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Joaquim Maria Machado de Assis (839 – 1908) fue un escritor , considerado por muchos críticos, estudiosos, escritores y lectores el mayor nombre de la literatura brasileña. Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, cuentos y varias novelas. Machado escribió más de doscientos cuentos. Entre ellos están algunos de los mejores del idioma portugués, dignos de formar parte de cualquier colección de los mejores cuentos de la literatura universal. En esta edición, el lector de habla hispana se acercará a una exquisita colección de Los mejores cuentos de Machado de Assis, a través de los cuales se podrá comprobar el talento de este excepcional escritor. Uno de los mejores de todos los tiempos.
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Seitenzahl: 292
Veröffentlichungsjahr: 2022
Machado de Assis
LOS MEJORES CUENTOS
Título original:
“Os Melhores Contos de Machado de Assis”
1a edición
Amigo Lector
Joaquim Maria Machado de Assis (Rio de Janeiro, 21 de junio de 1839 – Rio de Janeiro, 29 de septiembre de 1908) fue un escritor brasileño, considerado por muchos críticos, estudiosos, escritores y lectores el mayor nombre de la literatura brasileña y uno de los mayores escritores del siglo XIX.
Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, cuentos y varias novelas.
Machado escribió más de doscientos cuentos. Entre ellos están algunos de los mejores del idioma portugués, dignos de formar parte de cualquier colección de los mejores cuentos de la literatura universal. En esta edición, el lector de habla hispana se acercará a una exquisita colección de los mejores cuentos de Machado de Assis, a través de los cuales se podrá comprobar el talento de este excepcional escritor. Uno de los mejores de todos los tiempos.
Una excelente lectura
LeBooks Editora
PRESENTACIÓN
Sobre el autor y su obra
Sobre Los Mejores Cuentos
LOS MEJORES CUENTOS DE MACHADO DE ASSIS
LA CHINELA TURCA
DOÑA BENEDICTA
EL PRESTAMO
EL ESPEJO
LA IGLESIA DEL DIABLO
CANCIÓN DE ESPONSALES
NOCHE DE ALMIRANTE
ANEDOCTA PECUNIARIA
UNOS BRAZOS
UN HOMBRE CÉLEBRE
PADRE CONTRA MADRE
LA CAUSA SECRETA
TRIO EN LA MENOR
ADAN Y EVA
EL ENFERMERO
UN APÓLOGO
MISA DE GALLO
❝ ¿Alguna vez te has fijado en sus ojos? Son como los de una gitana oblicua y disimulada.”
— Machado de Assis, en el libro “Dom Casmurro”.
Joaquín Machado de Assis nació el 21 de junio de 1839 en el Morro do Livramento, uno de los cerros que rodean Río de Janeiro y que actualmente es una zona de favelas a la que resulta en extremo peligroso y desagradable subir caminando por esos senderos de miseria y violencia.
Su padre, mulato y descendiente de esclavos, era pintor de brocha gorda. Su madre, de origen portugués, había nacido en una isla de las Azores. Desde estos antecedentes, la crítica ha elaborado una historia en la que este muchacho humilde, de piel oscura, logró realizar una vertiginosa carrera que lo encumbró, gracias a continuas luchas y una enorme paciencia ante las humillaciones, hasta las más altas cumbres de la cultura y la sociedad brasileña; Y si se agrega la epilepsia como otro de sus rasgos constitutivos, la imagen del genio labrando su destino por sí mismo es casi perfecta. El perfecto self mademan. Sin embargo, como indica el crítico brasileño Antonio Candido, lo que convendría resaltar es la facilidad como fue subiendo y mereciendo los más altos reconocimientos.
Y no fue una excepción: durante el imperio colonial, hombres negros y pobres, no sólo recibieron títulos portugueses de nobleza, sino que también desempeñaron altos cargos en la organización colonial. La de Machado fue una vida plácida, según Candido: tipógrafo, periodista, modesto oficinista, funcionario de alto nivel, fundador y primer presidente de la Academia Brasileña de Letras, y, desde los cincuenta años, “el escritor más importante del país, y objeto de tanta reverencia y admiración general como ningún otro novelista o poeta brasileño lo fue en vida, ni antes ni después.”
La carrera literaria de Machado de Assis se inició en 1861, al cumplir veintidós años, con la publicación de una aparente traducción y una fantasía dramática. Antes, a los quince años, se había presentado a la tertulia del librero y editor Francisco de Paula Brito con un poema que nadie creyó que fuera escrito por él. Desde entonces frecuentó a los más importantes literatos del Brasil y colaboró con la revista del cenáculo, la Marmota Fluminense. Por lo general se considera como una primera época de su obra la que va desde los quince o los veintidós años de edad hasta 1880, cuando se inicia la publicación en folletín de “Las Memorias Póstumas de Brás Cubas” y se inicia la andadura de quien llegaría a ser el máximo escritor del Brasil, el más importante escritor latinoamericano del siglo XIX, y un escritor de relevancia mundial que, como sostiene Susan Sontag, no ha merecido ese reconocimiento por ser brasileño y haber pasado toda su vida en Río de Janeiro.
