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Veröffentlichungsjahr: 1899
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María
Jorge Isaacs
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
María
CARTA PRÓLOGO
A LOS HERMANOS DE EFRAIN
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO XXXIV
CAPÍTULO XXXV
CAPÍTULO XXXVI
CAPÍTULO XXXVII
CAPÍTULO XXXVIII
CAPÍTULO XXXIX
CAPÍTULO XL
CAPÍTULO XLI
CAPÍTULO XLII
CAPÍTULO XLIII
CAPÍTULO XLIV
CAPÍTULO XLV
CAPÍTULO XLVII
CAPÍTULO XLVIII
CAPÍTULO XLIX
CAPÍTULO L
CAPÍTULO LI
CAPÍTULO LII
CAPÍTULO LIII
CAPÍTULO LIV
CAPÍTULO LV
CAPÍTULO LVI
CAPÍTULO LVII
CAPÍTULO LVIII
CAPÍTULO LIX
CAPÍTULO LX
CAPÍTULO LXI
CAPÍTULO LXII
CAPÍTULO LXIII
CAPÍTULO LXIV
CAPÍTULO LXV
NOTAS
Acerca de esta edición
Enlaces relacionados
Sr. D. Francisco Rivas Moreno:
MI DISTINGUIDO AMIGO: Me parece de perlas el proyecto que somete usted á mi dictamen, y hasta le considero patriótico en alto grado. En estos últimos años ha adquirido grandes vuelos la novela en las Repúblicas hispano-americanas; las tres cuartas partes de los españoles que leen libros y los compran, no tienen noticia de ello, y trata usted ahora de darlas á conocer entre nosotros, bien editadas y por poco dinero.
Los recientes desastres que lloramos nos enseñan, entre otras muchas cosas, que ha llegado la hora de agruparnos y de entendernos cuantos hablamos una misma lengua y llevamos en las venas una misma sangre, para defendernos de un enemigo común, aquende y allende los mares, que parece empeñado en someternos á la ley de su raza, con el derecho del más fuerte; y para esta clase de aproximaciones, para afirmar y robustecer estas alianzas, nada como la frecuente comunicación intelectual dentro del terreno del arte noble y desinteresado. A la vista tenemos un elocuente testimonio de ello: las Academias sucursales de la Real Española de la Lengua, establecidas en casi todas las Repúblicas hispano-americanas. Estas Academias nos han adquirido en aquel continente más amistades, más alianzas íntimas y cordiales, que todos los protocolos y tratados de la diplomacia desde que se separaron de la Metrópoli aquellos vastos territorios que fueron colonias nuestras; y lo que no han podido conseguir estos centros literarios por su especial índole, que limita mucho su radio de acción, lo han logrado nuestros líricos, nuestros dramaturgos y nuestros novelistas, introduciendo y popularizando allí sus obras y llegando con su influjo á las esferas sociales á que no puede llegar el de las Academias. Pues bien: introdúzcanse, popularícense aquí las obras literarias de nuestros consanguíneos de allá, y las corrientes intelectuales, de simpatía y de afecto, serán dobles y recíprocas, y, por tanto, más poderosas. Yo me honro con la amistad de muchos escritores hispano-americanos, vivo con ellos en frecuente trato epistolar, y por eso sé lo que piensan de nosotros, como ellos saben lo que en España pensamos de sus respectivas naciones cuantos aquí las conocemos por sus libros, espejos fieles de su cultura y de sus tendencias.
Hablando sólo de novelistas, porque solamente de ellos se trata ahora, afirmo, sin vacilaciones, que cuentan las mencionadas Repúblicas con algunos tan buenos como los mejores de Europa, y que podría ser más numerosa esta ilustre falanje sin el prurito de imitación de ciertos modelos, que consume á muchos, como á otros el afán inmoderado de la novedad y de los atrevimientos; lo cual arrastra á todos hasta los linderos de lo extravagante, donde padecen graves males la integridad de la lengua, el buen sentido y hasta la buena moral. Dirá usted que dos cuartos de lo propio acontece por acá. Cierto; pero metido á decir lo que siento y pienso de la catadura del gran Filipo, necesito pintarle por ambos lados, aunque se le vea el ojo tuerto; porque el asunto es delicado y no quiero cargar con la responsabilidad de un elogio sin salvedades, mayormente cuando no tacho á nadie por falto de ingenio, sino por exceso de resabios y flaquezas de artista, según mi manera de ver y de sentir.
