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En estos turbulentos años, la guerra entre monárquicos y republicanos y bonapartistas se desata con fuerza y nadie duda en utilizar todos los métodos a su alcance para conseguir su objetivo. Mientras en París asistimos a las primeras manifestaciones populares, en Viena una conjura busca hacer fortuna con el heredero de Napoleón.
Pero la vida sigue y nuestros jóvenes idealistas persiguen el futuro con ahínco. Un futuro que despierta al amor y no olvida el secuestro de Mina.
El pasado se hace presente con fuerza cuando un moribundo confiesa un horrible crimen, que convirtió en fugitivo a un inocente y lanzó a una policía implacable en su persecución.
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Veröffentlichungsjahr: 2020
LOS MOHICANOS DE PARÍS
LOS MOHICANOS DE PARÍS
POR
ALEXANDRE DUMAS.
TOMO I.
1ª edición: julio 2020
Título original: Les mohicans de Paris
Alexandre Dumas, 1854-1859
De la traducción: 1858
De las ilustraciones: Philippoteaux, Pannemaker, Pouget, Pisan, Dupré, Trichon y Monvoisin, 1854-1859
© Ediciones Osa Polar C. B., 2020
Andalucía 22, P1, 2A
28760 Tres Cantos
Madrid
www.osapolar.es
Todos los derechos reservados.
Se permite la cita de no más de cien palabras por cualquier medio siempre que se indiquen la fuente y autoría. En caso de que sea con fines no comerciales, se permite la cita de no más de doscientas palabras.
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ISBN: 978-84-18340-03-1
LXVIII. El secreto del Sr. Sarranti.
LXIX. El día 19 de agosto de 1820.
LXX. La noche del 19 de agosto de 1820.
LXXI. Fin de la confesión.
LXXII. Volvamos a Justino.
LXXIII. La visita domiciliaria.
LXXIV. Los pasos.
LXXV. Los Valgeneuse.
LXXVI. Donde se ruega al lector que no salte ni una sola línea.
LXXVII. Los cofrades enemigos.
LXXVIII. Donde Ludovico toma sobre sí la responsabilidad.
LXXIX. El hombre de la nariz fingida.
LXXX. El Van-Dyck de la calle del Oeste.
LXXXI. Historia antigua, siempre nueva.
LXXXII. El hada Carita.
LXXXIII. Revista de familia.
LXXXIV. El general, conde Herbel de Courtenay.
LXXXV. Conversación de una devota con un volteriano.
LXXXVI. Conversación entre un tío y un sobrino.
LXXXVII. Donde el tío y el sobrino continúan en el comedor la conversación del salón.
LXXXVIII. Durante el café.
LXXXIX. Donde se trata largamente de las virtudes de la señora marquesa Yolanda Pentaltais de La Tournelle.
XC. Donde se habla por extenso de las virtudes del coronel, conde Federico Rappt.
XCI. Una visita a la calle de Triperet.
XCII. Donde se prueba que en casa de los artistas todas las cosas redundan en provecho del arte.
XCIII. El retrato del Sr. Rappt.
XCIV. Representación a beneficio de la señorita Rosa Engel, primera bailarina del teatro de la Puerta Carintia en Viena.
XCV. Espectáculo indio.
XCVI. Lo que contenía el nazzer del general indio.
XCVII. Historia de un niño.
XCVIII. Julieta en casa de Romeo.
XCIX. Celos.
C. Los tres recuerdos del duque de Reichstadt.
CI. Que para nada es útil más que para satisfacer un capricho del autor.
CII. La aparición.
CIII. Delenda Carthago.
CIV. El prisionero de Santa Elena.
CV. El prisionero de Schönbrunn.
CVI. Montrouge y Saint Acheul.
CVII. La ley de amor.
CVIII. Periódicos, teatros, hombres grandes, publicistas, artistas, pintores, escultores, cómicos, banqueros.
CIX. El demandadero de la calle de Fers.
CX. Cuáles eran los átomos con gancho que habían soldado a Guisote en Zancadilla y remachado a Zancadilla en Guisote.
CXI. El doce por ciento del tío Guisote.
CXII. Donde el autor tiene el honor de presentar a sus lectores al Sr. Fafiou.
CXIII. Donde se trata de Fafiou y de maese Copérnico, y donde el autor establece las relaciones que existían entre ellos.
CXIV. Qué clase de servicio había hecho Salvador a Fafiou y qué clase de servicio Salvador ruega a Fafiou que le haga.
CXV. Perfil de Galileo Copérnico.
CXVI. Donde se ruega al lector, a quien no le gusten las farsas ni algunas consecuencias que puedan tener en política, que vaya a dar una vuelta por donde quiera.
CXVII. La casa misteriosa.
CXVIII. La Barbeta.
CXIX. Partid.
CXX. El Pozo Que Habla.
CXXI. Donde se prueba que solo las montañas no se tropiezan.
CXXII. La yedra y el olmo.
CXXIII. Por dónde habían pasado los sesenta hombres que buscaba el Sr. Jackal.
CXXIV. Capítulo que, a voluntad del lector, forma o no parte de la novela.
CXXV. Donde el Sr. Jackal comienza a comprender que es él quien se equivoca y que el emperador no ha muerto.
CXXVI. El carbonarismo.
CXXVII. Donde se prueba que la fortuna llega hasta durmiendo.
»Creed por lo pronto, mi querido Sr. Gerard —me dijo vuestro padre—, que todo lo que voy a referiros lo conocía vuestro hermano desde el primer día en que le volví a ver, de modo que sabía perfectamente que abría su puerta a un conspirador cuando me encargó de la educación de sus hijos.
»Conocéis mi nombre y mi país. Soy corso, nacido en Ajaccio el mismo año que el emperador. Le dediqué mi vida, le seguí a la isla de Elba después de la abdicación de Fontainebleau, a Santa Elena, después de la batalla del monte San Juan.
»Llegará un día en que se sepa a qué suplicio ha sido condenado por los reyes el hombre que, unos primero y otros después, ha tenido a todos los reyes en sus manos, y la publicidad de la historia será el castigo de sus carceleros y de sus verdugos.
»Así que, desde el principio de 1817, me ocupé, sin decir nada al ilustre prisionero, del cuidado de hacer que se evadiese. Trabé inteligencias con un buque americano que acababa de hacernos pasar cartas del anciano rey José, retirado en Boston, pero el emperador desaprobó completamente lo que yo había hecho y, denunciándome él mismo al gobernador, dijo:
»—Enviadme al instante a Francia a ese buen mozo que quiere hacer que me escape de este lugar de delicias que se llama Santa Elena.
»Y le repitió con todos sus detalles el plan de evasión que acababa de revelarle.
»La gracia que pedía, es decir, el envío a Francia de uno de sus fieles servidores, era de aquellas que siempre se conceden. Así que se fijó mi marcha para de allí a dos días, que levaría anclas para Portsmouth un barco que se encontraba en disposición de darse a la vela en el puerto de Jamestown.
»Yo estaba desesperado, creyendo que había incurrido en la desgracia del emperador, cuando recibí, por medio del general Montholon, la orden de comparecer delante de él.
»Introdújome el general en el dormitorio del emperador y este le hizo seña de que nos dejase solos.
»Apenas estuve solo con él cuando me arrojé a sus pies suplicándole que me perdonase y que revocase la decisión de enviarme a Francia.
»Dejóme hablar, mirándome con sonrisa; enseguida, cogiéndome por una oreja:
»—Vamos, levántate, tonto —me dijo.
»Estas palabras estaban tan lejanas de los reproches que yo esperaba, que me levanté todo aturdido.
»—No te perdono —me dijo—, atendido a que no tendría que perdonarte más que tu demasiada fidelidad y demasiada abnegación, y esas cosas no se perdonan, pícaro corso, esas cosas se recuerdan.
»—¡Pues bien! Entonces, señor, en nombre del cielo —exclamé—, no me alejéis de vos.