Machado de Assis dejó una muy amplia obra, fruto de medio siglo de trabajo literario, en la que se contabilizan obras de teatro, poesías, prólogos, críticas, discursos, más de doscientos cuentos y varias novelas. Entre los cuentos hay más de una decena que son de lo mejor que se ha escrito en portugués; y entre las novelas, tres que alcanzan cimas desconocidas para la literatura escrita en castellano durante el siglo XIX: las Memorias póstumas de Brás Cubas (1880), Quincas Borba (1891) y Don Casmurro, considerada por una parte de la crítica como su obra maestra. La vida de Machado de Assis fue en verdad tranquila. Siempre tuvo a su lado a escritores y personas de buena posición social y económica, apoyándolo. A pesar de la oposición familiar a su boda con una joven portuguesa, hermana del poeta Francisco Xavier de Novais, el matrimonio resultó un acierto y la esposa desempeñó un papel fundamental en la vida y en la obra de su esposo. Por otra parte, se sabe que fue un hombre en exceso formal, amigo de mantener las distancias, convencional, de una vida privada muy protegida. Se dice que lo único que le faltó en la vida fue un hijo.
A pesar de que unánimemente se le considera uno de los grandes escritores del siglo XIX, fuera del Brasil la obra de Machado de Assis no tiene la difusión y el reconocimiento que merece particularmente en los países de Hispanoamérica.
En “genius”, uno de sus últimos libros, el prestigioso crítico literario norteamericano Harold Bloom seleccionó lo que él llama su “mosaico de cien mentes creativas ejemplares, de cien auténticos genios”. Entre ellos aparece Joaquim María Machado de Assis, quien figura al lado de León Tolstoi, Hermán Melville, Jane Austen, Antón Chéjov, Víctor Hugo, Stendhal, Henry James, Fiodor Dostoievski. Jane Austen, Gustave Flaubert, José Maria Eça de Queiroz, entre otros escritores del siglo XIX. Seguramente, muy pocos impugnarían la inclusión del escritor brasileño en esa selecta nómina. Por el contrario, estarán de acuerdo en la calidad y la originalidad de su obra lo sitúa al mismo nivel de esos autores.
Sin embargo, hay que convenir con Susan Sontag en que causa asombro que un escritor de tal magnitud siga sin ocupar el lugar que merece. En su caso no cabe hablar de olvido, pues ello significaría que antes disfrutó de una etapa de reconocimiento y difusión. Más bien se trata de un escaso conocimiento de su obra fuera de su país, por más que las razones sean difícilmente explicables. La propia Sontag, no obstante, da una: “Seguramente Machado hubiera sido mejor conocido si no hubiese sido brasileño y pasado toda su vida en Río de Janeiro; si se hubiese tratado, digamos, de un italiano o un ruso. O incluso de un portugués”. Y considera aún más notable el que sea poco reconocido y leído en el resto de América Latina, “como si fuera todavía duro de digerir el hecho de que el mayor autor surgido en ella escribiera en portugués, en lugar de hacerlo en lengua española”. Machado de Assis murió el 19 de septiembre de 1908.
MACHADO DE ASSIS escribió más de doscientos cuentos. Entre ellos están algunos de los mejores del idioma portugués, dignos de formar parte de cualquier colección de los mejores cuentos de la literatura universal.
Los cuentos de esta antologia fueron tomados y traducidos de diversas obras de Machado de Assis, como: Contos Fluminenses, Gatnier, 1872; Histórias da Meia-Noite, Garnier, 1873; Papéis Avulsos, Lombaerts St Cia, 1882; Histórias sem Data, Garnier, 1884; Varias Histórias, Rio, Laemmert, 1896; Paginas Recolhidas, Garnier, 1899; Relíquias de Casa Velha, Río, Garnier, 1906.
Además de estas obras, muchas otras historias cortas se originan en publicaciones individuales en revistas y periódicos, que luego se recopilados y publicados como colecciones.
El título de los mejores cuentos utilizados para esta colección es algo abstracto, ya que cualquier selección está siempre influida por el ojo del lector, por lo que se podrían añadir sin pérdida de calidad muchos otros excelentes cuentos, entre los más de doscientos ya escritos por Machado de Assis. Sin embargo, hay que elegir, y todos los cuentos que forman parte de esta colección son conocidos y muy apreciados por la crítica y los lectores en general. De esta manera, el lector tiene a mano una muestra muy bien lograda del excepcional talento de este genial escritor llamado Machado de Assis, uno de los mejores de todos los tiempos.
