Maleducada - Antonio Ortiz - E-Book

Maleducada E-Book

Antonio Ortiz

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Beschreibung

MalEducada relata la historia de Paula Beckwitt, una adolescente de clase alta que sufre un accidente cerebrovascular y está en coma. En ese estado comienza a recordar con detalle todos los sucesos que la llevaron hasta ese punto. Con una narración vertiginosa y conmovedora, el lector irá descubriendo la verdad de su vida, y además se enterará de los oscuros secretos de su más íntimo círculo de amigos. Basada en hechos reales, en esta novela se muestra la vida desenfrenada y el complejo mundo interior de una joven que, teniéndolo todo, se sentía vacía y solitaria. MalEducada es una historia que narra la vida de jóvenes que han perdido el rumbo porque sus familias están desestructuradas, en sus colegios el matoneo es constante y sus refugios han sido las malas amistades, el alcohol y la droga.

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Primera edición digital en Panamericana Editorial Ltda.,

mayo de 2020

Primera edición de Antonio Ortiz, 2013

© 2013 Antonio Ortiz

© 2015 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Diagramación

La Piragua Editores

Diseño de carátula y guardas

Rey Naranjo Editores

Producción libro electrónico

eLibros Editorial

ISBN 978-958-30-4970-5 (impreso)

ISBN 978-958-30-6101-1 (epub)

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Créditos de imágenes: carátula © David Sherry y Allison Lehman; capítulo 1 © Juliana Cárdenas; capítulo 10: © Bodik1992/Shutterstock; © maverick_infanta/Shutterstock; © DeepGreen/Shutterstock; © Ihnatovich Maryia/Shutterstock

Contenido

Prólogo

El comienzo del fin

Hogar, “dulce” hogar

Verdades ocultas

La metamorfosis

Pecados silentes

La generación perdida

A cada bosque le llega el alba

Al filo de la navaja

La sonrisa de la muerte

El árbol de la vida

Agradecimientos

Prólogo

DURANTE MÁS DE VEINTE AÑOS DE SER DOCENTE en colegios prestigiosos del país, pude ser testigo de primera mano de sucesos insólitos que involucran a padres e hijos. MalEducada es la historia de una generación perdida, de jóvenes cuyos padres siempre fueron permisivos, lo que hoy, como consecuencia, ha convertido a esos muchachos en adultos irresponsables envueltos en líos judiciales.

Durante muchos años, mi salón se convirtió en un confesionario. Allí llegaban estudiantes que necesitaban ser guiados y que pedían consejos a gritos. Fue allí donde, durante charlas interminables y enriquecedoras, logramos vencer la adversidad y mi misión como educador tuvo sus frutos. Algunos de esos casos dieron vida a esta historia.

La historia de Paula es verdadera, aunque algunos de los sitios y nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las personas involucradas.

La IANDS (International Association for Near-Death Studies, www.iands.org) es una organización sin ánimo de lucro que reúne a un grupo de científicos reconocidos, que buscan explicar lo que les sucede a las personas que de alguna u otra forma experimentan lo que llamamos muerte. Se trata de personas que han sido declaradas legalmente muertas, pero que regresan a la vida para contar sus experiencias extrasensoriales. La IANDS recoge los hechos, los documenta y los estudia.

La narración de Paula parte desde el punto en que ella está en coma, y se fundamenta en mi inquietud por saber si aquellas personas que viven una experiencia similar pueden escuchar y ver todo lo que sucede alrededor. Este aspecto abre un gran debate acerca de si hay “vida” después de la vida. Esto es algo que tal vez solo podamos resolver cuando nos encontremos en esa situación.

Este libro no busca resolver misterios sobrenaturales, ni mucho menos dar respuestas a padres, estudiantes y colegios sobre el comportamiento adolescente. Solo trata, desde una perspectiva muy aterrizada, las situaciones a las que están expuestos nuestros hijos.

Capítulo 1

El comienzo del fin

UNO, DOS, TRES: Se encienden las luces…

Alguien dijo: “Vive cada día de tu vida como si fuera el último, porque en algún momento lo será”.Pues bien, creo que eso aplica para mí hoy; parece que llegó el momento. A lo lejos puedo escuchar voces de preocupación, gritos, drama por doquier y, aunque por un instante creo ver la luz al final del túnel, me doy cuenta de que son solo las lámparas del corredor de urgencias de una clínica. Parece que aquí termina mi existencia, pero empieza mi historia.

