Luna de miel en Italia - Chantelle Shaw - E-Book
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Chantelle Shaw

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Beschreibung

En cuanto se enteró de que la diseñadora de interiores Tamsin Stewart le había echado el lazo a su anciano amigo, el sexy y arrogante empresario Bruno Di Cesare decidió encargarse de aquella cazafortunas inmediatamente. Lo que no imaginaba era que la impresionante rubia despertara en él tanta curiosidad… y tanto deseo. Así que la contrató para que trabajara en su villa de La Toscana. Una mujer realista y honesta como Tamsin jamás habría imaginado que se enamoraría de un millonario italiano. Después de un duro divorcio, Tamsin sabía que Bruno no era el hombre perfecto y sin embargo no pudo resistirse a él. Justo cuando decidió que debía abandonarlo para que no le rompiera el corazón, descubrió que estaba embarazada…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Chantelle Shaw

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Luna de miel en Italia, n.º 2 - febrero 2019

Título original: Di Cesare’s Pregnant Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-509-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–Ahí está Tamsin Stewart, entrando por la puerta. Y mira cómo sale mi padre corriendo para recibirla. No puedo creer que se esté poniendo en ridículo de esa manera. ¡Si podría ser su hija!

El mordaz comentario hizo girar la cabeza a Bruno Di Cesare y mirar en dirección hacia la puerta del enorme salón de baile y la mujer rubia que acababa de entrar. Su primera impresión fue que la mujer no era para nada como él la había imaginado, y llevándose la copa de champán a los labios la estudió con detenimiento.

Cuando Annabel, la hija pequeña de su amigo y socio empresarial James Grainger, lo llamó para decirle que su padre estaba teniendo una aventura con una cazafortunas, Bruno se imaginó una rubia de bote, de cuerpo sinuoso, apenas cubierto con un escotadísimo vestido ceñido y la piel excesivamente bronceada. Tamsin Stewart era rubia, desde luego, pero ahí terminaba la similitud con la imagen que se había hecho.

El vestido de seda, un elegante traje de noche largo en azul marino que marcaba ligeramente los senos y se deslizaba sobre el vientre liso y las suaves curvas de las caderas, resaltaba la esbelta figura de la mujer que acababa de entrar. Los ojos grandes dominaban el delicado rostro ovalado de la mujer, pero desde donde estaba Bruno no logró distinguir el color. La boca era grande y carnosa, terriblemente tentadora, y los labios estaban cubiertos de un pálido carmín rosado. La mujer llevaba el pelo recogido en un moño que remarcaba la garganta larga y esbelta, y el collar de diamantes que llevaba era casi tan impresionante como ella.

Era preciosa, reconoció Bruno, irritado por su reacción. Lo último que esperaba era sentirse físicamente atraído por una mujer que era claramente una cazafortunas con los ojos puestos en los millones de James Grainger.

Annabel tomó una copa de champán de la barra.

–Mírala, no se separa de él –dijo con asco bebiéndose la mitad de la copa de un trago.

Al otro lado del salón, Tamsin Stewart sonreía afectuosamente a James a la vez que le limpiaba una mota de confeti de la chaqueta. El gesto hablaba de una intimidad que iba mucho más allá de la relación normal, y Bruno apretó la mandíbula. En un primer momento había restado importancia a las acusaciones de Annabel de que su padre estaba encandilado con una mujer mucho más joven que él.

Sin embargo, Bruno había decidido investigarla y el informe que le presentaron le preocupó lo suficiente como para cancelar un viaje a Estados Unidos y volar a Inglaterra para asistir a la boda de la hija mayor de James.

El enlace de la primogénita del conde Grainger, lady Davina, con el honorable Hugo Havistock, se había celebrado en la capilla privada de la mansión familiar, Ditton Hall, seguida de una comida para familiares y amigos en un hotel cercano. En aquel momento otros doscientos invitados habían llegado al Royal Cheshunt para el baile, y una de ellas era Tamsin Stewart.

Annabel observó cómo su padre llevaba a la hermosa rubia a la pista de baile, y se volvió a Bruno.

–¿Lo ves? No me lo estoy imaginando –dijo furiosa–. Tamsin ha embrujado a mi padre.

