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Al hombre de la barca nunca nadie le ha preguntado su nombre. Tampoco le han preguntado qué son esas extrañas luces que salen a veces de su barca, ni quién es esa especie de monstruo de cara gigantesca y rectangular que aprece algunas noches. Pero Frits está decidido a averiguarlo, y entonces se dará cuenta de que la realidad es mucho más de lo que uno ve.
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Seitenzahl: 54
Veröffentlichungsjahr: 2013
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A Yolanda,
porque Jaap Dussel tiene razón.
El hombre que vivía en la barca vieja del canal se llamaba Jaap Dussel y tenía un secreto.
Su nombre no era el secreto, claro, pero solo lo sabían dos personas: su mujer y Frederick. No es que Jaap Dussel no quisiera que los demás supieran cómo se llamaba, pero lo cierto es que nadie le pregunta el nombre a un señor viejo que vive de lo que puede pescar y de las monedas que le dejan en el sombrero los que pasan a su lado.
Su mujer se lo aprendió cuando se casaron, o antes, pero Frederick, que vivía en una casa frente al canal, se lo preguntó uno de los primeros días de las vacaciones, cuando se armó de valor para ir a hablar con él.
Se acercó receloso, casi con disimulo, desviando la vista y sin estar aún seguro de querer conocer al hombre misterioso de la barca. Tanto disimuló que, cuando se quiso dar cuenta, el hombretón estaba plantado delante de él. Y Frederick tartamudeó al empezar a hablar.
–¿Co… cómo se llama?
El hombre se sorprendió. Nadie, nunca, le había preguntado su nombre. Al menos desde que vivía en aquella barca. Y ese interés, aunque fuera de un desconocido, le alegró. Carraspeó un poco para aclararse la garganta y trató de utilizar el tono más dulce que pudo.
–Dussel. Jaap Dussel.
Y esa voz los tranquilizó a ambos.
–Hola, señor Dussel.
–No soy señor, chico. Soy Jaap Dussel a secas.
–Sí es señor, señor Dussel. Tiene sombrero –dijo Frederick señalando el de las monedas–. Si tiene sombrero es que es señor, señor Dussel.
Jaap Dussel sonrió y repitió entre dientes.
–Señor Dussel, se-ñor-Du-ssel. Me gusta.
–Yo me llamo Frederick, pero puede llamarme Frits.
Frits tenía el pelo muy rubio, los ojos claros y una nariz respingona que no le gustaba nada porque le picaba con frecuencia. Y, cuando le picaba, tenía que soltar una de sus muletas para rascársela.
Las muletas no le molestaban. Eran como unas gafas. Se había acostumbrado a ellas desde pequeño. Él no se acordaba de nada, pero Erika, su madre, le contaba que, cuando tenía un año, una bicicleta había chocado contra él un día de paseo y le había roto la tibia de la pierna izquierda. Si hubiera sido mayor, le habrían puesto una escayola con la que ligar en clase y sus amigos le habrían dibujado cosas, pero cuando le pasó nadie se dio cuenta porque el niño aún no andaba. Dos días después, la pierna se hinchó y, cuando su madre decidió acudir a un médico, una parte ya se le había gangrenado y tuvieron que amputársela.
Erika se sintió culpable desde entonces, y eso que Frits nunca había echado de menos tener dos piernas. Decía que era como el que no ha visto nunca el mar: puedes tener curiosidad, pero no lo echas de menos porque no sabes cómo es.
Además, había aprendido a hacer un montón de piruetas sobre esos palos rígidos que apoyaba en las axilas. Si se ponía en medio de una plaza, muchos se paraban a mirarle y algunos le dejaban monedas, convencidos de que era un mendigo, un niño triste y sin suerte.
Pero se equivocaban del todo. En cualquier caso, Frits nunca despreciaba una moneda. La cogía de inmediato y se iba rápido al carro de helados del señor Berg, a por uno bien grande de chocolate con limón. Sí, era un mezcla rara. Y qué.
A la madre de Frits no le gustaba el señor Dussel. Aunque no le llamaba así, claro. No tenía ni idea de cómo se llamaba y jamás se le ocurriría ir a hablar con aquel pordiosero.
–Frederick, deja de mirar al viejo ese del barco, y no se te ocurra acercarte por allí, ¿eh? –ordenaba, y Frits se separaba de la ventana y se ponía a leer un libro gordo para aprender alemán.
Erika era la mejor madre del mundo. Frits se lo decía con esas mismas palabras a cualquiera que le preguntase. Y a veces lo decía también aunque no le preguntasen. En ocasiones estaba demasiado pendiente de él y se ponía un poco pesada, pero Frederick sabía que era por lo de la pierna: a Erika le aterraba pensar que su hijo pudiera sufrir otra desgracia.
La ventana de la habitación de Frits daba directamente al canal, justo al otro lado de donde estaba amarrada la barca del señor Dussel. Frits se pasaba horas mirando hacia allí. Se alegraba cuando el hombre conseguía sacar del agua algún pez porque, entonces, al señor Dussel se le iluminaba la cara, se metía en la barca, encendía un hornillo, colocaba una sartén y lo cocinaba. Después salía a cubierta, se atusaba la barba y el bigote y esperaba a la señora Dussel con una sonrisa de satisfacción enorme.
Si la pesca era abundante, Jaap dejaba algunos peces al pie de la torre de la iglesia, para las cigüeñas. Las cigüeñas eran especiales. Por lo que sabía, muchas parejas permanecían unidas de por vida, incluso aunque atravesaran años difíciles en los que perdían a sus polluelos o la comida era escasa. Y siempre se mantenían en pie, firmes en su nido, aunque las tormentas cayeran a plomo sobre ellas. Algunas veces, cuando las cosas venían muy mal, verlas allí arriba le animaba a seguir y volvía a echar la caña con la esperanza de poder encender el hornillo y esperar a su mujer con una sonrisa.
La señora Dussel se llamaba Antje. Esta vez fue el señor Dussel quien se lo dijo a Frits.
–Frits, voy a presentarte a mi mujer. Ven, querida. Frits, esta es mi mujer, la señora Dussel –anunció, remarcando lo de señora y guiñándole un ojo al niño.
Antje levantó las cejas, sorprendida. Jamás la habían llamado señora Dussel.
–¿Señora Dussel? –repitió.
–Claro, querida. Eres la esposa del señor Dussel. ¿A que sí, Frits?
Y Frits asintió con la cabeza, convencido, con lo que desde aquel día los mendigos de la barca del secreto pasaron a llamarse señor y señora Dussel.