Veo pasar el tiempo de una forma lenta, no siento ningún peso, se marcha mi sentimiento de soledad y no percibo tristeza ni dolor; observo rostros borrosos en un bosque de caras, como un collage de lo desconocido. Se acaba la prisa y el baúl de las preocupaciones se halla vacío. ¿Es esta la muerte o solo una estación de paso?

Hasta hace unos instantes, todos los que me rodeaban se preocupaban por mi vida, esa que no supe apreciar. Cada día tomé decisiones nada acertadas que fueron piedras que allanaron mi camino hacia este fin.

Cuando eres niña, solo escuchas que la vida te ha sonreído porque tus padres son ricos, porque eres linda, porque tus ojos son azules como el mar. Creces y sigues escuchando lo afortunada que eres, porque hombres jóvenes y viejos te desean, las mujeres te envidian y las niñas desean ser como tú.

Mi vida fue lo más parecido a una pantomima, una falsa utopía que naufragó en un mar de errores. Soy Paula Beckwitt, y si lees el periódico de mañana podrás encontrar un artículo que diga:

Estoy postrada en una cama de hospital y toda la vista que tengo es este cielorraso, que parece ser mi infierno y seguirme hasta mi lecho de muerte. Mi cuerpo está conectado a una telaraña de tubos que respiran por mí y prolongan mi agonía un poco más. De repente se escucha la puerta y las sombras de mis padres se descubren ante mí. Este será el momento más largo que pasen con su única hija. ¡Qué curioso! Compartimos mucho más tiempo en aviones que en cualquier otro sitio. Es la imagen que tengo de ellos; triste, pero cierto.

Mis padres se conocieron en el prestigioso Club Europa de la ciudad de Bogotá, donde solo son aceptados aquellos cuyo árbol genealógico confirme que sus familias vienen de la más selecta estirpe europea, y quienes puedan pagar el privilegio de cincuenta mil dólares. Mis bisabuelos fueron fundadores del club, y para mantener el círculo más cerrado, mis abuelos motivaron a mis padres a comprometerse y después a casarse.

Mi madre estudió finanzas y negocios internacionales, pero nunca trabajó. Mi padre estudió derecho e hizo una carrera como diplomático. De esta manera, los primeros años de mi vida vivimos en Indonesia, Camboya, Francia e Inglaterra. Creo que, aunque intentaron de alguna forma ser buenos padres, o por lo menos aparentar serlo, “traspapelaron” a su única hija entre todos los compromisos sociales, sus amistades, el “qué dirán” y sus trabajos; el tiempo nunca se detuvo para ellos.

Los recuerdos que tengo de mi madre no son los más tiernos. Educada para ser una dama de sociedad, siempre le dejó mi educación a otros; de esta manera tuve niñeras, guardaespaldas, choferes y porteros que se convirtieron en parte cotidiana de mi vida, mientras ella asistía a las obras sociales y benéficas para los más necesitados; al parecer su hija no calificaba dentro de esa lista y no necesitaba afecto, comprensión ni complicidad.

Cuando tenía nueve años y regresamos de Inglaterra, comencé a estudiar en The German Schoolde Bogotá, un colegio muy reconocido en el país, por las personas que se gradúan de allí. En mi salón había una niña de mi misma edad: Jessica Daniels, mucho más alta y con bastantes kilos de más. Esta glotona superambiciosa, no contenta con los desayunos que nos servían en el restaurante, tenía la pequeña adicción de robarnos las onces a una compañera y a mí. Después de seis meses de extorsión, amenazas y constantes robos, traté de contárselo todo a mi profesora, pero como no lo hice en alemán, no le dio importancia al caso. Mi madre creyó que era un cuento de hadas porque, según ella, había sido mimada toda la vida y este no era más que un intento por llamar la atención. Quien sí me dio todo el crédito fue mi chofer, Alberto, un hombre muy callado, de unos cuarenta y ocho años, y quien llevaba trabajando para mis padres más de catorce años.

—Niña Paula, no se deje. Si esa gorda le vuelve a robar, dele duro con lo primero que encuentre. No sea bobita —me dijo, con su voz pausada y ronca.

