Los mundos anteriores - Gustavo Nielsen - E-Book

Los mundos anteriores E-Book

Gustavo Nielsen

0,0

Beschreibung

En un futuro donde la enfermedad es el destino inevitable, P intenta aferrarse a la mujer que ama. Desesperado, descubre que la única salida es un viaje sin retorno a una ciudad en 1919, el único lugar en la historia donde el cáncer no existe, y, para lograrlo, deberá recurrir a una agencia de viajes en el tiempo. En un presente en el que la memoria es tan solo un archivo de voces atrapadas en pañuelos digitales y las emociones se programan, el protagonista tiene que tomar una decisión que cambiará su vida para siempre: dejar ir a Nane o desafiar las reglas de un mundo que ya no es el propio.   Con una prosa atrapante y una mirada del mundo perturbadora, Gustavo Nielsen construye una historia que pone en jaque nuestra concepción de la memoria y el amor. ¿Qué significa en verdad la palabra "vida" y qué estamos dispuestos a hacer para no perderla? Los mundos anteriores nos invita a recorrer una narración laberíntica donde la pregunta por nuestra propia existencia nos espera a la vuelta de la esquina. 

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 477

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Gustavo Nielsen

Los mundos anteriores

 

En un futuro donde la enfermedad es el destino inevitable, P intenta aferrarse a la mujer que ama. Desesperado, descubre que la única salida es un viaje sin retorno a una ciudad en 1919, el único lugar en la historia donde el cáncer no existe, y, para lograrlo, deberá recurrir a una agencia de viajes en el tiempo. En un presente en el que la memoria es tan solo un archivo de voces atrapadas en pañuelos digitales y las emociones se programan, el protagonista tiene que tomar una decisión que cambiará su vida para siempre: dejar ir a Nane o desafiar las reglas de un mundo que ya no es el propio.

Con una prosa atrapante y una mirada del mundo perturbadora, Gustavo Nielsen construye una historia que pone en jaque nuestra concepción de la memoria y el amor. ¿Qué significa en verdad la palabra “vida” y qué estamos dispuestos a hacer para no perderla? Los mundos anteriores nos invita a recorrer una narración laberíntica donde la pregunta por nuestra propia existencia nos espera a la vuelta de la esquina.

Índice

PortadaSobre este libroDedicatoriaEpígrafeArmenia1234567891011121314151617181920PlayaReferenciasAgradecimientosCréditos

Con amor, a Moira

Si pudiéramos invertir el sentido del tiempo y cambiar de lugar el futuro y el pasado, el pasado gritaría contra nosotros y nuestro futuro gritaría igual de fuerte, como nosotros hacemos contra las eras pasadas.

Todas las eras son sus hijos, y se llaman unas a otras por sus nombres.

 

HERMAN MELVILLE,Mardi y un viaje más allá

ARMENIA

“ANTES uno podía amar o no su auto, pero tenía que aprender a conducir. Ahora solamente hay que amarlo. Al Tesla —grabó P—. Voz 1, Lista Remember.”

También grabó: “Besar es el modo más hermoso de detener el tiempo”.

Después decidió grabar cómo era su casa, por si en el futuro, más adelante todavía del futuro en que vivía, se le borraba la memoria. Recordó la primera vez que entró a su piso Z, en el bobinado número 39 de la Villa Tesla. Estacionó el T16 anaranjado a 280 metros de la tierra, en su terraza balcón, y entró a una caja nueva, sin atributos ni ornamentos. Ni muebles. Ni cuadros. Era un cubo vacío y blanco, y lo estaba esperando.

“¿Qué era lo que quería? —pensó—. Ah, sí, un trago.”

El espacio, entonces, se transformó en un bar con una barra acolchada. Taburetes, luz roja y bola de espejos. Vintage boîte de Ramos Mejía.

“Si quiero descansar crea sillones, alfombras, almohadones. Si quiero flotar, una piscina. Si quiero hacer el amor, un ámbito despojado y cálido, con una cama blanda, sábanas de algodón, velas y leve perfume a lavanda. Si quiero cocinar, cuatro mesadas laterales y una en isla, con espacio para el amasado. Si quiero comer recrea una mesa con mantel de encaje, servilletas de tela como las de mi abuela, copas finas y cubiertos de plata. Voz 3, Lista Remember.”

—¿Me pongo el saco marrón o el saco gris? —le preguntó a la asesora de vestuario, inclinado sobre el pañuelo desplegado en la cama.

—Marrón.

—Pero me gusta más el gris.

La asesora le pidió que usara una camisa de color. A P las camisas le gustaban blancas.

—Pantalones rojos —insistió la voz de ella.

Él hizo como que no la escuchaba.

—No podés ir siempre de blanco y negro, P.

—Y gris —le dijo.

Se puso los pantalones rojos y los dejó hasta que se volvieron chupines. La coctelera de Philips le sacó un Manhattan como le gustaba, bien oscuro y con una cereza al marrasquino marca Carletti. Metió los pies en los borcegos; retiró la copa cónica de la bandeja. En el pañuelo dictó las instrucciones para la vuelta: un strudel tibiecito, la cama con la simulación de bolsa de agua caliente y una taza de té humeante, Earl Grey, con una rodaja de limón en el plato. Persianas bajas. Luces tenues. Sin pantallas encendidas y con filtro de ruidos externos. Le dijo todo eso al pañuelo. Después se puso a plegarlo y vio que la bolsa había subido en Jenga y Boss. Retrospectiva de William Kentridge en el MALBA, con el video completo de La flauta mágica, su favorito, y una oferta de la SoupMaker de haute cuisine que también había publicado Philips y jamás compraría.

P no necesitaba que le fabricaran la comida, era de los que todavía preferían cocinar a la vieja usanza. Compraba los ingredientes en el Mercado de San Telmo, todos bióticos, y después los mezclaba adentro de las máquinas. Odiaba los huevos que venían con la yema en forma de fantasía: corazón, estrella, pacman. Odiaba los papines Disney. El pañuelo vibró: el T16 lo aguardaba en el balcón.

Terminó el Manhattan y se comió la cereza. Esta vez vino sin carozo. Con lo que le gustaba escupirlo desde su penthouse. El T16 siempre lo retaba por eso.

“Hoy vamos a festejar dos sucesos. Que Nane se ha dado su última serie de radiaciones y que su hija Lilia se recibió de escuela media. Yo no quiero festejar que mi salud sigue perfecta; en esta época de hanta es casi como reírse del prójimo. Aunque Nane esté un poco mejor. Aunque a ella no le importe tanto, o haga como que no le importa. Me prefiere sano; de existir esa posibilidad yo también preferiría lo mismo para Nane. Voz 4, Lista Remember.”

Los otros T16 llenaban el aire como moscas. P no entendía cómo no había choques.

“Qué lindos están los berros de mi terraza, ¿no? ¿Y la tomatera? Va a dar el doble este año. Solamente porque le puse el umbráculo. Los arbolitos están con acelerador de crecimiento. Quiero tener naranjas, quinotos y manzanas verdes antes de fin de año. Quedan diez días. Amo el dulce de quinotos de Nane. Lo hace en la Roner en seis segundos, y queda como si los quinotos hubieran hervido cuatro horas. Voz 5, Lista Remember.”