Ved al licenciado Duarte. Acaba de armar el más tieso y correcto nudo de corbata aparecido en aquel año de 1850, cuando le anuncian la visita del Mayor Lopo Alves. Tened en cuenta que es de noche, y las nueve ya pasadas. Duarte se estremeció, y tuvo dos razones para ello. La primera era que el mayor, sea en la ocasión que fuere, resultaba ser uno de los tipos más molestos de aquel tiempo. La segunda es que él se preparaba para ver, en un baile, los más finos cabellos rubios y los más pensativos ojos azules que este clima nuestro, tan avaro en ellos, haya jamás producido. Aquel noviazgo tenía una semana. Su corazón, dejándose atrapar entre dos valses, confió a los ojos, que eran castaños, una declaración en regla, que ellos, puntualmente, transmitieron a la joven diez minutos antes de la cena, recibiendo respuesta favorable poco después del chocolate. Tres días más tarde, estaba en camino la primera carta, y por la forma en que las cosas ocurrían no era nada sorprendente que, antes de fin de año, estuviesen ambos en camino hacia la iglesia. En estas circunstancias, la llegada de Lopo Alves era una verdadera calamidad. Viejo amigo de la familia, compañero de su finado padre en el ejército, el Mayor se había hecho acreedor a todos los respetos. Imposible despedirlo o tratarlo con frialdad. Había felizmente una circunstancia atenuante; el mayor estaba emparentado con Cecilia, la joven de los ojos azules; en caso de necesidad, era un seguro voto a favor.
Duarte vistió un saco y se dirigió al salón, donde Lopo Alves, con un rollo debajo del brazo y con la mirada perdida en el aire, parecía totalmente ajeno a la llegada del licenciado.
— ¿Qué buenos vientos lo han traído a Catumbi a estas horas? — preguntó Duarte, dándole a su voz una expresión de placer, aconsejada no menos por el interés que por los buenos modales.
— No sé si los vientos que me han traído son buenos o malos, — respondió el Mayor sonriendo por debajo del espeso bigote agrisado — sé que fueron vientos fuertes. ¿Está de salida?
— Voy a Rio Comprido.
— Ya sé; va a casa de la viuda Meneses. Mi mujer y mis hijas ya deben estar allá: yo iré más tarde, si puedo. Creo que es temprano ¿no?
Lopo Alves sacó el reloj y vio que eran las nueve y media. Se alisó el bigote, se levantó, dio algunos pasos por el salón, volvió a sentarse y dijo:
— Quiero darle una noticia que seguramente lo sorprenderá. Escribí… escribí un drama.
— ¡Un drama! — exclamó el licenciado.
— ¿Y qué quiere? Padezco desde niño estos achaques literarios. El servicio militar no fue un remedio capaz de curarme, fue un paliativo. La enfermedad retornó con la fuerza de los primeros años. Ahora ya no hay más remedio que dejarla, e ir simplemente ayudando a la naturaleza.
Duarte recordó que, efectivamente, el mayor había hablado en otros tiempos de algunos discursos inaugurales, dos o tres elegías y una buena suma de artículos que había escrito sobre las campañas del Río de la Plata. Pero ya hacía muchos años que Lopo Alves había dejado en paz a los generales platenses y a los difuntos; nada hacía suponer que la molestia volvería, sobre todo bajo la forma de un drama. El licenciado se hubiera podido explicar esta circunstancia de haber sabido que, algunas semanas antes, Lopo Alves había asistido a la representación de una pieza del género ultra romántico, obra que le agradó mucho y le sugirió la idea de enfrentar las luces del tablado. No entró el Mayor en estas minucias necesarias, y el licenciado no llegó a conocer el motivo de la explosión dramática del militar. No lo supo ni se preocupó por saberlo. Alabó mucho las facultades mentales del Mayor, expresó calurosamente el deseo que nutría de verlo salir triunfante en aquel estreno, prometió que lo recomendaría a algunos amigos que tenía en el Correio Mercantil, y sólo se paralizó y empalideció cuando vio que el mayor, trémulo de bienaventuranza, desplegó el rollo que traía consigo.
— Le agradezco sus buenas intenciones, — dijo Lopo Alves — y acepto el obsequio que me promete; pero antes, deseo otro. Sé que es usted un hombre inteligente y leído; me dirá francamente qué piensa de este trabajo. No le pido elogios, le exijo franqueza y franqueza ruda. Si le parece que no es bueno, dígamelo sin vueltas.
