagó la grabadora y bajó del árbol. Annika le devolvió el zapato en silencio. De repente, se dio cuenta de que tenía frío. El aire no era frío, pero ella estaba tiritando.
–¡Qué frío hace! –dijo–. Me ha venido una ráfaga de viento helado.
Los otros dos no dijeron nada. Jonás estaba ocupado otra vez con su grabadora, y David parecía ensimismado. Tenía una expresión extraña en los ojos.
–¿Qué te pasa, David? ¿Se puede saber?
David se encogió de hombros y contestó que no era nada. Pronto volvió a tener el aspecto de siempre. Annika se sintió aliviada y dijo a Jonás:
–¡Ahora sí que tenemos que volver a casa!
2
David no tenía prisa por volver a casa. Quería estar solo. Cuando se separó de Jonás y Annika, se fue en dirección opuesta, a través del bosque.
Todo le iba mal cuando no se paraba a pensar en algún momento. No sobre algo concreto, sino para poner un poco de orden en su cabeza. No podía entender cómo había personas que se arreglaran de otra manera.
David se reía para sí. ¡Jonás era un tipo curioso! Podía hacer de un mosquito un elefante. ¡Qué historias inventaba! Era capaz de transformar al pobre hombre del bote en el hombre más sospechoso del mundo, en el misterioso hombre de la sombra y la tos.
¡Qué noche tan maravillosa! Templada, silenciosa y llena de luz de luna. David empezó a pensar de nuevo en su sueño. Lo había olvidado completamente. Ni por la mañana, cuando se despertó, había pensado en él. Lo recordó al llegar allá abajo, junto al río. Nunca había vivido algo parecido. Era, en realidad, una especie de sueño real. ¿Podría tener algún significado?
Le parecía como si fuese cómplice de algo prohibido. Como si hubiera estado, en sueños, en algún sitio donde no debería haber estado. Le parecía estar merodeando por un terreno donde uno sabe que hay un cartel que dice: «Propiedad privada. Prohibido el paso».
David paseó sin rumbo por el bosque. Su padre estaría todavía en la iglesia. Siempre se le hacía tarde cuando hablaba con Probst Lindroth. Estarían hablando de la canción que papá estaba componiendo para el coro parroquial.
Rara vez había alguien en casa cuando David regresaba. La mayor parte de las veces estaba silenciosa. Nadie le esperaba. Cuando aún era pequeño, encontraba eso un poco triste; sin embargo, ahora le gustaba. Se había acostumbrado a ello. Había pasado ya tanto tiempo desde que se fue mamá... Ya no preguntaba por ella, y papá no la mencionaba nunca. No quería estar triste... Poco a poco, creció en él el sentimiento de que ella nunca había existido.
¡Qué silencio había en el bosque! Andaba con cuidado para no asustar a ningún animal. De pronto, crujieron unas ramas delante de él. Se quedó parado, asustado. ¿Habría despertado a un alce? Pero no... Lo que venía hacia él, por el bosque, en medio de la oscuridad, era un hombre. No pudo evitar que su corazón diera un salto.
Al principio no reconoció al que venía, pero luego vio que era el viejo Natte, borracho como de costumbre. Así que no tenía nada que temer; aun así, intentó esquivarlo. Cuando estaba bebido, se volvía un poco agresivo.
Pero, al final, no pudo esquivarlo. Fue descubierto. Natte vino tambaleándose hacia él y gritó furioso:
–¿Quién anda ahí fisgando por el bosque? ¡Sal, que te pueda ver!
–¡Hola! Soy yo, David.
Natte se quedó parado. Agitó la botella que llevaba, escuchando atentamente si quedaba todavía algo dentro.
–Soy David, ya me conoces –dijo, y se adelantó.
–¡No, no te conozco!
–David Stenfäldt, del pueblo...
–¡Cierra la boca! –lo interrumpió Natte–. No puedo oír si hay alguien más por ahí.
David no tenía ganas de continuar y dio un paso adelante.
–Bueno, entonces adiós, Natte. Me voy a casa, que ya es hora de que me meta en la cama.
–¡Al demonio con la cama! ¡Quiero hablar contigo! ¡Quiero saber qué estás haciendo aquí!
