Los niños de la casa del lago - Gregg Dunnett - E-Book

Los niños de la casa del lago E-Book

Gregg Dunnett

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Beschreibung

«Recuerdo cuando era mayor, antes de morir».  Mi hijo Jack de cinco años ha estado diciendo cosas increíbles. Al principio, pensamos que era solo su imaginación, pero luego comenzó a mencionar detalles sobre la casa del lago de nuestra familia, cosas que no podía saber. Habla de su «otra mamá» y describe el día que mi sobrino se ahogó en el lago. Como madre, estoy dividida. Una parte de mí quiere creer a Jack, pensar que de alguna manera Zack ha vuelto con nosotros, pero mi marido está convencido de que no puede ser verdad. Pero un día, en una cena familiar en la casa del lago, Jack susurró algo que hizo volar todo por los aires: «No fue un accidente». Los niños de la casa del lago es un suspense psicológico de alta tensión emocional, perfecto para los fans de Gillian Flynn y Alex Michaelides, y para cualquiera dispuesto a dejarse arrastrar por un thriller lleno de giros inesperados y con un final impactante. Los lectores están obsesionados con Los niños de la casa del lago: «Un thriller psicológico que hizo que mi corazón diera un vuelco…». «¡Este libro es INCREÍBLE!… Espeluznante, intenso y lleno de giros y quiebros que no pude adivinar». «Deja lo que estás haciendo y hazte con un ejemplar de este libro ahora mismo… Hay algunos giros EXCEPCIONALES que no vi venir. Me ENCANTÓ». «Me tocó el corazón y me resultó tan convincente que me quedé despierto toda la noche leyéndolo». «Una novela inquietante que permanecerá conmigo durante mucho tiempo y fácilmente se situará entre los diez mejores libros de 2024». «He pasado por una montaña rusa de emociones…, y ni siquiera tengo hijos. Una historia que te atrapará desde el principio y no querrás dejarla hasta que llegues al final». «¡Guau! Absolutamente fascinante desde el primer capítulo. Cuando las cosas comenzaron a revelarse, me quedé con la boca abierta».

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Seitenzahl: 504

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

Los niños de la casa del lago

Título original: The lake house children

© Gregg Dunnett, 2025

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

© De la traducción del inglés: M. L. Chacón

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

Diseño de cubierta: Henry Steadman

Imagen de cubierta: Shutterstock

 

I.S.B.N.: 9788410642973

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

 

Índice

 

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Epílogo

Nota del autor

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

A los niños con recuerdos,

los científicos con teorías, y a mi hermano,

para quien todo esto es demasiado

Capítulo 1

 

 

 

 

 

No ocurría siempre, pero había veces en que Jim McGee tenía un agudo sentido del olfato. Se detuvo fuera de la sala de interrogatorios y ya lo percibía: un aroma a quemado, a carne asada, a cabello chamuscado. Olía como lo hacía la oficina después de una de las famosas barbacoas de su compañero, que invitaba a media comisaría y luego se dedicaba a servir bebidas mientras la carne se calcinaba. Sin embargo, aquel día no había habido ninguna barbacoa y McGee sabía que el olor procedía de ella, de la mujer que había cruzado el umbral de la comisaría momentos antes. Tampoco era por falta de higiene. Los días anteriores, mientras esperaban a que se recuperara de la conmoción lo suficiente como para ser capaz de mantener este interrogatorio, McGee había percibido el intenso aroma del jabón de hospital. Pero, de algún modo, aquel hedor a quemado, con vestigios de tragedia y muerte, persistía. Era penetrante.

Siguió dudando, con la mano en el picaporte, pero sin bajarlo. Había algo más en este caso que le inquietaba, aunque no lograba comprender qué.

Todo había comenzado una semana antes, al recibir el tipo de alerta que uno pide a Dios que haya sido un accidente. Dado que el sufrimiento de todos los implicados era tan grande, le resultaba cruel que su papel fuera extraer aún más miseria de aquellos que habían salido con vida. Pronto quedó claro que el incendio no había sido un accidente. Había sido provocado y premeditado para que los ocupantes de la casa no tuvieran posibilidad alguna de escapar. No había duda de que se trataba de una investigación por asesinato. Y ahora se preguntaba: ¿era la mujer que esperaba tras la puerta la asesina?

Había algo más en este caso que lo hacía diferente. McGee había interrogado a cientos de sospechosos, había pasado miles de horas escuchando sus historias, desentrañando sus mentiras. ¿Por qué lo perturbaba entonces aquella mujer? ¿Qué tenía de especial este caso? ¿Podría ser la magnitud de la tragedia? Cuatro personas habían fallecido incineradas. Pero no podía ser eso. McGee había trabajado en muchos casos de asesinatos múltiples a lo largo de los años. ¿Sería la insólita crueldad del crimen? La mayoría de los asesinatos ocurren en el calor del momento, cuando las acciones del asesino pueden achacarse, al menos en parte, a la irracionalidad de la ira; sin embargo, quien había provocado este incendio esperó a que sus víctimas estuvieran dormidas antes de atacar. Aunque aquello tampoco era tan insólito. ¿Quizá fuera por estar a punto de jubilarse? Había deseado, con cierta esperanza, poder terminar su servicio sin tener otro caso importante. Cuando se había detenido con la mano en el picaporte, supo que no se trataba de nada de eso. Lo que le inquietaba era, sin más, el misterio que rodeaba al caso. Las cosas que tanto aquella mujer como la gente de su entorno alegaban no podían ser ciertas. Sin embargo, ella insistía en que lo eran. ¿Por qué? Y, de ser así, ¿cómo era posible? Quizá el interrogatorio de hoy desvelara algunas cuestiones. O tal vez no.

—¿Qué tal? —saludó.

Billy Robbins parecía preocupado. Robbins, el de las barbacoas, era el compañero de McGee desde hacía más de siete años, lo cual parecía difícil de creer. McGee aún lo consideraba joven e inexperto, pero lo cierto era que, cuando él se jubilara, Robbins se convertiría en el investigador veterano de la pareja que le asignaran.

—¿Se te ha ocurrido algo? —preguntó Robbins con una buena dosis de esperanza. Los últimos días habían arrojado muchas más preguntas que respuestas.

—Por desgracia, no.

—¡Qué lástima! —Robbins hizo una mueca—. Porque tengo el presentimiento de que nos van a contar la mayor sarta de gilipolleces que hemos tenido la mala suerte de oír.

McGee no comentó nada. El olor era más intenso ahora y notó que su compañero también lo desprendía. No le cabía duda de que él también lo hacía. El día anterior, por fin, después de que el fuego ardiera durante varios días, los bomberos habían declarado el sitio seguro. Robbins y él lo habían visitado, abriéndose paso con cuidado entre las vigas medio quemadas y los restos carbonizados de muebles, de vidas humanas. Dejó que su mente volviera a recorrer el lugar, como si aún estuviera allí.

—¿Seguro que estás preparado para esto? —insistió Robbins, mirando a McGee a los ojos—. Puedo tomar la iniciativa yo, si lo prefieres.

Pero McGee no estaba dispuesto a ser un mero observador y Robbins aún no estaba listo para liderar.

—Estoy bien —afirmó, bajó por fin el picaporte y entró.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

La mujer estaba sentada a la mesa, lista para empezar. Iba vestida con lo que McGee supuso que era ropa prestada del hospital. Una camisa beis suelta y unos pantalones anchos de color marrón chocolate. Volvió a notar el aroma, más fuerte incluso, a madera quemada y plástico. Con un incendio de tales dimensiones quizá era imposible quitarse el olor de encima, por mucho que frotaras.

