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Valerio, un niño de "Cardos de los Campos", encuentra en la luna su refugio y en el fútbol su mayor sueño. Criado por su abuelo tras el abandono de sus padres, Valerio debe adaptarse a la vida de la ciudad cuando su tía lo lleva a un mundo desconocido. Allí enfrenta los desafíos de crecer, su pasión por el fútbol y los misterios familiares que lo atan al pasado. En un viaje lleno de emociones y descubrimientos, Valerio aprenderá que los sueños no siempre tienen el destino esperado, pero pueden iluminar nuevos caminos.
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Seitenzahl: 112
Veröffentlichungsjahr: 2025
EMILIO RUEDA
Rueda, Silvio Emilio Marcelo LINEA 2 ISBN.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-5924-1
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Cuando uno piensa en lo que hizo y cómo lo hizo, en este caso escribir un libro, es inevitable recordar a la gente que te incentivó, que te alentó y que creyó en vos, apoyándote con el silencio cuando escribías y con las palabras justas cuando no lo hacías. Entonces tengo que remontarme a varios años atrás, cuando vivía en pareja con mi exmujer, Cecilia.
Un día le conté de mi sueño de escribir un libro y de inmediato abrió su computadora y me dijo “dale hacelo, empezá ya, escribí cualquier cosa, pero empezá, lo que escribas seguramente va a ser hermoso”. Gracias, Cecilia Righi por creer en mí.
Gracias a Luna y Amparo, mis hijas, cuando comencé a escribir ellas eran muy pequeñas. Pero ya de grandes, cuando leían algún fragmento de la computadora, se emocionaban y me convencieron de que tenía que publicarlo. Gracias , Luna y Amparo, los amores de mi vida.
Gracias a mi viejo, que cuando le conté que estaba escribiendo un libro, se emocionó y dijo “yo apenas sé escribir y vos vas a hacer un libro. Qué orgullo me da saber que vas a hacer algo así”. Lástima que no llegó a verlo. Pero donde quiera que esté, seguro estará sonriendo y apoyando otra de mis locuras, gracias pa, gracias Emilio.
Gracias, mamá, por haberme criado junto con el viejo con la libertad de siempre hacer lo que te haga feliz. Gracias, María Luisa.
Y por último, y no menos importante, a mis hermanas, que siempre estuvieron cuando las he necesitado. Gracias Marcela, Silvina y Daniela. Y a mis amigos, ellos son muy importantes en mi vida.
El pequeño Valerio solo hablaba algunas veces con su único y gran amigo, el Indio, un morocho corpulento de pelo largo y tan buen jugador de pelota como él. Quizá por eso todavía seguían siendo amigos, a pesar de que la vida los había puesto en caminos distintos. El Indio sí llegó a triunfar en el mundo del fútbol, consagrándose estrella del espeluznante club capitalino, el rey de los campeonatos de la región de Cuyo: el gran Calise Sport Club, con su camiseta negra de bastones blancos que reflejaba los colores de la pobreza en el pueblo. Club campeón de campeones, liderado por muchos años por el gran Indio Casartel, su emblema y máximo goleador.
Él y Valerio podrían haber triunfado juntos en el preciado deporte. Porque, así como el Indio rompía redes, Valerio no se quedaba atrás con sus gambetas y habilitaciones, permitiendo que su amigo terminara las jugadas con los arqueros desparramados en el suelo, haciendo inútiles sus esfuerzos por detenerlo. Después, corrían a abrazarse como los hermanos de la vida que eran. Así se llamaban el uno al otro.
Todavía se recuerda en Cardos de los Campos aquel gol en la final contra el siempre peligroso y clásico rival del pueblo: el club más rico de aquellos tiempos, “Los Halcones”. Sus camisetas blancas con líneas verticales azuladas marcaban la notoria diferencia que acentuaba el poder comprar telas de color, muy caras en esa época. El club, fundado por exmilitares y poderosos mercaderes de la zona, siempre representaba un desafío.
La gente todavía se pregunta por qué nunca volvieron a salir jugadores de tamaña calidad en este pequeño club de barrio. Quizá porque, cuando alguno despuntaba como crack, “Los Halcones” los convencían para dejar Los Cardos y unirse a ellos, con promesas de dinero y trabajo que nunca se cumplían. Pero esas promesas nunca lograron seducir a Valerio y al Indio. Para ellos, abandonar el club de sus amores habría sido una traición. Preferían no jugar más al fútbol antes que rendirse a los pies de su eterno rival.
