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El bosque no figura en ningún mapa de Irlanda. Cada vez que un coche lo bordea, se avería... Y el de Mina no es una excepción. Entre los árboles, la joven encuentra un extraño búnker donde se hallan otros tres desconocidos. Dentro hay una pared de vidrio y una bombilla que se enciende al anochecer, cuando los vigilantes salen a la superficie. Es fácil saber que han llegado: sus gritos siempre resuenan alrededor del edificio. Las criaturas se dedican a acechar a sus humanos cautivos. Pero ¿qué son? ¿Qué les hacen cuando los atrapan fuera del búnker? Y lo más importante: ¿cómo se puede escapar de un sitio donde los dispositivos electrónicos no funcionan y no es posible orientarse? A. M. Shine es uno de los principales autores irlandeses del terror actual. Los vigilantes, ambientada en un misterioso bosque al oeste de Irlanda, es su novela más famosa y su adaptación cinematográfica la ha dirigido Ishana Shyamalan con M. Night Shyamalan de productor.
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Seitenzahl: 408
Veröffentlichungsjahr: 2024
Título original inglés: The Watchers
© A.M. Shine, 2021
This translation of The Watchers is published by Nocturna Ediciones, SL, by arrangement with Bloomsbury Publishing Plc.
© de la traducción: Irina C. Salabert, 2024
© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.
c/ Medea, 4. 28037 Madrid
www.nocturnaediciones.com
Primera edición en Nocturna: mayo de 2024
ISBN: 978-84-19680-61-7
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
LOS VIGILANTES
PRÓLOGO
John
En el día más soleado, el bosque estaba a oscuras. Era como si sus árboles centenarios le ocultasen al sol algún espantoso secreto y entrelazaran sus ramas, extendiendo una gasa negra sobre el cielo. La luz se filtraba aquí y allá formando pilares estrechos y brumosos, pero escaseaban demasiado como para transmitir calor. Aunque mejor eso que nada. Eso le confirmaba a John lo único que necesitaba saber: que aún había esperanza. Tenía muchos motivos para seguir corriendo. Aquel lugar era antinatural; las sombras nunca se desvanecían, como si le hubieran aplicado un filtro lúgubre. Desearía poder guiarse por el color y la luz, pero entre los árboles no se encontraba ninguno de los dos. Las horas transcurrían en ese limbo interminable, donde la respiración aterrorizada de John era lo único que rompía el silencio. El final todavía no estaba a la vista. Y los hilos dorados de luz empezaban a disiparse.
Había salido del refugio al amanecer, bajo las primeras grietas que surcaban la negrura del cielo. Antes había descansado dos días y sus noches, dejando que sus músculos se curasen y conservando lo poco que le quedaba en el cuerpo para salvar todo lo que le quedaba en vida. Le precedían muchos intentos fallidos. Pero en su interior sabía que se había acercado. Solo unos metros más. Había dibujado una brújula en el suelo, estimando dónde quedaba el norte lo mejor que podía con esas pocas fisuras del cielo. Había comprobado todas las direcciones tomándoselo como si fuera un reloj, completando su ciclo, peinando el bosque en busca de alguna salida. Pero no podía alejarse demasiado si quería regresar antes del anochecer. Y nunca era lo bastante lejos. Desandaba sus pasos con las marcas que había dejado atrás para retornar a los brazos de su esposa, a veces cuando ya solo restaban unos minutos de luz solar; unos que cada vez se reducían más.
Antes solía llevarle regalos a su mujer. Ciara siempre había tenido debilidad por las sorpresas, por absurdas, baratas o infantiles que fueran. Como los peluches que compró en la caja de la gasolinera, luego instalados en la cama de su habitación de invitados, con sus ojos de cristal orientados a la ventana porque Ciara opinaba que disfrutarían de las vistas. Bombones, flores, incluso una cesta de fresones que compró en un arcén; si John pensaba que algo haría sonreír a su mujer, ya era suyo. Y ahora regresaba con ella exhausto y derrotado, y siempre con las manos vacías. Ni siquiera podía darle falsas esperanzas sin sentirse culpable por mentirle. Ya nunca volverían a casa. No había salida. Y él no tenía el valor de decírselo.
John se culpaba a sí mismo. Eso nunca se lo había dicho a Ciara, no creía que fuera necesario. En efecto, no era culpa de nadie más que de sí mismo, y si apenas tenía ánimos para hablar, mucho menos para reafirmar obviedades. Fue él quien insistió en la idea, aunque sabía que ella habría preferido quedarse en casa y holgazanear, como le encantaba hacer los domingos; sin salir, como si durante ese día de la semana su nuevo hogar constituyera todo su mundo. Era como una niña con la casa de muñecas de sus sueños, todavía incapaz de creer que de verdad fuera suya. No había ni una sola silla o lámpara que no adorase. Era todo lo que siempre había deseado y una cosa más que había perdido.
Su última comida caliente fue una fritura como las de toda la vida —la única especialidad de John—, con gruesas rebanadas de pan fermentado que daba igual cómo las cortara porque siempre salían torcidas. Lo recordaba todo con mucha claridad. Para sorpresa de nadie, había vuelto a liarla con las yemas de huevo. Los dedos de Ciara tocaban un pequeño redoble de tambores sobre la mesa cada vez que se acercaba a la sartén. La probabilidad de conseguir unos buenos huevos no había mejorado desde que se conocían, pero añadía algo de emoción a sus domingos. Debería haber saboreado cada bocado, pero en vez de eso John comió como si el desayuno fuera una certeza cotidiana, algo que nunca iba a perderse, tan común como la luz del sol, el aire fresco y todas esas cosas que se dan por sentado. Había estado de pie junto a la ventana, inclinado sobre el fregadero de la cocina para enjuagar una taza hasta un buen rato después de que estuviera limpia, escuchando su chirrido bajo el agua tibia. A lo lejos, los pastos de hierba alta se asemejaban a pestañas guiñándole un ojo, radiantes bajo el azul del verano.
Fue entonces cuando germinó en su mente la idea de dar un paseo dominical. John se la imaginó floreciendo hasta convertirse en un día perfecto; uno que no se marchitaría gracias a sus recuerdos compartidos. Ojalá hubiera sabido los horrores que podían producir esas semillas.