–Solo estoy dando una vuelta por el bosque…
Estaban de pie, uno frente al otro. Natte quitó el tapón de la botella y se la metió en la boca. Receloso, miraba fijamente a David mientras tragaba. Le temblaban peligrosamente las piernas, y tuvo que sentarse sobre el tocón de un árbol.
–¡Ni en el Monte de la Horca puede uno tener tranquilidad! –dijo.
–Yo no quiero molestar...
–¡Ya has molestado! ¡Y ahora quiero hablar contigo!
David miró a su alrededor. ¿Por qué estaría Natte tan fuera de sí?
–¿De verdad ahorcaban aquí a los condenados antiguamente? –preguntó por decir algo.
Natte lo miró con la boca abierta.
–¿Nos conocemos? –preguntó desconfiado–. ¿Has dicho que nos conocemos?
–Sí, nos vemos de vez en cuando allá abajo, en el pueblo.
–¡No puedo acordarme!
David sentía cómo Natte se iba poniendo más furioso por momentos. Por supuesto, Natte era digno de lástima; pero ¿acaso tenía él la culpa?
–¡Al infierno contigo! –gritó el borracho–. ¡Ahora escúchame, quiero hablar contigo!
–¿Es importante?
–¿Ahora también te vuelves impertinente? ¡Cuando yo digo que quiero hablar, es que es algo importante! ¿Entendido?
–Por supuesto, está claro.
–¿Por dónde has estado andando esta noche?
–Hemos estado dando una vuelta por el pueblo.
–¿Qué significa «hemos»?
Aquello era casi un interrogatorio. David no sabía cómo ponerle fin. No tenía nada que pudiera interesar a Natte. Sin embargo, lo mejor sería contestarle.
–Jonás, Annika y yo. ¿Por qué, Natte?
–¡No deberías ir por ahí de noche!
–Pero ¿por qué, Natte? Solo hemos estado paseando, viendo cosas.
–¡Viendo cosas! ¡Exactamente eso! Pero ¿dónde?
–Por ejemplo, estuvimos allá abajo, en el río, y llegamos hasta la quinta Selanderschen.
Natte se levantó del tocón del árbol. Temblaba violentamente. Tiró contra una piedra la botella, que se rompió en mil pedazos.
Después se dominó y atravesó a David con la mirada.
–¿He entendido bien? ¿La quinta Selanderschen? ¿Qué demonios se os ha perdido allí?
–Nada. Llegamos casualmente.
–¡Ah, sí, casualmente! ¿Y piensas que me lo voy a creer?
–¡Pues claro que fue casualmente!
Natte se quedó callado un momento. David retrocedió con cuidado un paso. Tal vez fuera el momento oportuno para... Natte lo miró otra vez con atención. La expresión de su rostro había cambiado. Miraba a David con ojos llorosos y empezó a sollozar.
–No, no..., no volveré a ir allí otra vez. ¡Lo juro, no volveré a poner los pies en esa casa! Nadie me llevará más allí. ¡Nunca jamás!
–Claro que no –David creyó que lo mejor sería seguirle la corriente.
–¡Esa maldita quinta Selanderschen!
Natte miraba fijamente hacia adelante, sollozaba y gemía, mientras rebuscaba en sus bolsillos; finalmente encontró la colilla de un puro y la encendió con la ayuda de David. El tono de su voz había cambiado completamente, y de repente rebosaba afecto.
–¡Prométeme que te mantendrás alejado de la quinta Selanderschen!
–Pero ¿por qué?
–¿Por qué? ¿Por qué? –Natte fumaba a grandes bocanadas y suspiraba–. No puedo recordar por qué..., ¡pero prométemelo!
David calló. Natte echaba humo e inclinaba la cabeza observándolo. Dio un paso tambaleante y se agarró a David. Empezó otra vez a gemir.
–Cuando yo era pequeño, hace ya mucho tiempo... jugaba en la quinta Selanderschen; mi padre hacía trabajos allí. Era ebanista, y yo tenía que ir con él... Y esto, te lo digo a ti, lo he lamentado toda mi vida...
–Comprendo...
