Mala mar - Javier Rovira - E-Book

Mala mar E-Book

Javier Rovira

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2022
Beschreibung

"Me llamo Tomás Salcedo y acabo de matar a mi hermana". La familia Salcedo está a punto de reunirse en la vieja casona de veraneo, muy cerca de Llanes, para celebrar el cumpleaños de la madre. Lo que pretendía ser un encuentro entrañable se convierte en tragedia, porque el coche de Tomás, el primogénito, aparcado sobre la colina que rodea la casa, se precipita por la pendiente. No tenía el freno de mano puesto y su hermana Mariana, que estaba sentada en un banco del jardín, muere atropellada. Mientras, los otros dos hermanos, Ángela, violonchelista de éxito, y el descarriado Leo, se desplazan hacia Llanes ajenos a la desgracia. Ahora, los hermanos Salcedo tienen por delante una investigación judicial, un incipiente escándalo público y la necesidad de afrontar un turbulento pasado familiar marcado por la mentira, la culpa y el silencio.

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© del texto: Javier Rovira, 2022.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2022.

REF: OBDO083

ISBN: 978-84-1132-130-3

EL TALLER DEL LLIBRE · REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

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Todos los derechos reservados.

Mía es la venganza y la retribución.

DEUTERONOMIO, 32:35

Quiero volver a enamorarme, quiero volver a enamorarme,

solo una vez más.

Antigua luz,JOHN BANVILLE

TÚ A MÍ NO ME ENGAÑAS

NUEVA DE LLANES (ASTURIAS)26 DE SEPTIEMBRE DE 2003

Me llamo Tomás Salcedo —se repite una y otra vez—, me llamo Tomás Salcedo y acabo de matar a mi hermana. La frase es tan incongruente como cierta, y Tomás la murmura sin descanso mientras observa la pendiente y después el coche, y lo que ha quedado del banco de madera, y ese sauce que plantaron ellos mismos, entre todos, hace ya miles de años. Se llama Tomás Salcedo y ahora debería hacer algo; algo, sí, pero qué, qué se debe hacer después de esto. Se pasa la mano por la frente y cierra los ojos. Tendría que calmarse, pero los pensamientos se agolpan; y también las imágenes. Hace solo unos segundos todavía estaba ahí, sentada de espaldas y escuchando cualquier cosa en su viejo chisme con los auriculares puestos, tan ensimismada como siempre, ajena a todo y posiblemente también al saludo y las preguntas que él, mientras bajaba la cuesta con el corazón en un puño, pronunciaba por inercia: ¿qué tal?, ¿cómo va El Búho?, ¿soy el primero en llegar?

Llamar a su madre El Búho no es más que una broma de adolescencia que ha sobrevivido al tiempo y a la distancia, y a un buen montón de miserias. Se está muriendo, le había dicho Mariana cuando hablaron por teléfono semanas atrás, haz lo que quieras, pero yo creo que será su último cumpleaños en este mundo. En este mundo; Mariana y sus cosas. Ángela también había mordido el anzuelo y ahora volaba desde Connecticut, gruñendo seguramente por las improbables molestias causadas por su vecino de asiento y bebiendo una tila tras otra como una descosida. En cuanto a Leo... En fin, con Leo nunca podía saberse, aunque aparecerá cuando ya nadie lo espere y pondrá cara de niño bueno; de niño mimado más bien. ¿Y él? —se pregunta—, ¿qué cara debería poner él?

El relato de los hechos es en realidad muy sencillo, aunque, dada la situación, le cuesta ordenarlo. Ha aparcado el coche sobre la colina porque siempre le gustó dejarlo ahí. Es un hombre de costumbres y no renuncia a ciertas ceremonias: la parada breve en una de las cafeterías del pueblo, la conducción lenta por el camino de tierra y, al final, el cigarrillo con el motor todavía en marcha y el coche apenas detenido junto al precipicio. Esos juegos, esos riesgos. Hoy, a pesar de la presión acumulada, también ha cumplido el ritual y desde arriba ha observado la casona a los pies y el torreón, la galería acristalada y la palmera, los muros azules rodeados de hortensias y más allá las ondulaciones del terreno, tapizadas de verde. Una vista preciosa. Por qué negarlo. Sin embargo, la pausa del cigarro no ha sido agradable esta vez. Y todo porque, mientras fumaba, la larga perorata que media hora antes Mariana le había soltado por teléfono resonaba todavía en el coche. Resonaba y se expandía, y al hacerlo convertía el aire en algo denso, en algo difícil de respirar. Y, mientras tanto, mientras el significado de todas esas palabras adquiría su verdadera dimensión, a través del parabrisas él podía divisar a su hermana ahí abajo, sentada en el banco y además tan tranquila, leyendo a saber qué a no más de trescientos metros. Qué extraño es todo. Hay decisiones que se toman en cuestión de segundos y luego nos cambian la vida, para bien o para mal. Poco después se ha apeado, ha cogido la maleta y ha tomado el sendero y ha visto su BMW rodar por la cuesta, primero despacio y como a trompicones, y luego imparable, aplastando los arbustos, venciendo la verja, incrustándose en el banco y en la frágil espalda de su hermana. ¿Por qué tiene que sonar además esa maldita música? El banco contra el sauce y en medio el cuerpo de Mariana, su cabeza colgando hacia atrás con los ojos abiertos, el cuello en una posición imposible y el magnetófono dando la lata con una suite para violonchelo. Ha saltado por los aires y ahora suena desde algún sitio. ¿Dónde habrá ido a parar? Menuda mierda. Bach. Un minueto o algo de eso.

—Pero..., ¿se puede saber...? ¿Se puede saber qué pasa?

Bernabé acaba de aparecer, por fin un elemento sensato en medio de aquel disparate. Ha salido del cobertizo cargado como una mula, sigue siendo un hombre fuerte a pesar de la edad. Sobre el hombro derecho lleva una cuerda enrollada que debe de pesar toneladas y con la mano izquierda arrastra un saco de abono. Ha visto el banco y lo que ahí se cuece y por eso frunce el ceño. Sin aspavientos. Un tipo duro, qué duda cabe. Suelta los aperos y se acerca a Mariana, que todavía lleva puestos los auriculares. Los auriculares. En qué bobadas se puede llegar a fijar uno. Desde su escondite, el magnetófono se calla un instante y vuelve enseguida a la carga. Dios, ¿a quién se le ocurre seguir escuchando música en viejos casetes en vez de adaptarse a los tiempos y comprar cedés, como todo el mundo? A Mariana, claro, a la siempre desubicada Mariana. La música salta y rebota con una alegría inapropiada mientras él observa cómo Bernabé, con movimientos de experto, presiona el cuello quebrado para comprobar si su hermanita respira. Y no respira, claro, cómo va a hacerlo. El tiempo parece alterado, hay algo que no fluye, que se atasca, piensa Tomás. Luego Bernabé le baja los párpados a Mariana con una delicadeza extraña y después lo mira a él.

—No entiendo qué ha ocurrido —balbucea Tomás—. He aparcado arriba, como siempre, y de repente el coche está ahí.

—¿Has puesto el freno de mano?

—Claro —responde, ahora ya sin balbuceos.

—¿Estás seguro?

