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La familia de Ana, la protagonista y narradora de esta historia, lleva una vida nómada por España debido al trabajo de su padre. Desde niña acusa esos constantes traslados, que le impiden tener arraigo a ningún lugar y consolidar amistades durante sus primeros años de vida. En determinado momento de su infancia, su madre, Sabel, empieza a mostrar un extraño desapego hacia ella.
Cuando su padre se ausenta del hogar familiar por una larga temporada, la relación maternofilial estalla a causa del cruel comportamiento de Sabel. Ese hecho afecta a la personalidad de Ana hasta tal punto que se convierte en una persona vulnerable y muy tímida, y se crea poco a poco una coraza que dificulta sus posteriores relaciones sociales.
Una historia que refleja cómo un entorno familiar hostil puede condicionar toda una vida.
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Veröffentlichungsjahr: 2025
Los niñosse callan
Paqui Bernal
LOS NIÑOSSE CALLAN
© Paqui Bernal, 2025
© Viento Norte Editorial, 2025
Calle Celso Emilio Ferreiro, 13. 36600, Vilagarcía de Arousa
www.vientonorteeditorial.com
Diseño cubierta: Viento Norte Editorial
ISBN papel: 978-84-128180-8-6
ISBN digital: 978-84-128180-9-3
Depósito legal: PO 26-2025
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A mis abuelos
PRIMERA PARTE
«Los efectos del amor o de la ternura son fugaces, pero los del error, los de un solo error, no se acaban nunca, como una carnívora enfermedad sin remedio».
Antonio Muñoz Molina, Beltenebros
1
Una voz enlatada anunció por megafonía que nuestra próxima parada era la estación de Madrid-Puerta de Atocha. Bajé la maleta al pasillo rápidamente. Me habían avisado de que mamá estaba peor, aunque los médicos no encontraban la causa. Sorteé a los viajeros que estiraban las piernas en el pasillo hasta alcanzar la puerta del vagón.
En realidad, no tenía prisa. Incluso había estado dudando de si iba o no a Madrid, porque podía tratarse de otra crisis de salud, otra de tantas que ya había tenido mi madre en los últimos tiempos. Aunque, si era sincera, sobre todo había dudado por si era justo lo contrario: temía tener una conversación con ella que fuese la última y, por tanto, definitiva e irreparable.
Camino de la parada de taxis, pensaba que era bien extraño que hubiese recaído, porque le querían dar el alta pronto. Habíamos hablado hacía apenas cuarenta y ocho horas e intenté alegrarme con ella de su vuelta a casa, pero me contestó con sequedad: «Ya veremos». Como si hubiese sabido que iba a empeorar. O como si tuviese sus propios planes.
Hospital de La Paz, le dije al taxista sin acordarme de saludarlo. El taxi echó a andar tan lentamente que parecía que hubiese adivinado mi pereza.
Afuera se amontonaba el bullicio de un viernes a la hora de la sobremesa en las avenidas de Madrid. Me distraje con los dibujos de las luces de Navidad —que el Ayuntamiento aún no había retirado— y poco después paramos en la puerta. Allí mismo me estaba esperando mi hermano, Toni, sentado en una jardinera.
Se acercó para ayudarme con la maleta y lo besé. Yo ya sabía que habían pasado a mamá a la UVI para que estuviese más vigilada. Llegaba tan ajetreada que, al entrar en el vestíbulo del hospital, me chocó el olor a antisépticos que lo inundaba, pero no me molestó. Mi hermano aprovechó mi llegada para ir a la cafetería a tomar un bocado. Esperé al ascensor y subí a la séptima planta.
El pasillo estaba apenas iluminado por una luz mortecina. A cambio, tenía unos grandes ventanales que recortaban unos nubarrones tremendos sobre la calle casi desierta, con la excepción de una pareja sentada en un banco. La vista me recordaba a alguna pintura de Hopper, no sabía cuál, pero sí por qué: su desolación.
Detrás del cristal, había unas cortinas que preservaban la intimidad del paciente crítico. Estaban abiertas. Contemplé a mi madre desde fuera. Dormía recostada de lado, con su pelo blanco revuelto. Había adelgazado visiblemente en esas apenas tres semanas que habían pasado desde las fiestas.
