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Emilia Ricci es una exitosa empresaria que vive en California. Tiene amigos leales, una familia que la apoya incondicionalmente y un gato que la llena de pelos. Todo sería perfecto, si no fuera por esas pesadillas recurrentes y la sensación de que se avecina una tormenta. Y entonces aparece él: Adrien Gaillard, un abogado ambientalista que sacude su vida de una forma que jamás imaginó. La atracción es irresistible, y lo que comienza como trabajo pronto se convierte en un juego de deseo y seducción. Juntos, enfrentarán los fantasmas del pasado, todos esos secretos que amenazan con separarlos. Algunos contratos se firman con tinta, otros con el corazón.
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Seitenzahl: 494
Veröffentlichungsjahr: 2024
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© Los negocios entre tú y yo
Sello: Nenúfares
Primera edición digital: Noviembre 2024
© Luna Zati
Director editorial: Aldo Berríos
Ilustración de portada: Claudia Riquelme
Corrección de textos: Gabriela Balbontín
Diagramación digital: Marcela Bruna
Diseño de portada: Marcela Bruna
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© Áurea Ediciones
Providencia 2594, local 417, Providencia, Chile
www.aureaediciones.cl
ISBN impreso: 978-956-6386-55-1
ISBN digital: 978-956-6386-82-7
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Este libro no podrá ser reproducido, ni total
ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados.
A mi mamá, que no solo me hizo amar la lectura,
sino que se volvió mi primer editora y fan.Y a la persona que me hace creer todos los días que el amor
no es solo un flechazo ni un sueño de película,
es un proyecto que se construye de a dos.
Antes de comenzar, además de agradecerte por darle a una oportunidad a este libro que fue escrito con mucho cariño, siento que tengo la responsabilidad de hacer una pequeña advertencia.
Si bien es cierto que la novela no es un drama y tiene tintes de comedia romántica, existen muchas partes que no lo son.
Tal vez no para todos sean importantes los “trigger warning”, e incluso hay quienes los consideren un spoiler, pero no me gustaría que este libro encontrara a nadie desprevenido y le genere una mala experiencia.
Habiendo dicho esto, advierto que se habla de violencia de género e intrafamiliar (siempre buscando hacerlo de la forma más respetuosa posible), de relaciones tóxicas y situaciones de violencia física y agresiones.
Asimismo, posee escenas de sexo explícito.
El pasillo era mucho más estrecho de lo que recordaba.
En realidad, en todo era diferente. Era más oscuro, con una luz tenue y difuminada que venía de algún lugar del techo y no me dejaba ver qué tan lejos estaba la puerta a la que tenía que dirigirme. Mucho más gris y con manchas oscuras en las paredes, sin ninguno de los cuadros y dibujos que mamá había colgado para tratar de alegrar un hogar que distaba de ser feliz. Pero sobre todo era más largo, llevaba más tiempo del que podía recordar tratando de atravesarlo y, aunque quería apurarme y echarme a correr, no parecía que hiciera la diferencia para llegar al final.
Supongo que ese era el problema, siempre había llegado tarde. Muchas veces había atravesado ese pasillo, pero nunca llegaba a tiempo, no importaba lo rápido que corriera o si lograba meterme en medio, nunca podía ayudarla.
De pronto, la entrada de la habitación se materializó en frente mío, como si hubiera estado allí esperando por mí desde el principio. No estaba abierta, pero dejaba pasar una pequeña hendija de luz que parecía burlarse de mí, como un sutil recuerdo. Si no entraba era por miedo, no porque estuviera cerrada. Sostuve el pestillo temblando de los pies a la cabeza, mientras trataba de juntar el valor para avanzar, pero parecía que me habían clavado los pies al piso.
No podía mover ni un músculo.
No tuve que empujar para que la puerta se abriera, la sentí deslizarse entre mis dedos, permitiéndome ver el interior. Por más que traté de gritar, ningún sonido salió de mi boca al divisar una niña en el piso que se encogía sobre sí misma, con sus brazos doblados en un malogrado intento de proteger su pequeño rostro de los incesantes golpes, en aquella posición defensiva que ya había visto cientos de veces en otra persona.
La figura alta que cubría parte de ese cuerpo infantil notó mi presencia y se giró en mi dirección con una sonrisa cruel, como si disfrutara el dolor que infligía.
—¿Peter? —pregunté, o al menos hice el intento.
Tenía que ser él. Estaba casi igual a cómo lo recordaba, aunque me pareció más grande e intimidante que nunca cuando se irguió por completo y fijó sus ojos enrojecidos en mí. Tenía una luz propia que le iluminaba el resto de la cara, en especial esa sonrisa que parecía salirse de sus mejillas y mostraba unos dientes mucho más afilados de lo normal.
Comenzó a caminar hacia mí sin cambiar un ápice su expresión satisfecha, pero cuando finalmente habló a un palmo de mi rostro, su tono sonó decepcionado.
—Tarde otra vez, Emilia, siempre llegas tarde —dijo y se abalanzó sobre mí.
Abrí los ojos y tomé tres bocanadas de aire antes de darme cuenta de que estaba en mi departamento, no en la casa de mi infancia, y que no había sido más que un mal sueño.
Me revolví entre las sábanas tratando de calmar mi respiración y de contener las lágrimas de frustración que habían aparecido en mis ojos. Podría parecer infantil llorar solo por un sueño perturbador, pero odiaba mis pesadillas más que nada en el mundo.
No creo que exista una persona en la faz de la tierra a la que le guste tener pesadillas. También es verdad que solía decir que odiaba cosas tan seguido que el significado de esa palabra podía desvirtuarse conmigo, el problema era que mis pesadillas no solían estar relacionadas a dientes que se caen, un examen sorpresa para el que no había estudiado o a que no llevara ropa puesta en la clase de gimnasia. También había tenido alguna vez esa clase de sueños (quién no los ha tenido), pero no eran esos los que me atormentaban hasta hacerme llorar.
Las pesadillas que me hacían sudar frío y tener miedo de volver a cerrar los ojos estaban más relacionadas a recuerdos enterrados (o no tanto) y nunca aparecían de la nada, lo que significaba que no solo me afectaban por una noche, sino que me dejaban en un estado de alerta constante. Las había sufrido durante los dos primeros años que mamá y yo vivimos solas, pero habían desaparecido un tiempo después de comenzar a aclimatarme en la nueva ciudad, cuando hice nuevos amigos y perdí el miedo cada vez que alguien tocaba la puerta.
Habían regresado unos años después, lo que coincidió (sin ser casual) con la mudanza a San José con mi hermana pequeña y mi abuela y, aunque en ese momento estábamos bastante mejor y decidimos dejar de esconder los fantasmas debajo de la alfombra, me llevó más de un año de terapia volver a dormir una noche completa sin levantarme a revisar las habitaciones para verificar que no había pasado nada.
Por supuesto que estos paseos solían despertar a mi hermana menor, víctima de sus propios sueños, que terminaba pasando el resto de la noche a mi lado en la cama. Esto último, más que molestarme, solía ayudarme a dormir en paz, sabiendo que, si no podía hacer nada por mí, al menos podía ayudarla a ella.