El freno, cómo no. Hay que ser o estar muy despistado para no subir la palanca antes de quitar las llaves, es un acto automático en cualquier conductor y él se ha pasado la vida conduciendo: las olvidadas campañas por los pueblos, los viajes con su mujer y las niñas, las escasas visitas desde Madrid. Aunque todo es posible, dirá. Y así es. Todo es posible. Intenta imaginarse otra vez dentro del coche, fumando, el mar a un lado y la casona al otro, la voz de Mariana inundándolo todo y la hasta ahora desconocida sensación de derrota. Porque eso ha llegado a creer Tomás mientras fumaba hace un rato, que todo estaba perdido. Sonríe y después disimula esa sonrisa, qué va a pensar Bernabé. Va a repetir que sí lo ha puesto —¿qué otra opción le queda?—, pero Bernabé va unos pasos por delante y mira hacia arriba, al torreón. La luz parece encendida tras las cortinas.

—Deberías subir. —Los ojos de Bernabé arden en la distancia. Nadie es tan duro. Ni siquiera él—. Le echaré un vistazo al coche mientras tanto. ¿Me dejas las llaves?

Tomás asiente, obedece más bien —¿es así como debe comportarse?—, y luego se dirige a la entrada. La alberca está seca y cubierta de hojas. En la esquina derecha hay un ave muerta con las alas extendidas. Una graja o un cuervo, una corneja quizá. Aunque ellos insistieron mucho, su madre no quiso transformar esa alberca en piscina cuando se instalaron allí el primer verano: qué bobada, para qué queréis una piscina si tenéis la playa a dos pasos. Aseguraría que la está oyendo, una mujer tan elegante como malhablada, sin ningún pelo en la lengua.

—Qué os parece —les dijo en cuanto llegaron—. Es bonita, ¿no? Nos la regala vuestro querido padre para que olvidemos lo mucho que se gasta en putas. —Su fular color malva ondeaba con la brisa. Acababa de encender uno de los cigarros finitos y oscuros que fumaba como con desdén, con la muñeca quebrada y ese tipo de gestos—. A mí me gusta. La aceptaremos a modo de compensación.

Lo de la corneja no es algo aislado, una pátina de desamparo recubre todo lo que ve. La casa vivió tiempos mejores, y, ahora, al aproximarse Tomás a la puerta, la idílica imagen de la que disfrutó en la colina tiene bien poco que ver con una realidad de lo más deslucida. La palmera sigue en forma, algo es algo. Tomás se acerca y da unas palmadas al tronco, afectuosamente, como si saludase a un amigo.

La atmósfera del interior también ha cambiado. Ya no huele a vacaciones o a encuentros, el aire pesa y el olor tiende a lo agrio, a fármacos y caldos, a dormitorios sin ventilar. Hay una luz polvorienta que cae sobre los muebles coloniales, sobre el piano abierto, ponte ahí,sobre las maderas nobles y las alfombras. No vamos a cambiar ni un hilo, dijo El Búho en cuanto entró allí por primera vez, el indiano cabrón que se hizo de oro esclavizando negros no tenía mal gusto después de todo. Las primeras semanas jugaban a eso: Tomás se vestía de blanco, se ponía en la cabeza un viejo panamá que encontró en el desván y se paseaba por la habitación de las gemelas con su gran habano entre los dedos. Ángela muerta de risa y Mariana con la boca abierta. Él tenía dieciséis años, y las gemelas, cuatro menos.

Los escalones crujen. Tomás sube despacio y, al llegar a la primera planta, nota que el aire corre a sus anchas por la galería. Qué desastre, Bernabé debería arreglar esos cristales. Entonces se detiene. Hay mucho que hacer, además de reparar la cristalera: alguien tendrá que venir a certificar lo que ha pasado. Un médico, por supuesto, un médico y poco más. Nada de líos, por favor, nada de revuelos; un médico será más que suficiente. Desde donde está, puede ver el jardín y contemplar el estropicio. Cómo es posible. Este lugar es el principio y el fin de casi todo. Al otro lado de la galería están los dormitorios: el de las gemelas a la derecha, el suyo al fondo y, a la izquierda, el de Leo. Las siestas eran para volverse loco. Qué pesadilla. Mariana haciendo escalas en el piano y Ángela con el violonchelo entre las piernas. Un gallinero. Y su madre arriba, pintando cuadros horribles y ajena a todo, como mucho alguna queja que pronunciaba sin el menor interés: qué pena que tengas tan mal oído, Tomás, a tus hermanas les hace falta un violinista.

La escalera que sube al torreón es empinada, todavía cuesta creer que su madre decidiera enclaustrarse ahí. Mariana hizo todo lo posible por impedirlo, pero El Búho siempre fue testarudo. Hace diez años obligó a Bernabé a subir allí la cama grande, convirtió así su viejo estudio en dormitorio y nunca más bajó. Fue Tomás quien le puso el apodo aquel primer verano. Había motivos. Su madre pasaba en el torreón la mayor parte del tiempo, controlándolo todo en apariencia, abriendo y cerrando las cortinas con la intención de inquietarlos, de que supieran que, desde arriba, mamá los vigilaba. Nada de todo eso resultó cierto. Se encerraba ahí por la mañana y ni siquiera bajaba a comer por la sencilla razón de que se olvidaba del almuerzo tanto como se olvidaba de ellos. Siempre caminó unos centímetros por encima de las cosas, como si flotara levemente sobre lo que ella misma llamaba la cenicienta realidad, de manera que se le iban los días traduciendo versos de poetas franceses para una editorial que ni siquiera le pagaba, pintando bodegones en los que mezclaba desnudos humanos con frutas y flores mustias o vaciando botellas de vino blanco y de ginebra. También recibía amantes, parece ser, aunque eso nunca pudieron confirmarlo. Hace cinco años empezaron los tropiezos al hablar y, poco más tarde, los olvidos. Últimamente ni siquiera recordaba su nombre, menos mal que estaba allí Mariana para cuidarla. ¿Y ahora? ¿Qué van a hacer con su madre ahora que Mariana ya no está? Mariana. Jodida loca. La recuerda de pequeña tocando con dificultad sus miniaturas, luchando contra las teclas durante horas para muy tristes resultados. Una pena. Todavía no había empezado a hacerse cortes.

La puerta del torreón también está cerrada y Tomás se detiene antes de abrirla. Le sudan las manos. Es ridículo. Le gustaría sentirse culpable, pero no es esa su naturaleza: son cosas que pasan, se dice, tanto el accidente de hace un rato como todo lo demás. El olor agrio del salón se hace de nuevo presente, y el aire se espesa, y la luz anaranjada de la lamparita baña la cama y deja el resto en penumbra. Aun así, Tomás puede distinguir los óleos que cubren las paredes: torsos masculinos en los que se apoyan floreros vacíos, aves de ojos hueros amontonadas sobre espaldas fuertes y anchas, frutas de otoño a punto de pudrirse mezcladas con turgentes pechos de mujer. Nunca entendió esa extraña manía. Bodegones. Bodegones rarísimos. Una mujer moderna con aficiones de vieja chiflada.