»—Sarranti —me dijo el emperador mirándome fijamente—, tengo necesidad de ti en Francia.
»—¡Oh! Entonces, señor —exclamé—, es otra cosa y, por más deseos que tenga de permanecer a vuestro lado, estoy pronto a partir en el instante mismo.
»—Escucha —me dijo el emperador—, porque las cosas que voy a confiarte son graves; aún tengo partidarios en Francia...
»—¡Ya lo creo! Tenéis un pueblo entero, señor.
»—Algunos de mis viejos generales conspiran para mi regreso.
»—¡Oh!, señor, y, en efecto, ¿por qué no habríamos de volvernos a ver aún sobre el trono? Bien habéis vuelto de la isla de Elba.
»—No se escribe por segunda vez una página como esa en una vida como la mía —me respondió el emperador sacudiendo la cabeza. Por otra parte, tengo la idea de que, para el porvenir del mundo, vale más que yo muera aquí, y que el emperador de los pueblos tenga su pasión y su Gólgota como Jesucristo. Mi muerte será hermosa, Sarranti, y no quiero faltar a mi muerte.
»Y me decía estas palabras con la misma mirada de triunfo que dictaba la paz después de Marengo, Austerlitz o Wagram.
»En Santa Elena había vuelto a encontrar su genio, perdido un instante, como, después del sudor de sangre que le había recordado por un momento que era hombre, Jesucristo se había reconocido de nuevo el hijo de Dios.
»—¿Qué debo, pues, hacer, señor? —le respondí—. ¿Y por qué no permitís que, como otro Simón Cirineo1, permanezca aquí para ayudaros a llevar vuestra cruz?
»—No —dijo el emperador—; ya te lo he dicho, Sarranti, necesito en Francia un hombre seguro, un hombre que vaya a decir a aquellos de mis bravos lugartenientes que no se han prostituido ni a los Borbones ni al extranjero; a los Clausel, a los Bachelu, a los Gerard, a los Foy, a los Lamarque, que no piensen más en mí.
»—¿Por qué, señor?
»—Porque yo, como los antiguos emperadores romanos, he pasado a Dios y, desde lo alto de mi cielo de lumbre, les miro. Irás a buscarles de mi parte y les dirás: «No penséis ya en el emperador más que para pensar que os ama y os anima, pero tiene un hijo que se le enseña tal vez a odiarle y, de seguro, a desconocerle; ¡pensad en este hijo!»
»—¡Oh, señor! Sí, sí, les diré todo eso.
»—Pero no comprometáis su infancia más que en un complot en que estéis seguros de triunfar. Recordad lo que se ha hecho con los Astianacte2 y los Británicos3 el día que se creyó que podían ser peligrosos.
»—Se lo diré, señor.
»—Escucha, Sarranti, he aquí un detalle que podrá ser de alguna utilidad a los que intentaren sacarle de Viena.
»—Escucho, señor.
»—Mi hijo habita a una legua de Viena el mismo castillo que yo he habitado dos veces: una en 1805, después de Austerlitz; otra en 1809, después de Wagram; esta vez permanecí allí cerca de tres meses. Habita el ala derecha, que había elegido yo para mi habitación íntima. ¿Quién sabe? ¡Cosa extraña! Tal vez su alcoba es la mía; sería preciso informarse de esto.
»—Sí, señor.
»—He aquí por qué: fastidiado de tener que atravesar las habitaciones y las antecámaras, siempre llenas de cortesanos y pretendientes, para bajar a los jardines, donde me gustaba pasearme por la mañana y, algunas veces, bastante entrada la noche, había mandado, no al arquitecto de palacio, sino a mis oficiales de ingenieros, que abriesen una puerta y estableciesen una escalera secreta. La puerta daba a mi gabinete de vestir, la escalera a una especie de invernadero: empujando un botón oculto en el marco de un espejo, entraba este en la techumbre y descubría la abertura. Pues bien, Sarranti, comprenderás que si mi hijo tiene guardas de vista, tal vez por allí podrá huir, reunirse a los que le esperen en el parque y ganar la frontera con ellos.
»—¡Oh! Sí, señor, comprendo.
»—Escucha, he aquí un plano del castillo de Schönbrunn que yo mismo he hecho esta noche: el ala del castillo que yo habitaba, ahí está con todos sus detalles; el dormitorio, el cuarto de vestir, helos ahí; ahí esta el diseño de la moldura que es preciso empujar. Ese plano está firmado por mí, ocúltalo con cuidado a los espías ingleses; será tu signo de reconocimiento.
»—¡Oh! Estad tranquilo, señor; será preciso matarme para cogérmelo.
»—Trata de vivir y de que no te lo cojan, que será mejor. Espera, no es eso todo.
»El emperador fue a un cofrecito colocado debajo de su cama y que contenía un millón en oro; cogió trescientos mil francos y me los dio.
»—¿Qué queréis que haga de este dinero? —le pregunté.
»—¡Oh! Estad tranquilo, señor corso, que no os lo doy a vos, os lo confío; ¿oís, maese Cincinato4? Os lo confío para las necesidades de la causa; lo emplearéis del modo que juzguéis conveniente; no es una gran cosa esa suma de cien mil escudos en manos de un imbécil, pero es un tesoro en las de un hombre inteligente. Yo hice mi primera guerra de Italia con dos mil luises que tenía en el cofre de mi carruaje y, al llegar al cuartel, distribuí cuatro luises a cada general.
»—Señor, el dinero se empleará no por la mano de un hombre de genio, pero si por la de un hombre honrado.
»—Si te vieses obligado a huir, escucha bien esto, Sarranti.
»Escuché.
»—Me sería muy agradable que buscases un refugio en la India: allí encontrarías cerca de Ranjit Singh Bahadour5, maharajá de Lahore y de Cachemira, a uno de mis más fieles servidores, el general Lebastard de Premont.
»—Sí, señor.
»—Le había enviado en 1812 para ver si, en el momento que combatía a la Inglaterra, tentando el Oriente por el Norte como había hecho en 1798 tentándolo por Egipto, podía hacer otra revolución en Chandernagor y, de Ranjit Singh, un Tipu Sahib6 más feliz.
»Han sobrevenido nuestros desastres y he separado mis miradas de la India, pero, desde que estoy aquí, he recibido noticias de mi fiel enviado: ha entrado al servicio del príncipe indio, pero no por eso está menos a mi disposición.
»Si, pues, te ves obligado a huir, Sarranti, huye hacia aquella vieja nodriza del género humano que se llama la India; comparte lo que te quede, cualquiera que sea la suma, con él; él no era rico y debe haber dejado en Francia una niña, de cuya educación debía encargarme yo si hubiera permanecido como emperador.
»He aquí, mi querido Sarranti, por qué te he denunciado, por qué te arrojo, por qué mando que te envíen a Europa lo más pronto posible. ¿Oyes, traidor?
»Así pues, que no vuelva yo a oír hablar de ti más que cuando estés allá abajo.
»Y el emperador me tendió su mano, que yo besé.
»De allí a dos días partí.
»Llegué a Francia. No ignoraba yo que, como todos los que venían de Santa Elena, iba a ser sometido a una severa investigación por parte de la policía.
»Se sabía que yo no era rico; los cien mil escudos que llevaba podían excitar sospechas.
»Vine a buscar a vuestro hermano y se lo dije todo.
»Me nombró profesor de sus hijos y me autorizó para dirigirme a vos para la colocación de los cien mil escudos.
»Sabéis lo que entre nosotros pasó con este motivo.
»Ahora, al cabo de cuatro años que hace que he vuelto de Santa Elena, espero una ocasión de servir al emperador según sus deseos.
»Se ha organizado una conspiración que debe estallar mañana; no puedo deciros quiénes son los jefes del complot, su secreto no es mío.
»Lo que puedo afirmaros es que los más ilustres nombres del Imperio van a intentar mañana la ruina del Gobierno de los Borbones.
»Ahora, ¿triunfaremos o no triunfaremos?