Dejé el bolso en el suelo y pensé en lo que le diría si estuviese muy muy grave, si ese fuese nuestro último minuto juntas. Me oí balbucear: «Mamá, no te vayas ahora. Tenemos que hablar, me enteré de lo que te pasó…».
Sequé mi aliento del cristal con la manga del abrigo, como para borrar esas palabras. Entonces me di cuenta de que, cuando despertase, me iba a costar mucho poner las cartas sobre la mesa.
Toni se quedó de guardia y me mandó para casa. Dijo que descansase del viaje y volviese temprano para sustituirlo.
Cuando salí del metro, estaba nevando. Yo no llevaba paraguas, pero el trayecto era corto. Por fortuna, a esa hora ya no estaba el portero de la finca y no tuve que someterme a una charla diplomática.
Abrí la puerta del piso de mi madre esperando encontrarla en la cocina, como tantas otras veces. El piso conservaba su olor característico, a pesar de llevar bastantes días deshabitado. Lo cierto era que a esas horas habría olido a la pescadilla que ella estaría enharinando y friendo. Casi siempre comía lo mismo para cenar, como Hanna —la protagonista de La vida secreta de las palabras, una víctima de la guerra de Yugoslavia—.
Aparqué la maleta en un rincón del recibidor y entré en la cocina para servirme un vaso de agua del grifo. El delantal de mi madre, impecable, colgaba detrás de la puerta. El almanaque mostraba el mes anterior. Al lado, el calendario de las tomas de sus medicamentos: medio Sintrom, un Seguril, tres cuartos de Digoxina… Pensé que aguantar era su razón de existir más poderosa.
Me dejé caer en el sofá beis de chenilla del salón. Me fijé en el teléfono rojo de mi madre, aún tenía un aparato de aquellos con dial. No era de extrañar que no usase móvil, porque solo hablar por ese fijo ya le generaba inseguridad. O eso creía yo, que la ponía nerviosa.
En cuanto descolgaba el auricular, respondía siempre con un «Diga» imperioso, sin alargar la a. Entonaba esa palabra, que cualquiera pronuncia como una invitación, con aspereza, incómoda por tener que atender la llamada. Y hablaba lo mínimo necesario para aclarar lo que fuese imprescindible, como si no encontrase una justificación para perder esos minutos.
Entre nosotras tampoco había una fluidez mayor. Nuestra escueta conversación no solía desviarse de un guion que releíamos una vez y otra. Ella me explicaba su última visita médica en actitud de sufrida resignación. Yo le relataba mis quebraderos de cabeza como psicóloga en Secundaria en un instituto, mientras el silencio al otro lado de la línea me devolvía su imagen con los labios apretados y la mirada distraída. En algo coincidíamos: cada una deslegitimaba el descontento de la otra y lo atribuía a la exageración de una niña caprichosa. De una malcriada.
Esa acababa siendo toda nuestra interacción, una llamada a la semana, que se había convertido en un cómodo sustituto del encuentro, hasta que este se hacía ineludible. A mí, que vivía en Valencia, a casi cuatrocientos kilómetros, la lejanía me iba como anillo al dedo. La distancia se había convertido en un hábitat seguro, en mi líquido amniótico.
Me sentía un poco culpable por haberme ido del hospital, aunque Toni hubiese insistido. Me levantaría temprano para reemplazar a mi hermano y que descansase. Lo mejor era que deshiciese la maleta y me fuese a dormir. La arrastré desde la entrada y la llevé a la habitación pequeña, que normalmente ocupaba mi madre cuando la visitábamos mi marido, Javier, y yo.
Me senté a los pies de la cama y abrí el primer cajón del armario para guardar mi ropa. Vi una tela de color blanco roto. Era mi vestido de comunión. Pero no podía ser. Estaba completamente arrugado, hecho un harapo encima del traje de marinerito de Toni perfectamente planchado. Lo saqué del cajón y lo sacudí. Ni siquiera tenía forro, mi madre lo habría usado en cualquier blusa que cosiera, para cualquier vecina. Seguro. No lo entendía. Yo le había pedido que me lo guardase tal como estaba y ella no respetó ese deseo. Pero, además, lo habría lavado quién sabe cuántos años haría y no lo planchó. ¿Por qué hizo eso, si ella jamás guardaba una pieza de ropa arrugada? Quizá no tuvo ganas de almidonarlo, pero podía haberlo planchado de todas formas. Lo que ocurría, casi con seguridad, era que ese vestido me representaba a mí, a una hija desagradecida, descastada.