Al día siguiente seguí los consejos de Alberto. Al lado de mi lonchera de metal con un dibujo de Pucca, puse un paquete de galletas Oreo de chocolate, el cual me serviría como carnada inamovible a la espera de su verdugo: la insaciable Jessica. La espera duró tres minutos. Solo recuerdo que cuando su mano alcanzó el paquete, mi corazón se aceleró y tomé con fuerza la lonchera en la mano derecha. ¡Uno, dos y…! Cuando iba a golpear su rostro por tercera vez, la mano de aquella profesora que me ignoró detuvo mi brazo justiciero. Sin derecho a juicio, pasé de víctima a victimaria.

—¡Niña insolente, violenta, monstruo! ¿Cómo te atreves? —me dijo con voz áspera y en perfecto español.

Aquel acto vengativo provocó una metástasis en la relación con mis padres y consumió la poca fe que tenían en mí. El trayecto a casa fue largo y tortuoso; mi madre lloraba, mientras mi padre la recriminaba por no educarme como se debe educar a una mujer Beckwitt.

—¡Esta no es una niña con clase ni con valores! ¡No sabe lo que es el respeto! ¡Debe irse lejos de nosotros para que aprenda a valorar a sus padres, la vida y todo lo que tiene! —gritaba mi padre, mientras golpeaba el timón con una furia titánica y con lágrimas de vergüenza.

—Nos has avergonzado ante la sociedad. ¿Qué van a decir en el club, carajo? Qué pena con los Daniels, que son una familia tan querida y tan apreciada por todos —dijo mi madre, y ahogada en llanto me miró indignada.

Recordé el rostro amoratado de Jessica y esbocé una sonrisa; así aislé el ruido y escapé de allí. Mis padres parecían marionetas de ventrílocuo. Como si hubiese bajado el volumen del televisor, ya no escuchaba nada; aprendí a fugarme mentalmente y extraviarme en mis pensamientos.

Cuando volví en mí, días después, mis “comprensivos” padres se sentaron a hablar conmigo, no para preguntarme por qué había reaccionado de esa manera, ni tampoco para saber cómo me sentía. Fue solo para informarme que me iría a Inglaterra a un internado para niñas, donde la disciplina haría de mí una mujer con principios. Tenía apenas nueve años, bueno, casi diez, y me sentenciaron a estar lejos de sus pocos cuidados.

Como el peor de los criminales, fui desterrada a perderme en un gigantesco lago de reglas, etiquetas y tareas. Antes de eso me sometieron a cuanta terapia psicológica pudieron. Alberto me llevaba sagradamente dos veces por semana. En cuanto a mis padres, solo esperaban que alguien más “arreglara” lo que estaba mal en mí, y nunca asistieron a ninguna sesión. Soporté largas charlas en las que dibujé, jugué y trabajé con colores. Creo que de nada me sirvió; solo quería comprensión por parte de mis padres.

Mi arribo a Moldingham School fue algo impactante. Nos recibió Miss Priffet, una señora acartonada de unos sesenta años, canosa, con blusa blanca de bolero, un suéter de lana de color verde tejido a mano y pelo perfectamente recogido en una cola de caballo. Parecía un personaje sacado de una de las historias de Charles Dickens. El colegio y las residencias donde dormían las alumnas estaban diseñados con arquitectura victoriana y fueron construidos en 1843. Imaginé qué clase de fantasmas y monstruos me acompañarían de ahora en adelante. Tal vez empezaría a vivir como en una película de terror, y lo peor, sin poder escapar de ella. Era un sitio gigante, alejado y frío.

Miss Priffet me acomodó en un cuarto que quedaba en el ala conocida como Marden, donde solo se alojan niñas pequeñas. A medida que crecen pasan a formar parte de lo que ellos conocen como Main House. Allí conocí a Jossete, Abbey y Becka, que durante casi cinco años fueron, no solo mis compañeras de cuarto, sino mis cómplices, amigas y maestras. Compartí y aprendí mucho con ellas. Durante los primeros seis meses no permitía que me vieran llorar. Fue duro porque nos ponían esos ridículos uniformes, nos decían cómo vestirnos y nos pedían que organizáramos los cuartos como lo hacen los soldados, pero pude superarlo y acostumbrarme a una nueva vida.

Fue fácil pasar ese tiempo gracias a lo unidas que permanecimos. Pensé que tal vez esa era la universidad para las “sirvientas” y que ese era mi castigo: convertirme en alguien que servía a los demás y que era ignorada por todos aquellos que la conocían. Qué lejos estaba de la verdad. Me sentí humillada y encarcelada en un sitio donde todas parecíamos haber cometido el mismo crimen.