Ciara estaba hundida en un rincón del sofá, con los dedos de los pies enroscados en esos calcetines de lana que eran un básico de los domingos. Cuando él se asomó por la puerta, sonreía como de costumbre, tarareando para sí misma mientras hacía zapping, probablemente buscando una película que fuera a gustarle a él. La cosa nunca iba de ella. Ciara se acurrucaría bajo su brazo y él no sabría si tenía los ojos abiertos o cerrados. Ese era su domingo perfecto, y durante mucho tiempo aquello no cambió. No hasta que John tuvo que echarlo todo a perder.
—Venga —proclamó, dando palmadas—, ¡nos vamos de aventuras!
Ella lo miró con los labios entreabiertos, con esa preciosa expresión de asombro que siempre ponía cuando él la sorprendía. Su pulgar dejó de pulsar el botón. Miró la televisión casi con tristeza. No le apetecía, John lo notaba. Su día se había acompasado a su ritmo natural, como todos los domingos anteriores, y Ciara había planeado las siguientes horas como un capitán que navegara por un mar conocido. Pero decidió seguirle el juego, contentándose con hacer lo que quisiera mientras estuviesen juntos.
—¿Adónde vamos? —preguntó. Se echó hacia delante, fingiendo el entusiasmo que John paladeaba de buen grado, como si fuera algo real.
—A Connemara —respondió él—. Nos pilla muy cerca y, desde que nos mudamos aquí, solo hemos bordeado las carreteras principales. Adentrémonos más y a ver qué encontramos. ¡Cielos azules, montañas y ovejas!
—¿Ovejas?
—Están por todas partes. —Se rio, abrazándose—. No hay nada más que ovejas en varios kilómetros a la redonda.
—Vale, guapo —asintió ella, levantándose del sofá. Arrastró las piernas entumecidas hacia sus brazos—. Iré a donde quieras… —Se puso de puntillas para besarlo—. Ya me habías convencido con lo de las ovejas.
—No hay nada más ahí fuera —dijo él con una sonrisa antes de plantarle un beso en la frente—. Puedes elegir la que más te guste y nos la llevaremos en el maletero.
Ese, abrazado a su mujer en una casa y no en una cárcel de cemento y vidrio, ese fue el momento en que podría haberlos salvado. Desearía haber abrazado a Ciara un poco más. Ojalá le hubiera preguntado qué le apetecía hacer, aunque no es que no lo supiera. Lo más probable era que ya le hubiese seleccionado media docena de películas. Ciara leería en voz alta las descripciones, con su voz teatral más grave, y él decidiría la ganadora. Quizás un mejor marido no habría sido tan egoísta. Desde luego, ahora la perspectiva de pasarse un día entero en el sofá le sonaba bien.
A John no le quedó más remedio que parar. Se secó el sudor de la cara y dio una bocanada de aire, que penetró en sus pulmones como el moho. Las estaciones no ejercían ningún dominio sobre el bosque. Una frialdad eterna permanecía atrapada allí, se elevaba como la niebla desde hoyos profundos. Era un cementerio de árboles cuya tierra negra se hundía, blanda, sin necesidad de lluvia, y la sensación de muerte y podredumbre lo acechaba como los restos de un sueño horrible. El silencio que reinaba era desconcertante. Los torpes pasos de John reverberaban en todos los ángulos, sus confusos ecos le alteraban los sentidos. Tenía que mantener el rumbo. La vida de Ciara dependía de que no se perdiera.
Pero las turbias profundidades del bosque eran salvajes y engañosas. A la manera de un laberinto de espejos, jugaban con la vista, le incitaban a dudar de sí mismo. Se había detenido demasiadas veces para comparar el camino que acababa de recorrer con el que tenía por delante y no había detectado ninguna diferencia. Se imaginó un cuervo sobrevolando el bosque (si es que algún animal se había atrevido alguna vez a internarse allí) y viendo cómo John orbitaba en torno a la misma extensión claustrofóbica del infierno, perdido como una rata en un laberinto.
No recordaba la dirección de la que procedía el coche hasta que se detuvo en el límite del bosque. Las serpenteantes carreteras se habían curvado y retorcido con mucha frecuencia, cambiando de orientación con cada kilómetro que avanzaban. Ojalá hubiera seguido el mapa como quería Ciara. Ojalá hubiera hecho muchas cosas de otro modo.
—No será una aventura si sabemos adónde vamos —le había dicho, girando un poco la cabeza para guiñarle un ojo mientras ella hurgaba en la guantera.
—Vale. —Ciara había soltado una risita y se había reclinado como una niña en un autobús escolar, con una emoción plagada de nervios por el comienzo de las clases—. ¡Sin mapas! Más vale que te asegures de recordar cómo volver a casa, ¿eh?
—No te preocupes, prometo llevarte a casa de una pieza.
John nunca le había roto una promesa a su mujer. Y en aquel instante pensó que nunca lo haría. Hablaron y se rieron durante todo el trayecto, admirando el mundo bañado por el sol que los rodeaba, siguiendo cualquier camino que les apeteciera y optando en todos los casos por el menos transitado, donde el coche se balanceaba de un lado a otro como si navegara bajo una tormenta. Las montañas de piedra estaban veteadas de luz, e incluso las praderas más apagadas resaltaban al ondularse como cintas de colores. Pronto ya no había casas ni más coches, ni ninguna otra oveja a la vista en varios kilómetros a la redonda. Al cabo de un rato, hasta los pájaros escasearon. Dondequiera que los llevase su aventura era un lugar muerto que incluso los animales sabían que debían evitar.
—¿No deberíamos volver? —le había preguntado Ciara, conteniendo un bostezo.
—Vamos un poco más allá —había respondido él, dándole un apretón en el muslo—. Tiene que haber algo en la línea de meta.
John tuvo muchas oportunidades de prevenir lo que iba a pasar. Pero ¿cómo iba a imaginárselo? Había reproducido con frecuencia los recuerdos de ese viaje, como una película en bucle. Se imaginaba sentado en el asiento trasero, gritándose a sí mismo que frenara, se diera la vuelta y salvara a su mujer de lo que fuera que hubiese en el bosque. Pero su yo pasado no lo oía. El muy necio seguía conduciendo.