Kate Marshall estaba casada, aunque no había adoptado el apellido de su marido. Era una mujer atractiva de unos treinta años, morena y de figura esbelta y atlética. A McGee no se le pasó por alto que había llamado la atención de varios agentes en la comisaría de policía donde la vio por primera vez, a pesar de tener el rostro deformado por el dolor. No obstante, no era el aspecto de la mujer lo que destacaba ahora, sino lo derrotada que parecía. Estaba desplomada en la silla, con la espalda encorvada. Los mechones de pelo que se le habían escapado de la coleta colgaban sin orden ni brillo. El único movimiento que McGee observó fue el de sus ojos, que se movían de izquierda a derecha por la mesa, como un gato persiguiendo un rayo láser. Luego los cerró, quizá en busca de alivio.

McGee sacó una silla enfrente de ella y se sentó. Siguió observándola, pensativo. Entonces, ella levantó la cabeza poco a poco y lo miró a los ojos. Sostuvo la mirada de McGee de un modo que él no se esperaba. El agente la estudiaba, intentando vislumbrar lo que había detrás de sus ojos mientras aún percibía vestigios de olor a quemado. Los ojos de ella tenían unos filamentos verdes que atravesaban el marrón de sus iris. Él sintió una punzada de compasión por la mujer y tomó aire para apartar tal sentimiento.

Robbins se sentó a su lado y dejó un grueso archivador lleno de papeles sobre la mesa con un sonoro golpe que hizo que Kate lo mirara; McGee se dio cuenta de que, por alguna razón, aquel gesto le había hecho enfadar, aunque solo fuera un poco. La falta de sutileza de Robbins a veces tenía ese efecto. McGee echó un vistazo a la sala. En una esquina había una cámara de vídeo sobre un trípode, grabando. En otra mesa, pegada a la pared, había una bandeja con tazas bocabajo, un termo de café y unas botellas de agua. Alargó la mano, dio la vuelta a una taza y la llenó. Se la ofreció, pero ella negó con la cabeza. Él enarcó una ceja y se encogió de hombros. Tomó un sorbo. Estaba amargo y demasiado caliente.

—¿Cómo está, Kate? —preguntó, al tiempo que dejaba la taza con cuidado para que el asa apuntara en ángulo recto al borde de la mesa. Su voz era suave, comprensiva. Tanto si la mujer había cometido un delito como si no, estaba claro que había pasado por mucho—. ¿Ha podido dormir?

Por un momento, Kate se quedó allí, con la cabeza agachada y los hombros inclinados hacia delante. Luego levantó la cabeza y volvió a clavar en él aquellos ojos castaño-verdosos.

—Un poco.

—Muy bien. ¿Está en ese hotel frente a la gasolinera? —Habían considerado retenerla en las celdas, pero decidieron que no había riesgo de fuga. No sin su hijo. Ella asintió con la cabeza—. ¿Qué tal es? Me refiero a la habitación. Espero que no esté mal.

—Está bien. —Kate intentó sonreír.

Fue solo un instante, pero McGee dedujo lo que pudo. O bien ella estaba enviando una señal, consciente o inconscientemente, de que quería ayudarlos a entender aquella locura, de que estaba dispuesta a cooperar, o tal vez era la máscara de una psicópata fría y manipuladora que le ofrecía lo que creía que él quería ver. Había visto muchas de ambas cosas a lo largo de los años. Dejó que la curva de sus propios labios se desvaneciera.

—¿Está segura de que no quiere un café? Puede que estemos aquí un buen rato. —La mujer no contestó. McGee la observó, antes de continuar—: ¿Entiende por qué estamos aquí? ¿Qué necesitamos que haga?

—Tengo que contárselo todo. —E hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Así es. Desde el principio. —Dio otro sorbo a su café y sintió el golpe de la cafeína.

—Entonces, creo que tomaré agua.

McGee asintió con la cabeza y volvió a acercarse a la mesa, donde había unas cuantas botellas de plástico de agua mineral junto al termo de café. Eligió una, le quitó el tapón y se la dio. Volvió a ver aquella media sonrisa en la mujer al coger la botella. Era la cortesía que cabría esperar de una señora agradable que no se merecía el horrible giro que el destino le había ofrecido. ¿O era el gesto de una asesina calculadora que había urdido aquella situación y ahora intentaba salir indemne de ella? A él le tocaba decidir cuál de las dos versiones era la verdadera.

Vio cómo tomaba un pequeño sorbo de agua. Luego, la mujer dejó la botella encima de la mesa y la giró sobre su base para que la etiqueta apuntara hacia ella. McGee observó la acción, igual que la suya, y la archivó. Dejó que sus ojos se posaran en el rostro de ella y esperó a que por fin lo mirara.

—Estoy lista —anunció.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—Katherine Marshall, en este momento no está detenida —comenzó Robbins formalmente el interrogatorio y procedió a leerle sus derechos—: No está bajo juramento, pero debe saber que hacer declaraciones falsas a un agente federal es un delito federal, incluso durante este interrogatorio. Según el artículo 18 del Código de los Estados Unidos, sección 1001, es ilegal hacer, a sabiendas y de forma deliberada, cualquier declaración falsa, ficticia o fraudulenta. La violación de esta ley podría resultar en multas o encarcelamiento. ¿Lo ha entendido?

Kate tardó unos instantes en responder, pero luego asintió:

—Sí.

Robbins se quedó callado, sin dejar de mirarla. McGee tomó el relevo:

—¿Está segura? Esto significa que, si nos miente, incluso aunque no la acusemos de lo que pasó la otra noche, irá a la cárcel. —Esperó—. ¿Seguro que lo entiende?

Kate le sostuvo la mirada.

—No voy a mentir.

McGee se la quedó mirando también y estudió sus ojos.

—Muy bien —concluyó.

Tomó otro sorbo de café, satisfecho por un rato con seguir observándola, y se preguntó si ella apartaría la vista. Como si le hubiera leído el pensamiento, ella así lo hizo.

—¿Por dónde quieren que empiece? —preguntó Kate mientras observaba la botella de agua que tenía delante.

McGee fingió sopesar la respuesta y acabó reclinándose en su silla. A veces se podía identificar a un sospechoso desde el principio. Otras, no. En esta ocasión, estaba convencido de que aquello iría para largo.

—Por la casa del lago. Empecemos por ahí. No hace mucho que pasó a ser de su propiedad. ¿Cómo sucedió? —Volvió a observarla. Los pensamientos y las emociones parpadeaban en su rostro como una vela en la brisa.

—No era solo de mi propiedad —respondió ella.

McGee levantó una mano, reconociendo esta rectificación.

—Cuéntenoslo de todas maneras.

—Sucedió hace unos dos años.

—De acuerdo. Entonces, empecemos por ahí.

Hubo un largo silencio durante el cual Kate se mantuvo con la cabeza agachada. De pronto, levantó la vista y empezó a hablar:

—Hace dos años fuimos a la casa del lago a visitar a mi padre. Aunque he dicho «visitar», la verdad es que fue él quien nos convocó.

—¿A quiénes convocó? —la interrumpió Robbins, con el bolígrafo sobre un cuaderno abierto—. Necesito que quede claro de quiénes está hablando en cada momento porque…

—A mi familia —lo interrumpió Kate—. Mi marido, Neil, y nuestro hijo Jack, que entonces tenía poco más de dos años. —Se quedó callada, como si lo estuviera recordando a esa edad—. No éramos solo nosotros. Mis dos hermanas también fueron. Amber es la mayor. Vino con su marido Brock y sus mellizos, Aaron y Eva. Tendrían unos… —Hizo una pausa en ese momento, al notar que Robbins se estaba quedando atrás—. Lo siento. Iré más despacio.

