0,99 €
Tal vez los rasgos más acentuados del estilo literario de Honoré de Balzac sean la grandilocuencia y la inspiración. Su estilo romántico y ampuloso parece ser fruto de la improvisación , pero lo cierto es que no es así en absoluto. Balzac nos recrea en un inicio el universo en el que se va a desarrollar su narración, de igual modo en ésta como en el resto de sus novelas de La Comedia Humana. No deja ningún detalle al azar , todos los elementos que entran en juego desde un inicio van a tener una importancia suprema más tarde. En este caso , el protagonismo de la novela pesa sobre las espaldas de un joven ambicioso de gran fuerza mental , capaz de acciones sobrehumanas. Es este el típico personaje balzaquiano, un ser siempre en movimiento y en tensión, ya que en el universo literario de Balzac el reposo es la muerte.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2021
Honoré de Balzac
LOS PEQUEÑOS BURGUESES
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 979-12-5971-104-5
Greenbooks editore
Edición digital
Enero 2021
www.greenbooks-editore.com
LOS PEQUEÑOS BURGUESES
La calle del Torniquete de San Juan, cuya descripción pudo parecer fatigante en su tiempo —al principio del estudio titulado Una familia doble (ver las Escenas de la vida privada)—, ese ingenuo detalle del viejo París, sólo tiene hoy esa existencia tipográfica. Para construir la Casa Ayuntamiento tal como se encuentra hoy se destruyó todo un barrio.
En 1830, los transeúntes podían aún ver el torniquete pintado en la muestra de un vinatero; pero esa casa fue derruida más tarde. Recordar este servicio no significa anunciar otro del mismo género. ¡Desgraciadamente el viejo París desaparece con espantosa rapidez! Aquí y allá quedarán, ora un tipo de casa medieval, como la que fue descrita al comienzo de El gato que juega a la pelota, y de la que hoy subsisten uno o dos ejemplares; ora la casa que habitaba el juez Popinot, en la calle Fouarre, espécimen de la vieja burguesía. Aquí los restos de la casa de Fulbert; allá las orillas del Sena, construidas bajo Carlos IX. Nueva Old mortality, ¿por qué no ha de salvar el historiador de la sociedad francesa estas curiosas expresiones del pasado, imitando al viejo de Walter Scott, que reparaba las tumbas? Ciertamente, de diez años a esta parte, los gritos de la literatura no han sido vanos: el arte comienza a cubrir con sus flores las innobles fachadas de esas que llaman en París maisons de produit, y a las que Víctor Hugo compara burlonamente con cómodas.
Anotemos aquí que la creación de la Comisión municipal del ornamento, de Milán, que cuida la arquitectura de las fachadas, a la cual todo propietario tiene obligación de someter sus planos, data del siglo XII. Y ¿quién no ha comprobado en esta bella capital el efecto del patriotismo de burgueses y nobles, al admirar sus edificios llenos de carácter y originalidad? La odiosa especulación, desenfrenada, que de año en año estrecha los pisos, construye una casa en el espacio que ocupaba un salón y suprime los jardines, influirá un día en las costumbres de París. Pronto las gentes se verán obligadas a vivir más en las calles que en sus casas. La santa vida privada, la libertad del hogar,
¿dónde puede encontrarse? Desde cincuenta mil francos de renta en adelante. Y aún son pocos los millonarios que se permiten el lujo de un hotelito con un patio a la calle, protegido de la curiosidad pública por un jardín.
Al nivelar las fortunas, la ley del Código que rige las herencias produjo esos falansterios de piedra que alojan a treinta familias y dan cien mil francos de renta. Así, dentro de cincuenta años serán contadas en París las casas semejantes a aquella donde habitaba la familia Thuillier en el momento que comienza esta historia; casa verdaderamente curiosa y que merece los honores de una exacta descripción, aunque no sea más que para comparar la burguesía de antaño a la burguesía de hoy.
La situación y el aspecto de la casa, marco de este cuadro de costumbres, tienen, además, un perfume de pequeña burguesía que atraerá o repelerá la
atención de acuerdo con las costumbres de cada uno.
Comencemos diciendo que la mansión Thuillier no pertenecía al señor ni a la señora de este nombre. Pertenecía a la señorita Thuillier, hermana mayor del señor Thuillier.