Después de que el coche se averiara, Ciara había querido esperar. Alguien acabaría pasando por ahí. Pero no les quedaba batería en los móviles y no sabían adónde los había llevado John. Él había jugueteado con el motor, mirándolo como un mecánico que sabía lo que estaba haciendo. Pero la verdad es que no tenía ni idea. Era extraño: su reloj de pulsera también se había parado. Detrás de ellos se extendían kilómetros de caminos desolados, y ¿cuánto iban a durar sin comida ni agua suficiente? Las noches eran tan oscuras como frías, y Ciara, a pesar de su juventud, no estaba en condiciones de emprender semejante viaje. A John solo se le ocurrió una alternativa y ella confió en él lo suficiente como para no discutírsela. Entraron en el bosque, donde la carretera se fundía en la piedra y en la tierra negra, y las sombras sellaron el camino que dejaban atrás como una trampilla que se desvanecía, que se perdía para siempre.
Había visto a Ciara debilitarse a lo largo de los meses. Sus ojos cansados nunca permanecían abiertos durante mucho tiempo, como si el propio aire fuera un opiáceo que los apagara y secara. Nunca había suficiente comida para alimentar las cuatro bocas. Sus apetitos se habían devorado a sí mismos, hasta el punto de que incluso la sensación de una mora deslizándose por la garganta resultaba nauseabunda. El agua se repartía entre ellos sin saciar ninguna sed. La blanca piel de Ciara, que antes era tan suave como la seda, estaba seca y salpicada de manchas imposibles de limpiar. Los esfuerzos por sobrevivir los estaban envejeciendo con una urgencia cruel e imparable.
Un hombre más sabio podría haber esperado a que pasara el invierno. Sus días eran demasiado cortos y sus oscuras noches, demasiado largas. Pero el frío diciembre había demostrado ser letal. Las enfermedades y las lesiones eran inevitables. La suya era una muerte lenta, y le rompía el corazón ver a su esposa languidecer ante sus propios ojos, marchitándose como una rosa a la que se le niega el sol.
Le daba miedo la idea de dejar a Ciara con esa mujer. Pero ella sabía cómo sobrevivir. Hacía mucho que había renunciado a la carga de la bondad y el optimismo, conservaba solo lo esencial. Esos rasgos eran característicos de Ciara y John tenía la impresión de que la mujer los consideraba una debilidad. De alguna manera, Ciara se las apañaba para seguir sonriendo. Sus ojos verdes todavía brillaban, con o sin lágrimas. Por la noche se sentaban juntos. Ella se acurrucaba contra él y él la abrazaba, acariciándole el pelo hasta que su respiración se ralentizaba y daba paso a un sueño inquieto, como solían hacer los domingos; todos esos días atesorados como un pasado que ya nunca se repetiría.
El bosque se estaba oscureciendo y John seguía obligándose a atravesar la maraña de hojas y enredaderas. Tenía la piel rasguñada, las palmas bronceadas por la sangre. Pronto necesitaría descansar. Esos árboles parecían prolongarse por toda la superficie terrestre, como si crecieran a una velocidad que él jamás podría superar. John sabía que Ciara nunca habría llegado tan lejos. De buen grado daría su vida por la de ella si el destino le diese la opción y fuera fiel a su palabra. Continuó avanzando. No pararía hasta que las criaturas lo encontraran, y no albergaba la menor duda de que eso ocurriría. Mientras buscaba alguna salida de ese maldito lugar, la madera seca crujía bajo sus pies como huesos quebradizos.
Aún no los había visto. La mujer que estaba en el refugio cuando llegaron solo había hilado vagos acertijos sobre su apariencia. Ella no sabía nada, pero su ignorancia no la perturbaba como a él. Se contentaba con sobrevivir, con vivir sin un futuro que no fuera como el presente, desprovisto de las alegrías y comodidades más elementales.
Los veía a todos como una carga, en especial al chico. Tachaba de suicidio las tácticas de John para buscar ayuda. Sus hoyos están por todas partes, había dicho. Ocultos por la tierra del bosque y mucho más allá. Y al caer la noche, la puerta del refugio se cerraba. Esas eran las reglas. Así era como ella había sobrevivido.
John se cayó de rodillas sin aliento ni fuerzas, con la cabeza dándole vueltas y unas motas de colores danzando ante sus ojos e intensificándose con las últimas luces del día, mientras las sombras inundaban el bosque y escondían las innumerables raíces que revestían la tierra como trampas explosivas. Cruzó los brazos con fuerza sobre la caja torácica, intentando contener el dolor que desgarraba cada fibra nerviosa y cada órgano torturado en su interior. No había un final a la vista, la oscuridad se había asegurado de ello. En cualquier momento, pensaba John, se arremolinarían en torno a sus pozos, esperando a que el último y fatal rayo de sol se deslizara sobre el horizonte invisible. Esos frutos de su imaginación derivaban solo de los sonidos que llegaban desde detrás del espejo, donde por algún motivo ellos los vigilaban noche tras noche, como un niño que contempla una pecera mientras da golpecitos en el cristal.
De repente, sus gritos inundaron la noche. Se le acababa el tiempo. John nunca los había oído al aire libre, fuera del refugio cuya estructura de cemento los había salvado durante todos esos meses. Siguió avanzando, aunque ahora la oscuridad ocultaba el camino. Sus voces sonaban tan próximas, tan ensordecedoras que John pensó que se precipitarían sobre él de un momento a otro. Pero ¿cómo era posible? El refugio quedaba a un día de allí. ¿Se había perdido? Sin luz ni una brújula con la que mantener el rumbo, no había forma de saber qué curso errático lo había conducido allí, donde las hojas ahora temblaban por el estruendo que producían sus cuerpos al rastrear su olor y todas esas huellas hundidas en el barro negro.