SEGUNDA PARTE
«La soledad fue el primer sabor que había probado en mi vida, y seguía allí, escondido en las hendiduras de mi boca, siempre presente».
Elizabeth Strout, Me llamo Lucy Barton
1
No era, ni mucho menos, así cuando yo tenía cuatro años. Corría la década de los sesenta y mi familia vivía en una sola habitación con derecho a cocina. Era lo máximo que nos podíamos permitir durante el tiempo que durase la obra del pantano a la que habían destinado a mi padre.
En aquel patio yo era el juguete de las vecinas, una cría espigada de ojos verdes y cabello dorado. Todas me pellizcaban y besuqueaban, a pesar de la aprensión de mi padre, que me tenía entre algodones y no le hacía ni pizca de gracia que «me pegaran las babas» —como él decía—. Pero él solo chasqueaba la lengua, incapaz de negarle a nadie un achuchón…
Recordaba como en una nebulosa que la habitación estaba en el primer piso de esa casa de vecinos antigua. Había una veranda que rodeaba el patio interior, al que daba la puerta principal de cada vivienda, o de la única estancia.
Era como si recordase una película, tanto había cambiado nuestra vida. Pero sí, aquellos eran mis padres. Ellos no habían dudado en trasladarse desde su barrio en Córdoba —a cientos de kilómetros—, porque tampoco tenían muchas opciones y porque eran una pareja más entre las docenas de ellas que emigraban en aquella década. Mi madre, de hecho, había nacido en Asturias.
Ese día los rayos del sol se estampaban en el suelo del patio y rebotaban, achicharrantes. Mi madre sacó el cubo lleno de agua, y con la mano derecha fue repartiendo pequeños charcos hasta que todo el suelo estuvo remojado para que la frescura aliviase el bochorno. Ella estaba guapísima, a pesar de que había sacrificado su preciosa melena en aras de la eficiencia, como muchas mujeres. Lo hacían para poder entregarse en cuerpo y alma a las interminables tareas de casa.
Le pedí una perra chica para chucherías. Con la moneda bien apretada en el puño bajé unas docenas de metros por la carretera, mal asfaltada y llena de baches, por la que solo pasaba algún coche familiar los fines de semana. Olía a hierba recién segada y yo caminaba jugando torpemente a la teja, saltando y empujándola con la suela de la sandalia, sintiéndome mayor con cada acierto. Así casi todo el camino, con esa sensación que tenemos en la infancia de que el tiempo es eterno y el espacio, infinito.
Llegué a la única tienda del pueblo. La cortina de la puerta centelleaba con la luz que se colaba entre los eslabones de las tirillas de aluminio, la misma luz cegadora que bañaba el monasterio unos pasos más allá. El monasterio tenía una portalada imponente y una escalinata en forma de lengua larguísima, presta a recoger de un lametazo la fuentecilla redonda de la plaza para engullirla en cuanto llegaran las horas muertas de la siesta y no quedase un alma en la calle.
La visita al ultramarinos era siempre algo especial; de repente, se abría todo un universo delante de mí. El olor a rafia golpeaba mi olfato, las sardinas brillantes parecían radios de una rueda de camión, todas apretadas alrededor de la bota. Las ñoras colgaban en racimos, y por encima revoloteaba con un insistente zumbido alguna mosca que había conseguido burlar la cortina. El color rojo del pimentón dulce me robaba la mirada —que saltaba de un objeto a otro—, y yo dudaba de si esas grandes piezas con forma de pescado eran algo comestible.
—Hola, mi niña, ¿qué quieres?
La figura de la tendera me asustó un poco cuando apareció detrás del mostrador, envuelta en aquella oscuridad deliberada que ahuyentaba el calor y los insectos. Llevaba el luto perenne de muchas aldeanas, solo animado por un delantal gris. Le pedí media libra de pipas de girasol, que eran mi debilidad y la de mi madre.
