La mirada vaciada - Paqui Bernal - E-Book

La mirada vaciada E-Book

Paqui Bernal

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Beschreibung

Cuando la belleza y la desenvoltura de Sameentha, una angloíndia graduada en Arquitectura, enamoran a Pablo, un estudiante de Informática algo más joven que ella, ambos iniciarán una relación muy sensual. El exotismo de sus respectivas culturas, tan sumamente diferentes, contribuirá a incrementar la enorme atracción física del uno hacia el otro. Durante sus viajes al Rajasthan y a Bristol, y en la propia Barcelona —donde ambos conviven en el piso compartido de Sam— todo parece idílico. Hasta que alguien descubre una cajita que contiene un juego en el que Sameentha y Pablo participan, pero las propuestas de ese juego no concuerdan en absoluto con la imagen de persona afectuosa y desprendida que Sam proyecta de sí misma.

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2021, Paqui Bernal

© 2021, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Ana Carrión

Portada

Vasco Lopes

Corrección

Clàudia Colom

Primera edición en formato electrónico: Abril de 2021

ISBN: 978-84-18013-98-0

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

paqui bernal

LA

MIRADA

VACIADA

PRÓLOGO

1

2

3

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5

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8

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AGRADECIMIENTOS

A mis hijos

YO FUI

Yo fui.

Columna ardiente, luna de primavera.

Mar dorado, ojos grandes.

Busqué lo que pensaba;

pensé, como al amanecer en sueño lánguido,

lo que pinta el deseo en días adolescentes.

Canté, subí,

fui luz un día

arrastrado en la llama.

Como un golpe de viento

que deshace la sombra,

caí en lo negro,

en el mundo insaciable.

He sido.

Luis Cernuda

PRÓLOGO

¿Quién no ha visto en mil ocasiones la imagen de un escritor rodeado de bolas de papel arrugado? ¿O, más recientemente, el mismo escritor mirando la pantalla de su ordenador con la mente en blanco? Sin embargo, yo diría que las tribulaciones con las que aflige la escritura a quienes todavía están en proceso de aprendizaje son mayores. Y lo demostraré citando varios episodios.

En uno de mis cuentos yo narraba cómo un hombre harapiento —con aspecto de toxicómano— irrumpía en una herboristería, llena de alimentos «bio-eco» carísimos y de clientes saludables (aparentemente dispuestos a dejarse medio sueldo con tal de protegerse y proteger el planeta). En cuanto entró, ya se palpaba en la tienda una tremenda aprensión, por las miradas y por una especie de cacareo en sordina. Escribí el cuento porque había presenciado esa escena y me pareció muy chocante.

—¿Cuál es el problema en esta escena? —preguntó mi profesora de Narrativa.

Nadie supo contestar.

—Que no existe un narrador —nos instruyó ella.

Era totalmente cierto. Pero años más tarde insistí —soy bastante tozuda— con la presentación de la misma historia revisada. En esa ocasión, la profesora de turno comentó:

—De todos los lugares en que se puede situar una escena, una herboristería me parece el más soporífero, con diferencia. ¿Por qué no elegiste una sex-shop, por ejemplo?

Sin duda una sex-shop es un sitio más interesante, pensé, pero el contraste entre los personajes «ortoréxicos»y el del drogadicto no habría sido posible. Aunque, bien visto, en la sex-shop podría haber colocado algún obseso del bronceado que se horrorizase por la palidez de mi pobre heroinómano.

Al comienzo de otro curso, la tutora —una tercera—, haciendo muestra de un estilo pedagógico y de coaching peculiar, sometió a un compañero a un juicio sumarísimo (o así lo sentía yo) cuando planteóa la curia:

—Que levante la mano quien crea que este pasaje le aporta algo.

Nos miramos entre nosotros y, obviamente, cruzamos los brazos. He de admitir que aquel pasaje me aportaba poco. Pero nuestra cobardía hizo que el reo se pasase el resto de la sesión removiéndose en la silla, como si estuviese planteándose salir por la puerta del aula para nunca más volver. Supongo que el hecho de que acababa de ingresar un dineral por la matrícula pesó bastante a la hora de regresar a la clase siguiente.