Durante esas últimas noches, cuando John abrazaba a su mujer, había soñado con sorprenderla. No con más osos de peluche; la cama de invitados ya estaba atestada. Se imaginaba pasando la Navidad juntos en su perfecta casa. Si pudiera encontrar una salida, regresarían a tiempo de celebrar su época favorita del año, y volvería esa desgarradora mirada de desconcierto incontrolable, y ella se reiría y sonreiría de nuevo, y se pondría de puntillas para besarlo. Y todo volvería a ser como antes.
Esos fueron los últimos pensamientos de John mientras los vigilantes se concentraban a su alrededor.
1
Mina
El salpicadero se oscureció justo antes de que el motor se apagara. Sus testigos rojos llevaban siendo el único color desde el anochecer. Todo lo demás era blanco o negro, o algo intermedio, con la tonalidad cenicienta que irradiaba la luna. Los faros no se apagaron ni parpadearon. La noche devoró la carretera de un único bocado impaciente y el coche se detuvo, con los neumáticos crujiendo sobre la piedra escarchada. Luego ya solo quedó ese silencio sin luz mientras Mina se esforzaba por encontrar sentido a la situación.
—Esto es culpa tuya —le susurró al loro en el asiento trasero; su jaula estaba apoyada entre dos abrigos. Pero sabía que el animal no tenía la culpa.
«Tú ve por una de esas carreteras rurales —le había dicho Peter con esa voz ronca de fumador que siempre hacía que Mina se planteara dejar el tabaco—. Todas van al mismo sitio, no tardarás más que unas pocas horas y el pájaro no te dará problemas. Tim me dijo que solo se porta mal cuando tiene hambre».
Peter no había conducido en toda su vida. Había bebido a diario durante cincuenta años y seguía sediento. Parecía un hombre que lo había visto todo. Un sabio, un vidente que ocultaba secretos con los que otros solo podían aspirar a soñar. Tal vez fueron los ojos que se entrecerraron bajo esas cejas pobladas, o la barba plateada, que brillaba aún más cuando su boca de dientes oscuros y amarillentos parloteaba sobre naderías. La cuestión era que Peter no había visto nada, salvo el fondo de mil vasos de pinta, y la bebida lo había envejecido sobremanera.
Mina había estado sentada fuera del pub antes de que las nubes negras llegaran desde la bahía, acompañadas de una lluvia torrencial. Los adoquines eran irregulares y los charcos recubrían las calles como llagas. A ella nunca le había molestado la lluvia y, desde luego, nunca la había pillado desprevenida. Interpretaba el cielo como si fuera una cara y sabía cuándo se le estaban llenando los ojos de lágrimas antes de que llegara el llanto. A esas alturas, la loada época del otoño resultaba muy lejana. Atrás quedaban las hojas, enroscadas y rojizas, que pegaban la pluma del poeta al papel. Esos eran los últimos coletazos del año. Eran los días sombríos y deshojados de diciembre, y la primera Navidad que Mina pasaría sin su madre. Jamás había resultado tan apropiado un cielo plomizo.
Ver a la gente pasar era su distracción favorita, y eso fue lo que aquella tarde la llevó de regreso al pub. De entre los lugares que más frecuentaba, la calle de Quay era su sitio preferido. Allí había café, ceniceros en las mesas y siempre un camarero al alcance del oído para pasar a algo más fuerte. Los tramos superiores de la calle estaban adornados con banderines alegres que cambiaban de color con las fiestas, siempre de la noche a la mañana y sin testigos. Tan pintoresca como una postal llena de evocadoras fachadas de tiendas y restaurantes, atraía a las multitudes como el mar abierto a las gaviotas. Los muebles del pub se hallaban detrás de barreras que protegían contra el viento y que a veces se caían durante un vendaval, pero que separaban a Mina de la gente, aislando a la artista de sus sujetos —aquellos que, a diferencia de ella, tendrían lugares donde estar o amigos con los que juntarse—. Mina no dejaba de recordarse que le estaba yendo bien por su cuenta, y seguro que algún día de estos empezaba a creérselo.
Su café estaba frío, y era tan amargo como negro. Mina escrutó ambos extremos de la calle en busca de ese rostro perfecto. Mientras tanto, el lápiz aleteaba entre sus dedos, abatiéndose sobre la página como un cernícalo a la espera de atacar. Las borrascas invernales complicaban las cosas. La gente iba con la cabeza gacha y nunca se quedaba quieta. Los días fríos empeoraban a medida que las bufandas iban subiéndoles por el cuello, dejando a la vista únicamente los ojos.
Durante meses, Mina había estado recopilando a sus extraños, como los llamaba. Con solo echar un vistazo a una cara percibía sus sutilezas, la fijaba en su memoria. Y su cuaderno de bocetos estaba lleno; página tras página tras página manchada de café y mojada por la lluvia. El papel era orgánico. En él, las caras se desarrollaban con facilidad. Y distraían sus pensamientos lo suficiente para disfrutar de un momento de paz.
Ahí estaba el vagabundo de mediana edad, con rostro alegre, barbado y de ojos amables. Su nariz respingona hacía que las mejillas peludas parecieran aún más grandes, como las de un gato persa callejero. En la cabeza no tenía ni una hebra, pero sus cejas eran indómitas. Se curvaban hacia el cielo de una manera que a Mina le recordaba a las filigranas francesas. Cada vez que pasaba a su lado, él le decía buenos días, buenas tardes o buenas noches, como si siempre estuviera pendiente del sol. A veces ella le echaba algunas monedas. Otras veces le sonreía sin más. Nunca parecía que estuviera mendigando. Simplemente se sentaba allí, esperando que su suerte cambiara o que el sol se perdiera de vista, lo que fuera que ocurriese primero.
También estaba el anciano bigotudo. La bebida había amoratado sus facciones, como si ya no pudiera sudar el alcohol y se le hubiera acumulado bajo la piel, bulléndole en la nariz y en las mejillas. Tenía los ojos marinados en esa sustancia. Cuando al final muriese, nadie se preguntaría por qué y las imperfecciones se desvanecerían de su piel como un asesino escapando hacia las sombras.
La siguiente era la androide, como Mina había llegado a llamarla. El rostro era impecable; afilado y simétrico, con una piel de alabastro tan uniforme que tenía que ser sintética. Cada detalle se había seleccionado a propósito para realzar su belleza, seguro que por algún científico de bata blanca. Era extraordinariamente alta; un robot multiusos con habilidades atléticas que complementaran su apariencia. Los escritores de ciencia ficción llevaban décadas fantaseando con esa mujer.