Antes de acercarse a la cama, pronuncia un «hola» en voz muy baja que no deja de ser un sinsentido, sabe de sobra que nadie va a contestar. La última vez que estuvo allí, ella lo miró durante un buen rato con unos ojos llenos de estupor que no soltaban chispas de socarronería ni coqueteaban con quien estuviese delante como en otros tiempos. Mariana observaba desde la puerta y le pidió que le dijera algo, cualquier cosa, estaba segura de que reconocía las voces, pero Tomás no fue capaz de decir nada. Luego los ojos se animaron durante unos segundos, su madre levantó la mano y le acarició la mejilla con mucha suavidad, con ternura casi, y después, sin venir a cuento, frunció la boca y le escupió.

La mira y presiente que algo no funciona. No. Sería demasiado. Sobre la mesita de noche hay un vasito de agua —¿agua?— y unas cuantas pastillas desperdigadas. Va hacia ella y la toca y después corre al ventanal y aparta las cortinas. Al abrir ve a Bernabé con el magnetófono en la mano, trasteando nervioso los botones. Qué locura. Hasta el torreón llega el comienzo de otra danza.

—¿Sabes cómo se apaga este trasto? —grita Bernabé—. No consigo que se calle.

—Bajo enseguida —dice Tomás, intentando mantener la calma.

—Más te vale.

—No me asustes, Bernabé. —Tomás se vuelve y allí sigue, no es posible que esté pasando también esto.

Bernabé deposita el aparato en el filo de la alberca y después va hacia el coche, y desde allí vuelve a mirar al torreón.

—La palanca no está en su sitio. —Parece muy disgustado Bernabé—. ¿Se puede saber en qué pensabas?

Tomás lo sabe de sobra y por eso se limita a cerrar el ventanal y desandar el camino recorrido. A pesar de lo que ha encontrado arriba, sus labios dibujan sin él quererlo otra ligera sonrisa: eso digo yo, en qué estaría pensando; aunque un despiste lo tiene cualquiera, ¿no es así, Bernabé?

PUERTA DEL SOL (MADRID)MARZO DE 1976

—Di que tu madre es una puta. ¿Me oyes? ¿Me oyes o no me oyes? —Emilio lo oye, claro que lo oye, y también oye cómo detrás alguien se ríe—. Di que tu madre es una puta y que tu padre es maricón. ¡Vamos, dilo y a lo mejor así avanzamos algo!

Es difícil decir eso y más si se está boca abajo, desnudo, colgado por las corvas de una barra que atraviesa la habitación de pared a pared. El simple hecho de respirar es ya un esfuerzo enorme. La garganta se le cierra por momentos y siente la cara abotargada y a la vez comprimida bajo una máscara de una talla que no es la suya. Aire, ¿dónde está el aire? Intenta captarlo, pero le da la impresión de que lo poco que consigue se queda en la glotis y no baja a los pulmones. La sangre ha dejado de salir por la nariz y ahora los churretes han empezado a secarse. Le gustaría quitarse las costras y no puede porque tiene las muñecas atadas a los tobillos, con un par de esposas cree recordar. Los churretes y las costras; Dios, qué importancia tendrá eso. Los pies. Los pies son lo único que importa. Ya no está seguro de casi nada, pero sí sabe que no resistirá otro golpe en las plantas. El anterior subió como una culebra por las pantorrillas y la quemazón fue a estallar en el mismísimo centro del cráneo. Quiere pronunciar lo que le piden, pero la congestión es tan grande que solo puede boquear como un pez fuera del agua; y pensar en respirar, en que el aire llegue a los pulmones y la garganta no se cierre. El corazón va desbocado y los latidos le palpitan en las sienes, en la frente, en los tímpanos. Mira el suelo y un trozo de pared sucia y recuerda su postura, atado a sí mismo y pendiendo de un hierro como una pieza de caza. Un par de botas negras cruzan su escaso campo de visión. Las botas desaparecen y después oye ese silbido. Piensa en sus pies, pero ahora todo se concentra en los testículos y cree que grita, aunque no podría asegurarlo. El dolor es atroz y ha vuelto a subir hasta el cerebro. El efecto es, sin embargo, el inverso: el pulso se desacelera; un sopor lo envuelve todo; Pauline lo arropa, le susurra; las sienes dejan de palpitar y algo por dentro se apaga.

—Se nos va, Zamora —escucha Emilio todavía—. Refrésquelo con agua porque si no este cabrón se nos va.

El despertar es lento y brumoso, y la resistencia es enorme. Su mente y su cuerpo parecen instalados en un lugar muy profundo del que no quieren moverse. De ninguna manera. Siente que lo aspiran hacia la superficie y también que un par de tentáculos lo quieren retener en el fondo, que la tierra tira de él. Luego la nota: la sed. El interior de su boca es un campo yermo, un espacio cuarteado que podría quebrarse con tan solo rozarlo. Intenta recordar dónde está. No lo consigue. También se pregunta por qué le duelen tanto los tobillos, las corvas, la entrepierna. ¿Habrá agua cerca? Abre los ojos al fin y distingue la luz sucia que atraviesa un ventanuco. Después la pared manchada, el suelo sin color definido. ¿Qué es todo esto? Detrás del ventanuco hay siluetas alargadas que parecen moverse, luego nada, luego siluetas otra vez.

—¿Y por qué no te ha invitado?

—Pues porque ella es así, parece mentira que...

Murmullos, sonido de tacones.

—Sí, mucho más barato de lo que pensaba.

Un silbato a lo lejos, pasos amortiguados, motores en marcha.

—... me pasaré esta tarde si me da tiempo.

Las voces son el único referente en ese lugar extraño al que no sabe cómo ha llegado. Mira alrededor en busca de algún indicio y no ve más que un cubículo vacío, el ventanuco pegado al techo y una puerta cerrada. Tiene frío y tiene sed. Mucha sed. Por qué estará desnudo. Intenta incorporarse, el dolor se lo impide y decide quedarse así, acurrucado en una esquina, abrazándose a sí mismo para entrar en calor.

Le han golpeado —está seguro—, tiene restos de sangre en las manos, en uno de los costados y en las uñas de los pies. Y hay brasas ardiendo en sus ingles. Quiere recordar lo sucedido, pero el pasado reciente se escurre como una anguila y repta y luego desaparece por una especie de sumidero. La fiesta. Alguien no ha sido invitado. Lo acaba de oír. Ella estaba en la fiesta, ¿es eso? Sí, ella estaba en la fiesta y nada más verla supo que era la chica de sus sueños. El humo. El olor del pipermín. ¿Por qué llegan esas imágenes justo ahora? Alguien grita. Alguien está gritando muy cerca. ¿No lo oyen los que pasean al otro lado del ventanuco? Es que tengo un poco de prisa. ¿Qué está ocurriendo? Tres años lleva sin pisar la calle. Que deje de gritar, por favor. ¿La calle? ¿Quién ha dicho eso? El humo. Sin pisar la calle. Nunca había visto una bebida de color verde. Dale un beso de mi parte. Ni había aspirado el leve aroma a acetato que desprende el césped recién cortado. Basta. ¿Qué clase de sitio es este? Cierra los ojos, se tapa los oídos y se acurruca aún más. El suelo y la pared están fríos y Emilio solo quiere pensar en la fiesta. Eso lo reconforta. Eso sabe que es real. ¿Lo es? Se acercó a ella creyendo que era una estudiante más, una de esas chicas de pocas curvas, raya en medio y pelo lacio, que fuman en los cambios de clase y hablan con vehemencia de libertades políticas y de la inminente emancipación de la mujer. Él llevaba casi una hora perdido, deambulando entre desconocidos que reían y picaban canapés o entraban y salían al jardín. Su compañero de cuarto había conseguido llevarlo hasta allí después de insistir durante toda la semana con lo de que las fiestas de los de Filosofía y Letras son las mejores, chaval, ¿no ves que ahí estudian titis sobre todo?, pero hacía ya un buen rato que Juan Luis no aparecía. Había pensado en preguntar por él al anfitrión, aunque probablemente ellos no se conocían de nada o lo hacían de un modo más bien remoto.

