Los lobos del hielo - Amie Kaufman - E-Book

Los lobos del hielo E-Book

Amie Kaufman

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Beschreibung

Todos en el valle saben que Los lobos del hielo y los dragones son enemigos desde hace años. Cuando Anders, un huérfano de 12 años, adquiere la forma de lobo, mientras que su hermana gemela, Rayna, la de dragón, las dudas sobre su relación les acechan. Pero Rayna es la única familia de Anders, y no se parece nada a los crueles y brutales dragones que se la llevaron, reclamando que era uno de los suyos. Para poder rescatar a su hermana, Anders tendrá que alistarse en la Academia Ulfar para lobos, donde la lealtad a la manada está por encima de todo. Pero para Anders, la lealtad no es obediencia ciega y la amistad es la fuerza más poderosa.

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Título original: Elementals: Ice Wolves

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A., 2018

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

© del texto: Amie Kaufman

© de las ilustraciones: Levente Szabo

© de la traducción: Narog Askainovic, 2018

© del mapa: Virginia Allyn

© Publicado por primera vez por HarperCollins Publishers

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Adaptación de cubierta: equipo HarperCollins Ibérica

ISBN: 978-84-17222-23-9

Índice

 

 

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Meg,

mi maga, que me transformó

Capítulo 1

 

 

 

 

 

RAYNA ENCABEZABA LA MARCHA CON PASO seguro, pero en la dirección equivocada. Anders, que la seguía apresuradamente por entre el gentío, esquivó por poco a una mujer que llevaba una cesta llena de relucientes pescados. El hedor lo cubrió como un nubarrón, hasta que cambió el rumbo y lo dejó atrás al atravesar una arcada de piedra.

—Rayna, estamos…

Ella ya doblaba la esquina y cruzaba Helstustrat a la carrera, cortando el paso a una pareja de ponis alazanes que tiraba de una carreta cargada de barriles. Anders se detuvo y, de un salto, se hizo a un lado para que pasaran, tras lo cual se lanzó hacia su hermana gemela.

—¡Rayna!

Lo había oído: lo supo al ver la mueca que le dirigió por encima del hombro. Pero no aminoró la marcha y siguió con su espesa coleta golpeándole en la espalda. Anders se esforzó por no perderla de vista. Siempre ocurría lo mismo.

—Rayna… —repitió en un último intento, justo cuando terminaban de doblar la esquina y alcanzaban a ver la calle cortada por un grupo de guardias embutidos en sus uniformes de lana gris.

Sin detener el paso, Rayna giró sobre sí misma, agarró a Anders del brazo y lo arrastró consigo hasta ocultarse tras la esquina. Salvado por los pelos… Con el corazón a mil, Anders se dejó caer contra la fría pared de piedra.

—Guardias —dijo ella, alisándose el abrigo.

—Lo sé. Están por todas las calles del norte de la ciudad —le explicó Anders—, revisan a cualquiera que pase.

Rayna echó una rápida mirada desde la esquina.

—¿Se han visto más dragones últimamente? ¿O es que han incrementado las patrullas antes de las Pruebas de Ulfar?

—Anoche vieron uno—respondió él—. Oí que lo comentaban en la taberna, cuando bajamos del tejado, de madrugada. —No recalcó que a Rayna se le había escapado aquel dato por haber estado entonces demasiado ocupada explicándole sus planes para el día—. Dijeron que lo habían visto escupir fuego y todo.

Rayna se quedó en silencio por un momento. Hacía diez años que los dragones se habían ido de Holbard, pero últimamente se los había visto de nuevo. O al menos eso afirmaban los rumores que surgían cada día, como el que aseguraba que habían quemado una granja la semana anterior, hasta los cimientos y con la familia del granjero dentro.

Seis meses atrás, ellos mismos habían avistado uno durante los festejos del equinoccio.

Lo vieron escupir largas lenguas de puro fuego blanco mientras sobrevolaba los cielos de la ciudad, para luego desvanecerse en la negrura de la noche. Una hora después, se declaró un incendio en unos establos del norte de la ciudad. Eran las feroces y fulgentes llamas del fuego de dragón, unas llamas que resultaban casi imposibles de apagar y que saltaban de un sitio a otro con más voracidad y fiereza que el fuego normal.

Para cuando lograron reducirlo a ascuas, el dragón ya había desaparecido, junto con dos de los niños de la familia que vivía encima de los establos. Era bien sabido que los dragones siempre se llevaban a los niños, en especial a los más débiles, enfermos e indefensos.

—Es posible que los guardias piensen que el dragón de anoche ande espiando por la ciudad, camuflado —aventuró Anders—, o que esté planeando provocar otro incendio.

Rayna bufó.

—¿Y qué esperan preguntando a la gente, que alguien vaya a admitir que sabe dónde se esconde el dragón, pero que prefiere no decírselo a nadie?

Anders asintió, y cambió la voz para imitar a un ciudadano ejemplar:

—Por supuesto, agente. De hecho, oculto a dragones ardientes en mi tejado porque quiero que me calcinen y no me interesa la seguridad pública. Me siento un poco culpable por ello y hace tiempo que quiero confesárselo a alguien, pero no estaba seguro de quién querría saberlo.

—Al menos no pasará usted frío. —Se rio ella, y le dio un puntapié a un montón de nieve a medio derretir.

La risa de su hermana tranquilizó a Anders, que retomó su propia voz:

—No podrás saberlo hasta que lo preguntes.

Pese a que él también se había echado a reír, sintió que su espalda se ponía rígida con esas dos palabras: «dragones ardientes». Aquello era algo que todos en Holbard sabían que había que temer.