»Si triunfamos, nada tenemos que temer; porque somos los amos.
»Si no, el cadalso de Didier nos espera.
»He aquí por qué os he suplicado que saquéis los cien mil escudos de mano de vuestro notario, en papel, si era posible, en vez de oro.
»¿Ahora teméis estar comprometido? Comienzo por deciros que no podéis estarlo; entonces hoy os escribo que negocios importantes me obligan a separarme de vos y, saliendo mal la conspiración mañana, me salvo de la manera que me sea posible.
»¿Queréis ayudarme hasta el fin? Dadme a Juan, que es un fiel servidor; que tenga aquí mañana todo el día dos caballos ensillados, cada uno con cincuenta mil escudos en una maleta.
»Tengo en todo el camino desde aquí a Brest amigos o compañeros que nos ocultarán; en Brest me embarco para las Indias y voy, según las órdenes de mi señor, a reunirme en Lahore con el general Lebastard de Premont.
»Ahora tenéis mi vida en vuestras manos, caballero; no os apresuréis a responderme. Voy a mi cuarto a poner todos mis asuntos en orden, a quemar todos los papeles que pueden comprometerme y, dentro de un cuarto de hora vengo, a buscar vuestra respuesta.
»Y, al concluir estas palabras, se levantó y salió.
»En el momento en que él cerraba la puerta del corredor, se abrió la del cuarto de vestir y apareció Úrsula.
»Naturalmente, lo había oído todo.
»Temí que, mujer, y poco simpática siempre al Sr. Sarranti, le rehusase toda ayuda en su fuga, e iba a adelantarme a su negativa cuando, con grande asombro mío, a estas palabras que le dirigí:
»—Lo has oído todo, ¿qué es preciso hacer?
»Respondió:
»—Es preciso hacer lo que te pide.
»—¿Cómo? —repliqué.
»—Te digo que es preciso darle a Juan, tenerle los dos caballos preparados y rogar (iba a decir a Dios, pero repuso sonriendo): y rogar al diablo que la conspiración salga mal, porque nunca se nos presentará ocasión como esta de hacernos millonarios.
»Me estremecí y me vio palidecer.
»—¡Oh! —dijo—. Creía que era cosa convenida y que no teníamos ya que volver a hablar de ello.
»Después, con aquel tono imperioso que, desde algún tiempo, tomaba en ciertas ocasiones, dijo:
»—Ocupaos solo de una cosa: de recobrar vuestro contrarrecibo. Voy a enviároslo a fin de que no se pierda tiempo; yo me encargo de lo demás.
»Y salió.
»Un instante después volvió a entrar el Sr. Sarranti.
»—¿Me habéis mandado llamar? —preguntó.
»—Sí.
»—¿Habéis, pues, reflexionado?
»—Juan está a vuestra disposición y, desde el amanecer, os aguardarán los caballos ensillados con el dinero en las maletas.
»El Sr. Sarranti abrió su cartera y sacó de ella un papel.
»—Tomad, caballero —dijo—, ahí tenéis vuestro contrarrecibo; desde hoy me doy por reintegrado de los cien mil escudos, puesto que se han sacado de casa del notario. Si las circunstancias me impidiesen volver a pasar por Viry, una palabra mía, si no soy prisionero ni muerto, os diría dónde me habíais de poner el dinero.
»Cogí el contrarrecibo con una mano tan temblorosa, mi rostro había conservado tal palidez desde que Úrsula me había dejado entrever que contaba con la fuga del Sr. Sarranti para el cumplimiento de sus terribles proyectos, que vuestro padre notó mi emoción.
»La interpretó, naturalmente, como una duda por mi parte en servirle.
»—Veamos, mi querido Sr. Gerard, aún es tiempo de que reforméis vuestra resolución. Yo puedo dejar en este momento el castillo para no volver a entrar nunca en él y puedo dejaros la carta que os he ofrecido, en que conste que sois ajeno a todos nuestros proyectos. Decid una palabra y os devuelvo la que me habéis dado.
»Vacilé, pero aquella mujer había adquirido tal imperio sobre mi vida que no me atreví a hacer otra cosa que lo que ella me había ordenado que hiciese.
»—No —le dije—, todo está convenido; en nada cambiemos, pues, nuestras disposiciones.
»El Sr. Sarranti tomó mi adhesión por abnegación y me apretó la mano afectuosamente.
»—Me aguardan en París —dijo—; tal vez me separo de vos para no volveros a ver, tal vez acabo de deciros adiós por la última vez; en todo caso, querido Sr. Gerard, contad con un reconocimiento eterno.
»Y partió.
»Por la noche comí con Úrsula como de costumbre.
»No me atrevo a deciros lo que le prometí en medio de mi embriaguez y qué crimen infame decretamos los dos juntos.
»Mi única excusa es que no estaba en el uso de mi razón, que había perdido mi libre albedrío.
»En fin, para servirme de la expresión de Úrsula, se había decidido la mañana del 19 de agosto de 1820 que, por la noche, a cualquier precio que fuese, seríamos millonarios.
1 Episodio de la Biblia en que, cuando Jesús sube al Gólgota con la cruz a cuestas, Simón de Cirene le ayuda a cargar con ella.
2 En la mitología griega, hijo de Héctor y Andrómaca, y nieto del rey Príamo de Troya, que fue tirado por las murallas tras el asedio para que no pudiese vengar a su padre cuando creciese.
3 Tiberio Claudio César Británico (41-55): hijo del emperador Claudio, asesinado a los catorce años para que ascendiese Nerón al trono.
4 Lucio Quincio Cincinato (519 a. C.-439 a. C.): patricio, cónsul, general y dictador romano arquetipo de las virtudes romanas.
5 Ranjit Singh (1780-1839): maharajá fundador del imperio sij y modernizador del Punjab.
6 Fateh Ali Sahab Tipu (1750-1799): sultán aliado de Napoleón, también conocido como el Tigre de Misore.
»La mañana del día siguiente trascurrió, para mí, agitada con estremecimientos terribles y, aun cuando yo era extraño a la política, hacía votos muy ardientes porque la conspiración triunfase.
»Me parecía que Úrsula no había hablado de crimen más que en el caso de frustrarse la conspiración y verse obligado a huir el Sr. Sarranti.
»Hasta las cuatro de la tarde conté todas las vibraciones del reloj, y todas resonaban en el fondo de mi corazón.
»Cien veces miré el reloj que llevaba en el bolsillo; pasaba el día y nada venía a turbar la tranquilidad ordinaria del retiro en que vivíamos.
»Eran las cuatro de la tarde, íbamos a ponernos a la mesa; yo había notado ya que faltaban los cubiertos de los niños. Úrsula había decidido que comieran aparte.
»De repente oí el galope de un caballo. Aquella vez no me engañaba.
»Lancéme del salón al patio en el que entraba el Sr. Sarranti sobre un caballo, blanco de espuma, acabado de fatiga.
»Al llegar junto la escalera, se cayó el caballo.
»—Todo se ha descubierto —dijo Sarranti—, no me queda otro recurso que huir; ¿está todo dispuesto?
»—Todo —dijo Úrsula.
»En cuanto a mí, no podía responder, flotaba por delante de mis ojos una cosa así como una nube sangrienta.
»Desenredóse el Sr. Sarranti de los estribos, vino hacia mí y me apretó la mano.
»—¡Vendidos! ¡Denunciados! —dijo—. ¡Oh! ¡Miserables! ¡Un complot tan bien urdido! ¡Una conspiración tan bien arreglada!
»En este momento, llamado por Úrsula, venía Juan con los dos nuevos caballos.
»Yo solo tuve fuerza para enseñarlos a Sarranti, diciéndole:
»—¡Huid en el instante mismo! ¡Huid sin deteneros! ¡Vuestra seguridad ante todo!
»Apretóme la mano, saltó sobre uno de los dos caballos, Juan sobre el otro y, por camino de travesía, se dirigieron a Orléans.