El día de la evaluación final, otra alumna pidió sinceridad a nuestro profesor de aquel año sobre su estilo literario (¿cómo se te ocurrió hacer eso, XY?), y él la derrochó: «Bueno, con ese texto desde luego que no vas a ganar el Premio Planeta». Hay que reconocer que el hombre fue honesto.

Y a pesar de esas lecciones ásperas, durante aquellos años de formación en la escritura aprendimos mucho.

Yo aprendí que a menudo nos falta empatía con un personaje que nosotros mismos hemos creado. Vi, incluso, cómo algún compañero devaluaba a su protagonista, encasillándolo en un estereotipo porque aspiraba a vender una serie. Comprendí que un escritor necesita un buen feedback, o en caso contrario es capaz de narrar lo más inverosímil: los avatares de un hombre lobo escuchimizado y perdedor o los de una aristócrata que abandona todos sus privilegios para militar en una ONG.

Y lo mejor de esos cursos era que semana a semana crecían nuestros vínculos afectivos. Los compañeros de desdicha en los talleres de escritura nos señalábamos las incoherencias en nuestros textos, las imprecisiones de vocabulario. Nos animábamos mutuamente a seguir intentándolo y expresábamos nuestra emoción cuando los escritos nos tocaban la fibra (perdón por utilizar una de esas frases manidas que están absolutamente prohibidas en el mundillo).

Pude ver a una niña de dieciocho años inventar diálogos de una viveza admirable, a un jubilado enamorado por completo de su protagonista, a una muchacha escribir como los ángeles en una lengua que no era la suya.

Pero, de esa etapa que he descrito, mi experiencia más apasionante ha consistido en sentir que docenas de alumnos, profesores y escritores amaban las historias por encima de todo. Como yo. Como vosotros. Porque, en definitiva, las historias no son otra cosa que trocitos de vida.

1

Septiembre de 2016

A mi izquierda, uno de los sillones —tapizados en gris— se había quedado vacío. En el siguiente estaba ella sentada. Llevaba un top naranja ajustado de tirantes que le resaltaba el hoyito de la clavícula. Tenía la piel de un color indescriptible, un moreno que no había visto nunca. ¿Era latinoamericana? De repente, antes de que pudiese fijarme en su rostro, ella se agachó para sacar algo del bolso y un mechón se lo cubrió. Cogió un Smint. El cabello, negro como el mar en la noche, le brillaba bajo la luz cenital de la sala de actos. Respiré hondo y me alcanzósu perfume afrutado. Tal vez era tan catalana como yo, pero probablemente sería una Erasmus, y destacaba más que ninguno deellos entre las docenas de voluntarios que el decanato había solicitado para hacerles de guía.

Volví a hojear los trípticos que nos habían repartido, horarios, aulas, planos, calendarios, entonces unos cuantos aplausos me sacaron de mis cavilaciones. El secretario, de pie al lado de la enorme pantalla, había clausurado el acto de acogida y desconectaba el micrófono inalámbrico. Uno de los conserjes abría las puertas.

—Would you like to be my guide?1 —Alcé la vista. Ella sonreía. No me lo podía creer. La fabulosa morena de dos asientos más allá estaba de pie a mi lado pidiéndome ayuda.

—Sure.2 —Me incorporé y le pregunté de dónde era.

Inglesa, dijo. ¿Inglesa, cómo?, y de inmediato temí que fuera a estropearlo todo con mi cara de descoloque. Ella se rio y aclaró que era angloíndia, que estudiaba arquitectura y que se moría de sed.

Los alumnos ya se dirigían en pequeños grupos al bar del rectorado, una sala minimalista con un porche, donde se había dispuesto una especie de cóctel de bienvenida que el presupuesto había encogido hasta reducirlo a un pica-pica.Me dijo que se llamaba Sameentha, y la acompañé a la única mesita que había quedado desocupada en un rincón.Conseguí un taburete y, al arrimárselo, rocé su falda de algodón. No había más asientos, así que yo permanecí de pie. Me vino bien para apoyar los codos en la mesa y tenerla más cerca.

