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Descubra los mejores cuentos de Hans Christian Andersen.
La presente recopilación reúne historias inolvidables como El patito feo, La Sirenita, El soldadito de plomo, Pulgarcita o El traje nuevo del Emperador, entre otras maravillas. Cuentos infantiles que permanecen en el imaginario colectivo desde hace decenas de años. No hay adulto que no conozca estas narraciones, bien porque las ha leído o escuchado a lo largo de su vida, bien porque las ha visto en la gran pantalla o la televisión. Estas historias tienen la capacidad de ingresar y permanecer de por vida en nuestro subconsciente, ya que fueron creadas precisamente para eso: para iluminar nuestra mente con valores positivos, hacernos más humanos y mucho mejores personas, tengamos 5 o 100 años de edad.
Hans Christian Andersen es uno de los autores más traducidos de la literatura universal. Considerado, junto a Charles Perrault y los hermanos Grimm, el padre y maestro de los cuentos de hadas tradicionales, Andersen conjuga en sus relatos la mezcla perfecta entre realidad y fantasía mágica. Un libro muy recomendable.
Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.
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Seitenzahl: 263
Veröffentlichungsjahr: 2021
La presente recopilación reúne historias inolvidables como El patito feo, La Sirenita, El soldadito de plomo, Pulgarcita o El traje nuevo del Emperador, entre otras maravillas. Cuentos infantiles que permanecen en el imaginario colectivo desde hace decenas de años. No hay adulto que no conozca estas narraciones, bien porque las ha leído o escuchado a lo largo de su vida, bien porque las ha visto en la gran pantalla o la televisión. Estas historias tienen la capacidad de ingresar y permanecer de por vida en nuestro subconsciente, ya que fueron creadas precisamente para eso: para iluminar nuestra mente con valores positivos, hacernos más humanos y mucho mejores personas, tengamos 5 o 100 años de edad. Todos los niños de cualquier rincón del mundo, tarde o temprano, terminan por saberse estas historias de memoria y, en muchas ocasiones, incluso antes de aprender a leer. Sus padres se las cuentan cuando son pequeños, al igual que sus abuelos se las contaron a sus padres, seguramente porque, al final, todos ellos asocian estos cuentos a momentos felices de su infancia. La tradición convierte estas narraciones populares en un elemento de primer orden en la educación de nuestros hijos. No obstante, sería un error pensar que los relatos que encontrarás en este libro son, únicamente, de literatura infantil, pues son piezas conformadas por varias capas y múltiples significados, donde Andersen propició un universo muy amplio dirigido a varias audiencias, o, al menos, eso era lo que tenía en mente.
Se cree que muchos de sus cuentos tienen un elemento auto-biográfico; hay estudios donde se demuestran ciertos paralelismos entre la vida de Andersen y la de sus historias, aunque sea de forma metafórica. Sin ir más lejos, El patito feo tiene muchas semblanzas con su propia experiencia.
Hay que resaltar el don para lo dramático que este genio utiliza en la mayoría de cuentos. En muchos de ellos, el personaje se ve empujado a situaciones infortunadas de la vida real, a través de un mundo frío y cruel capaz de conmoverle vivamente, pasando por un vaivén de emociones y pruebas desgarradoras antes de establecerse la felicidad definitiva. También a nosotros—los lectores—nos impacta profundamente la situación complicada que tiene que experimentar, y deseamos con todas nuestra fuerzas que el conflicto se solucione. Por suerte, en la práctica totalidad de los relatos tradicionales el final es feliz y las dificultades se solventan, al menos en las versiones que nos han llegado al siglo XXI, así que, al concluir la trama, todos sentimos un alivio y nos llevamos con nosotros una enseñanza que, como he advertido anteriormente, nos acompañara a lo largo de los años.
