Manuca y el Tecrón - Natalia Vergel - E-Book

Manuca y el Tecrón E-Book

Natalia Vergel

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Beschreibung

En Manuca y el Tecrón, un joven valiente de Goxia descubre que el Tecrón, un astro vital para su planeta, ha desaparecido misteriosamente. Decidido a restaurar el equilibrio de su mundo, Manuca se embarca en una aventura épica. Con la ayuda de amigos inesperados y enfrentando retos inimaginables, explorará rincones desconocidos de su universo y desentrañará secretos que desafían su percepción de la realidad. Esta narrativa cautivadora nos sumerge en un viaje de autodescubrimiento, amistad y la lucha incansable por la armonía del cosmos.

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Natalia Vergel

Manuca y el Tecrón

Natalia VergelManuca y el Tecrón / Natalia Vergel. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4970-9

1. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Datos curiosos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

A los Homos Merlina, Lola, Félix y Juan

A Ringo

A Tinto

Estamos en serios problemas si no entendemos el planeta que estamos tratando de salvar.

Carl Sagan

Notengasmiedo,notesientassolo. Aquelloqueguíaalas estrellas te guía a ti también.

Anónimo

Sinopsis

En Manuca y el Tecrón, un joven valiente de Goxia descubre que el Tecrón, un astro vital para su planeta, ha desaparecido misteriosamente. Decidido a restaurar el equilibrio de su mundo, Manuca se embarca en una aventura épica. Con la ayuda de amigos inesperados y enfrentando retos inimaginables, explorará rincones desconocidos de su universo y desentrañará secretos que desafían su percepción de la realidad. Esta narrativa cautivadora nos sumerge en un viaje de autodescubrimiento, amistad y la lucha incansable por la armonía del cosmos.

Datos curiosos

Sobre Goxia

Goxia era un planeta pequeño, que mucho tiempo atrás había estado ubicado al límite de la Galaxia del Triángulo, suspendido allí como cualquier otro planeta del cosmos. Pero sucedió, en una época de grandes colisiones entre galaxias, que Goxia fue rápida y violentamente despedido de Triángulo y vagó un largo tiempo sin saber cuál sería su suerte ni su destino. Su forzoso viaje por todo el universo trajo sus ventajas, ya que, gracias a su manera de trasladarse, tenía la particularidad de sumergirse en las distintas galaxias y hacer contactos con planetas y estrellas. Por ese motivo, podía tanto obtener como suministrar distintos tipos de objetos, materias primas y hasta conocimientos que eran utilizados por los habitantes de todos los sistemas galácticos; ya fueran estos seres con cuerpo, como los humanos de la Tierra, o las amebas enroscadas de Marte, las algas viscosas de Plutón, las células transparentes de los ríos congelados de Tritón… Nada ni nadie escapaba a su influencia. Goxia se había convertido, con el paso del tiempo, en un planeta comunicante.

El minúsculo astro sin órbita propia viajaba sin detenerse dentro del vasto e infinito cosmos con un sol propio que lo acompañaba siempre y una Luna de color verde pálido que equilibraba su andar. Su día solar duraba tanto como tardaba su Luna en dar toda la vuelta a Goxia; y una vez completado el recorrido, la Luna se ubicaba delante del sol tapándolo mediante un ligero y bello eclipse. Y así llegaba la noche; que duraría lo suficiente como para dar a los goxianos el descanso necesario para continuar, al día siguiente, con sus quehaceres cotidianos.

Formalidades goxianas

Manuca pertenecía a un extenso linaje familiar que había arribado a Goxia luego de vivir por generaciones en el caótico planeta Gonthia. Conocía la historia de sus ancestros gracias a los libros escritos a lo largo del tiempo. La titánica tarea de apuntar todo se había transformado en una tradición; esa sería la causa de que a Manuca, desde chico, le gustase leer. En Goxia era indispensable hacerlo y conocer el vocabulario desde muy pequeños, ya que las historias de cada familia quedaban registradas en grandes y extensos libros; los nacimientos y muertes estaban también escritos a puño y letra marcando el comienzo y final de cada época, de cada miembro y generación. En la comunidad goxiana no estaba permitido contar experiencias propias o ajenas de boca en boca ni enfrascar las historias en leyendas o fábulas; sabían que aquello, con el tiempo, llevaba a que los hechos verídicos se fueran modificando. La intención era evitar el chismerío entre la población, aunque no por mucho se lograba; a la gran mayoría de los goxianos les gustaba detallar hechos que, por algún motivo, no se encontraban registrados en los libros.