La última vez que habían vuelto había sido unos siete años atrás, justo al comenzar el que creía que iba a ser el trabajo de mis sueños, aquel para el que había estudiado por años. Si bien desde el minuto en que empecé a tratar con mis clientes me di cuenta de que la ansiedad y el nudo en el estómago que se me hacía cada mañana antes de ir a la oficina no era normal, había supuesto que con el tiempo iba a aprender a llevarlo mejor.
Quién habría dicho que no fueron los cuentos de princesas los que me vendieron historias falsas y me generaron expectativas poco sanas, sino todas aquellas series y películas con médicos o abogados que no saben poner límites con sus pacientes y se involucran demasiado en cada caso, como si eso no tuviera consecuencias nefastas.
A pesar de que era cabezota a decir basta y pensaba que no había nada con sabor más amargo que admitir que había desperdiciado años de carrera, estudios y especialización, así como cantidades estúpidas de dinero para desarrollar una profesión que iba a acabar con mi salud mental, me bastó volver a tener pesadillas para aceptar que no estaba hecha para ese trabajo y buscarme la vida de otra manera.
Y había funcionado como si fuera magia. Los sueños se habían detenido poco después de dejarlo y no habían vuelto hasta esa noche. Por lo tanto, además de encontrarme poco preparada, estaba muy sorprendida porque no podía entender cuál era el disparador. Me negaba a pensar que un par de besos, unos almuerzos y un par de conversaciones comprometedoras me llevaran a este nivel de ansiedad.
Si bien nunca había creído en los sueños premonitorios (en especial aquellos que era imposible que se volvieran realidad), sabía que mi subconsciente tenía una manera muy directa de expresarme mis miedos y deseos, y dudaba mucho que estos miedos tuvieran que ver con Adrien.
Quizás fue por eso que pasaron más de dos horas antes de calmarme y volver a dormir. Y quizás también fue por eso que cuando el teléfono sonó la noche siguiente una parte de mí estaba esperando esa llamada.
San José, California
ADRIEN
—Lo que no termino de entender es, por qué si es la celebración de mi nuevo trabajo, terminamos viniendo al último lugar al que habría querido venir.
No estaba pasando una mala noche, pero ninguna de las personas que me conocía habría dicho que yo elegiría, de manera voluntaria, venir a un antro lleno de universitarios un sábado en la noche.
—Estamos aquí porque, desde tu divorcio, tu concepto de celebración implica ver una película con tu madre o hacer de niñera del perro de tu hermano —contestó uno de mis amigos, mientras me empujaba hacía la zona más concurrida del local.
No era un bar pequeño, pero parecía que habría un evento o un DJ importante esa noche y apenas se podía caminar.
—Al menos ni Truffle ni mi madre me arrastran a bares donde te cobran medio riñón por una cerveza que tardan veinte minutos en servirte —me quejé por lo bajo.
Sabía que mis amigos tenían razón y que no había sido la persona más entretenida para juntarse en los últimos años, pero la combinación del divorcio, pandemia, de volver a vivir con mi madre después de los treinta y el accidente que había dejado a mi hermano en silla de ruedas, no me habían sentado muy bien.
Para ser honestos, lo ilógico habría sido tomarme los acontecimientos con humor y una sonrisa en la cara. De todas maneras, si algo había aprendido en estos últimos años es que disfrutaba mucho de planes más tranquilos o de quedarme en casa más de lo que hubiera esperado.
Los años que había estado casado con Maddie y vivíamos en Los Ángeles solíamos salir casi todos los fines de semana, ya que ella amaba hacer panoramas distintos, salir a fiestas o cualquier actividad que incluyera sumarnos a grandes grupos de gente.
No es que hubiese sido infeliz, pero sí me había acostumbrado a acoplarme a sus planes porque era lo que ella disfrutaba y la hacía feliz. En cambio, si me daban a elegir a mí, prefería que mis días fueran más tranquilos y con menos personas involucradas.
—Sabemos que esto no está dentro de tu zona de confort —aceptó Nick, uno de mis amigos más antiguos, que solía llevar la voz cantante del grupo—. Pero también creemos que necesitas salir un poco, quizás así hasta puedas conocer a alguien. En especial, porque los dos sabemos que eso de Tinder no es lo tuyo, así que mejor probar por la vía tradicional.
Me estremecí un poco al recordar las catastróficas citas que había tenido por aplicaciones. Debía admitir que en gran parte era mi culpa: era tímido, en especial para comunicarme por mensajes, lo que me hacía muy difícil hablar con personas desconocidas. A eso había que sumarle que me había casado con mi primera novia.
—Tampoco creo que conocer a alguien en un bar donde no puedo escucharme ni a mí mismo sea lo mío —respondí con desgana.
—¿Qué le ha pasado a este tipo con los años? —preguntó Sam, otro de mis amigos. Debo admitir que entendía sus quejas, yo me escuchaba a mí mismo y también me daban ganas de golpearme por lo quisquilloso que sonaba—. En mi memoria, el Adrien de la escuela solía ser tan popular, con todas las chicas suspirando por él y ahora llora por los rincones por salir una noche y tener que hablar con una mujer bonita.
—Adrien nunca fue popular —lo corrigió Nick antes de que yo pudiera hacerlo—. Era un antisocial encubierto. Lo que pasaba es que entre ese cuerpazo de escalador que tiene y ese acento francés tan chulo, todas las chicas querían salir con él —Me guiñó el ojo y se mordió el labio después de decirlo, lo que le robó unas carcajadas al grupo.
—No hacía escalada en la escuela, era gimnasia. —La escalada era un gusto que había adquirido en la universidad, en especial porque el cuerpo ya no aguantaba tantos brincos—. Y no tengo acento francés, imbécil, nací en California. —Mi familia sí era francesa, eso era cierto, pero habían migrado a Estados Unidos antes de que yo naciera.
—No me vas a negar que hablarles a las chicas en el “idioma del amor” te ha funcionado más de una vez, que nos conocemos lo suficiente a estas alturas de la vida.
—Jamás te negaría algo así —reconocí un poco sonrojado. Por suerte las luces estaban bajas y me ahorraron la vergüenza de quedar en evidencia—. Es solo que no creo que hablar francés aquí sirva de mucho. No es que alguien pueda escuchar lo que digo.
—Lo que tienes hacer —dijo Nick con un tono ominoso que denotaba que estaba a punto de compartir un conocimiento trascendental conmigo— es buscar a la chica que quieras, caminar en su dirección con aire distraído y volcarle su vaso encima como si fuera un accidente.
—¿Qué? —Podía ser que lo conociera desde los doce años, pero los procesos mentales de mi amigo eran un misterio para mí.
—Es la mejor manera de conocer a alguien —contestó como si fuera el primer capítulo de un manual que debería saberme de memoria—. Pones cara de niño apenado, que con esos ojitos celestes que te dio tu madre te queda tan bonita, le ofreces ayuda para limpiarse y le invitas un trago nuevo. Simple, sencillo y elegante.
—Cómo conseguiste casarte con alguien como Ava y convencerla de que era una buena idea tener dos hijas contigo… Siempre será un enigma para mí.