–Comprendo, comprendo... ¡Ahora dices eso, pero no lo habrías dicho si hubieras estado entonces allí! Aquel hombre del demonio exigió a mi padre que serrara una muñeca..., una preciosa muñeca grande y delicada..., así, ¿sabes?, por la mitad.
–¿Por qué lo hizo?
–Fue algo horrible, una atrocidad que me afectó muchísimo. ¡Fue un asesinato!
–¿Era tu muñeca, Natte?
–¿Qué dices? ¡Yo no he jugado nunca con muñecas! ¿Crees que mi padre tenía dinero para comprármelas? Pero mi madre era muy lista, ella lo sabía, y siempre decía que sobre aquella casa pesaba una maldición. Eso es lo que decía mi madre. Por eso sé yo todo lo que sé, y lo que sé... lo sé –dijo solemnemente.
–Entiendo –le dijo David.
Entonces Natte lo miró atentamente, con desconfianza.
–¿Lo entiendes? –preguntó–. ¡No! ¡Eso no lo entiende nadie! ¡Vete ya!
Hizo un movimiento como si quisiera alejar a David. Parecía encolerizado de nuevo.
–Bueno, entonces, adiós, Natte.
David lo dejó allí, de pie. Luego dio un par de pasos, pero Natte le gritó otra vez, amenazadoramente:
–¡Mantente lejos de la quinta Selanderschen, todo lo lejos que puedas! ¿Me oyes?
–¡Sí, te oigo! –le respondió David gritando, y se alejó apresuradamente.
3
-Ha sido una buena clienta. ¡Es una pena que cierre! –dijo mamá mirando a los demás pensativamente.
–¿A quién te refieres?
–A la señora Göransson, que cierra su pensión.
–¡Ah, ya! Te refieres a esa señora. Es muy rara –dijo Jonás.
Estaban desayunando juntos mamá, papá, Jonás y Annika. La tienda de sus padres, El Bazar de los Berglund, iba a abrir en seguida. Por eso tenían algo de prisa.
La señora Göransson había telefoneado a mamá por la mañana temprano, y le había preguntado si conocía a alguien que pudiera regarle las plantas de la quinta Selanderschen durante el verano. Estaba obligada a cerrar por un tiempo la pensión, pues se sentía mal y tenía que ir a una clínica para alérgicos.
–Ojalá se cure pronto –comentó mamá.
–Desde luego; además, sería una pérdida para nuestro negocio que la pensión cerrase para siempre –añadió papá–. Pero aunque solo quiera descansar, está claro que tenemos que ayudarle en lo de cuidar las flores.
–Me ha preguntado si puedo recomendarle alguna persona de confianza. ¿Sabes de alguien? –dijo mamá–. A lo mejor pensaba que yo..., pero... imposible, yo tengo bastante quehacer con la tienda.
–A lo mejor podríamos encargarnos Jonás y yo –propuso Annika.
–¡Ni hablar! –protestó Jonás, furioso–. ¡No pienso regar sus viejos tiestos!
–Entonces lo haré yo sola –y Annika le clavó una mirada...
A mamá le pareció estupendo. Fue inmediatamente al teléfono y llamó a la señora Göransson.
Ella accedió gustosa a que Jonás y Annika fuesen aquel mismo día a su casa, alrededor de las once.
Papá y mamá tenían que bajar ya a la tienda. Jonás y Annika se quedaron solos.
–¿Cómo quieres comprometerte a eso? –le preguntó Jonás.
–Bueno, me acordé del extraño sueño de David. A lo mejor es divertido entrar en la casa y comprobar si coincide todo lo demás. Seguro que a David le encantará la idea.
–¡Solo piensas en David!
–No, qué va, no es eso. Solo que… ¿no te gustaría echarle una ojeada a la quinta por dentro?
Bueno..., eso sí... Si lo de las plantas no suponía demasiado trabajo... entonces no tendría nada en contra...
Así fue como David, Jonás y Annika emprendieron por segunda vez en menos de veinticuatro horas el camino hacia la quinta Selanderschen.