Esta casa, adquirida en los seis primeros meses que siguieron a la revolución de 1830 por María Juana Brigitte Thuillier, está situada hacia el centro de la calle Saint-Dominique-d’Enfer, a la derecha entrando por la calle del Enfer, de manera que la parte del edificio habitada por los Thuillier es la situada al mediodía.
El movimiento progresivo que lleva a la población parisiense a establecerse en lo alto de la orilla derecha del Sena, abandonando la orilla izquierda, perjudicaba desde hacía bastante tiempo la venta de propiedades en el barrio llamado Latino, cuando causas que se deducirán del carácter y las costumbres del señor Thuillier decidieron a su hermana a adquirir un inmueble: por el precio mínimo de cuarenta y seis mil francos adquirió este; los gastos menores alcanzaron la cifra de seis mil, lo que hace un total de cincuenta y dos mil francos. Una sintética descripción de la propiedad y los resultados obtenidos por el señor Thuillier explicarán por qué en julio de 1830 se elevaron tantas fortunas mientras tantas otras se derrumbaban.
A la calle, la casa presentaba una de esas fachadas de cantería revocada con yeso, ondeada por el tiempo y rayada por la paleta del albañil para imitar la piedra tallada. Este tipo de fachada es tan común en París y tan feo, que la Alcaldía debería ofrecer ventajas a los propietarios que construyan con piedra y esculpan las fachadas. Este frente grisáceo, con siete ventanas, constaba de tres pisos y terminaba en buhardillas cubiertas de tejas. La puerta cochera, gruesa, sólida, indicaba por su tipo y estilo que la casa había sido construida bajo el Imperio, aprovechando una parte del patio de una vasta y antigua mansión, de la época en que el barrio del Enfer gozaba de cierto favor.
A un lado se encontraba la habitación del portero, al otro la escalera principal del edificio. Dos construcciones, situadas junto a las casas vecinas, sirvieron en otro tiempo de cochera, caballerizas, cocinas y retretes de la casa del fondo; pero desde 1830 fueron convertidas en almacenes.
El ala derecha estaba ocupada por un comerciante de papel al por mayor, llamado Metivier, sobrino; el ala izquierda por un librero apellidado Barbet. Las oficinas de ambos negociantes ocupaban la parte alta de sus respectivos almacenes, habitando el librero en el primer piso y el papelero en el segundo de la casa que daba frente a la calle. Metivier, mucho más comisionista en papelería que papelero, y Barbet, mucho más prestamista que librero, tenían vastos almacenes, el uno para guardar las partidas de papel compradas a fabricantes necesitados, y el otro, las ediciones de obras dadas como garantía
de sus préstamos.
El tiburón de la librería y el sollo de la papelería vivían, en buena inteligencia, y sus operaciones, desprovistas del movimiento que exige el comercio al detalle, traían pocos carruajes a aquel patio, habitualmente tan desierto, que el portero arrancaba la hierba de entre las losas. Barbet y Metivier están aquí apenas en categoría de comparsas. La exactitud en el pago de los alquileres los clasificaba entre los buenos inquilinos, y a los ojos de la sociedad de los Thuillier pasaban por muy honorables personas.
El tercer piso estaba dividido en dos departamentos, uno ocupado por el señor Dutocq, escribano en la justicia de Paz, antiguo empleado retirado y visitante asiduo del salón Thuillier; el otro por el héroe de esta escena. Por tanto, hay que contentarse por el momento con conocer el precio de su alquiler: setecientos francos, y la posición que ocupara, en el centro de la plaza, tres años antes de que se levante el telón sobre este drama doméstico.
El escribano ocupaba el mayor de los dos departamentos del tercer piso; tenía a su servicio una cocinera y pagaba mil francos de alquiler. Dos años después de su adquisición, la señorita Thuillier recibía siete mil doscientos francos de una casa a la que el anterior propietario había restaurado y colocado persianas y vidrieras sin conseguir venderla ni alquilarla, y los Thuillier, cómodamente instalados, disfrutaban de uno de los más bellos jardines del barrio, cuyos árboles daban sombra a la desierta callejuela de Santa Catalina.
Esta casa, situada entre el patio y el jardín, parece haber sido obra del capricho de un burgués enriquecido bajo Luis XIV, de un presidente del Parlamento o bien la vivienda de un tranquilo sabio. En su hermosa piedra de talla, estropeada por el tiempo, hay un cierto aire de grandeza luiscatorcesca (permitidme este barbarismo); los soportes de la fachada imitan columnas; las paredes de ladrillos rojos recuerdan el costado de las caballerizas del castillo de Versalles; las ventanas con arcos se ornan con mascarones en la llave del marco y bajo el poyo. En fin, la puerta, de pequeños cristales en la parte superior, a través de los cuales se percibe el jardín, es de ese estilo honesto y sin énfasis que se empleó a menudo para los pabellones de porteros en los castillos reales.