Mientras ella armaba un cartucho con papel de periódico, yo contenía la tentación de hundir la mano entre los garbanzos a granel. La mujer hincó la pala en el saco de las pipas, llenó el paquete y lo pesó en la báscula. Las pesas me ensimismaban, más cuanto más pequeñas, porque se asemejaban a la lecherita de mi cocina de juguete. La mujer retiró un puñado de pipas.
—¿Cuánto es?
Y sin esperar la respuesta le entregué la moneda y me di media vuelta.
Salí de la tienda de retorno a casa, y subí bien arrimadita por el lado derecho. Al otro lado empezaba el barranco, como un enorme tobogán del que solo me resguardaba un muro bajo de pizarra y un fino alambre que unía un palo aquí y otro allá. Al fondo corría el río y mi madre me tenía dicho que nunca, por nada del mundo, me acercara a ese lado de la carretera.
Llegué al patio comunitario. Yo sabía que mi madre estaba embarazada, porque una vecina me había enseñado esa palabra y me había explicado que tendría un hermanito, pero era un secreto. A menudo se quejaba de fatiga, así que yo le quería dar una sorpresa. Me cobijé en un rincón a la sombra, bajo el balcón corrido con barandas de madera. Me senté sobre los adoquines y me eché unas cuantas pipas en la falda de mi babi a cuadros azules y blancos, para pelarlas al fresco. Había aprendido a abrirlas con los dientes y sacaba las semillas con los dedos. Las iba dejando en uno de mis bolsillos y guardaba las cáscaras en el otro.
Cuando hube pelado un buen montón, me sacudí la sal de las manos, cerré el cartucho medio lleno, lo escondí detrás de una gran maceta de hortensias de color lila y fui a buscar a mi madre. En las horas en que el calor apretaba ella solía tomarse un descanso de los quehaceres de la casa, y en ese momento estaba contemplando el viejo puente desde su mecedora.
—Mira qué te he preparado, mamaíta, para que no te canses. —Las pipas me rebosaban y se me caían de las manos. Mi madre me miró radiante.
—¿Pero qué es esto? ¿Me has comprado pipas? ¿Y las has pelado tú solita?
—Sí, porque no puedes comer sal.
Me abrazó fugazmente y juntó las palmas para recogerlas.
—¡Ay, mi Anita! ¡Hay que ver qué niña más bonita tengo!
Corrí a por el cucurucho y me subí al regazo de mamá, dispuestas las dos a disfrutar con aquel manjar. Me puse a pelar más pipas, y de vez en cuando parábamos de comer y le enseñaba la lengua a mi madre, roja del escozor que empezaba a provocarme la sal, y nos daba la risa. Entonces mi madre cantó el estribillo de una de sus coplas:
—Ni se compra ni se vende. El cariño verdadero…
—Tú también, Anita: El….
—… cariño verdadero, el cariño verdadero ni se compra ni se vende.
2
La mía fue una infancia de desarraigo, de traslados de pueblo en pueblo, a veces en intervalos de pocos meses —con las consiguientes peleas y avenencias entre mi hermano y yo en la parte trasera del SEAT 850 color verde limón—. Una infancia de limpiezas de pisos que no cumplían con el nivel de pulcritud que mi madre consideraba imprescindible.
Nos recordé a Toni y a mí de pequeños, él con sus ojos avispados y el remolino de pelo en la coronilla, ese que se atribuía a todos los chicos revoltosos. Nos sentábamos frente a frente en el suelo, a horcajadas delante de un barreño con agua —donde mi tío Sebastián había puesto a remojo troncos pelados de caña de azúcar de un palmo más o menos—. Entonces sacábamos uno cada uno para morderlo y masticar la pulpa de arriba abajo. Cuando empezaba a aplastársenos en el paladar, chupábamos por turnos las fibras reblandecidas. Nos divertía el ruido seco y agudo que emitían, como el quejido de un violín. Así hasta que perdían la dulzura. Luego echábamos al suelo la tira chafada y seca e íbamos a por otro tronco. Éramos capaces de vaciar todo un barreño, distraídos con nuestro concierto casero.
Creo que fue en Granada donde mi hermano se perdió por primera vez, y tuvimos que ir todos en su búsqueda. Porque, en cuanto nos descuidábamos, salía a dar vueltas alrededor de casa, en busca de miniaturas por la acera: monedas, chapas, palos de chupachups, ruedecitas extraviadas de juguetes, chicles endurecidos… Vivía arrebatado, como en un torbellino.