–¿No es curioso –decía David– que todos estos años hemos andado por aquí y nunca hemos pensado ni una sola vez en la quinta, y ahora estamos como obsesionados con ella? Primero, mi sueño. Después, ayer fuimos a parar allí por casualidad. Más tarde me tropecé con Natte, que en seguida sacó el tema de la quinta Selanderschen. ¡Y hoy decidimos encargarnos de cuidar las plantas de la finca!
–Ocurre a menudo que, de repente, se amontonan las cosas por pura casualidad –comentó Annika.
No quería aceptar que hubiera algo fuera de lo normal en aquel asunto. En cambio, David lo daba por seguro. Annika se resistía a aceptar lo inexplicable, quería encontrar una explicación natural.
–Ha sido pura casualidad –dijo.
–Casualidad..., casualidad. ¿Qué es la casualidad? –preguntó David.
Annika no lo sabía con exactitud. Una casualidad era..., pues eso..., una casualidad. En cuanto a Natte, borracho como estaba, no era nada raro que dijera un montón de disparates.
–¿Y el sueño? –preguntó David–. ¿Qué dices de eso?
–Sí, eso sí que es más raro, sin duda... No lo puedo negar... Debes de tener un sexto sentido –dijo ella.
–¿Un sexto sentido? ¿Y qué es eso? –insistió David; pero Annika ya no supo qué contestarle.
La quinta Selanderschen se hallaba en las afueras del pueblo. Era un enorme edificio blanco con un parque frondosísimo. Estaba situada cerca del río, rodeada por un bosque y por praderas. Alrededor de la casa había bonitos senderos para pasear, y por ello había sido acondicionada como pensión. Pero estaba algo ruinosa. Nunca había tenido muchos huéspedes. La mayoría de ellos eran conocidos de la señora Göransson; personas jubiladas que necesitaban respirar de vez en cuando el aire del campo. La señora Göransson había alquilado la quinta para su negocio; no era propiedad suya.
El alto portón de hierro estaba entreabierto. Recorrieron todo el paseo hasta la casa. Jonás iba delante con la grabadora encendida:
–¡Atención, atención! ¡Aquí Jonás Berglund! Son casi las once de la mañana. Mis colaboradores y yo vamos hacia la quinta Selanderschen. Queremos hacer una visita a la señora Göransson, la misteriosa anciana que ayer observamos...
–¡Cállate de una vez, Jonás, sé simpático y deja de decir tonterías! No hemos venido aquí para jugar a detectives –dijo Annika.
Una ventana se abrió en el piso alto de la casa y la señora Göransson sacó la cabeza.
–¡Hola, chicos! ¿Queréis entrar por la puerta de la cocina? Acabo de limpiar la escalera principal de la casa.
–¡Vaya recibimiento! –susurró Jonás–. ¿Qué os había dicho?
Rodearon la casa. Aunque Jonás y Annika se habían encontrado muchas veces con la señora Göransson en la tienda, les parecía como si fuera la primera vez que la veían. Hasta ahora la habían tenido por una anciana de lo más normal, sin nada extraordinario, que siempre encargaba un montón de cosas y que siempre tenía prisa.
Pero no era tan despistada como ellos habían creído. Parecía estar siempre vigilante. Sus ojos marrones, como los de las ardillas, lo veían todo. Tenía un cuerpo ancho y muy fuerte; no gordo, pero fuerte. Sus piernas eran más delgadas de lo normal; los pies, pequeños, y tenía unas manos diminutas con unos dedos como bobinas de hilo.
–Venís tres, por lo que veo –fue lo primero que dijo.
–Sí, este es David Stenfäldt, un amigo nuestro. Entiende mucho de plantas –dijo Annika.
–¡Ah, ya! ¿De veras...?
Parecía como si la señora Göransson dudase de ello. Sin embargo, los dejó entrar.
–Muy amable por vuestra parte –dijo mirando a cada uno de ellos–. ¡Pero entrad para que os pueda enseñar todo!
Pasó ella delante de los chicos, por el vestíbulo, hacia la cocina.
–No le ha gustado verme con vosotros –susurró David.
–No tenemos que decidirnos ahora mismo por el trabajo –cuchicheó Annika–. No prometeremos nada, solo oiremos lo que nos ofrece.