—¿Cuánto tendremos que caminar hacia el sur para esquivar a los guardias? —preguntó Rayna, arrancándolo de sus pensamientos.

Ni que decir tenía que debían evitarlos, pues estos hacían preguntas como «¿Dónde están vuestros padres?».

—Por lo menos diez manzanas —contestó Anders—. Algunos de ellos se habían transformado en lobos y creo que pueden olfatear cuando estás preocupado.

—¡Diez manzanas! ¡Es el doble de la distancia hasta la plaza Trellig! Anders, si sabías que estábamos yendo en dirección contraria, ¿por qué no me detuviste? —Su expresión, con los brazos en jarra, era pura indignación.

—¡Oye, que yo…! —Pero desistió enseguida. Quizá sí que debería haberle insistido. En cierto modo era culpa suya que hubieran andado tanto rato en la dirección errónea—. Lo siento —se limitó a decir, pero ella ya había retomado la marcha, esta vez en dirección sur.

—Iremos por los tejados.

Al ser él alto y desgarbado, y ella bajita y robusta, no parecían hermanos, aunque compartían los mismos rizos negros y la piel marrón claro. Anders la aupó hasta que Rayna pudo agarrarse al canalón y encaramarse al tejado más cercano. Después trepó a gatas sobre un barril y escaló tras ella.

Cuando se irguió, los tejados de Holbard mostraron sus praderas ante él. Cada cuadrícula de hierba abarcaba la superficie de una manzana entera, por lo menos veinte casas de ancho y otras veinte de largo, que ascendían y descendían con cada una de las aguas de los tejados.

Las azoteas estaban cubiertas de macizos de flores silvestres, desde flamboyanes blancos y amarillos mecidos por la brisa hasta los huertos, que aquellos con ventanas lo bastante anchas se podían permitir cuidar.

Gracias a los niños de las calles de Holbard, allí donde hubiera una callejuela entre dos bloques, en vez de una calle ancha, casi siempre había un tablón colocado a modo de puente entre las dos azoteas. Uno podía recorrer así casi media ciudad sin pisar la calzada.

Anders y Rayna echaron a correr por las praderas, coronando los empinados tejados. No tardaron en llegar a la plaza Trellig, que, pese a no ser tan imponente como las grandes plazas de los barrios más elegantes o de la zona portuaria, estaba como siempre atestada de gente que iba de compras.

En la plaza, cientos de personas, todas apretadas en torno a una veintena de puestos, compraban de todo: desde flores y huevos hasta ropa de segunda mano o bocadillos calientes de salchicha.

En el tejado del otro lado de la plaza vieron a Jerro. Era un conocido ratero que andaba siempre con dos hermanos suyos que parecían pequeñas versiones de él. Se quedó mirando durante un rato a Anders y Rayna, y luego se dio la vuelta, confiando en que los gemelos no fueran un problema.

En la plaza, un teatro de marionetas iba a empezar su última función antes de caer la tarde. Los titiriteros se daban prisa en montar el escenario de madera tras el cual iban a operar, mientras en la parte delantera una armónica autónoma aspiraba aire y expulsaba melodías. Se trataba de un artefacto —como se conoce a los artilugios que canalizan magia— que probablemente valiera más que todo el teatro de marionetas.

Los gemelos se tumbaron en el suelo, con las barbillas sobre los codos, justo cuando la armónica dejó de sonar y el espectáculo dio comienzo. Desde donde estaban no llegaban a oír las voces de los actores, pero sabían de qué historia se trataba. Estaban representando la última gran batalla, cuando hacía diez años, siendo Anders y Rayna aún bebés, los dragones atacaron Holbard por última vez y la Guardia de los Lobos defendió la ciudad.

Un puñado de pequeños títeres aparecieron y comenzaron a moverse sobre el escenario, concentrados en sus quehaceres, completamente ajenos a lo que les esperaba. Eran preciosos, su madera alternaba desde un blanco cremoso a un caoba oscuro, y tan variados como los ciudadanos de Holbard que observaban el espectáculo.

Anders oyó los gritos del público al ver aparecer el títere de un dragón rojo, que voló muy bajo por encima de las demás pequeñas marionetas. Los títeres se dispersaron correteando por el escenario, sacudidos de arriba abajo sobre sus varillas. El dragón bajó en picado y atrapó al más pequeño. Había secuestrado a un niño.

—¿Cómo harán para…? —preguntó Rayna, pero se detuvo.

Sin que se supiese cómo, el títere comenzó a escupir fuego, no una cascada de tela blanca y dorada, o cualquier otro pobre truco por el estilo, sino auténtico fuego. Las llamas engulleron la tela de las marionetas, alcanzando cada costura y envolviéndolas hasta no dejar nada de ellas.

—¿Cómo consiguen que sea blanco? —murmuró Rayna—. ¡Y encima con esas chispas doradas! Parece auténtico fuego de dragón.

—Creo que usan un tipo de sal —le contestó Anders en un susurro—. Y limaduras de hierro para las chispas. Me parece que este es el mejor espectáculo que hemos visto.

Los títeres que aún no habían sido reducidos a cenizas comenzaron a correr por el escenario con más ímpetu. Anders y Rayna se reclinaron expectantes sobre la cornisa del tejado. Una vez representado el ataque de una manada de dragones ardientes, le llegó el turno a otra manada, la de los lobos del hielo, los héroes de la batalla.

Un nuevo grupo de títeres apareció en el escenario, todos ellos vestidos de gris.

—¡Mira, ahora viene la Guardia de los Lobos! —señaló Rayna.

Bajo el escenario, los titiriteros, gracias a algún artificio, pusieron a las figuras de los guardias del revés. Ahora ya no eran guardias vestidos de gris, sino lobos que aullaban y creaban lanzas de hielo con las que expulsar a los dragones. Sus voces graves podían oírse por encima de los ahogados gritos de asombro del público.