Lo curioso era que mi madre soportaba estoicamente todo lo que hacía, por grave que fuera, aunque se suponía que los nervios le disparaban el corazón a causa de una insuficiencia. Ella transigía con su travesura de bastante buen grado.
Lo mismo sucedió en otra ciudad posterior. En aquella casa yo descubrí la cueva de Alí Babá: docenas de muñecos en las estanterías de un enorme aposento que mis padres me habían adjudicado. De vez en cuando, Toni se encaramaba a mi cama, tiraba de una pierna y, a la que se hacía con el bebé, le arrancaba la cabeza o el brazo. Excepto a la pepona, con esa no pudo. A mí me ponía triste verlos a todos amputados, y seguramente me enojaba que destrozara mis juguetes. Pero mi madre no le daba importancia y, para que yo me conformase, les hacía camisetillas y bragas a los afortunados que habían conseguido salvarse de ese pirata feroz.
Tal vez mi madre actuaba así por puro machismo. A los chicos había que reprimirlos poco para no destruir su hombría, ya se sabía. Con las chicas, en cambio, se debía ser poco tolerante. Al menos eso ocurrió con una de mis fechorías.
Una tarde cualquiera, mis compañeras y yo acabábamos de entrar en el aula después del último recreo. Yo había estado dando a la comba; siempre me ofrecía para dar, porque me ponía nerviosa no saber entrar y que la cuerda acabara azotándome las piernas o enganchándoseme en la coleta. Además, todas preferían saltar, y si alguna no estaba conforme, jugaría yo sola.
De todas maneras, lo que yo tenía en mente era conseguir el juguete de mis sueños. Esa tarde miraba con disimulo el reloj de pulsera de la profesora. Las cinco y media. Todavía faltaba media hora para que sonase el timbre. Iría guardando los lápices en el plumier poco a poco —sin que se notase— y así, en cuanto la maestra diese permiso, saldría disparada y tendría tiempo de pasar por el quiosco y ver el juguete antes de entrar en casa.
¡Sonó la campana! Si corría, en diez minutos podía llegar, a ver si todavía quedaban. No creía que las hubiesen comprado todas. Esperaba que no.
Me detuve delante del quiosco. ¿Dónde estaba mi juguete? Repasé con la mirada las estanterías de las chuches, de los cartones de tabaco, de las revistas… y llegué a la de los cacharritos. Allí estaba esperándome, luminosa, diminuta: una fregona de plástico, con su cubito y su mopa con palito y todo, roja y verde, del tamaño de mi puño. Aquella miniatura me tenía prendada.
¡Y solo quedaba una en el estante! ¿Cómo podía hacerme yo con aquella maravilla? Sabía que únicamente me dejaban pedir regalos para Reyes o para mi cumpleaños. Y quedaban meses. Eso significaba… muchos días de espera.
Me saqué el cordel del cuello mientras subía las escaleras y abrí la puerta con mi llave. Por suerte mamá había ido a algún recado o estaría tendiendo en la azotea y no se enteraría de que yo llegaba tarde. Pasé por delante de la puerta de su dormitorio. Allí, encima de la cómoda, estaba la solución a mi problema: la hucha que usaba mi madre para enseñarme a ahorrar. Quizás esa era mi oportunidad. Tenía que espabilar, porque ella podía volver en cualquier momento.
Yo ya debía de intuir que para mi madre el dinero era muy importante, porque tenía claro que debía actuar con pericia. Solté el tapón de plástico de la panza del cerdito y lo agité. Cayeron varias monedas sobre el cristal que protegía la cómoda, cogí una peseta y le devolví al cerdito todas sus tripas. Nerviosa y precavida, tapé el agujero, del tamaño de unos cinco duros, y dejé al animal haciendo su pesada digestión y encarado de nuevo en dirección al perfumero. Tendría que esperar toda esa noche para tener la fregona entre mis manos.
Al día siguiente, antes de entrar en casa para la comida del mediodía, comprobé que no hubiese ningún vecino por los alrededores. Entonces abrí los cierres de la cartera y, sin sacar el estuche, busqué mi peseta camuflada en el segundo piso y compré mi fregoncita. La olí por un instante y escondí mi tesoro entre la libreta y la enciclopedia.