–He puesto los tiestos aquí en la cocina, por lo menos los que cabían. Así no necesitaréis ir tanto de un lado para otro –les dijo la señora Göransson–. Pero será mejor que empecemos por el salón.
Pasaron por el office. Ella iba delante.
–Está nerviosa –susurró Jonás, y tocó suavemente con los dedos la grabadora.
–Deja eso quieto, ¿me oyes? –le dijo Annika.
–¡Hay tal cantidad de plantas! –comentó la señora Göransson.
–¿Recuerdas si esto estaba en el sueño? –le susurró Annika a David.
David asintió.
–Sí, las plantas son realmente el gran problema de esta casa –prosiguió la señora Göransson.
–Es una casa antigua, ¿no? –preguntó Jonás.
–Pues sí; desde luego, no es lo que se dice una casa moderna. Es del siglo diecisiete o del dieciocho. ¡Y las plantas deben de ser igual de antiguas! ¡Seguro que llevan generaciones en la familia! Una de ellas es especialmente antigua; aunque no sé cuál es. Pero, bueno, las flores no me pertenecen, pertenecen a la casa y no pueden ser sacadas de aquí.
Y dejó escapar una risa seca y algo burlona. Se notaba que no le gustaban las plantas.
También había bajado los tiestos del piso superior y los había puesto en la cocina y en el salón.
–Para que no tengáis que ocuparos de nada allá arriba.
Se notaba perfectamente que no quería que anduviesen por la casa.
De pronto, una puerta o una ventana dio un portazo en el piso superior. En algún sitio había una corriente de aire, y la señora Göransson subió a ver. Mientras, los chicos se quedaron solos.
–¿Coincide con tu sueño, David? –preguntó Annika en voz baja.
David no le contestó en seguida. Estaba de pie y miraba fijamente una planta solitaria que había sobre el alféizar de la ventana. En la esquina, junto a ella, se encontraba un viejo reloj de pie. Annika y Jonás siguieron su mirada. ¡Lo comprendieron! ¡La planta! ¡El reloj! David no necesitaba explicarlo...
Annika fue hacia la planta.
–Parece algo marchita. Las hojas cuelgan lacias...
–¡Déjala en paz! ¡No la toques! –murmuró David.
La señora Göransson volvía ya, podían oírse sus pasos.
–¿Qué hacemos? –susurró Annika deprisa–. ¿Aceptamos el trabajo, o...?
Jonás se aproximó y les ofreció regaliz.
–Tenemos que pensarlo bien –les dijo–. Tomad; el regaliz agudiza el pensamiento.
–¡Sí, sí! Debemos aceptar el trabajo –dijo David impaciente.
Cuando la señora Göransson entró en la habitación, Jonás estaba de pie junto al reloj, examinándolo.
–¿Qué haces ahí? –preguntó inmediatamente.
–¡Vaya un reloj antiguo tan curioso! ¿Funciona?
–No, no funciona. ¡Lo mejor es dejarlo en paz! –la voz de la señora Göransson sonó fría y enérgica.
Pero Jonás no podía separarse del reloj. Golpeó la caja. La voz de la señora Göransson se hizo más dura:
–¡Es inútil, no anda! Desde que alquilé la casa, está sin funcionar.
Jonás se apartó del reloj y la señora Göransson siguió hablando sobre las plantas:
–Bueno, estas son todas las plantas de la casa –dijo–. No ha sido idea mía, a mí me importa un pito lo que les pase. Pero soy la responsable ante el dueño.
–¿Por qué no se las llevó él consigo si las quiere tanto? –preguntó Annika.
–¡Oh, no! No deben sacarse de aquí bajo ningún pretexto. Está escrito así en un viejo testamento o algo parecido...
La señora Göransson empezó a reír y dijo que las plantas eran realmente los inquilinos de la casa, cosa que no costaba demasiado creer.
–Hay, incluso, gente que asegura que las plantas se vengan si se les hace algo. Por eso, lo mejor, si se ocupa uno de ellas, es hacerlo con esmero –les aconsejó, y se reía sin parar; aunque la expresión de su cara era severa.