—Pues enigma resuelto. Le tiré el trago encima.
Ni siquiera me esforcé en contestarle porque, conociéndolo, era muy posible que me estuviera diciendo la verdad. Además, a diferencia mía, él sí había conseguido que su esposa siguiera enamorada de él después de seis años de matrimonio, así que no tenía mucha autoridad moral para discutirle.
Estaba pensado en qué podía decir para cambiar de tema a alguno que no incluyera mi poca capacidad para mantener conversaciones con desconocidos, en el instante en que mi mirada quedó fija en una chica que estaba a unos metros de distancia.
No me llamó la atención porque fuera guapa, que sí lo era, sino porque había algo en ella que me atraía de una manera magnética. Llevaba un vestido claro, corto y pegado al cuerpo, con detalles en plateado que brillaban con la luz y que dejaba gran parte de su espalda descubierta, aunque la tapaba con un pelo lacio y oscuro que le llegaba a la cintura y se movía de una manera hipnótica.
Pensándolo bien, quizás sí me llamó la atención por ser guapa, pero fue su manera de reír lo que me dejó casi clavado en el piso. Iba del brazo de su acompañante y parecía estar muy entretenida con lo que él le estaba diciendo. Le contestaba gesticulando con las manos en protesta, lo miraba con el ceño fruncido y hasta llegó a sacarle la lengua y hacerle una mueca aniñada que me pareció adorable.
Quizás eso fue lo que me atrajo tanto, que incluso yo, que no la conocía ni podía escucharla, notaba que ella se sentía tan fuera de lugar como me pasaba a mí entre toda esa gente y ese ruido, pero, a diferencia de mis quejas que me hacían sentir un anciano, ella parecía dispuesta a verle ese lado divertido a la vida que a mí se me había olvidado buscar.
—¿Reconsiderando mis estrategias? —preguntó Nick a mi lado con un movimiento sugerente y exagerado de sus cejas.
—No seas ridículo —contesté sin siquiera tratar de fingir que no sabía de lo que hablaba—. Se nota que está con su novio, esposo, cita o lo que sea.
—¿La que está con el tipo alto de camisa a cuadros? —preguntó señalándolos de una manera poco sutil. Asentí como respuesta, porque sabía que era inútil reprenderlo por ir apuntando gente con el dedo—. Entre ellos dos no pasa nada de nada. Él no le ha metido mano ni un poquito.
—No todos los hombres van toqueteando a sus novias en público, en especial porque ya no tenemos veinte. En serio, ¿cómo consigues que tu mujer no se divorcie de ti?
—Pues le meto mano en público para que sepa que todavía hay chispa —concluyó con un encogimiento de hombros, como si se hubiera dado cuenta de qué era lo que había ido mal en mi matrimonio (para aclarar, no había sido eso)—. O al menos le daría un beso, no sé... te digo que entre ellos no hay química y, aunque no me creas, tengo buen ojo para esas cosas. Fui el primero que dije que Chris le hacía ojitos a tu hermano.
—No creo que pruebe mucho, hasta mi tía abuela, super católica y que no sabía que Étienne era gay, se dio cuenta.
—Verdad, pero te apostaría dinero a que tengo razón en este caso. No lo voy a hacer porque llevas dos años de desempleo y me parece de mal gusto quitarte tu primer sueldo.
—No llevo dos años de desempleo —me callé al darme cuenta que mi amigo estaba buscándome las cosquillas. Solo Nick y mi hermano mayor podían hacerme sentir como un adolescente berrinchudo tan rápido—. De todas maneras, no me voy a acercar a ella, ni a nadie, con una de tus tácticas cuestionables. De hecho, he decidido que no necesito todos mis riñones, al fin y al cabo, así que iré a ver si me dan una cerveza a cambio de uno de ellos. Así al menos puedo dejar de escucharte un rato.
Nick tiró un beso exagerado en mi dirección, para hacerme saber que no se tomaba mis pullas en serio. Me alejé caminando en dirección a la barra, mientras negaba con la cabeza con resignación, pero, de alguna manera, a través de la música pude escuchar cómo me decía: “A por ella, tigre”.
Emilia
—¿Me puedes repetir qué es lo que hacemos aquí?
Mi voz sonó con dificultad sobre el ruido de la música que envolvía el ambiente, al ritmo de una de aquellas canciones de moda que yo ya no conocía. Mi mejor amigo apuró su cuarto vaso antes de contestar.
—Estamos celebrando que vas a dormir de nuevo en una cama que no tenga sábanas de cohetes.
En realidad, lo que Cam quería decir era: estamos festejando que te entregaron tu nuevo departamento y, por ende, vas a dejar de ocupar mi casa como un parásito y de dormir en la cama de mi hijo, obligándome compartir cama con el pequeño pateador cada vez que está en casa; pero él solía decir las cosas de un manera más elegante y concisa que yo.
—Ya me estaba acostumbrando a las estrellas que brillan en la oscuridad y las lámparas de noche, tal vez deba dormir con las luces prendidas un par de días —respondí con una sonrisa—. Sé que me pediste que deje de repetirlo, pero en verdad agradezco que me hayas hecho un espacio.
Hizo un gesto con la mano que descartaba, por milésima vez, mis agradecimientos, como si nunca se hubiera planteado la opción de que me quedara en otro lado.
Si bien era cierto que Cam era mi mejor amigo desde hace más dos décadas, no era la primera persona en la que había pensado en recurrir al tener mi departamento inundado y verme obligada a abandonarlo de improvisto. Había tenido la suerte de encontrar, en menos de una semana, uno nuevo que era perfecto para mí: más amplio, con mejor ubicación y a un precio estupendo, pero me habían dicho que recién estaría disponible en otras dos semanas, lo que alargaba a tres mi estadía en casa ajena.
Podría haberme ido a vivir con mi madre o con Alice, mi mejor amiga, pero la primera vivía bastante lejos de mi trabajo y la segunda ya tenía su casa muy llena entre su futura esposa, su hijo, los tres perros y los preparativos de la inminente boda; no me había parecido buena idea agregar más estrés.
Cam me había abierto las puertas de su hogar. No era la primera vez que vivíamos juntos. Además de cuando éramos niños, habíamos compartido departamento hacía unos años, en aquellos días en que recién habíamos fundado nuestra empresa y no teníamos dinero suficiente para pagar más que una caja de zapatos con baño que hacía a la vez de hogar y oficina. Pero era la primera vez que me quedaba en aquella casa, en la que además vivía su hijo de cuatro años la mitad del tiempo.
Por suerte, padre e hijo me habían recibido con los brazos abiertos, al menos hasta ese día, que por fin había podido mudarme. Cam y yo habíamos pasado horas y horas arrastrado cajas y muebles con ayuda de mi hermana, Alice y mi madre, y me sentía tan agotada que podría haberme dormido parada. Pero de alguna manera mi amigo me había convencido de desempolvar uno de mis vestidos favoritos y salir a festejar el cambio de departamento.
—De todas formas, aunque estoy agradecida, sigo sin entender por qué estoy en un bar donde con menos de treinta y cinco años me siento como la niñera de la mitad de los asistentes, en lugar de estar en mi hermoso departamento nuevo, estrenando mi sofá con mi gato, una manta y un buen libro.
