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Ésta es la historia de un niño que se enfrenta a la momentánea desaparición de sus padres. Ante esta situación, pronto se ve en la necesidad de refugiarse en una cabaña en la que vive los momentos más angustiosos de su vida. Aunque lo acompaña su perro Mambrú, amigo y guardián, su vida corre peligro y tendrá que tomar una difícil decisión.
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Seitenzahl: 70
Veröffentlichungsjahr: 2013
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ilustrado porDaniel Rabanal
Primera edición, 2012 Primera edición electrónica, 2013
© 2012, Irene Vasco, texto © 2012, Daniel Hugo Rabanal, ilustraciones
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672 Fax (55) 5227-4649
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ISBN 978-607-16-1313-4
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
Para Sylvia, madre, abuela, bisabuela contadora, por la música de las palabras que nos regaló
Me desespera esa manía que tiene la abuela: a toda hora me quiere mostrar su álbum de fotografías. Está tan viejo que algunas imágenes se ven borrosas y a veces ni ella sabe quiénes son las personas que se ven allí. Creo que se inventa la mitad de lo que me cuenta.
—Mira, Emiliano, ésta es tu tía abuela cuando tenía dos años. ¿Ves la casita blanca, al fondo? Ahí nací yo; ni te cuento en qué año para que no te burles de mí.
Alcanzo a ver la tal casa como una mancha chiquita detrás de una persona sin rostro, con sombrero y falda larga, al estilo de las campesinas que salen en el libro de Sociales. No entiendo cómo una figura que parece sacada de un texto del colegio tiene que ver conmigo. Es raro que sea parte de mi familia.
—Emiliano, pon atención. Después no vas a saber quién es quién y algún día será tu turno de contar lo que le ha pasado a esta familia.
La abuela habla del pasado. Yo quiero saber del presente… y del futuro. Tengo mil y una preguntas dándome vueltas en la cabeza sin encontrar respuestas.
Lo que más me gustaría saber es por qué unos amigos de mis papás me recogieron la otra tarde en el colegio, cuando yo estaba en medio de un examen. Me metieron en un carro desconocido, me entregaron una maleta llena de ropa, dijeron que mis padres estaban de viaje y que de aquí en adelante viviría fuera de la ciudad hasta nuevo aviso.
Fue muy extraño para mí. Me sentí desnudo y desprotegido, pero no tuve más remedio que irme con ellos. Eran implacables a la hora de darme órdenes. Si no hubiera sido porque los conocía, porque los había visto con frecuencia en las reuniones de la casa y porque llevaban una autorización firmada por mis papás, habría creído que me estaban secuestrando.
Lo que más me enojó fue que no quisieron pasar por la casa para recoger mis cosas, en especial el celular y el computador. Les rogué, hasta lloré de rabia, pero fueron implacables, casi como enemigos. Mi abuela no paraba de agradecerles que me hubieran dejado en la finca, pero me pareció imperdonable que me hubieran tratado así, sin darme ninguna explicación. Tanto misterio, palabras enigmáticas y disimulo me dejaron un mal sabor. Yo preguntaba, ellos se miraban, pero no me contestaban.
—Mejor no hable de su papá ni de su mamá cuando esté en el pueblo. Viva tranquilo en esta finca mientras lo recogen, no se meta en problemas, aproveche y aprenda cosas nuevas.
Algo así me dijeron los amigos de mis papás que me sacaron del colegio, de la ciudad y de la normalidad. Por aquí no han vuelto a aparecer y la abuela cambia el tema cuando le pregunto qué está pasando.
—Esta otra foto me la tomaron cuando cumplí siete años. Sí, Emiliano, no creas que porque ahora soy mayor, alguna vez no fui niña. Hasta más infantil que los niños de ahora, que no juegan, no corren, no saltan, no se suben a los árboles ni saben nadar en los ríos. Sólo miran televisión y se meten en sus juegos electrónicos para no hablar con nadie. ¡Con lo sabroso que es conversar! ¿No te parece?
¡Ya empieza la abuela con su cantaleta de los juegos y la tele! Me gusta visitarla porque siempre tiene historias que me divierten, pero detesto que me eche en cara las horas que paso frente a las pantallas. Cada vez que le pido que me deje ver mi programa favorito o algún video, me invita a montar en bicicleta o algo por el estilo. Quiere que hagamos carreras, que cocinemos, que leamos y, últimamente, que miremos el álbum de fotografías viejas.
