María Estuardo - Zweig Stefan - E-Book

María Estuardo E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

María Estuardo es un libro biográfico del escritor austríaco Stefan Zweig.Es la historia de María I de Escocia, llamada María Estuardo, (Palacio de Linlithgow (Escocia); 8 de diciembre de 1542 – Castillo de Fotheringhay, Northamptonshire (Inglaterra); 8 de febrero de 1587), reina de Escocia desde el 14 de diciembre de 1542 hasta 24 de julio de 1567. También denominada popularmente como María, reina de los escoceses, quizás sea la más conocida de los monarcas escoceses por su tempestuosa vida y trágica muerte.

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Stefan Zweig

María Estuardo

MARÍA ESTUARDO

STEFAN ZWEIG

Greenbooks editore

ISBN 978-88-99637-41-5

Edizione digitale

Maggio 2016

ISBN: 978-88-99637-41-5
Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com)de Simplicissimus Book Farm

Indice

Annotation

María Estuardo

Introducción

​Dramatis personae

1. Reina desde la cuna

2. Juventud en Francia

3. Reina, viuda y aun así reina

4. Retomo a Escocia

5. La piedra empieza a rodar

6. El gran mercado matrimonial político

7. La segunda boda

8. La noche fatal de Holyrood

9. Los traidores traicionados

10. Terrible enredo

11. La tragedia de una pasión

12. El camino hacia el crimen

13. Quos deus perdere vult…

14. Callejón sin salida

15. La destitución

16. Adiós a la libertad

17. Se teje una red

18. La red se estrecha

19. Los años en sombras

20. La última ronda

21. Punto final

22. Isabel contra Isabel

23. «En mi final está mi comienzo»

Epílogo

Autor

Annotation

La figura de María Estuardo, reina de Escocia, continúa siendo para los historiadores un enigma, ya que su personalidad ha sido descrita de formas muy divergentes en diferentes biografías. Reina de Escocia, fue reconocida reina cuando apenas contaba con siete días. Su adhesión al catolicismo en la época de las revueltas presbiterianas, sus matrimonios breves, las intrigas palaciegas y sus enfrentamientos con la reina Isabel I, de la que fue cautiva durante 18 años, tiñen su biografía del dramatismo de la política de la época. Desde su cautiverio, según se cuenta, mantuvo relación epistolar con príncipes católicos, sobre todo con Felipe II de España y con don Juan de Austria, con quien proyectaba casarse hasta que finalmente, la soberana inglesa la hizo juzgar como promotora de una conjura organizada por un católico llamado Babington, y fue condenada a muerte y ejecutada en 1587.

Fuera cual fuese la 'verdadera' historia de María Estuardo, Stefan Zweig trenza un conjunto de suposiciones verosímiles apoyándose en los datos históricos fiables existentes para elaborar una obra brillante. La prosa del autor, también novelista, clara para una obra de divulgación pero no exenta de rigor, consigue que el lector se sumerja en la época y las circunstancias de este personaje. María Estuardo alcanza así la categoría de uno de los grandes personajes de la historia rivalizando con Napoleón.

Entre 1925 y 1940, Zweig dio al mundo lo mejor de su producción literaria: apasionadas biografías de personajes históricos como Fouché, María Antonieta o Erasmo de Rotterdam.

María Estuardo

El trágico retrato de la última reina de Escocia

Introducción

Dado que los relatos simultáneos se contradicen, en cada detalle de este proceso tendrá que elegir entre los testimonios a favor y en contra. Y, por cauteloso que sea al optar, a veces lo más honesto será anteponer un interrogante a su opinión y confesar que este o aquel hecho de la vida de María Estuardo se mantiene oscuro en lo que a su veracidad se refiere, y probablemente así se mantendrá para siempre.

Por eso, en el presente intento se ha observado de forma estricta el principio de no valorar todos aquellos testimonios que fueron obtenidos en el potro de tortura o mediante otra forma de miedo o coacción: quien realmente busque la verdad no puede aceptar como plenas y válidas aquellas confesiones obtenidas por la fuerza. Asimismo, los informes de espías y embajadores (que eran casi lo mismo en aquel tiempo) sólo se han empleado con extrema cautela, y se ha puesto en duda de antemano cualquier escrito; si de todas maneras aquí se sostiene que hay que considerar auténticos los sonetos y, en su mayoría, también las cartas de la arqueta, ello se hace después del más severo examen y exponiendo los motivos personales de tal convicción. Allá donde en los documentos archivísticos se cruzan afirmaciones contrapuestas, se analizó con precisión el origen y la motivación política de ambas y, cuando era inevitable decidir entre la una y la otra, se empleó como última ratio la consonancia psicológica de la acción concreta con el carácter global del personaje.