Mina la había dibujado tres veces y su rostro era el mismo en cada página. Nunca había visto a nadie tan triste ni tan hábil disimulándolo. Reprimir una sonrisa no es fácil: la felicidad siempre asoma de algún modo. Pero la tristeza puede esconderse bajo la piel como un oscuro secreto. No necesita lágrimas para revelar su presencia, y la cara de esa mujer carecía hasta de la más mínima expresión. De dondequiera que viniese y adondequiera que fuese, estaba flanqueada por un pasado y un futuro que no le permitían fruncir los labios en una sonrisa.
Luego las páginas se centraron en ese boceto: el autorretrato que Mina había dibujado después de demasiadas copas. Junto a un cenicero hambriento y dos botellas de vino, había contemplado su reflejo hasta que pareció devolverle la sonrisa. Algo irónico, dada la situación.
Esa era ella, hecha realidad por su propia mano con la suficiente dosis de franqueza y desdén para que tuviera sustancia. A la mañana siguiente, Mina se había planteado arrancar la página, pero tal vez su lugar fuera ese, perdida entre una multitud de extraños. Nadie mejor, nadie distinto, solo otra cara juzgada por su expresión. Inmortalizada en ese triste y patético segundo en el que las costuras de la vida comenzaban a deshilacharse.
Los ojos parecían al borde de las lágrimas. Ni siquiera el delineador podía disimularlo. Todo ese negro solo acentuaba la tristeza. No observaban a Mina. En cambio, la miraban sin verla, con un desinterés que rayaba en el rechazo. Los labios no tenían la menor movilidad, como arcilla moldeable que se deja al aire durante demasiado tiempo. Sonreír se había vuelto incómodo. Incluso hablar le resultaba ahora una tarea ardua. La nariz era fina y muy recta, aburrida. Los pómulos eran altos y toda su cara tenía esa trillada forma de corazón. El resto carecía de inspiración. Orejas pequeñas, barbilla discreta. Incluso los dientes, aunque no se vieran, eran rectos y pulcros.
Tenía el pelo negro, y en su momento el corte bob desigual le había parecido una buena idea. También el flequillo, pero ahora Mina no estaba tan segura. Daba igual lo que hiciera para fingir algo de individualismo, porque podrían haberla producido en una fábrica. Su belleza era genérica, y ¿qué belleza había en eso?
Si hubiera visto ese rostro en la calle, no lo habría dibujado. Habría seguido buscando. «Ya estamos otra vez». Mina respiró hondo, cerró la libreta de golpe y la guardó en el bolso. Odiaba ponerse así: taciturna y melodramática, como diría su hermana. Además, la noche anterior había sido una de las mejores. Su vestido negro los había desconcentrado a todos de sus cartas. Con eso pagaría las facturas y bastaría para cubrir el alquiler. ¿Acaso aquello no era suficiente para imitar una sonrisa?
Empezaron a caer las primeras bombas de lluvia; detonaciones de advertencia lentas y torpes. Se avecinaba el bombardeo principal y no hacía falta ninguna sirena antiaérea para que se despejaran las calles. Mina regresó al interior, llevándose su café frío, y allí estaba Peter junto a la barra, balanceándose como un mástil roto tras demasiadas tormentas. Todavía era lo bastante temprano como para entenderlo, pero lo bastante tarde como para quizá no querer hacerlo. Su rostro se iluminaba cada vez que Mina cruzaba la puerta del pub. Era viejo y feo. Ella era todo lo contrario.
—Hay un coleccionista de aves raras, loros y demás, en Connemara —le dijo—. Y tengo un loro. Bueno, en realidad no es mío. Es de Tim. Pero lo vendemos juntos. Se llama cotorra dorada y vale bastante dinero. Es una cotorra dorada —repitió despacio, recalcando las sílabas.
Mina no había oído hablar nunca de Tim. Era extraño pensar que Peter tenía amigos escondidos en algún lugar lejos del pub. Echó una ojeada al barman, Anthony, que se apoyaba en el grifo de Guinness y escuchaba con una sonrisa. Los treinta y tantos años del hombre habían salpicado de plata su pelo negro por ambos lados. Tenía una belleza clásica, como de una fotografía antigua de James Bond, pero carecía del carisma para advertir la semejanza.
—¿Cómo se llamaba el pájaro? —preguntó, incitando a Peter a decirlo por lo que parecía ya la millonésima vez.
—Co-to-rra do-ra-da —repitió, tras lo que Anthony se limitó a reírse y se alejó, dejando a Mina con un hombre que a lo mejor ya había bebido más de lo que ella sospechaba.
Una pinta de Guinness aguardaba a que la llenaran hasta el borde, con ondas de bistre formándose sobre el negro. Las tazas y los platillos tintineaban. Los taburetes se arrastraban por el suelo. Todo era de madera y transmitía calidez, y ninguna voz sonaba demasiado fuerte. Anthony trabajaba junto a la máquina de café, extrayendo lo viejo y aplastando lo nuevo. La leche despedía vapor al borbotear, se quemaba casi siempre. La caja registradora tañía al abrirse y cerrarse de golpe, y se oía música, todo entretejido en un reconfortante manto de sonidos familiares. El pub era un lugar seguro. Eterno hasta que las luces parpadeaban y las últimas comandas agotaban los grifos.
Las ventanas estaban empañadas. Voces y respiraciones, bocadillos y sopa: ese aire caliente, sustancioso, casi empalagoso, quedó atrapado como por una escotilla, y solo emanó al exterior cuando se abrió la puerta, para consternación de quienes desconfiaban de las corrientes. Si en el pasado habían robado vidas, ahora robaban el calor.
—¿Quieres que lleve un pájaro a Connemara? —preguntó, sosteniendo con ambas manos el whisky caliente que tenía justo debajo de la nariz.