–¿Y estas conchas? –preguntó Jonás–. ¿Se oye dentro el ruido del mar?
–¡No lo sé! ¡Y déjalas donde estaban! –dijo con voz enfadada; pero Jonás no se inmutó.
–¡Sí, es verdad, se oye el mar! –exclamó con las conchas en los oídos.
–¡Estas conchas no se tocan! ¡Déjalas! –dijo la señora Göransson yendo hacia él para quitárselas.
Luego, se volvió hacia Annika:
–No sé si hago bien al confiaros este trabajo. Tal vez sería mejor buscar una persona mayor.
–¡No, señora Göransson, claro que podemos hacerlo nosotros! –la interrumpió Annika.
–Naturalmente. ¡Si es muy fácil! –añadió David con entusiasmo–. Nos gustan mucho las plantas. No tiene usted por qué preocuparse.
Se adelantó y sonrió, intentando despertar confianza y procurando que la señora Göransson apartara su atención de Jonás, que no podía dejar en paz las conchas e intentaba grabar en la cinta el ruido del mar.
Annika le lanzaba disimuladamente miradas asesinas, pero él no se daba cuenta de nada. Así que Annika acabó yendo hasta él:
–¿Quieres fastidiarlo todo? ¡No tienes remedio!
–Entonces, vamos a ponernos de acuerdo –dijo la señora Göransson por fin.
No parecía demasiado convencida, se la veía un poco indecisa cuando trajo la llave de la puerta trasera de la quinta Selanderschen. Miró alternativamente a David y a Annika antes de decidirse a entregarles la llave.
–Hay otra cosa –les dijo–. No os preocupéis si suena el teléfono. Son antiguos huéspedes que creen que la pensión está abierta durante todo el verano, así que no lo cojáis. No contestéis ninguna llamada. Dejad que suene.
Bien, de acuerdo; lo dejarían sonar. Tampoco tenían que abrir la puerta en caso de que alguien viniera y llamara. También esto tuvieron que prometerlo.
La señora Göransson parecía ya algo más tranquila.
–Bueno. Entonces –les dijo riendo–, entonces ya solo me queda desearos más suerte con las plantas de la que he tenido yo.
–Lo haremos lo mejor que podamos –contestó David.
–Sí, por supuesto –añadió Jonás con cara de inocencia–. Lo haremos con mucho esmero. Lo prometemos.
Esta promesa, con todo, no contribuyó a tranquilizar a la señora Göransson. Se notaba. No se la veía muy contenta cuando miró a Jonás.
–No es necesario que vengáis aquí los tres, ¿no es cierto? –les dijo, y miró a Annika.
–No, por supuesto que no –contestó Annika–. Normalmente vendré yo... y David, que quiere mucho a las plantas.
Jonás hizo como si quisiera protestar, pero Annika le lanzó una mirada... La señora Göransson pareció más satisfecha. Los acompañó hasta el vestíbulo. Ahora parecía tener prisa. Quería deshacerse de ellos, pues casi los empujó hasta la calle.
–Quiero irme en el próximo tren –dijo–, y los trenes no esperan.
Pero justo cuando iba a cerrar la puerta, se le ocurrió aún otra cosa:
–¿Alguno de vosotros ha estado ya alguna vez aquí? ¿Es la primera vez que habéis estado en esta casa? –repitió.
Sí, era la primera vez. Ella se despidió con un «hasta pronto» y pareció quedarse tranquila.
–Bueno, adiós, hasta la vista –repitió, y cerró la puerta.
Jonás se llevó el micrófono a la boca:
–Amigos oyentes, con esta rápida despedida de la señora Göransson, cierro por hoy mi reportaje en la quinta Selanderschen.
Annika lo miró furiosa.
–¡Espero que no hayas estado grabando todo el tiempo!
–¡Claro que lo he hecho! –le contestó Jonás sacando la cinta–. Y he hecho muy bien; la señora Göransson ha quedado al descubierto en algunos momentos. ¡Es una persona sospechosa!
David caminaba callado junto a ellos, pensando en la planta, en su sueño. En realidad, no estaba sorprendido. Lo había estado esperando. Sabía de antemano que se la iba a encontrar.