Porque, en sí mismo, el personaje de María Estuardo no es tan misterioso: tan sólo carece de uniformidad en sus evoluciones exteriores, pero interiormente es claro y rectilíneo de principio a fin. María Estuardo forma parte de esa clase de mujeres, muy rara y sugerente, cuya capacidad de experiencia real está concentrada en un plazo muy corto de tiempo, que tiene una corta pero vehemente floración que no se agota en una vida entera, sino en el espacio angosto e hirviente de una sola pasión. Hasta los veintitrés años, sus sentimientos tienen una respiración tranquila y plana, y desde los veinticinco tampoco se alzan ni una sola vez, pero entretanto, en esos dos años escasos, ruge huracanada una explosión de grandeza elemental, y un destino mediocre se eleva de pronto hasta convertirse en una tragedia de dimensiones clásicas, grande y poderosa como la Orestiada. Sólo en esos dos años es María Estuardo una figura trágica, sólo bajo esa presión se alza sobre sí misma, destruyendo su vida por esa desmesura y a la vez conservándola para la eternidad. Y sólo gracias a esa pasión que la aniquiló como ser humano, su nombre sigue vivo en la literatura y la interpretación.

Con esa forma especialmente comprimida de vida interior, en un único instante así de explosivo, toda representación de María Estuardo tiene ya una forma y un ritmo prescritos de antemano; el que va a realizarla sólo tiene que esforzarse en poner de manifiesto, en su carácter único y sorprendente, esa curva vital de tan empinado ascenso y abrupto desplome. Por eso no se siente como una contradicción que, dentro de este libro, los amplios períodos de tiempo de sus primeros veintitrés años y los casi veinte de su prisión no ocupen, juntos, más espacio que los dos años de su apasionada tragedia. Porque en la esfera de un destino el tiempo exterior y el interior sólo en apariencia coinciden; en realidad, sólo la plenitud de experiencias determina la medida de un alma... desde dentro, cuenta el pasar de las horas de manera distinta que el frío calendario. Embriagada por el sentimiento, dichosamente relajada y fecundada por el destino, puede experimentar una infinita plenitud en el plazo más breve y, al liberarse de esa pasión, sentir a su vez el vacío durante interminables años, como una sombra que se desliza, como una sorda Nada. Por eso en una biografía sólo cuentan los momentos tensos, los decisivos, por eso sólo es posible contarla bien en ellos y desde ellos. Sólo cuando un ser humano pone en juego todas sus energías está realmente vivo para sí y para los otros; sólo cuando su alma arde y hierve por dentro, cobra forma también desde fuera.

​Dramatis personae

Primer escenario: Escocia 1542-1548

Segundo escenario: Francia 1548-1561

Tercer escenario: Escocia 1561-1568

Cuarto escenario:Inglaterra 1568-1587

ESCOCIA

JACOBO V (1512-1542), padre de María Estuardo.

MARÍA DE GUISA-LORENA (1515-1560), su esposa, madre de María Estuardo.

MARÍA ESTUARDO (15421587).

JAMES ESTUARDO, CONDE DE MORAY (1533-1570), hijo ilegítimo de Jacobo V y Margret Douglas, la hija de lord Erskine, hermanastro de María Estuardo, regente de Escocia antes y después del gobierno de María Estuardo.

HENRY DARNLEY (ESTUARDO) (1546-1567), bisnieto de Enrique VII, hijo de lady Lennox, la sobrina de Enrique VIII. Segundo esposo de María Estuardo y, como tal, elevado a la categoría de rey consorte de Escocia.

JACOBO VI (1566-1625), hijo de María Estuardo y Henry Darnley.

Después de la muerte de María Estuardo (1587), legítimo rey de Escocia; después de la muerte de Isabel (1603), rey de Inglaterra con el nombre de Jacobo I.

JAMES HEPBURN, CONDE DE BOTHWELL (1536-1578), posterior duque de Orkney, tercer esposo de María Estuardo.

WILLIAM MAITLAND DE LETHINGTON, canciller de María Estuardo.

JAMES MELVILLE, diplomático, hombre de confianza de María Estuardo.

JAMES DOUGLAS, conde de Morton, regente de Escocia tras el asesinato de Moray; ejecutado en 1581.

MATTHEW ESTUARDO, conde de Lennox, padre de Henry Darnley, principal acusador de María Estuardo después del asesinato de éste.

ARGYLL ARRAN

MORTON DOUGLAS 

ERSKINE GORDON

HARRIES HUNTLY

KIRKCALDY DE GRANGE Los lores, tan  pronto adeptos como oponentes de María Estuardo, en constantes alianzas los unos contra los otros, que terminaban casi exclusivamente de LINDSAY forma violenta.

Las cuatro Marys,  compañeras de MARY juventud de María LIVINGSTONE Estuardo.

MARY RUTHVEN

MARY BEATON

MARY FLEMING 

MARY SETON

JOHN KNOX (1505-1572), predicador de la Kirk, principal adversario de María Estuardo.