Le expliqué que estudiaba Informática, que estaba muy interesado en el software social. Sameentha asentía distraída a la vez que depositaba bolitas de wasabi sobre una lengua jugosa y rosada. Mientras charlábamos, me sumergí en aquellos ojos enormes y profundos. Ella bebió un sorbo de cerveza y no se dio cuenta de que le había dejado un hilo de espuma blanca en el labio superior. Entonces noté una especie de cosquilleo bajo los vaquerosy le ofrecí una servilleta, como para disimularlo. Estaba fatal, supuse que eran efectos secundarios de la abstinencia.

Sam —su nombre corto para los amigos, porque le gustaba su ambigüedad— dijo que le encantabapoder tomar un aperitivo al aire libre rodeada de pinos. Y le contesté que, a esas alturas del verano, yo daría lo que fuese por una semana nublada y lluviosa en Irlanda, aunque fuera asistiendo aun cursillo de inglés.

Cuando calculé que no resultaría demasiado invasivo, me ofrecí a echarle una mano para buscar habitación en Barcelona, no podía perderle el rastro. Pero Sameentha ya estaba instalada.

—Esta semana son las fiestas de la Mercè. ¿Te apetece ir esta tarde a un concierto de rock? También hay actuaciones de danza de Bollywood. —¿Cómo podía ser tan patético? Sin embargo, ella volvió a reír, tenía una voz clara, ni aguda ni grave.

—No, mejor el concierto. ¿Dónde podemos quedar?

—¿En la plaza del Rey? Puedes acceder por la Rambla, ¿sabes dónde es? ¿Qué tal alas ocho?

—Eight is ok with me.3 Después podríamos ir a tomar algo por el centro, es mi primera estancia en tu ciudad y no conozco casi nada.

Sam me pidió que nos sentásemos un ratito en el césped y a mí la sola idea de tumbarme al sol abrasador del mediodía me dio un sofocón. A cambio, si alargaba el encuentro hastala tarde, tal vez evitaría que le saliese otra movida.

Se apoyó con los antebrazos a su espalda, se quitó las sandalias y cerró los párpados como si quisiera absorber toda la energía del sol. Yo la recorría de arriba abajo sin decir palabra cuando un aspersor se puso en marcha y nos hizo saltar de allí entrerisotadas.

Antes de separarnos,me pasó su número de móvil y le hice una perdida. Luego —por no abusar de la confianza— le tendí la mano. Sameentha tiró de ella y se puso de puntillas para acercárseme a la mejilla. Las estiradas son las inglesas, me dijo, y soltó una carcajada fresca. Yo prefiero la costumbre francesa de dar tres besos. Después me devolvió la mano, se dio media vuelta y se encaminó a la estación.

Era canela. Su perfume llevaba canelay se lo ponía tras el lóbulo de la oreja.

1 ¿Te gustaría ser mi guía?

2 Claro.

3 Las ocho está bien.

2

La Mercè resultó ser un festival similar a The Fringe, pero repartido porlos barrios de la ciudad, y el correfoc,4sobre todo, había estado genial. Me habíadivertido bastantecon aquellos monstruos de escamas, largas colas y tridentes dispersos entre la multitud. Lo que me sorprendió fue que los padres se portasen de una forma tan irresponsable, exponiendo a sus hijos a esos chorros de chispas que manaban de diablos y dragones a mansalva y se vertían por todas partes.

Pablo y yo habíamos ido de tapas, a performances y comenzábamos a planear cosas juntos, porque la verdad es que teníamos muy buen rollo. Además, cuando nos encontrábamos con algún compañero suyo de la UAB o del equipo de baloncesto, todos se quedaban boquiabiertos. Que quién era aquel «bellezón», le preguntaban, that beauty, me traducía él, y que dónde me había conocido. Así que me estaban cayendo bienlos españoles, ya te lo imaginas, ¿no, Darcy?