—¡Vaya títeres más estupendos! —dijo Anders, mientras una pareja de guardias, de carne y hueso, uno como el títere de pino y el otro como el de caoba, cruzaban la plaza haciendo su ronda y asentían con aprobación mientras uno de los dragones se estrellaba derrotado contra el suelo.

El segundo dragón soltó a uno de los pequeños títeres que había secuestrado y Anders se estremeció con una mueca de dolor. No estaba seguro de que conseguir que un dragón dejara caer desde las alturas a un niño contara como «rescate», más bien le parecía que no.

—Sí, que son estupendos —coincidió Rayna—, pero no nos van a dar de cenar.

Cuando Anders se giró para mirarla, su hermano había sacado su caña de pescar del abrigo y estaba enroscando cada una de las secciones hasta completar el mango, para tomar después posición al borde de la cornisa. Había un vendedor de salchichas debajo de ellos, un hombre mayor. Desde su punto de observación, Anders solo veía su pelo gris y su grueso abrigo verde. Rayna comenzó a bajar el anzuelo y, cuando el vendedor no miraba, le quitó una salchicha.

En la plaza, la gente aún seguía fascinada con el espectáculo, daba monedas de cobre a los artistas y discutía sobre cómo habían conseguido hacer que el dragón escupiera fuego.

Rayna recogió el sedal con rapidez y cuidado, balanceándolo hacia Anders, quien desenganchó la salchicha. Tumbado de espaldas, la movió de arriba abajo, como si se tratara de un pez recién pescado, o como uno de los títeres.

—Deja de jugar con la comida —dijo Rayna entre risas mientras bajaba la vista para comprobar si podía atrapar otra. Usar el sedal había sido una de sus mejores ideas, pues nadie miraba hacia arriba en busca de ladrones.

Cierto era que, con tantos rumores sobre dragones en los cielos, había más gente observando el cielo que de costumbre, pero aun así era mejor que robar a ras de suelo, que era lo que tendrían que hacer al día siguiente si querían conseguir algunas monedas.

A Anders siempre le preocupaba lo de tener que robar, pero Rayna le quitaba importancia. «No nos queda otra —solía decir mientras se encogía de hombros—. Nosotros cuidaremos de nosotros mismos, y ya pueden ellos cuidarse solos.»

Rayna frunció el ceño al ver que el vendedor había despachado su última pieza a un cliente y comenzaba a desmontar el puesto, así que ella hizo lo propio con su caña…

—¡Oye! —le susurró a Anders un momento después, con una seña para que se acercara—: Mira esa ventana.

Con aprensión, Anders se asomó para echar un vistazo. Abajo había una pequeña ventana entreabierta.

—¡Ni hablar, Rayna! —trató de objetar.

—Venga, las piernas te llegan —dijo ella—. Piensa en todo lo que puede haber dentro.

—¡Gente! —exclamó él—. Dentro puede haber gente.

Rayna rechazó la idea con un gesto de la mano.

—Es imposible que una ventana tan pequeña dé a una habitación principal. Será un cuarto de baño o una despensa. Nadie te verá.

Se le ocurrieron otra docena de razones para no hacerle caso, pero Anders no se molestó en mencionarlas. Sabía muy bien cómo iba a acabar aquello, dijera lo que dijera. Así pues, sin más protesta que un suspiro, le tendió su abrigo y se descolgó de la cornisa.

Acabó colgado de las manos, mientras buscaba el alféizar a tientas con los pies. No quería ni pensar en el dolor que sentiría si se caía contra el suelo. Era ya presa del pánico cuando por fin encontró un pequeño saliente sobre el que apoyó los pies. En precario equilibrio, fue bajando las manos, agarrando las piedras de la fachada, hasta quedar a la altura de la ventana y poder colarse por ella.

Aterrizó con suavidad, pero tuvo que hacer aspavientos con los brazos para mantenerse en pie sin volcar las estanterías que cubrían las paredes de la pequeña despensa. Cuando por fin recuperó el equilibrio, suspiró aliviado.

Pero la tranquilidad le duró unos diez segundos, hasta oír que se abría la puerta de la calle. La corriente que se levantó recorrió las distintas habitaciones y, cuando llegó hasta Anders en la despensa, cerró de golpe la pequeña ventana sobre su cabeza. Se giró con el corazón en un puño e intentó volver a abrirla. Pero la ventana tenía cerradura, y no había llave a la vista.

Se quedó mirando horrorizado su frustrada vía de escape. ¿Por qué tenían que pasarle esas cosas a él?

Oyó unos pasos que se acercaban, así que buscó en el estrecho cuarto algún sitio donde esconderse. Tras unos segundos de desesperada indecisión, consiguió acurrucarse detrás de una inmensa tinaja de porcelana casi tan grande como él.

Retiró la tapa, sintiendo cómo el olor de la salmuera de las verduras encurtidas le cosquilleaba la nariz, y se la colocó sobre la cabeza. La despensa estaba a oscuras y, con suerte, su tez morena lo ocultaría si alguien echaba un vistazo rápido. Aunque, según su experiencia, era raro que él tuviera suerte.

Los pasos se detuvieron frente a la puerta de la despensa, que seguía entornada. A través de esta, pudo ver a una mujer que parecía querer destacar tanto como él pasar desapercibido. Llevaba puesto un magnífico sombrero, adornado de flores carísimas. Su traje era largo y morado, diseñado para ocupar mucho espacio, y se había maquillado con colorete del mismo color a juego. Claramente era rica, y mostraba una gran altivez al inclinarse sobre el espejo del salón para ajustarse el sombrero.