A pesar de que en los escritos de Andersen encontramos abundante descripción que nos pone en contexto y situación, la verdad es que es un ejemplo en lo que economía de estructura argumental se refiere. Siempre va al grano del entramado, eliminando lo insustancial. Este minimalismo literario, sin embargo, no significa que sus fabulaciones sean mínimas o escasas, significativamente hablando, sino más bien todo lo contrario. Cuentan más de lo que expresan. En nuestra imaginación creamos miles de detalles que no están en el texto, pero que sí que están aunque no se hayan escrito. Esta es la grandeza de este magnífico autor danés. Una cualidad que muy pocos han tenido en la literatura universal, y menos utilizando un lenguaje tan sencillo y accesible y una escenografía que parte de una base muy normal y ordinaria. Dice Haugaard que «aunque el mundo fantástico de los cuentos de hadas de Andersen es extraño, es, al mismo tiempo, familiar. Sus habitantes pueden realizar y usar magia, pero también están sujetos a los mismos vicios que los seres humanos… En sus cuentos los animales viven una vida propia. Como las figuras de la fantasía, manifiestan las mismas virtudes y vicios que los seres humanos, pero el mundo con el que están familiarizados es el de los animales». Un razonamiento que no deja lugar a duda: estos relatos están diseñados para que veamos resaltados nuestros defectos con mayor resonancia e intentemos corregirlos en base a valores positivos.
«La vida en sí es el más maravilloso cuento de hadas. ¡Disfrútala! Hay mucho tiempo para estar muerto.»
Hans Christian Andersen
Hans Christian Andersen es uno de los autores más traducidos de la literatura universal. Considerado, junto a Charles Perrault y los hermanos Grimm, el padre y maestro de los cuentos de hadas tradicionales, Andersen conjuga en sus relatos la mezcla perfecta entre realidad y fantasía mágica. Un libro muy recomendable que disfrutarán varias de tus generaciones.
El editor
¡Qué agradable resultaba pasear por el campo! Ya se veían el trigo dorado, la avena verde y las mieses de heno apilado en sus almiares. Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña y hablaba en egipcio, ya que su madre le había enseñado ese idioma. Alrededor de los campos y de los prados se extendían grandes bosques en cuyo centro se extendían profundos lagos. Sí, era realmente encantador estar en el campo. A pleno sol se alzaba una vieja mansión solariega rodeada por un profundo foso. Desde sus muros hasta el borde del agua crecían bardanas de hojas gigantescas, algunas tan grandes que un niño pequeño cabía debajo de ellas. Aquel lugar era tan agreste como el más enmarañado de los bosques, y allí precisamente una pata había hecho su nido. Llevaba ya tiempo empollando los huevos, que deberían romperse de un momento a otro, pero se estaban retrasando tanto que mamá pata ya había empezado a perder la paciencia. Además, casi nadie venía a visitarla. Los demás patos preferían nadar en los fosos que permanecer debajo de una hoja de bardana para charlar con la pata.
Al fin los huevos se abrieron uno tras otro y se oía: «¡Clac, clac!». Todas las yemas se habían convertido en patitos que iban asomando sus cabecitas a través de los cascarones rotos.
—¡Cuac, cuac! —respondió mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a mirar a todas partes las hojas. Mamá pata los dejaba mirar cuanto quisiesen, ya que el verde es muy bueno para los ojos.
—¡Qué grande es el mundo! —exclamaban los patitos. Y la verdad es que disponían de un espacio infinitamente mayor que el que ocupaban estando encerrados en los huevos.
—¿Os creéis que esto es el mundo entero? —les decía mamá pata—. Pues se extiende mucho más lejos del jardín, hasta el prado del reverendo. Yo todavía no he estado allí. Bueno, estáis ya todos, ¿verdad? —preguntó, levantándose del nido—. ¡Oh, aún no han salido todos! Aún falta el huevo más grande. ¿Cuánto tiempo va a durar esto? Ya está bien —dijo y se sentó de nuevo sobre el huevo.
—¡Vaya, vaya! ¿Cómo va eso? —preguntó una anciana pata que llegó de visita.
—Está durando mucho. ¡Y solo por un huevo…! —dijo mamá pata mientras incubaba—. No se abre. Pero mira a los otros, y dime si no son los patitos más bonitos que has visto jamás. Todos se parecen a su padre, ese sinvergüenza que no se acerca a verme.
—Déjame que vea ese huevo que no se abre —dijo la anciana pata—. Pero ¡si eso es un huevo de pava! A mí también me engatusaron una vez así. No te imaginas los disgustos que me dieron aquellos pavitos. ¡Figúrate! Le tenían miedo al agua y no podía hacer que se metieran en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero era inútil… A ver, déjame ver ese huevo… Sí, sí, eso es un huevo de pava. Tienes que olvidarte de él y enseñar a nadar a los demás patitos.
—Aun así, lo empollaré un tiempo más —dijo mamá pata—. He pasado tanto tiempo aquí que un poco más no será un problema.
—Como quieras —dijo la anciana pata, y se alejó contoneándose.