—La da un tipo que va a la clase de mi prima —le había contado Juan Luis en el cuarto esa misma tarde—, uno que vive en Somosaguas. Está forrado y le ha dicho que puede llevar a quien quiera; así que deja de poner esa cara y haz el favor de arreglarte un poco. Y antes date una ducha, ¿vale? No te lo tomes a mal, pero hueles como a caballo. Bueno, o a establo, no sé... Hay que joderse con los de Montes.

Llevaba seis meses en Madrid y cinco de ellos compartiendo habitación con Juan Luis en una pensión para estudiantes que encontró por casualidad en plena Glorieta de Cuatro Caminos. Los dos iban para ingenieros y a Juan Luis le gustaba decir ese tipo de tonterías porque hacía Industriales y, eso, comparado con Montes..., en fin, Emilio, dónde va a parar. A él no le importaban sus burlas porque se sentía más que orgulloso de haber llegado hasta allí desde la nada. Del taller de su padre a la escuela de maestría y a la universidad laboral a fuerza de becas, el primero de su promoción por donde había ido pasando y a Madrid con otra beca para hacerse perito de lo que más le gustaba. Se duchaba a diario, por supuesto, aunque puede que Juan Luis tuviese algo de razón con lo del establo: lleva la tierra en las venas, el estiércol, la humedad de los pastos.

Un silencio repentino lo saca de su ensoñación. Los gritos han cesado y el vacío que dejan es aún más invasivo. Las voces y frases entrecortadas que atraviesan el ventanuco siguen ahí, pero han dejado de interesarle. Algo se despierta en lo más hondo de su memoria. Es como un alumbramiento y, aunque intuye que será doloroso, Emilio quiere tirar de él. Nada bueno ha podido traerlo hasta aquí. La dueña de la pensión en bata con los ojos espantados y antes de eso los porrazos en la puerta. ¿Cuándo sucedió? La memoria es sinuosa y en cierto modo perversa. Juan Luis en la otra cama preguntando qué pasaba, tenía un examen al día siguiente y esa loca dando por culo, los haces de las linternas recorriendo el cuarto y luego la bombilla descarnada colgando del techo, iluminando las dos camas.

—¿Emilio Sariego? —Las botas, los uniformes, las botas otra vez.

Juan Luis negaba con la cabeza mientras la patrona entraba con la bata medio abierta y el índice bien extendido. Puta borracha, cualquiera diría que se alegraba.

—Así que es uno de esos. Vaya, vaya con Emilio..., quién lo iba a decir.

Pero él no era nadie —estaba seguro—, ni de esos ni de aquellos ni de los de más allá porque él lo que quería era acabar su carrera y buscar trabajo en algo de lo suyo, un sueldo, comprarse una casa, fundar una familia con... ¿Pauline? Pauline, ¿dónde estás? ¿Pauline? Alguien ha mencionado su nombre hace muy poco. ¿Seguro que hablaban de ella? La cabeza en el agua. Que si la conocía, que si había estado en las reuniones, que si el humo de la fiesta... ¿El humo? ¿Qué humo? Nada de esto tiene sentido. Es la sed. La maldita sed lo está haciendo delirar. Bendito delirio. Ella debió de notar que alguien la observaba porque se volvió y le dedicó una ligerísima sonrisa, más un esbozo que un verdadero dibujo, y además estaba sola y además se atusó el pelo; de modo que él, con el corazón enloquecido, se acercó.

—¿Te importa si...? —Y señaló el hueco que había a su lado en el sofá.

—¿Por qué iba a importarme? —Ese ligero acento.

—No, lo decía por si... No sé... A lo mejor prefieres estar sola.

Fumaba, como casi todos, y con la otra mano sujetaba una copa alargada en la que brillaba un líquido esmeralda.

—Haz el favor de sentarte —dijo después de mirarlo de arriba abajo—. Ni tú ni yo conocemos aquí a nadie ni tenemos con quien hablar. Al menos así disimulamos.

Enseguida supo que era parisina y que llevaba en Madrid casi tres años, que vino para aprender español y que se ganaba la vida trabajando para una familia muy rica y numerosa.

—Cuido a las niñas pequeñas y les enseño francés. La hermana mayor es de mi edad y por eso he venido. Me ha traído ella y ahora ha desaparecido sin decir nada. Supongo que te suena la historia.

Pauline tenía la extraña virtud de adivinar las cosas —intuición, lo llamó ella—, y también la costumbre de tomar siempre pipermín.

—Es como beberse un caramelo —dijo cuando salieron al jardín y rodearon la piscina—. ¿Quieres probarlo?

—No, gracias. No me gusta beber. —El césped desprendía un olor muy particular que nada tenía que ver con el de la hierba entre la que él había crecido—. Menuda casa... —añadió más tarde—. Yo no sé si me acostumbraría a vivir en un sitio así.

Pauline ni siquiera contestó. Había encontrado dos hamacas libres y ahora miraba las estrellas de un cielo limpio y sin luna. ¿No te sientas? La música de Los Archies sonaba a lo lejos. Pauline movía los pies descalzos al ritmo de ese sugar, oh, honey, honey que tanto seguía gustando y él buscaba desesperadamente algo nuevo que decir. El cielo. Eso es. El cielo. En el centro de Madrid, el cielo no era el mismo.

—¿No te gusta el silencio? —se adelantó ella—. A mí me encanta, así que deja de esforzarte y disfruta de la luna.

—Pero si no hay luna.

—Bueno, de lo que haya.

Era silencio lo que reinaba en la calle cuando bajaron. Ni luces estroboscópicas ni sirenas estridentes. Tan solo un coche en la puerta con los faros apagados y un conductor que fumaba con cara de pocos amigos. Hacía calor. ¿Por qué hará aquí tanto frío? ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que lo trajeron? Porque fueron ellos los que lo trajeron, ahora está seguro. Lo montaron en el coche y el que se había sentado a su lado le advirtió que más valía que cerrara el pico: ya tendrás tiempo de hablar. Los de delante rieron, el coche arrancó y atrás quedó Cuatro Caminos, Bravo Murillo, Bilbao. Hasta que alguien dijo que no le habían tapado los ojos, joder, que estáis en Babia, ¿es que querían perder el puesto? La venda le apretaba demasiado y él pidió que se la aflojaran, y ellos volvieron a reírse: así que delicado el nene, a ver con lo que nos sale cuando le demos el primer repaso. Luego nada. Puertas que se cierran y se abren, conversaciones que no entiende, la cabeza en el agua, la cabeza en el agua, la cabeza en el agua hasta que no puede más y después la cabeza en el agua, en el agua, las preguntas que tampoco entiende y la cabeza en el agua, se asfixia, los pulmones le estallan, ya vale, Zamora, las reuniones y ese nombre.