Todas teníamos algo en común: padres que no tenían ni la paciencia ni el tiempo para educarnos, y cuyo dinero pagaba a todos aquellos que ofrecieran quitarles el “problema” de encima. Cada cierto tiempo nos daban vacaciones y se nos permitía ir a casa, pero nuestros padres nos enviaban a otros lugares, a lo que llaman “vacaciones creativas”. De esta manera tomé cursos de fotografía, dibujo, modelaje y cuanta cosa se cruzó en mi camino.

Jossete era la más dulce y callada. Sus padres se habían divorciado y eso la afectó mucho. Tenía un oso de peluche al que llamaba Fredo y que, según ella, la escuchaba y sabía todos su secretos. Abbey se refugiaba en la música y siempre pedía perdón, incluso por las cosas que no había hecho. Sus padres eran alcohólicos y drogadictos, pero provenían de una familia con dinero, así que su tío, siendo la única persona sensata de la familia, la envió a Moldingham para alejarla de la maldición de sus padres. Becka era la más recia de todas. Era alta, de pelo negro, ojos marrones y piel blanca. Tenía un acento fuerte, casi alemán. Al comienzo pensé que tendría muchos problemas con ella, pero con el tiempo nos volvimos muy unidas. A Becka le gustaba maquillarse, y sus ojos se veían vampíricos. En las noches se vestía con chaqueta de cuero negra, camiseta negra y jeans ajustados; sus labios enrojecidos por el pintalabios parecían pintados con sangre. Su padrastro la había enviado allí después de la muerte de su madre, cuando aún estaba pequeña. No conoció a su padre y a nadie de su familia parecía interesarle.

—¿Alguna vez has fumado? —me preguntó, sacando un cigarrillo de su chaqueta.

—No, ¿cómo se te ocurre? Mis padres me matarían —respondí asustada.

—¡Ellos no están aquí, y un cigarrillo no te mata! —dijo con su fuerte acento y mirándome con cierta “sobradez”.

Caminamos hacia la ventana y trepamos por el balcón hasta el techo; los barrotes eran fuertes y nos permitían agarrarnos con firmeza. Esta era una aventura de la cual no quería escapar. Allí nos sentamos cómodamente y Becka sacó un encendedor de su chaqueta, tomó la cajetilla de cigarrillos con mucha propiedad, la golpeó varias veces desde su base, sosteniéndola con una mano hasta que un par de cigarrillos se deslizaron fuera de la cajetilla. Tomó uno, lo encendió, aspiró y soltó lentamente el humo, haciéndolo revolotear en espirales y enmarcando la fría noche con un velo transparente ante mis ojos incrédulos y sorprendidos.

—¡Esto es una liberación! ¡Piensa que el humo eres tú y que podrás volar a donde quieras! —dijo, mostrándose muy segura de sí misma.

Le pregunté si Abbey y Jossete habían hecho algo así. Me miró como queriendo estrangularme.

—¡Jamás les digas nada de esto! Tú y yo somos sobrevivientes. Ellas son débiles, asustadizas, presas fáciles de intimidar. Ahora, ¿quieres fumar o te vas? —dijo, dándome otra vez esa mirada acusadora.

Tomé el cigarrillo como si fuera el arma perfecta para un crimen. Estaba pintado por sus labios, lo puse en los míos y, antes de que pudiera siquiera aspirar, el humo me cegó y me hizo lagrimear como si fuese gas lacrimógeno arrojado a una pequeña rebelde. Volví a intentarlo y mi garganta se cerró en la primera bocanada, sentí que no podía respirar. Me paré para tratar de tomar aire y resbalé. Me deslicé por el tejado y, aunque no podía dejar de toser, alcancé como pude una bajante de agua. Justo cuando pensé que caería al vacío y moriría allí, sentí la mano fuerte de Becka, quien muy hábilmente me deslizó para que cayera en el balcón. Mis gritos de dolor desgarraron el silencio sepulcral del internado. Con una visita de mi madre a la semana siguiente y con una pierna enyesada a causa del tobillo que me fracturé, tuve suficiente para aprender la lección: ¡un cigarrillo te puede matar! Becka fue castigada y tuvo que limpiar las habitaciones y los baños de todo el bloque durante cinco semanas.