DAVID RIZZIO, músico y secretario en la corte de María Estuardo, asesinado en 1566.

PIERRE DE CHASTELARD, poeta francés en la corte de María Estuardo, ejecutado en 1563.

GEORGE BUCHANAN, humanista y preceptor de Jacobo VI, autor de los más odiosos panfletos contra María Estuardo.

FRANCIA

ENRIQUE II (1518-1559), rey de Francia desde 1547.

CATALINA DE MÉDICI (1519-1589), su esposa.

FRANCISCO II (1544-1560), su hijo mayor, primer esposo de María Estuardo.

CARLOS IX (1550-1574), hermano menor de Francisco II, a su muerte rey de Francia.

Los cuatro Guisa.

CARDENAL DE LORENA

CLAUDIO DE GUISA

FRANCISCO DE GUISA

ENRIQUE DE GUISA

RONSARD Los poetas, autores DU BELLAY de obras en honor BRANTÔME de María Estuardo.

INGLATERRA

ENRIQUE VII (1457-1509), rey de Inglaterra desde 1485. Abuelo y bisabuelo de María Estuardo y Darnley.

ENRIQUE VIII (1491-1547), su hijo, rey desde 1509.

ANA BOLENA (1507-1536), segunda esposa de Enrique VIII, declarada adúltera y ejecutada.

MARÍA I (1516-1558), hija de Enrique VIII, de su matrimonio con Catalina de Aragón, reina de Inglaterra a la muerte de Eduardo VI (1553).

ISABEL (1533-1603), hija de Enrique VIII y Ana Bolena, declarada bastarda mientras vivió su padre, pero reina de Inglaterra a la muerte de su hermanastra María (1558).

EDUARDO VI (1537-1553), hijo de Enrique VIII, de su tercer matrimonio con Jane Seymour, prometido de niño a María Estuardo, rey desde 1547.

JACOBO I, hijo de María Estuardo, sucesor de Isabel.

WILLIAM CECIL, LORD BURLEIGH (1520-1598), el todopoderoso y fiel canciller de Isabel.

SIR FRANCIS WALSINGHAM, secretario de Estado y ministro de Policía.

WILLIAM DAVISON, segundo secretario.

ROBERT DUDLEY, CONDE DE LEICESTER (1532-1588), amante y hombre de confianza de Isabel, propuesto por ella como esposo de María Estuardo.

THOMAS HOWARD, DUQUE DE NORFOLK, el primer noble del reino, pretendiente a la mano de María Estuardo.

TALBOT, CONDE DE SHREWSBURY, encargado por Isabel durante quince años de vigilar a María Estuardo.

AMYAS POULET, el último carcelero de María Estuardo.

EL VERDUGO DE LONDRES.

1. Reina desde la cuna

1542-1548

María Estuardo tiene seis días cuando se convierte en reina de Escocia; ya desde el principio se cumple la ley de su vida: recibirlo todo del destino demasiado pronto, y sin la alegría de ser consciente de ello. En ese sombrío día de diciembre de 1542 en el que nace en el castillo de Linlithgow, su padre, Jacobo V, yace al mismo tiempo en su lecho de muerte en la vecina fortaleza de Falkland, con sólo treinta y un años de edad y sin embargo ya quebrado por la vida, cansado de la corona, cansado de luchar. Había sido un hombre bravo y caballeroso, al principio alegre, apasionado amigo de las artes y de las mujeres, familiarizado con el pueblo; a menudo había ido, disfrazado, a las fiestas de las aldeas, había bailado y bromeado con los campesinos, y algunas de las canciones y baladas escocesas que escribió han seguido viviendo mucho tiempo en la memoria de su patria. Pero ese desdichado heredero de una desdichada estirpe había nacido en una época salvaje, en un país rebelde, y estaba destinado de antemano a una trágica suerte. Un vecino desconsiderado y de fuerte voluntad, Enrique VIII, le apremia a implantar la Reforma, pero Jacobo V se mantiene fiel a la Iglesia, y enseguida los nobles escoceses, siempre inclinados a crear dificultades a su soberano, aprovechan la disputa y empujan sin cesar, contra su voluntad, a ese hombre alegre y pacífico al disturbio y la guerra. Ya cuatro años antes, cuando Jacobo V pretendía por esposa a María de Guisa, había descrito claramente la fatalidad que supone tener que ser rey contra esos clanes tercos y rapaces: «Madame —había escrito en esa carta de petición de mano, conmovedoramente sincera—, sólo tengo veintisiete años, y la vida me agobia ya tanto como mi corona... huérfano desde la infancia, he sido prisionero de nobles ambiciosos; la poderosa casa de los Douglas me ha esclavizado durante largo tiempo, y odio ese nombre y todo recuerdo suyo. Archibald, conde de Angus, Georg, su hermano, y todos sus parientes desterrados, incitan sin cesar al rey de Inglaterra contra nosotros, no hay un noble en mi reino al que no haya seducido con sus promesas o corrompido con dinero. No hay