—Voy a explicarlo por partes. —Me causó risa que usara la misma expresión que mi hermana solía usar. Cam levantó su dedo índice en mi dirección—. Primero, te sientes vieja porque tu idea de plan de sábado es leer un libro con tu gato, no por tu edad.
Puesto así… pues seguía sonando a un excelente plan de sábado en la noche, bastante mejor que dejarme arrastrar por medio San José a un bar repleto de gente. De todas maneras, no me dejó contestar antes de levantar otro dedo y continuar.
—Segundo, estás en un bar porque es el primer fin de semana en meses que no tengo que trabajar o cuidar de Tommy. Necesitaba salir a ver si el mundo exterior todavía existía como lo recordaba y te apiadaste de mí.
Era cierto que los últimos meses no habían sido fáciles. Por un lado, estábamos a punto de cerrar el contrato más grande que habíamos tenido desde el comienzo de nuestra empresa, lo que había significado trabajar más de lo que creíamos posible. Incluso habíamos aprovechado que estábamos viviendo en la misma casa para trabajar hasta horas bastante cuestionables (si no fuéramos los dueños de la empresa, nos habríamos denunciado por abuso laboral).
Por si eso fuera poco, Cam también había pasado más noches con Tommy de lo normal ya que Alice (que además de mi mejor amiga era la madre del hijo de ambos) y Naya habían trabajado horas extra para poder tomarse días en su luna de miel.
—Sabes que no eres un mártir por hacerte cargo de tu hijo un par de semanas, ¿verdad? —contesté sacándole la lengua con toda la madurez y sentimiento que encontré en mi corazón.
En realidad, Cam era un padre excelente, pero incluso él necesitaba que le recordaran que estaba haciendo lo mismo que hacían la mayoría de las madres (con mucho menos reconocimiento).
—Claro que lo soy, merezco un desfile cada vez que manejo una pataleta o lo retiro del preescolar porque tiene fiebre. —Giré los ojos ante su comentario irónico, pero no pude disimular la risa—. Bueno, quizás no un desfile, pero sí un par de whiskys.
Esa fue su manera nada sutil de llevarme de nuevo a la barra a pedir otro trago, aunque yo había dejado de tomar hace bastante rato. Estaba segura de que si bebía una cerveza más me terminaría quedando dormida en un sofá de una manera muy indigna. Y lo peor es que ni siquiera habría sido la primera vez. Sabía que, de suceder, al día siguiente circularían las fotos de evidencia en el grupo familiar.
Conclusión, no más alcohol para mí.
Esperé a que pidiera su trago y cuando volvió con un vaso nuevo y una sonrisa de niño en mañana de Navidad, le dediqué una mueca de falsa reprobación y me giré para alejarme lo más posible de la zona más concurrida del lugar. Por supuesto, como suele pasar en los bares atestados de gente y sin espacio, choqué con un cuerpo que venía saliendo de la barra.
Escuché un gruñido por lo bajo y unas palabras que no entendí justo antes de sentir un líquido frío colarse por la espalda de mi vestido. Cam no disimuló la risa y masculló algo que sonó como “karma”, comentario por el que juré para mis adentros que iba a vengarme más tarde.
—Lo siento mucho.
Las tres palabras se escucharon con eco entre mi voz y la de aquel chico al que le había tirado la cerveza con el codo. Era extraño que la persona que se disculpaba fuese yo, que tenía toda la espalda pegajosa, pero era consciente de que el accidente había sido mi responsabilidad por completo.
—Fue culpa mía —aclaré con rapidez, tratando de limpiarme el cuello con las manos—. Parece que con la edad se me olvidó cómo moverme en antros como estos.
Eso último lo agregué para mí misma, pero la risa grave que se escuchó a mi espalda dio cuenta de que mi voz había atravesado la música de los parlantes, algo impresionante si tomamos en cuenta el volumen en el que sonaban. Tuve que girarme y levantar la cabeza para mirarlo y, al día de hoy, aun me avergüenza pensar en la cara de idiota que se me debe haber quedado dibujada. Estaba segura que ser tan atractivo debía considerarse un pecado en algún lugar del mundo.
Debía medir cerca de un metro ochenta; su pelo (color castaño claro casi rubio, que se oscurecía cerca de la raíz) estaba corto a los lados y algo despeinado hacia arriba, con un pequeño jopo y mechones sueltos sobre la frente. Parecía una invitación a acomodar las puntas con los dedos. A esto lo acompañaba la sombra de una barba intencional, cejas gruesas algo más oscuras que el cabello y ojos claros remarcados por unas pestañas eternas. Llevaba jeans negros, algo rasgados en la rodilla, y una camisa de mezclilla sobre una camiseta blanca. De hecho, lo único que logró sacarme del trance en el que me había hundido fue notar que estaba tratando de secar sus manos con aquella prenda tan clara que, segundos antes, se veía impoluta.
Trate de concentrarme en sus ojos, cuyo color no llegaba a distinguir del todo en la penumbra del bar, y quitar la vista de su pecho que, en mi defensa, era lo que tenía frente a mi cara por la diferencia de alturas.
—Déjame que te compre otra cerveza, aunque es probable que te deba también la tintorería —Al menos así sería en el caso de mi vestido.
Hasta el día que me había visto obligada a mudarme de improviso no recordaba que tenía ese vestido. Pero años atrás había sido uno de mis favoritos para salir. Al parecer, mi manera de demostrarle que todavía lo quería, después de dejarlo abandonado en un closet por dos años, era tirándole cerveza encima. Por suerte para mí, la ropa no tenía sentimientos.
—Si te hace sentir mejor, no creo que la cerveza deje manchas, pero nunca he rechazado una cerveza gratis y me niego a empezar ahora. —Sonrió de una manera tan sincera que se le notó en la mirada, parecía que le hubiera ofrecido un auto nuevo en vez de reponerle su bebida—. Soy Adrien.
—Emilia —respondí, acercando mi rostro a su cara para que se escuchara mejor entre la gente.
Me giré para indicarle a Cam que nos demoraríamos unos minutos más, pero mi amigo se las había arreglado para hacer una bomba de humo en los pocos segundos en los que lo había perdido de vista.
Tardamos más de lo que me habría gustado en volver a acomodarnos de cara a la barra y que nos atendieran de nuevo. Al parecer esa noche tocaba algún DJ conocido y el sitio estaba a reventar (cosa que le sacaría en cara a mi amigo más tarde). En otro momento no me habría molestado, pero me costaba mantener la conversación y no quería obligar a Adrien a pasar por silencios incomodos, además de haberle tirado su cerveza.
Él, por su lado, no parecía para nada afectado por la tardanza, ni por tener que acercarse a mí para que lo entendiera mejor, tanto que se las apañó para contarme que había salido con unos amigos, pero habían desaparecido en menos de un segundo.
—Los perdí de vista tan rápido al decir que quería una cerveza, que cuesta creer que salieron a festejarme a mí —se quejó en tono jocoso.