Para garantizar que cada generación registrara sus memorias como era debido, un veedor, mediante sellos y en presencia de todos los miembros de la familia, certificaba que lo vivido quedaba asentado allí bajo consentimiento de los presentes. Los enormes libros sellados se archivaban en la Biblioteca Central de Goxia a disposición de todo aquel curioso e interesado en conocer la vida de los ancestros de su vecino.

Manuca había sido testigo de ese momento en una ocasión cuando sus abuelos debieron hacer lo mismo; perpetuar sus experiencias en esos libros. No era, precisamente, un hecho muy agradable sino un claro signo de que sus vidas estaban llegando a su fin. No obstante, Manuca estaba más que curtido por esas costumbres y tradiciones, y sabía que, en un tiempo no muy lejano, él debería estar presente, otra vez, cuando sus propios padres tuvieran que registrar sus vidas y, mucho más adelante, también sería su turno. Aunque para ello faltaba un largo tiempo porque él era joven: su edad rondaba los treinta y dos años goxianos, equivalentes a dieciséis años humanos. Manuca tenía planeado vivir lo suficiente como para llenar un extenso libro, o mejor dos, con sus memorias, pero con experiencias que valieran la pena, que dieran algo, no con palabreríos vacíos y aburridos.

TiemposAntiguos

En los libros de la Biblioteca Central de Goxia podía leerse que el planeta Tierra pertenecía a una galaxia donde un gran Sol, así llamado, ocupaba el centro de la misma y que varios planetas, incluida la Tierra, giraban suspendidos en órbitas alrededor de él. Que el año solar estaba determinado por la vuelta de la Tierra alrededor de su Sol y que las horas que tardaba el planeta en rotar sobre su propio eje les daban la sensación a los humanos de la duración de sus días. Goxia no se parecía a la Tierra en ese sentido; los goxianos no dependían de la rotación de su planeta alrededor de un sol. Goxia se trasladaba, pero no rotaba sobre su eje y mucho menos orbitando otro astro. Lo que indicaba a los goxianos el paso del tiempo eran las estaciones. Su calendario estaba basado en ello; cada estación duraba diez años goxianos y sólo existían un verano y un invierno que iban de la mano: los dos juntos formaban un Ciclo de veinte años goxianos. Cinco Ciclos de veinte años goxianos cada uno conformaban una Era, la mitad de la vida de un goxiano. En cuanto a los meses goxianos, también eran más cortos comparados con los de la Tierra. Cada uno de ellos duraba quince días goxianos, por lo tanto, el año goxiano también era más corto comparado con el terrestre. En tiempos muy antiguos, cuando notaron que los Ciclos de la naturaleza tenían ese comportamiento, los primeros pobladores adoptaron el sistema de Una Era y Cinco Ciclos para organizar todo lo referente a las siembras y cosechas. Pero, a su vez, se vieron obligados a establecer un patrón de organización cuando comenzaron a hacer contactos con otros planetas y estrellas. Eso los ayudó a avanzar y evolucionar con su alimentación, que tantos problemas les ocasionaba. Pero, como una cosa lleva a la otra, al organizar el tiempo mediante estaciones de igual forma tuvieron que hacerlo con el territorio. Era tan inhóspito y enigmático que urgía ordenarlo, ponerle nombres y establecerlo en sectores para poder habitarlo. Sin querer, se encontraron con una tarea muy complicada de llevar a cabo; no sólo porque el planeta errante fuese distinto a Gonthia sino porque Goxia poseía un carácter y esencia únicos. No era un planeta sencillo de conquistar. Con el paso del tiempo y viendo que no podrían hacer nada más, se dieron por vencidos, limitándose a un solo sector y allí establecieron su aldea, a la que nombraron la Aldea de Agoy en homenaje a un reconocido gonthiano, Agoy Vanthiak, quien había perdido su vida luchando por la liberación de Gonthia en manos de invasores vanterianos; la misma aldea donde Manuca nació y en la que estaba transcurriendo su vida.