Finalmente, el huevo eclosionó. «¡Pip, pip!», dijo el pequeño al salir del cascarón. Era grande y feo. Mamá pata se lo quedó mirando y exclamó:
—¡Pero qué polluelo tan sumamente gordo! No se parece en nada a ninguno de sus hermanos. ¿Será un pavito? Bueno, enseguida lo sabré. Tengo que ir al agua, aunque tenga que empujarlo a patadas.
Al día siguiente hizo un tiempo espléndido. El sol resplandecía sobre las bardanas verdes. Mamá pata se acercó al borde foso con toda su familia y, ¡paf!, saltó al agua.
—¡Cuac, cuac! —llamó.
Y todos los patitos se fueron zambullendo en el agua uno tras otro. El agua les cubría las cabecitas, pero enseguida reaparecían en la superficie. Sus patitas se movían sin ningún esfuerzo, y enseguida todos estuvieron en el agua, incluso el patito gordo y gris, tan feo, nadaba con los otros.
—Pues no es un pavo —dijo mamá pata—. Sabe mover muy bien las patitas, y se mantiene muy derecho. ¡Está claro que es uno de mis polluelos! Además, mirándolos bien, son todos realmente guapos. ¡Cuac, cuac…! Vamos, venid todos conmigo, que os voy a enseñar el mundo y os presentaré en el corral de los patos. Pero no os separéis mucho de mí, no sea que os pisoteen. Y, sobre todo, no os fieis del gato.
Así llegaron al corral de los patos, donde había montado un escándalo espantoso, ya que dos familias estaban peleándose por una cabeza de anguila, que finalmente fue para el gato.
—¡Mirad! Así es como funcionan las cosas en el mundo —dijo mamá pata frotándose el pico, pues también a ella le habría gustado comerse aquella cabeza de anguila—. ¡Vamos! Moved esas patitas —prosiguió—y tratad de inclinar los picos delante de esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todo el corral. Es de raza española y por eso es tan gorda. Mirad, además, esa cinta roja que lleva atada a una pata. Esa es la más alta distinción que puede alcanzar un pato. Demuestra que su nobleza debe ser reconocida por los animales y los hombres. Venga, graznad como es debido… No os escondáis entre mis patas. Un pollo bien educado no mete los dedos hacia adentro. Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como papá y mamá… ¡Eso es! Ahora inclinad la cabecita y decid: ¡cuac, cuac…!
Los pequeños obedecieron, pero las otras patas que estaban allí los miraron con desprecio y murmuraron:
—¡Mirad! Aquí tenemos otra familia. ¡Como si no fuésemos ya bastantes! ¡Fijaos! ¡Qué cabeza tan grande tiene ese patito! A ese no lo queremos.
De pronto una de las patas salió corriendo y le dio un picotazo en el cuello.
—¡Dejadlo tranquilo! —dijo mamá pata—. No le ha hecho daño a nadie.
—No —dijo la pata que lo había picoteado—, pero es demasiado grande y desgarbado. Hay que hacerlo rabiar.
—Son todos preciosos —dijo la anciana pata que tenía la cinta roja de adorno—. Son todos muy guapos, excepto ese. Me gustaría que pudieses hacerlo de nuevo.
—Eso es imposible, señora —dijo mamá pata—. No es bonito, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los demás. Me atrevo a decir que, en mi opinión, irá mejorando de aspecto cuando crezca y que disminuirá de tamaño conforme pase el tiempo. Estuvo dentro del cascarón más de lo debido y por eso no tiene el tamaño de sus hermanos.
Y le acicaló las plumas con el pico.
—De todos modos, es un pato y la fealdad no importa tanto—añadió—, Estoy segura de que será muy fuerte y cumplirá bien.
—Los demás patitos son adorables —dijo la anciana pata—. Bueno, quiero que os sintáis como en vuestra casa y si por casualidad os encontráis alguna cabeza de anguila, os dejo que me la traigáis.
Después de aquello todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había sido el último en salir del cascarón, y que era tan feo, solo recibió picotazos, empujones y burlas de todo el mundo, tanto de los patos como de las gallinas.
—Pero ¡qué feo es! —decían.
El pavo, que había nacido ya con espolones y que se consideraba por ello casi un emperador, erizó las plumas al verlo y corrió hacia él con un glugluteo tan estrepitoso que casi se congestionó. El pobre patito estaba aterrado y no sabía dónde meterse. Se sentía desesperado por ser tan feo y porque era el hazmerreír de todo el corral.