—Exacto. Un día de viaje, ni más ni menos, y puedes quedarte doscientos euros. Aunque eso tendrá que cubrir los costes de la gasolina. Si no quieres el trabajo, se lo pediré a otra persona. Pero oye, Mina —susurró con el aliento viciado, acercándose—: esto es dinero fácil y me harías un favor.
Peter estaba más sintonizado de lo que la gente creía. O era posible que Mina estuviese tan aislada que compartieran la misma estática social. Unas semanas antes, ella le había publicado un anuncio en internet. Era de un violonchelo deteriorado con pinta de haber salido de una tienda de segunda mano destinada a la beneficencia. Pero se vendió por quinientos euros, y de ellos Peter le había dado cien. Unos cuantos amigos más como él y ya no tendría que tratar cada factura como el equivalente impreso de la caja de Pandora.
—¿A qué parte de Connemara me mandarías? —dijo—. Es un sitio grande.
—Tengo un mapa —respondió él con un guiño y un gesto de asentimiento—. Tu hombre, el comprador, me dijo dónde vive, y hoy en día es imposible perderse.
—¿Y cuándo quiere la…? —preguntó Mina, que ya se había olvidado.
—Co-to-rra do-ra-da —aclaró él, esta vez todavía más despacio—. Le dije que la recibiría mañana.
—Por Dios. —Mina se rio—. Qué amable por tu parte.
La lluvia contra la ventana fue motivo suficiente para posponer la decisión. Mina se había puesto la cazadora de cuero; la corta que apenas le cubría la espalda. Unos hilos sueltos indicaban dónde iban antes los botones, y los codos y hombros se habían vuelto de un gris desvaído. Clavadas en las solapas había algunas chapas. Su jersey de lana, blanco con rayas negras, era tan largo que las mangas le llegaban hasta los dedos. Al menos no se le había ocurrido ponerse falda. Los vaqueros le quedaban ceñidos dentro de los botines, desgastados por demasiados inviernos y faltos de betún.
Mina ni había tocado todavía el lienzo de su estudio. Su vacío la había molestado desde que aceptó el trabajo, como una mascota no deseada que no paraba de reclamar atención. Los encargos se pagaban bien, pero odiaba hacerlos aún más que contar el cambio para comprobar si podía permitirse una taza de café. El cliente tenía el control y ella siempre se sentía como si fueran deberes. Como si el arte tuviera una respuesta correcta y otra incorrecta. Las cartas habían sido benevolentes: había ganado lo suficiente para sobrevivir por una temporada. Pero los golpes de suerte así no abundaban. Doscientos euros eran una buena suma. Además, el viaje podría despejarle la mente. Era increíble lo fantástica que se le antojaba la entrega del pájaro después de todos esos whiskies calientes.
—Sabía que podía contar contigo —dijo Peter mientras pedía por gestos otra ronda para celebrarlo—. Este va a ser el dinero más fácil que vas a ganar, ya verás.
El optimismo, avivado por el alcohol nocturno, parecía un recuerdo falso cuando Mina desplegó el mapa sobre el parabrisas. En retrospectiva, probablemente debería haberlo inspeccionado antes, pero en las carreteras que aún tenían algo de asfalto había visto muchos letreros. El papel apestaba a la chaqueta encerada de Peter y estaba tan raído que debía de llevar en su bolsillo desde que lo compró, haría una década. Mina tuvo que echar atrás el asiento para que le entrase en la cabeza lo que estaba mirando. Cuando por fin encontró la sección doblada donde en teoría había aparcado, con dos ruedas en la cuneta, vio que Peter había dibujado un círculo con bolígrafo azul, aparentemente al azar. La circunferencia abarcaba la mayor parte de la página. Pero daba igual adónde se suponía que debía ir, porque ni siquiera sabía dónde estaba.
—Joder, Peter —susurró para sí misma—. Menudo mapa más inútil.
Las carreteras se habían estrechado. Las barreras desniveladas hacía un buen rato que se habían convertido en escombros, y el coche arrastraba por debajo un matojo de hierbas enmarañadas mientras avanzaba con dificultad, con las ruedas hundiéndose en agujeros de hielo crujiente. Cualquier elemento dispar que le sirviera de entretenimiento había muerto con el sol, y pronto una niebla gélida barrió con suavidad los pantanos adyacentes. Ansiosa, Mina buscó en el horizonte cualquier indicio de vida —la luz de una casa lejana o los últimos vestigios de habitantes del bosque—, pero no había nada. Incluso las malditas ovejas que bajaban por las laderas la habían abandonado. Todos los animales habían desaparecido de la vista, desmoralizados por un día demasiado corto como para que supusiera una diferencia. El invierno era silencioso e incierto, y Connemara nunca había parecido tan sombría.
En todas las emisoras de radio crepitaba la estática, por lo que Mina fue escuchando el traqueteo cansado del coche y el tamborileo de sus dedos en el volante, esperando con paciencia una respuesta a la pregunta que no dejaba de hacerse: «¿Dónde diablos estoy?». Sus faros eran la única luz hasta donde alcanzaba la vista, como una estrella caída en un planeta muerto, y por primera vez en mucho tiempo empezaba a preocuparle la soledad. Debería haber llegado a casa del comprador hacía horas. El mapa de Peter estaba desplegado en el asiento del acompañante. De vez en cuando, lo miraba por el rabillo del ojo con el ceño fruncido. Cada móinín y cada serpenteante tramo del camino parecía que no la llevaban a ninguna parte. Y los faros no revelaban gran cosa, solo la misma franja escarpada de barro y piedra.
—¿Alguna idea? —le preguntó al pasajero del asiento trasero—. ¿No? Ya me parecía.
Incluso una llamada de Jennifer sería un descanso bienvenido de la trillada compañía del loro. Pero las conversaciones con su hermana siempre la dejaban exhausta. Jennifer hablaba largo y tendido sobre su nuevo marido y su nuevo hogar, sin apenas detenerse a respirar. A esto le solían seguir algunas anécdotas recientes del fin de semana sobre montañas o caminatas, o cualquier cosa capaz de producir cincuenta fotos que compartir con el resto del mundo. Todas con filtros para que el cielo pareciese una acuarela barata. «Tendrías que haberte venido», decía entonces Jennifer. A Mina no se le ocurría nada peor.