—Esa Dama Garro —dijo para sí misma con indignación— y esa Dama Chardi… Les voy a enseñar yo a quién le quedan los pasteles desinflados. Ya veremos quién ríe la última en el próximo concurso.

Anders se la quedó mirando. ¿Estaba hablando consigo misma? ¿Cuánto tiempo iba a quedarse allí? Y él, ¿cómo lograría salir de aquella situación? Si lo pillaba, lo denunciaría a la Guardia de los Lobos, eso seguro.

De repente, mientras intentaba concentrarse en respirar con lentitud, alguien llamó a la puerta principal.

Sus problemas aumentaban.

La mujer y su sombrero se apresuraron a ir a abrir; después oyó la alegre voz de Rayna, aunque no pudo entender lo que comentaba. Una cosa segura de Rayna era que ella siempre se lanzaba de cabeza ante cualquier situación, tuviera o no un plan.

De pronto, la voz de la mujer volvió a acercarse.

—Ya te he dicho que no quiero…

Rayna no la dejó añadir una palabra, y Anders se dio cuenta de que ya se había metido en la casa.

—Señora, estamos ofreciendo en cada casa una salchicha de degustación. ¡Dama, pruebe y se convencerá de que vendemos las mejores salchichas de Holbard! ¡Quizá de todo Vallen!

Vio cómo Rayna pasaba por delante de la puerta de la despensa, seguida de la señora, que claramente intentaba echarla de su casa. Por un momento, las dos se miraron, como si pudieran tener algo en común, como si a pesar del traje andrajoso de Rayna y las ropas caras de la mujer pudieran ser madre e hija. Como si esa pudiera ser también la casa de la chica.

Cuando se alejaron lo suficiente, Anders dejó en el suelo la tapa que llevaba en la cabeza y salió de detrás de la tinaja.

Inspiró con fuerza, se apresuró a salir de la despensa de puntillas y fue derecho a la salida.

—¡Chica! —La aguda voz de la mujer sonó a sus espaldas, y él, sin pensárselo dos veces, echó a correr hacia la puerta.

—¡Disfrute de su salchicha! —exclamó Rayna, saliendo de la casa tras él.

Le lanzó su abrigo mientras cruzaban la plaza a la carrera, escurriéndose por entre el gentío hasta llegar a un callejón en el lado opuesto. Para cuando la señora alcanzó la calle, ellos ya se habían esfumado.

—Buff —dijo Rayna—, por los pelos. A ver, ¿qué has conseguido?

—¿Conseguido? —repitió él mientras se ponía el abrigo—. ¿A qué te refieres?

—¿Cómo que a qué me refiero? Conseguido —insistió ella—. Era la despensa, ¿no? ¿Qué comida has Conseguido? Tuve que darle la salchicha para sacarte de allí. Y eso que era de las buenas.

—No…, no tengo nada. Estaba demasiado ocupado buscando dónde esconderme cuando se cerró la ventana —admitió.

Rayna se quedó un instante en silencio, pero luego, como hacía siempre que él metía la pata, le sonrió y le pasó el brazo por el hombro.

—No pasa nada —dijo con alegría en la voz—. Hoy hemos visto una extraordinaria función de títeres.

Estaba oscureciendo y ambos sabían que llegaba la hora de buscar dónde pasar la noche. No era prudente que dos niños de doce años vagaran solos a esas horas. Así pues, volvieron a recorrer los tejados de Holbard hasta llegar a una taberna en el centro de la ciudad. El cartel de fuera ponía: «El Lobo Ladino». Como tenían que moverse por toda la ciudad para rapiñar lo bastante para llenarse el estómago, no todas las noches lograban regresar al Lobo. Aunque lo hacían siempre que podían, pues El Lobo Ladino era especial.

La planta baja bullía de gente, con luces doradas encendiéndose de una en una y un alboroto que se extendía hasta la calle. Además de tener dos plantas más, cosa poco común en Holbard, estaba situada sobre una colina.

Subieron juntos hasta el tejado y levantaron una trampilla recubierta de hierba que habían encontrado años atrás. Debajo había una pequeña buhardilla, aunque más que una buhardilla era un hueco entre los faldones cubiertos de hierba y la techumbre interior, al que no había forma de acceder desde la segunda planta. No era lo bastante alto como para que un adulto pudiera sentarse erguido, pero sí para que los gemelos pudieran acurrucarse y entrar en calor.

A Anders le parecía que recogerse en el tejado de El Lobo Ladino era lo más parecido que tenían a volver a casa. Era su refugio especial, su secreto.

Rayna se escurrió primero, mientras Anders se detenía a medio camino para contemplar el horizonte y empaparse de las vistas, que comenzaban a desaparecer bajo el manto de la noche. Holbard estaba rodeada por unas gruesas murallas, y más allá de ellas los pastos y los montes habían quedado completamente sumidos en la negrura. Los prados de los tejados se extendían en todas las direcciones. Al este se vislumbraba el reflejo del mar y los mástiles de los barcos en el puerto.

Justo antes de cerrar la trampilla tras él, oyó un suave maullido. Aguardó un instante y, de pronto, una oscura sombra con brillantes ojos amarillos surgió de la nada y fue a acurrucarse junto a Rayna. Se trataba de Kess, una gata que a veces pasaba la noche con ellos para entrar en calor.

Anders cerró la trampilla y Rayna extendió una manta para taparlos, con Kess enroscándose a sus pies. El estómago de Anders rugía de hambre y estaba seguro de que el de su hermana también, pero ninguno mencionó la salchicha perdida, tampoco el hecho de que, rodeado de comida, no se le hubiera ocurrido llenarse los bolsillos. Al amparo de su cobijo secreto, la noche no parecía tan lúgubre. Pese a ello, Anders sintió que debía decir algo.