»—Bien —murmuro Úrsula a mi oído—, el jardinero, todas las noches a las ocho, se va a dormir a casa de su yerno en Morsang, de modo que estaremos solos.
»—Solos —repetí maquinalmente—, solos.
»—Sí —dijo Úrsula— solos, puesto que, como si hubiéramos podido adivinar lo que pasa, hemos tenido la precaución de desembarazarnos de Gertrudis.
»El pronombre «nos» me recordó el crimen al mismo tiempo que me hacía cómplice.
»Un sudor frío corrió por mi frente.
»Comprendí que había llegado el momento de reunir todas mis fuerzas y luchar.
»Pero hacía mucho tiempo que mi fuerza se había desvanecido y que me dejaba arrastrar, y ya no luchaba.
»—Vamos, vamos a la mesa —me dijo Úrsula—; se trata de no dejar escapar la ocasión que se presenta; tomemos, pues, fuerzas y aprovechémosla.
»Yo sabía a qué llamaba Úrsula tomar, o más bien darme, fuerzas: entregarme a esos vértigos de la embriaguez durante los cuales dejaba de ser dueño de mí mismo y me parecía que estaba poseído por el demonio de la violencia y por el de la locura.
»En estas circunstancias, mezclaba Úrsula a mi vino un afrodisíaco que me tornaba casi insensato. ¿Había leído Úrsula en Suetonio7 que, cuando la hermana de Calígula, querida parricida e incestuosa, quería hacerle cometer un crimen, obraba de la misma manera? ¿O había adivinado, aquella mujer que llevaba en sí la ciencia y el principio del mal, que la cantárida era el equivalente del hipomano8?
»Ya la noche de la muerte de Gertrudis había sentido aquella embriaguez furiosa que volví a sentir la tarde del 19 de agosto después de comer.
»Levantéme de la mesa a las ocho, en el momento en que empiezan a caer del cielo las primeras sombras de la noche.
»Todo lo que recuerdo es una voz que repetía incesantemente a mi oído:
»—Encárgate del niño, yo me encargo de la niña.
»Y yo, embrutecido, insensato, vacilante, respondía:
»—Sí, sí.
»—Pero, antes —me dijo la voz—, preparemos todas las cosas para que parezca que ha sido Sarranti quien ha dado el golpe.
»—Sí —repetía yo—, es preciso que sea el Sr. Sarranti quien parezca que ha dado el golpe.
»—Entonces, ven —dijo la voz.
»Conocí que me llevaban al gabinete donde estaba el bufete, sobre el que escribía yo habitualmente y en cuyo cajón había depositado los trescientos mil francos traídos de Corbeil y entregados al Sr. Sarranti.
»Cerró Úrsula el cajón con llave, después, con unas tenazas hizo saltar la cerradura de modo que pareciese que el cajón había sido forzado.
»—¿Comprendes? —dijo.
»Yo la miré con ojos embrutecidos.
»—Te ha robado la suma que tu notario te había devuelto y, para robarla, ha forzado el cajón; y ha partido.
»En cuanto a los niños, entraron mientras descerrajaba el cajón y, por temor de ser denunciado, se ha desembarazado de ellos.
»—Sí —repetía yo—, sí, se ha desembarazado de ellos.
»—¿Comprendes? —repitió Úrsula, impaciente y alegre a la vez al verme en aquel grado de embrutecimiento a que me había conducido.
»—Sí, comprendo, pero él negará.
»—¿Volverá para negar? ¿Irán a buscarlo a la India? ¿Se atreverá a volver a entrar en Francia cuando está condenado a muerte como conspirador, como ladrón y como asesino?
»—No, no se atreverá.
»—Por otra parte, seremos millonarios; y, con millones, se hacen muchas cosas.
»—¿Cómo hemos de ser millonarios? —pregunté con la lengua envinada y los ojos empañados.
»—Puesto que te encargas del niño y yo de la niña —repitió aquella mujer.
»—Es verdad
»—Entonces, bajemos.
»Recuerdo que resistí, no ya en virtud de la razón, sino del instinto.
»Me arrastró y me hizo bajar a la gradería.
»Los dos niños estaban sentados mirando al sol, que se ponía lentamente.
»—¡Oh! ¡Qué cosa más singular! —dije—. ¡Me parece que el cielo está todo teñido en sangre!
»Al verme, los dos niños se levantaron y vinieron hacia mí cogidos de la mano.
»—¿Es ya hora de entrar, tío Gerardo? —preguntaron.
»Causéme su voz un efecto extraño; no pude responder, me ahogaba.
»—No —dijo Úrsula—, jugad aún, mis queridos pequeños.
»¡Oh! Esto, por ejemplo —dijo el moribundo—, nunca lo olvidaré.
»En medio de mi embriaguez, aún los veo a los dos, hermosos como ángeles del Señor: el niño rubio, fresco, sonrosado; la niña seria y morena fijando en mí sus grandes ojos inteligentes y pareciendo preguntarme por qué tenía la vista turbada, las manos temblorosas y por qué daba traspiés al andar.
»En este momento sonaron las ocho. Oí cerrar la reja del parque: era el jardinero que se iba.
»Miré en derredor de mí; ya no estaba allí Úrsula.
»¿Dónde estaba?
»Respiré y me sentí aliviado. Tuve deseos de coger a los dos niños en mis brazos y salvarme con ellos.
»Y tal vez lo hubiera hecho si no hubiese conocido que no podría sostenerlos, puesto que, a mí solo, me costaba gran trabajo tenerme en pie.
»Además, en el momento en que murmuraba: »¡Hijos míos! ¡Mis pobres niños!», volvió a presentarse Úrsula.
»Tenía mi escopeta en la mano.
»—Tomad —dijo—, ahí tenéis vuestra escopeta, Sr. Gerard.
»Y me alargó el arma.
»Mi brazo se negaba a recibirla.
»—¡Oh! Tío mío —exclamó el pequeño Víctor—, ¿vas a la espera?
»—Sí —dijo Úrsula—, tenemos gente mañana y es preciso que vuestro tío me mate dos o tres conejos.
»—¡Oh! Llévame contigo, tío mío —dijo el niño.
»Me estremecí.
»—Pero toma tu escopeta, ¡cobarde! —me dijo en voz baja.
»La cogí.
»—¡Oh! Tío mío, tío mío, yo estaré detrás de ti y no haré ruido alguno; yo te lo prometo.
»—¿Oís lo que ese niño os pide? —dijo en voz alta Úrsula.
»Yo miré al niño.
»—¿Quieres venir? —le dije.
»—Sí, tío mío, yo te lo suplico; me has prometido, si era muy aplicado y bueno, llevarme un día contigo.
»—Sí, ¿pero has sido muy aplicado, Víctor? —preguntó Úrsula.
»—¡Oh! Sí, señora —respondió concienzudamente el niño—. Y si el Sr. Sarranti estuviera ahí, él os diría qué está muy contento de mí.
»Se había dejado ignorar a los niños que su profesor había partido para siempre.
»—Pues bien, entonces, si verdaderamente ha sido muy aplicado y bueno —dijo Úrsula—, llevadle, Sr. Gerard.
»—Si va Víctor —dijo Leona—, yo también quiero ir con él.
»—¡Oh! No, no —exclamé vivamente—, es ya bastante, es ya demasiado uno.
»—¿Oís, señorita? —dijo Úrsula—. Vamos a acostaros.
»—¿Por qué acostarme? —dijo la niña—. Prefiero aguardar la vuelta de mi hermano y que se me acueste al mismo tiempo que él.
»—Decid a esta niña, de una vez para siempre, que deseáis que obedezca y que no vuelva a decir quiero.
»—Id con Úrsula, Leona —dije a la niña.
»— Y yo —dijo el pequeño Víctor sumamente alegre—, y yo voy con vos; ¿no es verdad, tío mío?
»—Sí, ven —dije.
»Me cogió la mano.