—Te he preguntado que si conoces a una francesita llamada Pauline Brisac.

Alguien ha puesto música lenta y alrededor de la piscina varias parejas empiezan a bailar abrazadas. Pauline sigue moviendo los pies mientras da traguitos muy cortos a su bebida. La canción es italiana y él no la conoce. Está a punto de preguntar de quién es y qué dice la letra pero, una vez más, ella se adelanta.

—Sabato pomeriggio. —Y dejó escapar un suspiro de fastidio—. Oh,là là... Y tú ¿en qué mundo vives, si puede saberse?

—Me paso la vida estudiando —dijo él a modo de excusa, pensando que de nuevo había metido la pata.

—Es Claudio Baglioni —aclaró Pauline—. Qué pesados, ¿no? Llevan toda la noche igual. Se ve que los grupos españoles están prohibidos en este tipo de ambientes, con lo que a mí me gustan.

—Gente de letras, ya sabes... —musitó tímidamente mientras Pauline tarareaba. Luego ella se incorporó y lo miró a los ojos; estaba radiante.

—No, no lo sé, y tampoco sé si vas a sacarme a bailar o si prefieres besarme. Si te soy sincera, empiezo a tener mis dudas.

Había contestado que era su novia justo antes de que volvieran a sumergirle la cabeza en la bañera. El agua pestilente era lo de menos porque era mucho peor oírlos a ellos, que si se la estaban follando en la planta de abajo, que si las francesas la chupan de otra forma, que si hay que ver cómo chilla cuando se la meten por detrás. En la cafetería de la escuela había oído hablar de detenciones, de torturas y desapariciones inexplicables, de comandos de todo signo con los que ellos no tenían nada que ver. Era un error. Un tremendo error. Que parasen aquello antes de que fuera demasiado tarde. Pero no escuchaban. Las reuniones en el sur de Francia, el FRAP, ¿qué era eso?, las acciones previstas y él repitiendo que no sabía nada, que estudiaba Montes y vivía de una beca, que no le interesaba la política y a ella tampoco, que nunca habían estado en ninguna reunión y entonces los golpes, la venda puesta y los golpes lloviendo desde no sabía dónde, escaleras que bajaban, pasillos y horas a oscuras, el frío, la sed, escaleras que subían y vuelta a empezar.

—Nos lo ha dicho tu amiguita, así que más vale que entres en razón.

¿Qué les había dicho? ¿Qué les había podido decir si desde la fiesta apenas se habían separado? Él siguió yendo a la escuela y preparando sus exámenes a conciencia, y ella tenía las niñas a las que cuidaba y las clases de francés a domicilio, y aun así encontraban tiempo para encerrarse en su cuarto de la pensión los sábados por la tarde, después de decirle a Juan Luis que se fuera a dar una vuelta y de aguantar la cara de mala baba que ponía la patrona. Y algún cine los domingos con magreo incluido. Y algún café los jueves con sexo silencioso y rápido en el cuarto de baño del bar donde hubiesen quedado.

—Qué suerte has tenido, cabrón. —La voz de Juan Luis cuando volvía. ¿Es esa la voz de Juan Luis?—. Las francesas están más liberadas, con las nuestras no se moja tan fácilmente.

—Lo que se me va muy fácilmente es el gatillo. —¿Juan Luis?—. ¿Me entiendes, ingeniero? —Juan Luis, ¿eres tú?—. ¿Me entiendes o no me entiendes?

Allí no había ningún Juan Luis. La punta de la pistola apoyada en su pecho y luego el chasquido sin disparo. Se tronchaban de risa todo el rato y él sentía que el corazón se le iba a salir por la boca. Hasta que dejaron de reírse. Lo recuerda perfectamente, aunque no podría decir ahora cuándo sucedió. Entró alguien y dijo que había problemas, la muy puta no había avisado, había que buscar a un médico.

—Los de arriba están que trinan. Me cago en Dios, Zamora, se nos va a caer el pelo por lo animales que sois.

¿Avisado? ¿Pauline? No, por favor. ¿Por qué no lo había dicho? Tan delgada y frágil que no lo parecía. ¿Era eso? Ahora es él quien grita. ¿Pauline? ¿Está bien? ¡Decidme que está bien! Desde octubre con ella y por eso la mezcla de alegría y sorpresa y miedo y vértigo y euforia y acojone cuando se lo dijo. ¿Pauline? ¡Pauline! Un golpe seco y todo se cierra en negro. ¿Qué había ocurrido? ¿Lo colgaron por las corvas antes o después de la bañera? ¿Cuántas veces lo habían bajado a ese cubículo? La cabeza en el agua. ¿Estás seguro de que no la acompañabas? La cabeza en el agua. ¿A quiénes veíais los sábados? La cabeza en el agua. Di que tu madre es una puta y que tu padre es maricón. Le duelen sus partes como si se las hubiesen partido en pedacitos. El último golpe. Ese fue el peor. El dolor se le mete ahora por el vientre y sube y luego baja, y después sube otra vez.

Y, de repente, la puerta se abre, y suenan las voces de siempre, y alguien le pone una venda en los ojos. Te vamos a dejar cerca de casa. Todo es negro de nuevo. No había luna y la había sacado a bailar sin atreverse a besarla a pesar de que la invitación no pudo ser más directa. Y más vale que olvides todo esto si no quieres tener problemas. El olor a cloro de la piscina iluminada se mezclaba con el del césped. ¿Una beca decías? Y era muy dulce la canción. Las becas van y vienen, tú verás lo que haces. Está dentro de un coche que acelera, sus testículos son cristales hechos añicos y él solo piensa en que después Pauline apoyó la mejilla en su pecho mientras se balanceaba con la música y se dejaba llevar. Gorrioncito, qué melancolía. No puede ni quiere pensar en otra cosa: en sus caderas de chico y en su cuerpo cálido y menudo, en aquel cielo limpio, cuajado de estrellas, en sus labios con sabor a pipermín.

AEROPUERTO DE BRADLEY (CONNECTICUT, EE. UU.)26 DE SEPTIEMBRE DE 2003

En los auriculares atruena Patti Smith de tal modo que su vecino de asiento acaba de lanzarle una mirada un tanto asesina. Seguramente el sonido traspasa los plastiquillos que lleva adosados a las orejas, pero que se joda, piensa Ángela, a fin de cuentas tiene pinta de mormón y a ella, los mormones, pues no. Take me now, baby, here as I am —y deja escapar una risita—, ¿oirá también la letra o solo le llega el bit de la batería, el piano al fondo, la guitarra punteando y esa voz que la vuelve loca? El deseo es ansia, es el fuego que respiro, madre mía, ¿cómo se puede escribir así de bien? Habrá escuchado esa canción más de un millón de veces y nunca se cansa: porque la noche es lujuria. Joder, Patti, y del día qué me dices. Lleva meses pensando en hacer una versión con sus chicas, pero lo cierto es que no se atreve. Solo los más grandes pueden medirse con los dioses y ellas no son grandes; de momento, no lo son.