El lunes había amanecido con una brisa que iluminaba las hojas de los árboles,deesas que nos reconcilian con la gran ciudad, como diría el cursi de Rajesh en Big Bang Theory. Pablo y yo habíamos quedado en que no asistiríamos a nuestras respectivasclases y que pasaríamos el día en el Tibidabo; desde pequeña me habían encandilado las atracciones.

Aunque insistimos en ser puntuales, a las diez, Pablo llegaba con retraso. Pablo era olvidadizo y despistado, pero estaba como un pan –estaba buenísimo, con esas espaldas tan anchas y sus ojos azules–. Yo me había encendido ya el tercer Marlboro Gold apoyada en una farola cuando oí un claxon yel morro de ese Clio azul tan cutre que tenía asomó por la esquina. Paró en segunda fila y me abrió mi puerta desde dentro.

—Perdona, Sam. He estado pateándome medio barrio deGracia intentando recordar dónde había aparcado. Hasta que he descubierto el coche bajo un dedo de polvo y encajonado entre unbicitaxi y un cuatro por cuatro.

Me había dado un toque de khol en los párpados; sin embargo, donde se le derritió la mirada fue sobre mi escote. Una elección inteligente el vestido de flores, ahora que tenía el pecho bronceado, porque, en toda la semana, a lo único que Pablo se había atrevido era a ofrecerme las manos cuando nos encontrábamos. Quizá los tíos aquí eran menos lanzados. Es igual, me deseaba desde el minuto en que me acerqué a él en el salón de actos, yo lo sabía. Sabía que lo imantaba.

Pablo se había puesto espuma fijadora en el flequillo y tenía un aire a David Beckham. How cute!5

El coche renqueaba cada vez que él cambiaba de marcha camino del parque de atracciones, cuando atravesamos el puente de Vallcarca.En el ascenso, vi una torre que no salía en las guías.

—¿Se puede visitar aquella torre? No es que sea el Sky Tree de Tokio, pero no está mal. ¿Has subido alSky Tree? «Total state-of-the art». Nunca he visto una vista panorámica de Barcelona. —Pablo no me respondía, así que le eché el humo en el oído lentamente y me sonrió. —Que preguntaba por esa torre, me parece curiosa.Let’s go cotch up there.6

—¿La torre de Collserola? Sí, claro. —Dio la impresión de que no le entusiasmaba el plan, como si hubiese estado contando con subir a una atracción de terror para achucharme en la oscuridad, en plan adolescente. —Vamos allá. Ya regresamos después al Tibidabo y nos pillamos un perrito o lo que sea.

Era relativamente temprano para un día laborable, y pudimos aparcar fácilmente. Los arbustos de tomillo desprendían un suave aroma. Casi no había turistas en la entrada. En la cola de la taquilla, delante de nosotros, solo una especie de comercial, como eslavo, que tenía pinta de estar aprovechando las horas previas a su vuelo y que apretaba su maletín contra el pecho.

Entró en el ascensor con nosotros, y entonces me arrebató un deseo incontrolablede jugar. Deslicé la mano bajo la camisa de Pablo y caminé sobre la piel de su espalda con la punta de los dedos, que se me impregnaron de un ligero sudor. Pablo no se lo esperaba y aún menos en presencia de «Maletín». What a laugh.7Mientras arrastraba mis dos uñas por su columna hacia abajo, élse puso tan nervioso que miraba la botonera con impaciencia y enmudeció por completo hasta que se abrieron las puertas. Al salir no pude aguantarme la risa.

Había una vista impresionante desde el mirador, tendrías que subir allí, tía, y más aún con la adrenalina de verse los pies flotando en el vacío porque el suelo es de cristal. La montaña, el hervidero de la ciudad, las torres olímpicas, magnificent.8 En cuanto tocamos la barandilla, reposé la cabeza sobre el hombro de Pablo. Llevaba una marca de desodorante que yo no conocía, pero que me volvía loca, así que le sujeté el cinturón y fingí estar arreglándole la cremallera del pantalón.

—Vaya, estaba empezando a pensar que esto no te pasaba a ti. —El turista eslavo volvía la cara, aún más enrojecida, en nuestra dirección. Dios, sentí que mi descaro excitaba a Pablo como nadie. Me besó despacio, saboreando mi paladar, y no pudo guardar la compostura un segundo más.