—Por mí no se preocupe —pidió Robbins.

Kate retomó la historia, aunque lo hizo un poco más despacio:

—Los mellizos, Aaron y Eva, tendrían entonces unos dieciocho años. Bea, mi hermana mediana, es dos años menor que Amber y seis años mayor que yo. Bea vino en avión porque no tiene coche y la casa del lago está muy lejos de donde vive ahora.

Volvió a detenerse. Robbins levantó la vista, junto con esas cejas oscuras suyas, como si no supiera por qué se había detenido, pero Kate casi parecía estar en otro lugar. Ahora que había empezado su historia, ya se estaba perdiendo en ella.

—Tris no la acompañó. Es la pareja de Bea, o expareja, mejor dicho. Fue por lo que pasó con Zack. A ver, ella niega que la separación se debió a lo que le pasó a Zack, pero no hace falta ser un genio para darse cuenta de la verdad. —Kate volvió a detenerse, quizá al darse cuenta de que estaba utilizando el tiempo presente para referirse a personas que ya no estaban vivas—. En fin, estábamos las tres, Bea sola, y Amber y yo con nuestras familias. Todas convocadas por nuestro padre. De puertas para fuera disimulábamos como si no supiéramos de qué se trataba, pero en realidad teníamos una idea bastante clara de lo que estaba pasando.

—¿Y qué era? —quiso saber McGee—. ¿De qué se trataba?

Ella vaciló, mirando a la cámara, como si fuera consciente por primera vez de que todo lo que decía estaba siendo grabado para ser analizado más tarde.

—Fue Amber quien lo destapó todo. O eso creía ella. Unas tres semanas antes había visitado a nuestro padre y descubrió que estaba viviendo con su nueva novia, una mujer por lo menos veinte años más joven que él. Se llamaba Susan. Al parecer, papá se había mostrado evasivo acerca de Susan, lo cual no era propio de él. —Kate hizo una pausa y se mordió el labio, recordando—. Al principio pensé que era una buena noticia. Nuestra madre había fallecido hacía unos años y habíamos estado animando a papá a encontrar a alguien que pudiera acompañarle en sus últimos años. Pero Amber lo veía de otra manera, no confiaba en la tal Susan. Decía que había algo raro en ella. Y pensó que esta relación estaba en realidad motivada por el dinero de nuestro padre. Nuestro dinero, supongo. Nuestra herencia. —Se tomó un momento antes de continuar—: Amber estaba convencida de que Susan iba a quedarse con todo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Antes

 

—Amber cree que papá va a anunciar su compromiso con la tal Susan —le digo a Neil, que me mira desde el asiento del conductor, con sus ojos marrones un poco aumentados por las gafas. No me contesta—. Está bastante enojada.

Quiero forzarle a responder, porque Neil suele ser muy comedido y cauto, es su naturaleza. Esta vez funciona, más o menos. Se encoge ligeramente de hombros.

—Amber siempre está enojada por algo. —El americanismo suena raro con su acento inglés.

Es curioso. Neil no podría ser más británico si estuviera emparentado con la mismísima reina y, sin embargo, se esfuerza por encajar. Más que yo. A mí no me importa estar siempre a caballo en algún lugar del Atlántico, al ser hija de madre inglesa y padre de Nueva Inglaterra.

—Si a él le hace feliz, eso es lo importante, ¿no?

Hago una mueca.

—Amber cree que lo importante es recibir su parte de la herencia.

Neil me mira con el ceño fruncido. Es demasiado noble para hablar de estas cosas.

—Bueno, supongo que se podría argumentar que ella tiene que considerar su situación. Tiene que pensar en su familia, en los mellizos. No está solo ella.

La mención de los mellizos nos hace girar la cabeza. Yo vuelvo la mía y Neil echa un vistazo por el retrovisor, ambos necesitados de confirmación visual de que nuestra propia familia, que va en el asiento de atrás, está ahí, sana y salva. Nuestro pequeño está dormido, con los ojos bien cerrados. Es curioso cómo te cambia tener un hijo. Antes de que llegara Jack, pensaba que pelearse por una herencia era pura avaricia, sobre todo, cuando no la necesitabas. Pero ahora que tenemos una nueva vida en la que pensar, ¿quizá no sea codicia? ¿Quizá haya algo más noble en ello?

Neil me devuelve la sonrisa y compartimos el pensamiento mágico de que hemos creado a la personita que duerme en el asiento trasero. La hemos creado nosotros con la fuerza de nuestro amor.

Una hora más tarde llegamos a la entrada de la casa de mi padre. Ahora la llamo la casa de mi padre; antes era la casa del lago. Cuando éramos pequeñas, pasábamos aquí todos los veranos. Pero, cuando murió mamá y papá se jubiló, él se mudó aquí de forma permanente, así que ahora ha pasado a ser la casa de mi padre.

Se la llame como se la llame, es una casa antigua, preciosa. Creo que se podría decir que es de estilo colonial, con techos altos y grandes ventanales, rodeada de porches y balcones por todos lados para aprovechar al máximo las vistas. Pero lo mejor es su ubicación. En la parte de atrás, una amplia zona de césped desciende con suavidad hasta encontrarse con una pequeña franja de playa en la orilla de un lago que tiene ocho kilómetros de largo y unos ochocientos metros de ancho. Hay un embarcadero que se adentra en el agua y un cobertizo para botes. Cuando éramos niñas estaba lleno de canoas, barcas de remos y el orgullo de papá: un velero de madera que a veces llevaba al pueblo para participar en regatas. A mí me gustaba más cuando nos amontonábamos todos a la vez y nos íbamos de pícnic a la isla, o de acampada a asar malvaviscos en una hoguera bajo las estrellas.

No quiero dar una idea equivocada. El entorno es precioso, pero no es una mansión. Tiene tan solo cuatro dormitorios y es más pequeña que las casas vecinas de ambos lados. Pero tampoco me quejo; fue un lugar maravilloso donde pasé los veranos de mi infancia. Ahora observo la casa, sin moverme del asiento del coche. Hemos estado tan ocupados con Jack que hacía tiempo que no veníamos; me sienta bien estar aquí y observar el entorno familiar con los tonos otoñales de los árboles. Sin embargo, la casa se encuentra un poco deteriorada: algunos marcos de las ventanas están descascarillados y hay que podar la hiedra. Amber me ha estado dando la lata con eso.

Por los coches aparcados a nuestro alrededor, supongo que somos los últimos en llegar. Veo el gran BMW de Brock, y Bea debe de haber cogido el Ford de alquiler en el aeropuerto. El Jaguar de papá también está aquí, por supuesto, aparcado en el garaje. Las puertas dobles del garaje están abiertas porque la madera se ha hinchado y ya no cierran con facilidad. También hay un pequeño vehículo de marca japonesa que no reconozco, con una pegatina en la parte de atrás en la que pone: «Los animales son mis amigos, y yo no me como a mis amigos». Supongo que debe de pertenecer a Susan.

—Bueno, aquí estamos —dice Neil, aunque, al igual que yo, aún no ha salido del coche.

A Neil no le van los grandes eventos sociales y sé que, para él, venir aquí con toda la familia es una pequeña odisea. Sin embargo, la razón por la que no se mueve tiene más que ver con nuestro hijo, que sigue durmiendo detrás de nosotros. Solo que ahora ya no lo está. Jack se despierta y da un hermoso bostezo. Miro a Neil, esperando que sonría, pero frunce el ceño. Imagino que porque no hay razón para seguir posponiendo nuestra entrada.