Pudiera ese pabellón ser el resto de algún gran hotel, pero consultados los antiguos planos de París no se ha encontrado nada que confirmase esta conjetura; los títulos de propiedad de la señorita Thuiltier dan por propietario, bajo Luis XIV, a Petitot, el célebre pintor de esmaltes, quien a su vez tenía por antecesor en la propiedad al presidente Lecamus. Es posible que el presidente viviese en este pabellón mientras se construía su famoso hotel de la calle de Thorigny.
La toga y el arte han pasado por el pabellón. Pero también… ¡de qué gran
unión de necesidades y placeres surgió el interior! A la derecha, en una sala cuadrada que hace de antecámara, se encuentra una escalera de piedra, bajo la cual está la puerta de la bodega (a la izquierda se hallan las puertas de un salón), con dos ventanas que dan al jardín y un comedor al patio. Este comedor comunica por un lado con una cocina unida a los almacenes Barbet. Detrás de la escalera, por la parte del jardín, se extiende un magnífico gabinete largo, con dos ventanas. El primero y el segundo pisos hacen dos departamentos completos, y las claraboyas abiertas junto al techo dan luz a las habitaciones para los criados. Una magnífica estufa adorna la vasta antecámara y las dos ventanas la iluminan. Esta pieza, enlosada en mármol blanco y negro, se distingue por un cielo raso de grandes vigas, en otro tiempo pintadas y decoradas, pero que, sin duda bajo el Imperio, fueron cubiertas con una capa uniforme de pintura blanca. Frente a la estufa hay una fuente, de mármol rojo. Las tres puertas del gabinete, del salón y del comedor ostentan sendos marcos ovalados en su parte superior, cuyas pinturas esperan una restauración más que necesaria. Las maderas son pesadas, pero los adornos no carecen de mérito. El salón recuerda el gran siglo, por su chimenea en mármol de Languedoc, el cielo raso, adornado en los ángulos, y la forma de las ventanas. El comedor, que comunica con el salón por una puerta de dos hojas, está enlosado de piedra; sus maderas son de roble, sin pinturas, y el atroz papel moderno reemplaza en él a las tapicerías de antaño. El cielo raso, de nogal, a grandes cuadros, no ha sido profanado. En el gabinete, modernizado por Thuillier, se dan cita todas las discordancias. El oro y el blanco de las molduras del salón envejecieron tanto que hoy sólo quedan unas líneas rojas en el lugar del oro, y el blanco, amarilleado, se descascara. Nunca la frase latina Otium cum dignitate tuvo más bello comentario a los ojos de un poeta que esta noble habitación. Los herrajes del pasamanos de la escalera son de un carácter digno del magistrado y del artista, pero en cambio, para encontrar hoy los restos de los balcones, finamente trabajados, son necesarios los ojos de un observador poeta. Los Thuillier y sus antecesores han deshonrado frecuentemente esta joya de alta burguesía con las costumbres y las invenciones de la pequeña burguesía. Sillas de crín en nogal oscuro; una mesa de caoba con su hule; aparadores de caoba; un tapiz de ocasión sobre la mesa; lámparas de metal brillante; los execrables grabados a la manera negra y cortinas de indiana con galones rojos, ¡en este comedor, donde celebraron sus fiestas los amigos del pintor Petitot!… ¿Comprenderéis el efecto que hacen en el salón los retratos del señor, la señora y la señorita Thuillier, ejecutados por Pierre Grasson, el pintor de los burgueses; las mesas de juego que cuentan veinte años de servicio; las consolas, del tiempo del Imperio; una mesa de té, que soporta una gran lira; un mueble de mala caoba, adornado con terciopelo pintado sobre fondo chocolate; en la chimenea, un reloj, que representa a la Belona del Imperio; candelabros de columnas acanaladas; cortinas de damasco
de lana y de muselina bordada, recogidas con embraces de cobre estampado?