Duarte trató de desviar aquel cáliz de amargura; pero era difícil solitario e imposible lograrlo. Consultó melancólicamente el reloj que marcaba las diez menos cinco, mientras el Mayor hojeaba paternalmente las ciento ochenta páginas del manuscrito.
— Esto se lee en un santiamén, — dijo Lopo Alves — yo sé lo que es la muchachada y lo que son los bailes. No se preocupe que todavía
hoy bailará dos o tres valses con ella, si la tiene, o con ella, ¿No le parece mejor pasar a su escritorio?
Le resultaba indiferente, al licenciado, el lugar elegido para el suplicio; accedió al deseo de su huésped. Este, con la libertad que le daban las relaciones, dijo al sirviente que no dejara entrar a nadie. El verdugo no quería testigos. La puerta del escritorio se cerró; Lopo Alves se ubicó junto a la mesa, frente a él estaba el licenciado, que hundió el cuerpo y la desesperación en un amplio sillón de tafilete, resuelto a no decir palabra para llegar más rápido a término.
El drama se dividía en siete cuadros. Esta indicación produjo un escalofrío en el oyente. Nada había de nuevo en aquellas ciento ochenta páginas, a no ser la letra del autor. En su mayoría eran, tanto las escenas, como los caracteres, las ficelles y hasta el estilo, del tipo más acabado del romanticismo desgreñado. Lopo Alves se empeñaba en presentar como fruto de su invención, lo que no pasaba de ser mero aderezo de sus reminiscencias. En otra ocasión la obra hubiera sido un buen pasatiempo. Había ya en el primer cuadro, que era una especie de prólogo, un niño robado a su familia, un envenenamiento, dos encapuchados, la punta de un puñal y cantidad de adjetivos no menos afilados que el puñal. En el segundo cuadro se describía la muerte de uno de los encapuchados, que habría de resucitar en el tercero, para ser detenido en el quinto, y matar al tirano en el séptimo. Además de la muerte aparente del encapuchado, se producía en el segundo cuadro el rapto de la niña, ya entonces una muchacha de diecisiete años, un monólogo que parecía durar igual plazo, y el robo de un testamento.
Eran casi las once cuando terminó la lectura de este segundo cuadro. Duarte apenas podía contener la cólera; ya era imposible ir a Rio Comprido. No es descabellado imaginar que, si en aquel momento, el Mayor expirase, Duarte agradecería la muerte como un beneficio de la Providencia. Los sentimientos del licenciado no inducían a creerlo capaz de tamaña ferocidad; pero la lectura de un mal libro es capaz de producir fenómenos aún más asombrosos. Agréguese que mientras ante los ojos carnales del licenciado aparecía en toda su espesura la melena de Lopo Alves, resplandecían ante los de su espíritu los hilos de oro que ornaban la hermosa cabeza de Cecilia; la veía con los ojos azules, la tez blanca y rosada, el gesto delicado y gracioso, destacándose entre todas las demás damas que debían estar en el salón de la viuda Meneses. Veía todo aquello y oía mentalmente la música, la charla, el sonido de los pasos, y el frou-frou de las sedas; mientras la voz gangosa y desabrida de Lopo Alves iba desgranando los cuadros y los diálogos, con la impasibilidad de una gran convicción.
Volaba el tiempo, y el oyente ya había perdido la cuenta de los cuadros. La medianoche ya había sonado hacía mucho; el baile estaba perdido. De pronto, vio Duarte que el Mayor volvía a enrollar el manuscrito, se incorporaba, se enderazaba, elevaba en él unos ojos odiosos y malos, y salía arrebatadamente del escritorio.
Duarte quiso llamarlo, pero el pasmo le había arrebatado la voz y los movimientos. Cuando pudo dominarse, oyó el taconeo rígido y colérico del dramaturgo en el empedrado de la calle.
Fue hasta la ventana; nada vio ni oyó; autor y drama habían desaparecido.
— ¿Por qué no se le habrá ocurrido hacerlo antes? — dijo el muchacho suspirando.
Apenas el suspiro pudo abrir sus alas y salir por la ventana, en busca de Rio Comprido, cuando el sirviente del licenciado vino a anunciarle la visita de un hombre bajo y gordo.
— ¡A esta hora! — exclamó Duarte.
— A esta hora, — repitió el hombre bajo y gordo, entrando al salón — A esta o a cualquier otra hora, puede la policía entrar en casa de un ciudadano, siempre que se trate de un delito grave.
— ¿Un delito?
— Creo que me conoce...
— No tengo ese honor.
— Soy funcionario de la policía.
— ¿Y yo qué tengo que ver con usted? ¿De qué delito se trata?
— Poca cosa: un robo. A usted se lo acusa de haber sustraído una
chinela turca. Aparentemente esa chinela no vale nada o vale muy poco. Pero hay chinelas y chinelas. Todo depende de las circunstancias.