En cualquier caso, ya no hay posibilidad de retrasarlo más. La puerta principal se abre y mi familia al completo sale a la grava del camino de entrada. Intento por un momento pedirles que se callen, hacerles ver que Jack acaba de despertarse, pero ya es demasiado tarde y, de todos modos, a mi pequeño no parece importarle. Tiene los ojos muy abiertos y mira con atención las caras de toda esta gente que lo arrulla, mientras casi nos sacan del coche y nos abrazan; mi familia es más americana que inglesa en lo que se refiere al contacto físico. Con tanto alboroto estoy distraída, aunque me doy cuenta de que papá está más envejecido que la última vez que lo vi. Me viene a la cabeza la idea de que ahora da la sensación de estar entrando a marchas forzadas en la vejez. O tal vez no sea eso; tal vez estoy demasiado acostumbrada a la tersura del rostro de Jack. En cualquier caso, me encuentro mirando a papá más tiempo del que debería y tengo que inventarme una excusa para que no lo note.

—Te has cortado el pelo —le digo.

—Así es. —Me tranquilizo porque su voz suena igual, cálida y amable—. Una amable señora del pueblo me lo cortó. —Se refiere a Stonebridge, el pueblo a orillas del lago, a unos cinco kilómetros.

—Te queda muy bien.

—Gracias, Kate. Tú también tienes muy buen aspecto, aunque un poco cansada. —Los ojos le brillan mientras habla.

Ya sabe lo difíciles que son las cosas ahora mismo con Jack. Siento que me invade el amor. Sonrío y abrazo a mi padre. Lo noto más delgado y frágil de lo que esperaba, y se me pasa por la cabeza el mismo pensamiento de antes, pero esta vez más claro. Este hombre, que siempre ha estado aquí para mí, no va a estar toda la vida. Y ¿cómo voy a sobrevivir yo a su ausencia?

—¿Qué tal el viaje? —Amber se inclina para darme un beso.

Me lanza su mirada de «te lo dije» cuando se retira, inclinando la cabeza hacia el coche de marca japonesa de la novia de nuestro padre. Hemos hecho casi el mismo trayecto, ya que ambas vivimos en Oakton, la ciudad al sur de Maine, a unas tres horas al sur de aquí.

—Bien. ¿Y el tuyo?

—Hemos encontrado un poco de tráfico al salir, pero nada más. —Señala con la mirada hacia la puerta principal, donde una mujer nos observa.

Es Susan. Tendrá unos sesenta años, o eso pensamos, edad que me pareció la de una mujer mayor cuando Amber me habló de ella, pero ahora, al verla en persona al lado de papá, se nota la diferencia de edad.

—Esta es Susan. —Papá la llama para que se acerque—. Es una… —Hace una ligera pausa antes de decir—: Amiga.

La saludo, pero no nos besamos. No sé por qué, pero tengo la sensación de que no hacerlo es una decisión mutua. La observo mientras papá le presenta a Neil. Tiene el pelo rubio salpicado de canas. Lo lleva demasiado largo, el estilo es más apropiado para una mujer más joven. Amber la llamó cazafortunas la semana pasada, y hay algo en ella que parece hecho a la medida de esa descripción. Una especie de frialdad. En cualquier caso, trato de enterrar ese pensamiento. La forma en que murió mamá fue muy dura, y no va a volver, así que no voy a privar a papá de ser feliz.

—Papá os ha puesto en el ala este —dice Amber mientras observa a Susan. Por cierto, es una broma. La casa no tiene alas. Se refiere a la habitación del fondo, que, resulta, es mi favorita, ya que tiene las mejores vistas del lago—. ¿Os parece bien compartir habitación los tres?

—Claro. —Sonrío—. Jack suele acabar en nuestra cama de todas maneras.

Beso a Brock en las mejillas y recibo una dosis doble de su colonia cuando una habría sido más que suficiente. Entonces veo a los mellizos. Eva me saluda entre dientes, sin apenas mirarme a los ojos, y Aaron me dedica una supersonrisa antes de dirigirse a Neil y preguntarle por el coche.

—¿Es nuevo? ¡Vaya cochazo! —exclama, y asiente con entusiasmo con su gran cabeza—. ¿Cuánto tiene, dos litros? ¿Dos y medio?

Me doy la vuelta, contenta de saber que la pregunta no es para mí, aunque es posible que Neil tampoco lo sepa. No lo es, por cierto. Un cochazo. El Toyota de Neil no es más que un coche familiar de tamaño normal, y tiene un motor híbrido porque Neil quería algo sostenible para el medio ambiente. Pero así es Aaron. Podrías llamarlo carismático, la mayoría de la gente lo hace, pero yo siempre lo he visto de otra manera. Para mí es como si tuviera que exagerarlo todo a su alrededor, hacerlo más grande, más ruidoso y vibrante, solo para que coincida con su propia personalidad. No tengo nada en contra de Aaron; es solo que siempre me ha resultado más fácil estar con Eva. Ella siempre ha sido casi tan callada como él es ruidoso.

Por último, saludo a Bea. Al igual que papá, parece haber envejecido y tiene un gesto de resignación. Siempre ha sido de las que se quedan en segundo plano (Eva y ella son parecidas en ese sentido), pero aun así me llama la atención que esté pegada a la pared dejando que los demás saluden primero. Avanzo hacia ella.

—Hola, Bea, ¿cómo estás?

Me responde con un encogimiento de hombros y, aunque me mira a los ojos solo un instante, veo que el dolor sigue ahí. Me invade un gran sentimiento de culpa. No he estado ahí para ella. Tan ocupada con mi propia vida, con Jack, que la he ignorado…, pero entonces el autocastigo se interrumpe, me confunde. Fue ella la que se marchó después de lo que le pasó a Zack. E intenté llamarla, y lo sigo intentando, pero casi nunca contesta… Sacudo la cabeza y me detengo. Solo pensar en el pobre Zack me hace mirar a mi alrededor para ver dónde está mi hijo. Está bien; Neil tiene a Jack en brazos. Presume de él con ese orgullo tranquilo que tanto me gusta, porque sé que demuestra lo buen padre que va a ser, que ya es. Aun así, también hay un momento de, no sé, ¿miedo? Porque ninguno de nosotros sabemos lo que nos depara el futuro. Todos pensamos que estamos a salvo, que estamos construyendo nuestras vidas, ladrillo a ladrillo. Sin embargo, todo puede venirse abajo en cualquier momento. Después de todo, a Bea le pasó.

—Venga, entrad. Hace frío aquí fuera —anuncia papá.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

Ya he mencionado que pasábamos los veranos aquí, pero también veníamos en invierno, para las Navidades y el Día de Acción de Gracias. En esas ocasiones la nieve lo cubría todo, incluso a veces hasta se congelaba el lago. Papá cortaba leña y encendía la chimenea abajo, y a nosotros nos tocaba esperar a que el calor subiera hasta los dormitorios. Ahora, han puesto radiadores eléctricos en cada habitación, pero nunca han funcionado muy bien. Por eso me alegro de ver grandes llamas crepitando en la chimenea del salón. Me dirijo a abrir las puertas dobles que dan al comedor, quizá para ver si la chimenea está encendida ahí también, o más bien por costumbre porque nunca las cerramos. Pero Amber me detiene.

—No te atrevas. Al parecer, no se nos permite entrar hasta esta noche.

—¿Por qué no? —pregunto con el ceño fruncido.

—Papá está preparando una cena especial. O, mejor dicho, tiene a una empresa de catering preparándola. —Me echa otra de sus miraditas para recordarme por qué estamos aquí.

Me alejo de las puertas. Me gustaría que mi hermana dejara de insinuar que algo no va bien.

—Es casi como si tuviera algo importante que decirnos. —La voz de Amber rezuma sarcasmo y con su mano en mi brazo me lleva hacia la chimenea.