Capítulo 1

Aunque Manuca se mostraba ante todos como un goxiano cualquiera, estaba preocupado por temas menos corrientes. Desde hacía un tiempo, no muy largo, había estado sintiendo algo dentro de sí, una cosa que no podía definir, una sensación que le ocupaba todo el pecho, ahogándolo. Esa sensación le hacía creer que quizás estaba enfermando, cosa que lo sorprendió porque en Goxia no eran comunes las enfermedades y mucho menos en goxianos jóvenes como él. Ese anhelo por algo desconocido le hacía preguntarse muchas cosas que a nadie en la Aldea de Agoy se le ocurrían. Quizá, lentamente, se estaría produciendo algún cambio en las nuevas generaciones y él fuese un pionero en todo ese asunto del cambio de conciencia. No creoqueesoseaposible, pensó una mañana, aquejado por las nuevas y molestas sensaciones que no lo habían dejado pegar un ojo en toda la noche. Sumado a ese malestar, sufría sueños raros y pesados en los que un ave grande de cabeza plana y ojos profundos, muy amarillos, lo acechaba y perseguía mientras repetía la frase: “Que tu mente no nuble tu vista”. Manuca, por la intensidad con la que se le presentaban tales pesadillas, comenzó a creer en la posibilidad de que fueran alguna señal o augurio que lo quería prevenir de algo. Pero él no podía relacionar la frase con nada de su vida cotidiana. Luego de varias noches de soñar lo mismo y sin poder descifrar el mensaje, dejó de prestarle mayor atención.

Hasta que una mañana…

Manuca oyó un crujido áspero y quebradizo debajo de sus pies descalzos.

Hoy está todo más seco que ayer, pensó mirando a su alrededor, cadadíamásseco. Sentía el sopor, la pereza de quien se levanta sin haber dormido lo suficiente. De pie en el umbral de la puerta, se desperezó y pudo abrir los ojos un poco más. Frente a él, el paisaje parecía haberse detenido en el tiempo, como una imagen congelada.

En efecto, los vivos colores de Goxia, donde no llovía hacía mucho tiempo, se habían ido gastando hasta cobrar el aspecto de una pintura monocromática. Día tras día, la sequía calaba más y más profundamente. Manuca veía ahora señales de esto en el jardín de su casa, en la huerta, en las flores sobre el techo o en los árboles, a lo lejos. Desde el último día del verano anterior, habían transcurrido veinte años goxianos y un poco más. La situación se había ido agravando a medida que se profundizaba el invierno, porque el invierno no era la temporada de lluvias. De no ser por el arribo a la órbita de Plutón y los grandes bloques de hielo que aseguraron la provisión de agua, aquella vez hubiese sido el fin de Goxia. Depender de masas de hielo y provisión de agua de otros planetas no podía llamarse una solución permanente; era indispensable pensar en soluciones a largo plazo.

Los goxianos no habían notado —o no querían hacerlo— todo este alboroto de la sequía. Pero Manuca lo estaba percibiendo, sabía que algo extraño ocurría y que empeoraba cada vez más. Por eso había decidido llevar un registro de sequías, donde diariamente registraba la ausencia de lluvias. Lo tenía colgado justo al lado de la ventana, con vista al valle, que cada mañana abría con la esperanza de volver a apreciar ese paisaje agreste; el mismo que durante los últimos diez años y medio había visto lentamente desaparecer bajo los dominios del invierno. Un invierno que parecía no querer irse nunca.

La opción más cómoda podría haber sido esperar a que los tiempos se acomodaran por sí solos, pero Manuca se conocía muy bien: no soportaría cargar con la intriga y no hacer nada al respecto. Según la opinión de su familia, Manuca era un ser tranquilo, medido y hasta un poco sumiso; pero a él, por dentro, lo guiaba un espíritu libre. Siempre lo sintió como un estorbo, porque lo hacía sentir ansioso, ávido; algo en sí mismo lo llevaba a pensar que su vida no podía limitarse a los linderos de la aldea ni a repetir la vida de sus padres, metódica y aburrida.

Estuvo quieto allí por unos instantes tratando de acomodar sus ideas dormidas cuando, de repente, vio venir desde lejos una ráfaga de aire rápida e impulsiva que no le dio tiempo para reaccionar ni esquivarla. La sintió en su rostro cobrizo, anguloso y frío por el aire del exterior. La nerviosa ventolina se escurrió a través del pijama de Manuca, recorriendo todo su cuerpo para salir por los tobillos huesudos y descubiertos, entrar a la casa y explorarla, rincón por rincón, abriéndose camino, sintiéndose dueña, tirando algunas cosas a su paso y apagando el fuego de la chimenea. Al final hizo un giro formando un remolino con las pocas cenizas que encontró por allí y se dio a la fuga por la única ventana que había en la cocina.