Pero esa misma tarde, al volver de clase, noté que mi madre me estaba esperando, seria, o peor que eso, alterada. ¿Qué habría pasado? Vi que mi hermano no era el culpable: se había quedado dormido en la cama de mis padres.
Me colocó en una silla, no a su lado —como la amiga que pretende sonsacarte una confidencia—, sino frente a ella y a dos o tres metros, como un policía en un interrogatorio.
El salón, en la penumbra de las persianas echadas para alejar el calor asfixiante, con las paredes desnudas, sin cuadros, me parecía el de un episodio de Historias para no dormir, una serie de terror que veía a escondidas desde mi habitación.
Yo ya había empezado a recelar: seguro que había dejado la hucha torcida por descuido. Las piernas me bailaban adelante y atrás.
—¿Tú has tocado la hucha?
Ni se me habría pasado por la cabeza mentirle.
—¿Qué has hecho? ¡Dímelo!
—He sacado solo una peseta —dije con un hilo de voz y las mejillas encendidas.
—¿Pero una peseta para qué?
Ella parecía desconfiar de que la cantidad fuera exacta. Su tono me estaba poniendo los pelos de punta.
—Para comprar un juguete.
Yo miraba hacia el suelo, pero el cintillo blanco que me sujetaba el cabello por encima del flequillo no me dejaba emboscar el rostro avergonzado.
—¿Qué juguete? ¡Enséñamelo!
Traje mi cubito y se lo tendí tímidamente. Mi madre se quedó mirándolo de hito en hito y en unos segundos se descompuso.
—¡Siéntate y escúchame! ¿Tú sabes que eso no se hace? ¿Sabes que eso es robar?
—Ya-lo-sé.
—Si no hay dinero, ¿quién va a pagar el alquiler, lo vas a pagar tú? ¿No lo volverás a hacer nunca más? Ana, mírame y contesta. ¿Lo volverás a hacer?
—No.
Que no devuelva la fregona, por favor…
—Lo que ha pasado es muy serio, ¿te das cuenta?
—Sí, mamá.
Que me la guarde para Reyes.
Mi madre dio un respingo, se levantó, arrancó las piezas del cubito con coraje y se dirigió a la cocina para tirarlas a la basura.
Esa noche, en mi cama, yo me preguntaba por qué me lo había roto y por qué el robo de una peseta era una transgresión más grave que destrozar muñecos.
No volví a nombrar el juguete. No se me habría ocurrido ni por asomo pedirlo como regalo, quería que ella olvidara mi desobediencia. Y no volví a ver mi fregoncita, verde y roja, roja y verde…
3
Creo que mi madre me dio ese escarmiento no tanto para educarme sino movida por la preocupación por el dinero. Una preocupación que, de más mayor, aun disfrutando de una posición holgada, la agobiaría de idéntica manera. Cuando mi hermano y yo éramos niños aquella angustia era más razonable, porque el dinero representaba la garantía de no volver a la miseria en la que mis padres habían estado sumidos hasta poco tiempo atrás. Economizar con tesón aseguraba el porvenir.
Esa frugalidad fue la que nos permitió ser una de las primeras y afortunadas familias en adquirir un televisor. Creo que entonces andábamos por Cádiz. Lo compartíamos con los vecinos de la finca, que acudían a nuestra casa los domingos de alguna feria para disfrutar de la «fiesta nacional» en blanco y negro, aunque nuestra imaginación ya proyectaba el granate de los trajes de luces y el rosa de los capotes.
«Los niños se callan cuando hablan los mayores», nos increpaban. Y yo obedecía, pero disfrutaba mucho en esa época, la más sociable de mis padres. A pesar de que, salvo el grupo selecto de los vecinos, el resto de seres humanos entraba en la categoría de «la gente». Había que irse con ojo con la gente por el qué dirán y porque no necesariamente te querían bien. Mi padre procuraba que calase en nosotros esa cautela.
Y, en efecto, poco a poco se fue reduciendo nuestro círculo de amistades por cualquier motivo que les hiciera diferente a nosotros: uno fumaba, otro bebía, este decía ordinarieces o contaba algún chiste verde, aquel era un tunante. Así hasta que acabamos contando los elegidos con los dedos de una mano.