… En el suelo se extiende un tapiz de ocasión. En la bella antecámara, oblonga, hay banquetas de terciopelo, y las paredes, de madera esculpida, se ocultan tras los armarios de diversas épocas, procedentes de todos los departamentos anteriormente ocupados por los Thuillier. Una tabla cubre la fuente, y sobre ella luce una lámpara humeante, que data de 1815. En fin, el miedo, esta odiosa divinidad, ha hecho adoptar, por los costados del jardín y el patio, puertas dobles, provistas de láminas de hierro que se repliegan contra el muro durante el día y se cierran por la noche.
Es fácil de explicar la deplorable profanación ejercida sobre este monumento de la vida privada del siglo XVII por la vida privada del XIX. Tal vez, en el comienzo del Consulado, un maestro de obras que adquiriera el pequeño hotel concibió la idea de sacar partido al terreno que daba a la calle, y probablemente derruyó la hermosa puerta cochera, flanqueada por pequeños pabellones, que completaban el bello sejour, para emplear una palabra de la vieja lengua, y la industria del propietario parisiense impuso su marchitez en la frente de esta elegancia, igual que el periódico y sus prensas, la fábrica y sus depósitos, el comercio y sus tiendas reemplazan a la aristocracia, la vieja burguesía, la finanza y la toga donde estas hicieron brillar su esplendor. ¡Qué curioso estudio el de los títulos de propiedad en París! Una casa de salud funciona en la calle de las Batallas, donde estuvo la casa del caballero Pierre Bayard du Terrail; el tercer estado construyó la calle en el emplazamiento del hotel Necker. El viejo París se va, siguiendo a los reyes que se fueron. ¡Por una obra maestra de la arquitectura que salva una princesa polaca, cuántos palacetes caen, como la casa de Petitot, en manos de Thuillier! He aquí ahora las razones que hicieron a la señorita Thuillier propietaria de esta casa.
A la caída del ministerio Villèle, el señor Luis Jerónimo Thuillier, que contaba entonces veintiséis años de servicio en Finanzas, ascendió a subjefe, pero apenas gozaba de la autoridad subalterna de una plaza que, en otro tiempo, fue su menor esperanza, cuando los acontecimientos de julio de 1830 le obligaron a retirarse. Él calculó, muy sagazmente, que su pensión sería honorable y prestamente arreglada por gentes felices de tener una plaza libre, y tuvo razón: su pensión fue liquidada a razón de mil setecientos francos.
Cuando el prudente subjefe habló de retirarse de la Administración, su hermana, mucho más la compañera de su vida que su propia mujer, tembló por el porvenir del empleado.
—¿Qué va a ser de Thuillier? —fue la pregunta que se hicieron, con un mutuo temor, la señora y la señorita Thuillier, que habitaban entonces un pequeño tercer piso en la calle de Argenteuil.
—El arreglo de su pensión lo ocupará durante un tiempo —había dicho la
señorita Thuillier—, pero yo pienso en colocar mis economías de modo que su administración lo haga trabajar. Sí; regir una propiedad será para él casi la administración.
—¡Oh, hermana mía; usted le salvará la vida! —exclamó la señora Thuillier.
—¡Pero si he pensado siempre en esta crisis en la vida de Jerónimo! — respondió la solterona, con aire protector.
La señorita Thuillier había oído decir muy a menudo a su hermano:
«¡Fulano murió! ¡No sobrevivió dos años a su retiro!»; muy a menudo había oído a Coleville, el amigo íntimo de Thuillier, empleado como él, chancear sobre esta época climatérica de los burócratas, diciendo: «¡Ya llegaremos también nosotros!», para poder apreciar el peligro que corría su hermano. El paso de la actividad al retiro es, en efecto, el tiempo crítico del empleado. Aquellos de entre los retirados que no saben o no pueden sustituir con otras las funciones que abandonan, cambian extrañamente: algunos mueren; muchos se entregan a la pesca, distracción en la que el vacío es semejante al de sus trabajos en las oficinas; otros, hombres maliciosos, se hacen accionistas, pierden sus economías y son felices al obtener una plaza en la empresa que triunfa, después de un primer fracaso y una primera liquidación, guiada por manos más hábiles que la acechaban; el empleado se frota entonces las suyas, completamente vacías, diciéndose: «Yo había, sin embargo, adivinado el porvenir de este negocio». Pero casi todos se debaten con sus antiguos hábitos.
—Los hay —decía Coleville— que son devorados por el esplín particular de los empleados; mueren indigestos de circulares, y padecen, no de la lombriz, sino de la carpeta solitaria. El pequeño Poiret no podía ver una carpeta blanca forrada de azul sin que esta prisión bien amada le hiciese cambiar de color: pasaba del verde al amarillo.