En las charlas entre Valerio y su hermano de la vida, el Indio, a veces solía aparecer otro entrañable amigo en común: el Luismi. Este no jugaba al fútbol; le decían “Pinocho”, en referencia al dibujo animado de Disney, porque era “de madera”. Sin embargo, él lo sabía, y suplía su falta de habilidad para los deportes con una sincera y fiel amistad, acompañándolos a cada entrenamiento y partido. Se quedaba horas mirando cómo pateaban al arquito en un descampado cerca de la fábrica de conservas (el Vestani Club). Luismi también ayudó a Valerio en su juventud, cuando lo apodaban “el Guacho”, porque había crecido sin su padre ni su madre durante gran parte de su niñez.
Valerio apreciaba los elogios de Luismi y su leal amistad. Además, le enseñó sobre el amor y las mujeres. Porque, aunque Luismi era pésimo para los deportes, había que admitir que era un experto en el arte de la seducción. Años después, Valerio agradecería esos consejos.
Una tarde cualquiera, de esas en las que en Cardos de los Campos no pasaba nada, Valerio, el Indio y Luismi (cuyo nombre real nadie recordaba, pero que apodaron así por su parecido con el cantante mexicano) estaban juntos. Como era habitual en los veranos, el sol tatuaba sus rayos en las pieles trigueñas de los niños, que pasaban la mayor parte del tiempo casi sin ropa.
Pero esa tarde, algo sucedió. Llegó el Gordo, otro entrañable amigo de los tres, aunque no solía juntarse mucho con ellos porque tenía que trabajar para mantener a su madre y sus ocho hermanos. El Gordo, llamado así por su prominente abdomen, no tenía muy buena relación con el Indio, ya que este sentía celos por la cercanía de Valerio con él.
Esa tarde, el Gordo cometió el gran atrevimiento de preguntarle a Valerio:
—¿Es verdad lo que se dice en el pueblo? ¿Que a tu mamá la abdujeron seres de otro planeta, como dice el loco Billy?
El loco Billy, conocido por sus historias de extraterrestres, afirmaba que las tostadoras eléctricas las habían inventado “los hombrecitos verdes”. Tal era su convencimiento que incluso tenía dibujos de esos seres.
Valerio tragó saliva y, como pudo, secó sus lágrimas para que nadie notara que estaba a punto de llorar. Su abuelo le había enseñado que los hombres no lloraban, porque eso era “cosa de nenas”. Esa lección se le había grabado tan profundamente que ni siquiera lloró cuando su madre o su padre se fueron.
—Voy a responderte porque sos mi amigo, Gordo, y sé que tu pregunta no tiene mala intención. A veces me gustaría creer que es cierto que se la llevó una fuerza sobrenatural, y que ahora vive en la luna. Así, cuando me subo al techo, puedo mirarla y sentir que no estoy solo. Mi mamá siempre decía que, cuando me sintiera solo, la luna sería mi única compañía. Así que, a tu pregunta, querido amigo, ojalá que el loco Billy tenga razón. Es la única respuesta que me hace creer que, alguna vez, fui querido por mi madre.
A la mañana siguiente, Valerio se despertó temprano, como siempre lo hacía, para ayudar a su abuelo homónimo con los quehaceres de la casa y del campo: ordeñar las vacas, cortar pasto, recoger leña y limpiar la casa. Su abuelo, desde el abandono de su esposa, nunca más había formado pareja. Y de más está decir lo que pasa cuando no hay una mujer poniendo orden y limpieza en una casa... Por suerte para el abuelo, tenía a Valerio.
Sin embargo, su nieto nunca estuvo convencido del nombre que había recibido. A él le hubiese gustado llamarse Diego, Pedro, o cualquier otro nombre común. Encima, con el legado que llevaba ese nombre, estaba convencido de que iba directo al fracaso con las mujeres y que repetiría la historia de su abuelo y su padre.
Esa mañana, mientras trabajaban, se escuchó a lo lejos la voz de una mujer. Era la otra hija de Valerio, tía del niño, hermana de su madre. Una mujer hermosa como su hermana desaparecida, con un bello y largo cabello castaño que hacía juego con sus ojos color miel.
Valerio, que la quería mucho, corrió a sus brazos gritando:
—¡Tía! ¡Tía! ¡Viniste!
Aurora abrazó a su sobrino con los ojos llenos de lágrimas y nostalgia al recordarse de su querida, pero tan juzgada hermana.
Soltó al niño de sus brazos y llamó a su padre con un gesto de cabeza, como quien invita a alguien a bailar. El abuelo quiso hacerse el desentendido, fingiendo que no miraba en esa dirección. Sin embargo, su hija y su nieto lo conocían bien. Sabían que al hombre mayor no le gustaban las visitas sin aviso. Además, cada vez que su hija llegaba, que no era muy seguido porque había dejado el pueblo tras casarse con un empresario de la manzana, siempre terminaba regañándolo.