–Si eso es cierto, tendremos que encontrar la manera de romper el embrujo, pequeña –murmuró Bruno.

–¿Pero cómo? –preguntó la joven. Lo miró con expresión desolada–. Creía que mi padre había comprado ese collar para mí –dijo antes de tomar otro largo trago de champán.

Frunciendo el ceño, Bruno estudió los diamantes que rodeaban el elegante cuello de Tamsin Stewart.

–Papá compró uno como este para todas las damas de honor –continuó diciendo Annabel, tocándose la cadena de perlas que llevaba en la garganta–, pero en su estudio vi que tenía ese collar, y pensé que sería para mí. Cuando dijo que era para Tamsin, en agradecimiento por su trabajo en el apartamento de Davina, no me lo podía creer –Annabel estaba furiosa–. Si no hubiera decidido contratar a una diseñadora de interiores como parte del regalo de bodas de mi hermana, nunca lo habría conocido.

Annabel apuró la copa e hizo una señal al camarero para que volviera a servirle. Bruno la miró preocupado. Aunque Annabel acababa de cumplir dieciocho años y tenía edad legal para consumir bebidas alcohólicas, estaba bebiendo demasiado.

–Oh, Bruno, no sé qué hacer. No me extrañaría que Tamsin tuviera planes de convertirse en la próxima lady Grainger. Papá lo ha pasado muy mal desde que murió mamá –dijo con un nudo en la garganta–. No soportaría que esa pelandusca le hiciera daño.

–No se lo hará, porque yo no lo permitiré –le aseguró Bruno.

Conocía a Annabel y Davina desde niñas, cuando Lorna y James Grainger le invitaron a alojarse en su mansión de Ditton Hall en sus frecuentes viajes de negocios a Inglaterra. También sabía que la muerte de Lorna, víctima de un cáncer cuando todavía estaba en la flor de la vida, había sido un duro golpe para James y sus hijas, hacia las que sentía un impulso protector.

Bruno bebió otro trago de champán mientras seguía con los ojos los movimientos de James y Tamsin en la pista de baile y recordó lo que sabía de ella. Tasmin tenía veinticinco años y llevaba dos años divorciada. Después de terminar la universidad había trabajado para una empresa de diseño londinense donde se había labrado una buena reputación como diseñadora, y recientemente se había incorporado a la empresa inmobiliaria y de diseño de su hermano, Spectrum.

Estaba casi seguro de que el cambio de Tamsin a Spectrum tuvo que significar una importante reducción de salario, pero la mujer tenía gustos caros, y Bruno sentía curiosidad por saber cómo había podido permitirse un coche nuevo y dos semanas de vacaciones en un lujoso complejo hotelero de Isla Mauricio, por no mencionar su gusto por la ropa de marcas exclusivas. El vestido que llevaba aquella noche era de una prestigiosa casa de moda, no la Di Cesare, y su precio estaba muy por encima de sus posibilidades económicas. Alguien tenía que habérselo comprado, y Bruno podía imaginarse perfectamente quién.

Sabía que James Grainger quedaba todas las semanas en Londres con Tamsin. ¿Fue entonces cuando ella aprovechó para llevarlo de compras y aumentar de paso su guardarropa?

Claro que ir de compras era una cosa. Otra muy distinta era invertir una importante cantidad de dinero en la empresa de su hermano. Hacía un mes Spectrum Development and Design había estado al borde de la bancarrota, pero en el último momento James invirtió un montón de dinero para salvarla. Bruno también sabía que los asesores financieros de James se opusieron tajantemente al acuerdo, pero él se negó a escucharlos.

La atracción sexual podía convertir al empresario más astuto en un tonto, reconoció Bruno con amargura. Su padre fue buena prueba de ello al casarse con una mujer a la que doblaba en edad. Miranda había provocado la caída de Stefano Di Cesare tanto a nivel profesional como personal, y lo que era peor, la superficial actriz de segunda fila había logrado enemistar a Bruno con su padre, un enfrentamiento que no se resolvió antes de la muerte de Stefano.