Mi mamá, tal vez aconsejada por su ignorancia religiosa y su escaso conocimiento de madre, pensó que estaba poseída. Su gran mente analítica le decía que algo sobrenatural me hacía actuar de la manera vergonzosa y errática en la que me estaba comportando. Por lo tanto, le pidió a uno de los sacerdotes que oficiaba en el internado que me llevara a donde un especialista para hacerme un exorcismo. ¡Fue algo aterrador! Es como si te inyectaran sin estar enferma.

Me encerraron en una habitación lúgubre, llena de cuanto cuadro religioso y simbolismo católico existe. Nunca había prestado atención a esta clase de ritos y no entiendo cómo un sacerdote, con lo que estudia y el tiempo que tiene para pensar, accede a semejante locura. Con biblias en mano, dos sacerdotes caminaban a mi alrededor, hablaban en latín y me arrojaban agua bendita. Sentada en una silla y con actitud desafiante, me enfrenté a ellos. Las dos primeras horas fueron divertidas, pero después de seis horas de tortura y con muchas personas agarrándome, creo que perdí la cordura. Grité, convulsioné y, cuando me sentí exhausta y derrotada, terminé dándole la razón a mi madre, como lo hacen quienes confiesan un delito que no cometieron, con tal de que terminen con la tortura a la que los exponen. Todas estas cosas que pasaron nunca fueron sobrenaturales, pero ellos terminaron creyéndolo, y en algún momento de mi vida me pusieron a dudar.

Pasé cuatro años intentando superar todo eso. Becka tenía razón: las dos éramos las más fuertes. Crecimos más que nuestras compañeras y amigas, nunca mostrábamos debilidad ante nada y nuestra capacidad de liderazgo se notaba en todo lo que hacíamos. Muchas niñas del colegio nos consultaban qué hacer o nos contaban sus ideas, pensamientos y proyectos, casi en busca de aprobación.

Cuánto hubiese deseado tener a mi madre al lado ese día en Main House, cuando al entrar al baño descubrí que ya no era una niña. Mis interiores tenían la evidencia de que mi cuerpo estaba cambiando. Becka sacó una toalla higiénica, me explicó cómo ponérmela y me consoló. Lloré toda la noche, esperando sentir un abrazo materno; quería sentirme segura, guiada. Tal vez solo quería una bebida caliente, un beso de madre con lágrimas en los ojos y que me acompañara al supermercado a comprar lo necesario para estar preparada.

Le escribí a mi madre contándole lo sucedido, pero su respuesta fue desconcertante: “Llamaré a la enfermería y que te cuiden mientras te sientas malita”. Tan solo una triste línea. No obtuve nada más allá de unas cuantas palabras. Le conté a Miss Priffet lo que me sucedía y, como enfermera carcelaria, me dio mis primeras toallas y un manual con un calendario donde se explicaba con dibujos el ciclo menstrual.

Pasé dos semanas o más sintiéndome más sola que de costumbre. Caminaba por los alrededores del colegio y respondía preguntas de forma monosilábica. Creo que las hormonas comenzaban a desempeñar un papel importante en mi vida, tal vez eran las culpables de algunos de mis errores, y no una posesión demoniaca.

Durante esas caminatas, y al ver cómo se movían los árboles cuando el viento soplaba, encontré calma a la turbulencia de pensamientos que me atormentaba día a día. Me sentí en sincronía con los árboles y me dejaba llevar por mi imaginación. Saqué de la biblioteca un libro de Harry Potter para fingir que leía y así no me hicieran preguntas sobre qué era lo que me pasaba. Me senté una tarde, y al sentir las miradas inquisidoras de mis compañeras, abrí el libro y por primera vez me adentré en una historia que me hizo sentir como uno de sus personajes. Miraba el bosque detrás de Main House e imaginaba un universo mágico en el cual era intocable, inalcanzable e inmortal. Así me devoré casi toda la colección.

Tal vez por los cambios hormonales o por la resistencia que mi corazón encontraba hacia mi familia, mi comportamiento cambió radicalmente. Con ayuda de Becka me empecé a maquillar, me vestí completamente de negro, empecé a tomar de vez en cuando y fumar se convirtió en una forma de elevar mis pensamientos y liberarlos a través del humo. Todo esto me llevó a una actitud de rebeldía: les contestaba mal a mis profesores, fui grosera con Miss Priffet y empecé a golpear a cuanta niña me miraba raro, o simplemente las insultaba. No sé por qué crecía dentro de mí tanta amargura e ira, y las cosas más pequeñas me hacían explotar.