seguridad para mi persona, ni garantía de que se haga mi voluntad y de que se cumplan las justas leyes. Todo esto me espanta, madame, y espero de vos fuerza y consejo. Sin dinero, limitado tan sólo a los apoyos que recibo de Francia o a los escasos donativos de mis ricos clérigos, trato de adornar mis castillos, mantener mis fortificaciones y construir barcos. Pero mis barones consideran un rival insoportable a un rey que realmente quiera ser rey. A pesar de la amistad del rey de Francia y del apoyo de sus tropas y a pesar del afecto de mi pueblo, temo no ser capaz de alcanzar la decisiva victoria sobre mis barones. Superaría todos los obstáculos para despejar el camino de la justicia y la paz para esta nación, y quizá alcanzaría mi meta, si los nobles de mi país estuvieran solos. Pero el rey de Inglaterra siembra la discordia sin cesar entre ellos y yo, y las herejías que ha plantado en mi reino avanzan devoradoras hasta en los círculos de la Iglesia y el pueblo. Desde siempre, mi fuerza y la de mis antepasados ha estado únicamente en la burguesía de las ciudades y en la Iglesia, y me veo obligado a preguntarme: ¿Seguirá mucho tiempo esta fuerza a nuestro lado?».

Todas las desgracias que el rey prevé en esta carta profética se cumplen, e incluso caen cosas peores sobre él. Los dos hijos que le da María de Guisa mueren en la cuna, y en sus mejores años Jacobo V sigue sin ver un heredero para la corona que de año en año oprime más sus sienes. Finalmente, contra su voluntad, sus barones escoceses lo llevan a la guerra contra la poderosa Inglaterra, para luego dejarlo traidoramente en la estacada en la hora decisiva. En Solway Moss, Escocia no sólo pierde una batalla, sino su honor: sin combatir de verdad, las tropas sin caudillo, abandonadas por sus jefes de clan, se dispersan de forma lamentable; pero, en esa hora decisiva, hace mucho que el rey, ese hombre antaño tan caballero, ya no lucha con enemigos ajenos, sino con la propia muerte. Febril y cansado, yace en cama en el castillo de Falkland, harto de la lucha insensata, de la molesta vida.

Entonces, en ese turbio día de invierno, el 9 de diciembre de 1542 — la niebla oscurece las ventanas—, un mensajero llama a la puerta. Comunica al enfermo, al hombre mortalmente agotado, que ha tenido una hija, una heredera. Pero el alma extenuada de Jacobo V ya no tiene fuerzas para la esperanza y la alegría. ¿Por qué no es un hijo, un heredero? Ese hombre próximo a la muerte ya no ve más que desdicha por doquier, tragedia y derrota. Resignado, responde: «De una mujer nos llegó la corona, con una mujer se perderá». Esa oscura profecía es al tiempo su última frase. Suspira, se vuelve de cara a la pared y ya no responde a pregunta alguna. Pocos días después está enterrado, y María Estuardo, antes de haber abierto los ojos a la vida, es ya la heredera de su reino.

Es una herencia doblemente oscura ser una Estuardo y una reina de Escocia, porque hasta ahora ningún Estuardo ha sido feliz o duradero en ese trono. Dos de sus reyes, Jacobo I y Jacobo III, han sido asesinados; dos, Jacobo II y Jacobo IV, han caído en el campo de batalla, y a dos de sus descendientes, esta niña que nada sospecha y su nieto, Carlos I, el destino les tiene reservado algo aún peor: el patíbulo. A ninguno de los miembros de este linaje átrida le ha sido concedido alcanzar la plenitud de la vida, para ninguno brillan la dicha y la estrella. Los Estuardo siempre tienen que luchar contra enemigos exteriores, contra enemigos en su propio país y contra sí mismos, siempre hay inquietud a su alrededor e inquietud en ellos. Su país carece de paz tanto como ellos, y los más desleales son precisamente aquellos que debían ser los más leales: los lores y los barones, esa estirpe caballeresca tenebrosa y fuerte, salvaje y desenfrenada, rapaz y belicosa, obstinada e inflexible... «un pays barbare et une gent brutelle», como se queja disgustado Ronsard, el poeta, después de ir a parar a este país de nieblas. Pequeños reyes en sus feudos y castillos, arrastrando como a reses a sus campesinos y pastores a sus eternas pequeñas luchas y rapiñas, estos indiscutidos jefes de clan no conocen otra alegría de vivir que la guerra, la disputa es su placer, los celos su acicate, el ansia de poder su idea vital.