Jennifer había llamado hacía dos días, después de la comida y otra vez por la noche. En ambas ocasiones, Mina se había quedado mirando el nombre de su hermana mientras vibraba hostilmente sobre la mesa; una mano se acercaba para responder y la otra la retenía. Cuanto más tiempo pasaban sin hablar, más culpable se sentía. La segunda llamada perdida había dejado el rastro de un mensaje en el contestador, como una mancha que aún no había borrado. Ahora parecía un momento tan bueno como cualquier otro.
—¿Listo para oírlo? —le comentó al loro mientras desbloqueaba el teléfono—. Es mi hermana. Verás las chorradas con las que tengo que lidiar.
Como era de esperar, el mensaje comenzaba con un largo suspiro de frustración.
—¿Por qué no coges el teléfono? Solo llamo para saber cómo estás. No entiendo por qué te empeñas en complicar tanto las cosas. Lo pillo, eres artista y necesitas tiempo para, eh, hacer tu arte. Pero ya es hora de encaminar tu vida, ¿sabes? No puedes seguir así, vendiendo algún que otro cuadro o…, no sé. Mira, no voy a volver a llamarte, ¿vale? Dejaré que lo hagas tú. Mamá no hubiera querido esto, Meens.
Así la había rebautizado la madre de Mina. Jennifer comenzó a usar el nombre después de su fallecimiento, como si Meens fuera una responsabilidad transmitida de generación en generación, una reliquia familiar rota que no conseguían arreglar. La madre de Mina había sido la única capaz de recomponer las piezas, y ahora las grietas resaltaban a la luz de la vida perfecta de Jennifer. ¿Vender algún que otro cuadro? No debería haber oído el mensaje. La voz de su hermana solo había empeorado la situación. «Los ojos en la carretera. No pienses en ello». Pronto vería alguna luz en la oscuridad.
«Mantén la calma, Meens —se dijo—. Todos los caminos llevan a alguna parte», como solía recordarle su madre cada vez que la vida daba un giro inesperado.
Fue entonces cuando el cuadro de mandos desapareció, como la cabina de un piloto que perdiera potencia en tierras ignotas. En un abrir y cerrar de ojos, el mundo se quedó desprovisto de luz y sonido. Solo se veía la luna, una bombilla en aguas turbias. Mina movió la mano hacia la llave para ponerlo en marcha y, cuando eso falló, buscó a tientas el móvil. Apretó el botón de encendido como un paramédico en busca del pulso, pero la oscuridad permaneció inalterable. Metió las manos a ciegas en el bolso para sacar un mechero. Sus dedos encontraron llaves, pintalabios, una baraja de cartas, otra vez pintalabios y entonces lo notó. Clic. Clic. Respiró hondo. Era imposible tener tanta mala suerte. Clic. Había luz. Una única llama heroica, pero le bastó para encontrar la pitillera sin andar rebuscando más. Siempre tenía uno liado en caso de emergencia y, desde luego, esta ocasión lo era.
Su respiración parecía sonar más fuerte en ausencia de todo lo demás. Añoraba el cálido ronroneo del motor; la compañía de algo tan simple como el sonido. Le temblaban las manos. No se quedaban quietas, como si fueran de otra persona; una dominada por los nervios. Fumaba rápido, con el cigarrillo suspendido en la boca, mirando a la nada porque no había nada que ver. El pájaro agitó las alas contra la jaula y ella se sobresaltó en el asiento. ¿Cómo es que de pronto todo se había vuelto tan estridente? Sus golpeteos contra los finos barrotes metálicos resultaban ensordecedores.
—Tranquilo —dijo, bajando la ventanilla y expulsando el humo con la mano—. Por Dios, eres peor que mi hermana.
Levantó el pulgar del mechero. No sabía cuánto gas quedaba, pero sí que no convenía desperdiciarlo. Las ascuas del cigarrillo tendrían que iluminar por ahora el camino. El pájaro se calmó cuando entró el aire frío. Pronto el único sonido fue el que producían los labios fruncidos de Mina al aspirar el humo, seguido de exhalaciones cansadas. Continuó sentada, con el brazo asomando por la ventanilla y la cabeza ladeada para ver las estrellas. Reinaba un silencio inquietante. Cerró los ojos y pensó en todos los lugares en los que preferiría estar: en cualquiera menos en medio de la nada.
Esperaría a que amaneciese y entonces decidiría qué hacer. Llevaba tanto tiempo conduciendo que tenía que haber alguien en los alrededores que pudiera ayudarla. La luz del día dejaría al descubierto alguna cabaña lejana, o tal vez una ofrenda tan insignificante como un letrero. Siempre cabía la posibilidad de que el coche volviera a la vida como por arte de magia. Pese a sus preocupaciones económicas, de buen grado desandaría el camino por el que había venido y dejaría que Peter recuperase su pájaro, libre de costes, y su puto mapa.
—Bueno, esta no ha sido una de mis mejores ideas —murmuró—. Supongo que la añadiré a la lista.
Mina se había amoldado de sobra al ruido de la ciudad que se colaba en su apartamento. Abajo siempre había canturreando algún músico callejero. Las mismas canciones, los mismos cambios de acordes con torpeza. Las palomas bailaban claqué sobre el tejado de pizarra durante los intervalos, y por la noche las gaviotas se deslizaban tierra adentro para abrir los contenedores con ese pico similar a una espada ganchuda. El silencio de ahora parecía antinatural. Pero eso no era nada comparado con lo que se avecinaba, con el grito que resonó en la noche como una sirena, inmovilizó a Mina contra el asiento y le arrancó el cigarrillo de los dedos.
Salvaje y estridente, no se parecía a nada que hubiera oído jamás. No era humano. No era posible que lo fuese. Y hacía horas que no veía un animal. La voz sonaba con tanta claridad que las mismísimas estrellas tenían que haber temblado por su fuerza. Mina metió dentro el brazo y cerró la ventanilla.
—¿Qué coño ha sido eso? —masculló, encogiéndose tras el volante.