Afuera de la Villa, Buenos Aires parecía más peligrosa, aunque nunca pasara nada. Nane tenía una casa moderna pero de ladrillo, de 1970, en un lugar llamado Beccar. La casa pertenecía a la tradición porteña del movimiento moderno del gran Le Corbusier, que jamás hubiera utilizado ladrillos como terminación. Ella vivía con su hija en esa antigüedad, con un jardín gigante y animales, y una pileta a la que había que llenar o limpiar… ¡a mano! Con barrefondo y elementos así. Ellas se decían bohemias, aunque Nane no hiciera otra cosa que mirar los videos de venta de pisos en la Villa, con un poco de envidia. Adoraba ir a dormir al Z39, que la había adoptado en un ciento por ciento y la trataba estupendamente.

P grabó dos indicaciones adicionales en el pañuelo. La temperatura de agua del jacuzzi hacia las once y media de la noche. Y efecto vela en las luces del dormitorio, por si Nane quería quedarse a dormir. En la cuadra del restorán descendieron verticalmente. A Palermo Fizz se llegaba realmente rápido por el aire.

—Gracias, VLA —dijo P.

—¿Te acordaste de traer la cajita? —dijo el T16.

—La tengo en el bolsillo. —P se tanteó el saco por afuera.

—Suerte en la cena.

Amaba que el asiento lengua se torsionara y lo sacara del casco para depositarlo de pie en el destino. Entrar o salir de un vehículo era algo que se había vuelto dificultoso con los años. El diseñador lo había etiquetado “asiento Jagger”. El Tesla cerró la puerta y regresó, tal como lo tenía programado. Un chino le hizo fuck you con la mano levantada. P se imaginó que se lo haría a todos los que no estacionaban en su calle. Todavía era gracioso, para P, ver irse a su vehículo por sobre los coches viejos. Incluso entre los T10 y los T12. Esos modelos se parecían al futuro que los visionarios habían supuesto para el año 2030. Acerados, brillantes, capsulares. El T16 ya era ecológico vintage, como deberían ser todas las cosas. Se veía raro, con su forma de armadillo.

“Sobre todo por las patas con garras, por lo que decir que rueda es solamente una costumbre heredada de los modelos anteriores. Este puede trepar, subirse a un árbol, correr por un desierto y pisar las calles. Se sumerge. Vuela. Él se ríe cuando lo llamo ‘Vintage Look Armadillo: VLA’. Me gusta que mi vehículo se ría de mis chistes. Voz 6, Lista Remember.”

La grabación del beso como máquina para parar el tiempo era lo más lindo que se le había ocurrido en el día, pensó P.

Para acceder al salón tuvo que abrir una puerta y subir una escalera. Casi no había gente, ocupó una de las mesas de la ventana. La música estaba demasiado fuerte y el ambiente olía a especias. Muy picante para P. Abrió el pañuelo en el aspirador. Vio que nadie se había quejado en toda esa semana de los decibeles del local; igualmente los bajó. Y de paso hizo más suave la luz que daba a su mesa encendiendo la vela. La chica se acercó inmediatamente. Traía una tablet entre las manos. No despegó la vista de la pantalla, con la pelvis apoyada contra el borde de la otra silla.

—No la llamé.

—Prendió la vela.

—¿Y?

—Es el modo de llamarnos en el Armenia. ¿Qué va a tomar?

—Una copa de vino. ¿Qué tiene?

—De la casa. Un malbec de Mendoza.

—¿No hay Nikol?

—Sí, pero en botella.

—Traiga una. Fresca. Y no quite ese plato; espero gente. Podríamos necesitar otra mesa.

—¿Reservo la de al lado?

—Aquella.

Los nombres de las comidas sonaban a guerra en Medio Oriente. Baba ganoush, muhammara, sarawak, muyatra, kebbe. P marcó el surtido de platitos. Por la ventana vio estacionarse el T10 celeste de Nane, y a ellas cruzando la calle. El mismo chino les hizo fuck you. Un milagro haber conseguido estacionamiento en el Fizz.

“Parece cansada; ¿renguea? Debería estar eufórica: esta semana le hicieron transfusión y tres felices sesiones de radio. Sin embargo, arrastra una pierna. Puedo ver eso desde aquí. Voz 7. Lista Remember. Stop.”

Apagó la función en el pañuelo. Iba a seguir grabando muchas voces más, para guardarlas como recuerdo de su existencia, como si fuera un diario. P al 17 de diciembre de 2053. Las voces se fechaban solas en la grabación. Levantó la cabeza y la mano. Con las chicas entró más gente. El restorán empezaba a llenarse. Un gordo que se ubicó detrás de él subió la música. P lo detectó por la señal del pañuelo; en esa mesa había solamente dos señoras mayores y el gordo, de unos cuarenta años. Las señoras estaban batalladas por el hanta: bubones en la cara. El gordo era el único con la salud medianamente intacta como para poder tomar decisiones. P le escribió: “Por favor, baje la música”. Al mismo tiempo, denunció el inconveniente al restorán. Sí: Nane rengueaba. Se puso de pie. El gordo también, previendo un posible conflicto con su vecino. Lilia llevaba a su madre del brazo. P corrió la silla y ayudó a Nane a sentarse.

—¿Qué te pasó en la pierna?

—Me caí durante las inoculaciones. No tiene nada que ver con el tratamiento en sí; fue un accidente —dijo Nane.

Lilia salió a buscar otra mesa. Habían ocupado la que P había pedido que reservaran. Lilia vio una libre en la punta opuesta del salón. Corrió. Arrojó su chaqueta desde un metro antes de llegar, para que no se sentara una fila de hindúes con turbantes. El pañuelo marcó: “Sala completa”. Los hindúes se fueron malhumorados.

Nane anotó, enseguida de sentarse, que los humos debían ser enfrascados. Era lo primero que hacía todas las veces que estaba en un lugar público. Y sacar el espejo alfajor de su cartera. Lo abrió; se miró. P pensó que era hermoso verla mirarse. “Más hermoso que cuando mira su pañuelo.” “Mamá, no seas presumida”, la retó Lilia, a la distancia.

Por lo que observó en el pañuelo, Nane pudo definir en el plano de la sala un sector de seis mesas contiguas sin humo. Lo hizo justo en el momento en que el gordo encendió un habano. Sonó el clip de prohibición y todos los comensales buscaron en sus pañuelos para ver si se trataba de ellos. P y Nane miraron hacia la mesa del gordo. La camarera se acercó para tomar el pedido, pero P ya lo había resuelto por vía virtual. El gordo se paró para decirle a la camarera que quería hablar con el gerente.

—Este hombre está vulnerando mis derechos de audición e intoxicación —dijo. Señaló a P.

—No le vulneré nada, simplemente me anticipé en el cerco de sonido y de humo.

—Soy juez. Vengo siempre a este lugar. Y hoy traje a mis tías enfermas.

—Yo también estoy bajo tratamiento —dijo Nane, enojada.

La camarera dejó caer el brazo de la tablet y todos pudieron ver que estaba jugando al Candy Crush, con el volumen apagado.

—Si no se arreglan entre ustedes, quito sonido parcial —dijo.

Nane dibujó en el pañuelo una zona para mostrarle.

—¿Se podría?

—¡Necesito música! Alta, bien alta —gritó el gordo—. Tenemos que tapar toda esta mufa de la enfermedad.

—Señor —respondió Nane—, vinimos aquí para hablar de algo serio. No tenemos por qué escuchar el chingui chingui.

—Ustedes eligen las canciones de la playlist y yo el volumen.

Por algo era juez.

—Definitivamente no —dijo Nane.

Y trazó un triángulo que intentaba excluir al gordo. Lo giró dos o tres veces. Por geometría y por donde estaba sentado, era ineludible.

—Como lo ponga, la silla del gordo siempre queda adentro —protestó Nane.