—¿Cumpleaños? —pregunté con curiosidad… y un poco de esperanza de que no me corrigiera diciendo que era su despedida de soltero.
—Nuevo trabajo —contestó, y volvió a pegarse a mi oído para que pudiera entenderlo.
Cada vez que lo hacía, su perfume me inundaba las fosas nasales y las notas amaderadas que emanaba me hacían desear hundir la nariz en su cuello. Me parecía increíble poder sentirlo con toda la gente que teníamos alrededor, aunque tenía una voz en mi cabeza que me decía que debían ser imaginaciones mías. También tenía otra, que sonaba irritantemente similar a la de mi amigo, que me argumentaba que eso es lo que ocurre si pasas tantos meses sin sexo.
—Felicitaciones entonces —comenté con un brindis, para aprovechar que al fin habían llegado nuestros vasos y haciendo un esfuerzo para dejar de pensar estupideces.
—Es todo un evento. No había trabajado de lo mío desde que volví a vivir a la ciudad.
—¿No eres de por aquí? —le pregunté para dar a entender que no quería terminar la conversación.
Podríamos habernos separado, al fin y al cabo, ya había cumplido con reponer su bebida, pero nos encaminamos en dirección a uno de los sectores más silenciosos, con pequeños sofás de cuero blanco que brillaban con las luces oscuras. Ni siquiera se me ocurrió preguntarle si no prefería buscar a su grupo y, al parecer, él tampoco se lo cuestionó.
En el caso de Cam, sabía que no debía preocuparme porque era de aquellas personas super sociables a las que si las dejabas solas más de cinco minutos lograban conversar con extraños. En eso nunca habíamos coincidido. Era extraño que me sintiera cómoda hablando con Adrien como si nos conociéramos desde hacía tiempo.
—En realidad me crié en San José —me aclaró una vez que estuvimos instalados y podíamos conversar mejor—. Me mudé a Stanford en la universidad y cuando terminé los estudios nos fuimos a Los Ángeles —noté el uso del plural, pero él pareció no darse cuenta de que lo había hecho—. Volví a San José a principios de 2020 y bueno…
—No fue el mejor momento para cambiar de trabajo —admití con una mueca de pesar.
—Fue un buen momento para volver a casa, eso lo puedo asegurar, pero me pasé los últimos años ayudando a mantener el negocio familiar a flote.
Mantuvimos una conversación muy amena y distendida. Me contó que su madre tenía un negocio que había luchado por no cerrar sus puertas en pandemia y que por eso había decidido no buscar trabajo hasta que la situación se estabilizara un poco más.
No sabía muy bien cuánto tiempo había pasado, pero no se sintieron como más que unos pocos minutos antes de que algo detrás de mí llamara su atención y su cara se transformase en la viva imagen de la vergüenza.
—¿Puedo pedirte un favor extraño? —pronunció de la nada, interrumpiendo lo que estaba diciendo.
No pude contestar con palabras, pero mi cara debe haber mostrado toda la preocupación que no fui capaz de verbalizar, porque lanzó una carcajada al entender el rumbo de mis pensamientos.
—Nada como lo que sea que estás pensando, aunque tomo como nota mental no pedirle favores extraños a desconocidas que conozco en los bares —su tono jocoso y tímido me tranquilizó un poco—. Es solo que acabo de ver a un amigo detrás de ti y, va a sonarte muy raro, pero ¿podrías aclararle que lo de la cerveza fue culpa tuya?
Lo miré con las cejas levantadas y expresión de desconcierto. Sí, era un favor bastante extraño, no lo iba a negar, e iba a pedir más detalles de su solicitud cuando nos interrumpió una voz a mi espalda.
—Hombre, qué habilidad para esconderte de nosotros, me rompes el corazón —reclamó su amigo, al que se le notaba que no había tenido problemas para pasar un buen rato en ausencia del festejado. Fue claro que notó mi presencia un segundo después de llegar, porque puso cara de arrepentimiento e hizo el ademán de dar dos pasos para atrás—. Perdón, no me di cuenta que estaba interrumpiendo algo.
El tono de su voz y la mímica que hizo fingiendo que caminaba hacia atrás para darnos privacidad, me hizo soltar una carcajada. Adrien llevó sus manos a la cara, como si estuviera avergonzado de las ridiculeces de su amigo, pero también se le notaba divertido.
—No interrumpes —aclaré yo, me levanté del sofá con más esfuerzo del que me enorgullece admitir y tendí la mano en su dirección. Antes de hablar, escuché que Adrien mascullaba “sí lo haces” por lo bajito—. Soy Emilia, un gusto.
—Nick. —Tendió su mano en mi dirección y alternó su mirada entre las manchas de mi ropa y las de la camisa de Adrien—. Parece que tuvieron un “accidente”.
Adrien volvió a taparse la cara con las manos, esta vez avergonzado de verdad. La sonrisa pícara de Nick y su tono de voz, que daban cuenta de que su comentario era parte de una conversación previa de la que no había formado parte, me hicieron recordar aquel favor que me había parecido tan extraño.
—Es verdad, me pidieron que te aclare que lo de la cerveza fue totalmente mi culpa, tu amigo no tuvo nada que ver. —Me giré hacia Adrien sabiendo que había alguna broma interna que no estaba entendiendo del todo, aunque me daba entre ternura y gracia ver la cara de pena que ponía, como si quisiera esconderse entre los cojines.
—¿Te pidió que me dijeras eso? —consultó Nick, divertido.
—Me hizo practicarlo —respondí entretenida—. Está bien, esto último es mentira, pero sí es cierto que me solicitó que lo aclarara. También es verdad que fue culpa mía, más allá de que no entienda muy bien la importancia.
Me miró inquisidor, alternando sus ojos entre los de Adrien y los míos como si no terminara de creer la historia del todo. Iba a pedir que me incluyeran en su conversación silenciosa cuando sentí que alguien me abrazaba por la espalda con fuerza. Tuve que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio.
—Mimiii… —que Cam usara el apodo por el que me llamaba su hijo solo podía significar que llevaba más copas encima de lo recomendado—. Hasta que te encuentro. Conocí a un grupo de mexicanos que estaban festejando una despedida de soltero y me invitaron unos tequilas —no le dije que su aliento me había puesto en aviso antes de que me lo contara, porque no me dejó acotar nada—. ¿Por qué era que ya no tomábamos tequila?
—No tomamos más tequila porque las consecuencias de la última vez son la razón por la cual ayer dormí en la cama de un niño de cuatro años. ¿Te acuerdas? —respondí tratando de sonar más seria de lo que me sentía. Cam no tomaba mucho, pero si lo hacía siempre terminaba así de alegre.
—Ah sí, no queremos que eso vuelva a pasar —contestó entretenido mientras se presentaba con Adrien y Nick que lo miraban con curiosidad—. Soy Cameron, aunque todos me dicen Cam.
Debía haber pocas personas más sociables y simpáticas que mi amigo, pero me dio la impresión que Nick podía llegar a hacerle competencia. Seguro que si se ponían a conversar nos quedaríamos allí hasta que nos echaran.