—Gracias por venir a rescatarme —susurró.

—No seas tonto —respondió Rayna en voz baja—. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Somos un equipo. —Sacó una mano de debajo de la manta y lo acarició—. Anders, siempre estaremos juntos. Siempre nos guardaremos las espaldas, te lo prometo, ¿vale?

—Yo también te lo prometo —respondió, y sabía que era cierto.

Pero a medida que se sumía en el sueño, arropado por la oscuridad, una idea seguía rondándole: Rayna nunca llegaría a necesitarlo tanto como él la necesitaba a ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A LA MAÑANA SIGUIENTE, ANDERS Y RAYNA partieron temprano hacia el puerto. La celebración de la Prueba del Báculo, les proporcionaba los mejores momentos para el rateo, motivo por el cual ninguno de los dos quería desaprovechar ni un solo instante de aquella jornada. Hicieron bien en empezar temprano, visto que la Guardia de los Lobos aún seguía apostada en las esquinas, mostrando más presencia de lo habitual. Los gemelos se vieron obligados a volver a subir a las praderas de los tejados, donde estarían más seguros, aunque les llevaría más tiempo llegar. Encontrar la manera de cruzar las calles a menudo implicaba tener que dar un rodeo de varias manzanas.

Su objetivo, la plaza portuaria, estaba flanqueada en tres de sus lados por casas altas, estrechas y coloridas —amarillas, verdes y azules—, con ventanas de blancos marcos cuadrados y puertas de madera pulida.

En el lateral restante se hallaba el puerto. Desde la lejanía, los mástiles de la flotilla de barcos llegados de todo el mundo hacían que el embarcadero pareciera un bosque.

Vallen no era una isla demasiado grande, pero la gente solía decir que no tenías que dejar Holbard, la capital, para ir a ver el mundo, pues era el mundo el que venía a ti. Esto se debía a los arcos del viento.

Surcando las alturas de la entrada al puerto, se hallaban los inmensos arcos de metal, los artefactos más grandes de todo Vallen. Habían protegido el puerto de los vientos durante generaciones.

A lo largo de toda su superficie tenían grabadas las runas, que eran las encargadas de indicar que aquello era un artefacto, y el arco que trazaban era lo bastante ancho como para dejar pasar al barco más grande. Pese a que Anders podía ver a través de los arcos, el guardavientos mantenía las corrientes de aire mágicamente a raya. Incluso durante las peores tempestades, el puerto estaba en calma.

El muelle era punto de entrada de todos los recién llegados a Holbard. La seguridad del puerto propiciaba que gente procedente de lugares que Anders ni siquiera podía imaginar viniera a comerciar y también a vivir. Por lo que Anders sabía, la mayoría de las ciudades de Vallen estaban habitadas por una gran mezcla de gente, pero en ninguna había tanta variedad como en Holbard.

Allí era donde los comerciantes esperaban recibir noticias sobre sus bienes, donde mercaderes y pescadores apilaban su género, y donde Anders y Rayna se dedicaban al rateo una vez al mes, durante la prueba, aunque a veces podían pasarse algún que otro día.

La Prueba del Báculo era un espectáculo, y, como tal, implicaba una plaza llena de vendedores que a menudo estaban tan concentrados mirando embobados a los niños de doce años sobre el estrado, que no se percataban de los niños que tenían junto a ellos, deslizando sus manos en sus bolsillos o cestas. Los lobos del hielo, y para el caso los dragones ardientes, solo se encontraban en Vallen y nadie quería perderse cómo un niño se transformaba en un lobo de hielo ante sus propios ojos.

Anders nunca terminaba de sentirse cómodo en el puerto. Ni él ni Rayna recordaban dónde se encontraban durante la gran batalla de hacía diez años. Anders pensaba que tal vez hubieran estado allí, pues existía algo en aquel lugar que siempre lo inquietaba. Viendo las marcas de quemadura en los marcos de las puertas, por un momento le pareció percibir de nuevo el olor del humo. El gentío lo zarandeó —cosa que por lo general no le molestaba— y le pareció oír un grito ahogado. A veces tenía pesadillas muy similares a aquello.

Los gemelos descendieron de los tejados a pocas manzanas del muelle y recorrieron el resto del trayecto por la calzada. A medida que se acercaban a la multitud, un aroma cálido y salado les acarició la nariz. Anders lo supo de inmediato: algún mercader estaba vendiendo castañas asadas, sus favoritas. Tan solo habían logrado ratear dos cobres de camino al puerto, pero…

—¿Qué te parece si…? —dijeron al mismo tiempo, y tras unas risitas añadieron—: ¿Desayuno?

—Tendremos más dinero cuando termine la mañana —explicó Rayna—. Ahora démonos un capricho.

Se guiaron siguiendo su olfato. Tal y como esperaban, se encontraron con una mujer embutida en un abrigo verde brillante y que asaba lustrosas castañas en una cazuela de hierro. No había fuego bajo la cazuela, sino un conjunto de runas grabadas en la parte exterior, gracias a lo cual podía calentarse.

—Un cobre la bolsa —dijo la vendedora al verlos mirando.

—Antes eran dos bolsas por un cobre —protestó Rayna—. ¿Tienen algo de especial estas castañas?

—Se asan de una forma especial —respondió ella—. El calor se distribuye mejor que con un fuego normal, así se evita que algunas estén más quemadas que otras. Ya notaréis la diferencia en el sabor.