—Ma sí, yo te cambio —le gritó una de las tías, que seguía el inconveniente en el chat de su pañuelo—. ¡Soy sorda y no fumo!

—No es el hecho —dijo el gordo, pero se cambió de lugar a regañadientes. Marcó en su pañuelo un “altercado judicial” solicitando los apellidos y documentos de los adultos de la mesa de al lado, pero P le ganó de mano bloqueándolo. De las otras mesas que habían seguido la acción mandaron touchs de simpatía a Nane y a P. Una era una chica a punto de morir, que había venido tal vez a su última cena, y los otros eran dos jóvenes avejentados, con boinas y bufandas.

Nane, a pesar de estar enferma, no aparentaba complicaciones.

—Quiero un beso.

—Virtual —le mandó P, de pañuelo a pañuelo.

—Los estoy viendo —participó Lilia, desde su mesa lejana.

Nane la buscó y Lilia levantó la mano. Ya le habían servido una coca-cola. Seguramente pedirá los deditos dulces, pensó P, sin pasar por los platos salados. Nane miró el vino que trajo la camarera.

—Buenísimo, un Nikol. Por mi barrio ya no lo consigo.

La camarera se había olvidado el destapador.

—Ufa —dijo, y se volvió a buscarlo.

P extrajo su Leatherman y eligió entre las herramientas. Le avisó a la chica que ya estaba, con un emoticón.

P miraba por sobre el hombro de Nane una pantalla con una pelea repetida del Madison; KO en el quinto round. Nane miraba un programa de comida africana. Los dos disimulaban para que el otro no se sintiera desatendido. Lilia miraba Star Trek, pero con un canal directo para escuchar en su pañuelo.

—¿A que adivino lo que estás siguiendo? —dijo P.

—El episodio donde el Enterprise intercepta una nave invadida por Tribbles —dijo Lilia.

—Le preguntaba a Nane. ¿Algo relativo a la atención en restoranes?

—Frío.

—¿Preparación de comidas?

—Tibio.

—¿Gourmet?

—Menos tibio.

—¿Étnica?

—Se quemó: cocina africana —Nane dio vuelta la cabeza—. ¿Viste mi pantalla en algún reflejo?

—No. Noté que mirabas por sobre mi hombro con tu cara de seguir una receta.

—Vos también estás espiando algo.

—Adiviná.

—Una pelea.

—Se quemó. Soy muy previsible. También me pareció que te estabas preguntando si lo que hace nuestra camarera es correcto para un servicio, y buscaste: “Servicio de mesa en restoranes”.

Nane puso cara de fastidio.

—Todos tenemos derecho a mirar en nuestras pantallas lo que queramos, menos esa chica. Ella debería estar prestándonos atención exclusivamente —dijo—: Miss Candy Crush.

Los jóvenes viejos se quejaron de que el silencio del vacío triangulatorio era tan insoportable como la música. Se sentía un poco como en los despegues y los aterrizajes de los aviones. El zumbido les estaba tapando los oídos. Uno de los jóvenes viejos avisó a P que mandaría una denuncia a la mesa si no los excluían. P orientó de otra manera el triángulo en el pañuelo de ella y vio cómo el joven se tapaba las orejas con las manos. El gordo cantaba a viva voz, con la boca muy abierta, estribillos que por razones tecnológicas quedaban afuera de la triangulación. El joven viejo pidió que lo volvieran a incluir, pero P lo bloqueó. La camarera llegó con el sacacorchos en la mano y una bandeja con comida coronada en queso derretido.

—Banir con tabulé —anunció.

—Platitos es la nuestra —dijo P.

—¿Es idiota o se hace? —agregó Nane.

Cuando se metió en el pañuelo de su novia, P alcanzó a leer el chat privado que ella mantenía con su hija. En las últimas dos frases, Lilia escribía: “Contale lo de los nutrientes. Contale que se te deshinchó”.

P podía ver en el escote de Nane que el bubón había disminuido. Hizo zoom en su propio pañuelo para distinguir lo que Lilia comía. “Deditos, acerté.” Demasiado dulce para ellos. Lilia podía vivir a base de ese postre almibarado.

—¿Cómo te fue hoy, amor?

—Bien.

—¿Terminaste el tratamiento?

—Por ahora.

La camarera volvió a pasar con una bandeja llena hacia una mesa lejana. “Nuestros platitos”, pensó P. La vieron dar unas vueltas y regresar a la cocina. Nane buscó en su pañuelo: “Denunciar a la camarera”.

—No, pobre chica —chateó Lilia, desde su ubicación.

—Es que si no lo hago, jamás nos va a atender.

P probó el vino. Riquísimo, como siempre. Añejado. Maderas y jazmín.

La camarera se acercó a demostrarle a Nane que la odiaba porque la había denunciado. “Te bloquié, vieja chota”, le dijo. Y dejó dos sodas que nadie le había pedido. Las destapó rápido para que ellos no las pudieran rechazar.

—¿Y ahora quién nos atiende?

—Yo me marcho —dijo la camarera—. Me harté. —Se quitó el delantal y lo tiró al piso—. Los platitos están al salir, en la cocina.

—Bueno, yo voy —dijo P.

En el plano de la sala que aparecía sobre su pañuelo trazó un túnel de continuidad para unir su sector triangulado con la puerta de la cocina. Quitó “ruido”, “música”, “humo”, “olores”. Quitó “baile” cuando alzó la cabeza, porque vio que algunos empezaban a levantarse. Tres chicas en silla de ruedas enredaban sus manos en alto como si dibujaran arabescos. Aunque había solamente cinco manos, porque la más joven tenía un brazo amputado. Quitó “carnaval carioca” cuando vio volar los primeros papeles picados. El túnel definió con precisión las paredes y el techo virtual. P se levantó. El gordo comía chucrut con pollo y conversaba con sus tías, a un metro de distancia. Se reía a carcajadas. “Inaudibles, por suerte.” P atravesó el túnel sin mirar a los costados. El cocinero lo paró en seco.

—No puede pasar a la cocina sin barbijo ni ropa adecuada. No queremos sus virus aquí.

—No tengo hanta.

—Pero su mujer sí. Y en la etapa final.

—¿Cómo sabe tanto?

—Lo indicó la descubridora al entrar. —Señaló un panel que había sobre la puerta—. ¿Son los de la 19?

—No sé el número de la mesa.

—¿Los vecinos del juez? ¿Vinieron en Teslas separados?

—Sí.

—Por eso. Ella está al principio de la etapa C. No ingrese a la cocina, por favor. Lo lamentamos mucho, señor.

El cocinero le acercó la bandeja con los platitos con la pala de sacar las pizzas del horno, para evitar el contacto. P la tomó con las dos manos y volvió a la mesa. Los platitos eran doce, multicolores. Nane ya había cambiado varias veces de canales y pantallas. Reguló un poco el aspirador de olores para poder sentir los especiados de los canapés.

—No sé qué es cada cosa. La taradita no nos explicó.

—No importa —dijo P—, los comeremos de todas formas.

Nane se agarró uno. Lo masticó suavemente. El canapé crujió en su boca como si fuera la coraza de un pequeño molusco.

—Extraordinario —opinó—. Lo que quería comer.

Brindaron y levantaron las copas hacia la mesa de Lilia, que no los vio porque estaba concentrada en la parte en que el capitán Kirk libera al contrabandista y envía el cargamento de Trebbles a los Klingon. Le escribieron y ella se comunicó por el pañuelo, sin mirarlos ni levantar su vaso a la distancia, que era lo que ellos esperaban que hiciera. Nane sonreía.

—No me dijiste que habías entrado en la etapa c —dijo P.

