Los tiempos de Dios - José Luis Valencia Valencia - E-Book

Los tiempos de Dios E-Book

José Luis Valencia Valencia

0,0

Beschreibung

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta XIX edición es Los tiempos de Dios, de José Luis Valencia Valencia. El jurado estuvo integrado por Julián Herbert, Socorro Venegas y Vicente Preciado, quienes entregaron el premio a este libro por ser consistente en su prosa, mantiene una tensión sin concesiones alrededor de la violencia, un tema que logra tratar sin puntos de vista condescendientes, con recursos narrativos que dan cuenta de un autor experimentado.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 144

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Concurso Nacional de CuentoJuan José Arreola

Los tiempos de Dios

Se terminó de editar en octubre de 2020 en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara, José Bonifacio Andrada 2679, Lomas de Guevara, 44657. Guadalajara, Jalisco.

Índice

Presentación

Los tiempos de Dios

Pa’trás

Retorno

El brillo de sus ojos

Jobito

Nosotros nunca vamos a estar en la zona de abajo

Me dejaron solo

La chula

Presentación

El Concurso Nacional de Cuento Juan José Arreola está organizado por el Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara, en colaboración con la Editorial Universitaria. Este concurso nace como homenaje a la memoria y el trabajo literario de Juan José Arreola, escritor originario de Ciudad Guzmán, y por la necesidad de convocar desde su ciudad natal un premio en uno de los géneros literarios más interesantes: el cuento. La Universidad de Guadalajara instituyó este concurso, que se ha ido consolidando a lo largo de estos años, con la finalidad de estimular el trabajo creativo de cuentistas mexicanos, el cual está abierto para obras inéditas de escritores residentes en el país. La obra ganadora de esta XIX edición es Los tiempos de Dios, de José Luis Valencia Valencia. El jurado estuvo integrado por Julián Herbert, Socorro Venegas y Vicente Preciado, quienes entregaron el premio a este libro por ser consistente en su prosa, mantiene una tensión sin concesiones alrededor de la violencia, un tema que logra tratar sin puntos de vista condescendientes, con recursos narrativos que dan cuenta de un autor experimentado.

Javier, bato, te extrañamos un chingo.

Erika, te siguen buscando, te siguen esperando.

He contado la tragedia que vive México y que debe avergonzarnos. La niñez recordará esto como un tiempo de guerra, tiene su ADN tatuado de balas y fusiles y sangre y esta es una forma de asesinar el mañana. Somos homicidas de nuestro propio futuro.

Javier Valdez Cárdenas

Si el novelar se trata de mostrar la condición humana,

ya la humanidad creó suficientes referentes como para que no hubiera más novelistas. Tampoco hay que creer que el alma humana es tan compleja. En realidad es tan simple como la de un perro. ¿No es acaso la historia de los hombres una serie de repeticiones y círculos viciosos? ¿No es acaso la misma historia la que escuchamos en las sesiones todos los días?

Eugenio Partida

Pájaros en busca de su jaula

“‘¿Por qué lloras?’ Yo le respondía que no sabía qué hacer, que esperaba que él me ayudará a salir del lío, que hiciera uno de sus tantos milagritos, que nada le costaba. Y él me preguntaba que por qué tendría que hacer un milagro más, que yo qué podía ofrecerle. Y yo le contestaba que le ofrecía mi fe. Tu fe ya la tengo, respondía él, prueba de eso es que me pides que te salve. Sí, decía yo, pero no tengo nada más que darte, soy muy pobre, tú sabes cuánta necesidad hay en casa, no tengo nada que darte. “¿Y yo por qué tendría que saberlo? ¿Por qué tendría que conocerte? Eres otro más de los que creen que dan mucho con su fe y en realidad no dan nada”.

José Luis Enciso

Los condenaditos y otras historias de impiedad

Los tiempos de Dios

“No la busques, va a regresar —decía mamá—. Espera los tiempos de Dios, hijo, y verás que regresa”. Quizá debí escucharla, pero ya entonces tenía mucha rabia y nada de fe. Si ese Dios suyo fuera bueno, no habría dejado que se la llevaran. Si fuera justo, habría matado a los primogénitos de los policías que no hicieron nada para encontrarla o habría convertido en estatuas de sal a los políticos que se están haciendo ricos con el dinero de los narcos. Si es todopoderoso, por qué no la trae de regreso, por qué los que se la llevaron andan como si nada.