Aproveché que los tres se estaban presentando entre ellos para mirar la hora y me sorprendió caer en cuenta de que ya era mucho más tarde de lo que pensaba. Al parecer, había pasado más tiempo del que había notado hablando con Adrien, lo que no dejaba de llamarme la atención porque no era normal para mí sentirme tan cómoda con extraños.
—Creo que deberíamos irnos a casa —le dije a Cam apenas terminaron las presentaciones—. Acabo de recordar que mañana tengo el almuerzo por el cumpleaños de Luisa en casa de mamá y no puedo ni llegar tarde ni con resaca.
No era solo que fuera evento familiar importante, sino que era una de aquellas cosas que sabes que no puedes perderte por nada en el mundo. Por ya más de quince años nos habíamos juntado a almorzar con mi hermana, mi madre y mi abuela en esa fecha y no había nada en el mundo que pudiera hacer que me ausentara.
Además, por primera vez desde que habíamos empezado la tradición, ya no seríamos solo las cuatro. Mi hermana iba a llevar a su novio al almuerzo, y dado que él y yo no nos llevábamos del todo bien (un eufemismo para expresar que nos odiábamos), prefería no darle una excusa para que me mirara con mala cara por haber llegado atrasada y con ojeras gigantes.
El recordatorio de mi evento del día siguiente hizo que a Cam se le disipara un poco la borrachera. Él no estaba invitado, pero sabía lo importante que era para mí.
—Tienes razón, te prometí que volveríamos temprano —aceptó sin poner trabas.
Me devolví para despedirme de Adrien, que le estaba susurrando a su amigo algo así como un “te lo dije”. Nick negó un poco con la cabeza, como si estuviera en claro desacuerdo con lo que fuera que su amigo estaba diciendo, pero se despidió de nosotros con una sonrisa de oreja a oreja y mencionó que ojalá nos volviéramos a cruzar pronto.
Me acerqué a Adrien, con la intención de pedir su número, su nombre completo para poder buscarlo o al menos con la esperanza de que él lo hiciera, pero algo en su expresión me hizo cambiar de opinión. No sabía cómo explicarlo, no es que estuviera serio o antipático, sino que parecía un poco más cordial, distante de alguna manera, tan así que dudé si aquella química, que estaba tan segura que había sentido entre los dos, no había sido más que una imaginación mía.
Quizás solo era una persona simpática, como ocurría en el caso de Cam, y podía pasar más de media hora hablando con desconocidos en total confianza sin que eso le pareciera extraño. No me lo había parecido antes, pero si aún me quedaba duda, el beso que dejó en mi mejilla, tan suave que me hizo creer que no me había ni tocado y su escueto “un gusto conocerte, Emilia” sin agregar más, me quitó de dudas.
Apoyé la cabeza en mi almohada casi una hora después, luego de dejar a Cam en su casa, quitarme el maquillaje y maldecir por las pocas horas de sueño que tendría disponibles. Había algo que no me dejaba conciliar el sueño ni quitarme el sabor amargo de la boca.
No era frustración, ni aquella sensación de derrota que te queda al asumir que alguien que te atrajo no siente lo mismo por ti, era un sentimiento desconcertante y a la vez abrumador, como si hubiera tenido algo único en la punta de mis dedos y hubiese dejado que se escurriera sin darme cuenta por qué.
—Odio a Ian Miller —exclamé cuando mi mejor amiga abrió la puerta.
Durante mi adolescencia, mi mamá solía decirme que tenía talento para el drama. Por supuesto, como toda niña de dieciséis años que se precie, solía poner los ojos en blanco o poner una mueca que implicaba que todo lo que saliera de su boca me producía vergüenza ajena y que no entendía nada de la vida. No es que con la edad haya adquirido la costumbre de aceptar que mi madre estaba en lo cierto (no sé si existe madurez o edad suficiente para algo así) y me niego a que esa ocasión sirva de precedente, pero pude entender su punto al escucharme a mí misma.
Estaba apoyada en el marco de la pared de entrada en posición de derrota, como si en vez de ir a almorzar con mi familia hubiera corrido una maratón. Levanté los lentes oscuros sobre mi cabeza y miré a Alice con cara de perro apaleado. En ese momento, más de uno hubiera dicho que desperdicié una carrera estudiando leyes en lugar de mudarme a Hollywood.
En mi defensa, diré que preferiría correr una maratón sin entrenamiento y con zapatos de tacón que volver a escuchar a Ian hablar por tres horas, como si todo lo que saliera de su boca fuera interesante o, lo peor, presenciar que mi hermana en verdad lo creía.
—“Hola amiga, ¿cómo estás? Yo muy bien, y tú, ¿qué me cuentas?” Esos son saludos de gente normal, cariño. —Alice me abrazó a modo de bienvenida e hizo un gesto para que la siguiera a la cocina antes de seguir hablando—: Las conversaciones solo empiezan con declaraciones de odio hacia personas que no conocemos en las películas románticas.
Lo bueno de mi amistad con Alice era que, además de que nos ayudábamos a controlar nuestras respectivas dotes dramáticas (porque las suyas no tenían nada que envidiarles a las mías), ella siempre sabía qué hacer para robarme, aunque sea, una pequeña sonrisa con sus respuestas y comentarios.
—¿Las de enemies to lovers que amamos, pero deberíamos odiar porque suelen representar todo lo que está mal en el amor romántico? —aporté yo siguiéndole la broma.
—Esas mismas, ¿estamos en una película? —se volvió a preguntarme con un gesto serio, como si realmente se lo cuestionara, para luego señalar la cafetera de la cocina con la cabeza.
Era nuestra señal universal para sentarnos a tomar algo y conversar de lo que nos había pasado o, como decía Cam, para comenzar nuestras sesiones de chismorreo de señoras (un prefijo que se adquiere por la actividad que se realiza y que no tiene nada que ver con el estado civil o la edad de una, por supuesto). Ni siquiera esperó a que asintiera antes de darse vuelta a preparar un café para mí y un té para ella, como la costumbre lo indicaba.
—La gente normal no cree que esté formando parte de una película romántica, Ali. De ser así lo que acabas de insinuar me perturbaría —Fingí una arcada al imaginar algún tipo de acercamiento con Ian, que Alice no llegó a ver porque estaba dándome la espalda—. Esta casa está inusualmente silenciosa. ¿Tommy no está? —agregué cambiando de tema mientras miraba hacia el pasillo, me había sorprendido que el pequeño torbellino no se hubiese acercado a saludar.
Silenciosa para los parámetros normales para el hogar Lewis-Martin, es decir que solo había un perro trepándose a mis piernas buscando llamar la atención, en vez de tres y un niño pequeño.
—Llegas tarde. Nay llevó a Tommy tomar un helado y aprovecharon de llevar a Lilo y a Kenai al parque. Mushu no pudo ir porque todavía se está recuperando de la eliminación de sus partes nobles —aclaró, regalándole al pequeño terrier una mirada lastimera con la que parecía pedirle perdón por el trauma que le acarrearía haber pasado una semana con el cono de la vergüenza frente a sus hermanos.
Quien no conociera a Alice y Naya pensaría que sus perros tenían nombres de personajes de películas de Disney gracias a su hijo de cuatro años, lo que no tenía sentido porque dos de ellos habían sido adoptados antes de que Tommy pudiera hablar. Claro que Alice no era la clase de persona a la cual le importara mucho la opinión de los demás.