Esperando. El mormón se ha debido de comer recientemente a dos de sus cuatro o cinco mujeres porque no cabe en el asiento y además no para de bufar y de mirar de reojo el estuche rosa fosforito del chelo. El violonchelo ha pagado su asiento como todo el mundo, así que si se te ha ido la mano con la mantequilla de cacahuete y las tarrinas de helado cheesecake tamaño XL, el problema lo tienes tú. Por cierto, no puede ser más bonito ese estuche. La agente le ha dicho un montón de veces que debería cambiarlo porque el color no va con la imagen que el grupo quiere proyectar, pero a ella la agente se la sopla. Qué tía más pesada. Las medias de rejilla rotas sí y los colorines no. El pelo amarillo con raíces negras, ok; pero las uñas sin pintar, swetee, que luego te las comes y en el videoclip quedan de pena. Y el caso es que a ella le encanta pintárselas de fucsia o de verde o de azul cielo y luego dejar que el esmalte se vaya descascarillando, sin repasarlas ni mucho menos. La verdad es que se siente bien con esas pintas. La mini escocesa y las medias, la camiseta negra con el escote descosido, las botas Dr. Martens y el piercing en la nariz. Un tanto de manual, lo reconoce, aunque peor lo llevan sus compañeras: la una gótica flamígera y la otra disfrazada de muñequita manga. Si su madre la viese, pondría el grito en el cielo. Bueno, eso último no deja de ser una frase hecha donde las haya. Ojalá lo hiciera. Su madre nunca puso el grito en el cielo por nada, y ahora, ahora menos aún.

Entrando en pista. La azafata acaba de descorrer la cortinilla que separa al vulgo de la codiciada business class, se ha acercado intimidatoriamente y ha introducido su carita de piel sedosa entre el estuche del chelo y el mormón. Ahora sonríe mostrando una impecable dentadura norteamericana mientras le dice —sí, habla y sonríe a la vez— que tiene que apagar su equipo electrónico ya mismo. Deslumbrante. Hay que reconocer que, en cuestión de blanqueamientos, implantes y carillas, los americanos son imbatibles. Pulsa el off y Patti se calla. La azafata se aleja. Seguro que hasta el puñetero mormón tiene una dentadura envidiable.

Despegando. Ahora sí que sí. El avión se ha colocado donde conviene y acelera, y acelera todavía más. Qué bárbaro. ¿Será este preciso instante el famoso punto de no retorno? Porque si no lo es, lo mismo grita y así obliga a la azafata de dientes como perlas a acercarse de nuevo. ¿Se encuentra bien? No, no se encuentra nada bien. Hace más de dos años que no va a España y ahora mismo se está cagando de miedo solo de pensarlo. Cagando la pata abajo. Como lo oye, señorita azafata. Demasiado tarde. El avión está ahuecando el ala, así que ya no hay nada que hacer. Su vecino parece traspuesto, tiene un color malísimo en la cara y se aferra con fuerza a los reposabrazos con sus diez regordetes deditos. Tranquilo, cari, voy al cumple de mi madre y te aseguro que esto no se va a caer, aunque tampoco estaría de más que rezases un poquito. Que los Santos de los Últimos Días nos acompañen en este trance hasta Chicago y, ya puestos, también en el futuro incierto que a ella le espera allá en la tierra que la vio nacer.

Ascendiendo. El paisaje que divisa a través de la ventanilla es suntuoso y ordenado. El otoño ha llegado antes de tiempo a Nueva Inglaterra y, después de las casitas de Bradley y otros puebluchos que ni conoce, todo se convierte en un inmenso manto de amarillos, morados, ocres, rojizos. Impresionante. Lástima que el morro del avión vaya directo hacia una barrera de nubes con una pinta nefasta. Y, encima, marcha atrás. Chicago está en la dirección opuesta a Oviedo, pero así son de retorcidas y arbitrarias las plataformas de venta. Dieciocho horas y treinta y cinco minutos de viaje por delante, de los cuales no sabe cuántos en el aire. Mejor no pensarlo. Lleva mal lo de volar. Siempre lo ha llevado de pena y a pesar de ello se ha pasado y se pasa media vida volando. La orquesta de la uni era de culo inquieto, la sinfónica más de lo mismo y ahora, con la banda, es un no parar. Calma. Tu bien comido vecino de asiento es generoso y reza devotamente por ti.

Alcanzando la velocidad de crucero. Saludo del comandante. Bonita voz. No se quiten los cinturones porque el tiempo está complicado y puede haber turbulencias. El mormón se retuerce como puede en su minúsculo asiento y choca con el estuche. Se ha puesto nervioso con el aviso y a ella le está empezando a dar pena. En este moderno y civilizado país deberían prever asientos especiales para gordos, puesto que proliferan tanto los gordos. Y las gordas. De hecho, leyó hace poco que aquí hay un cuarenta por ciento de personas con obesidad, aunque no sabe si creérselo. Probablemente sean cosas del Medio Oeste y del nostálgico sur, porque en Hartford no se ven tantos. En los estados republicanos la gente se pone como el Quico de porquerías, o eso es lo que siempre dice Madison. Madison se ha criado entre Missouri y Kentucky, así que ella sabrá. Le gusta Madison. Siempre le ha gustado. La conoció apenas llegó y desde entonces son íntimas. ¿Hace cuánto? Calcula y se estremece. Casi quince años que han pasado como un soplo. Quién lo iba a pensar. Se vino por..., en fin, se vino por lo que se vino. Hace ya mucho tiempo que decidió no darle ni media vuelta a ese asunto. Barreras, distancias y demás subterfugios. Mierda pura. Lo que suele responder a quien se lo pregunta es que la culpa la tuvo el amor —¡ja!—, que el supuesto amor le salió rana y que luego esto la llevó a aquello y, en fin, que aquí sigue. La historia que cuenta es preciosa, tiene su parte de verdad y va como sigue. Acababa de terminar la carrera y acudió a uno de esos famosos cursos internacionales que desde tiempo inmemorial se organizan en Santiago. Agosto en Galicia con muy mal tiempo, clases coñazo por las mañanas, y las tardes detrás de Evan por cuestas y callejuelas empapadas de sirimiri. Le gustó cuando lo vio en la presentación del curso y se había propuesto que ese americano rubio, con más pinta de marine que de vivir por y para la guitarra clásica, sería suyo antes de que acabase la semana. ¿Remordimientos? Cero. Era un curso de verano, tan efímero como la propia música que allí estudiaban, y Roberto, su novio todavía, no se tenía por qué enterar. Dicho y hecho. Ni siquiera le importó que Evan tuviese las uñas más largas de la cuenta y la arañara un poco cuando le metía mano. Fue estupendo. Volvió a casa y, a las pocas semanas, zas, llegó una postal de Evan. Entre marranada y marranada, Evan le proponía que aplicara a la Hartt porque el profe de chelo era la pera y, además, él estudiaba allí. Ella quería irse, necesitaba irse más bien (ojo, stop: ¿no se había prohibido pensar en eso?), de manera que le hizo caso a Evan y, contra todo pronóstico y después de rellenar un montón de papeles, enviar una grabación que a ella le parecía una basura y haber mantenido con firmeza dos o tres pulsos familiares, la aceptaron. Tal cual. Recibió una carta a mediados de octubre en la que se podía leer bien clarito que, si seguía interesada, podría incorporarse a los cursos de la Hartt School en el segundo semestre. La carta llegó que ni pintada porque acababa de ganar el segundo premio de un concurso nacional de poca monta y todavía no le había dado tiempo de gastarse la pasta. Cuatro duros, al fin y al cabo, suficiente sin embargo como para decir en casa que sí, que salía caro, pero que era una oportunidad única, porque Estados Unidos era el motor del mundo y, por si fuera poco, papá, aunque no te lo creas, resulta que tengo algo ahorrado. Su padre aflojó la cartera con tal de que dejase de dar la tabarra y su madre, como siempre, optó por la indolencia: si es lo que quieres, tú verás. Sus padres. Otra cuestión de las que hacen mella. Siempre ha pensado que le vendría bien una buena terapia, pero sabe de sobra que, si la empieza, no va a poder acabarla sin ruina previa. Demasiado que rascar. De momento, el dinero de la terapia lo gasta en botellas de bebidas espirituosas, y listo. Por cierto, hablando de bebidas.