No me fío de Dios, mamá no piensa igual: recita el rosario todos los días, va a misa, recibe al cura en casa, le sirve de comer en nuestra mesa, le da el dinero que no tiene. Nunca hablan de mi hermana. Encienden veladoras, rezan, pero no hablan de ella. Le rogué que fuéramos con las familias que están buscando a los suyos, pero no quiso. Está convencida de que mi hermana volverá cuando Dios disponga. Le grité, hoy me arrepiento, pero ese día le grité que ni la resignación ni sus oraciones ayudaban, que Dios no la cuidó, que no hizo nada para que no se la llevaran ni haría nada para que regresara. Le dije que a Él, mi hermana, ella y yo, le valíamos madres. Mamá jaló aire enmuinada, con voz temblorosa exigió que me arrepintiera y me encomendara al Señor. “No, mamá, hace tiempo que dejé de hacer acuerdos con Dios. Ese puto no cumple”. Me miró, primero, como si estuviera observando a un desconocido, después, como si no estuviera ahí, como si no hubiera nadie frente a ella. Fue la última vez que la vi.

***

Ya no duele. Es más como un ardor, a ratos un hormigueo, como cuando pasas mucho tiempo sentado en la taza del baño y luego no puedes apoyar el pie.

No, no es que no duela.

Lo que quiero decir es que al principio dolió tanto, durante tanto tiempo, que ya después parece que no. Ahora estoy agotado, entumido y tengo tanto sueño que a veces creo que ya no siento, pero no es así. Será la oscuridad o el estar amarrado o la camisa húmeda de sangre y sudor, pero ahora mismo no sé si me están pegando o cortando o qué sé yo. Me han hecho tantas cosas que no sé qué, ni cómo, ni por cuánto tiempo.

El día que fueron por mí, pensé que iban a matarme y se me aflojaron las piernas, temblé, sentí la garganta seca, mojé los pantalones. Luego supe que morirme habría sido la fácil, porque después el dolor ya no se fue nunca, se quedó en cada espasmo, en cada gota de sudor, cuando sacudía la silla en la que me tenían encintado, cuando se me fue el aire nomás de ver las pinzas con las que me sacaron las uñas y después dedos de la mano izquierda. O quizá dolió antes, cuando me reventaron los testículos a batazos. O cuando mi cabeza rebotó contra la acera y escuché un tronido seco como el que hacen los cocos al estrellarse. Sí, dolió, pero después, con los días, no sé cuántos, ya nomás se siente lo entumido y el cansancio.

Cuando fueron por mí no sabía que harían lo que hicieron, pero aún sabiéndolo habría ido con ellos. No es que sea valiente ni nada de eso, nomás al comenzar ya quería que se detuvieran: grité, supliqué, lloré, me desmayé, desperté, grité más recio y lloré de nuevo; pero si habían ido por mí, es porque estaba cerca. Pensé eso y en que a ella no le hubieran hecho lo que a mí; que la tuvieran cosechando en la sierra o de mula o de puta. Lo que sea, pero viva, y que no le hubieran hecho lo que a mí.

Ella tenía diecinueve cuando se la llevaron y aunque digan que ya pasó mucho tiempo, que no puede estar viva, que hay que conformarse, yo no puedo. ¿Cómo dejar de buscarla si está solita quién sabe dónde? Y es que cuando el desaparecido no es de uno está fácil hablar y dar consejos, decir que hay que resignarse y darle para adelante. En serio, la gente lo dice como si supieran lo que se siente que un día está y al otro no, y no sabes qué pasó ni quién se la llevó ni qué le están haciendo. Cuando el desaparecido no es de uno, nadie busca, a nadie le importa. Te miran con lástima, te abrazan como a un enfermo que está en las últimas, te dicen pocas y torpes palabras de consuelo, pero nadie te mira a los ojos, es como si temieran contagiarse nomás de mirarte, les aterra pensar que les puede pasar lo mismo, no quieren siquiera imaginar la posibilidad de perder lo que perdemos los que tenemos a un desaparecido. Lo que anhelan es que paremos, porque nuestra búsqueda les recuerda que todos somos culpables de que el mundo sea como es y no quieren ni tantita responsabilidad en eso. No pueden entender que nadie que tenga un desaparecido va a parar. No importa cuánto tiempo haya pasado desde que se la llevaron. No voy a dejar de buscar a Ana porque ella no es una desaparecida más, es mi hermana y voy a encontrarla.