Rayna refunfuñó, pero Anders sabía que su hermana tenía tanta hambre como él y, al final, acabó dándole sus dos cobres. La vendedora les tendió dos gruesas bolsas de papel tan grandes como puños llenas de castañas. Se fueron hacia el gentío, mientras comían a toda velocidad. El espectáculo estaba a punto de empezar.

Esquivaron a un grupo de cuatro estudiantes de la Academia de Ulfar, muchachos que ya habían superado las pruebas y que un día se convertirían en miembros de la Guardia de los Lobos. Se paseaban con sus uniformes grises de bordes blancos, lo que indicaba que aún eran estudiantes. Anders se percató de que a menudo iban en grupos de cuatro.

De pronto, la atención de todos se desvió hacia el estrado, situado a un lado de la plaza, y, aunque Anders no podía ver por encima de las cabezas de los espectadores, supo que las pruebas estaban a punto de comenzar. Se chupó los dedos para limpiárselos y se metió el resto de las castañas en el bolsillo.

Era el comienzo de la primavera y montones de nieve gris moteaban los bordes de la plaza. Él aún llevaba su grueso abrigo de invierno, pues estaba lleno de bolsillos internos en los que podía meter todo cuanto rapiñara. Dado el viento frío que aún soplaba, a nadie le llamó la atención.

Él y Rayna vagaron alrededor de la multitud, donde la gente estaba menos apiñada, en busca de su primer objetivo. Fingían no conocerse: pese a que ambos tenían la tez morena y el mismo cabello negro rizado, en un lugar como Holbard, donde concurrían personas de todas partes, no había motivo para que los reconocieran. Por lo demás, eran tan diferentes que nadie hubiera dicho que eran gemelos.

Anders divisó a una mujer con la cabeza levantada y quemiraba nerviosa al cielo. Los rumores sobre los dragones corrían por todas partes. Parecía distraída. Tras golpear a su hermana con el hombro, Anders se la señaló con la cabeza.

Rayna se detuvo para juguetear con los botones de su abrigo mientas echaba un vistazo a su presa con los ojos entrecerrados. Acto seguido negó levemente con la cabeza.

—Cremalleras —murmuró.

Anders se desplazó un poco a la izquierda y echó una ojeada furtiva a los bolsillos de la mujer. Suspiró con un silbido. Con razón andaba tan despreocupada; sus bolsillos tenían una gruesa cremallera metálica de la que colgaban unos talismanes con un par de runas talladas.

Había estado a punto de meter la mano en una trampa. De haber intentado abrir la cremallera, los talismanes habrían comenzado a emitir un agudo y estridente pitido que al instante habría alertado a toda la plaza. Habría supuesto un absoluto fracaso. Qué típico de él.

Se mordió el labio y Rayna le dio un rápido apretón en la mano a modo de «da igual», y prosiguieron. Dejó que ella escogiera el siguiente objetivo. Él era peor carterista que ella —peor con la ganzúa y, para el caso, con cualquier otra cosa—, pero era especialmente torpe entre las multitudes, donde siempre se ponía muy nervioso.

Rayna escogió a un mercader, al tiempo que la líder de los lobos, la Fyrstulf, Dama Sigrid Turnsen, subía al estrado. Allí la esperaba el alcalde de Holbard, acompañado de dos miembros del Parlamento de Vallen, ataviado con su vestimenta más elegante y con el espléndido collar de oro que denotaba su rango. Sin embargo, todos en la plaza, al menos los naturales de Vallen, sabían sobre quién recaía el verdadero poder. Sigrid Turnsen era una mujer de tez pálida, de cabello corto y rubio, y lucía esbelta con su uniforme gris.

El hombre al que Rayna había elegido como objetivo era un señor de anchos hombros y tez muy oscura, vestido con un abrigo de tejido sedoso y brillante en tonos rojos y azules que ondeaba al viento. El rojo de su prenda lo delataba, pues era el color de los dragones y los lugareños rara vez lo llevaban.

La tela fina y las largas y holgadas mangas del abrigo del mercader indicaban que provenía del archipiélago de Dewdrops. Así que, como recién llegado, lo más probable era que centrase toda su atención en Sigrid Turnsen, y puede que también en el frío que debía estar pasando con un abrigo tan poco apropiado.

—Ahora, más que nunca, debemos estar alerta —advirtió la Fyrstulf.

Su voz resonó en toda la plaza, al tiempo que Anders ocupaba su posición. Llevaba escuchando aquel discurso cada mes desde que tenía seis años, pero nunca le aburría. La fuerza de la voz de la Fyrstulf siempre hacía que le prestase atención. Rayna imitaba bastante bien aquel discurso, pero a Anders le costaba reírse de Sigrid Turnsen.

—Tras diez años de paz —continuó—, los dragones desean traer de nuevo la guerra.

Vaya, esa parte del discurso era nueva. Pues sí que pintan mal las cosas para que la Fyrstulf lo admita en público.

—Hace diez años, la Guardia de los Lobos los expulsó de Holbard, empujándolos hasta sus refugios en las montañas. Ahora, una vez más, nos disponemos a hacer lo mismo. Sabemos que cualquiera de los aquí presentes podría tener sangre de dragón ardiente, ser un espía dispuesto a poner en peligro la seguridad y estabilidad que con tanto esfuerzo hemos construido durante la última década por todo Vallen.

Anders la observó fijamente mientras hablaba y sintió que un escalofrío le recorría la espalda, un escalofrío que se sumaba a los nervios que siempre le provocaba el puerto. Pese a que Sigrid Turnsen hablaba todos los meses de aquella batalla, recordando el peligro latente y los sacrificios que tuvieron que hacer los lobos, en esta ocasión su voz tenía un timbre de mayor intensidad.