Nane dejó de sonreír. Eligió otro canapé que parecía una mousse.

—Bueno, es lo que se puede esperar del hanta. Que te mate. A, B, C. Listo.

—Hay alternativas.

—¡Los estoy escuchando! —intervino Lilia. Ahora los estaba mirando desde lejos.

Nane pasó su pañuelo a la fase periódico, para silenciarlo. En un solo día se habían registrado en Buenos Aires veintidós femicidios. Las otras noticias eran de moda. Él también suspendió toda comunicación exterior.

—Morel, ya hablamos de eso. No nos podemos dejar ganar por el marido de tu hija.

—¡Interferencia! —gritó Lilia.

Se expresó con emoticones enojados. Estaba con el pañuelo puesto en lectura de labios. Ellos se taparon las bocas con las manos. P pulsó, además, “Claro de luna”, por si Lilia se había bajado la aplicación de vibraciones sonoras a distancia.

—Nunca podemos hablar, Nane.

—Así es tener una hija en la actualidad.

—El marido de Lilia no puede dejarte morir por un capricho legal. Nadie de nuestro nivel social se muere por el virus. Eso es parte del pasado, de cuando había cáncer. O para gente pobre. No para nosotros, que podemos pagarnos el viaje.

—¡Quiten esa música! —exigió Lilia.

—Queremos un poco de privacidad, hija —Nane le habló desde su pañuelo.

P trató de desbloquearle la función para que Lilia recibiera el mensaje de su madre, pero al estar enfrente tocó el botón equivocado, eliminando la triangulación. Desde afuera llegó el estruendo de la bailanta, les llovieron serpentinas y tuvieron que escuchar los gritos del gordo quejándose porque su shanclish estaba frío. El trencito de gente bailando les rozó el mantel: casi tira todo. Había pañuelos verdes y fajas rosas. Los bailarines rodearon a la odalisca. Lilia aprovechó para acercarse. Nane volvió a establecer la capsularidad y los oídos le zumbaron con el vacío.

—Mañana voy a ver a los de Morel. Les pedí turno. Deberías venir —se encontró gritándole P. Bajó la voz—. Entiendo que suene raro como alternativa, pero es lo único que hay.

—No te voy a acompañar —contestó Nane—. Lilia está vigilando. El horrible de su marido…

—¡Te estoy escuchando, mamá! —gritó ella, que estaba parada frente al muro virtual, con el pañuelo en la mano.

El grito salió en mayúsculas en el chat. La cubrían el papel picado y las serpentinas. Un hombre alto que pasó le colocó un bonete con orejas de Minnie. Al hombre le faltaban sus propias orejas. En su lugar tenía dos hoyos con sangre seca.

P abrió el cerco para que Lilia pudiera pasar. Un chorro de espuma cayó sobre la comida que quedaba en los platitos y en la copa de vino de Nane.

—¡Una sopa de mierda, este laban! —gritó el gordo, y estrelló el plato contra el suelo. Varios del trencito se resbalaron con los pedazos de cerdo.

—Mamá, mamá… —Lilia la abrazó. Se secaba las lágrimas con el pañuelo, que le sacaba constantemente selfis, en la confusión de la mojadura—. Odio cuando hablan así de mi marido…

La mirada de Nane estaba sostenida por la de P. Él separó los canapés que no habían sido infectados por el carnaval sobre un plato vacío. Había tres de color anaranjado. Se sirvió más vino.

—Es la verdad —dijo Nane—, lo que pienso.

—Lo que pensamos los dos —agregó P.

—Pero lo elegí yo…

—Y te equivocaste. Te lo digo como madre.

—Mi esposo no es horrible…

Lilia se largó a llorar. Nane aflojó.

—Cuando dije que era horrible me refería a un canapé...

—¡Mentira, estabas hablando de tu yerno! —exclamó Lilia.

P se metió en la boca todos los anaranjados a la vez. Los bajó con un trago de vino.

—¿Eran de cangrejo o de zapallo? —le preguntó Nane.

—No me doy cuenta. No veo muchas cosas armenias por acá.

—Hummus y falafel —indicó Lilia, señalando dos platitos a los que la espuma había alcanzado.

P la invitó a sentarse. Por detrás vio a dos armenios enormes que sacaban al gordo a la fuerza del local. Las dos tías enfermas lo siguieron, tapándose la cara de vergüenza. Nane volvió a desconectar la triangulación, esta vez a propósito. La música central había cesado. Ya nadie tiraba serpentinas; los que habían bailado y formado el tren se volvían a sus mesas. “Claro de luna”, lo que más alto sonaba, justo dio sus acordes finales. Un murmullo severo, como de reto, quedó flotando en el salón. Había olor a desinfectante. Lilia aprovechó para robarse de la mesa del gordo una botella de coca-cola que estaba intacta.

—No la tomes. Mirá si tiene el virus.

—Está sin servir, mamá. Recién abierta.

—Sí, pero vos viste los labios de esas viejas…

Lilia llenó su vaso.

—Si no me lo agarré todavía, ya no creo que me lo agarre.

—Ustedes dos parecen inmunes —dijo Nane. Miró a la gente del restorán—. Aquella muchacha quizás no vaya a poder terminar de cenar. Los jóvenes viejos… ¿vieron la cabeza del rubio cuando se quitó la gorra? ¡Quién sabe qué esconde el otro debajo de la bufanda!

P y Lilia miraban lo que ella les iba indicando.

—¿Y aquella familia de albinos? Todos con los bubones a la vista. En las manos, en las frentes. Ya ni les importa que los vean. La peste como un atavío.

P y Lilia siguieron el índice de Nane.

—¿Y ese señor con los ojos comprimidos por los bubones de los pómulos? Debe estar ciego. Miren las estrías fibromáticas en el cuello de aquella gorda. Le pica, no para de rascarse. ¿Y los gemelos con las muelas expuestas en los agujeros de las mejillas? No deben tener ni 15 años.

—Por lo menos a vos no se te nota —dijo P.

—¿Y?

—Al lado de ellos, es una suerte.

—¿Suerte para qué?

—Ya —dijo P—. Disculpame.

Lilia apartó la espuma y se comió el hummus que quedaba. Los armenios terminaron de pasar el trapo por el piso. Corrieron las sillas para rearmar la pista. De la cocina salió un bailarín con un bigote en herradura y vestimenta típica. Nane rotó el triángulo en el plano y encapsuló el espacio antes de que la música comenzara a sonar. Esta vez las mesas que quedaron adentro ya estaban vacías. Una, incluso, estaba caída. Para no ver pulsó: “Paredes traslúcidas”.

—Vos entendés lo que va a suceder si tu mamá no viaja, ¿no? —dijo P.

Lilia dejó de comer. Nane tomó más vino.

—No tiene por qué contestarte. Bastante por lo que está pasando. Ya hablaremos en casa.

—No me felicitaron porque me recibí —dijo Lilia.

Nane chocó su copa con el vaso. P pagó cuando vio el cartel en su pañuelo: “No al ingreso de Turquía al mundo”. Inmediatamente después de apoyar su pulgar apareció el segundo cartel, que cerraba la cuenta: “Turquía. Estado genocida”. Dobló su pañuelo en cuartos de triángulo. Le dolía la cabeza.

—¿Venís conmigo? —le preguntó a Nane—. Tengo la casa programada en pieza calentita, y más vino. Y café colombiano. Luz de vela. Strudel cocinado con ingredientes orgánicos comprados en San Telmo.

—¿Y qué más?

—Y yo, amor.

—¿Nos queremos hoy?

—Más que ayer.