***

A mi hermana no le gusta la escuela, pero ríe mucho. Tiene ojos color miel y mirada alegre. Es bonita, desde siempre mis amigos me decían cuña’o porque es bonita. A ella lo que le gusta es cantar y bailar, siempre brinca al ritmo de la música mientras limpia la casa. En el auto controla la radio, elige canciones, las tararea y mueve los hombros siguiendo el ritmo de las melodías. Cuando niños, nuestros pleitos eran porque no dejaba de cantar en la regadera y ni papá ni yo ni nadie podía entrar al baño. Todos salíamos tarde de casa. Es tierna, pero puede ser una mula necia y rezongona. Nunca ha sido de seguir reglas, así que no tardó en pelear con papá. A los 17 se fue de la casa. Se fue para Manzanillo y consiguió trabajo en la playa. Organizaba juegos en las albercas, bailes y cosas así. Una vez me invitó y me quedé en el hotel donde trabajaba. La pasé tumbado en una silla, junto al bar de la piscina. Ella llegaba ya tarde, después de hacer sus cosas. Se sentaba conmigo, bebíamos mojitos y charlábamos mirando hacia el mar. “¿Verdad que es lindo, hermanito? Por eso no me gusta ir de fiesta ni a los antros, mejor aquí, ¿verdad que es mejor aquí?”. La noche antes de regresar a Guadalajara me dijo que era feliz. Que allí, lejos de todos, era feliz.

Mamá llamó un lunes por la noche. “Tu hermana no contesta el teléfono”. Intenté tranquilizarla, pero el instinto de madre le decía que algo andaba mal. “Hace dos días que no contesta, hijo, dos días”. Prometí buscarla. Le llamé, no respondió. WhatsApp decía que se había conectado por última vez a las 5:54 de la mañana del sábado. En su trabajo dijeron que no podían dar información de los empleados. Su mejor amiga, Karen, tampoco respondía el celular. Yo sabía que Ana estaba saliendo con alguien, pero no tenía ni su nombre ni su teléfono ni idea de dónde buscarlo. Entonces sentí un hueco helado en la panza, quería no pensar que algo andaba mal, que ella llamaría pronto, hasta imaginé lo que le diría cuando apareciera, la pondría en su lugar por asustar a mamá, por asustarnos a todos. En Facebook había publicado una selfie a las 11:54 de la noche del viernes. Estaba en un bar. Se había maquillado mucho, casi nunca lo hacía, parecía más grande pero igual se veía bonita. En la foto tenía esa sonrisa de cuando la está pasando bien.

El nombre de Karen parpadeó en mi celular. Dijo que fueron a bailar el viernes, pero que ella se había ido temprano porque iba a volar por la mañana a Reynosa para visitar a sus papás. Me envió el contacto de Roberto, el novio. “No te preocupes, Ana es así, a veces agarra la fiesta el fin. En la playa es muy normal”, insistió al despedirse. Llamé al tipo. “Mira, yo me fui de viaje y no he hablado con ella. La verdad es que no andamos bien. Pregúntale a su amiguita Karen, ella seguro sabe más. Además, no quiero problemas, ¿entiendes? No sé en dónde está ni con quién se andaba metiendo”. Colgó. Insistí en el hotel, esta vez respondió una chica que no sabía de las reglas del lugar: “¿Ana? Creo que ya no trabaja aquí”. Tomé el primer autobús a Manzanillo. Fui a su departamento. Todo parecía estar en orden. Nadie había estado ahí en días. Pregunté a los vecinos. Ninguno dijo nada útil. Fui al hotel. Sus compañeras se enteraban por mí que Ana no estaba. Almendra, una chica con hoyuelos en la cara, me abrazó y dijo que no me preocupara, que mi hermana aparecería pronto. Fui con el gerente, pero no quiso recibirme. Entré a su oficina pateando la puerta. El tipo se escondió detrás del escritorio hasta que aparecieron dos guardias que me sacaron a empujones.

Pensé en llamar a mamá. No me animé, ¿qué le iba a decir?