Desea usted que le dé nombres de novelistas y títulos de novelas para ver si coincidimos en el número y en la calidad de los unos y de las otras; y esto es ponerme en grave riesgo de cometer, involuntariamente, omisiones que pudieran mortificar á los omitidos si llegaran á conocerlas. Trae usted mucha prisa, tengo yo muy mala memoria y no me propongo hacer comparaciones ni aquilatar méritos en estas líneas que le escribo á vuelapluma. Además, yo sé que usted, hombre de buen gusto y literato de merecido crédito, conoce mejor que nadie el asunto que trae entre manos, y hará con acierto la selección que necesita para deleitar enseñando y no corrompiendo, y que no han de faltar en el catálogo de las obras elegidas ni una sola de las que yo admiro y pongo sobre mi cabeza, ni otras muchas que sólo conozco por su fama, porque no se venden en nuestras librerías, ni estoy en correspondencia con sus autores. No hay nación, de las que hablan nuestra lengua en el Continente Americano, que no pueda ofrecerle algún tributo para los fines que persigue, fines que vuelvo á aplaudirle, y que con ser tan de mi gusto como son, no le aplaudiría sin una salvedad ó advertencia que usted me hace: la de que no publicará en España novela alguna de esa procedencia sin el terminante consentimiento de su autor 1.
Esto le honra á usted como editor y encierra un ejemplo que debieran imitar algunos industriales de allá, que reimprimen, venden y hasta mutilan, siempre que les conviene, sin permiso ni conocimiento de sus autores, nuestras producciones literarias, so pretexto de que no hay un tratado internacional que lo prohiba; ¡como si sobre todas las leyes promulgadas y sin promulgar, no estuviera en constante vigor la de las conciencias honradas, que obliga á respetar los bienes ajenos donde quiera que se hallen!
Para pintar á usted el extremo á que ha llegado esta despreocupación entre los susodichos industriales, le cito el siguiente caso:
Una vez recibí yo, por oficiosidad cariñosa de un conterráneo mío, residente en la capital de una república hispano-americana, un ejemplar de un diario de gran tamaño que se publicaba en ella. En este papelón se hacía un retumbante elogio de mí, como novelista, para ir á parar todo el rimbombe á advertir á sus suscriptores que desde el mes siguiente comenzarían á recibir, los que lo fueran por determinado tiempo, todas mis obras, á razón de tomo por mes. Dí las gracias por el aviso á mi desconocido paisano, y escribí también á la redacción del papelote una carta en los términos que merecía su conducta. Todavía estoy aguardando la respuesta.
Cierto que todos estos abusos y otros semejantes se evitarían con tratados literarios con aquellas repúblicas, cuya lengua nacional es el castellano, y en las cuales se publican, relativamente, pocos libros, tratados como el que se ha hecho recientemente con la de México, y cuya no existencia con las demás hispano-americanas no se concibe, á pesar de la pobre idea que uno tiene de la actividad y del celo de nuestros Gobiernos para cuanto no sea la baja y miserable política que á tan vergonzoso estado nos ha traído; pero, así y todo, hay que convenir en que se necesita una complexión muy especial, un temple de conciencia singularísimo, para hacer lo que hacen en América ciertos y determinados industriales con los libros españoles. Quiera Dios que el ejemplo de usted aquí tenga allá muchos imitadores, y lleguemos por ese camino á lo que no han de darnos nuestros gobernantes por el que siguen.
Adviérteme usted también que piensa comenzar la serie de novelas por MARÍA, del malogrado colombiano J. Isaacs. Le aplaudo el gusto. Es esa obra de las que pueden llamarse del género eterno, de las que no pasan con las modas (pues también en esto las hay, aunque parezca mentira), porque en todos tiempos habrá almas delicadas y corazones honrados y sensibles que se identifiquen con los encantos de la Naturaleza y con las alegrías y las amarguras del género humano, condenado á vivir en esas alternativas, de las que no se libran ni los más afortunados nietos de Caín.
Ahora, que Dios prospere su patriótica labor, y adelante con ella.
De usted afectísimo amigo q b. s. m.,
J. M. DE PEREDA
Polanco, Junio de 1899.
He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquél á quien tanto amásteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas, me han parecido pálidas é indignas de ser ofrecidas como un testimonio de mi gratitud y de mi afecto. Vosotros no ignoráis las palabras que pronunció aquella noche terrible, al poner en mis manos el libro de sus recuerdos: "Lo que ahí falta tú lo sabes; podrás leer hasta lo que mis lágrimas han borrado.„ ¡Dulce y triste misión! Leedlas, pues, y si suspendéis la lectura para llorar, ese llanto me probará que la he cumplido fielmente.