»No tuve valor para conservar en la mía aquella buena y pequeña mano que se confiaba a mí.
»La rechacé.
»—Marcha a mi lado —le dije.
»—Delante, delante —gritó Úrsula, que se llevaba a Leona, quien con la cabeza vuelta, mirando hacia nosotros, decía con un acento que nunca olvidaré:
»—Volved muy pronto, tío mío; vuelve muy pronto, Víctor.
»También yo volví la cabeza, y vi a la niña entrar y desaparecer en el castillo.
»Yo, en aquel momento, rodeando el estanque, me encaminé con Víctor al parque.
»Iba el niño, como le había dicho Úrsula, dos pasos delante de mí.
»La noche estaba ya oscura, solo que, debajo de los árboles del parque, las tinieblas eran más densas aún que en otra parte cualquiera.
»Corría el sudor por mi frente, mi corazón latía hasta el extremo de verme obligado a detenerme.
»Cada cañón de mi escopeta estaba cargado con una bala.
»Había hecho mucho calor durante los últimos quince días que acababan de pasar y se hablaba de perros rabiosos que vagaban por las cercanías, y, temiendo que pasase alguno, sea por la reja abierta de día o por alguna brecha que se hubiese olvidado o descuidado reparar por la noche, había tomado la precaución de cargar mi escopeta con bala.
»Úrsula lo sabía cuando me la había puesto en las manos.
»El niño marchaba rectamente delante de mí.
»No tenía, pues, que hacer otra cosa que echarme la escopeta a la cara, llamar el gatillo, hacer fuego y todo estaba concluido.
»¡Dios mío! Me habíais dado de antemano el remordimiento de aquella acción infame, porque dos o tres veces lleve al hombro la culata de mi escopeta, dos o tres veces llegué a tocar con el dedo en el gatillo y dos o tres veces bajé el arma diciendo:
»—¡Imposible, Dios mío, imposible!
»Durante uno de estos movimientos se volvió el niño.
»Por pronto que bajé el arma, vio que me la había echado a la cara.
»—Tío mío —me dijo—, creía que me habías dicho que nunca debía apuntarse a una persona ni aun de chanza y que un niño había quitado la vida a su hermana por chancearse así.
»—Sí, sí, tienes razón, hijo mío —exclamé—, era para chancearme, pero he hecho mal.
»—Sé muy bien que era una chanza —dijo el niño—; ¿por qué me habías de matar, tú que tanto amabas a nuestro buen padre?
»Lancé un grito.
»Había sentido en la mente una luz como la de un relámpago, creí que iba a volverme loco.
»—Sí, tienes razón, Víctor —dije volviendo a echar mi escopeta al hombro, suspendiéndola del porta-fusil—; sí, amaba a tu padre; vuelve a casa, Víctor, vuelve, no cazaremos esta noche.
»—Como quieras, tío mío —dijo el niño asustado del acento de mi voz.
»Fui hacia él, le cogí por la mano y, a través del bosque, le conduje hacia el castillo.
»Esperaba llegar a tiempo para oponerme a la muerte de la niña.
»Por desgracia, me encontraba a orillas del estanque. Para volver al castillo era preciso dar la vuelta alrededor del estanque, lo que nos retrasaba más de diez minutos, o atravesarlo en la barca.
»—¡Oh! Tío mío, vamos en la barca —dijo el niño—; ¡es tan divertido ir en barca!
»Y saltó el primero en la barquita.
»Yo le seguí vacilando.
»El agua estaba profunda, tranquila como un espejo, iluminada por la luna que acababa de salir.
»Cogí los dos remos y remé rápidamente.
»En aquel momento no tenía más que una idea: llegar a tiempo para impedir el crimen y resultara lo que quisiera; decir: «¡No, no, no quiero!»
»Estábamos a la mitad del estanque poco más o menos cuando oí un grito terrible.
»Reconocí la voz de Leona.
»Al mismo tiempo resonaron en la noche los ladridos de Brasil.
»También él, sin duda desde su nicho, donde estaba retenido por una cadena, había oído y reconocido aquel grito.
»Otros dos gritos más desgarradores que el primero se dejaron oír, mediando algunos segundos de uno a otro.
»Comprendí que llegaría demasiado tarde; los niños estaban condenados.
»Miré al pequeño Víctor.
»Estaba muy pálido.
»—¡Tío mío, tío mío —dijo—, matan a mi hermana!
»En seguida llamó:
»—¡Leona! ¡Leona!
»—¡Quieres callar, desgraciado! —exclamé.
»—¡Leona! ¡Leona! —continuó gritando el niño.
»Fui a él con la mano extendida y la mirada chispeante.
»Al verme, de tal manera le asustó la expresión de mi semblante, que dudó si se tiraría o no al agua.
»No sabía nadar.
»—¡Oh! ¡Mi buen tío —dijo—, no me hagas morir! Te amo mucho, te amo con todo mi corazón, tío mío, y nunca he hecho daño a nadie.
»Acababa yo de cogerle por el cuello de su vestido.
»—¡Tío mío! ¡Tío mío! Tened piedad de vuestro pequeño Víctor. ¡A mí! ¡Auxilio! ¡Socorro!
»Detúvose la voz, mi mano se había ceñido en derredor de su cuello como un anillo de hierro.
»Yo era presa del vértigo, había perdido todo conocimiento de mí mismo.
»—No, no —le dije—, estás condenado, es preciso que mueras.
»Oyó, porque reunió toda sus fuerzas de niño para escapárseme.
»En aquel instante se ocultó la luna tras una nube y me hallé en la oscuridad.
»Además, cerré los ojos para no ver.
»Levanté el niño hasta por encima de mi cabeza y, como si su peso no bastase para hacerle desaparecer debajo del agua, le lancé con toda mi fuerza en el estanque.
»Burbujeó el agua, se abrió como un abismo y se volvió a cerrar.
»Lancéme sobre los remos para ganar la orilla, pero, en el momento que cogía uno en cada mano, reapareció el niño agitándose.
»¿Qué os diré, padre mío? —exclamó el moribundo sollozando—. Estaba ebrio, estaba furioso, estaba loco.
»Levanté el remo.
—¡Oh! Miserable —exclamó fray Domingo levantándose, como si él, simple oyente, no tuviese fuerza para oír mas.
—Sí, sí, miserable, miserable, ¡infame! Porque aquella vez se hundió para no reaparecer más y, cuando la luna salió de detrás de la nube, iluminó la frente lívida de un asesino.
El monje había caído de rodillas y oraba con la frente apoyada en el mármol de la chimenea.
Hubo, en aquella fúnebre habitación, algunos instantes de un silencio terrible.
Interrumpióse un instante aquel silencio por una especie de estertor que salía de la garganta del enfermo.
—Me muero, santo sacerdote, me muero —gemía el enfermo—, y, sin embargo, para la vida de vuestro padre en este mundo, para mi salvación en el otro, aún tengo muchas cosas que deciros.
7 Cayo Suetonio Tranquilo (69-122): biógrafo y autor romano.
8 Mucosidad de la vulva de yeguas en celo, empleada en la confección de afrodisíacos.
Al oír aquel grito de angustia, se levantó el monje rápidamente, volvió al lecho, pasó su brazo derecho por debajo de la cabeza del moribundo y le hizo respirar sales.
Hubiera sido difícil decir cuál estaba más pálido, si el sacerdote o el moribundo.
La debilidad fue larga y llegó casi al desmayo.
Al fin, el enfermo hizo señas de que creía que podía continuar y el dominico volvió a ocupar su puesto a la cabecera del lecho.
—Salté —dijo el asesino—, del batel sobre el césped y corrí hacia la casa.
»Todo había cesado, los gritos de la niña y los ladridos del perro.
»Me había parecido que los gritos salían de una de las salas bajas.
»Llamé a Úrsula con voz tímida primero, después con acento más elevado y, por último, con toda la fuerza de mi voz, pero nadie respondió.
»Tuve entonces la idea de llamar a Leona, pero no me atreví.