De las tres, ella es la más emotiva. O, al menos, la que más expresa sus emociones. Me digo a mí misma que no debo dejarme llevar por sus insinuaciones. Nuestro padre no es tonto y se preocupa por su familia. Si de verdad va a casarse con Susan, habrá pensado en firmar un acuerdo prematrimonial, o comoquiera que se llame el documento legal ese que se hace cuando quieres proteger tus bienes en este tipo de situaciones. Al menos, espero que lo haya hecho. El hombre que solía ser lo habría hecho. Sin embargo, hay algo en su aspecto frágil actual que me hace estar menos segura de ello de lo que me gustaría.

 

 

Acuesto a Jack y, en honor al evento especial de papá, nos cambiamos para la cena. No es que sea una ocasión formal, pero elijo un vestido por la rodilla en tono verde bosque, e incluso me arriesgo a ponerme un par de pendientes una vez que Jack está dormido de verdad. Cuando está despierto, siempre intenta agarrarlos, fascinado por el brillo. Neil se pone una camisa de cuadros marrón y blanca, que hace que sus ojos parezcan casi dorados tras las gafas. Neil no es llamativo como Brock, ni ruidoso como Aaron, pero tiene algo. Cuando éramos novios, lo llamaba Superman, porque estaba muy guapo cuando se quitaba las gafas. Creo que podría estar guapo con gafas si quisiera, pero estoy convencida de que, cuando va a la óptica, elige el primer par del mostrador, sin importarle siquiera cómo le sientan.

Bajamos al piso de abajo, yo con el vigilabebés en la mano, y en ese instante me pongo nerviosa. Tal vez se deba en parte a que no estamos solos en familia: la empresa de catering ha traído personal para atendernos a todos, lo cual me parece un poco extravagante. De hecho, es del todo inaudito; al menos para esta familia. Con la excepción de Brock, puede que él tuviera cenas así de pequeño. Intuyo que Bea también se siente incómoda, y capto sus cejas levantadas cuando acepto una copa de champán de un joven no mucho mayor que Aaron. Entonces me doy cuenta de que mi sobrino está bebiendo alcohol, dando sorbitos de una copa de vino tinto. No sabía que Amber lo permitiera, pero los mellizos están creciendo muy deprisa, Aaron ya parece un hombre. Me sorprendo a mí misma preguntándome si ya tendrá relaciones sexuales, luego me pregunto por qué narices se me ha ocurrido eso, ya que está claro que no es asunto mío. Intento distraerme y oigo a Brock contarnos cómo ha ganado un contrato de marketing esta semana. Al parecer, él y su equipo de ventas convencieron a los posibles clientes durante una competición para ver quién podía beber más rápido. Cuando termina de contar la anécdota, suelta una gran carcajada y le tiende el vaso al joven camarero para que se lo rellene.

—¡Venga, por fin estamos listos! —anuncia papá un rato después, y abre de un tirón las puertas dobles del comedor.

Tiene un aspecto increíble. La sala está iluminada con velas y el resplandor parpadeante de un fuego de leña perfecto, la cristalería brilla con mil reflejos. Entramos en fila y cada uno de nosotros se sienta donde ve su nombre impreso en una pequeña cartulina doblada sobre el plato. Nos han colocado a las tres hermanas en el lado que mira hacia el lago, donde la luna llena se refleja en la superficie inmóvil del agua. Neil, Brock y Aaron están frente a nosotras, mientras que papá ocupa la cabecera de la mesa. Eva y Susan comparten el otro extremo. Total, que me veo sentada junto a Susan, que está en una esquina. Aparte de decirme que es una «amiga», papá no ha contado nada más para explicar su presencia, y no estaba con nosotros mientras esperábamos para cenar. Me pregunto si se sentirá incómoda, aunque la verdad es que he estado demasiado ocupada poniéndome al día con mis hermanas, además de con Jack, como para pensar mucho en ella. Me giro para mirarla. Ahora que estamos sentadas una al lado de la otra no nos queda más remedio que hablar, aunque solo se me ocurre un tema de conversación.

—La mesa está preciosa —digo, como si nos conociéramos de toda la vida—. Y la cena huele de maravilla.

—Sí —responde. Su voz es cortante y fría—. Tu padre se ha tomado muchas molestias. —Se vuelve hacia el frente y se endereza en la silla, lo que corta la conversación.

Por un momento me quedo inmóvil. «Ya sé que se ha tomado muchas molestias», pienso, y siento los ojos de Amber fijos en nosotras. Espera unos instantes, justo hasta que Brock ha rellenado las copas de todos, antes de tomar el mando:

—Entonces, papá, estamos muy contentos de verte, claro, y todo esto es muy bonito, pero estoy segura de que hablo en nombre de todos cuando digo que nos morimos de ganas por saber a qué se debe la ocasión. —Se inclina hacia delante para mirar a Susan mientras dice esto.

Papá no contesta, así que Amber vuelve la mirada hacia Brock:

—Sé que mi marido se lo ha estado preguntando, ¿verdad, cariño?

Conociendo a Amber, no me extrañaría nada que en este momento le esté dando una patada a Brock bajo la mesa para que le siga la corriente. En cualquier caso, él parece avergonzado, lo cual es impresionante, ya que es casi imposible.

—Y Kate ha barajado un montón de teorías. —Amber se vuelve hacia mí, pero tengo la suerte de que papá interviene en ese momento:

—¿Puedes creer, querida Amber, que solo quería que mi adorada familia viniera a cenar? —pregunta sin apartar los ojos de ella.

Amber responde desviando la mirada hacia Susan, que lo observa todo, antes de responder a papá:

—Creo que, como familia que somos, tenemos derecho a…

—¡Ya me lo imaginaba! —Papá suelta una carcajada. No es que se esté riendo de Amber, y lo hace de un modo tan bondadoso que aligera el ambiente de inmediato. Pero luego adopta un tono más serio—: Tienes toda la razón, y no debería haber imaginado que conseguiría evitar tus preguntas, las de todos vosotros. —Nos sonríe—. Pero, como anciano que soy, os pido indulgencia. He organizado esta velada para que sea especial y quiero que gire en torno a vosotros, y no a mí. No quiero que esta noche nos preocupemos por lo que acabe pasando este fin de semana. —Agita una mano, como para descartar algo sin importancia—. Así que, aunque os voy a contar por qué os he convocado a todos aquí, revelaré el gran secreto, si insistís en etiquetarlo así, mañana. Esta noche me haréis muy feliz si podemos tan solo disfrutar de esta maravillosa cena y pasar un buen rato en mutua compañía.

Tras una pausa, Brock interviene:

—Claro, Donny, por supuesto. Me parece una idea estupenda, ¿verdad, Amber? —La fulmina con la mirada y me pregunto cuánta lata le habrá dado Amber a él, dado lo pesada que ha sido conmigo—. Mañana Don nos pondrá a todos al corriente de… lo que está pasando con… —Brock mira a Susan, pero enseguida vuelve a apartar la mirada—. Pero esta noche se trata de comer, de beber ¡y de pasarlo bien!

Si Neil se encontrara más a gusto en este tipo de eventos, aquí es donde saltaría con un «¡bien dicho!» o algo por el estilo. Pero no es así, así que intervengo yo en su lugar y levanto mi copa:

—¡Por papá, por lo que sea que vaya a suceder este fin de semana, y por lo bonito que es estar aquí todos juntos!

Todos los demás levantan sus copas. Entonces, me fijo en la mirada de Bea y me doy cuenta de cómo le habrán sentado mis palabras. No es solo lo que pasó con Zack, sino que también falta Tristan. Maldita sea. A veces es muy complicado estar en familia.