Era yo niño aún cuando me alejaron de la Casa paterna para que diera principio á mis estudios en el colegio de ***, establecido en Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la república por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró á mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos; cuando salió, habían rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados á una cabeza infantil; esa precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos aquellos sitios donde yo había pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada á la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguía yo á mi padre, que ocultaba el rostro á mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban á nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos, ya la vuelta á una de las colinas de la vereda en las que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: María estaba baja las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.
Pasados seis años, los últimos días de un lujoso Agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada de mi viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el Oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el Sur notaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies alfombradas de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vocadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas ó en sendas abovedadas por florecidos písamos é higuerones frondosos. Mis ojos se habían fijado con avidez en aquellos sitios medio ocultos al viajero por las copas de añosos guaduales; en aquellos cortijos donde había dejado gentes virtuosas y amigas. En tales momentos no habrían conmovido mi corazón las arias del piano de U***: ¡si los perfumes que aspiraba eran tan gratos comparados con el de los vestidos lujosos de ella; si el canto de aquellas aves sin nombre tenía harmonías tan dulces á mi corazón!
Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en mi memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas. Cuando en un salón de baile, inundado de luz, lleno de melodías voluptuosas, de aromas mil mezclados, de susurros de tantos ropajes de mujeres seductoras, encontramos aquélla con quien hemos soñado á los diez y ocho años, y una mirada fugitiva suya quema nuestra frente, y su voz hace enmudecer por un instante toda otra voz para nosotros, y sus flores dejan tras sí esencias desconocidas; entonces caemos en una postración celestial: nuestra voz es impotente, nuestros oídos no escuchan ya la suya, nuestras miradas no pueden seguirla. Pero cuando, refrescada la mente, vuelve ella á la memoria horas después, nuestros labios murmuran en cantares su alabanza, y es esa mujer, es su acento, es su mirada, es el ruido de sus pasos sobre las alfombras, lo que remeda aquel canto, que el vulgo creerá ideal. Así el cielo, los horizontes, las Pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer á quien los contempla. Las grandes bellezas de la creación no pueden á un tiempo ser vistas y cantadas: es necesario que vuelvan al alma empalidecidas por la memoria infiel.
Antes de ponerse el sol, ya había yo visto blanquear sobre la falda de la montaña la casa, de mis padres. Al acercarme á ella, contaba con mirada ansiosa los grupos de sus sauces y naranjos, al través de los cuales vi cruzar poco después las luces que se repartían en las habitaciones.
Respiraba al fin aquel olor nunca olvidada del huerto que se vio formar. Las herraduras de mi caballo chispearon sobre el empedrado del patio. Oí un grito indefinible; era la voz de mi madre: al estrecharme ella en los brazos y acercarme á su pecho, una sombra me cubrió los ojos: era el supremo placer que conmovía á una naturaleza virgen.
Cuando traté de reconocer en las mujeres que veía á las hermanas que había dejado niñas, María estaba en pie junto á mí, y velaban sus ojos anchos párpados orlados de largas pestañas. Fué su rostro el que se cubrió de más notable rubor cuando al rodar mi brazo de sus hombros, rozó con su talle; y sus ojos estaban humedecidos aún, al sonreir á mi primera expresión afectuosa, como los de un niño cuyo llanto ha acallado una caricia materna.
A las ocho fuimos al comedor, el cual estaba pintorescamente situado en la parte oriental de la casa. Desde él se veían las crestas desnudas de las montañas sobre el fondo estrellado del cielo. Las auras del desierto pasaban por el jardín recogiendo aromas para venir á juguetear con los rosales que nos rodeaban. El viento voluble dejaba oir por instantes el rumor del río. Aquella Naturaleza parecía ostentar toda la hermosura de sus noches, como para recibir á un huésped amigo.
Mi padre ocupó la cabecera de la mesa y me hizo colocar á su derecha; mi madre se sentó á la izquierda, como de costumbre; mis hermanas y los niños se situaron indistintamente, y María quedó frente á mí.