La señorita Thuillier pasaba por ser el genio de este menaje fraternal, y como su historia particular lo demostrará, no le faltaban fuerza ni decisión. Esta superioridad, en relación con los que la rodeaban, le permitía juzgar a su hermano, a pesar de que ella le adoraba. Después de haber visto derrumbarse las esperanzas que reposaban sobre su ídolo, quedaba en sus sentimientos mucho de maternidad para engañarse sobre el valor social del subjefe. Thuillier y su hermana eran hijos del primer conserje del Ministerio de Finanzas. Jerónimo había escapado, gracias a su miopía, de todas las requisiciones y alistamientos posibles. El padre ambicionó hacer de su hijo un empleado. En el comienzo de este siglo hubo demasiadas plazas en la Armada y, por tanto, hubo también muchas en las oficinas, y la falta de empleados inferiores permitió al grueso padre Thuillier hacer que su hijo franquease los primeros grados de la jerarquía burocrática. El conserje murió en 1814,
dejando a Jerónimo en vísperas de ser subjefe, pero sin dejarle otra fortuna que esta esperanza. El grueso Thuillier y su mujer, muerta en 1810, se habían retirado en 1806 con una pensión que hacía toda su fortuna. Con ella sostuvo a sus dos hijos y dio a Jerónimo la educación de la época. Es bien conocida la influencia de la Restauración sobre la burocracia. De los cuarenta y un departamentos suprimidos volvió una masa de empleados honorables solicitando plazas inferiores a las que habían ocupado. A estos derechos adquiridos se unían los derechos de las familias proscritas, arruinadas por la Revolución. Cogido entre estos dos afluentes, Jerónimo se sintió bien feliz de no ser destituido con cualquier pretexto frívolo. Su temor no terminó hasta el día en que, ascendido a subjefe por casualidad, se supo seguro de un retiro honorable. Este resumen rápido explica los pocos alcances y conocimientos del señor Thuillier. En un tiempo había sabido latín, las matemáticas, la historia y la geografía que se aprenden en un pensionado, pero de la clase llamada segunda no había pasado, puesto que de allí le sacó su padre para aprovechar una ocasión de hacerle entrar en el Ministerio, elogiando la soberbia mano de su hijo. Y así, si el pequeño Thuillier escribió sus primeras inscripciones en el Gran Libro de Bonos del Estado, no hizo, en cambio, su retórica ni su filosofía. Engranado en la máquina ministerial, cultivó poco las letras y aún menos las artes; de lo suyo adquirió los conocimientos rutinarios, y cuando, bajo el Imperio, tuvo ocasión de entrar en la esfera de los empleados superiores, tomó las formas superficiales que ocultaban al hijo del conserje, pero en espíritu continuó sin adquirir nada. La ignorancia le enseñó a callar, y su silencio le fue útil; bajo el régimen imperial se habituó a esa obediencia pasiva que gusta a los superiores, y fue a esa cualidad a la que debió, más tarde, su promoción al grado de subjefe. Su rutina se hizo una gran experiencia, sus maneras y su silencio cubrieron su falta de instrucción. Tal nulidad fue un título cuando se tuvo necesidad de un hombre nulo. Se temió desagradar a dos partidos en la Cámara, cada uno protector de un hombre, y el Ministerio salió de la dificultad aplicando la ley de antigüedad. Así ascendió Thuillier a subjefe. La señorita Thuillier, sabiendo que su hermano aborrecía la lectura y no podía reemplazar el tráfago de la oficina por ningún negocio, había, pues, sabiamente, resuelto lanzarlo en las preocupaciones de la propiedad, en el cultivo de un jardín, en las infinitas pequeñeces de la existencia burguesa y en las intrigas de la vecindad.
La trasplantación de la familia Thuillier de la calle de Argenteuil a la calle de Santo Domingo del Infierno; los cuidados necesarios para una adquisición, un portero conveniente que encontrar y los inquilinos a buscar ocuparon a Thuillier de 1831 a 1832. Cuando el fenómeno de este trasplante hubo terminado; cuando la hermana vio que Jerónimo resistía a esta operación, le encontró otras preocupaciones, como se verá más tarde, pero tomando la base para ellas en el carácter mismo de Thuillier, carácter que no será inútil
exponer.