»Temí evocar una sombra.
»No había luz y bajé a tientas.
»Ardía en la cocina un resto de fuego y, por débil que fuese la luz que despedía, era fácil ver que todo estaba en orden y que nada había pasado allí.
»De la cocina, pasé a la repostería llamando a Úrsula.
»Nadie respondió.
»Me pareció, sin embargo, que era de allí de donde venían los gritos.
»Pensé en una pequeña despensa que había detrás de la repostería y me faltaba por visitar.
»Intenté empujar la puerta, pero tuve que luchar contra un obstáculo; llamé aún a Úrsula, pero nadie respondió.
»Sin embargo, una cosa me chocó; a la luz de la luna vi la vidriera de la despensa, que daba al jardín, toda despedazada.
»Al mismo tiempo, tropecé en una cosa con el pie.
»Me bajé y conocí que era un cuerpo tendido en tierra.
»En la humedad tibia del pavimento me pareció que aquel cuerpo estaba acostado en su sangre.
»Tenté con la mano. No era el cuerpo de una niña.
»¿Quién era, pues?
»Retrocedí hasta la puerta, atravesé en seguida la repostería y, después, entré en la cocina otra vez.
»Allí encendí una bujía y, espantado de antemano de lo que iba a ver, volví hacía el cadáver.
»¿Qué era, pues, lo que había sucedido? Aquel cadáver era el de Úrsula.
»Aquella sangre en que estaba acostado su cuerpo era su sangre, que salía de una espantosa mordedura que había abierto la carótida y que, por la hemorragia, había producido la muerte casi instantáneamente.
»Un largo cuchillo de cocina yacía cerca de la muerta y parecía que se había escapado de su mano.
»Mi primer pensamiento fue creer que me había vuelto loco y que era presa de alguna alucinación terrible.
»Pero todo era muy real: allí había un cadáver y sangre, y aquella sangre y aquel cadáver eran la sangre y el cadáver de Úrsula.
»Recordé entonces los gritos de la niña, los ladridos del perro y una luz terrible iluminó mi espíritu.
»Fui a la vidriera rota y ya no me quedó duda.
»He aquí lo que había pasado, al menos, lo que me pareció claro como la luz del día.
»Al entrar, Úrsula se había apoderado de un cuchillo y, de grado o por fuerza, había llevado la niña a la despensa.
»Allí había querido matarla.
»Espantada la niña, había gritado y pedido socorro.
»Estos eran los gritos que yo había oído y a los cuales respondían los aullidos de Brasil.
»El perro adoraba a la niña (ya lo he dicho), y el animal comprendió que su pequeña amiga estaba en peligro de muerte.
»Hizo, sin duda, un esfuerzo terrible y consiguió romper su cadena.
»Rota la cadena, no hizo más que dar un salto desde su nicho a la vidriera: con un arranque furibundo pasó a través de la ventana, cayó en la despensa y saltó al cuello de Úrsula.
»La mandíbula de hierro de Brasil había abierto la garganta de Úrsula y obligado a su mano a soltar a la vez a la niña y al cuchillo.
»Ahora, ¿qué había sido de la niña y del perro?
»Ya no estaban allí ni el uno ni el otro.
»Era preciso encontrarlos a cualquier precio.
»La vista del cadáver de Úrsula me llenó de terror y de cólera; lancéme por la puerta de la despensa, que había quedado abierta; por aquella puerta, sin duda, se había salvado Leona.
»Lancéme en su persecución; si la encontraba, mi propia seguridad exigía que la matase como había matado a su hermano.
El monje se estremeció.
—¿Qué queréis, padre mío? —dijo el moribundo—: tal es el fatal enlace del crimen. El asesino es una mano de hierro que es preciso que mate por la única razón de que ha matado.
»Lancéme, lo primero, con mi escopeta en la mano por la calle principal del parque, escudriñando las tinieblas con mis miradas, corriendo hacia donde oía ruido, tomando cada rayo de la luna que penetraba a través del follaje por el traje blanco de la niña.
»En aquel momento estaba loco, furioso, ebrio de rabia, ávido de sangre.
»A cada rumor que creía oír, me detenía echándome la escopeta a la cara, llamando a Brasil y gritando: «¿Eres tú, Leona?»
»Pero nadie respondía; todo estaba tranquilo y callado, el parque estaba silencioso como una tumba, vacío e inanimado como la nada.
»De repente me encontré a orillas del estanque. Me detuve espantado.
»Erizáronse mis cabellos sobre mi cabeza.
»Lancé un grito que nada tenía de humano y volví a emprender mi carrera en dirección opuesta.
»Y era, en efecto, más bien una carrera que una marcha; carrera rápida, febril, desordenada, en la que hubiese echado por tierra, si hubiera apercibido el objeto, cuanto hubiese encontrado a mi paso.
»¡Nada! Cerca de una hora vagué así de calle en calle, de matorral en matorral, de árbol en árbol; ni una huella, todo permanecía silencioso y desierto.
»Tuve, por un instante, la idea de descargar mi escopeta para oír un ruido cualquiera; tanto me parecía hermano de la muerte aquel espantoso silencio.
»En fin, cansado, moribundo, bañado en sudor, perdí toda esperanza de encontrar ni el perro, ni la niña.
»Encontréme en frente del castillo, al pie de la gradería, a cien pasos del estanque.
»Aquella agua silenciosa, fría, inmóvil, ¡me espantó!
»Separé la vista, pero, a pesar mío, mis ojos volvían siempre al mismo sitio.
»Entre las cañas, a la orilla, veía la chalupa semejante a un gran pez varado.
»Y sobre el césped, el remo...
»No pude soportar la vista de aquellas cosas y entré.
»No me atrevía a bajar cerca del cuerpo de Úrsula; subí a mi habitación; las ventanas estaban abiertas de par en par y daban sobre el estanque.
»¡Todo daba, pues, sobre aquel miserable estanque!
»Acerquéme a las ventanas para cerrar las maderas, pero, en el momento que me inclinaba hacia fuera para traerlas hacia mí, me quedé como petrificado.
»Un animal andaba en torno del estanque con el hocico en tierra, como si siguiese una pista.
»Era Brasil.
»¿Qué buscaba?
»Formó, siempre corriendo, un círculo perfecto; después, deteniéndose en el sitio donde Víctor y yo habíamos subido a la barca, levantó la cabeza, aspiró el aire, miró a todos lados, lanzó un aullido lastimero y se lanzó al agua.
»¡Cosa terrible! Seguía nadando el mismo camino que había seguido la barca; hubiérase dicho que el surco que la barca había hecho permanecía visible y que seguía aquel surco.
»Llegado que hubo al punto en que yo había precipitado al niño en el agua, giró sobre sí mismo un instante.
»En seguida se sumergió.
»Yo había seguido todas las evoluciones del perro con los ojos fijos, la respiración suspendida.
»Había dejado de vivir momentáneamente.
»Arremolinábase el agua encima del punto en que el perro se había sumergido.
»Dos veces apareció su cabeza en la superficie del agua y le oí respirar ardientemente.
»A la tercera vez, tenía en la boca un objeto informe que sacaba nadando hacia la orilla.
»Tocó el césped y subió el ribazo, tirando del objeto hacia sí.
»¡Cosa espantosa! Aquel objeto que atraía hacia sí, y que consiguió después de esfuerzos inauditos arrastrar sobre la orilla, era el cadáver del niño.
—¡Horror! —murmuró el sacerdote.
—¡Oh! Decid, decid —exclamó el moribundo—. ¡Comprendéis lo que pasó en mí al ver aquello! ¡El abismo devolvía sus muertos como en el día del juicio!
»Lancé un grito de rabia. Volví a coger mi escopeta; bajé la escalera, franqueando cuatro o cinco escalones de cada zancada. ¿Cómo no rodé por ellos? ¿Cómo no me rompí la frente contra las losas del vestíbulo? No lo sé.