Así transcurrió el primer día y en adelante las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio perseguido por todos, hasta por sus hermanos y hermanas, que lo maltrataban y siempre le decían:
—¡Ojalá te atrape el gato, mamarracho!
Hasta mamá pata murmuraba:
—¿Por qué no se irá lejos del corral?
Los patos le daban pellizcos, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que daba la pitanza a las aves lo apartó con un pie.
Entonces el patito huyó volando por encima del seto y asustó mucho a los pajarillos que estaban entre las ramas, que se echaron a volar.
«¡Todo esto es porque soy muy feo!», pensó el patito, cerrando los ojos.
Pero siguió corriendo hasta que llegó finalmente a un pantano en donde vivían los patos salvajes. Estaba tan abrumado por el cansancio y la tristeza que se quedó allí toda la noche.
A la mañana siguiente, los patos salvajes acudieron volando para mirar a su nuevo compañero.
—¿Y tú qué clase de bicho eres? —le preguntaron, mientras el patito los saludaba volviéndose en todas direcciones—. ¡Eres espantosamente feo! —exclamaron los patos salvajes—. Pero eso no importa, siempre que no quieras casarte e ingresar en nuestra familia casándote con uno de nosotros.
¡Pobre patito! Bueno estaba él para pensar en matrimonios. Solo quería que le diesen permiso para estar entre los juncos y beber un poquito de agua del pantano.
Se quedó un par de días y entonces aparecieron dos gansos salvajes o, mejor dicho, ánsares que hacía poco habían roto el huevo, así que eran muy vanidosos.
—Oye, chico —le dijeron—, eres tan feo que nos caes bien. ¿Quieres unirte a nosotros en nuestra expedición? Cerca de aquí hay otro pantano en el que viven unas gansas muy guapas. Todas están solteras y saben graznar muy bien. Eres lo bastante feo para tener suerte entre ellas.
Pero en ese mismo instante se oyeron por encima de ellos unos disparos y los dos ánsares cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Las escopetas dispararon de nuevo y de entre los juntos se alzaron las bandadas de gansos salvajes, mientras los perdigones hacían estragos.
Se trataba de una gran cacería y los tiradores habían rodeado el pantano. Algunos se habían encaramado a las ramas de los árboles que se extendían sobre el agua. Nubes de humo azul flotaban entre el oscuro boscaje y se perdieron sobre el pantano.
Los sabuesos aparecieron chapoteando por el pantano y se arrojaban al agua para cobrar las piezas. Bajo sus patas se doblaban las cañas y los juncos por todas partes. Aquello aterrorizó tanto al pobre patito feo que escondió la cabeza bajo el ala en el momento en que apareció junto a él un enorme y espantoso perro al cual le colgaba la lengua fuera de la boca y sus ojos brillaban con una expresión temible. Le acercó el hocico, le mostró sus dientes afilados, y de pronto… ¡se zambulló en el agua sin tocarlo!
—¡Soy tan feo que ni el perro ha querido morderme! —exclamó el patito.
Permaneció allí, completamente inmóvil, mientras los perdigones atravesaban los juncos, y una descarga tras otra desgarraba el aire. Después de varias horas las cosas volvieron a la calma, pero ni siquiera entonces el pobre patito se atrevió a levantarse. Esperó varias horas antes de echar un vistazo. Después, escapó del pantano tan rápido como pudo. Atravesó campos y praderas, pero el viento era tan fuerte que le costaba mucho trabajo avanzar.
Anochecía cuando llegó a una casita muy pobre. Debería haberse llamado cabaña miserable porque se hallaba en tan mal estado que no sabía por qué lado caerse, de manera que permanecía de pie ante la duda. Silbaba el viento tan intensamente alrededor del patito que se vio obligado a sentarse sobre su propia cola para resistirlo. El vendaval crecía en violencia cuando el patito descubrió que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba tan torcida que le sería fácil colarse por la estrecha abertura, cosa que lo hizo sin dudar.
En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. Al primero lo llamaba «Hijito». Sabía arquear el lomo y ronronear e incluso era capaz de echar chispas si lo acariciaban a contrapelo. La gallina tenía unas patitas tan cortas que por ello le habían puesto de nombre «Chiqui Paticorta». Era una magnífica ponedora y la anciana la quería como si fuese su hija.