El hombre dijo eso con una risa sarcástica, y clavando en el licenciado unos ojos de inquisidor. Duarte no sabia ni siquiera que existiese el objeto robado. Concluyó que se había equivocado de nombre, y no se enojó con la injuria irrogada a su persona, y de algún modo a su clase, al atribuírselo la ratería. Fue esto mismo lo que le dijo al funcionario de la policía, agregando que, de todas maneras, no se justificaba que lo hubiesen molestado a esa hora.
— Perdóneme usted, — dijo el representante de la ley — La chinela en cuestión vale algunas decenas de miles de réis, está ornamentada con finísimos diamantes, que la hacen singularmente preciosa. No es turca sólo por la forma, sino también por su origen. Su dueña, que es una de nuestras patricias más viajadas, estuvo, hará unos tres años, en Egipto, donde se la compró a un judío. La historia, que este alumno de Moisés refirió acerca de aquel producto de la industria musulmana, es verdaderamente milagrosa y, a mi ver, perfectamente mentirosa. Pero no viene al caso contarla. Lo que importa saber es que ella fue robada y que la policía tiene una denuncia contra usted.
A esta altura del discurso, el hombre se había acercado a la ventana; Duarte sospechó que fuese un loco o un ladrón. No tuvo tiempo de examinar la sospecha, porque al cabo de unos segundos, vio entrar cinco hombres armados, que lo sujetaron y se lo llevaron, escaleras abajo, sin importarles los gritos que profería y los movimientos desesperados que realizaba. En la calle había un carruaje donde lo introdujeron por la fuerza. Allí encontró al hombre bajo y gordo, y a otro sujeto más, alto y flaco, quienes lo recibieron y lo hicieron sentar en el fondo del carruaje. Se oyó el chasquido del látigo del cochero y el carruaje partió a la carrera.
— ¡Aja! — dijo el hombre gordo — Así que usted creía que podría robar impunemente chinelas turcas, seducir muchachas rubias, quizá casarse con ellas y reírse por si fuera poco del género humano.
Oyendo aquella alusión a la dama de sus pensamientos, Duarte sintió que lo recorría un escalofrío. Se trataba, por lo que parecía, del desagravio de algún rival desplazado. ¿O la alusión sería casual y ajena a la aventura? Duarte se perdió en una maraña de conjeturas, mientras el carruaje proseguía su marcha a todo galope. AI cabo de un tiempo, arriesgó una observación.
— Sean cuales fueren mis crímenes supongo que la policía...
— Nosotros no somos de la policía, — lo interrumpió ¿ hombre delgado.
— ¡Ah!
— Este caballero y yo formamos un par. El, usted y yo fornaremos una terna. Pero una terna no es mejor que un par; no, no puede ser. Lo ideal es una pareja. Seguramente no me entendió, ¿verdad?
— No, señor.
— En seguida me entenderá.
Duarte se resignó a esperar, se sumergió en el silencio, encogió su cuerpo y dejó correr el coche y la aventura. Cerca de cinco minutos más tarde se detenían los caballos.
— Llegamos — dijo el hombre gordo.
Al mismo tiempo, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo ofreció al licenciado para que se tapase los ojos. Duarte lo rechazó, pero el hombre flaco le hizo ver que era más prudente obedecer que resistir. El licenciado accedió, se ató el pañuelo y se apeó. Poco después, oyó crujir una puerta; dos personas — probablemente, las mismas que lo acompañaron en el coche — lo tomaron de las manos y lo condujeron por una infinidad de corredores y escaleras. Mientras avanzaba, el licenciado oyó algunas voces desconocidas, palabras sueltas, frases truncadas. Finalmente se detuvieron; le dijeron que se sentara y que destapase sus ojos. Duarte obedeció; pero al quitarse la venda ya no había nadie a su alrededor.
Era un salón amplio, muy iluminado, amueblado con elegancia y opulencia. Era tal vez amanerada la variedad de adornos; sin embargo, la persona que los había elegido evidenciaba tener muy buen gusto.
Los bronces, lacas, alfombras, espejos, el acopio infinito de objetos que llenaban el salón, era todo de la mejor fábrica. La visión de aquel espectáculo le devolvió la serenidad de espíritu al licenciado; no era probable que fuesen ladrones quienes allí vivían.
Indolentemente, el joven se reclinó en la otomana. ¡En la otomana! Esta circunstancia trajo a la memoria del muchacho el principio de la aventura y el robo de la chinela. Algunos minutos de reflexión le bastaron para ver que la bendita chinela era ahora algo más que problemático, Cavando más hondo en el terreno de las conjeturas, le pareció encontrar una explicación nueva y definitiva. La chinela era indudablemente pura metáfora; se trataba del corazón de Cecilia, que él había robado, delito por el cual lo quería castigar su ya imaginado rival. A esto debían vincularse naturalmente las palabras misteriosas del hombre flaco: el par es mejor que la terna; una pareja es lo ideal.