—You’re making me lose my mind, Sam9—me susurró, con su aliento sobre mis cabellos.

Se me había erizado el vello.

—Tú a mí también. You’re gorgeous,10 Pablo, a pesar de que lleves bóxers. ¿Eso qué es, alguna costumbre franquista o algo así?

—¿Vamos a tu piso?

—Es que me apetece un montón ir al parque de atracciones.

Hizo un gesto de desilusión. Tenía que apaciguarlo.

—Tranquilo. No corras tanto, big man.11

4 Correfuego.

5 ¡Qué mono!

6 Vamos a descansar ahí arriba.

7 ¡Qué risa!

8 Espectacular.

9 Me estás haciendo perder la cabeza, Sam.

10 Eres guapísimo.

11 Hombretón.

3

La visita de las 9.25 al traumatólogo había ido puntual y sin problemas. Pablo y yo habíamos optado por acudir en metro para no coincidir con los embotellamientos a la puerta de los colegios. Hacía unos minutos que el médico, un tipo carismático que se movía por la consulta de aquí para allá (con la correa de los pantalones sosteniendo más bien la tripa), le acababa de dar el alta del esguince que se hizo en la muñeca en el último partido de baloncesto anterior a las vacaciones.

Recuerdo que le entregaron el informe en recepción y, de camino a la línea verde, me di cuenta de que me había dejado las gafas de sol en la sala de espera de la clínica. Pablo se ofreció a regresar y recogerlas por mí y, mientras lo esperaba, contemplé mi sonrisa en un escaparate. Estaba contenta de haber podido acompañar a mi hijo. Ahora ya no tenía más oportunidades de salir con él que las consultas médicas, y únicamente porque le garantizaba que le conseguiría un trato más riguroso por parte de mis colegas de profesión y que nos colarían en las salas de espera.

Antes de entrar a la estación de metro, nos concedimos un cuarto de hora para almorzar en una de esas nuevas cadenas de pastelería que ya plagaban Barcelona. Unos bikinis —para mí vegetal— y un café —para mí cortadito. El solo humillo del café ya me revivía y, aun así, cuando estábamos pagando, Pablo me señaló mis gafas olvidadas sobre la mesa. Lo mío no era despiste, estaba en la luna de Valencia.

Me resultó chocante que el metro fuese tan vacío, solo cuatro personas mayores con apariencia de jubilados y algún ama de casa. Pocas veces lo cogía en medio de la mañana. La mayor ventaja fue que ese desahogo nos permitía sentarnos el uno al lado del otro y continuar nuestra conversación.

Busqué algún tema para exprimir los últimos minutos, porque pronto llegaríamos a la parada de Fontana. Después él iría hacia casa y se encerraría en su cuarto a organizar sus apuntes, y yo bajaría en Drassanes para recuperar esas horas de permiso en mi larga jornada como médico de cabecera en el CAP. Le hacía comentarios, pero mecostaba llamar su atención, porque Pablo estaba ensimismado deslizando el pulgar por la pantalla del móvil o bien escribiendo algo a toda velocidad. Estos jóvenes vivían con la lengua fuera. Me volví a rociar la blusa con mi difusor de agua de colonia, el aire acondicionado en el interior de los vagones no debía defuncionar.

—Pablo, vas a criar chepa, de tanto Twitter.

—A ver, mamá, reconóceme que le das más tú al espray que yo al móvil, lo mismo que la abuela, venga perfumarte, mira que sois presumidas.

Oye, ¿vais este fin de semana al apartamento de la playa?

—No creo, tenemos teatro el domingo. ¿Por qué?

Fue entonces cuando Pablo me sorprendió con aquel plan por completo novedoso en él.

—Bueno, es que quería ir a hacer windsurf con una compañera.

—¿Compañera? —Recalqué las dos últimas sílabas, sonreí y le dirigí una mirada cómplice esquivando la montura de las gafas.