—¡Mirá cómo está todo sucio y andrajoso! —le decía, y él, con nostalgia, replicaba lo mismo de siempre:
—De no haber sido por culpa de tu madre, no estaría así. Ella me arruinó la vida.
Pero esta vez Aurora lo interrumpió:
—¡No, no, no, señor! No voy a permitir que empieces otra vez con tus lamentos. Por eso me casé y me fui tan joven de esta casa. Quizás lo mismo debió haber hecho mi pobre hermana —dijo entre llantos.
Se secó las lágrimas con firmeza y continuó:
—Por eso, querido papá, no voy a permitir que también arruines la vida de este pobre niño. Si leyeras mis cartas, sabrías que hoy venía para sacar a Valerio de este mal momento. Y si tú quieres, también puedes venir con nosotros.
—¿Qué, qué, qué? —dijo el niño entre incredulidad y rabia—. ¿Qué me voy? ¿A dónde? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¡No, tía! Yo acá soy feliz y tengo todo lo que quiero. ¿Y el abuelo? ¿Qué va a ser de él? ¿Quién lo va a cuidar? ¿Quién lo va a ayudar con el trabajo y la casa?
Aurora se acercó al niño, intentando calmarlo con una sonrisa triste.
—Vamos, Valerio de mi vida, esto no tiene discusión. La decisión está tomada. Cuando tu madre se fue, yo quedé como tu apoderada. He tardado mucho tiempo en decidirlo, pero la suerte ya está echada. No se habla más. Nos vamos esta misma noche.
Valerio se fue de su amado pueblo con la promesa de volver lo más rápido que pudiera. Pensó que era un viaje solo de conocimiento y turismo. Lo que no sabía es que le costaría varios años de su vida volver a su tan preciado Cardos de los Campos.
Ya en la ciudad, los días pasaban, pero él no renunciaba a volver pronto a su querido pueblo. En su interior sabía que le costaría salir de allí sin un plan magistral.
Pocas cosas le gustaban de la gran ciudad: ni los shoppings, ni los teatros, y mucho menos los extraños ruidos que se escuchaban por las noches. Sobre todo, los sonidos de sirenas que no sabía identificar, ni de qué eran ni de dónde venían. Lo único que disfrutaba era estar con sus tres primas, que lo adoraban y querían mucho, aunque lo veían como un pobrecito al que tenían que cuidar por su falta de padres.
Él tenía un especial cariño por su prima y compinche del medio, dos años mayor que él. Celia se llamaba. La mayor era Silvita, cinco años mayor que él, y por último Titi, la menor de la familia, diez años menor que él. Era una hermosa y traviesa sabandija.
Con Celia solían hablar de fútbol y, a veces, jugar cuando nadie los veía, ya que para una mujer estaba mal visto practicar ese deporte, estrictamente de varones. También solían hablar de la vida, y él, en esos momentos, le contaba que extrañaba mucho a su abuelo, que también era el suyo, aunque no lo viera muy a menudo por pedido de su padre. Un hombre correcto, pero demasiado recto, que con frecuencia decía que ese viejo no era buen ejemplo para tres pequeñas mujeres y prefería que, cuando su madre lo visitaba, fuera sola.
En esas charlas se descargaba diciendo que tenía muchas ganas de ver y jugar al fútbol con sus amigos. Pero lo que más añoraba era la luna, porque en la ciudad, con tantas luces, no podía verla bien. Solo podía imaginársela como un foco lejano que estaba a punto de apagarse.
—Bueno —le dijo Celia—, no seas tan dramático. Te parecés al abuelo… jajajaja.
—Mañana te voy a dar una sorpresa. Acá también hay canchas de fútbol y mucho mejores que las del pueblucho que dejaste atrás —dijo entre risas.
—¿De verdad? —dijo Valerio abriendo los ojos como dos luceros y cambiando el timbre de su voz.
—Sonreí —dijo Celia riendo—. Sí, pero tranquilo. Primero hay que bañarse (cosa que a este apuesto muchachito le gustaba esquivar a menudo), comer y descansar. Mañana empieza una nueva vida para vos, ya vas a ver.
Como podrán imaginar, esa noche Valerio no pegó un ojo. Pensaba y pensaba: “¿Cómo serán esas canchas? Seguro tienen pasto, como los estadios de la televisión”. Porque, obvio, las canchas de su pueblo solo eran de tierra y arcos de madera.