Manuca no le dio mucha importancia, porque aún era bastante temprano para pensar que aquello podría tratarse de una nueva señal. Sin embargo, no se perdió ni un segundo el espectáculo que la ráfaga de viento le había ofrecido. Mejor me meto adentro, no sea cosa que vuelva a aparecer, se dijo. Dispuesto a desayunar, se sentó a la mesa de piedra redonda, pulida y grande como para dos personas nada más. La noche anterior había dejado en el alfeizar de la ventana un recipiente con una clase de legumbre que, gracias a su adaptación a los distintos climas, no necesitaba humedad para crecer; sólo le bastaba un poco de rocío nocturno de las Nebulosas de Oriente para brotar. Ese sería su desayuno, junto con algunos frutos secos. Manuca estaba harto de ese tipo de alimento; extrañaba las frutas frescas y jugos que antes se conseguían con facilidad en el mercado. Bueno, me tendréqueconformarconesto, se consoló, mirando con desa­grado los brotes sobre el plato de madera.

En su minúscula cocina sólo había una mesada, también de piedra pulida, un fogón pequeño y unas repisas como aparador que había fabricado con madera de los árboles caídos en un bosque cercano. El piso de todos los ambientes estaba hecho de rodajas de los mismos árboles caídos, colocadas un poco separadas, como si las hubiesen dejado caer así nomás, al azar. Era una casa cálida, pequeña y muy acogedora, con pocas ventanas y una puerta de madera tallada a mano, regalo de su amigo Júniper.

Manuca se había asegurado de que la construcción pareciera la continuación del suelo y había logrado que tomara forma de iglú, pero un iglú de una especie de adobe térmico, mezcla de arcilla y polvo de cuarzo ámbar de los anillos de Júpiter, que se fueron depositando en la superficie de Goxia gracias al viento solar que los iba acumulando. En su parte externa, distintos tipos de hierbas y flores fueron creciendo y habían cubierto la superficie del techo y las paredes exteriores. Lo mismo había sucedido con el jardín. Desde lejos, daba la sensación de ser una gran protuberancia que emergía directamente del suelo. Desde el aire, podía verse como un montículo, pero no como una casa. Manuca había comenzado a construirla durante el último verano que vivió con sus padres, como solían hacerlo todos allí. Júniper lo había ayudado durante un tiempo, luego lo dejó solo porque tenía que empezar con la suya propia, ya que él también debía mudarse pronto.

Todas las casas en Goxia estaban construidas en redondo u ovaladas. Las formas angulares estaban prohibidas porque atraían rayos. Pero no los rayos provenientes de nubes como en la Tierra, sino rayos estelares, que caían directamente del espacio. Sucedió en una ocasión, que sirvió como ejemplo de aquello que el espacio con sus sorpresas podía ocasionar, que uno de los aldeanos colocó en la parte superior de su casa una estructura con forma piramidal como decoración, porque decía que ya estaba aburrido de que en Goxia todo fuese igual. La descarga eléctrica fue tan grande que no sólo destruyó su casa sino varias casas vecinas, con el agravante de que el suelo quedó tan electrificado que, allí, nunca más creció nada que pudiera servir para algo.

Manuca desayunaba con prisa. No quería tener más interrupciones como la del viento un rato antes. Cada bocado lo sumergía en reflexiones más profundas; no le podía encontrar la vuelta al asunto, no lograba entender qué estaba ocasionando tanto desequilibrio en el planeta.Tantos meses de heladas y sequía lo habían dejado desconcertado porque, en realidad, Goxia nunca había sido un planeta tan indeciso. Sí había inviernos, pero suaves, y veranos cálidos y muy lluviosos. Los habitantes de Goxia no estaban preparados para tanto frío y tanta sequedad y tuvieron que ir improvisando distintas maneras de enfrentar el caos climático. Sin embargo, y esto era lo que más sorprendía a Manuca, nadie se preguntaba qué podría estar ocurriendo allí. Él se lo había preguntado a sí mismo varias veces y también se lo había comentado a Júniper, ¿cómo era posible que nadie se preocupara por lo que estaba pasando?