Nane sonrió lánguidamente. Miró a Lilia que no hizo ningún gesto, como si la decisión ya estuviera tomada. “Omití datos en la grabación”, pensó P. “Besar a Nane es el modo más hermoso de detener el tiempo.” Pero no la besó.

—También tengo un regalo para darte…

—Si es el anillo otra vez…

Nane achinó los ojos, como diciéndole: “Por favor, no. No delante de Lilia, al menos”. Y P lo había traído justamente para eso. Sacó la cajita del bolsillo. La abrió.

—Quiero que te cases conmigo —le dijo.

—No tiene sentido. Ya lo hablamos. No servirá si no viajo. Y no serviría, tampoco, si viajo sola.

—Puedo ir también.

—No te dejan si no tenés la enfermedad. Hay demanda. Habrá gente que pagó y está esperando. ¿Para qué se va a ir un sano a… no sé dónde?

Nane se quedó mirándolo. No tenía sentido. En la ventana ya estaba detenido el VLA.

—Tu Naranja Mecánica te está esperando.

—Nos casamos. Vos te vas y yo después me las rebusco para llegar adonde vos estés. Te lo juro.

Lilia hizo un puchero. “Un puchero falso”, pensó él.

—Es un viaje. Sé viajar, fui a muchos lados.

—Pero este es distinto —dijo Nane—, y no se puede volver.

—De la muerte tampoco.

—Nadie está seguro de tu viajecito —dijo Lilia, con desprecio—, justamente porque nadie volvió para contarlo. Y no me felicitaste porque me recibí.

—Hay garantías… —dijo P. Chocó su copa contra el vaso.

—Si los dos se van, me dejan en la vía. Mi marido no quiere firmar, porque se perdería todo.

—¡Son inmuebles! Cosas… —dijo P—. ¿Están comparando el valor de una vida con el precio de un montón de objetos? ¡Con la plata que gana ese crápula en los negociados que se manda con el Estado! ¿Para qué quiere más?

Nane dio por terminada la conversación. Empezó a pararse.

—Ya hablamos de esto. Me duele mucho la pierna.

—Las llevo. Mandá a tu celeste a casa, a cargar.

—No quiero que nos lleves.

—¿Por qué?

—Vas a seguir insistiendo en el camino.

—¿Las bajo hasta la calle, al menos?

—Vamos por la escalera —dijo Lilia.

P se trazó un túnel hasta la ventana y ellas salieron caminando sin aislación. El piso del salón era una inmundicia, la música estaba muy fuerte, lo que los hombres le gritaban a la odalisca era asqueroso y el humo de los habanos las hizo toser. Salvo la bailarina, ya casi no quedaban mujeres. La cadavérica se había ido, o la habían retirado. La calle estaba llena de policías.

P encendió su grabador.

“Estoy desahuciado. Nane no quiere más nada en la vida. Ni a mí. No sé qué voy a hacer. Voz 8, Lista Remember.”

—¿Qué cenaron? —preguntó el Tesla.

P trató de acordarse.

—No sé —dijo.

1

P SE imaginaba por qué le habían puesto Morel a la empresa de viajes, aunque nunca se iba a imaginar que ese había sido el apellido del desarrollador.

—Suponemos que aún vive. Y es el primero que llegó a un destino cierto, sin ser el primero que viajó —dijo el doctor Alba.

Era petiso, gordito, con anteojos y guardapolvo. Llevaba una tarjeta plástica con su apellido en la solapa blanca, junto a un pin de la Sociedad Central de Doctores y otro de la Universidad de Buenos Aires.

P había ido en carácter de periodista, para que le contaran todo al detalle. Llamó y dijo que podía hacer una nota para Tes News o Science. Siempre lo tenían en cuenta para la divulgación porque sus notas, según los científicos, traían suerte. Eso era lo que P decía para que las puertas se le abrieran.

—Nosotros no necesitamos suerte —le contestó el doctor—. La necesitan los que viajan.

Contó que Morel había mandado primero a su hermano, que estaba aturdido por la enfermedad, y luego a su madre. Ambos se habían extraviado en el éter del tiempo. El doctor estaba sentado frente a su escritorio. Invitó a P a tomar asiento.

—El hanta es una proyección que hizo el cáncer. Con el descubrimiento del Atlas del Genoma casi dimos por finalizada la enfermedad. Las células cancerosas pueden crecer más rápido que las normales y adaptarse mejor a todo. En un cáncer de mama o de colon mutan entre cincuenta y ochenta genes, en uno de páncreas aproximadamente sesenta, en uno de cerebro, unos cuarenta. El virus del hanta vino a cambiarnos los mapas de una manera hipócrita: seguimos conociendo el Atlas, pero este no coincide con la realidad. El hanta consiguió que el ADN nos mintiera.

Se rascó la pelada.

—La totalidad de la sangre humana puede surgir de una sola célula madre extremadamente potente, llamada hematopoyética. Vive en las profundidades de la médula ósea. Si la sangre en un cuerpo disminuye repentinamente por una lesión, las células madre despiertan y comienzan a dividirse con una fecundidad impresionante. El problema es que hay células madre también para las cancerosas. Con el Atlas se las identificó y con la vacuna se las inmovilizó. ¿Me sigue?

—Lo intento.

—El hanta vino a despertar a las células para el mal, a invocarlas para que estén atentas y empiecen a funcionar cuanto antes, con precisión y furia. Ni siquiera la piel alcanza a detenerlas: los cánceres después del hanta brotan en bubones visibles.

P lo escuchaba sin hablar. El doctor continuó:

—La proporción de afectados por el cáncer había pasado de ser de uno cada cuatro en el año 2030 a uno cada doce en 2040. Con el hanta subió a uno cada dos. O sea que pasó a ser la normalidad inevitable. El virus modifica constantemente sus cepas y está inserto en todo lo que nos circunda, desde los agrotóxicos hasta los conservantes.

—¿En la comida?

—Correcto.

El ambiente era limpio y blanco. Más que una oficina parecía un quirófano. Lo único que se destacaba era una enorme foto de un telón de esos que se usaban en el pasado para simular fondos infinitos. La copia estaba sepiada, parecía antigua. Tendría aproximadamente un metro y medio por un metro, calculó P, en vertical. Se veía un pedazo de pared a cada costado, y el telón continuando en el piso un trecho similar a su altura. Enmarcado con un vidrio, sin paspartú.

—La cuestión, es triste decirlo para un científico, ya no será si hemos de toparnos en nuestras vidas con el emperador de todos los males, sino cuándo. ¿Hace mucho que usted tiene la enfermedad?

P miró hacia la pared.

—No la tengo. Estoy haciendo una nota.

—Para Science. Me lo dijo por teléfono.

—Sí.

El doctor juntó los dedos de sus manos.

—Science cerró en el 2050. Ya van tres años.

P se ruborizó.

—Nunca sé bien adónde saldrá. Puede ser el diario local o una revista del domingo… Y hay algo más.

—Lo escucho —dijo el doctor.

—Necesito datos exactos para mi nota, pero también para mi novia. Tiene el hanta. Fase C.

—Me imaginé que había algo así.

—Estamos pasando por ese inconveniente.

P negó un poco con la cabeza y se secó una lágrima en el pañuelo. Las acciones de Jenga y Boss se habían derrumbado, y también había dos mensajes de Nane. Los tocó para ver, pero eran muy largos.

—¿Y por qué no vino ella? Digo, si puede pagárselo. ¿Conoce nuestras condiciones?

—Vine a conocer la fase técnica del viaje, más que a hablar de lo económico.

—Usted vive acá en la Villa. Vino en un 16 anaranjado. ¡Lindo bicho!