Mi padre, encanecido durante mi ausencia, me dirigía miradas de satisfacción, y sonreía con aquel su modo malicioso y dulce á un mismo tiempo, que no he visto nunca en otros labios. Mi madre hablaba poco, porque en esos momentos era más feliz que todos los que la rodeaban. Mis hermanas se empeñaban en hacerme probar las colaciones y cremas; y se sonrojaba aquella á quien yo dirigía una palabra lisonjera ó una mirada examinadora. María me ocultaba sus ojos tenazmente; pero pude admirar en ellos la brillantez y hermosura de los de las mujeres de su raza, en dos ó tres veces que, á su pesar, se encontraron de lleno con los míos; sus labios rojos, húmedos y graciosamente imperativos, me mostraron sólo un instante el arco simétrico de su linda dentadura. Llevaba, como mis hermanas, la abundante cabellera castaño-obscura arreglada en dos trenzas, sobre el nacimiento de una de las cuales se veía un clavel encarnado. Vestía un traje de muselina ligera, casi azul, del cual sólo se descubría parte del corpino y la falda, pues un pañolón de algodón fino color de púrpura, le ocultaba el seno hasta la base de su garganta de blancura mate. Al volver las trenzas á la espalda, de donde rodaban al inclinarse ella á servir, admiré el envés de sus brazos deliciosamente torneados, y sus manos cuidadas como las de una reina.
Concluida la cena, los esclavos levantaron los manteles; uno de ellos rezó el Padre nuestro, y sus amos completamos la oración.
La conversación se hizo entonces confidencial entre mis padres y yo.
María tomó en los brazos el niño que dormía en su regazo, y mis hermanas la siguieron á los aposentos: ellas la amaban mucho y se disputaban su dulce afecto. Ya en el salón, mi padre para retirarse, les besó la frente á sus hijas. Quiso mi madre que yo viera el cuarto que se me había destinado. Mis hermanas y María, menos tímidas y a, querían observar qué efecto me causaba el esmero con que estaba adornado. El cuarto quedaba en el extremo del corredor del frente de la casa: su única ventana tenía por la parte de adentro la altura de una mesa-cómoda; en aquel momento, estando abiertas las hojas y rejas, entraban por ella floridas ramas de rosales á acabar de engalanar la mesa, en donde un hermoso florero de porcelana azul contenía trabajosamente en su copa azucenas y lirios, claveles y ca mpanillas moradas del río. Las cortinas del lecho eran de gasa blanca atadas á las colum ñas con cintas anchas color de rosa, y cerca de la cabecera, por una fineza materna, estaba la Dolorosa pequeña que me había servido para mis altares cuando era niño. Algunos mapas, asientos cómodos y un hermoso juego de baño completaban el ajuar.
—¡Qué bellas flores!—exclamé al ver todas las que del jardín y del florero cubrían la mesa.
—María recordaba cuánto te agradaban—observó mi madre.
Volví los ojos para darle las gracias, y los suyos como que se esforzaban en soportar aquella vez mi mirada.
—María—dije—va á guardármelas, porque son nocivas en la pieza donde se duerme.
—¡Es verdad!—respondió;—pues las repondré mañana.
¡Qué dulce era su acento!
—¿Tantas así hay?
—Muchísimas; se repondrán todos los días..
Después que mi madre me abrazó, Emma me tendió la mano, y María, abandonándome por un instante la suya, sonrió como en la infancia me sonreía: esa sonrisa hoyuelada era la de laniña de mis amores infantiles sorprendida, en el rostro de una virgen de Rafael.
Dormí tranquilo, como cuando me adormecía en la niñez uno de los maravillosos cuentos del esclavo Pedro.
Soñé que María entraba á renovar las flores de mi mesa, y que al salir había rozado las cortinas de mi lecho con su falda de muselina vaporosa salpicada de florecillas azules.
Cuando desperté, las aves cantaban revoloteando en los follajes de los naranjos y pomarosos, y los azahares llenaron mi estancia con, su aroma tan luego como entreabrí la puerta.
La voz de María llegó entonces á mis oídos dulce y pura: era su voz de niña, pero más grave y lista ya para prestarse á todas las modulaciones de la ternura y de la pasión. la y! ¡Cuántas, veces en mis sueños un eco de ese mismo acentoha llegado después á mi alma, y mis ojos han buscado en vano aquel huerto donde la vi tan bella en aquella mañana de Agosto!
La niña, cuyas inocentes caricias habían sidotodas para mí, no sería ya la compañera de mis juegos; pero en las tardes doradas de verano estaría en los paseos, á mi lado, enmedio del grupa de mis hermanas; le ayudaría yo á cultivar susflores predilectas; en las veladas oiría su voz, me mirarían sus ojos, nos separaría un solo paso.