Bruno tenía veintipocos años cuando su padre había vuelto a casarse y en un principio se esforzó por llevarse bien con Miranda, a pesar de que su instinto le decía que ella solo se había casado por dinero. Y no se equivocó. Ahora ese mismo instinto le decía que Tamsin Stewart era otra Miranda, experta en manipular las emociones de un hombre mayor y vulnerable.

Al otro lado del salón, Tamsin Stewart reía con James, ajena al resto de las parejas que bailaban a su alrededor.

–Estaba casada con el hermano de una de mis amigas –murmuró Annabel a su lado–. Carolina me dijo que se lanzó por Neil en cuanto se enteró de que era un empresario que ganaba una fortuna en la ciudad. Menos mal que Neil se dio cuenta de su error al poco de casarse, cuando ella se quejaba de que él trabajaba mucho, pero no le importaba gastarse su dinero –explicó–. Encima, cuando él quiso divorciarse de ella, ella le dijo que estaba embarazada.

–¿O sea, que tiene un hijo? –preguntó Bruno.

–Oh, no –respondió Annabel–. Neil se divorció de ella, pero no sé qué pasó con el niño. Carolina cree que Tamsin se lo pudo inventar todo para retener a Neil, pero no logró engañarlo. Y ahora papá quiere redecorar todo Ditton Hall y que lo haga Tamsin –añadió con rabia–. A mamá le gustaba tal y como está y yo no soportaría que se mudara allí. Tendría que irme y vivir en la calle.

La sola imagen de la caprichosa Annabel pasando por dificultades económicas era irrisoria, pero Bruno era consciente de que la muerte de su madre la había afectado profundamente y entendía que la relación de su padre con Tamsin Stewart le doliera en lo más hondo.

Apretando los labios, sujetó a Annabel y la llevó hacia la pista de baile.

–Tu padre nunca haría nada que te molestara, y tú desde luego no tendrás que dejar Ditton Hall –le aseguró–. Ahora creo que ya es hora de que me presente a la encantadora señorita Stewart.

 

 

Tamsin miró preocupada a James Grainger. Estaba demacrado, y parecía agotado.

–Después de este baile creo que debes sentarte y descansar. Debes de llevar todo el día de pie, y ya sabes lo que dijo el médico sobre el cansancio.

James se echó a reír, pero no discutió con ella.

–Sí, enfermera. Hablas como mi mujer –dijo, y enseguida su sonrisa se desvaneció–. Hoy Lorna hubiera estado como pez en el agua, organizándolo todo. Le habría encantado.

–Lo sé –dijo Tamsin–, pero tú lo has hecho maravillosamente con la boda. Davina está radiante y estoy segura de que ninguna de las dos sospecha nada –se mordió los labios y después murmuró–: Pero, James, creo que deberías decírselo, si no ahora, cuando Davina y Hugo vuelvan de la luna de miel.

–No –negó con firmeza James–. Hace año y medio perdieron a su madre por el cáncer, y no pienso decirles que me han diagnosticado la misma enfermedad. Al menos todavía no –añadió al ver que Tamsin abría la boca para protestar–. Hasta que vuelva a ver al especialista y me diga a qué debo atenerme. No quiero preocuparlas sin necesidad. Annabel solo tiene dieciocho años. Prométeme que no les dirás nada, ni a mis hijas ni a nadie –le suplicó él.

Tamsin asintió muy a su pesar.

–No, claro que no, si eso es lo que quieres. Pero el viernes iré contigo al hospital. La última sesión de quimioterapia te afectó muchísimo. Puede que me equivoque, pero tengo la sensación de que a Annabel no le hace mucha gracia que nos veamos, sobre todo ahora que ya no podemos fingir que hablamos de la decoración del apartamento de Davina. Si supiera que tus viajes a Londres son al hospital…

–No –insistió de nuevo James–. No quiero asustarla. Pero ahora –añadió más animado– le he dicho que nos vemos para hablar de la redecoración de Ditton Hall.

–Sí –dijo Tamsin–. Me temo que eso es lo que le ha molestado.

Pero ella no podía hacer nada. Conoció a James cuando este la contrató para diseñar el nuevo apartamento de su hija, y enseguida se dio cuenta de que bajo su agradable encanto había un hombre al borde de la desesperación por la pérdida de su esposa. Entre ellos se creó un vínculo de amistad especial que llevó incluso a James a confiar en ella cuando le fue diagnosticado un cáncer de próstata. Pero ahora ella tenía el presentimiento de que a Annabel le molestaba su relación.