— Será eso, — concluyó Duarte — Pero ¿quién será ese supuesto derrotado?
En ese momento se abrió una puerta del fondo del salón y negreó la sotana de un cura alto y calvo. Duarte se incorporó, como si lo hubiera impulsado un resorte. El cura atravesó lentamente el salón; al pasar junto a él le echó la bendición, y fue a salir por otra puerta abierta en la pared frontal. El licenciado se quedó inmóvil, mirando fijamente la puerta, mirando sin ver, con todos los sentidos embotados. Lo inesperado de aquella aparición confundió totalmente las ideas anteriores relativas a la aventura. No tuvo tiempo, sin embargo, de urdir una nueva explicación, porque la primera puerta volvió a abrirse y por ella penetró otra figura, esta vez un hombre delgado, que fue directamente hacia él y lo invitó a seguirlo, Duarte no opuso resistencia. Salieron por una tercera puerta y, cruzando algunos corredores más o menos iluminados, fueron a desembocar en otro salón, que de salón sólo tenía dos velas puestas en candeleros de plata. Los candeleros estaban sobre una mesa ancha. En la cabecera de la mesa había un hombre viejo que aparentaba unos cincuenta y cinco años; era una figura atlética, de abundante cabellera y nutrida barba.
— ¿Me conoce? — preguntó el viejo, apenas Duarte entró al salón.
— No, señor.
— Tampoco es imprescindible. Lo que vamos a hacer excluye absolutamente la necesidad de cualquier presentación. Sabrá, en primer lugar, que el robo de la chinela fue un simple pretexto...
— ¡Oh! ¡Seguramente! — interrumpió Duarte.
— Un simple pretexto, — prosiguió el viejo — para traerlo a nuestra casa. La chinela no fue robada; nunca salió de las manos de su dueña, Juan Rufino, ve a buscar la chinela.
El hombre delgado salió, y el viejo confesó al licenciado que la famosa chinela no tenía ningún diamante, ni había sido comprada a ningún judío de Egipto; era empero, turca, según se le había dicho y un milagro de miniatura. Duarte oyó las explicaciones y, reuniendo todas sus fuerzas, preguntó resueltamente.
— ¿Pero, señor, no me dirá de una vez qué quieren de mí y qué estoy haciendo en esta casa?
— Lo sabrá — respondió tranquilamente el viejo.
La puerta se abrió y apareció el hombre delgado con la chinela en la mano. Duarte, invitado a acercarse a la luz, tuvo ocasión de verificar que la pequeña era realmente milagrosa. I a chinela era de tafilete finísimo; donde se asentaba el pie, estampado y forrado en seda color azul, resplandecían dos letras bordadas en oro,
— Chinela de niño ¿no le parece? — dijo el viejo.
— Supongo que sí,
— Se equívoca, sin embargo; es una chinela de muchacha.
— Qué más da. Yo no tengo nada que ver con eso,
— ¡Perdóneme! Tiene mucho que ver. Usted se va a casar con la dueña.
—¡Casarme! — exclamó Duarte.
— Así es. Juan Rufino, ve a buscar a la dueña de la chinela.
Salió el hombre delgado y regresó poco después. Asomándose a la puerta, levantó la cortina y dio paso a una mujer que se encaminó hacia el centro del salón. No era una mujer, era una sílfide, una visión de poeta, una criatura divina.
Era rubia, tenía los ojos azules, como los de Cecilia, extáticos, unos ojos que buscaban el cielo o que parecían vivir de él. Los cabellos, desordenadamente peinados, parecían envolver su cabeza en un halo de santidad; santidad solamente, nada de martirio, porque la sonrisa que brotaba de sus labios, era una sonrisa de bienaventuranza, como rara vez debe haber habido en la tierra.
Un vestido blanco, de finísimo cambray, le envolvía castamente el cuerpo, cuyas formas, por lo demás, destacaba poco para los ojos, pero mucho para la imaginación.
Un muchacho, como el licenciado, no pierde la compostura ni siquiera en trances como aquellos. Duarte, al ver la muchacha, reacomodó su saco, palpó su corbata e hizo una ceremoniosa cortesía, a la que ella respondió con tamaña gentileza y gracia, que la aventura empezó a parecer mucho menos aterradora.
■ — Mi querido doctor, esta es la novia.
La muchacha bajó los ojos; Duarte respondió que no tenía ganas de casarse.