Luego que me hube arreglado ligeramente los vestidos, abrí la ventana y divisé á María en una de las calles del jardín, acompañada de Emma; llevaba un traje más obscuro que el de la víspera, y el pañolón color de púrpura, enlazado á la cintura, le caía en forma de banda sobre la falda; su larga cabellera, dividida en dos crenchas, le ocultaba á medias parte de la espalda y pecho; ella y mi hermana tenían descalzos los pies. Llevaba una vasija de porcelana poco más blanca que los brazos que la sostenían, la que iba llenando de rosas abiertas durante la noche, desechando por marchitas las menos húmedas y lozanas. Ella, riendo con su compañera, hundía sus mejillas, más frescas que las rosas, en el tazón rebosante. Descubrióme Emma: María lo notó, y sin volverse hacia mí, cayó de rodillas para ocultarme sus pies, desatóse del talle el pañolón y, cubriéndose con él los hombros, fingía jugar con las flores. Las hijas nubiles de los patriarcas no fueron más hermosas en las alboradas en que recogían flores para sus altares.
Pasado el almuerzo, me llamó mi madre á su costurero. Emma y María estaban bordando cerca de ella. Volvió ésta á sonrojarse cuando me presenté; recordaba tal vez la sorpresa que involuntariamente le había yo dado en la mañana.
Mi madre quería verme y oirme sin cesar.
Emma, más insinuante ya, me preguntaba mil cosas de Bogotá; me exigían que les describiera bailes espléndidos, hermosos vestidos de señora que estuvieran en uso, las más bellas mujeres que figuraran entonces en la alta sociedad. Oían sin dejar sus labores. María me miraba algunas veces al descuido, ó hacía por lo bajo observaciones á su compañera de asiento; y al ponerse en pie para acercarse á mi madre á consultar algo sobre el bordado, pude ver sus pies primorosamente calzados; su paso ligero y digno revelaba todo el orgullo, no abatido, de nuestra raza, y el seductivo recato de la virgen cristiana. Ilumináronsele los ojos cuando mi madre manifestó deseo de que yo diese á lasmuchachas algunas lecciones de gramática y geografía, materias en que no tenían sino muy escasas nociones. Convínose en que daríamos principio á las lecciones pasados seis ú ochodías, durante los cuales podría yo graduar el estado de los conocimientos de cada una.
Horas después me avisaron que el baño estaba preparado y fui á él. Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas; sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; era un baño oriental, y estaba perfumado con las flores que en la mañana había recogido María.
Habían pasado tres días cuando me convidó mi padre á visitar sus haciendas del valle, y fué preciso complacerlo; por otra parte, yo tenía Interés real á favor de sus empresas. Mi madre se empeñó vivamente por nuestro pronto regreso. Mis hermanas se entristecieron. María no me suplicó, como ellas, que regresase en la misma semana; pero me seguía incesantemente con los ojos durante los preparativos de viaje.
En mi ausencia, mi padre había mejorado sus propiedades notablemente: una costosa y bella fábrica de azúcar, muchas fanegadas de caña para abastecerla, extensas dehesas con ganado vacuno y caballar, buenos cebaderos y una lujosa casa de habitación, constituían lo más notable de sus haciendas de tierra caliente. Los esclavos, bien vestidos y contentos, hasta donde -es posible estarlo en la servidumbre, eran sumisos y afectuosos para con su amo. Hallé hombres á los que, niños años antes, me habían enseñado á poner trampas á las chilacoas y guatines en la espesura de los bosques: sus padres y ellos volvieron á verme con inequívocas señales de placer. Solamente á Pedro, el buen amigo y fiel ayo, no debía encontrar; él había derramado lá grimas al colocarme sobre el caballo el día de mi partida para Bogotá, diciendo: «amito mío, ya no te veré más.» El corazón le avisaba que moriría antes de mi regreso.
Pudo notar que mi padre, sin dejar de ser amo, daba un trato cariñoso á sus esclavos, se mostraba celoso por la buena conducta de sus esposas y acariciaba á los niños.
Una tarde, ya á puestas del sol, regresábamos de las labranzas á la fábrica mi padre, Higinio (mayordomo) y yo. Ellos hablaban de trabajos hechos y por hacer; á mí me ocupaban cosas menos serias: pensaba en los días de mi infancia. El olor peculiar de los bosques recién derribados y el de las piñuelas en sazón; la greguería de los loros en los guaduales y guayabales vecinos; el tañido lejano del cuerno de algún pastor, repetido por los montes; las castrueras de los esclavos que volvían espaciosamente délas labores con las herramientas al hombro; los arreboles vistos al través de los cañaverales movedizos, todo me recordaba las tardes en que abusando mis hermanas, María y yo de alguna licencia de mi madre, obtenida á fuerza de tenacidad, nos solazábamos recogiendo guayabas de nuestros árboles predilectos, sacando nidos de piñuelas, muchas veces con grave lesión de brazos y manos, y espiando polluelos de pericos en las cercas de los corrales.