—Viste cómo son todos en este lugar —había dicho Júniper aquella vez—, aquí nadie cuestiona nada.

—Sí, pero esto ya es el colmo —había respondido Manuca preocupado—. Han pasado varios años y todo sigue igual, ¡en realidad peor! Según el calendario, deberíamos estar en la Era cien, Quinto Ciclo Verano; pero todavía seguimos en la Era cien, Cuarto Ciclo Invierno. Tendríamos que haber dejado el invierno hace ya medio Ciclo. Casi no queda agua en los ríos ni en las vertientes.Y si sobreviven las pobres hierbas del techo y las paredes de mi casa es gracias a las gotas del rocío nocturno que llega desde las Nebulosas de Oriente.

En ese instante del desayuno, Manuca tomó conciencia de lo rápido que había pasado el tiempo y de lo abstraído que había estado pensando en nada y en todo a la vez. Entonces decidió vestirse para salir.

Como cualquier otro día, monótono en sus movimientos y enfrascado en su preocupación, tomaría las primeras prendas del armario y saldría a ver qué ocurría por allí. Tal vez pasaría por el mercado; hacía tiempo que deseaba ese telescopio que estaba a la venta en el puesto de Celcio, un individuo calvo y no tan confiable, y para quien ese telescopio era “una pieza que jamás hubo ni volverá a haber”. En realidad, decía lo mismo de todos los objetos y chucherías que vendía.

Quizás lo compre, pensó, tendríaqueregatearleunpocoelpre- cio, se dijo complacido.Así que, en lugar de ir al armario, fue directo al estuche de metal que estaba sobre su mesita de noche, donde guardaba de todo un poco, y sacó una bolsa de felpa negra. Allí conservaba monedas de Iridio: las más valiosas. No era común que cualquiera poseyese ese tipo de monedas; el que las poseía daba lugar a intrigas y comentarios por lo bajo que los goxianos, que nada sabían y todo lo suponían, aprovechaban a divulgar con fines oscuros. Él no les llevaba el apunte a los que opinaban por opinar; esas monedas se las había ganado de buena fe haciendo una apuesta con su abuelo la primera vez que salieron a buscar un cuerno de polpo.

Conestoessuficiente, se dijo tomando cuatro monedas de las seis que tenía en el estuche cuando al acercarse a la puerta recordó que debía vestirse. Últimamente había estado muy distraído; no sabía si todo el tema con el clima estaba afectando su cerebro o qué, lo cierto es que sentía en su mente algo indescriptible que lo llevaba a pensar cosas que nunca antes se le habían ocurrido, ni en los peores momentos de su corta vida. Trataba de ignorar todo aquello ocupándose de las cosas cotidianas, pero no podía negar que esa sensación estaba dominando sus pensamientos a diario. Por fin, ya mirando la ropa desprolijamente apilada en su armario, pensó: ¿Qué me pondréhoy?“Lo mismo de siempre”, balbuceó tomando las primeras prendas del montón: el pantalón azul, la remera verde claro y el suéter de lana de quícalo que su abuela le había tejido y que, aunque ya no abrigaba, lo seguía usando porque lo hacía sentir cerca de ella.

Hubiese querido ser más musculoso, pero era todo lo contrario: menudo, delgado, su cabello negro abundante y corto con diminutos rulos abultados lo hacía ver más alto de lo que en realidad era. Sus brazos tenían una extensión mayor a lo normal, pues le llegaban hasta las rodillas cuando estaba de pie, y entre sus dedos largos y delgados, brillaba en el pulgar un anillo de ópalo negro como el color de sus ojos.Amaba ese anillo, nunca se lo sacaba. Era otro recuerdo de su abuelo.

Manuca sentía una gran atracción por el espacio. Le intrigaban los cielos; amaba su grandiosidad en contraste con la pequeñez del planeta que pisaba. Su curiosidad era infinita. No pasaba un día sin preguntarse qué habría más allá. Su planeta era interesante y sí, tenía para entretenerse allí, pero eso ya no le alcanzaba; quería saber más. Ya conocía como era la elíptica de los mundos vecinos y no tan vecinos, su rotación y su traslación, sus días lunares y solares. Sabía de memoria el tiempo que llevaba ir de una galaxia a otra, de un planeta a otro y los kilómetros por segundo que recorría el pequeño asteroide Naranja desde Andrómeda hasta la Vía Láctea.