Ahora me explicaba la hartada de sesiones de pesas que se estaba pegando todas las noches sobre la alfombra del salón. Pablo tardó unos segundos en armar una frase.

—En realidad Sam es una estudiante nueva de un programa parecido al Erasmus, que conocí en el acto de acogida.

—Erasmus-Orgasmus. Muy intrigante. ¿De dónde es?

—Venga, no te pases, mamá. Es de Londres. Y llevamos unas semanas viéndonos. Pero nada más, no empieces a montarte películas, ¿eh? ¿Está libre el apartamento o no?

Llegué a tiempo de morderme la lengua, de reprimir el chaparrón de preguntas que me inundó la cabeza.Poco a poco iba renunciando a controlar todas las situaciones: sabía que ese era el precio a pagar para que mi hijo se soltara un poquito.

—Claro que está libre. Siempre lo está para Nina y para ti, qué ocurrencia, Pablo, hijo. Consúltaselo a ella. Ya sabes que el único requisito es dejarlo todo arreglado, ¿ok?

Por más que me estaba haciendo la madre sorprendida y respetuosa sin más, era muy posible que Pablo intuyese que, en el fondo, estaba bailando en un pie. La duda de si mi hijo aún podría ser virgen, con veinte años, llevaba meses corroyéndome, porque a menudo seguía relacionándose con torpeza con las chicas. Y eso, en un muchacho joven (que además había participado en mil actividades desde que era un crío) yo lo interpretaba como un signo bastante inequívoco de que no se había estrenado todavía.

Si razonaba detenidamente —hasta donde yo sabía—, Pablo solo había salido unas semanas con Aina, su compañera de Bachillerato, rellenita y con un pelazo divino de rizos castaños. Aquello acabó cuando ella le dijo, de improviso, que cortaba con él porque se divertía más con sus amigos. Y precisamente esaevasiva que Aina le dio a mi hijo era uno de los indicios que me reafirmaban en mi deducción de que su relación no había pasado de un pasatiempo infantil. Pobre Pablo. Por otra parte, del asunto de su virginidad, si tomaba en consideración las circunstancias en que conocí a Aina, también cabía perfectamente la posibilidad de que yo estuviese equivocada: la muchacha apareció descalza en medio de mi propio salón una temprana mañana de domingo. Afortunadamente vestida.

Lástima, Aina me caía bien, era una niña aplicada, dulce y atenta. Y a Pablo le marcó mucho su rechazo: «Me voy a meter en Informática, mamá. Con las Mates sí que sabes a qué atenerte y no con las mujeres». Sin embargo, desde otra perspectiva y a toro pasado, quizá la lógica podía ser justamente la contraria: como la afinidad con Aina no le garantizó nada, ahora Pablo daba lo que para él era casi un salto al vacío y salía con una extranjera.

Anunciaron la siguiente estación por megafonía. Pablo se levantó para bajar del vagón y me besó, o fui yo quien lo besóy él me puso la mejilla y yo le sonreí. «Nos vemos luego». Me quedaban unas cuantas paradas. A ver qué sucedía esta vez con Sam. Una británica. Una rubia platino con la cara llena de pecas y la piel lechosa. Era simpático.

4

19/10/2016

Sé la fecha porque era la final.

La trenza le colgaba hasta media espalda. Sameentha estaba preciosa aquella noche. Toqué la corneta desde el descansillo antes de llamar al timbre. Menudo susto les daríamos a mis vecinos. Mi padre solía decir que los barceloneses éramos gente discreta, aunque en mi opinión algunos eran bastante muermos.

Esa era la noche de las presentaciones y mi madre se había esmerado en preparar un menú que asombrase a Sam: patatas de Olot, confit de pato con ciruelas, y creo que bacalao con muselina de ajo para los «pescetarianos», en realidad solo ella misma. Para beber, un Rioja. Mis padres no sabían que la familia de Sam tenía un buen nivel económico, pero sí que el vino en el Reino Unido les parecía invariablemente una delicatesen.