Al encontrarnos con un grupo de esclavos, dijo mi padre á un joven negro de notable apostura:
—Conque, Bruno, ¿todo lo de tu matrimonio está arreglado para pasado mañana?
—Sí, mi amo,—le respondió quitándose el sombrero de junco y apoyándose en el manga de su pala.
—¿Quiénes son los padrinos?
—Na Dolores y flor Anselmo, si su merced quiere.
—Bueno. Remigia y tú estaréis bien confesados. ¿Compraste todo lo que necesitabas para ella y para ti con el dinero que mandé darte?
—Todo está ya, mi amo.
—¿Y nada más deseas?
—Su merced verá.
—El cuarto que te ha señalado Higinio ¿es bueno?
—Sí, mi amo.
—¡Ah! ya sé. Lo que quieres es baile.
Rióse entonces Bruno, mostrando sus dientes de blancura deslumbrante, volviendo á mirar á sus compañeros.
—Justo es; te portas muy bien. Y a sabes—agregó dirigiéndose á Higinio;—arregla eso, y que queden contentos.
—¿Y sus mercedes se van antes?—preguntó Bruno.
—No—le respondí;—nos damos por convidados.
En la madrugada del sábado próximo se casaron Bruno y Remigia. Esa noche, á las siete, montamos mi padre y yo para ir al baile, cuya música empezábamos á oir. Cuando llegamos, Julián, esclavo capitán de la cuadrilla, salió á tomarnos el estribo y á recibir nuestros cabalíos. Estaba lujoso con su vestido de domingo, y le pendía de la cintura el largo machete de guarnición plateada, insignia de su empleo. Una sala de nuestra antigua casa de habitación había sido desocupada de los enseres de labor que contenía, para hacer el baile en ella. Habíanla rodeado de tarimas; en una araña de madera suspendida de una de las vigas, daba vueltas media docena de luces; los músicos y cantores, mezcla de agregados, esclavos y manumisos, ocupaban una de las puertas. No había sino dos flautas de caña, un tambor improvisado, dos alfandoques y una pandereta; pero las finas voces de los negritos entonaban los bambucos con maestría tal, había en sus cantos tan sentida combinación de melancólicos, alegres y ligeros acordes, los versos que cantaban eran tan tiernamente sencillos, que el más culto aficionado hubiera escuchado en éxtasis aquella música semisalvaje. Penetramos en la sala con zamarros y sombreros. De los bailarines eran en ese momento Remigia y Bruno: ella con follao de boleros azules, tumbadillo de flores rojas, camisa blanca bordada de negro y gargantilla y zarcillos de cristal color de rubí, l8 ISAL:S danzaba con toda la gentileza y donaire que eran de esperarse de su talle cimbrador. Bruno, doblados sobre los hombros los paños de su ruana de hilo, calzón de vistosa manta y camisa blanca planchada y un cabi-blanco nuevo á la cintura, zapateaba con destreza admirable.
Pasada aquella mano, que así llaman los campesinos cada pieza de baile, tocaron los músicos su más hermoso bambuco, porque Julián les anunció que era para el amo. Remigia, animada por su marido y por el capitán, se resolvió al fin á bailar unos momentos con mi padre; pero entonces no se atrevía á levantar los ojos, y sus movimientos en la danza eran menos espontáneos. Al cabo de una hora nos retiramos.
Quedó mi padre satisfecho de mi atención durante la visita que hicimos á las haciendas; mas cuando le dije que en adelante deseaba participar de sus fatigas quedándome á su lado, me manifestó, casi con pesar, que se veía en el caso de sacrificar su bienestar á favor mío, cumpliéndome la promesa que me tenía hecha de tiempos atrás, de enviarme á Europa á concluir mis estudios de medicina, y que debía emprender viaj e, á más tardar dentro de cuatro meses. Al hablarme así, su fisonomía se revistió de una seriedad solemne sin afectación, que se notaba en él cuando tomaba resoluciones irrevocables. Esto pasaba la tarde en que regresábamos á la sierra. Empezaba á anochecer, que, á no haber sido así, habría notado la emoción que su negativa me causaba. El resto del camino se hizo sin que continuásemos hablando. ¡Cuan feliz hubiera yo vuelto á ver á María, si la noticia de ese viaje no se hubiese interpuesto desde aquel momento -entre mis esperanzas y ella!