«Dinero y ventaja —escribe el embajador francés— son las únicas sirenas a las que prestan oídos los lores escoceses. Querer predicarles el deber para con sus príncipes, el honor, la justicia, la virtud, las nobles acciones, sería invitarlos a la risa.» Iguales a los condotieros italianos en su amoral ansia de camorra y rapiña, pero menos cultivados y más desenfrenados en sus instintos, los antiguos y poderosos clanes de los Gordon, los Hamilton, los Arran, los Maitland, los Crawford, los Lindsay, Lennox y Argyll conspiran y disputan incesantemente por la preeminencia. Ora se enfrentan en enemistades que duran años, ora se juran en solemnes alianzas una corta lealtad para unirse en contra de un tercero; forman constantemente camarillas y bandas, pero nadie guarda interiormente lealtad a nadie, y todos, aunque emparentados y casados entre sí, guardan a los otros implacables envidia y enemistad. Algo pagano y bárbaro sigue viviendo intacto en sus salvajes almas, sin importar que se llamen a sí mismos protestantes o católicos, según sea la ventaja que esperen obtener; en realidad, todos son nietos de Macbeth y Macduff, la sangrienta Thane, como Shakespeare vio de manera grandiosa.

Sólo hay algo que une de inmediato a esta banda celosa e indomable: someter a su señor común, a su propio rey, porque para todos es igual de insoportable la obediencia e igual de desconocida la lealtad. Cuando esta «parcel of rascals», esta partida de bribones —como los estigmatizó Burns, el escocés por antonomasia—, tolera un reinado aparente sobre sus castillos y posesiones, es únicamente por celos de un clan contra otro. Los Gordon sólo dejan la corona a los Estuardo para que no caiga en manos de los Hamilton, y los Hamilton por celos hacia los Gordon. Pero ¡ay si un rey de Escocia se atreve de veras a ser el soberano e imponer la disciplina y el orden en el país, si en el primer ardor de la juventud trata de oponerse a la arrogancia y la codicia de los lores! Enseguida esa chusma hostil se agrupa fraterna para volver impotente a su soberano, y si no lo consigue con la espada, el puñal del asesino se encarga, fiable, de este servicio.

Es un país trágico, desgarrado por lúgubres pasiones, tenebroso y romántico como una balada, este pequeño reino insular rodeado por el mar en el último norte de Europa, y además es un país pobre. Porque la eterna guerra destruye todas las energías. Sus pocas ciudades, que en realidad no son tales, sino grupos de casas de gente pobre arracimadas bajo la protección de una fortificación, jamás logran alcanzar la riqueza o tan siquiera el bienestar burgués, porque son saqueadas y quemadas una y otra vez. Los castillos nobles a su vez, cuyas ruinas se alzan aún hoy sombrías y violentas, no son verdaderos palacios, con esplendor y ornato cortesano; han sido pensados como inexpugnables fortalezas de guerra, y no para el dulce arte de la hospitalidad. Entre esas pocas grandes familias y sus deudos falta completamente la fuerza nutricia y mantenedora del Estado, de una clase media creativa. El único territorio densamente poblado entre el Tweed y el Firth está cerca de la frontera inglesa y se ve destruido y despoblado constantemente por los ataques. Pero en el norte es posible caminar durante horas junto a lagos abandonados, a través de páramos desiertos u oscuros bosques nórdicos, sin ver un pueblo, un castillo o una ciudad. Allí no se apiñan pueblo tras pueblo como en los repletos países europeos, no hay anchas carreteras que lleven el tráfico y el comercio al país, no parten, como en Holanda, España e Inglaterra, barcos desde astilleros cubiertos de gallardetes para traer oro y especias de lejanos océanos; la gente se abre paso en la vida entre escaseces, criando ovejas, pescando y cazando, como en los tiempos patriarcales: en cuanto a ley y costumbres, en cuanto a riqueza y cultura, la Escocia de entonces va al menos cien años por detrás de Inglaterra y de Europa. Mientras en todas las ciudades costeras los bancos y las bolsas empezaron a florecer con la llegada de la Edad Moderna, aquí, como en los días bíblicos, la riqueza se sigue midiendo en tierra y ovejas; diez mil posee Jacobo V, el padre de María Estuardo, son todas sus propiedades. No posee un tesoro de la corona, ni un ejército, ni una guardia personal para asegurar su poder, porque no podría pagarlos, y el Parlamento, en el que deciden los lores, jamás concederá a su rey verdaderos medios de poder. Todo lo que este rey posee por encima de la desnuda miseria le ha sido prestado o regalado por sus ricos aliados, Francia y el Papa; cada alfombra, cada gobelino, cada candelabro de sus aposentos y castillos ha sido comprado al precio de una humillación.