 

Capítulo 6

 

 

 

 

 

Una carta con el menú encabezada con nuestro nombre indica que el primer plato es una «ensalada de cosecha otoñal». A continuación, se explica que se trata de una mezcla de rúcula y espinacas con remolacha asada, nueces confitadas, rodajas de manzana crujiente y queso de cabra desmenuzado. Todo ello regado con una vinagreta de sirope de arce y vinagre balsámico. Cuando los camareros lo traen, tiene un aspecto delicioso.

—Amber, ¿por qué no empezamos contigo? —pregunta papá, una vez que nos han servidos a todos.

—¿Qué quieres decir? —Hace una pausa, con el tenedor cargado de manzana y queso de cabra en el aire.

—¿Por qué no empiezas contándonos qué pasa en tu vida? ¿Qué te traes entre manos?

—No te entiendo. —Ella lo mira a los ojos—. Sabes a la perfección lo que pasa en mi vida.

—Solo hasta cierto punto. Me gustaría saber más.

Amber baja el tenedor; está claro que se siente confusa.

—Sé algunas cosas, por supuesto —continúa papá—. De tu vida y de la vida de todos. Pero en realidad no sé mucho. Me gustaría que me lo contarais vosotros, cada uno de vosotros. Porque estoy seguro de que hay partes que os parecen rutinarias y que a mí se me han escapado por completo. E, incluso si no las hay, me gustaría oírlas de vuestra propia boca.

Todos alrededor de la mesa miramos a Amber, pero ella permanece callada.

—Por eso pensé que estaría bien —intenta papá de nuevo, su voz todavía afable y tranquila— si te tomas unos minutos para contarme qué tal te va la vida. Qué es importante en este momento. No solo Amber, sino todos vosotros —añade mientras nos sonríe.

Amber sigue con el ceño fruncido; por un momento me doy cuenta de que yo también lo tengo así, y entonces lo entiendo. Entiendo, o creo entender, lo que papá pretende. No sé si es porque Susan es muy tímida o es que es un poco rara (bueno, rara está claro que lo es). Y esta noche es la forma que tiene papá de que su amiga nos conozca a cada uno sin tener que hablarnos directamente. O quizá es para que le resulte más fácil charlar después, cuando sepa un poco más de nosotros. Es como una extraña forma de romper el hielo. Y tiene mucho sentido. Así es papá. Él piensa mucho en estas cosas, aunque Amber no parece haberlo pillado.

—No te entiendo —dice Amber con calma—. Lo sabes todo de mí…

Papá solo abre las manos como si fuera una deidad bondadosa.

—Sígueme la corriente, Amber. Síguele la corriente a un viejo tonto como yo. Dime qué está pasando en tu vida.

—Muy bien… —Amber lanza una mirada a Brock como diciendo «te lo dije», y luego comienza—: Bueno, me llamo Amber Langford, de soltera Marshall, y soy la hija mayor de un viejo loco que vive en una casa junto a un lago en… —Mira a su alrededor, luego finge saltar, como si acabara de darse cuenta de dónde está—. ¡Ah! Si estamos aquí. —Le ofrece a papá una sonrisa sarcástica, pero ahora le está cogiendo el tranquillo—. De sus tres hijas, muchos dicen que soy, con diferencia, la más lista y la más guapa…

Brock suelta una carcajada y golpea la mesa, pero Amber lo interrumpe:

—¿Qué? Es la verdad. Todos los chicos del pueblo lo pensaban cuando éramos pequeñas.

—Según recuerdo —interrumpe papá mirando ahora hacia Bea y hacia mí—, cada una de vosotras tenía sus admiradores…

—Yo seguía siendo la más guapa. —Amber levanta la barbilla fingiendo desafío, y papá se retracta:

—No dudo, Amber, que, si la belleza fuera una virtud por la que se repartieran medallas, tú estarías en la carrera por el oro, aunque la joven Eva va a poder reclamar pronto tu corona. —Se vuelve hacia ella con una sonrisa que parece sorprenderla mientras juega con la llama de la vela, pasando el dedo de un lado a otro. Eva se detiene enseguida, como si la hubieran pillado haciendo algo que no debía. Papá se gira de nuevo hacia Amber—: Pero me interesa más saber de ti. Qué haces en tu vida. Si eres feliz, por decirlo de alguna manera. —Papá la mira esperanzado, pero como ella aún parece desconcertada él continúa, volviéndose hacia Brock—: Brock, ayúdala si quieres.

Hay otro medio silencio, y luego Brock comienza a hablar:

—Vale… —Piensa un momento antes de continuar—: Ya sabes que montamos Rocket! hace casi diez años. Ha crecido hasta convertirse en la mayor agencia de marketing del estado, con más de ciento cincuenta clientes. Tanto Amber como yo estamos muy involucrados, dirigimos el negocio juntos, pero ahora también tenemos una plantilla de casi cuarenta personas, así que eso nos quita presión. Tenemos diseñadores, gestores de cuentas, compradores de anuncios…

—Rocket! —lo interrumpe papá pensativo—. Con una exclamación…

—Con un signo de exclamación, sí.

Papá parece reflexionar un momento.

—¿Sabes? Siempre me he preguntado para qué sirve exactamente el signo de exclamación.

A Brock se lo ve sorprendido, como si nadie le hubiera hecho esa pregunta antes. Pero parece seguro de su respuesta:

—Rocket significa ‘cohete’, ¿no? Y los cohetes están llenos de energía. Son dinámicos, se mueven rápido. Llegan a su destino. Veloces. —Cierra el puño y lo agita—. De ahí el signo de exclamación. Demuestra que somos una empresa dinámica, que se mueve con rapidez.

—Ah, vale, claro. —Por primera vez, papá mira a Susan de una manera que no consigo descifrar. Luego le dice a Brock—: Muy bien. —Entonces se vuelve hacia Amber, pero mira más allá de ella, a los mellizos—: Y mis nietos mayores, Eva y Aaron, ¿qué hay de vosotros? Los dos estáis en la universidad, ¿no?

Nos giramos todos a una para mirar a los mellizos. Por alguna razón, Aaron ha estado muy callado esta noche. Normalmente es el que más alborota. Aun así, es Aaron quien habla por los dos:

—Acabamos de empezar nuestro primer año. —Se encoge de hombros, como si no fuera gran cosa—. Nos va bien.

—¿Te has adaptado bien al nivel de trabajo de la universidad?

—Creo que lo que quieres preguntar —interrumpe Brock— es cómo se ha adaptado la Universidad de Dartmouth a Aaron. —Y sonríe cuando este se quita una gorra imaginaria y la inclina hacia su padre.

—Estudiar no es tan difícil. Levantarse temprano para las clases es más duro, pero nos las arreglamos. —Aaron sonríe. Sus dientes son perfectos y de un blanco relucientes incluso a la luz de las velas.

—¿Sigues nadando? —pregunta ahora papá.

—Sí, me dieron una beca de natación. Estudio Empresariales y Relaciones Internacionales. Podría haber entrado de todas formas con mis notas, pero fue más fácil hacerlo por medio de la natación. —Hace una pausa para dejar espacio para otra sonrisa—: Tengo la brazada más rápida en los cien metros de toda la Costa Este. Y todavía tengo tiempo para salir de fiesta. —Se inclina hacia delante para rellenarse la copa de vino tinto.

—Bueno, espero que no te estés divirtiendo demasiado —sonríe papá y se vuelve hacia Eva antes de que Aaron tenga oportunidad de replicar—: ¿Y tú, querida? Recuérdame: ¿estás estudiando…?