Había sido mi mejor amiga desde los catorce años, al llegar a vivir a San José. El primer día de clases en mi nueva escuela había sido a mitad del ciclo escolar, lo que de por sí era bastante malo, pero, además, muchas personas habían visto el caso de mi familia en las noticias, y me sentía señalada con el dedo como si fuera un animal de zoológico. No había pasado ni dos horas allí y ya estaba pensando en escaparme a algún otro sitio, cuando Alice se acercó a saludarme. En ese instante me di cuenta de que todas las personas parecían hablar de mí, pero ninguna había hablado conmigo. Me había dicho algo como: “Ignóralos, son unos idiotas; sus vidas son muy aburridas, por eso se meten en las ajenas. La novedad dura poco y en unos días estarán metiendo sus idiotas narices en otro lado” y me acompañó a clase, donde se sentó al lado mío.
La Alice de catorce años medía unos cuantos centímetros más que yo (con los años esa diferencia había seguido aumentando), usaba brackets y su cabello negro y rizado estaba atado en una gran trenza apretada que lo mantenía inmóvil para no molestarla en los partidos de fútbol que amaba jugar. Sus gigantes ojos oscuros tenían una forma de mirarte que te transferían toda la confianza y seguridad para sobrevivir a la jungla que era nuestro colegio.
Habían pasado casi dos décadas desde aquel día y lo cierto es que muchas cosas habían cambiado. Sus dientes ya no estaban decorados con alambre y elásticos de colores; su trenza había desaparecido para dejar lugar a una cortísima cabellera con pequeños rulos, que en ese momento mostraba un color azul noche, aunque solía variar entre rojo, rosa o morado dependiendo del humor y del tinte de fantasía disponible. Ahora prefería pasar su tiempo libre en juegos en línea más que en los deportes y, lo más importante, tenía una hermosa familia formada por su hijo Thomas (o Tommy para los que lo conocíamos), su pareja Naya y sus tres perros (y yo, por supuesto, que me consideraba un miembro honorario del clan).
Sin embargo, y a pesar de todos los cambios, había muchas cosas que seguían siendo igual: su piel seguía siendo de un hermoso tono chocolate, seguía amando las películas y programas animados al punto de nombrar a sus perros en su honor (y todavía creo que Thomas fue bautizado por cierto gato O’Malley arrabalero, si bien nunca he recibido una confirmación) y, lo más importante de todo, seguía demostrándome que no podía dejar que los idiotas me arruinaran el día.
Eso no significaba que le molestara dejarme ventilar mis desgracias o que no quisiera conocer los chismes del día, cosa que demostró al acercar las dos tazas y una bandeja de galletas al sofá antes de volver al tema.
—Yo diría que el milagroso silencio y la falta de oídos sensibles no deben ser desperdiciados, así que aprovecha de contarme con lujo de detalles e insultos por qué odias tanto a Ian Miller y, ya que estamos en eso, ¿quién es Ian Miller? —preguntó con una mueca que demostraba que estaba buscando el nombre en su agenda mental—. Creo que no lo conozco.
—Sí lo conoces, o por lo menos lo has visto alguna vez. Es el idiota novio de Sofía —hice referencia a mi hermana menor de mala gana—. Una de las razones más importantes por las cuales nunca sería mi coprotagonista de película romántica.
—Si somos honestas, tampoco sería un guion original que te enamoraras del novio de tu hermana —tenía un punto, pero no iba a darle la razón en nada que me provocara la imagen mental de Ian y yo juntos. Prefería lamer cemento caliente a pasarle la boca cerca de la cara a Ian.
—Por eso dije que es una de las razones, pero no la principal —contesté para aclarar—. La principal razón es que es un idiota en toda regla. Aunque, volviendo a nuestras ideas iniciales, sí que representa todo lo que está mal en el amor romántico… —emití un suspiro que terminó en un gruñido—. Es que el tipo es un imbécil, no puedo entender qué le puede haber visto mi inteligente y adorable hermanita. Es tan, como decirlo… machirulo.
—Ah, es DE ESOS. Bueno, supongo que todas tenemos que pasar por alguien así para darnos cuenta de qué es lo que NO nos gusta en un hombre. O, en mi caso, para darme cuenta de que no me gustan los hombres, punto —agregó con una sonrisa divertida.
—No te atrevas a comparar a Cam con Ian —dije entre carcajadas defendiendo a mi mejor amigo—. Para empezar, una noche de sexo con más alcohol del clínicamente aconsejado no califica como relación. Además, Cam es de los pocos hombres que conozco que no me hace perder la fe de que en realidad existe el unicornio llamado “hombre heterosexual que no es un neandertal”.
Sé que muchas personas rodarían los ojos con este tipo de declaraciones tan generalistas, pero, en mi defensa, mi experiencia personal nunca había sido muy prometedora en ese aspecto.
—Ian, al contrario, extingue esa fe como si fuera un vaso de agua sobre un fósforo. O más que un vaso, una jarra entera —agregué.
—¿Tan mal fue el almuerzo en lo de mamá Angie? —Alice se refería a mi mamá, Ángela, de manera cariñosa como mamá Angie, ya que solía ejercer más ese rol que la suya—. ¿Por eso llegaste más temprano?
—Sí a todo —contesté—. Para que te indignes tanto como yo, en una de las conversaciones que tuvimos dijo que no entiende por qué las mujeres se quejan de los hombres que juegan videojuegos en línea —ejemplifiqué con asco—. Que es normal que hablen mal entre ellos y que si se sienten insultadas es porque son muy sensibles. Que a él también lo insultan y no se anda quejando, que si saben cómo es y no les gusta que no entren —imité una voz grave de hombre, aunque me rechinaban los dientes con cada palabra que decía, como si me sintiera mal por repetir sus palabras.
Si consideramos que Alice dedicaba su vida a crear videojuegos, era imposible elegir una mejor estrategia si quería ponerla de mi lado en la campaña de odio a Ian, eso no quería decir que estuviera exagerando o inventando algo, el hombre no necesitaba de mi imaginación para quedar como un troglodita.
—¿Es en serio? —Suspiró con un cansancio que denotaba que este tipo de conversaciones eran su pan de cada día—. Pero qué idiota. ¿Le dijiste que casi el sesenta por ciento de las mujeres que juegan en línea ocultan su género para no recibir acoso, insultos y hasta amenazas de violación?
Estas conversaciones eran tan habituales para ella, que había tomado como costumbre al hablar del tema ponerse a recitar de memoria cientos de estadísticas que le entregaban sustento a sus palabras. En mi caso, que no necesitaba que me justificaran su línea de pensamiento, solo pasaba que esos números me resultaban, con completa honestidad, deprimentes.
—Obvio que sí, entonces aclaró que, por supuesto, ÉL nunca insultaba a las mujeres en línea, es que no le parecía un problema tan importante como para hacer una asociación al respecto.