—Estoy acá nomás, en el Z de la bobina 39. Es increíble que tenga que usar mi vehículo por 200 metros, pero no tengo otra forma de bajar.

—Ja, ja —rio el doctor—. Alguna contradicción tenía que traernos este futuro limpio y seguro de la Villa. Le comento: el tema económico es prioridad, casi el punto de partida de una entrevista. Por eso lo traigo a colación. Sabemos que el hanta, hoy por hoy, no tiene cura. Hay atención, sí, pero no cura.

—Y el paciente siempre está en pie. No hay más reposo.

—Los medicamentos de ahora amplifican sus beneficios con el movimiento de los pacientes, además de agregarles euforia para que tengan ganas de moverse. En eso le ganamos al cáncer. Somos la generación “agítese después de usar”.

Ambos sonrieron.

—Por eso es prioritario para nosotros estar seguros del tema del pago, de que el pago pueda solucionarse. La nota periodística, entre usted y yo, no nos interesa. El viajero tiene que abonar con todas sus propiedades, que deben superar el millón. Tiene que hacerlo antes. Y debe haber total consenso familiar. Cada uno de los posibles herederos debe firmar cediendo sus herencias. Incluyendo a sus yernos y nueras, si los hubiera. ¿Usted tiene hijos?

—No.

—¿Madre, hermanos?

—Tampoco.

—¿Es solo?

—El último eslabón de mi apellido.

El doctor se frotó las manos.

—Para nosotros eso es un… ¡felicitaciones! Disculpe la digresión. —Largó una carcajada.

P pensó que el doctor tenía la risa fácil.

—Pero no estoy enfermo.

—Doble felicitación, entonces. Casi nadie lo logra en… ¿cuántos años me dijo que tiene?

—No le dije: 60. Mi novia tiene uno más, por unos meses.

—Es muy afortunado —continuó el doctor—. Nadie que no viaje llega a los 60. Antes imaginábamos que íbamos a vivir hasta los 150, pero le hemos fallado a la existencia. ¿Ella tiene bienes para costear la ida?

—¿Alcanza con una casa con jardín en el barrio de Beccar y un par de vehículos?

—¿Algún Tesla?

—Uno. T10. El otro es un Taunus.

El doctor se hizo el que calculaba.

—Podría ser. Tendríamos que estudiar la situación en particular. En el caso de que alcance, sería justito. Su posición es diferente: una propiedad en bobina y un 16 estaría perfecto, aunque si tiene más inmuebles deben ser transferidos por igual a la empresa.

—¿Y no le puedo pasar a ella?

—Los trámites son personales y terminales, como la enfermedad que, al despegar, va a dejar en Buenos Aires.

—¿Y es una cuestión de dejar lugares, nomás, o el viaje cura el hanta? Su eslogan, lo leí en la puerta, es “Viajes que curan”.

—Bueno, es un eslogan. Lo hicieron los publicistas. El proceso del viaje lo explicamos pormenorizadamente en Nature Physics. Está en la web. Me extraña que no lo haya visto siendo periodista.

—Soy periodista de arquitectura. A veces escribo otro tipo de notas. Me gusta la ciencia. Con mi novia Nane somos fanáticos de Nikola Tesla. Ella desde la adolescencia, yo desde que me mudé a la Villa.

—¿Tiene una foto de Nane?

P buscó en su pañuelo. Lo levantó para mostrarle.

—Es muy bonita —dijo el doctor.

En la foto estaba con un solero veraniego, que le dejaba los hombros y el cuello al descubierto.

—No tiene bubones visibles.

—Uno solo, entre los senos. Un huevo como de codorniz, terriblemente maligno.

—¿Y no se lo pudieron extirpar?

—Cuando salió, ya estaba extendido. Lo último que hizo fue aparecer. Es visible, pero ella lo disimula con el corpiño. Todavía no me respondió la pregunta.

—Ni usted encendió el grabador —retrucó el doctor.

P tocó el pañuelo en un sector. Había recibido un tercer mensaje de Nane. Arrugó el pañuelo y lo dejó a un costado, para que no se viera la lucecita roja.

—La verdad es que en Morel logramos eludir el hanta —empezó a explicar el doctor—. Como la mayoría de los descubrimientos modernos, la empresa fue creada para una realidad específica que terminó siendo diferente. En 2017 un grupo de investigadores alemanes logró modificar un evento que había sucedido en el pasado. La hazaña se consiguió a través del uso de una extraña capacidad de las partículas que ya había sido descubierta dos años antes, pero jamás había podido ser demostrada.

—Pensé que se trataba de física cuántica.

—De eso le hablo. El concepto más importante es el entrelazamiento cuántico, una unión íntima entre dos partículas sin importar la distancia a la que se encuentren.

Tosió y se puso una pastilla en la boca.

—Cuando dos partículas están unidas así, cualquier tipo de modificación que se le realice a una inmediatamente se verá reflejada en la otra, aunque esté en el otro extremo de la galaxia.

El vaso de agua se materializó sobre el escritorio.

—Por eso mismo, acciones realizadas en el futuro pueden tener injerencia en eventos del pasado. —Bebió—. ¿Quiere un té, un café?

—Estoy bien así.

Entró una mujer también vestida con un guardapolvo blanco. Era muy alta, de hombros anchos. Pelirroja y carona. P supuso que sería la secretaria del doctor. Él le pidió disculpas, tomó otro sorbo de agua y plantó tres veces el pulgar en distintas pantallas. Miró posteriormente lo que había firmado.

—¿Es lo de Hernán Bisman?

—Sí.

—¿Ya se dio la vacuna de la felicidad?

—Hernán resultó ser una persona muy feliz —dijo ella—. Pero sí, se siguió el protocolo. Viaja mañana. Está muy contento porque se va a reunir con Clarisa. Se aman…

—A propósito —dijo el doctor—, los presento: la escribana Nordiska, el señor P… ¿De Pérez?

—De Pedro. Mucho gusto —dijo P, dándole la mano. Notó que la escribana también llevaba el nombre impreso en un plástico sobre la solapa. Agregó, dejándose caer sobre el respaldo de su silla—: Ah, el amor… No sé cómo voy a hacer para vivir sin Nane.

El doctor extendió el pañuelo de P sobre la mesa.

—¿Puedo? —preguntó.

P interrumpió la grabación: “Voz 23, Lista Interviú”.

—Claro.

La escribana sonrió cuando vio la foto de Nane. Después salió con sus papeles.

—Bisman y Clarisa, pareja sin hijos ni familia —explicó el doctor—. Otro estándar fácil de mandar. Porque todos los hijos del mundo aman a sus padres hasta que se dan cuenta de que se quedarán sin patrimonio. Al final, lo que amaban era la cuestión de la herencia… Nuestra especie humana es una desgracia.

P decidió sincerarse.

—El que no permite que la cesión se haga es el marido de la hija. Es político, trabaja para el gobierno.

—Lo peor de lo peor.

—Anda en negociados. Pero es el yerno de Nane. Nuestro yerno.

—¿Puede caer preso?

—No creo —dijo P, con resignación—, no le entran las balas. Ya es millonario, pero también es insaciable. Con la última transfugueada se compró un piso G en la bobina 52 y un N en la 13. Más dos T16, a nombre de testaferros. Fanfarronea que da gusto.

—Ese tipo de gente es un impedimento —siguió diciendo el doctor—. ¿La hija de Nane lo ama?

—Está muy influenciada… Es chica, acaba de terminar la escuela secundaria.

El doctor afirmó con la cabeza. Volvió a tomar agua.