»Llegué a la gradería. Una espesura de árboles me ocultaba el perro y el niño; marché en dirección de la espesura a fin de acercarme lo más posible al animal sin que me viera.
»Una vez llegado a la espesura, no estaba más que a treinta pasos del perro, que arrastraba el cadáver del lado opuesto del castillo.
»Pensé en la brecha.
»¡Ah! Sin duda era por aquella brecha por donde se había salvado Leona, y por ella quería el perro arrastrar al niño.
»Si la casualidad no hubiera hecho que hubiera visto lo que acababa de pasar, aquel miserable perro lo denunciaba todo.
»En el momento en que aparecía yo del otro lado de la espesura, me sintió.
»Entonces soltó el niño y volvió contra mí su boca sangrienta y sus flamígeras pupilas, que centelleaban en la noche como dos carbones encendidos.
»Oí chasquear sus mandíbulas la una contra la otra.
»Aproveché el momento en que dudaba él si continuaría llevando al niño hacia la brecha o si se lanzaría sobre mí.
»Le apunté con el cuidado de un hombre que juega su vida y tiré.
»Dobló el perro sus cuatro patas y se internó en el bosque lanzando un largo y lúgubre aullido.
»Corrí hacía el perro, esperando tropezarlo y rematarlo con el segundo tiro de mi escopeta.
»Debía estar ya cruelmente herido porque, a la luz de la luna, veía una huella de sangre sobre el césped.
»Seguí aquella huella mientras caminaba por un suelo descubierto, pero, al entrar en el bosque, la perdí.
»No por eso corrí menos a la brecha.
»Por aquella brecha era por donde había debido salir.
»En todo caso, por allí había salido Leona; un trozo de su pañoleta había quedado en un agavanzo o rosal silvestre.
»¿Qué había sido de ella?
»Había ya más de una hora que había pasado la pared desplomada.
»El camino de Fontainebleau a París pasaba a un cuarto de legua escasamente.
»¿Quién me diría hacia qué lado había ido? ¿Si había encontrado a alguno y adónde la habían llevado?
»Y luego, ¡si, mientras la buscaba fuera de los muros, fuese a entrar alguno en el castillo y encontrase el cadáver de Víctor sobre el césped!
»Lo importante, ante todo, era hacer desaparecer aquel cadáver.
»En aquel momento surgieron en mí las primeras ideas de conservación.
»¿Cómo había sido bastante loco para dejar el cadáver en el estanque?
»No sabía que al cabo de cierto tiempo los cadáveres de los ahogados vuelven a presentarse sobre el agua.
»En último resultado, debía considerarme muy feliz con que Brasil lo hubiera sacado del estanque y lo hubiera arrastrado sobre el césped.
»Iba a enterrarle en un punto aislado del jardín y desaparecería toda huella del crimen.
»Volví a entrar en el parque después de haber arrancado del espino el jirón de la pañoleta que había retenido al paso de Leona y volví a tomar corriendo el camino del estanque.
»Corriendo y todo, me ocurrió un espantoso pensamiento, un pensamiento que me daba vértigos.
»Si no encontrase ya el cadáver, me decía, ¿dónde le buscaría?
»Felizmente, estaba allí.
»¡Felizmente! ¿Comprendéis? —repitió el moribundo—. ¡Es espantoso lo que os digo!
—¡Oh! Sí, sí; espantoso —murmuró el sacerdote, que sentía que sus cabellos se erizaban al oír aquel relato.
El moribundo continuó:
—Para enterrar el niño, necesitaba una azada; pero había sufrido demasiado durante aquellos instantes que me había separado del cadáver para separarme de él otra vez.
»Colgué mi escopeta del hombro por el porta-fusil, cargué con el niño en uno de mis brazos y fui hasta el sitio en que el padre Vicente encerraba sus utensilios de jardinero para coger allí una azada.
»Encontré el instrumento que buscaba.
»La cabañita estaba arrimada a la huerta, es decir, al sitio destinado a sembrar hortalizas y legumbres.
»El sitio más lejano de la huerta era el más desierto del parque y el mismo, por lo tanto, en que debía enterrar el niño.
»Atravesé, pues, de nuevo el menudo césped del prado, viendo alargarse a la claridad de la luna la sombra que formaba el grupo odioso de un hombre que llevaba debajo del brazo el cadáver de un niño.
»Sus piernas se balanceaban delante, su cabeza colgaba por detrás.
»Apresuré mi carrera y me interné en el bosque.
»El viaje que haga a través de la eternidad desde el día de mi muerte hasta el del juicio final no será más terrible para mí que aquella carrera nocturna a través de las tinieblas proyectadas por los grandes árboles.
»Mis piernas temblaban, estaba anhelante y, a veces, me veía obligado a detenerme para tomar aliento.
»De repente, me sentí detenido.
»Quise continuar mi carrera, pero me retenían por detrás. Temblé; mis piernas se doblaron bajo mi peso. El vértigo, con su acompañamiento de espectros, estuvo pronto a pasar por delante de mis ojos y me sentí próximo a morir.
»En fin, hice un esfuerzo y tomé la resolución de mirar atrás: los bucles rubios del niño se habían enredado en una rama rota.
»Este era el obstáculo; todo ello no había durado más que un segundo, pero, durante aquel segundo, había visto centellear por encima de mi cabeza la cuchilla de la guillotina.
»Me eché a reír con una risa terrible; dí una sacudida al cadáver; una parte de los cabellos quedó en la rama, pero continué mi camino.
»Creí, al fin, haber encontrado el paraje que me convenía.
»Hallábame en un bosque espeso, a algunos pasos de un banco de césped donde, tal vez, no había venido a sentarme dos veces en los cuatro años que llevaba habitando en el castillo.
»Había allí, entre los tallos de lilas, un espacio de tres pies de diámetro poco más o menos.
»Horadando verticalmente la tierra, podía concluir al cabo de hora y media o dos horas.
»Puse manos a la obra.
»¡Qué hora, padre mío, qué hora la que pasé en abrir aquella fosa!
»Podrían ser las dos y media de la mañana cuando la comencé.
»Es el momento en que se despiertan los primeros estremecimientos de la naturaleza, los pájaros en las ramas, las bestias salvajes en los matorrales.
»Al menor ruido me volvía creyendo oír pasos; arroyaba el sudor por mi rostro, mi aliento se escapaba silbando de mi pecho.
»Sentía llegar el día.
»Al fin se terminó la obra fúnebre.
»Puse el cuerpo del niño en aquel agujero vertical, que no tendría menos de cuatro pies de profundidad.
»Después eché sobre él la tierra que había amontonado a orilla de la fosa, pisándola a fin de que el terreno no presentase elevación.
»Enseguida, como no podía caber toda la tierra a causa del espacio que ocupaba el cadáver, desparramé el resto por las cercanías.
»Por último, a cien pasos de allí fui a buscar una gran capa de musgo, que volví a colocar sobre el punto en que la tierra había sido removida recientemente.
»Gracias a aquella precaución, no quedó huella alguna del terrible trabajo.
»Era tiempo.
»En el momento que concluía, entreabría el sol las nubes y, en la cima de una encina cuyas ramas se extendían sobre mi cabeza, cantaba un ruiseñor.
—Con el sol y con la luz vinieron los dos terribles fantasmas del día: el recuerdo y la reflexión.
»Vi venir el sol con el espanto del condenado a muerte que ve entrar, por la mañana en su calabozo, al carcelero que viene a anunciarle la hora de la ejecución.
»Tratábase de tomar un partido, pero todo en mí era terror, incertidumbre, caos.
»Nunca hubiera tenido presencia de espíritu si casi todo no hubiera estado arreglado de antemano por Úrsula.
»Su muerte misma lanzaba sobre todos los sucesos de aquella noche fatal una incertidumbre mayor aún y, sobre todo, apartaba de mí las sospechas.
»Mi adoración hacia aquella criatura era proverbial; no se podía, pues, sospechar de mí el que hubiese contribuido a su muerte.