Como quien no quería la cosa, Rayna se deslizó hasta ocupar su posición justo delante del mercader, y eligió aquel preciso instante para retocarse la trenza. Sus negros y tupidos rizos siempre amenazaban con liberarse. Sacó sus horquillas de cobre y se quitó el cordel que usaba para sujetarse el cabello, haciendo así que sus rizos se agitaran en todas direcciones. Sacudió la cabeza, lanzando al mismo tiempo una pizca de pimienta molida al aire. Esta, empujada por la brisa, fue a parar directamente a la nariz del mercader, quien ya de por sí estaba resoplando con indignación al tener que soportar el revoloteo de los rizos de Rayna en su cara.

La tarea de Anders consistía en introducir dos dedos en el bolsillo del hombre —su pulgar era demasiado grueso— y recorrer con ellos su sedoso interior hasta encontrar el monedero. Con un ágil movimiento, lo extrajo y lo introdujo con rapidez en uno de sus bolsillos. Decepcionado, comprobó que el monedero parecía ligero, probablemente apenas contendría unos pocos cobres.

Dejó al hombre en medio de un ataque de estornudos y se escurrió de perfil, pasando junto a un par de mercaderes locales con abrigos marrones. Como siempre, Rayna fue a su encuentro avanzando por el lado opuesto. Y así, juntos, partieron en busca del siguiente objetivo.

Anders se hizo con el pequeño monedero de una señora vestida de amarillo, que estaba cotilleando con su vecina, mientras Rayna les pedía con amabilidad la hora.

La Guardia de los Lobos estaba dispuesta a lo largo del borde del estrado. Mientras la Fyrstulf hablaba, ellos, con sus uniformes grises y su cabello corto, escudriñaban al público con una férrea mirada. Era como si, al atravesar las puertas de la Academia de Ulfar, se los sometiera al mismo molde.

Sigrid prosiguió:

—¡Quien proclame tener sangre de lobo de hielo y haya cumplido los doce años, que dé un paso al frente y sea puesto a prueba! Muchos de vosotros clamáis con orgullo tener al menos un lobo en vuestro linaje, pero muy pocos tenéis el don que os permitirá transformaros. —Aquellas palabras hicieron que un escalofrío recorriera de nuevo la espalda de Anders. El don al que hacía alusión podía en un instante cambiar la vida de alguien para siempre—. Este don tan poco frecuente —continuó la Fyrstulf con mucha ceremonia— trae consigo una inmensa responsabilidad, la obligación de entrar en la Academia de Ulfar y entrenarse para convertirse en un miembro de la Guardia de los Lobos, dedicando así su vida a la defensa de Vallen. Implica llevar la vida de un soldado. Implica…

De pronto, una brutal ráfaga de viento arremetió contra la plaza, cortando de cuajo sus palabras. La multitud trastabilló, algunos incluso cayeron al suelo, mientras los gritos comenzaban a resonar en torno a Anders. De golpe se halló inmerso en el recuerdo que le provocaba aquel lugar. Los gritos eran de terror, el viento traía humo. Al tiempo que Rayna trataba de sujetarlo, captó un movimiento extraño con el rabillo del ojo.

Dio media vuelta para observar cómo algo inmenso se movía por entre el bosque de mástiles del muelle. Súbitamente, su mente evocó los rumores que había oído la noche antes y volvió a su memoria el recuerdo del dragón que había visto con sus propios ojos medio año antes.

Su mente transformó la vela hinchada en un dragón que se lanzaba en picado sobre el puerto. Entonces el viento amainó de golpe y comprobó que el dragón no era más que una vela y que los gritos habían cesado. Su corazón golpeaba contra su pecho a medida que la gente que lo rodeaba comenzaba a recobrar la compostura.

—¡Los artefactos están fallando! —chilló una mujer—. ¡Están fallando y nadie sabe cómo arreglarlos!

—¡Es culpa de los dragones! —exclamó otro.

Sobre el estrado, la Fyrstulf seguía tan impasible como de costumbre, como si nada hubiera pasado.

—Los arcos del viento a veces necesitan ventilarse —explicó, elevando la voz por encima del jaleo del gentío—. Debieron de haberlo hecho por la noche para no importunar a nadie. Os pido disculpas. Prosigamos pues con la Prueba del Báculo. ¿Quién desea unirse a la Guardia de los Lobos y contribuir a la defensa de nuestra gente?

La multitud aún seguía murmurando cuando cinco niños de la misma edad que Anders, tres chicas y dos chicos, empezaron a caminar hacia el estrado. Todos vestían sus mejores prendas, y la última chica de la fila temblaba tanto que Anders estaba seguro de que se caería del escenario antes siquiera de llegar al Báculo de Hadda y a la propia prueba. Él mismo aún estaba temblando después del susto que el golpe de viento le había provocado.

Por lo menos había dos docenas más de niños que esperaban su turno para poder subir al estrado. La mayoría de ellos fracasarían. En un buen mes, solo dos o tres candidatos se transformaban con éxito. Anders siempre se compadecía de aquellos que no lo lograban.

El primer niño se colocó en el centro del estrado, mientras un miembro de la Guardia le tendía el báculo a Sigrid. Esta asintió, y el muchacho, alzando la voz para hacerse oír por encima del persistente murmullo de la muchedumbre, dijo:

—Mi nombre es Natan Haugen. Mi abuelo es Bergur Haugen, quien fue miembro de la Guardia de los Lobos. Mi bisabuela fue Serena Andersen, quien fue miembro de la Guardia de los Lobos. Mi hermano, Nicolas Haugen, se transformó hace tres años y ahora estudia en la Academia de Ulfar. Proclamo tener sangre de lobo de hielo y me presento a la prueba.