Al llegar la mañana el pobre patito fue descubierto y el gato empezó a bufarle y la gallina a cacarear.
—Pero ¿qué ocurre? —se preguntó la vieja, mirando a su alrededor. Veía poco y mal, de manera que creyó que el patito feo era una pata bien cebada que se había perdido—. ¡Qué bien!—exclamó—. Ahora tendré huevos de pata si no es un macho. Pronto lo averiguaremos.
Así que guardó al patito durante tres semanas, pero no puso ningún huevo. El gato era el amo de la casa y la gallina el ama, y siempre que hablaban de ellos mismos solían decir: «nosotros y el mundo», ya que creían que ellos representaban la mitad del mundo, y no precisamente la peor.
El patito creyó que podía haber más opiniones sobre esto, pero la gallina ni siquiera se dignó prestarle atención.
—¿Sabes poner huevos?—le preguntó.
—No.
—Entonces, ¡hazme el favor de cerrar el pico!
Y el gato le preguntó:
—¿Sabes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas?
—No.
—Pues en ese caso, guárdate tus opiniones cuando hablen quienes tienen sentido común.
El patito se metió en un rincón para sumirse en su mal humor. Entonces recordó el aire fresco y la luz del sol, y sintió un deseo tan incontenible de zambullirse en el agua que finalmente no pudo reprimirse y se lo contó a la gallina.
—Pero ¿se puede saber qué te pasa? —le preguntó ella—. Se ve que no tienes nada que hacer y por eso piensas solo en tonterías. Si te dedicases a poner huevos o a ronronear no tendrías tiempo de pensar en bobadas.
—¡Pero es tan agradable nadar en el agua! —dijo el patito—. ¡Es tan agradable sentirla sobre la cabeza y cuando se bucea hasta el mismo fondo!
—¡Menuda diversión! —dijo la gallina—. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato sobre eso. ¡No he conocido a nadie tan sensato como él! Pregúntale si le apetece nadar en el agua o bucear. Yo no digo nada de mí misma. Pregúntale a nuestra ama. Ella es la mujer más sabia del mundo. ¿Crees que a ella le gusta nadar y bucear?
—Veo que no me comprendéis —se lamentó el patito.
—Pues si no te comprendemos nosotros, dime quién te comprende. Supongo que no pretenderás ser más listo que el gato y la señora, eso por no hablar de mí. ¡No seas estúpido, chico! ¿No te has vivido hasta ahora en un sitio calentito y cómodo, en compañía de quienes pueden enseñarte? Pero bueno, no eres más que un tonto cuyo trato no tiene nada de agradable. Créeme, te aprecio y te digo las cosas por tu propio bien porque solo los buenos amigos dicen las verdades. Tú procura poner huevos o ronronear y echar chispas.
—Pues me parece que me iré a recorrer el mundo —repuso el patito.
—Por mí puedes hacerlo ya mismo —replicó la gallina.
Y el patito se marchó. Nadó y se zambulló en el agua, pero ningún animal quería tratos con él por lo feo que era.
Llegó el otoño y las hojas del bosque adquirieron tonos amarillos o pardos. El viento las arrancó y las hizo danzar, y el cielo se puso gris y las nubes colgaban bajas, cargadas de nieve y granizo. Un cuervo, posado en una tapia, graznaba de frío. Y el pobre patito estaba en una situación tan mala que solo de pensarlo dan escalofríos.
Una tarde, mientras el sol se ponía en un esplendoroso crepúsculo invernal, surgió entre las matas una bandada de grandes y hermosas aves. El patito nunca había visto unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y unos cuellos largos y flexibles. Eran cisnes que, profiriendo un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo hacia las tierras cálidas que había más allá del mar. Se elevaron muy alto y el patito feo sintió que lo invadía de una extraña inquietud, de manera que se puso a dar vueltas y más vueltas en el agua lo mismo que una rueda, retorciendo el cuello para seguir las evoluciones de aquellas aves. Entonces profirió un grito tan agudo que él mismo se asustó al oírlo. No podía olvidar aquellas hermosas aves, aquellos dichosos seres. En cuanto los perdió de vista, buceó hasta el fondo. Cuando regresó a la superficie, se hallaba muy agitado. Ignoraba el nombre de aquellas aves, ni adónde iban, pero eran más importantes para él que cualquier animal que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno porque ni se atrevería a soñar siquiera que pudiese llegar a alcanzar semejante esplendor de belleza, él, que se daría por satisfecho con que los patos simplemente tolerasen su presencia. ¡Pobre patito feo!