Aunque hijo de un conserje de Ministerio, Jerónimo fue lo que se llama un bello hombre; de talla algo más que mediana, esbelto, de fisonomía bastante agradable con sus lentes, pero horrible sin ellos, como sucede a muchos miopes, pues la costumbre de mirar al través de antiparras había dejado sobre sus pupilas una especie de niebla.
Entre los dieciocho y los treinta años, el joven Thuillier tuvo éxito con las mujeres, siempre en una esfera que comenzaba en la burguesía, y terminaba en los jefes de división; mas es sabido que, durante el Imperio, la guerra dejaba a la sociedad parisiense un poco desprovista, al llevarse a los hombres de energía al campo de batalla, y puede que, como ha dicho un gran médico, a ello se deba la poca consistencia de la generación que ocupa el medio siglo XIX.
Thuillier, obligado a hacerse notar por otras cualidades que las del espíritu, aprendió a valsar y a danzar, hasta el extremo de ser citado como ejemplo; se le llamaba el bello Thuillier, jugaba al billar a la perfección, y su amigo Coleville le educó la voz lo suficiente para cantar las romanzas de moda. De estas pequeñas sabidurías resulta esa apariencia de éxito que engaña a la juventud y la anula para el porvenir.
La señorita Thuillier, de 1806 a 1814, creía en su hermano como mademoiselle d’Orleáns cree en Luis Felipe; estaba orgullosa de Jerónimo y lo veía llegando a una Dirección general, con la ayuda de sus triunfos que, en ese tiempo, le abrieron algunos salones donde ciertamente no hubiese nunca penetrado sin las circunstancias que hacían de la sociedad, bajo el Imperio, una ensalada.
Mas los triunfos del bello Thuillier fueron, generalmente, de poca duración; las mujeres se interesaban tan poco por retenerle como él por conservarlas; para el sujeto de una comedia titulada El don Juan a su pesar podía estudiársele a él. El oficio de bello fatigó a Thuillier hasta envejecerle; su cara, cubierta de arrugas como la de una vieja coqueta, tenía doce años más que su acta de nacimiento. De sus éxitos le quedó la costumbre de mirarse en los espejos, oprimirse la cintura para dibujarla y ponerse en poses de bailarín, que prolongó, después del derecho a sus ventajas, el contrato que había hecho con este sobrenombre: el bello Thuillier.
La verdad de 1806 se hizo disparate en 1826. Thuillier conservó algunos vestigios de las ropas de los bellos del Imperio, que no iba mal por cierto a la dignidad de un antiguo subjefe. Continuó usando la corbata blanca de numerosos pliegues, donde el mentón se hunde y cuyos dos extremos amenazan a los transeúntes a derecha e izquierda, mostrando un nudo regularmente coqueto, en otro tiempo hecho por las manos de las bellas. Sin
dejar de seguir las modas desde lejos, las adapta a su talante, lleva el sombrero muy hacia atrás, usa zapatos y calcetines finos en verano; sus levitas alargadas recuerdan las del Imperio; aún no abandona las pecheras de encaje y los chalecos blancos; continúa jugando con su bastoncillo de 1810 y camina manteniéndose siempre derecho. Nadie, viendo a Thuillier pasear por los bulevares, le tomaría por el hijo de un hombre que preparaba los almuerzos a los empleados del Ministerio de Finanzas y llevaba la librea de Luis XVI: diríase un diplomático imperial, un viejo prefecto. Luego, no solamente la señorita Thuillier explotó muy inocentemente la debilidad de su hermano lanzándole en un excesivo cuidado de su persona, lo que, en ella, era una continuación de su culto, sino que agregó a esto el regalo de todas las alegrías del hogar, trasplantando junto a ellos a una familia cuya existencia había sido casi colateral a la suya.
Se trata aquí del señor Coleville, el amigo íntimo de Thuillier. Pero antes de pintar a Pílades es indispensable terminar con Orestes, pues debe explicarse por qué Thuillier, el bello Thuillier, se encontraba sin familia, ya que la familia comienza a existir con los hijos; y aquí debe aparecer uno de esos profundos misterios que quedan hundidos en los arcanos de la vida privada y del que salen algunos rasgos a la superficie, en el momento en que los dolores de una situación oculta se hacen demasiado vivos; es de la vida de la señora y la señorita Thuillier de lo que se trata, ya que, hasta ahora, sólo se ha visto la vida, más o menos pública, de Jerónimo Thuillier.