—El conflicto es claro: si no cede todo lo que tiene, no viaja. Su patrimonio debe superar el millón, porque nosotros no hacemos beneficencia. Si no viaja, se muere.

—Y si viaja igual no la veo más, porque se fue. El conflicto es mayor. Involucra a mucha gente.

El doctor volvió a afirmar. P continuó:

—Y si la hija después llegara a enfermarse, no va a tener cómo viajar. En realidad es una especie de paradoja del egoísmo. Un laberinto. Nane sería egoísta si se gastara todo lo que posee para salvarse. Pero su hija es egoísta ahora, ya mismo, porque no la deja viajar para no quedar desheredada.

—¿No me dijo que el político es millonario?

—Sí, pero tiene todo a nombre de terceros.

El doctor volvió a cruzar las manos sobre el escritorio.

—Esto pasa cantidad de veces. Por eso nosotros, que somos una empresa que maneja el tiempo, solo ponderamos el presente.

—¿Y eso qué significa?

P volvió a prender el pañuelo en grabador.

—Que damos la solución solo a lo que ahora está pasando, sin hacer conjeturas. Si el paciente está en la fase A, lo mandamos a continuar con la radiación. Si está en la B, le contamos todo para que lo vaya hablando. Pero si está en la C… ¿Cuánto tiempo le dieron?

—No me quiso decir.

El doctor hizo un silencio antes de hablar.

—Es fundamental saberlo. Puede ser un mes, dos. O días. Nadie suele resolver un problema familiar en días.

P miró el punto rojo en el pañuelo.

—Todavía no me contestó qué hacen para eludir el hanta.

El doctor sonrió.

—Uno se va por las ramas —dijo—. Paso a explicarle. Mandamos a nuestros viajeros al único lugar de la historia de la humanidad en el que no hubo un solo caso de cáncer durante casi cien años. Algo así como una ciudad milagrosa. Es un suburbio de Nueva York, en 1919.

—¡El año de la decadencia de don Tesla! —gritó P.

—¿Cómo dice?

—El inventor que dio los fundamentos a nuestra querida Villa murió en un hotel en Nueva York, en 1943. Sé hasta el número de su habitación: la 3327. Vivió esos últimos años por ahí cerca. Agobiado por el hambre, las deudas, la enfermedad…

—Si hubiera vivido en nuestra ciudad destino no habría tenido enfermedades. Parece que fue la comunidad más sana de la historia. Y, para nosotros en Morel, lo sigue siendo. Nane sabe inglés, ¿verdad?

—Los dos lo hablamos a la perfección.

—Mnnn. ¿Con el acento del barrio?

—Tanto no sé.

—Les va a convenir escuchar a esta chica…

El doctor hizo un gesto y encendió una canción. El sonido era de una orquesta. Se escuchaba la púa y la fritura, como si fuera un disco de pasta.

—Van a tener que imitar el acento de la época. Concéntrese en la tonada. Cómo trata la “o”, de love. Cómo pronuncia la “r” en street; parece que dijera screet. Van a tener que estudiar.

—¿Quién canta?

—Bessie Smith, Central Park, 2 de julio de 1920.

El doctor apagó la canción.

—Después pásemela para que Nane la escuche —dijo P, e inmediatamente preguntó—: ¿Cómo llegaron a la información de que en la ciudad de arribo no hay cáncer? Es un dato bien extraño.

—Lo hizo Morel. Buscó en los archivos fúnebres de miles de ciudades de la historia, de todos los tiempos. El software tardó cuatro años en dar con el pueblo. Antes se escribía, en los responsos de los periódicos, de qué moría cada persona.

—¿Cómo se llama el pueblo?

El doctor hizo un gesto con la boca como diciéndole que lo desconocía.

—Vamos… Eso no se lo puedo creer —dijo P.

—Problema suyo. ¿Quiere que se lo jure? Morel lo descubrió, lo dijo una vez y después lo calló. Creemos que no quiso esparcir el dato para no facilitarle en trabajo a la competencia. Y antes de viajar solamente corroboró un número en una calle llamada Evergreen. Es el 52, un local de fotografía llamado Justine.

—¿No está en la red?

—Obviamente, no.

Se pararon y el doctor se dirigió hacia la puerta que ya estaba entornada, sin entrar. La sostuvo con la mano. Le pidió un libro a la escribana.

—Deducimos que queda en Nueva Jersey, viendo periódicos de época. Morel anuló los archivos y quemó sus apuntes antes del viaje. Solamente editamos el libro con las fotos. El local parece que perteneció a la antigua familia de nuestro fundador. Ya no hay nadie vivo en estos pagos para preguntarle. Las fotos fueron donadas por el mismo Morel, que las tenía como recuerdo de familia. Y la información que nos llega desde el pasado es la mínima indispensable. Usted comprenderá.

P detuvo de nuevo la grabación. “Voz 24, Lista Interviú.” Se metió el pañuelo en el bolsillo.

—Nada de imágenes, por favor, cuando entremos —dijo la escribana.

Le entregó un libro que tenía la foto del telón que estaba colgada en la oficina, como ilustración de tapa. P lo hojeó. Eran fotos viejas, de personas posando en el telón.

—No hay nadie famoso en ese pueblo, y me imagino que todos deben haberse querido fotografiar en algún momento de su vida —dijo ella—. Es gente común y silvestre. Casándose, tomando la comunión, disfrazados, con diplomas o juguetes recién estrenados. El fotógrafo de Justine era exclusivamente social. Los fotografiados son tan anónimos que ninguno nos dio una pista para averiguar nada.

P puso cara de decepción.

—Si le digo a Nane que conocerá a su ídolo Nikola puede llegar a tomar la decisión correcta.

—Segurísimo que no vive allí. Ni ninguno de los otros famosos que andaban por Nueva York en ese tiempo. Chequeado. No fueron ni de visita.

P dejó caer el brazo que sostenía el libro.

—Además, Nane tiene problemas legales sin resolver —dijo la escribana, y explicó—: Los escuché en mi pañuelo.

Mostró uno que estaba bordado en las puntas.

—En ese caso se iría con mis propiedades… Yo podría pagarle el viaje —dijo P.

—¿Donaría su lugar en la Villa, su vehículo, todo?

—Si fuera necesario —dijo P, sin respirar.

—Mire que no se puede donar una parte, ni un millón. Se trata de todo. T-o-d-o —dijo el doctor—. Es la única manera que hemos encontrado de darle un carácter social al asunto…

—¡Social! —se rio P—. ¡Me está cargando!

La escribana se dispuso a explicarle.

—El viaje vale más de un millón. Consideramos que el que más dona ayuda al que menos tiene. El millón es la base, y la investigación se hace en segundos. No puede tener ninguna propiedad transferida o donada en vida a nadie, hasta por lo menos diez años hacia atrás. En el servicio nacional de cuentas usted pone el pulgar y salta la verdad. Nos atenemos a la realidad. ¿Está preparado para ver el cilindro mágico?

—No sé qué es —dijo P.

—Un agujero de gusano con forma de cilindro. El viajero no se desmaterializa acá y se materializa en otra época. La física no contempla esa posibilidad. Lo que sí contempla son agujeros de gusano con bocas de entrada y de salida, definidas en el espacio-tiempo einsteniano.

—¡Ah, la máquina! —exclamó P.

El doctor puso cara de “más o menos”.

—La palabra “máquina” no es adecuada. En el cilindro sucede un fenómeno gravitatorio que distorsiona el tiempo. Es algo referido a la relatividad. Acá no hay partes mecánicas, ni circuitos electrónicos, ni cosas de esas. Esto es un tubo de alta densidad que gira a velocidades cercanas a la luz.