Aquel invierno fue tan frío que el patito se veía obligado a agitar las patitas sin cesar para impedir que el agua se congelase a su alrededor. Pero cada noche el hueco en el que nadaba se iba haciendo más y más pequeño. Entonces cayó una helada tan fuerte que la superficie del hielo crujió y el patito tuvo que mover las patitas todo el tiempo para no quedar aprisionado. Finalmente quedó tan fatigado que se quedó preso en el hielo.
A la mañana siguiente, muy temprano, apareció un campesino que lo vio por casualidad. Se acercó al hielo y lo rompió con uno de sus zuecos de madera, recogió al pato y se lo llevó a casa para dárselo a su mujer. Allí el animal revivió.
Los niños querían jugar con él, pero el patito se figuró que querían matarlo, de manera que se metió revoloteando en el cántaro de la leche, que se derramó por todo el suelo. La dueña de la casa chilló y dio unas palmadas en el aire. Él, aún más asustado, fue a refugiarse en el barril de la mantequilla, desde allí se tiró de cabeza a la artesa de la harina, de donde salió hecho un cuadro. Ya os podéis imaginar cómo estaba. La mujer gritaba y trataba de arrojarle unas tenazas. Los niños se atropellaban unos a otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Por suerte la puerta estaba abierta y el patito pudo salir y ocultarse entre la maleza y la nieve recién caída. Sin embargo, estaba exhausto.
Sería muy triste describir todas las miserias y privaciones que tuvo que sufrir el patito durante aquel crudo invierno. Cuando el sol comenzó a calentar de nuevo la tierra, el patito estaba refugiado entre los juncos del pantano. Las alondras cantaban… Era una deliciosa primavera.
Entonces el patito extendió sus alas y las batió dos o tres veces en el aire. El zumbido que produjeron fue mucho más intenso que en otras ocasiones. Emprendió el vuelo rápidamente y casi sin de darse cuenta, se halló en un vasto jardín cuyos manzanos estaban en flor. El ambiente estaba perfumado por fragantes lilas que colgaban de las verdes ramas sobre un río. ¡Oh, qué agradable era aquella primavera! Precisamente entonces vio frente a él a tres hermosos cisnes blancos que batían sus alas y se dejaban arrastrar con suavidad por la corriente desde un bosquecillo. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas aves y se sintió sobrecogido por una extraña tristeza.
—¡Volaré hasta esas aves tan majestuosas! Me matarán a picotazos por haberme atrevido a acercarme a ellas, con lo feo que soy. Pero ¡qué más da! Prefiero que ellas me maten a que me pellizquen los patos, me den picotazos las gallinas, me pateen las mujeres que cuidan las aves o tener que sufrir la miseria del invierno.
Así pues, voló hasta el agua y nadó hacia aquellos hermosos cisnes y estos, al verlo, fueron a su encuentro con las plumas encrespadas.
—¡Sí, matadme si queréis! —gritó el pobre animal, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte.
Pero entonces, ¿qué es lo que vio en la transparencia del agua? ¡Pues un reflejo de sí mismo, pero no ya el de un ave torpe y gris, fea y repugnante, sino el de un cisne! Y es que poco importa nacer en el corral de los patos si se sale de un huevo de cisne.
Entonces se alegró de haber pasado tantas miserias y penas, pues aquello lo ayudaba a apreciar más la alegría y la belleza que lo estaban aguardando. Y los tres cisnes comenzaron a nadar a su alrededor y lo acariciaban con sus picos.
Llegaron al jardín unos niños con pedacitos de pan y semillas que lanzaron al agua. El más pequeño exclamó:
—¡Hay un cisne nuevo!
Y los otros niños corearon con alegres gritos:
—¡Sí, hay un cisne nuevo!
Y se pusieron a dar palmas y a bailaron, y corrieron en busca de sus padres. Arrojaron los pedacitos de pan al agua, y todos aseguraron que el nuevo cisne era el más bonito y esbelto que habían visto.
Y los cisnes más mayores se inclinaron ante él.
Aquello llenó de timidez a nuestro protagonista, que ocultó la cabeza bajo el ala, sin poder explicarse la razón. Era muy hermoso, pero no había en él ni una pizca de orgullo, pues esto es algo que no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía a todos decir que era el cisne más bonito de todos. Las lilas inclinaban sus flores ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Entonces esponjó sus alas, alzó su esbelto cuello y gritó con entusiasmo:
—Jamás soñé que con tanta felicidad cuando no era más que un patito feo.