La voz de Eva es tranquila. Vuelve a juguetear con la vela, la inclina y deja que la cera caiga por el lateral. La aparta hacia un lado, para que esté lejos de su alcance.

—Yo solo estudio Administración de Empresas.

—No, no —responde papá ofendido.

Eva parece sorprendida, por lo que él continúa:

—Yo no diría «solo» Administración de Empresas. En realidad, aprender a llevar una empresa, no solo a dirigirla, es igual de importante. Si no más. —Le dedica una sonrisa para animarla a continuar, pero ella no lo hace, solo le devuelve la sonrisa y baja la mirada hacia su plato de pan, que ahora tiene una gota de cera pálida en su superficie.

Los camareros vuelven para retirar los platos. Puedo oler lo que sigue: pato a la naranja. Siempre ha sido uno de los platos favoritos de papá. Él espera a que lo sirvan ya trinchado en dos fuentes que colocan en el centro de la mesa. Dos patos grandes, cada uno cubierto con rodajas de naranja. Luego, traen también las verduras. Esta vez hay un plato aparte para Susan, que supongo que es vegana.

—¡Vaya, papá! —exclamo—. Esto tiene una pinta buenísima.

—¿A que sí? —Le brillan los ojos al verlo—. Buenísima de verdad.

Estamos ocupados un rato sirviéndonos y al rato papá vuelve a la carga:

—Y ¿qué vas a estudiar, Aaron?

Este deja lo que está haciendo y coge otro trozo de carne. Por una vez no parece tan seguro de sí mismo.

—¿Cómo? —pregunta.

—Ya te lo ha dicho, papá —interviene Amber.

Esta vez es papá quien frunce el ceño. Parece preocupado por un momento. Resopla, como si estuviera congestionado, pero, cuando intenta recuperarse, solo empeora las cosas.

—Y ¿practicas algún deporte? Te dedicaste a la natación durante un tiempo, ¿no?

Por un segundo nadie sabe qué decir, pero en momentos como este la confianza en sí mismo de Aaron puede ser una bendición. La sonrisa vuelve a dibujársele en el rostro.

—Hago mis pinitos, ¿sabes? Chapoteo un poco, aquí y allá. Gano algunas medallas. —Sonríe ampliamente y mira a Brock para ver si ha ido demasiado lejos.

Papá parece darse cuenta de que se burlan de él, pero no sabe muy bien cómo.

—Yo sigo jugando al hockey —interrumpe Eva, lo que cambia el tono al instante.

Eva es inteligente, sabe interpretar los estados de ánimo y siente la misma necesidad que yo de reconducir ciertas situaciones. Es la más joven de los dos. Aunque siempre me he preguntado por qué eso se considera importante, dado que se llevan solo quince minutos.

—Ah, y ¿dónde juegas? ¿En qué posición? —pregunta papá.

—Soy defensa central.

Papá enarca las cejas; recupera el aplomo.

—Y ¿qué hace una defensa central, además de defender, supongo?

El fino rostro de Eva se quiebra en una sonrisa rara.

—Estoy colocada detrás de los defensores, soy la última línea de defensa cuando alguien ataca.

—Ah, ahora lo entiendo. —Papá se toma un momento para masticar un trozo de carne, después se mete un dedo en la boca para quitarse un trozo de entre los dientes. Al fin lo consigue y lo examina entre sus dedos, frunciendo el ceño. A continuación, se lo limpia en una servilleta—. Bea, ¿por qué no pasamos a ti? ¿Cómo va todo?

Es una pregunta bastante abierta, teniendo en cuenta todo lo que le ha pasado en la vida en los últimos años, y no me sorprende que mantenga los ojos en su plato y continúe comiendo. Al cabo de unos segundos, sé que no tiene intención de responder, así que decido intervenir:

—Si quieres sigo yo.

Esperaba que papá me dedicase una sonrisa de agradecimiento, pero en lugar de ello parece molesto. Reconozco enseguida mi error. Cuando tienes hermanos y sabes que tus padres los quieren tanto como a ti, aun así, sigues imaginando que te quieren un poquito más a ti. En este momento, papá de verdad deseaba oír a Bea, y yo he metido la pata.

—Vale, Kate —dice con amabilidad, como si me perdonara al instante—. Adelante.

Respiro hondo antes de empezar.

—Bueno, Jack tiene dos años y medio y, como ya sabéis, ha sido el niño más difícil del mundo… —exagero, para hacer una broma—. Pero creemos que las cosas están cambiando. —Hago un gesto hacia el vigilabebés que puse en el aparador cuando entramos. Jack ha estado dormido toda la cena. Temo que se vaya a despertar para demostrarme que me equivoco, pero no lo hace—. Todavía no conseguimos que se bañe sin que se caiga la casa con sus gritos, pero ya duerme del tirón. Casi todas las noches.

—Y ¿qué hay del habla? ¿Está progresando?

—Bueno… —En cierto modo, no quiero hablar de esto delante de todos—. Va con un poco de retraso, pero el pediatra no está preocupado.

—Tú tardaste mucho en hablar. —Papá me sonríe—. No pronunciaste una palabra hasta que cumpliste tres años, entonces un día le dijiste a Amber que había venido el cartero. Nos quedamos todos boquiabiertos.

Había oído esta anécdota antes, y sí que ayuda. Quiero decir, así está claro que ahora ya puedo hablar de que el hecho de que Jack se esté tomando su tiempo no es nada malo.

—Ya dice algunas palabras —explico—. Dirá quizá unas veinte. «Mamá», «papá», «ack»…; ese tipo de cosas. —Sonrío al pensarlo.

—¿«Ack»? —pregunta papá.

—Sí, es su manera de decir «Jack».

—«Ack» —repite papá, y mueve un poco la cabeza, como si disfrutara con esto—. Bueno, no tardará mucho en chapurrear igual que vosotras. —Nos mira a todos—. Si no recuerdo mal, las tres comenzasteis a hablar muy temprano.

De nuevo, se hace un silencio un poco incómodo al ver cómo acaba de contradecir lo que había dicho un momento antes. ¿O quizá se refiere a todos menos a mí? Otra vez parece preocupado por nuestra reacción y prosigue:

—Neil, ¿cómo va tu trabajo? —Se vuelve hacia mi marido. Los dos son profesores universitarios. Papá era catedrático y escribió un manual de filosofía que tuvo mucho éxito; con él pagó esta casa. Neil es más de laboratorio, aunque también da conferencias. A papá siempre le ha interesado el trabajo de Neil—. Leí tu artículo, o lo intenté. Era fascinante.

—Ah, ¿sí? ¿Cuál leíste? —Neil se inclina hacia delante, su timidez ahora olvidada. Preguntarle por su trabajo es una forma segura de sacarle de su caparazón.

Por un momento me preocupa que papá vuelva a flaquear. Después de todo, el trabajo de Neil es bastante técnico, pero me demuestra lo contrario.

—Uno en el que usabas… A ver, déjame que recuerde… Modelos computacionales para trazar árboles evolutivos, para descubrir cómo las diferentes especies están relacionadas entre sí. ¿Es un buen resumen?

Neil parece pensar.

—Ah, ese artículo. —Se ríe de algo; no tengo ni idea de qué—. Sí…

Espero que no diga que es una simplificación excesiva, aunque sé que es lo que está pensando.

—Ensayabas con algoritmos informáticos para acelerar la secuenciación del ADN de distintas especies.

—Así es. Ya llevamos miles de algoritmos, de hecho… —Por un instante parece que Neil va a lanzarse a brindarnos una explicación detallada, a explayarse, como hace cuando estamos en casa solos. Pero entonces parece recordar que está delante de toda mi familia, y en lugar de ello encuentra la explicación más concisa—: Empezamos con muestras de tejidos de distintas especies. Luego, utilizamos programas de alineación para hallar la forma óptima de emparejar el ADN con la especie correcta. A partir de esos datos construimos lo que llamamos árboles filogenéticos, que son representaciones gráficas de las relaciones evolutivas.