María Juana Brigitte Thuillier, cuatro años mayor que su hermano, le fue enteramente sacrificada; era más fácil darle una posición a él que una dote a ella. La mala suerte, para ciertos caracteres, es un faro que les alumbra las partes oscuras y bajas de la vida social.
Superior a su hermano en energía y en inteligencia, Brigitte era uno de esos caracteres que, bajo el martillo de la adversidad, se concentran, devienen compactos y de una gran resistencia, por no decir inflexibles. Celosa de su independencia, quiso sustraerse a la vida de la portería y hacerse el único árbitro de su suerte.
Catorce años tenía cuando fue a vivir retiradamente a una buhardilla, vecina de la Tesorería, situada en la calle Vivienne y no lejos de la calle de la Vrillière, donde se había establecido la Banca. Allí se entregó animosamente a una industria poco conocida, privilegiada, gracias a los protectores de su padre, que consistía en fabricar sacos para los Bancos, para el Tesoro y para las grandes casas de finanzas. Al tercer año de su pequeña industria tenía a su servido dos obreras. Colocando sus economías en bonos del Estado, tenía en 1814 tres mil seiscientos francos de renta: sus ganancias de quince años. Gastaba poco; mientras su padre vivió, fue siempre a comer a su casa y, además, es bien sabido que las rentas, durante las últimas convulsiones del
Imperio, alcanzaron a cuarenta y tantos francos; así se explica este resultado, en apariencia exagerado.
Al morir el antiguo conserje, Brigitte y Jerónimo —ella con veintisiete y él con veintitrés años— unieron sus destinos. El hermano y la hermana se profesaban recíprocamente un excesivo afecto. Cuando Jerónimo, entonces en plena época de éxitos, se veía sin dinero, su hermana, vestida con paños groseros y, los dedos rotos por el hilo y la aguja, le ofrecía siempre unos luises. A los ojos de Brigitte, Jerónimo era el más bello y el más encantador de los hombres del Imperio francés. Llevar la casa de su hermano, ser iniciada en sus secretos de Lindoro y Don Juan, sentirse en criada, en perrillo preferido, fue el sueño de Brigitte; y ella se inmoló a un ídolo, al que aumentaría y del que santificaría el egoísmo. Entonces vendió a una de sus obreras, en quince mil francos, su clientela, y vino a establecerse en la casa de la calle de Argenteuil, donde vivía su hermano, convirtiéndose desde entonces en la madre, la protectora, la criada de este niño mimado de las damas. Por una prudencia natural en una mujer que debía todo a su discreción y a su trabajo, Brigitte no habló a Jerónimo de su fortuna; temía, sin duda, las disipaciones de una vida de hombre afortunado, y contribuyó solamente con seiscientos francos para la casa, lo que, unidos a los mil ochocientos de Jerónimo, permitía cubrir el año.
Desde los primeros días de esta unión, Thuillier escuchó a su hermana como a un oráculo: la consultaba en sus menores asuntos, no le escondió ninguno de sus secretos y comenzó así a hacerle gustar el fruto de la dominación, que debía ser el pecadillo amado por este carácter. Así la hermana sacrificaría todo por su hermano; habiendo depositado todo sobre su corazón, por él vivía. El ascendiente de Brigitte sobre Jerónimo se corroboró singularmente por el matrimonio que ella le procuró hacia 1814.
Viendo el movimiento de comprensión violenta que los recién llegados de la Restauración hicieron en las oficinas, y sobre todo al regreso de la antigua sociedad, que rechazaba a la burguesía, Brigitte comprendió, mejor de lo que su hermano se la explicaba, la crisis social donde se apagaban sus comunes esperanzas. ¡No más éxitos posibles para el bello Thuillier con los nobles que sucedían a los plebeyos del Imperio!
Thuillier no era capaz de hacerse una opinión política y sintió, como sentía por él su hermana, la necesidad de aprovechar sus restos de juventud para prepararse un fin. En esta situación, una mujer celosa como Brigitte quería y debía casar a su hermano, tanto por ella como por él, pues sólo ella era capaz de hacer feliz a su hermano, mientras que la señora Thuillier no sería más que un accesorio indispensable para tener uno o más hijos. Si Brigitte no tuvo todo el espíritu necesario para su voluntad, tuvo, en cambio, el instinto de su dominación, y no teniendo ninguna instrucción, se limitaba a marchar hacia