Me adentré en la lectura y me leí “millones” de libros. Seguía siendo bastante violenta, hasta que un buen día, Ivana, una estudiante de noveno grado, mitad rusa, mitad japonesa, me golpeó, humilló e insultó de una manera en la que me hizo sentir diminuta, tan pequeña que mi orgullo se fue por el drenaje con la sangre que escupí. Todo sucedió de una forma muy rápida. Era la noche de un jueves y en Main House acostumbrábamos bajar a un sótano oscuro y húmedo que parecía una mazmorra llena de celdas. Era el único lugar donde podíamos fumar y tomar sin ser vistas; claro está que, como era una tradición, todo el mundo sabía de su existencia, pero tal vez nadie quería cerrarlo.

Estaba hablando esa noche con Becka, cuando Hannah, una pelirroja de mal aspecto y mala actitud, me empujó como consecuencia de estar jugando con sus amigas. Tal vez no tuvo la intención, pero en ese momento solo pensé en golpearla, lo cual hice sin mediar palabra. Me di la vuelta llena de satisfacción por lo que había hecho, pero de repente sentí puños y patadas. Ivana me atacó para defender a su amiga, me arrojó al suelo y, fue tal la fuerza, que no pude ni gritar. Ivana era alta, tenía el pelo corto y aspecto de hombre. Se entrenaba levantando pesas y haciendo algo de artes marciales; era una especie de marimacho. Si no hubiese sido por Becka, quien evitó que me siguiera golpeando, no sé qué hubiese pasado. Solo sé que me llevaron a la enfermería y que allí estuve por unas doce horas; tenía golpeada el alma y el orgullo, además del cuerpo. Me sentí impotente, sola y abandonada, pero de cierta for­ma sentí que lo merecía. Ese sentimiento de culpa no me dejó defenderme.

Cuando abrí los ojos, vi junto a la cama varios instrumentos, como tijeras, jeringas y algodón. Tomé unas tijeras de punta alargada que se doblaba hacia bajo, y las puse en mi mano izquierda cerca de la muñeca... Intenté cortarme las venas, pero al no poder hacerlo (la punta no tenía el suficiente filo para hacer un corte profundo), sentí casi un alivio al rasgar mi piel con dicho elemento. Allí comenzó un ritual casi “sagrado”, algo que no le aconsejaría ni a mi peor enemigo, no solo porque duele, sino porque es lo más estúpido que alguien pueda hacer.

En cuanto a lo que me pasó, nunca dije nada, y por algunos meses nadie volvió a usar el sótano. Sin embargo, eso me costó interrogatorios eternos y amenazas por parte de las directivas, quienes por más que indagaron no pudieron sacarme nada. Tenía sentimiento de culpa y pensaba que me lo merecía, pero además debía respetar ese código de silencio entre compañeras.

A medida que me metía en problemas y me sentía triste, sola o destrozada por algo inexplicable, por algo que hiciera, que dejara de hacer o que me hicieran, tomaba esas tijeras y rasgaba la piel de mis brazos para “lavar” mi dolor y así hacerme fuerte. Cubría mis heridas y cicatrices con camisas o suéteres de manga larga, y jamás dejaba que otras personas me vieran, ni siquiera en el verano.

Mucho después de cumplir los catorce pasé cuatro meses sin realizar mi ritual, tiempo en el cual creí que todos mis problemas empezaban a abandonarme y que las cicatrices no serían más que un recuerdo tatuado en mi piel, pero una noche de abril, después de una competencia intercolegiada de Biología, unos amigos de Becka de un colegio mixto la invitaron a una fiesta en Strafford, un barrio elegante de Londres. Aquellos amigos eran mayores que nosotras, tenían entre dieciséis y dieciocho años, pero cuando le preguntaron a Becka, ella les dijo que teníamos dieciséis, y la verdad nuestros cuerpos aparentaban esa edad: yo medía 1.74 y Becka estaba en los 1.70. Podíamos usar un buen escote porque no éramos nada planas, pero en el fondo éramos unas niñas encerradas en cuerpos más grandes, y eso siempre significó una sola cosa: problemas.