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero esta tenía que ser una verdadera princesa. Viajó por todo el mundo, pero siempre encontraba alguna cosa que censurar. Princesas no faltaban, pero nunca lograba asegurarse de que fuesen verdaderas, pues siempre encontraba algo que no estaba como era debido. Así pues, regresó a su casa muy triste, ya que le habría gustado encontrar a una verdadera princesa.
Una noche estalló una terrible tormenta. Tronaba y relampagueaba como nunca mientras caía un diluvio cuando llamaron a la puerta de palacio y el anciano rey fue a abrir.
Era una princesa la que estaba fuera. Pero, Dios mío, ¡qué aspecto tenía con aquella lluvia y el viento! El agua le chorreaba por el cabello y sobre los vestidos, le entraba por las cañas de los zapatos y le salía por los talones. Sin embargo, ella dijo que era una princesa verdadera, que había tenido que huir de su reino.
«Eso lo sabremos enseguida», pensó la anciana reina, pero no dijo nada.
Entonces se fue al dormitorio, levantó la cama y colocó un guisante sobre el jergón. Luego amontonó encima veinte colchones, y sobre estos puso veinte edredones bien rellenos de plumón.
Era en aquella cama donde debía dormir la princesa.
A la mañana siguiente le preguntaron cómo había descansado.
—¡Oh, terriblemente mal! —exclamó ella—. No he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que debía haber en la cama! He estado acostada sobre algo tan duro que tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Estoy molida!
Entonces comprendieron que era una verdadera princesa, puesto que había sentido el guisante debajo de los veinte colchones y los veinte edredones. Y es que solo una verdadera princesa podía tener la piel tan delicada.
Así pues, el príncipe la tomó por esposa, ya que se había convencido de que se casaba con una verdadera princesa, y el guisante se depositó en la sala de obras de arte, donde aún continúa si es que nadie se lo ha llevado.
¿A que esta es toda una historia?
En el mar, donde el agua es tan azul como los pétalos del más bello aciano y tan clara como el más puro cristal, pero tan profundo que ningún cable de ancla puede llegar allí, y tendrían que colocarse muchas torres de iglesia una encima de otra para que alcancen la superficie desde el lecho marino, allí viven los habitantes del mar.
Sin embargo, dudo que solo haya arena blanca y desnuda en el lecho marino. Allí crecen maravillosos árboles y plantas de troncos, tallos y hojas tan flexibles que el más mínimo movimiento del agua los hace moverse como si estuviesen vivos. Todos los peces, grandes y pequeños, se deslizan entre sus ramas, como lo hacen las aves de la tierra en el aire. En el lugar más profundo se encuentra el palacio del rey del mar, cuyas paredes son de coral, las altas ventanas puntiagudas son del ámbar más claro, y el techo es de conchas de mejillones que se abren y cierran al pasar el agua, lo cual es un espectáculo hermoso, porque en cada concha hay una perla brillante, una sola de las cuales sería una gema digna de la corona de una reina.
El rey del mar llevaba viudo muchos años, pero su anciana madre cuidaba del palacio para él, pues era una mujer sabia, aunque orgullosa de su alta cuna, por lo que siempre llevaba doce ostras encima, mientras que al resto de los habitantes solo se les permitía llevar seis. Por lo demás, ella merecía todo tipo de elogios, sobre todo porque le gustaban mucho las pequeñas princesas, las hijas de su hijo.
Se trataba de seis encantadoras criaturas, aunque la más joven era también la más hermosa de todas. Su piel era tan clara y delicada como un pétalo de rosa y sus ojos tan azules como el mar más profundo, aunque como todos los habitantes del mar carecía de pies y su cuerpo terminaba en una cola de pez.
En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el rey del mar, un viejo y sabio tritón que tenía una poblada barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, seis bellísimas sirenas.
Podían pasarse el día entero jugando en el palacio, en los grandes salones donde las flores vivas crecían en las paredes. Las grandes ventanas de ámbar se abrían, y los peces nadaban por los salones, al igual que las golondrinas vuelan hacia nosotros cuando abrimos las ventanas, aunque los peces nadaban directamente hasta las pequeñas princesas, comían de su mano y se dejaban acariciar.