Cuando abrió la puerta, mi madre se quedó mirando mi gorro de lana rojo del Manchester United y la vista se le clavó en la bufanda roja con rayas blancas y negras que Sam llevaba todavía enrollada al cuello. Veníamos del partido de la Champions. Vi que mi madre se esforzaba en resetear su mente para borrar urgentemente la imagen de la inglesa pelirroja y blanquita.

—Esta es Sameentha, mamá. Mi madre, Emma. —Por un instante me divirtió ver cómo se debatía entre la confusión y su inglés oxidado.

—Pleased… Pleased to… Nice to meet you12 —consiguió articular, finalmente.

Cuando había superado ese primer trago, me dirigió una mirada cómplice que inmediatamente me hizo ruborizarme. Yo no me había arriesgado a mencionar el detalle del origen indio de Sam, ni siquiera para evitar malentendidos.

Nina me gritó desde el umbral del salón, al otro extremo del pasillo.

—Eso que llevas en la cabeza, ¿lo has birlado? ¿Es para que no se te escapen las ideas? Porque te pones unas gafotas y talmente Wally, ¿eh?

—Tú déjate de coñas, Gordi.

—Sam, te voy a presentar a mi hija, Nina —dijo mi madre al aproximarnos a mi hermana, como si le estuviese hablando a una aristócrata.

Sam asintió con una sonrisa y tuve la sensación de que mi hermana la encontraba más guapa que a las inglesas paliduchas. Yo sí, desde luego. A mí me tenía colgadísimo. En cuanto a mi madre, conociéndola, seguro que ya estaba preocupándose por los problemas que causaba el bagaje cultural en las parejas mixtas y bla bla bla. Fijo.

—Y aquí está Lucas. —Mi padre estuvo balanceándose unos segundos adelante y atrás hasta que por fin sacó la mano del bolsillo y se la tendió a Sam, titubeante.

—Bueno, ¿pero entonces quién ha ganado el partido?

—El Barça, porque tenéis a Messi, claro —bromeó Sameentha, y lo miró de soslayo con los ojos chispeando. —Noté que mi madre se alegraba de que no fuese tímida, y que ya había pasado a la segunda fase: apurarse por si Sam se habría criado en una familia de mentalidad abierta.

En cuanto empezó la cena, me tranquilizó ver cómo todos escuchaban a Sam boquiabiertos. Mis padres en cierto modo se acomplejaban ante cualquiera que enlazase dos frases en inglés, y a Nina parecía que le desconcertaba su acento porque no rodaba la erre —con la aspereza que había oído hacerlo a los angloíndios en la tele. Todavía no habían caído en la cuenta de que ella pertenecía ya a la segunda generación de emigrados de las colonias. Y Sam, consciente de la admiración que despertaba y por corresponder, se pasó la comida halagando la habilidad culinaria de mis padres.

Mi padre se lo agradeció y cambió el rumbo de la conversación.Se mostró interesado por los efectos de la crisis económica en el negocio de creación y distribución de software de sus padres, pero ella solo asentía y removía distraída las ciruelas, así que él retomó el asunto del futbol.

—Entonces, Sam, ¿ya sabes que en el partido de vuelta el Barça os acabará de machacar? ¿A ti te gusta el futbol o simplemente eres patriota? —preguntó sin mirarla y se concentró en pinchar un trocito de carne para compensar su atrevimiento.

—¡Qué va! Yo pienso que el patriotismo está pasado de moda. Yo me considero ciudadana del mundo. —El desparpajo de Sam me fascinaba, se expresaba con idéntica soltura cuando hablaba con gente joven y con personas mayores. —Pero el United es otra historia. Esperad a que Guardiola se haga al equipo y veréis.

—Para de darle la vara con el futbol, papá —le rogó mi hermana, que nos observaba sumida en un mutismo inusual. —No seas muermo.

—Ahí, ahí, a Sam hay que engancharla al baloncesto, que yo soy de La Peña y ella nunca ha visto un partido, ni de la olimpiada de Rio, ¿eh Sam?

—That would be a no-go, honey.13

—Por cierto, tenéis un salón superacogedor, Emma —dijo Sam secándose la comisura de los labios.

—¿Tú crees? Gracias, maja.

—Absolutely!14