»Además, el perro, que se le encontraría muerto en alguna parte, sería una prueba de que, no habiendo llegado a tiempo para socorrerla, la había vengado.
»No tenía sobre mí ninguna huella de aquel terrible testigo que nada hace desaparecer, la sangre. Con un poco, pues, de buena voluntad y de razón, conseguí recobrar mi sangre fría.
»Lo que solo me llenaba de terror era la fuga de Leona.
»Pero, suponiendo que Leona se encontrase, no podía acusar más que a Úrsula, y Úrsula estaba muerta.
»Subí a mi habitación e hice desaparecer todas las huellas de la orgía de la víspera. Apuré de un trago lo que quedaba en la botella, compuse un poco el desorden de mis vestidos y fui corriendo a casa del alcalde del país.
»Era este un buen hombre, un simple obrero, como lo había sido yo mismo, y al que había inspirado hacia mí una grande simpatía y una confianza profunda aquella comunidad de trabajos de nuestra juventud.
»Le recité la fábula que Úrsula y yo habíamos preparado, es decir, que los dos niños habían desaparecido y que su desaparición de tal modo coincidía con la marcha de Sr. Sarranti y el robo de los cien mil escudos tomados la víspera de casa del notario y robados de mi bufete forzado, que no dudaba en acusarle de aquel robo y de aquel asesinato.
—¡Pobre padre! —murmuro Domingo levantando las manos y los ojos al cielo.
—Sí, pero, para que el cielo no me castigue —exclamó el moribundo—, puesto que le devuelvo por mí mismo la pureza que había marchitado, es preciso que me perdonéis, padre mío, porque ¿cómo queréis que Dios me perdone, si vos no me perdonáis?
—Continuad —dijo el monje.
—En cuanto a mí, ved aquí cómo explique mi tardía denuncia.
»La víspera había entrado muy tarde. Creyendo a todo el mundo acostado, había subido derecho a mi cuarto y me había acostado también. Por la mañana, me había despertado al amanecer; no oyendo ruido alguno en la casa, me había levantado; al pasar por mi gabinete había encontrado el cajón de mi bufete forzado, había pasado a la habitación de Úrsula y estaba desierta, había pasado a los cuartos de los niños y estaban vacíos; había llamado, y nadie había respondido.
»Había bajado, había buscado y, al fin, en la despensa había encontrado el cadáver de Úrsula bañada en su sangre.
»La naturaleza de la herida no me había dejado dudar respecto a la naturaleza de su muerte: había sido estrangulada.
»Entonces había apercibido acostado en el prado el perro, que había roto su cadena, y, en un primer movimiento, en uno de esos movimientos de dolor que os ponen fuera de vos, había cogido mi escopeta y enviado una bala a Brasil, que había desaparecido herido.
»Creyó el alcalde esta fábula y atribuyó mis dudas, mis repeticiones y mi palidez a mi espanto; consolóme a su manera lo mejor que pudo y, haciendo que su auxiliar previniese a todas las autoridades competentes, volvió conmigo al castillo.
»Me había yo guardado muy bien de decir hacia qué frontera había emprendido la fuga el Sr. Sarranti.
»Comprenderéis muy bien que yo no tenía más que un deseo, que pudiera salir de Francia.
»Encerréme en mi habitación, abandonando el resto del castillo a las investigaciones de la justicia y rogando únicamente a mi amigo el alcalde de Viry que hiciese que se respetara mi dolor lo más posible.
»El buen hombre me dio palabra de encargarse de todo.
»En seguida, preciso es decirlo, llegó la noticia de que se había descubierto la conspiración.
»Aquella noticia venía en mi ayuda, como yo había creído.
»Cuando se supo que el Sr. Sarranti era uno de los agentes más fanáticos del partido bonapartista, los periódicos del Gobierno no dejaron de reunir aquella acusación de asesinato y de robo para lanzarla a la cabeza de todo el partido. La policía, preciso es decirlo también, se hubiera desesperado suponiendo que hubiera tenido alguna duda con encontrar los verdaderos culpables, porque en 1820 era una dicha manchar a los bonapartistas con los nombres de asesinos y ladrones, como en 1815 se les había manchado con el de bandidos; y fue una fortuna para el Gobierno hacer pesar una acusación semejante sobre la cabeza de un hombre que había llegado de Santa Elena y había vivido en la intimidad del emperador.
»Yo no tuve, pues, ningún temor realmente serio; todas las sospechas pasaron en torno del culpable para perseguir al inocente y, por más inocente que vuestro padre fuese, dudo que se hubiera librado del cadalso si lo hubieran arrestado.
Levantóse el sacerdote; estaba pálido como las sábanas del moribundo.
Aquella idea de su padre, víctima de una falsa acusación con todas las apariencias de culpabilidad, le espantaba hasta el punto de volverle loco.
—¡Oh! —murmuró—, bien sabía yo que no era culpable y, sin embargo, le hubiera visto morir sin poder salvarle. ¡Oh! caballero, caballero, sois muy...
Y se detuvo.
Iba a decir muy infame.
El moribundo bajó la cabeza.
Lo que pedía era que aquel dolor del hombre se exhalase en palabras, a fin de que no quedase en el hijo más que la misericordia del sacerdote.
—Pero —continuó el monje—, a pesar de esa confesión que me hacéis, no por eso dejará de pesar eternamente una acusación sobre la cabeza de mi padre, caballero.
—¿No voy a morir, caballero? —balbuceó el enfermo.
—Entonces —exclamó el sacerdote—, ¿me será permitido revelarlo todo después de vuestra muerte?
—Todo; caballero. ¿No es verdad que debo bendecir a la Providencia por haberos conducido cerca de mi lecho?
—¡Ah! —dijo el sacerdote respirando—; padre mío, ¡mi pobre padre! ¿Sabéis, caballero, que, si hubiera conocido la acusación que pesaba sobre él, ¡hubiera vuelto a protestar de su inocencia a riesgo de perder la cabeza!
—Sí, padre mío. Pues bien, muerto yo, le escribiréis y podrá volver; pero, en nombre del cielo, no llenéis de terror y desesperación las pocas horas que me quedan de vida.
Hizo el sacerdote una seña para tranquilizar al moribundo.
—Mirad —continuó éste—, dejadme haceros una confesión. Hace siete años que el crimen se ha cometido, pues bien (preciso es que yo sea de una naturaleza bien execrable), pues bien, repito, no he tenido un solo instante el sentimiento de remordimiento puro y aislado. No, no; con el remordimiento hubiera dormido, hubiera vivido tranquilo, feliz quizás; pero el terror de la justicia, el espanto del castigo, he aquí lo que ha turbado mis días y me ha atormentado en mis noches. ¡Oh! Cuántas veces, en mis ensueños, he comparecido delante de un tribunal; cuántas veces he oído, a pesar de mis ruegos, mis lágrimas y mis negativas, resonar la palabra «asesino»; cuántas veces he sentido sobre mi cuello, que se estremecía, el frío de la tijera que cortaba mis cabellos, el vaivén de la fatal carreta y, en perspectiva, en el horizonte por encima de todas las cabezas, o extenderse los dos brazos rojos o brillar la cuchilla de la horrorosa guillotina.
—¡Desgraciado! —murmuró el sacerdote mirando con compasión a aquel hombre, viva imagen del terror, y que se conocía que por el terror podía llegar a ser feroz.
—He aquí por qué me he desterrado de Viry; he aquí por que he venido a vivir a Vanves; he aquí por qué hago beneficios.
Volvióse vivamente el sacerdote al oír estas últimas palabras.
—Sí, sí, padre mío —dijo el moribundo—, la limosna es un manto con que me cubro para que no se vea mi vestido manchado de sangre. ¿Quién se atrevería, ahora, a venir a buscarme en medio de ese acompañamiento de buenas acciones que vela en derredor de mí?
—El que viene —dijo Domingo levantando su dedo al cielo—. ¡Dios!