Surcando el cielo. La azafata que la puso firme al despegar ha aparecido ahora empujando un carrito donde tintinean cosas ricas. Porque la noche es lujuria. Seguro que no le importa que vuelva a conectar el dispositivo, aunque, en aras de la convivencia y por respeto al sueño profundo de su vecino, procurará no poner el volumen muy alto. Madre mía, al olor de las sardinas el mormón se ha despertado. O sea, que no es mormón, porque ha abierto el ojo en cuanto ha oído el carrito y acaba de pedirse un copazo. Los mormones son polígamos y no beben ni gota, todo el mundo lo sabe. Hará un esfuerzo y lo acompañará. Pero con cabeza. Sí, señorita azafata, un whisky doble, por favor. Menos mal que los problemas con el alcohol han remitido, aunque no lo parezca. Todo está controlado. A veces es bueno tocar fondo. Lo de llegar hace tres años a un ensayo de la sinfónica con una borrachera de campeonato fue digno de figurar en los anales. Atriles por el suelo y dos arcos rotos, cuyo arreglo pagó religiosamente, of course. Un dineral. Por no hablar del bochorno. En su descargo dirá que era la primera vez que le pasaba. La primera y la última. Porque antes de eso la llamaban como refuerzo de vez en cuando y desde aquel funesto día nunca la volvieron a llamar. Sí, querida familia, hora es ya de confesarlo: nunca saqué plaza fija y eso de que soy violonchelo titular de la Sinfónica de Hartford es el cuento chino más cuento y más chino que nunca jamás conté. Lo que no se explica es cómo pudieron creérselo. Mariana fingiendo que se alegraba tantísimo y los chicos llamándola por teléfono para felicitarla. Ellos. Ellos que nunca llaman. En fin, digamos que su larga experiencia norteamericana ha consistido en un cúmulo de desaguisados de toda índole. Salvo ahora, ahora parece que todo se encarrila, aunque veremos a ver. El responsable de su primer fracaso fue nada menos que Evan. Quién lo iba a decir. No es que a ella le importara mucho, pero una tiene su orgullo y le costó aceptar que ese puto pendejo de Evan se enrollara con una dominicana espectacular durante los breves meses de espera y, resumiendo, si te he visto no me acuerdo. Y tanto que no se acordaba. Por el amor de Dios, es que ni la saludó cuando se dieron de bruces en su primer día. No obstante, ella se repuso pronto. Vaya que si se repuso. Y todo gracias a que en aquella limpísima y multicultural universidad no faltaban chicos encantadores de procedencias infinitas que la ayudaron a sobrellevar la pena. Y luego estaba Madison. Qué habría hecho sin ella. Compartían profe, atril en la orquesta de la universidad, habitación en la residencia y más de un chico. Imposible no hacerse amigas. Vidas paralelas en lo bueno y en lo malo. Brindo por ti, Madison, te prometo que volveré.

Atravesando turbulencias. No, no era ninguna broma. El comandante bien que lo advirtió. Su vecino exmormón se ha metido su copa de un trago y vuelve a tener la cara teñida de un verde desvaído. Lo mira y él la mira y se sonríen con amargura. El pánico es capaz de tejer intensos lazos de apego entre las almas más irreconciliables. Se regaña a sí misma. Debería empezar a dominar esa tendencia prejuiciosa que la lleva a catalogar a la gente a primera vista de un modo, en ocasiones, erróneo. Quizá sea un tipo estupendo y divertido, y por qué no darle una oportunidad. Con la siguiente esto se va a pique, le dice. El exmormón la mira de nuevo, esta vez horrorizado, y acto seguido aparta la vista. No ha entendido la broma. Una pena. Estaba dispuesta a recolocar el chelo para dejarle un poco más de espacio en el asiento y ahora no lo va a hacer. Así es la vida. Si no estás a la que salta, cuando menos lo esperas el tren pasa y tú te quedas en la estacada. Y que lo digas. Después de graduarse vio pasar varios trenes a los que no se subió y, de repente, como quien no quiere la cosa, en breve cumplirá treinta y siete y fíjate tú dónde anda. Y no habla de su carrera, no, habla de su vida sentimental. Ups. Siente que un nudo le empieza a cerrar la boca del estómago y decide cortar por lo sano. Lo mejor en estos casos es subir el volumen y concentrarse en la música. Lo siento, vecino, ahí va.

Descendiendo. Se ha debido de quedar traspuesta a pesar de los muchos decibelios que emiten los auriculares. Apaga el equipo antes de que alguien tenga que ordenárselo y mira por la ventanilla con la esperanza de ver a lo lejos la puntita, al menos la puntita, de los rascacielos de Chicago. Nubes. Un tiempo de mierda. Algo sacude la cabina y el avión cae como un fardo durante cinco eternos segundos. Puede que más. Y parada en seco. Clac. Alabado sea. La mano de Dios nos ha sujetado. Gran silencio. La azafata recorre el pasillo sin parar de sonreír a diestro y siniestro, aunque es evidente que tiene el miedo metido en el cuerpo al igual que cualquier hijo de vecino. Eres una farsante. Me cago en ti. El estuche cruje y ella se acuerda del chelo. Ahí dentro y tan calladito. ¿Estará sufriendo con el vaivén? No había necesidad de llevarlo, porque solo va a estar una semana y porque lo que ahora toca con las chicas no necesita mucho estudio que digamos. Pero lo lleva. Ha pagado un dineral para que su familia la vea aterrizar con esa cruz a la espalda. Vaya tela. Eres patética y lo sabes. Sin pretenderlo, se pone a reflexionar sobre ese también espinoso asunto y llega a la conclusión de que lo peor de ser buena —pero no muy muy buena— es que la profesión se abre ante ti cuando eres joven y tú quieres buscar tu hueco e instalarte ahí de por vida porque muchos te han dicho que es eso, neni, lo que tú te mereces. Y como eres buena —pero no muy muy buena—, te paseas durante años por una especie de cuerda floja en la que mantienes el equilibrio como puedes, sabiendo que si finalmente caes del lado conveniente, todo el esfuerzo realizado cobrará sentido, pero que si lo haces del otro, ay, si lo haces del otro lloverán sobre ti un montón de frustraciones y expectativas malogradas; algunas tuyas, pero, la mayoría, de los demás. Bien. Fin de la reflexión. Ahí queda eso. Y el caso es que ella, como una campeona, aguantó en la cuerda bastante tiempo y ni siquiera se quejaba. O no demasiado. Entre las llamadas puntuales para refuerzos en la orquesta, clases particulares a adultos estresados y niños odiosos y otro sin fin de bolos varios, hasta ahora había logrado vivir muy dignamente; aunque, dicho sea de paso, la herencia que recibió tras la muerte de su padre también ayudó. ¿Qué? ¿Algún problema?