— Tres cosas va usted a hacer ahora mismo, — continuó impasiblemente el viejo — la primera es casarse; la segunda es escribir su testamento; la tercera tragar cierta droga de Levante...
— ¡Veneno! — exclamó Duarte,
— Vulgarmente, así se le llama; yo le doy otro nombre: pasaporte al cielo.
Duarte estaba pálido y frío. Quiso hablar, no pudo; ni siquiera un gemido le brotó del pecho. Se hubiera desplomado de no haber allí cerca una silla en la que se dejó caer,
— Usted, — prosiguió el viejo — tiene una menuda fortuna de ciento cincuenta cantos Esta perla será su heredera universal. Juan Rufino, ve a buscar al cura,
El cura entró. Era el mismo que había bendecido al licenciado poco antes; entró y se encaminó directamente hacia el muchacho, mascullando solemnemente un fragmento de Neheinías o cualquier otro profeta menor; lo tomó de una mano y le dijo:
— ¡Levántate!
— ¡No! ¡No quiero! ¡No me casaré!
— ¿Está seguro? — dijo desde la mesa el viejo apuntándole con una pistola.
— ¿Pero qué pretenden? ¿Asesinarme?
. — Exactamente; la diferencia está en el género de muerte; o violenta con esto, o suave con la droga. ¡Elija!
Duarte sudaba y se estremecía. Quiso levantarse y no pudo. Las rodillas se le entrechocaban. El cura se acercó a su oído, y le dijo bajito;
— ¿Quieres huir?
— ¡Oh! ¡Sí! — exclamó, no con los labios, ya que podía ser escuchado, sino con los ojos en los que puso toda la vida que le quedaba.
— ¿Ves aquella ventana? Está abierta; abajo hay un jardín. Tírate por ella sin miedo.
— jOh, padre! — dijo bajito el licenciado.
— No soy cura, soy teniente del ejército. No diga nada.
La ventana estaba apenas cerrada; a través de ella se veía un retazo del cielo, ya medio claro. Duarte no vaciló, reunió todas sus fuerzas, dio un salto desde el lugar donde estaba y se tiró, implorando la misericordia de Dios, hacia abajo. La altura no era grande, la caída no fue dolorosa; se incorporó rápidamente, pero el hombre gordo que estaba en el jardín, le cerró el paso.
— ¿Qué pasa? — le preguntó riendo.
Duarte no respondió, cerró los puños, golpeó violentamente el pecho del hombre y se echó a correr jardín adentro. El hombre no cayó; sintió apenas un gran sacudón, y una vez que hubo pasado la impresión, se lanzó en pos del fugitivo. Empezó entonces una carrera vertiginosa. Duarte iba saltando cercas y muros, esquivando canteros, rozando árboles que una y otra vez le surgían por delante. Transpiraba a raudales, le palpitaba el pecho, poco a poco iba perdiendo las fuerzas; tenía una de las manos heridas, la camisa salpicada por el rocío de las hojas, dos veces estuvo a punto de caer en poder de su perseguidor, el saco había quedado atrapado en un espeso manojo de espinas. Por fin, cansado, herido, jadeante, cayó en los peldaños de piedra de una casa que se alzaba en medio del último jardín que había atravesado.
Miró hacia atrás; no vio a nadie: el perseguidor lo había perdido de vista. Podría aparecer, sin embargo; Duarte se incorporó con dificultad, subió los cuatro peldaños que le faltaban, y entró a la casa, cuya puerta, abierta, daba a una sala pequeña y baja.
Un hombre que allí estaba, leyendo un ejemplar del jornal do Comércio no pareció verlo entrar, Duarte cayó en una silla. Clavó sus ojos en el hombre. Era el Mayor Lopo Alves.
El Mayor, agitando el periódico, cuyas dimensiones se iban volviendo cada vez más exiguas, exclamó repentinamente:
— ¡Angel del cielo, estás vengado! Fin del último cuadro.
Duarte lo miró, miró la mesa, las paredes, se frotó los ojos, respiró profundamente.
— ¿Y bien? ¿Qué le pareció?
— ¡Ahí ¡Excelente! — respondió el licenciado, incorporándose.
— Pasiones fuertes ¿verdad?
— Fortísimas. ¿Qué horas son?
— Dieron las dos ahora mismo,
Duarte acompañó al Mayor hasta la puerta, respiró una vez más, palpó sus vestiduras, fue hasta la ventana. Se ignora lo que pensó durante los primeros minutos; pero, al cabo de un cuarto de hora, he aquí lo que decía para sus adentros: — Ninfa, dulce amiga, fantasía inquieta y fértil, tú me salvaste de una pésima pieza con un sueño original, reemplazando mi tedio por una pesadilla: fue un buen negocio. Un buen negocio y una gran lección; me probaste una vez más que el mejor drama está en el espectador y no en el escenario.