—Genial, también es DE ESOS. Pocas cosas generan más sospecha que un hombre que debe remarcar que él nunca “haría algo así”, pero que igual no deberíamos quejarnos si pasa. Tu odio está plenamente justificado. —Hizo un brindis imaginario en el aire con su taza de té para dar énfasis a su sentencia—. Le deseamos a Sofí una relación corta y expedita.
—Salud por eso —También levanté mi taza de café para unirme a su declaración antes de seguir agregando información que validara mi caso—. Por si no lo había aclarado antes, hablábamos de ti. Dijo que le parecía grosero no estar invitado a tu boda —añadí con bastante sarcasmo.
Como Alice y Naya se casaban en menos de un mes, era de esperarse que la lista de invitados estuviera cerrada hace tiempo.
—¡PERO SI NO LO CONOZCO!
—Y, además, es un imbécil —le dije remarcando un dato de vital importancia.
—Eso también. Ahora, ilumíname, ¿por qué se supone que debería invitar a mi boda a un desconocido que, al parecer, además es un idiota? —me preguntó algo irónica haciendo un gesto con la mano para que me explayara—. Seguro que se tomó el trabajo de ilustrarte en el tema.
Si bien es cierto que en la mayoría de las bodas los invitados suelen tener la opción de llevar acompañantes, mis amigas no habían cedido ante la mayoría de las solicitudes de sus familias (nunca faltaba el tío que pedía que invites hasta a su peluquero), y la solicitud de invitación de parte del novio de la hermana de la mejor amiga estaba más que descartada.
Alice y Naya estaban planeando un matrimonio sencillo de menos de cincuenta invitados. No tenían nada en contra de la gente a la que le gustaba realizar grandes festejos, pero ese no era su estilo y no iban a esforzarse para encajar en ese canon, solo para terminar organizando un evento en el que no se sentirían cómodas. Esta decisión incluía invitar amigos y familiares cercanos, lo que también se trasladaba a las parejas de estos. Ian, a quien con suerte (y por suerte para ellas) habían visto una vez en su vida, no había pasado el corte.
—Supuestamente, que tengas una boda íntima, que tus invitados no puedan llevar gente que no conoces y que no estés dispuesta a tener más de trescientos invitados, tiene poca clase —le contesté en un tono muy serio.
—¡Que tragedia! Ya mismo le diré a Naya que cambiemos los planes —dijo entre risas—. Ya que para Ian es importante, tendremos una docena de damas de honor, quinientos invitados, serviremos una comida de siete platos y nuestras servilletas tendrán forma de cisne.
—Los cisnes me parecen algo vital, no creo que pueda sobrevivir sin ello. Tampoco puedes olvidar el vestido blanco de princesa con tul —agregué con un guiño—. Pero mejor no hablemos más de Ian, que esa ni siquiera fue la peor parte del almuerzo. Hablemos de ti —Le sonreí mientras tomaba una galleta de avena que había sido hecha para Tommy por su forma de T-rex (el pequeño estaba en su etapa de amor a los dinosaurios, dato que no me desmotivó para nada a la hora de arrancarle la cabeza)—. ¿Cómo van los preparativos?
—Ahora que está casi todo organizado va mejor. ¿Sabes? La idea de hacer algo pequeño era que fuera sencillo. —Lanzó un pequeño suspiro de frustración—. Evento sencillo, organización sencilla, pensé.
—Uno supondría, sí, pero no suele ser así.
—Recuerdo que en la universidad organizábamos eventos de decenas de personas de manera espontánea —me dijo frustrada—. De hecho, organizar es una manera elegante de decir que las personas llegaban a la casa que fuera sin siquiera estar invitadas.
En verdad, la única fiesta masiva que habíamos hecho en nuestra vida había sido un fin de semana que mi mamá pensó que, con diecisiete años, podía quedarme una noche de miércoles sola, mientras ella iba a hacer trámites con mi abuela y mi hermana a San Francisco (una confianza en mí totalmente injustificada de su parte viendo los resultados). Pero teníamos suficiente experiencia yendo a fiestas de otras personas, así que entendía su idea general.
—Cierto, pero estoy casi segura de que no quieres tener que pedir cerveza por una aplicación o que tus invitados terminen tomando vino de caja en tazas de café, porque no te alcanzaron ni los vasos plásticos. —Le dediqué una sonrisa de oreja a oreja que me devolvió arrojándome otro dinosaurio de avena al pecho. Estaba delicioso.
—Si no fuera por Helen… —La madrina de Naya que se dedicaba a organizar eventos y les había brindado gratis su trabajo de planificadora como regalo de bodas (en mi opinión, el mejor regalo de mundo)—, creo que se me habrían pasado la mitad de los detalles necesarios o estaría entrando en pánico.
—Si tengo que apostar por algo, diría que estarías viviendo ambas opciones en simultáneo —aporté. Tuve el detalle de guardarme el hecho de que, probablemente, no solo ella habría entrado en pánico, sino también Naya y, por efecto rebote, hasta mi gato habría terminado implicado con alguna tarea de último segundo que nadie había tenido en cuenta—. Santa Helen, te amamos.
Hicimos un nuevo brindis en el aire por Helen, quien se merecía muchos más honores y atención que Ian.
—Gracias a ella puedo decir que no queda mucho por hacer. —Hizo una pausa antes de continuar—. Por otro lado, mis padres confirmaron que no vendrán a la boda. Dicen que el gasto del viaje es mucho para un fin de semana —añadió con algo de tristeza.
Alice y sus padres se habían mudado a California hacía unos veinte años, por el trabajo de su padre. Sin embargo, en el minuto en que la empresa le había ofrecido volver a trasladarlo a su Georgia natal, no habían dudado en aceptar. Alice, que ya estaba estudiando en la Universidad de San José en ese momento, decidió quedarse atrás.
—¿Pero? —pregunté. Era obvio que mi amiga no estaba conforme con la excusa.
—Sé que viven lejos, pero tampoco viven al otro lado del mundo y no puedo evitar pensar que si mi matrimonio fuera con un hombre sería otra su respuesta —contestó con mucha lógica y algo de resentimiento—. Por supuesto, si le digo a mi madre algo así me dirá que no es la razón y que me ha dicho varias veces que ella me quiere de cualquier forma.
—¿Qué significa “de cualquier forma”? —pregunté con las cejas un poco alzadas. Era la clase de discurso que alguien podría asumir que era correcto, pero dejaba un sabor amargo en la boca—. Lo dicen como si hubiera algo malo en ti.
La relación de mi amiga con su madre siempre había sido tensa, o al menos desde que Alice demostró que no le gustaban las faldas y el ballet. Que hubiera decidido no volverse a Georgia con ellos no había ayudado a limar las asperezas de la relación (o quizás sí, la distancia no era mala aliada a la hora de evitar que su madre se metiera en cada aspecto de su vida) ya que lo habían considerado una especie de abandono de parte de Alice.
Todo había terminado de explotar cuando Alice se había sincerado respecto a su sexualidad y su relación con Naya, algo que su madre no se había tomado nada bien; incluso habían pasado meses sin hablar. Sin embargo, de eso habían pasado más de cuatro años y su relación había mejorado mucho, al punto que me sorprendía que fueran a perderse el gran día de su hija.