¿Qué había pasado en aquellos cuatro días en el alma de María?
Iba ella á colocar una lámpara en una de las mesas del salón cuando me acerqué á saludarla; y ya había 30 extrañado no verla enmedio del grupo de la familia en la escalera donde acabábamos de desnotarnos. El temblor de su mano expuso la lámpara; y yo le presté mi ayuda, menos tranquilo de lo que creí estarlo. Parecióme ligeramente pálida, y alrededor de sus ojos había una leve sombra, imperceptible para quien la hubiese visto sin mirarla. Volvió el rostro hacia mi madre, que hablaba en ese momento, evitando así que yo pudiera examinarlo bañado por la luz que teníamos cerca: noté entonces que en el nacimiento de unas de las trenzas tenía un clavel marchito; y era sin duda el que le había yo dado la víspera de mi marcha para el Valle. La crucecillade coral esmaltado que había traído para ella, igual á las de mis hermanas, la llevaba al cuello pendiente de un cordón de pelo negro. Estuvo silenciosa, sentada en medio de las butacas que ocupábamos mi madre y yo. Como la resolución de mi padre sobre mi viaje no se apartaba de mi memoria, debí de parecerle á ella triste, pues me dijo en voz casi baja:
—¿Te ha hecho daño el viaje?
—No, María—le contesté;—pero nos hemos, asoleado y hemos andado tanto...
Iba á decirle algo más, pero el acento confidencial de su voz, la luz nueva para mí que sorprendí en sus ojos, me impidieron hacer otra cosa que mirarla, hasta que, notando que se avergonzaba de la involuntaria fijeza de mis miradas, y encontrándome examinado por una de mi padre (más temible cuando cierta sonrisa pasajera vagaba en sus labios), salí del salón con dirección á mi cuarto.
Cerré las puertas. Allí estaban las flores recogidas por ella para mí: las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos de María; báñelas con mis lágrimas... ¡Ah! ¡Los que no habéis llorado de felicidad así, llorad de desesperación, si ha pasado vuestra adolescencia, porque así tampoco volveréis á amar ya!
¡Primer amor!... Noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro á favor de la mujer querida: felici dad que comprada para un día con las lágrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios: perfume para todas las horas del porvenir: luz inextinguible del pasado: flor guardada en el alma y que no es dado marchitar á los desengaños: úni«o tesoro que no puede arrebatárnosla envidia de los hombres: delirio delicioso... inspiración del cielo... ¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!...
Cuando hizo mi padre el último viaje á las Antillas, Salomón, primo suyo á quien mucho había amado desde la niñez, acababa de perder su esposa. Muy jóvenes habían venido juntos á Sur-América; y en uno de sus viajes se enamoró mi padre de la hija de un español, intrépido capitán de navio, que, después de haber dejado el servicio por algunos años, se vio forzado en 1819 á tomar nuevamente las armas en defensa de los reyes de España, y que murió fusilado en Majagual el 20 de Mayo de 1820.
La madre de la joven que mi padre amaba exigió por condición para dársela por esposa que renunciase él á la religión judaica. Mi padre se hizo cristiano á los veinte años de edad. Su primo se aficionó en aquellos días á la religión católica, sin ceder por eso á las instancias para que también se hiciese bautizar, pues sabía que lo que hecho por mi padre, le daba la esposa que deseaba, á él le impediría ser aceptado por la mujer á quien amaba en Jamaica.
Después de algunos años de separación volvieron á verse, pues, los dos amigos. Y a era viudo Salomón. Sara, su esposa, le había dejada una niña que tenía á la sazón tres años. Mi padre lo encontró desfigurado moral y físicamente por el dolor, y entonces su nueva religión le dioconsuelos para su primo, consuelos que en vano habían buscado los parientes para salvarlo. Instd á Salomón para que le diera su hija á fin de educarla á nuestro lado; y se atrevió á proponerle que la haría cristiana. Salomón aceptó diciéndole: «Es verdad que solamente mi hija me ha impedido emprender un viaje á la India, que mejoraría mi espíritu y remediaría mi pobreza; también ha sido ella mi único consuelo después de la muerte de Sara; pero tú lo quieres, sea hija tuya. Las cristianas son dulces y buenas, y tu esposa debe ser una santa madre. Si el cristianismo da en las desgracias supremas el alivia que tú me has dado, tal vez yo haría desdichada á mi hija dejándola judía. No lo digas á nuestros parientes;pero cuando llegues á la primera costa donde se halle un sacerdote católico, hazla bautizar y que le cambie el nombre de Ester en el de María.» Esto decía el infeliz derramando muchas lágrimas.