***

En sus ojos no había nada. No lo disfrutaba, pero tampoco había angustia ni remordimiento. No era como en las películas, no estaba frente a un vaquero buchón ni panzón ni parecía estar drogado. No había risas ni burlas ni amenazas. Tampoco estaba en una bodega sucia. Era una casa clasemediera, ordenada, limpia, con un cuadro de la Última cena colgado en la pared de la sala. Habían hecho a un lado los sillones; en el lugar de la alfombra había un plástico transparente y encima la silla donde me tenían. El tipo a cargo no tendría más de veinte años y no holgazaneaba: ora me golpeaba las manos con un martillo, ora me daba con la punta de un bate en la panza, ora me ponía una bolsa de plástico en la cara y, así sin respirar, a veces me iba, pero él me regresaba a cachetadas. Luego se detenía para descansar: iba al baño, se lavaba manos, brazos y cara, después se acomodaba en uno de los sillones, tomaba agua en un vaso de cristal, revisaba un celular, sonreía, escribía y comenzaba a canturrear: “Quiero volver a explorar tu cuerpo, / ver tu cara cuando lo tengas adentro”, apretaba los labios, entrecerraba los ojos y bailaba a ritmo de reguetón. Después regresaba a su trabajo. Tomaba el taladro, hundía la broca en mi rodilla, la sacaba, la volvía a hundir una y otra vez, luego la inclinaba de un lado a otro para hacer el hoyo más grande. Después regresaba a las pinzas y se iba directo a los dientes, sacó varios con el tacto de un dentista con parkinson. Sentí los labios húmedos y el sabor amargo de la sangre. Dos, quizá tres veces, preguntó: “¿Cómo llegaste aquí?, ¿quién te mandó?, ¿quién sabe que andas por acá?” Respondí a la primera, antes de que empezara a hacer lo que hizo, pero pronto entendí que, sin importar lo que dijera, él iba a seguir haciendo lo suyo.

Era flaco, pero macizo, se sentía en cada golpe. No parecía ser un matón, ni siquiera un abusón de escuela. De verdad no parecía estar disfrutando lo que hacía, casi podría jurar que se aburría. Era como si quisiera estar en otro lugar y no en lo que estaba haciéndome. Su cara era la de un godínez impaciente que espera la hora de la salida. El tipo me estaba matando y no le importaba porque para él era otro día normal de trabajo y nada más.

***

No pude con la gente que está detrás de los escritorios. Ni con los tipos flacos de corbata barata ni con las gordas de vestido floreado y uñas abrillantadas. No escuchan. Tampoco con los tipos gordos de lente oscuro y pistola clavada en la panza que tendrían que andar buscándola. No les importa. Cuando fui a la Procuraduría de Manzanillo para denunciar la desaparición de mi hermana, dijeron que si ella había nacido en Guadalajara entonces tenía que levantar la denuncia allá. No atendieron argumentos, ruegos, mentadas ni amenazas. Después de tres horas de viaje en autobús y una hora más en taxi recorriendo la ciudad para llegar a la Procuraduría de Guadalajara, la suerte fue la misma: me explicaron que la denuncia se levanta en el lugar donde desaparece la persona, no donde nació; es un asunto de competencias, dijeron. Ya después supe que las agencias se las ingenian para no agarrar casos de desaparecidos porque son muchos, difíciles de resolver y los familiares fastidiamos demasiado. Regresé a Manzanillo ya de madrugada. El turno que estaba de guardia había salido a una diligencia, así que tuve que esperar hasta el día siguiente. Un licenciado me recibió pasado el mediodía. Tecleó mi nombre, mis datos, los de mi hermana y comenzó a preguntar: “¿Y no habrá ido de paseo con algún amiguito? ¿No se habrá peleado con el novio? ¿Pero dice que una amiga cuenta que la muchacha acostumbraba a desaparecer los fines de semana? ¿Y no tenía amigos este… ya sabe, con ropa cara o carros de esos, pues… caros? ¿Oiga, y quién le pagaba la renta y los gastos? ¿Y por qué vivía sola, no estaba muy chiquilla para vivir sola? ¿No se habrá hecho amiga de algún gringo? No lo tome a mal, hombre, es muy normal en jovencitas de esa edad. Oiga, ¿y se drogaba? ¿Seguro que no se metía nada? Piénsele bien. ¿Algún noviecito que se la haya llevado a pasear?” Ese cabrón estaba más ocupado en juzgar de puta a mi hermana que en buscarla. Respondí todas sus preguntas apretando los dientes y aguantándome las ganas de mentarle la madre. “Listo, joven, con esto nosotros empezamos a investigar; pero no se preocupe, en la mayoría de los casos, la muchachita aparece a los pocos días”. Salí de allí sin entender y sin saber que esa entrevista sería la única cosa que las autoridades harían por mi hermana.

Llamé a mamá, le conté todo. No dijo nada. Su silencio me rompió el alma.

***