Esa eterna pobreza es la úlcera supurante que chupa las energías políticas de Escocia, ese hermoso y noble país. Porque debido a la necesidad y a la codicia de sus reyes, de sus soldados, de sus lores, no pasa de ser la sangrienta pelota con la que juegan las potencias extranjeras. Los que luchan contra el rey y a favor del protestantismo reciben su soldada de Londres, los que lo hacen por el catolicismo y los Estuardo, de París, Madrid y Roma: todas esas potencias extranjeras pagan gustosas y de buen grado por la sangre escocesa. La decisión última sigue vacilando entre las dos grandes naciones, Inglaterra y Francia, por eso este vecino inmediato de Inglaterra es para Francia un compañero insustituible en el tablero de juego. Cada vez que los ejércitos ingleses se abren paso en Normandía, Francia dirige con celeridad ese puñal contra la espalda de Inglaterra; enseguida los escoceses, siempre dispuestos a guerrear, se lanzan contra los border, contra sus auld enimies, e incluso en tiempos de paz constituyen una constante amenaza. Fortalecer militarmente a Escocia es la eterna preocupación de la política francesa, y, por eso, nada más natural que, por su parte, Inglaterra trate de romper ese poder instigando a los lores a constantes rebeliones. De este modo, este desdichado país se convierte en sangriento campo de batalla de una guerra de cien años, que sólo quedará definitivamente decidida en el destino de esta niña, todavía ignorante de lo que le espera.

Es un símbolo espléndidamente dramático que esa lucha comience de hecho en la cuna de María Estuardo. Esta niña aún no puede hablar, pensar, sentir, apenas sus diminutas manecitas se mueven sobre la almohada, cuando ya la política echa mano a su cuerpo sin desarrollar, a su alma ingenua. Porque la fatalidad de María Estuardo es ser eternamente presa de este juego de cálculos. Nunca le será concedido desarrollar sin ser molestada su yo, su ego, siempre estará enredada en la política, siempre será objeto de la diplomacia, juguete de ajenos deseos, reina, pretendiente al trono, aliada o enemiga. Apenas ha llevado el mensajero a Londres las dos noticias juntas de que Jacobo V ha muerto y su hija recién nacida es la heredera y reina de Escocia, cuando Enrique VIII de Inglaterra decide pretender a toda prisa esa valiosa novia para su hijo menor y heredero Eduardo; se dispone como de una mercancía de un cuerpo aún sin terminar, de un alma que aún duerme. Pero la política no cuenta jamás con sentimientos, sino con coronas, países y derechos hereditarios. Para ella no existe el individuo, no cuenta frente a los valores visibles y materiales del juego mundial. De todos modos, en este caso en particular la idea de Enrique VIII de prometer a la heredera de Escocia con el heredero de Inglaterra es una idea razonable e incluso humana. Porque hace ya mucho que esa guerra incesante entre países hermanos ha dejado de tener sentido. Alojados en la misma isla en el océano, protegidos y asediados por el mismo mar, de raza emparentada y similares condiciones de vida, sin duda a los pueblos de Inglaterra y Escocia se les ha impuesto una única tarea: unirse; la Naturaleza ha declarado aquí su voluntad de manera patente. Sólo los celos de las dos dinastías, los Tudor y los Estuardo, siguen siendo un obstáculo a este objetivo último; si se lograse transformar en unión, mediante un matrimonio, la disputa entre las dos casas reales, los comunes descendientes de los Estuardo y los Tudor podrían ser a un tiempo reyes de Inglaterra, Escocia e Irlanda, una Gran Bretaña unida podría participar en una lucha superior: la lucha por la hegemonía en el mundo.

Mas, oh, fatalidad: siempre que, excepcionalmente, aparece en política una idea clara y lógica, su necia puesta en práctica la echa a perder. Al principio, todo parece ir a las mil maravillas. Los lores, a los que rápidamente llenan los bolsillos de dinero, aprueban satisfechos el contrato matrimonial. Pero al astuto Enrique VIII no le basta con un mero pergamino. Ha puesto demasiadas veces a prueba la hipocresía y codicia de estos hombres de honor como para no saber que un contrato jamás les vincula y que, de recibir una oferta superior, estarían dispuestos de inmediato a vender la reina niña al heredero de la corona de Francia. Por eso exige a los negociadores escoceses, como primera condición, la entrega inmediata de la niña a Inglaterra. Pero si los Tudor son desconfiados para con los Estuardo, los Estuardo no lo son menos para con los Tudor, y ante todo la madre de María Estuardo se resiste a ese trato. Educada, siendo una Guisa, en un estricto catolicismo, no quiere entregar a su hija a una fe herética, y no le cuesta mucho trabajo descubrir en el contrato un peligroso escollo. Porque, en un artículo secreto, los negociadores escoceses sobornados por Enrique VIII se han comprometido, en caso de que la niña muriera tempranamente, a actuar en el sentido de que de todos modos «todo el poder y la propiedad del reino» recayeran en Enrique VIII: y este punto es muy discutible. Porque de un hombre que ya ha puesto en el tajo la cabeza de dos de sus esposas cabe esperar que, para hacerse más rápido con una herencia tan importante, haga que la muerte de esa niña se anticipe y no sea del todo natural; así que la reina, madre cuidadosa, rechaza la entrega de su hija a Londres. La petición de mano casi se convierte en guerra. Enrique VIII envía tropas a apoderarse por la fuerza de la valiosa prenda, y su orden al ejército da una cruel imagen de la desnuda brutalidad de aquel siglo: «Es la voluntad de Su Majestad que todo sea exterminado por el fuego y la espada. Quemad Edimburgo y arrasadla en cuanto hayáis cogido y saqueado cuanto podáis... saquead Holyrood y cuantas ciudades y pueblos deseéis en tomo a Edimburgo, saquead y quemad y someted Leith y todas las demás ciudades, exterminad sin compasión a hombres, mujeres y niños allá donde se os oponga resistencia». Como una horda de hunos, las bandas armadas de Enrique VIII cruzan las fronteras. Pero en el último momento la madre y la niña son puestas a salvo en el fuerte castillo de Stirling, y Enrique VIII tiene que conformarse con un tratado en el que Escocia se compromete a entregar a Inglaterra a María Estuardo (que sigue siendo negociada y vendida como un objeto) el día en que cumpla los diez años.