Debo confesar que lo de las carreras en bici me humilla un poco. Por alguna razón incomprensible, ella siempre me gana. Tiene una bicicleta anticuada, pesada, pero la maneja como si fuera un Fórmula 1. Al día siguiente de mi llegada, me regaló una bici de carreras. Se supone que debería montar mejor que ella, pero me dan miedo las subidas y bajadas, y freno ante todos los obstáculos. En cambio, la abuela acelera, dejándome atrás como si yo fuera un niño de triciclo. Las abuelas deberían portarse como abuelas; mejor dicho, como las viejas de los cuentos, no como jovencitas que ruedan por el mundo rebasando a sus nietos.
Aunque la verdad aún no he conocido a ninguna abuela que se parezca a las de los libros. Ni la mía ni las de mis amigos se pasan la vida sentaditas en mecedoras, bordando y tejiendo. Tampoco usan bastón. Las abuelas que conozco manejan, trabajan, leen, usan el internet. A veces hasta nos dejan en ridículo en las carreras de bicicleta. Me pregunto quién hará las ilustraciones de los libros con abuelas…
Sigo haciendo preguntas que quedan sin respuestas.
¿A qué hora será el tal nuevo aviso que dijeron las personas que me trajeron aquí? ¿Cuándo vendrán mis papás? ¿Se fueron de viaje sin despedirse de mí? Así no son ellos. Soy hijo único, de lo más consentido según mis amigos. Estoy seguro de que jamás me abandonarían, por lo que les he oído decir muchas veces.
—Estás en la edad de la caca del gato, o sea, entre la niñez y la juventud. No eres ni lo uno ni lo otro. ¡Qué tiempo más peligroso! ¡Ay, Emiliano, aunque te quejes, no te vamos a quitar los ojos de encima! Estás caminando sobre el borde de un precipicio. O te vas para un lado o te vas para el otro, y nosotros te vamos a mantener del lado correcto a pesar de tus pataletas.
¡Cuántas veces he jurado que no voy a aguantar tanto cuidado, tanta vigilancia! A mis amigos los dejan salir solos, ir a fiestas hasta medianoche, tomar decisiones. Y yo aquí, rogando, suplicando permisos, siempre bajo la lupa de los dos. Si estuvieran separados, mi vida tal vez sería más fácil; pero no, mis papás nunca se van a separar. Están hechos el uno para el otro. Trabajan en una fundación que defiende los derechos de los campesinos desplazados, viajan juntos, comparten intereses, amigos, grupos, información. Hasta dicen que mi cuidado es un “proyecto conjunto”, soltando carcajadas que a mí no me hacen ninguna gracia.
Tengo trece años, saco buenas notas en el colegio, me quedo solo en casa cuando ellos tienen que salir a sus reuniones, nunca contesto con groserías. Hasta me gustan temas que a ninguno de mis compañeros le interesan. ¿Por qué entonces me consideran un niño al que hay que ocultarle todo?
Por ejemplo, me hubiera gustado que me explicaran por qué unos hombres mal encarados estaban vigilando la casa hace unas semanas. Al principio, cuando los detecté rondando frente a nosotros, pensé que eran atracadores; pero, cuando días después los vi de nuevo en la esquina, ahí sí pregunté. La respuesta fue que no me preocupara, que el problema no era conmigo y que no pasaba nada. Mamá insistía en que ellos estarían alerta y que me cuidarían.
—Emiliano —me explicó papá una vez—, el gobierno está a punto de firmar un decreto para devolver las tierras que gente sin escrúpulos les robó a los campesinos. Nosotros, los de la fundación, llevamos años en esta lucha, apoyando a las víctimas. Conseguimos ayuda en el extranjero para pagar abogados, mandamos artículos a la prensa de todo el mundo, denunciamos a los cuatro vientos cada vez que hay masacres. Por eso en la oficina recibimos amenazas de cuando en cuando, pero no nos vamos a dejar callar. Aquí en casa nada nos pasará, y menos a ti, no te angusties.