Cerró todas las puertas y se sintió súbitamente expuesta. Si había algo ahí fuera, no podría verlo. El coche estaba cercado por una negrura impenetrable, como si se hubiera hundido en la fosa más profunda del océano, habitada por seres ancestrales ajenos al tiempo y a la luz, en secreto y a oscuras. Se subió al asiento trasero y movió a un lado la jaula del loro. Allí se acurrucó bajo los abrigos, con la esperanza de que ocultaran su presencia en un sitio donde ya no se sentía segura.
—No hagas ningún ruido —susurró, doblando las piernas por debajo—. Hay algo ahí fuera.
No sonó ningún chasquido de hielo, ningún suave crujido de escarcha. Las ventanillas se empañaron y blanquearon por el aliento de la noche, pero no volvió a oírse ningún sonido, por leve o inocente que fuera. Incluso el loro sabía mantener cerrado el pico. Solo quedaba el recuerdo de ese grito persiguiendo a zancadas los pensamientos de Mina. Se rodeó los hombros con los brazos, conservando todo el calor que podía, aguzó el oído y esperó a que regresara esa voz sobrenatural.
2
Un rayo de luz se deslizó sobre sus pies. Mina soltó los abrigos, los lanzó a un lado y pateó uno hasta meterlo en ese espacio olvidado tras el asiento del acompañante. Sus huesos se desplegaron como tumbonas rotas mientras estiraba las piernas entre los asientos delanteros. En sus treinta y tres años de edad, jamás se había sentido tan mayor. El pájaro inclinó la cabeza con curiosidad, casi sorprendido por la aparición de Mina. Arrastró las patitas rosadas por la percha. Al menos Peter no se había equivocado con el nombre. Las plumas de la co-to-rra do-ra-da resplandecían a la luz matutina. Era bastante bonita, la verdad.
La escarcha cubría el centro del parabrisas. Mina oía el hielo crujir y chasquear a su alrededor como una cáscara de huevo quebradiza. Se acercó al asiento del acompañante para coger el móvil. Daba igual a quién llamara mientras no fuera Jennifer. Llevaba demasiado tiempo ignorándola como para ahora pedirle ayuda. El plástico del teléfono estaba frío, como si la batería presentara rigor mortis. Eso no auguraba nada bueno. No funcionaba, como era de esperar. Lo dejó caer detrás del asiento trasero, donde se hundió sin hacer ruido en un abrigo. Aquella no era la mejor forma de iniciar un nuevo día. Mina se recostó y miró al solecillo.
—Qué opinas, ¿irás a buscar ayuda si te ato una nota a la pata?
El pájaro trinó y cantó, experimentando con una melodía de lo más absurda. Era demasiado temprano para ese tipo de cosas. «Solo se porta mal cuando tiene hambre», había dicho Peter. Mina se sentía muy identificada con eso. En el maletero del coche había un saco de bolitas para pájaros, un regalo de consolación para el comprador dispuesto a gastarse una pequeña fortuna en un pájaro amarillo que desentonaba. Mina abrió la puerta y puso un pie cauteloso en el suelo. Al menos uno de los dos podría desayunar algo.
Levantó los brazos hacia el cielo, dejó crujir el cuello a ambos lados y soltó un quejido mientras cada parte dolorida de su cuerpo parecía relajarse, aunque solo fuera por un momento. Fuera, el clima era frío y cortante, y las piedras todavía brillaban con una fina capa de escarcha. Se quedó mirando con cierta sorpresa la carretera que tenía delante, donde una neblina se escondía entre las sombras y sorteaba la luz del sol como un prisionero esquivaría los focos reflectores. El coche se había averiado no demasiado lejos de un bosque, pero sí lo suficiente como para que los faros no lo hubieran iluminado antes de apagarse. Los árboles escaseaban en Connemara. En la zona podría haber algunos espinos combados por el viento, quizá, pero Mina nunca se habría esperado encontrar allí, en toda su miseria deshojada, un área boscosa de esas magnitudes. Era extraño que el coche se hubiera detenido ahí, en el límite de la hilera de árboles, como si el bosque le hubiera negado la entrada. Los árboles parecían viejos, tan quebradizos y deteriorados como la piel muerta. Pese a que el sol brillaba detrás de ella, en sus profundidades se extendía la negrura de la noche.
Al volver la vista por donde había venido, no distinguió nada, ni siquiera un pájaro en el cielo. El árido terreno presentaba desniveles y era desapacible; se alzaba en cuestas y caía en hondonadas recónditas. En todas partes predominaba la misma tonalidad turbia, idéntica a la del día anterior. Incluso las rocas, con sus manchas descoloridas, le resultaban familiares. Había conducido durante muchas horas sin ver nada más allá de los faros. Al parecer, no se había perdido gran cosa.
El maletero se abrió con un clic y se levantó, acompañado del sutil crujido del hielo. Hasta el sonido más sutil parecía haber aumentado de volumen. El saco de comida para pájaros estaba junto a la rueda de repuesto y una botella de agua medio vacía, que a saber cuánto tiempo llevaba ahí. Pero Mina reconocía un artículo de primera necesidad cuando lo veía. El día acababa de empezar y no había forma de saber cuánto camino tenía por delante. Quizá no encontrara más agua en un centenar de kilómetros.
—¿Listo? —le preguntó al pájaro mientras este mordisqueaba las bolitas que le había metido en la jaula. No le había preguntado a Peter cuánta comida darle, eso era tarea del comprador. Un puñado le pareció bien.
Siguió junto a la puerta abierta, con una mano en el techo del coche, observando el bosque nada convencida. Su aspecto era tan sombrío e inhóspito bajo el cielo azul como en una visión renacentista del cielo y el infierno. No tenía sentido volver por donde había venido, eso era obvio. Pero, pese a lo escabrosa que era la carretera, el recorrido de delante parecía aún peor. Daba la impresión de que una maquinaria pesada había abierto a la fuerza un camino entre los árboles. Era una cicatriz mugrienta que la naturaleza había intentado tapar. La maleza desgarbada y las gruesas zarzas sobresalían desde el interior, y dentro no se movía nada. Incluso las malas hierbas, larguiruchas y secas, se alzaban con la firmeza de las cañas. No se oía nada. Mina se rascó el contorno de la oreja solo para asegurarse de que no se había quedado sorda.