Una vez más, todo parece dispuesto del modo más feliz. Pero la política es en todas las épocas la ciencia del contrasentido. Le repugnan las soluciones sencillas, naturales, razonables; las dificultades son su mayor placer, la disputa su elemento. Pronto el partido católico pone en marcha ocultas maquinaciones acerca de si la niña —que aún no sabe más que balbucear y reír— no debería ser adjudicada al hijo del rey francés en vez de al del inglés, y cuando Enrique VIII muere la inclinación a observar el tratado es ya muy escasa. Pero ahora el regente de Inglaterra, Somerset, exige en nombre del rey menor Eduardo la entrega a Londres de la novia niña, y como Escocia opone resistencia hace enviar un ejército para que los lores escuchen el único lenguaje que entienden: la violencia. El 10 de septiembre de 1547, en la batalla —o más bien matanza— de Pinkie Cleugh, el poder escocés es aplastado, más de diez mil muertos cubren el campo. María Estuardo aún no ha cumplido cinco años, y ya se han derramado ríos de sangre a causa suya.

Ahora Escocia está abierta, indefensa, para Inglaterra. Pero ya queda poco que robar en el saqueado país; para los Tudor, sólo tiene una cosa de valor: esa niña, que encama en su persona la corona y sus derechos. Pero, para desesperación de los espías ingleses, María Estuardo ha desaparecido sin dejar rastro del castillo de Stirling; nadie, ni en los círculos de mayor confianza, sabe dónde la tiene escondida la reina madre. Porque el nido protector ha sido escogido de forma insuperable: de noche y en el mayor de los secretos, servidores de entera confianza han llevado a la niña al monasterio de Inchmahome, situado en una pequeña isla en el lago de Menteith, oculto en un lugar inaccesible «dans le pays des sauvages», como dice el embajador francés. Ninguna senda conduce a ese romántico lugar: hay que llevar en un bote la valiosa carga hasta la orilla de la isla, donde la guardarán personas devotas que jamás abandonan el convento. Allí, en total clandestinidad, apartada del agitado e inquieto mundo, la ignorante niña vive a la sombra de los acontecimientos, mientras por encima de países y mares la diplomacia teje activamente su destino. Porque entretanto Francia ha salido a escena, amenazante, para impedir el total sometimiento de Escocia por Inglaterra.

Enrique II, el hijo de Francisco I, envía una poderosa flota, y en su nombre el teniente general del cuerpo expedicionario francés pide la mano de María Estuardo para su hijo y heredero Francisco II. De la noche a la mañana, la suerte de la niña ha dado un vuelco gracias al viento político que sopla fuerte y belicoso sobre el canal: en vez de para reina de Inglaterra, la pequeña descendiente de los Estuardo ha sido escogida para reina de Francia. Apenas se concluye formalmente este nuevo y más ventajoso negocio, el 7 de agosto el valioso objeto de la subasta, la niña María Estuardo, de cinco años y ocho meses de edad, es embalado y enviado a Francia, vendido de por vida a otro esposo igualmente desconocido. Una vez más, y no será la última, la voluntad ajena conforma y transforma su destino.