Suspirando, se llevó los dedos con gesto nervioso a la garganta, para comprobar que el carísimo collar que llevaba seguía en su sitio.

–Deja de toquetearlo. Está bien –le reprendió James.

–Me da miedo perderlo –dijo–. Lo mejor será que me lo quite y te lo devuelva.

–Ya te he dicho que es un regalo.

–Y yo que no puedo aceptarlo. Tiene que haber costado una fortuna –protestó Tamsin–, y no me parece apropiado quedármelo.

–Solo es mi forma de agradecer tu apoyo en estos últimos meses –insistió James–. No sé qué hubiera hecho sin ti. Te habrías llevado bien con Lorna –añadió con voz cargada de tristeza.

Tamsin asintió con un nudo en la garganta y, dejándose llevar por un impulso, se inclinó hacia él y le dio un beso en la mejilla.

–Lo he hecho porque somos amigos, y no quiero que me lo pagues regalándome joyas caras –dijo ella–, pero gracias. El collar es precioso.

–Papá, no has bailado conmigo ni una sola vez.

Al oír la voz mimosa a su espalda, Tamsin se volvió y se encontró con Annabel Grainger, que la miraba sin ocultar su desdén. Rápidamente se apartó de James, pero al dar la vuelta para alejarse se topó con una pared de músculos envuelta en seda, y cuando levantó la cabeza se encontró con los ojos negros del acompañante de Annabel clavados en ella.

Su primera impresión fue que nunca había visto a un hombre como él. La belleza masculina la dejó sin aliento y quedó inmóvil, con los ojos clavados en los de él, absorbiendo el impacto de la estructura ósea perfectamente esculpida y la tez bronceada. La mandíbula era cuadrada, y apuntaba una implacable determinación a conseguir lo que se proponía, pero la boca era gruesa y sensual, y Tamsin sintió el inexplicable impulso de trazar la curva del labio superior con los dedos.

Gradualmente notó que su cuerpo cobraba vida con un anhelo que se iniciaba en el estómago y se extendía por todo su cuerpo, debilitándole las piernas con un deseo escandalosamente fiero y totalmente inesperado. El destello en los ojos color ébano del hombre le hizo saber que él estaba leyendo sus pensamientos, y sintió que le ardía la cara.

Era un hombre excepcionalmente alto, enfundado en un traje gris oscuro que resaltaba su estatura y la anchura de los hombros, e incluso cuando se apartó de él musitando una disculpa, se sintió abrumada por su poderosa virilidad.

–Disculpa, cielo, pero creía que estabas divirtiéndote con tus amigas –se disculpó James a su hija.

–Me temo que, ahora que Davina se ha casado y está a punto de dejar Ditton Hall, Annabel necesita desesperadamente a su papá.

El acento del hombre era inconfundiblemente italiano, y su voz rica y sensual, pero a Tamsin no se le pasó por alto el ligero tono de reproche en la voz y James también debió oírlo.

–Ven y baila conmigo, cielo –dijo jovialmente a su hija–. Tamsin, ¿te importa que cambiemos de pareja? Sé de buena fuente que Bruno es un excelente bailarín.

Se hizo un silencio y Tamsin se tensó, incapaz de mirar al hombre a la cara. Su cercanía la hacía temblar y temió que, si bailaba con él, el hombre se daría cuenta del efecto que tenía en ella.

–Creo que aprovecharé este baile para descansar –murmuró sin dejar de mirar a James–. Tú ve a bailar con tu hija.

James sacudió la cabeza.

–Por el amor de Dios, ¿dónde están mis modales? No os he presentado. Tamsin, este es Bruno Di Cesare, presidente del imperio de moda Casa Di Cesare y muy buen amigo mío. Bruno, te presento a Tamsin Stewart. Es una diseñadora de interiores con mucho talento.

Annabel tiró de su padre con impaciencia.

–Vamos, papá. Quiero tomar algo –dijo en voz alta, pero Tamsin apenas la oyó.