Aproximándose. Acaban de atravesar una masa de nubes color rata y allí están, al fin, los rascacielos, el lago al fondo, el suelo urbanizado hasta más allá de la vista. Se acabaron los sustos: el avión se desliza por el aire como un águila imperial rumbo a la ciudad de los vientos. Pensándolo bien, Karina, que es de Belgrado, vivió en Chicago antes de instalarse en Hartford, y les suele dar la brasa con lo mucho que detesta este sitio. La conocieron el famoso día que ella tiró los atriles y destrozó todo lo demás, incluido su contrato intermitente. Después del numerito, se fue con Madison a un local de música en directo, con los estuches de los chelos colgados de los hombros y bien decididas a emborracharse y olvidar. El Blue Tavern es un bareto de Hartford donde cualquier espontáneo puede ponerse a tocar lo que sea, siempre que, obviamente, el escenario esté vacío. Su intención secreta tras el desastre era seguir bebiendo hasta caer rendida, y la de Madison —apostaría el cuello—, ver si pescaba algo. El lugar lo frecuentan músicos de todo tipo y pelaje, y aquella noche epifánica, Karina andaba por allí. No la conocían de nada, pero sí recuerda que estaba sola y sentada frente a ellas, que bebía también como una cosaca y que no les quitaba el ojo de encima. Entre tanto, Madison escuchaba su retahíla de lamentos mientras le iba suministrando clínex e insistía en que se controlase un poco porque se le había corrido el maquillaje y se estaba poniendo feísima. Y sucedió el milagro. Karina sacó su instrumento del estuche y se subió al escenario: le dedico este tema a esa chica tan triste que no para de llorar. ¿Sabes? De vez en cuando creo que te gustaría escuchar algo de nosotros agradable y sencillo, el chelo seguía a Ike Turner mientras Karina recitaba con su voz rota esa maravillosa introducción. Para cuando llegó el tema principal, listen to the history, Madison ya estaba también en el escenario, punteando el bajo con su chelo colocado de costado en las rodillas, como una guitarra. Todo el bar se calló porque había algo poderoso en la interpretación de Karina. Tocaba la melodía en fortísimo, con un sonido rasgado pero magnético, proud Mary, la letra flotaba en el aire como si alguien la estuviera cantando de verdad: nunca perdí un minuto de sueño preocupándome por cómo las cosas podrían haber sido. Karina le guiñó un ojo para que se uniera y allá que se fue. Siempre se le dio bien improvisar y algo de lo que allí sucedía la electrizaba. Gran rueda, sigue girando, vamos, Tina, vamos, joder, rolling, rolling, on the river.La gente se volvió loca. Madison se colocó el chelo en su sitio y empezó a producir unos bajos tan potentes que parecían golpes de pelvis. Las cerdas saltaban de los arcos y se enrollaban sobre sí mismas como lombrices vivas. El ritmo cardíaco subía, les pidieron más y más y estuvieron casi una hora encadenando temas que iban adaptando sobre la marcha. Acabaron exhaustas y felices, brindando por el encuentro. Desde entonces, todo ha ido a mejor. Llevan los instrumentos al límite, amplifican y distorsionan el sonido si es necesario, se desmelenan dentro de sus respectivos disfraces de niñas perversas y el público las adora, a pesar de que ya no son precisamente unas niñas. La cuerda. La jodida cuerda. Volvió a encaramarse a la cuerda floja y ahora ha caído del otro lado. Un lado que no es el previsto, pero en el que todo es más divertido. Y gana el triple. Y tiene que estudiar menos de la mitad de la mitad. Entonces, ¿por qué esa pequeña mota de vergüenza que se esconde y perturba como una piedra en el zapato? Cierra los ojos y deja escapar un resoplido. Qué coño. Ni hablar de vergüenza. Ole, Ángela, ole por ti.

Aterrizando. Este es uno de esos momentos de la vida en los que una contiene la respiración y piensa en su larga ristra de pecados. Sí, algunos quedan por ahí sin expiar. Le están empezando a sudar las manos y, aunque no quería admitirlo, hace ya un largo rato que tiene la boca seca. Mierda. Una opción avispada sería volverse hacia el vecino, entablar una conversación ligera y comportarse como si nada trascendente estuviese ocurriendo alrededor. Mejor no. Mejor inhalar. Luego exhalar. Otra vez inhalar. El aire atraviesa los orificios de la nariz y solamente hay que centrarse en ese hecho ineludible. Inhala y no seas boba. Exhala. Inhala. Listo. ¿Ves? La toma de contacto con la tierra firme se ha llevado a cabo de un modo tan suave que ni se ha enterado. Poco más tarde sus compañeros de viaje se agitan, charlan animadamente, desabrochan sus cinturones con los semblantes cargados de ilusiones nuevas y, en general, todo el mundo se pone de pie. La azafata se acerca y le dice que espere a que los demás salgan. El instrumento, you know, ocupa demasiado espacio y además se lo pueden dañar. Dale. Como tú digas. Sé que me odias y no me importa lo más mínimo. El vecino le ha mirado las piernas al levantarse —sí, ya imaginaba que eras un obseso—, o a lo mejor es que le han llamado la atención la faldita corta y los agujeros de las medias. No se dicen ni adiós. Así es el mundo civilizado. Lo ve alejarse y la imagen le inspira un poquitín de ternura. Cuídate, gordi, y recuerda lo de la mantequilla de cacahuete. Llega su turno y sale por fin a la pasarela. El aire se cuela por las rendijas. En el mundo exterior debe de hacer un frío de mil diablos.

El Chicago O’Hare Airport es una pequeña gran ciudad bajo techo. Avenidas, callejuelas, comercios abiertos y transeúntes que se cruzan sin mirarse las caras. Nunca lo había visitado, pero ayer tuvo la precaución de meterse en la página web, buscar en la pestaña de servicios al cliente y reservar hora en una de las peluquerías. La agente le había exigido que saliera de Hartford con su aspecto público —y se quedó tan ancha—, y ella, obediente, le había hecho caso hasta el final. Bien, se acabó la obediencia. Las tres horas de espera antes de la conexión con Madrid le servirán para teñir esas raíces, emparejar el corte y cambiar el tinte amarillo sol de mediodía por un tono un poco más natural. Llega con diez minutos de adelanto a la cita prevista. La peluquera negra que la recibe le dice que tiene que esperar un cuartito de hora todavía y ella decide aprovecharlo para cambiarse en el baño. En el de minusválidos, faltaría más. En ese baño de amplias dimensiones no suele haber colas y dispondrá de la privacidad suficiente. Cierra la puerta por dentro y se libera del chelo. En el equipaje de mano lleva todo bien dobladito y preparado. Allá va.

Empieza por la chupa y la camiseta. Se quita el sujetador negro y se planta uno que hasta tiene puntillas de encaje. Qué valor,