La ignorancia es la bendición de la niñez. ¿Qué sabe una niña de tres, de cuatro, de cinco años, de la guerra y la paz, de batallas y tratados? ¿Qué significan para ella nombres como Francia e Inglaterra, Eduardo y Francisco, qué toda esa locura del mundo? Con los rubios cabellos al viento, una muchachita de largas piernas corre y juega en las habitaciones luminosas y en las sombrías de un castillo, con cuatro amigas de su edad a su lado. Porque —una idea encantadora en mitad de una época bárbara— desde el principio se le han asignado cuatro compañeras de juegos de su misma edad, elegidas entre las más distinguidas familias de Escocia, el trébol de las cuatro Marys: Mary Fleming, Mary Beaton, Mary Livingstone y Mary Seton. Niñas, hoy son alegres compañeras de juegos; mañana lo serán en el extranjero para que no le resulte tan ajeno; luego se convertirán en las damas de su corte y, en tierno estado de ánimo, prestarán el juramento de no casarse antes de que ella no haya elegido esposo por sí misma. Y cuando las otras tres la abandonen en la desdicha, una seguirá acompañándola al exilio y hasta la hora de su muerte: un resplandor de la niñez dichosa seguirá brillando así incluso en su hora más oscura. Pero ¡qué lejos está aún ese tiempo turbio y sombrío! Ahora las cinco niñas siguen jugando día y noche juntas en el castillo de Holyrood o de Stirling, y nada saben de soberanía, dignidad y reinos, nada de su orgullo y de sus peligros. Pero una noche la pequeña María es sacada de su camita, un bote espera junto a un estanque, y la lleva a una isla en la que se está tranquilo y bien... Inchmahome, lugar de paz. Allí la saludan hombres extraños, vestidos de manera diferente que los otros hombres, de negro y con anchas y ondeantes cogullas. Pero son dulces y amables, cantan hermosos cánticos en la alta sala de ventanas de colores, y la niña se acostumbra. Una vez más, se la llevan una noche (María Estuardo siempre tendrá que viajar y escapar así, de noche, de un destino a otro), y de pronto se encuentra en un alto barco de blancas y crujientes velas, rodeada de guerreros extranjeros y barbudos marinos. Mas ¿por qué iba a tener miedo, la pequeña María? Todo el mundo es dulce, amable y bueno, su hermanastro James, de diecisiete años —uno de los numerosos bastardos que Jacobo V engendró antes de su matrimonio—, le acaricia los rubios cabellos, y allí están las cuatro Marys, sus queridas compañeras de juegos. Así que entre los cañones del barco de guerra francés y los exasperados marineros corren y ríen despreocupadas cinco niñas pequeñas, extasiadas y felices, tal como los niños se muestran ante todo cambio inesperado. Arriba, en todo caso, en la cesta del mástil, un marino otea temeroso: sabe que la flota inglesa patrulla el canal para hacerse en el último momento con la prometida del rey inglés antes de que se convierta en prometida del heredero del trono francés. Pero la niña sólo ve lo cercano, lo nuevo, no ve nada más que el mar azul, a los hombres amables, y, fuerte, respirando como un gigantesco animal, el barco se impulsa por entre la marea.

El 13 de agosto los galeones atracan al fin en Roscoff, un pequeño puerto cercano a Brest. Los botes se dirigen a la orilla. Entusiasmada por la aventura, riendo, ignorante y traviesa, la reina de Escocia, que aún no tiene seis años, salta a tierra francesa. Pero con eso ha terminado su niñez, y comienzan el deber y las pruebas.

2. Juventud en Francia

1548-1559

La corte francesa tiene larga experiencia en costumbres distinguidas y es irreprochable en la misteriosa ciencia de las ceremonias. Un Enrique II, un Valois, sabe cuál es la dignidad que corresponde a la prometida de un Delfín. Incluso antes de su llegada, firma un decreto por el que la reinette , la pequeña reina de Escocia, habrá de ser saludada a su paso por todas las ciudades y pueblos de su camino con los mismos honores que si fuera su propia hija. Así, ya en Nantes espera a María Estuardo una plétora de encantadoras atenciones. No sólo se levantan en todas las esquinas galerías con emblemas clásicos, diosas, ninfas y sirenas, no sólo se mejora el humor de su tropa de escolta con unas cuantas barricas de sabroso vino, no sólo se disparan en su honor fuegos artificiales y salvas de artillería... incluso un ejército liliputiense de ciento cincuenta niños, todos ellos menores de ocho años, desfila ante la pequeña reina con sus blancas ropitas, reunido en una especie de regimiento de honor, con pífanos y tambores, con picas y alabardas en miniatura. Y así va sucediendo de pueblo en pueblo: en una ininterrumpida sucesión de festejos, la reina niña María Estuardo llega finalmente a SaintGermain. Allí, esa niña que aún no tiene seis años ve por primera vez a su prometido, un chiquillo de cuatro años y medio, débil, pálido y raquítico, al que su sangre envenenada destina de antemano a la enfermedad y la temprana muerte, y que saluda tímido y huidizo a su «novia». Tanto más cordialmente la reciben los otros miembros de la real familia, extasiados por su encanto infantil, y Enrique II la llama entusiasmado en una carta « », la niña más perfecta que jamás ha visto.

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