La música y el resto de los invitados que llenaban la pista de baile desaparecieron y fue como si solo existieran Bruno Di Cesare y ella.

–Señorita Stewart.

La voz masculina se hizo más grave y distante, y Tamsin se estremeció. Quizá fuera su estatura lo que le daba un aspecto tan intimidador, o quizá la dureza de sus facciones o el cinismo en su sonrisa.

–¿O puedo llamarla Tamsin? –continuó él extendiendo la mano y envolviéndole los dedos con firmeza–. Espero poder persuadirla de que baile conmigo –murmuró con su acento sexy y tentador, esta vez sin rastro de frialdad.

Tamsin tuvo la sensación de que aquel hombre sería capaz de persuadirla de cualquier cosa. No se había sentido así desde… desde nunca. Ni siquiera cuando conoció a su marido.

Neil la atraía, por supuesto, y a medida que su romance avanzaba se fue enamorando de él progresivamente, pero nunca experimentó una intensidad sexual tan primaria y potente como la que en aquel momento corría por sus venas.

Con un respingo se dio cuenta de que estaba mirando a Bruno Di Cesare con la boca entreabierta y se ruborizó. Se estaba portando como una adolescente en su primera cita, y tuvo que hacer un esfuerzo monumental para devolverle la sonrisa y recuperar la compostura.

–Gracias –murmuró–. Será un placer.

Sin soltarle la mano, Bruno le rodeó la cintura con el otro brazo y la pegó contra su cuerpo sólido y fuerte. Tamsin sentía el calor que emanaba del cuerpo masculino y la reacción de su propio cuerpo. Horrorizada, sintió un cosquilleo en los senos y notó como se le endurecían los pezones bajo la tela sedosa del vestido y se marcaban de forma perceptible.

Bruno notó las señales que mandaba el cuerpo de Tamsin y le clavó los ojos en la cara. Hacía unos momentos, antes de que James los presentara, ella apenas lo había mirado, pero ahora que sabía que era el dueño de un importante imperio internacional su actitud ya no parecía tan distante sino mucho más dispuesta y acomodaticia. Y si no, no había más que fijarse en el gesto de humedecerse el labio inferior con la punta de la lengua en una invitación inequívoca que provocó en él una respuesta instantánea en su cuerpo.

El dinero era un potente afrodisíaco, pensó él con sarcasmo y sonrió. Entonces vio como las pupilas de Tamsin Stewart se dilataban y ella se ruborizaba. Muy inteligente, pensó, e imaginó que tras la farsa de mujer ingenua había una persona muy lista.

Era hermosa, sí, pero no debía olvidar que era una cazafortunas detrás del dinero de James. Sin duda era igual que su madrastra, un parásito que no dudó en aprovecharse de un hombre mayor y vulnerable para lograrlo. Aunque intelectualmente solo sentía desprecio hacia ella, su cuerpo no parecía tan exigente, y no pudo evitar la inconfundible reacción física al imaginarse besándola y bajándole el vestido hasta la cintura para acariciarle los pezones con la lengua.

El deseo que sentía por ella era una irritante complicación, pero tuvo la impresión de que Tamsin Stewart era tan consciente de la atracción que había entre ellos como él. Bruno tensó la mandíbula y se prometió que, aunque fue incapaz de salvar a su padre de las garras de Miranda, esta vez no se quedaría de brazos cruzados viendo a James cometer la misma equivocación.

Al ver los diamantes que colgaban del cuello de Tamsin, se enfureció aún más y se preguntó qué más le habría sacado. James era un hombre extraordinariamente rico, pero la innegable atracción que ella sentía por él le proporcionaba un arma ideal para frustrar sus planes, y él no tendría ningún reparo en usarla.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

–¿O sea, que eres diseñadora de interiores? Annabel me ha dicho que has redecorado el apartamento de Davina y Hugo –dijo Bruno bajando la cabeza, tan cerca de su cara que le acariciaba la mejilla con el aliento.

–Sí –murmuró ella distraída, tratando de apartarse un poco.