—Fascinante. En serio —dice papá—. Y ¿qué pasa después? ¿Adónde os lleva todo eso?

En ese momento Neil pasa de parecer contento a confuso.

—¿Perdón?

—¿Adónde conduce? ¿Cuál es el objetivo final de la investigación?

Aquí es donde Neil y papá difieren. En el mundo de papá todo está orientado a encontrar una aplicación práctica: adquirir conocimientos, escribir un libro, venderlo para comprar una bonita casa… El mundo de Neil es mucho más teórico.

—Bueno, no está enfocado a responder a una pregunta concreta, si te refieres a eso. —Neil echa un vistazo a la sala; su personalidad es una mezcla extraña en momentos como este, tímido a la vez que muy orgulloso de lo que hace—. Nuestro trabajo ayudará a responder preguntas más amplias sobre la biodiversidad, el origen de las enfermedades, o quizá la trayectoria futura de la vida misma. —Se sonroja un poco, mi tímido supermarido científico.

—El bueno de Neil —dice Brock—. Ahí fuera curando el cáncer por el bien de la humanidad.

Aaron y él se ríen. Papá también, pero menos.

—De hecho, me han ofrecido un nuevo puesto —añade Neil cuando se quedan en silencio, y yo lo miro sorprendida.

Creía que lo había rechazado, y, aunque no lo hubiera hecho, no esperaba que lo mencionara aquí.

—Ah, ¿sí? —pregunta papá—. Y ¿dónde?

Neil elige ese momento para quitarse las gafas y limpiarlas con una servilleta. Vuelvo a pensar en Superman.

—Es una empresa de biotecnología. Está empezando, pero se encuentra respaldada por una de las farmacéuticas multinacionales más grandes. Están estudiando la creación de OMG, organismos modificados genéticamente, para ayudar, entre otras cosas, a curar el cáncer.

Esta vez hay un silencio impresionado.

—Suena muy bien, Neil —dice Amber, con los ojos abiertos por la sorpresa.

—Sí. Bueno, no está todo tan… bien. —Neil se pone las gafas y, al instante, vuelve a ser Clark Kent, compungido, buscando y encontrando el aspecto negativo—. Hay varias cuestiones. Las terapias génicas serían extremadamente caras y tendrían que aplicarse durante mucho tiempo, por lo que solo estarían al alcance de los más ricos, lo que tiene implicaciones morales que me preocupan. Además, no sabemos cuáles son los riesgos para la salud a largo plazo. Es difícil, no he… —Me mira antes de corregirse—. Aún no hemos decidido qué camino tomar.

Se hace otro silencio, esta vez más confuso.

—Pero apuesto a que el sueldo será bueno, ¿no? —pregunta Brock—. Si estamos hablando de las grandes farmacéuticas…

A Neil se le tuerce un poco el gesto, así que respondo por él:

—Ofrecen bastante. Sin embargo, como dice Neil, también exigen mucho, así que no es una decisión fácil. Ahora, nos las arreglamos bien, y siempre está la opción de que yo vuelva a dar clases, con jornada reducida.

—La vida tiene la costumbre de plantear cuestiones difíciles —dice papá, de forma un tanto enigmática, pero no parece dispuesto a ofrecer ninguna ayuda con la solución. En lugar de eso, se vuelve hacia mí, como si Neil ya hubiera dicho bastante—: ¿Y tú, Kate? ¿Echas de menos la enseñanza? Siempre dijiste que querías volver cuando acabara tu baja por maternidad.

—Echo de menos algunas cosas —respondo.

Enseñaba historia en un instituto antes de quedarme embarazada de Jack. La mayoría de las veces estaba bien, pero a veces los estudiantes eran insoportables, y eso no lo echo de menos.

—¿Te han guardado la plaza? —pregunta Amber—. Dijiste que, si querías volver, te la iban a guardar.

—Sí. Tienen una plaza. Pero Jack es tan pequeño todavía… Creo que necesita que esté con él. —Sonrío.

Espero que lo entienda. Después de todo, ella estuvo varios años sin trabajar cuando nacieron los mellizos. En cambio, su expresión parece de desaprobación, como si Jack ya no fuera tan pequeño.

Ya nos hemos terminado el pato. Hemos hecho un buen esfuerzo para acabarlo. Aun así, está claro que va a sobrar. Papá nos dice que la empresa de catering va a guardar lo que no nos comamos en la nevera, así que habrá bocadillos de pato para almorzar al día siguiente. Entonces, el personal del catering se lleva los platos y vuelve con unas tartaletas muy bien presentadas. Según el menú, se trata de pera especiada con helado de vainilla y nuez moscada. Uno de los camareros sirve individualmente una quenelle de nata espesa en cada plato. No sé cuánto le habrá costado a papá esta cena. Pero no creo que haya sido barata.

—Bea, querida. Sé que esto es muy duro para ti, pero también me gustaría oír de ti —dice papá.

Ha empezado su postre y ha vuelto a dejar la cuchara en el plato. Su voz es suave, y los demás estamos un poco ocupados con las tartas; el hojaldre se rompe con solo tocarlo, lo que hace difícil cogerlo con la cuchara. Levanto la vista y veo que Bea asiente con la cabeza.

—Vale.

—¿Cómo estás? —La voz de papá se mantiene suave, comprensiva—. ¿Cómo estás sobrellevando las cosas?

Bea cierra los ojos un momento antes de responder.

—Sigue siendo duro —contesta por fin.

—Sí. Lo sé —dice papá—. Lo será. Pero ¿se está haciendo más fácil? Han pasado… ¿Cuánto? ¿Casi siete años?

—Seis años y diez meses. —Levanta la vista, su voz casi desafiante.

—Pero es duro, por supuesto —añade papá—. Lo entiendo hasta cierto punto, claro. Nunca he perdido a un hijo. —Parece contemplar ese pensamiento por un momento, luego continúa—: Pero sigue siendo difícil para mí ahora que tu madre ha fallecido. Y eso era, no querría decir esperado, pero ella vivió una vida larga y plena. Zack nunca tuvo esa oportunidad; por eso, lo que le pasó fue una tragedia.

Nos hemos quedado en silencio. No hablamos de Zack tan abiertamente en esta familia. No es que sea tabú; es solo que, no sé, hemos actuado así para superarlo. Algo me hace mirar a Susan. Debe de ser raro para ella oír a papá hablar así de mamá.

—Sin embargo, igual que yo tuve los años que tuve con vuestra madre, tú tuviste el tiempo que tuviste con Zack, y eso nadie te lo puede quitar. Eso es tuyo, para siempre. —Ahora papá parece serio—. Dime, ¿estás instalada en tu nueva casa? Kate me ha dicho que has vendido unos cuadros.

Bea vacila ante esto, y no es lo que he contado. Le dije a papá que un par de galerías de arte habían accedido a exponer algunas de sus obras. Bea vivía cerca de Amber y de mí, en Oakton. Neil solía llamarlo «el triángulo Marshall». Sin embargo, después de lo de Zack, decidió mudarse a la costa. En cierto modo, lo entiendo; es una zona muy bonita, pero no es fácil llegar y está un poco despoblada. Es solitaria. Amber se muestra muy despectiva con la decisión de Bea; dice que ha renunciado a la vida.

—No los han comprado —aclara Bea—. Han accedido a incluirlos en la exposición.

—Seguro que no tardan en venderse —asegura papá—. Son muy buenos.