De todas formas, en los sesenta y en nuestro entorno social, los amigos eran algo secundario. Lo prioritario era la familia y la seguridad que la abundancia nos garantizaría. Por eso, la alegría se adueñaba de mi casa cuando mi padre traía el sobre a final de mes. Lo sacaba del bolsillo interior del mono y, sonriendo, lo balanceaba como si fuese un regalo. Iba doblado por la mitad, un sobre beis del tamaño de media cuartilla, con su nombre y una cantidad escritos a bolígrafo en el exterior. Contenía la nómina y el salario en efectivo hasta el último real, si era necesario en monedas.
Después de cenar, poniendo cuidado en echar los visillos, nos reuníamos alrededor de la mesa, Toni y yo con la barbilla apoyada en el borde. Parecíamos gánsteres enanos en una timba de póker ilegal.
—Niña, vente p'acá. Deja ya los platos. —Mi padre reclamaba a mi madre.
En cuanto podía, ella ponía la sartén a remojo y se nos unía, recogiéndose la agüilla de la nariz con el pañuelo y sin quitarse el mandil. Entonces mis padres contaban los billetes —cien, doscientas, trescientas…, mil— y nos daban los montoncitos alternativamente a Toni y a mí, para custodiarlos hasta que acabara el recuento. Mi madre ingresaría una parte y administraría el resto, mi padre le iría pidiendo para la gasolina y poco más.
Nos estaban inculcando un horizonte común: tener una vivienda propia, unos estudios para mi hermano y para mí y, a ser posible, un coche más seguro. La tarde en que, desde el balcón, vi llegar a mi padre con la cabeza blanca, la mitad del cráneo vendado —según nos explicó, por el golpe de una grúa—, comprendí que estaba arriesgando su vida para darnos aquello, y se convirtió en una figura poco menos que heroica para mí. Por entonces éramos una familia, una que se adoraba. Y lo fuimos, durante mucho tiempo.
Los cuatro aprovechábamos al máximo las mañanas del domingo. En cuanto oíamos hablar a nuestros padres, Toni y yo corríamos y nos enfundábamos en su cama calentita. «Papá, papá, haz el chino», le pedíamos. Y él bajaba la sábana, se remangaba la camisa del pijama y arrugaba la tripa hasta conformar el rostro de un chino enfadado. Nos mondábamos de risa con esa habilidad suya.
En pocos minutos, mi madre, inquieta porque hacíamos el saltimbanqui, se levantaba a prepararnos el desayuno. A mi hermano y a mí, rebanadas de pan frito para mojar en el vaso de leche con Eko, y a mi padre —que para algo era el patriarca de la familia— un huevo frito con ajo y tostadas con aceite y azúcar. Qué olores más buenos.
Los domingos eran grandes días. Tan solo había un rato que se hacía costoso: la ducha de Toni. Cuando mi padre bajaba a revisar el coche, daba inicio una persecución de película por toda la casa mientras él se escabullía o nos daba trompadas. Hasta que mi madre y yo, como dos detectives avezados y bien coordinados, le dábamos caza y conseguíamos meterlo en la bañera.
Cansado por las carreras, él se rendía durante unos segundos, que yo aprovechaba para sentarlo y sujetarle los brazos y mi madre para enjabonarlo a una velocidad de vértigo. Tiraba la esponja y acto seguido le echaba por encima un cubo de agua, que ya teníamos preparado de antemano. Sabíamos que, en cuanto recuperase fuerzas, saltaría fuera de la bañera, escurridizo como un pez que acabase de soltarse del anzuelo, y ya no lo podríamos retener. Escurridizo como un gato, más bien: mi hermano era un animal de tierra que tenía horror a sentir el agua deslizándose por la cara.
Luego mi madre hacía la colada a mano. Se distraía de la dureza de ese trabajo acompañándose con sus coplas, a veces a dúo con el transistor. Cantaba alguna de Conchita Bautista, o de Joselito… Y yo me impregnaba de aquella épica gratuita: «Ay, campanera, aunque la gente no quiera, tú eres la mejor de las mujeres…». Y yo me embebía de la mitificación del amor por cualquier hombre: «No debía de quererte y sin embargo te quiero», se dolía la Piquer. Y yo me empapaba del drama que todo en la copla desprendía, de esa pena, penita, pena que tan bien se acompasaba con la visión de la vida de mi madre.