Sentía la mano masculina en la cadera, pegándola sinuosamente a él y apenas podía pensar con lucidez. La cabeza le daba vueltas y se dijo que debía ser a causa de la copa de champán que se había tomado al llegar a la recepción, y no a la embriagadora presencia del hombre que la sujetaba contra su pecho.

Con desmayo se preguntó qué más le habría contado Annabel de ella. La hermana de Davina nunca se había mostrado especialmente amable con ella, aunque eso no la sorprendía, dado que era íntima amiga de Carolina Harper, la hermana de Neil, que nunca aceptó su matrimonio y resentía amargamente la presencia de Tamsin en la vida de su hermano. Tamsin era consciente de la dolorosa infancia de Carolina a causa del desagradable y complicado divorcio de sus padres y de la dependencia emocional que tenía de su hermano, pero los infundados celos de la joven fueron uno de los muchos factores que influyeron negativamente en su relación con Neil.

–Me sentí muy honrada cuando James me encargó el diseño del apartamento –explicó ella levantando sus transparentes ojos azules hacia Bruno y sonriendo–. Es el primer hogar de Davina y Hugo como matrimonio, y quería que fuera especial.

Sí, y además le había dado la oportunidad de congraciarse con un hombre muy rico, pensó Bruno cínicamente, irritado al descubrir que los ojos de Tamsin le recordaban el azul cobalto del cielo de la Toscana en verano.

–¿Así que conociste a los Grainger a raíz de ese encargo? –preguntó él.

La sensual sonrisa del hombre le impedía pensar con claridad, pero Tamsin detectó un leve matiz en su voz que la desconcertó y la hizo plantearse a qué se debía tanto interés en su relación con los Grainger.

–Sí. Trabajé en continuo contacto con Davina y Hugo, y terminamos haciéndonos amigos. Por eso me invitaron a la recepción.

–Y por lo que me ha dicho Annabel, también eres amiga de James.

Una vez más, Tamsin detectó un leve tono de censura en su voz y decidió que ya estaba cansada de tanta insinuación.

–James Grainger es encantador, y me gustaría pensar que somos amigos.

Tamsin se ruborizó al recordar su promesa a James de no revelar su secreto a nadie.

Probablemente Bruno tampoco lo sabía, y no era ella quien debía contárselo.

–Coincidimos varias veces en el piso y hemos comido juntos en un par de ocasiones –titubeó un momento bajo la presión de la mirada masculina–. Creo que James se siente muy solo desde que perdió a su esposa –añadió–. Y creo que necesitaba hablar de ella.

–Y estoy seguro de que tú le ofreciste un hombro en el que llorar –concluyó Bruno.

Tamsin entornó los ojos, preguntándose qué querría decir con eso, pero él levantó una mano y le deslizó un dedo desde la mejilla a la garganta, hasta detenerse en el collar de diamantes.

–Esto es casi tan exquisito como la mujer que lo lleva –murmuró él con un sensual destello en los ojos–. Tienes un gusto exquisito, bella, para elegir una joya como esta.

–Oh, yo no lo he comprado. Ha sido un regalo –dijo Tamsin.

No había motivos para ocultar que era un regalo de cumpleaños de James, pero Tamsin tuvo el presentimiento de que Bruno no lo vería así y sería imposible explicarle que James se lo había regalado en agradecimiento por las horas que había estado con él en el hospital sin revelar su secreto.

–Un regalo de tu amante, supongo.

¿Le estaba tomando el pelo? Tamsin negó con la cabeza, perpleja.

–No tengo amante –susurró ella, incapaz de apartar los ojos de la sensual curva de la boca masculina.

–Eso me resulta difícil de creer, cara –la voz aterciopelada de Bruno le acarició todos los sentidos y él se acercó aún más a su cara, hasta rozarla con la mandíbula–. Pero seguramente quien te lo regaló espera que seas su amante.

–No –negó ella tajante, echando la cabeza hacia atrás.

James era un amigo que todavía lloraba la pérdida de su esposa, y la idea de que le había regalado el collar por algún motivo oculto era espantosa. Además, no entendía el interés de Bruno en el collar.

Trató de apartarse, pero él se lo impidió apretándola con firmeza contra su cuerpo.

–En este momento no hay ningún hombre en mi vida. ¿Satisface eso tu curiosidad?