La cosa más ardua del mundo, después del oficio de gobernar sería decir la edad exacta de doña Benedicta. Unos le daban cuarenta años, otros cuarenta y cinco, algunos treinta y seis. Un corredor de cambio bajaba a los veintinueve; pero esta opinión, erizada de intenciones ocultas, carecía de aquel cuño de sinceridad que a todos nos agrada encontrar en los conceptos humanos. Ni yo la cito, sino para decir, desde ya, que doña Benedicta fue siempre un cúmulo de virtudes.
La astucia del corredor no hizo más que indignarla, aunque sólo momentáneamente; digo momentáneamente. En cuanto a las otras conjeturas, oscilando entre los treinta y seis y los cuarenta y cinco, no contradecían las facciones de doña Benedicta, que eran maduramente graves y juvenilmente graciosas. Pero, si algo sorprende, es que se conjeturase sobre este asunto, cuando bastaba interrogarla para saber la verdad verdadera.
Doña Benedicta cumplió cuarenta y dos años el domingo diez y nueve de setiembre de 1869. Son las seis de la tarde; la mesa familiar está rodeada de parientes y amigos, que sumaban unas veinte o veinticinco personas. Muchas de ellas estuvieron en la cena de 1868, en la de 1867 y en la de 1866, y siempre escucharon a la dueña de casa aludir francamente a su edad. Además, allí en la mesa, puede verse a una muchacha y a un jovencito, que son sus hijos; éste es, según sugieren su porte y sus modos, algo aniñado, pero la muchacha, Eulalia, aunque sólo tiene diez y ocho años, parece de veintiuno, tal la severidad de sus modales y de las facciones.
La alegría de los comensales, la excelencia de la cena, ciertas negociaciones matrimoniales encomendadas al Canónigo Roxo, aquí presente, de las cuales se hablará luego, las buenas cualidades de la dueña de casa, todo eso da a la fiesta un carácter íntimo y feliz. El Canónigo se incorpora para trinchar el pavo. Doña Benedicta acataba esa costumbre nacional de los hogares modestos de confiar el pavo a uno de los los invitados, en vez de hacerlo trozar fuera de la mesa, por manos serviles, y el Canónigo era el planificador de aquellas ocasiones solemnes, Nadie conocía mejor la anatomía del animal, ni sabía operar con más destreza. Tal vez — y la veracidad de esta conjetura la confirmarán los entendidos — talvez el hecho de que el trinchador fuese un canónigo, le confiriese a la función, en el espíritu de los comensales, una cierta dosis de prestigio, que quizás ella no tendría si fuese, por ejemplo, ejecutada por un simple estudiante de matemática, o un amanuense de oficina. Pero, por otro lado, un estudiante o un amanuense, sin la práctica que da el ejercicio prolongado ¿harían gala del arte consumado del canónigo? He aquí otra cuestión importante.
Vayamos, pues a los demás invitados, que están de pie conversando; se oye el rumor propio de los estómagos sólo a medias complacidos, la risa de la naturaleza, que se encamina hacia la saciedad es un instante de reposo.
Doña Benedicta habla al igual que sus visitas, pero no les habla a todas sino a una, está sentada a su lado. Se trata de una señora gorda, simpática muy risueña, madre de un Licenciado en Derecho de veintidós años. Leandrito, que está ubicado frente a ellas. Doña Benedicta, no se contenta con hablarle, tiene entre sus manos una de las de ella, y no se contenta con tenerla tomada de la mano, la mira con ojos encantados, vivamente encantados.
No la mira adviértase, de un modo persistente y sostenido, sino inquieto, breve, reiterado e instantáneo. En todo caso, hay mucha ternura en aquel gesto; y, si no la hubiese, nada se perdería, porque doña Benedicta repite con la boca a doña María de los Angeles, todo lo que con los ojos le va diciendo: que está encantada, que considera una fortuna haberla conocido, que es muy simpática, tan noble, que trae el corazón en los ojos, etc., etc., etc. Una de sus amigas le dice riendo, que está con celos.
— ¡Aguántatelas!... — respóndele ella, riendo también y volviéndose hacia la otra:
— ¿No le parece? nadie debe meterse en nuestra vida.
Y allí nomás volvían las delicadezas, las alabanzas, las risas, los ofrecimientos, más esto y más aquello, un proyecto de paseo, otro para concurrir juntas al teatro, y promesas de muchas visitas, todo con tamaño calor y expansión, que la otra palpitaba de alegría y reconocimiento.
El pavo había sido comido. Doña María de los Angeles hace una seña al hijo, éste se levanta y pide que lo acompañen en un brindis:
— Señores míos, es preciso desmentir esta máxima de los franceses les absents ont tort.