P puso cara de entender. Dijo:

—¿El giro del cilindro arrastra el espacio-tiempo de su alrededor, deformándolo para que podamos viajar?

Lo había leído en alguna parte.

—No, señor —respondió la escribana—. Esa es la teoría de William von Stockum. Nosotros nos basamos en Gödel y en Roy Kerr, del 63. Nuestra entrada de gusano es un agujero negro en rotación.

—No me queda claro.

—Si el cuerpo del viajante fuera natural, por decirlo bien y pronto, sería deformado por la gravedad interna más la energía cinética de la rotación. Según Hawking, el cuerpo se estiraría en un proceso al que llamó “espaguetización” del ser humano. Por eso mandamos un avatar. Al avatar, aunque también es de carne y hueso, no le pasa nada.

P se rio.

—Si hay avatar es un engaño —dijo.

—“De carne y hueso” —repitió la escribana—. Los avatares corpóreos existen desde hace mucho: todos los soldados de Moscovia lo son, aunque esos tengan media alma, nomás. A ellos les alcanza y sobra. Nosotros encontramos la manera de que el avatar vaya con el alma completa, la original, que se arraiga e integra a un cuerpo joven y sano. ¿De qué serviría viajar en un modelo contaminado?

El doctor tosió.

—Hasta 1990 los agujeros de gusano eran muy inestables. Desde Thorne se estableció que los agujeros fueran simplemente ventanas: te podés asomar para espiar qué hay del otro lado. Acá lo hacemos sin reverso, cuando le das la espalda a la puerta, ya no está. Nosotros utilizamos la inestabilidad para hacer funcionar el agujero como entrada. Pero no podés volver, porque queda turulato. —El doctor hizo un gesto como de locura—. Esto es lo primero que hay que entender: los viajes de Morel son de no retorno .

—Los cuerpos viajan en espuma cuántica —continuó la escribana—. La fluctuación energética del vacío hace que el espacio-tiempo burbujee como agua hirviendo. Cuando Einstein creó la teoría imaginó un espacio-tiempo suave y continuo, como el agua calma de un lago. Pero en la mecánica cuántica, a escalas interesantes como la que maneja este cilindro, el espacio-tiempo está fluctuando con turbulencias, formando miles de agujeros de gusano que se desvanecen casi de inmediato. Cuando esos agujeros están funcionando juntos pueden componer una puerta de entrada a otro tiempo y lugar.

—Para viajar al pasado en el tiempo deberíamos ir a una velocidad más rápida que la de la luz, y eso no existe. Salvo que haya una deformación en el espacio-tiempo que abra un atajo entre dos puntos.

El doctor tomó una hoja de papel de la impresora y le dibujó dos equis: una en la cabecera, otra al pie. Señaló una línea imaginaria con el dedo, para unir los dos puntos. Luego dobló la hoja al medio, acercando ambos puntos hasta que quedaron separados apenas por un centímetro. Metió su dedo ahí para demostrar que el viaje, ahora, era igual al ancho de la uña de su meñique.

—Esta derivación es un fino tubo de espacio-tiempo que conecta dos regiones muy lejanas entre sí. Si el tiempo fuera una montaña, por ejemplo, deberíamos escalarlo y luego bajar por la colina descendente. O hacer un túnel y cortar camino. Casi cualquier buen agujero de gusano colocado en un campo gravitatorio externo o interactuando con materia externa es un túnel que actúa como una máquina del tiempo.

—La nuestra se llama Cilindro de Tipler —dijo la escribana—. Es un caño que tiene un campo gravitatorio lo suficientemente poderoso y una rotación lo suficientemente rápida como para ¿ajustar?, ¿acortar?, ¿acostar? el espacio-tiempo en torno a él en la dirección de su rotación, como bien señaló el gran Gödel.

—De Gödel ya hablamos. A Tipler no lo ubico —dijo P.

La escribana continuó.

—Una curva de tiempo cerrada solo puede generarse con un cilindro de longitud infinita, eso lo saben todos. Y como es imposible, tenemos uno que representa la infinitud, aunque solamente tenga tres metros de altura. La espuma cuántica que lo conforma le proporciona el tamaño del Tiempo.

P se sentía incómodo.

—Tenía entendido que los agujeros de gusano eran mínimos, infinitesimales.

La escribana acotó:

—Se puede hacer un agujero de gusano lo suficientemente grande como para que viaje un ser humano. Hasta hace unos años planteaba un reto técnico: conseguir suficiente energía negativa como para poder ampliarlo. El radio del cuello de un agujero de gusano, imaginesé, es apenas mayor a la longitud de Planck, que es la longitud más pequeña posible. Por suerte los estudios de Carlo Rovelli asociados a los descubrimientos del último Nobel de física, simplificaron mucho la tarea.

—¿Y cómo se hace crecer un agujero de gusano? —preguntó P.

—Se agarra un agujero de gusano microscópico y se lo incrusta en una burbuja de falso vacío. Al expandirse el espacio de la burbuja, se expande el agujero.

—¿Con un inflador? —insistió P.

—Más o menos. Antes se pensaba que para poder agrandar esa puerta debía inyectarse materia exótica, como si fuera un compresor inflando un neumático. Ahora el milagro lo logra el giro de la espuma con la rotación.

P se quedó mirándolo. Dudó al preguntar:

—¿Y una curva de tiempo cerrada... qué es?

El doctor explotó.

—¡Einstein! ¡La teoría de la relatividad general!

P lo siguió mirando sin entender.

—Digo: la teoría de la relatividad general, con algunos ajustecitos de Gödel. Lo único que permite viajes a cualquier momento del pasado. Las otras teorías, la del gusano de Morris-Thorne, la de las cuerdas cósmicas de Got, la curvatura espacial de Alcubierre o el tubo de Krásnikov, permiten al viajero en el tiempo aventurarse en lugares del pasado solamente hasta el descubrimiento y la construcción de la máquina.

—Ni idea quiénes son esos tipos.

—La única teoría que no necesita una máquina que nos esté esperando del otro lado es la del eje rotatorio de Gödel, en la que se puede viajar al pasado, al tiempo que uno quiera.

—¿Y al futuro?

—Al futuro se puede ir en cualquier cosa. No hay inconvenientes con la historia.

P lo siguió mirando con cara de nada.

—¿Usted sabe qué es un “horizonte de eventos”? —preguntó el doctor.

—No.

—¿Una “línea de vida”? ¿Los “marcos inerciales”?

—No.

—¿La “materia exótica”, las “cuerdas cósmicas”, el “universo rotatorio”, el “anillo de Roman”?

—Nno.

—¡Entonces para qué mierrrrrrda pregunta! Si no sabe lo elemental, no se puede hablar.

El doctor le apartó la cara.

—¡El periodismo! —gritó.

La escribana decidió terciar.

—Creo que deberíamos pasar al laboratorio, para que el periodismo pueda ver la máquina con sus propios ojos…

P sonrió.

—Deje el libro y, sobre todo, el pañuelo —dijo ella—. Queremos estar seguros de que no sacará ninguna foto.

—¿Y grabar?

La escribana negó dubitativamente con la cabeza.

—Alguna opinión, pero a distancia. No nos interesan las notas. Deje todo, por favor. Firme acá. Es la garantía de su silencio, señor P. Lo que verá, lo vale.

—Mucho —agregó el doctor, sin dejar de darle la espalda.

P apoyó su pulgar sobre el pañuelo extendido de la escribana, muy cerca del encaje. El doctor, entonces, abrió las puertas a la par.