Sigrid y otros tantos en el público asintieron con aprobación. Natan miró a la Fyrstulf de reojo y se fijó en el amuleto que colgaba de su cuello, mientras Anders, situado en medio del gentío, observaba expectante la escena.

El amuleto era un pequeño aro de metal pulido que pendía de una cinta de cuero, y tenía un intrincado diseño de runas talladas en él. Corrían muchas historias sobre aquellos amuletos. Unas decían que permitían a los lobos saber cuándo mentías, otras que daban la fuerza de diez personas o que eran la única forma de identificar a un verdadero miembro de la Guardia. Se tratase de lo que se tratase, Natan se quedó mirando el de Sigrid como si fuera la entrada para una nueva vida, y en cierto modo eso era.

En cualquier caso, aquella era una vida que Anders nunca llegaría a tener. Nunca formaría parte de algo tan importante como Ulfar ni tendría un linaje familiar que poder recitar. Y entonces se recordó a sí mismo que Rayna era todo cuanto tenía y necesitaba.

Pero a veces, especialmente en los días de más hambre, deseaba tener también padres, tíos o abuelos.

El muchacho alzó su mano hacia el Báculo de Hadda, pero vaciló. A lo largo de los años lo habían tocado tantas manos que el desgaste había dado lustre a la pálida madera. El Báculo era uno de los artefactos más poderosos de Vallen.

Natan respiró hondo y estiró la mano para agarrar el báculo mientras toda la plaza contenía el aliento. Incluso Anders y Rayna se quedaron quietos el uno junto al otro.

No pasó nada.

Varios segundos después, Sigrid alargó la mano y la apoyó sobre el hombro de Natan, alejándolo lentamente del báculo.

—Vallen agradece tu deseo de servir —dijo, pero a medida que el chico avanzaba a trompicones hacia el final del estrado para luego bajar lentamente las escaleras, ella ya estaba mirando con ansiedad a la siguiente niña de la fila.

Anders se mordió el labio al ver el gesto desolado del primer niño.

La siguiente chica tampoco se transformó. Rayna tomó la mano de Anders y se la apretó para recordarle que aún había trabajo por hacer. Se abrieron paso por entre los bolsillos del público, consiguiendo un cobre por aquí y dos por allá. Rayna se encargaba de la temeraria tarea de distraer y Anders de llevarse cuidadosamente el dinero, intentando en todo momento no meter la pata ni llamar la atención de sus víctimas.

La ceremonia continuó. Uno tras otro, los candidatos recitaban su linaje y agarraban el báculo con manos temblorosas. El ambiente de la plaza fue tornándose cada vez más sombrío a medida que el tiempo avanzaba y ninguno de los candidatos se transformaba.

Ahora, más que nunca, Vallen necesitaba más lobos, más miembros de la Guardia, más defensores. Sin embargo, este mes no aparecía ninguno. Anders no pudo recordar ni un solo mes en el que aquello hubiera ocurrido.

Al tiempo que una frágil chica bajaba encorvada las escaleras, él deslizó su mano en el bolsillo de un hombre muy alto que vestía un elegante abrigo. Los gemelos estaban un poco más cerca del estrado —y un poco más lejos de su vía de escape— de lo que a Anders le hubiera gustado. Rayna rebosaba arrojo cada vez que volvía a sacudir su melena y chocaba accidentalmente contra una pareja de comerciantes, mientras que a Anders, desprovisto de aquella valentía, le temblaba la mano mientras intentaba hacerse con una última moneda.

No pudo evitar sentirse mal al ver a aquella chica bajando del estrado. Su camisa y pantalones eran de buena calidad, pero muy sencillos, un poco pasados de moda. Con seguridad, ella y su familia eran gente de campo, y habrían de emprender el largo camino de vuelta a casa con las manos vacías.

Envolvió con los dedos una pesada moneda, probablemente de plata. Tal vez por tener la mente aún en la chica y estar imaginándose el crujir de su calesa durante el silencioso regreso a casa, la muñeca se le enredó en una costura en el remate del bolsillo, quedando su mano atrapada por un instante. Maldijo su suerte en voz baja y trató de zafarse poniéndose de puntillas para dar un paso atrás en cuanto consiguiera liberar la mano, pero era demasiado tarde. El mercader giró la cabeza y el tiempo casi se detuvo mientras sus ojos y su boca se abrían con lentitud, disponiéndose a gritar.

—¡Un ladrón! —bramó, sujetando a Anders de la muñeca con el férreo agarre de su mano.

Anders solo tuvo tiempo de volver a dejar la moneda en el bolsillo antes de que el hombre lo empujara hacia delante para poder verlo mejor y le hiciera perder el equilibrio.

No, no, ¿por qué siempre tenía que meter tanto la pata?, se dijo Anders.

—¡Este chico estaba intentando robarme! —anunció el hombre, mientras agachaba la cabeza para mirarlo y fruncía sus rubias y espesas cejas con desaprobación.

—¡No es verdad! ¡No tengo nada en la mano! —protestó Anders de inmediato, y aunque era cierto, pues había devuelto la moneda al bolsillo, comprendió que con eso no bastaría. Cuando levantó la cabeza, vio a un miembro de la Guardia de los Lobos saltando del estrado para abrirse camino por entre el gentío en su dirección, al tiempo que se apartaban todos cuantos lo rodeaban como si intentaran distanciarse del crimen.

—Eres un ladrón —insistió el hombre a la vez que Anders trataba en vano de dejar de temblar y se esforzaba en no mirar a Rayna para que no la atraparan también a ella—. Y si no tienes nada es porque además se te da mal. Hijo, en un minuto desearás haber sido bueno.