A pocos días se daba á la vela en la bahía de Montego la goleta que debía conducir á mi padre á las costas de Nueva Granada. La ligera nave ensayaba sus blancas alas, como una garza de nuestros bosques las suyas antes de emprender un largo vuelo. Salomón entró á la habitación de mi padre, que acababa de arreglar su traje de á bordo, llevando á Ester sentada en uno de sus brazos, y pendiente del otro un cofre que contenía el equipaje de la niña: ésta, tendió los bracitos á su tío, y Salomón, poniéndola en los de su amigo, cayó sollozando sentado sobre el pequeño baúl. Aquella criatura, cuya cabeza preciosa acababa de bañar con una lluvia de lágrimas el bautismo del dolor antes que el de la religión de Jesús, era un tesoro sagrado; mi padre lo sabía bien, y no lo olvida jamás. A Salomón le fué recordada por su amigo, al saltar éste á la lancha que iba á separarlos, una promesa, y él respondió con voz ahogada: «Las oraciones de mi hija por mí, y las mías, por ella y su madre, subirán juntas á los pies del Crucificado.»
Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje, por admirar aquella niña tan, bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo: «ésta es la hija de Salomón, que él te envía.»
Durante nuestros juegos infantiles, sus labios empezaron á modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.
Habrían corrido unos seis años. Al entrar yo una tarde al cuarto de mi padre, le oí sollozar: tenía los brazos cruzados sobre la mesa, y en ellos apoyaba la frente; cerca de él mi madre lloraba, y en sus rodillas reclinaba María la cabeza, sin comprender ese dolor y casi indiferente á los lamentos de su tío: era que una carta de Kingston, recibida aquel día, daba la nueva de la muerte de Salomón. Recuerdo solamente una expresión de mi padre en aquella tarde: «si todos me van abandonando, sin que pueda recibir sus últimos adioses, ¿á qué volveré yo á mi país?» la y! ¡Sus cenizas debían descansar en tierra extraña, sin que los vientos del Océano, en cuyas playas retozó siendo niño, cuya inmensidad cruzó joven y ardiente, vengan á" barrer sobre la losa de su sepulcro las flores secas de los aromos y el polvo de los años!
Pocos eran entonces los que, conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva é inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que á mis hermanas y á mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.
Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, suelta y jugueteando sobre su cintura fina y movible; los ojos parleros; el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna: así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo as enredaderas de las ventanas de mi madre.
Á prima noche llamó Emma á mi puerta para que fuera á la mesa. Me bañé el rostro para ocultar las huellas de las lágrimas, y me mudé los vestidos para disculpar mi tardanza.
No estaba María en el comedor, y en vano imaginé que sus ocupaciones la habían hecho demorarse más de lo acostumbrado. Notando mi padre un asiento desocupado, preguntó por ella, y Emma la disculpó diciendo que desde esa tarde había tenido dolor de cabeza y que dormía ya. Procuré no mostrarme impresionado; y haciendo todo esfuerzo porque la conversación fuera amena, hablé con entusiasmo de todas las mejoras que había encontrado en las fincas que acabábamos de visitar. Pero todo fué inútil: mi padre estaba más fatigado que y o, y se retiró temprano; Emma y mi madre se levantaron para ir á acostar los niños y ver cómo estaba María, lo cual les agradecí, sin que me sorprendiera ya ese mismo sentimiento de gratitud.
Aunque Emma volvió al comedor, la sobremesa no duró largo tiempo. Felipe y Eloísa, que se habían empeñado en que tomara parte en su juego de naipes, acusaron de soñolientos misojos. Aquél había solicitado inútilmente de mi madre permiso para acompañarme al día siguiente á la montaña, por lo cual se retiró descontento.
Meditando en mi cuarto, creí adivinar la causa del sufrimiento de María. Recordé la manera cómo yo había salido del salón después de mi llegada y cómo la impresión que me hizo la voz confidencial de ella, fué motivo de que le contestara con la falta de tino propia de quien está reprimiendo una emoción. Conociendo ya el origen de su pena, habría dado mil vidas por obtener un perdón suyo; pero la duda vino á agravar la turbación de mi espíritu. Dudé del amor de María. ¿Por qué, pensaba yo, se esfuerza mi corazón en creerla sometida á este mismo martirio? Considéreme indigno de poseer tanta belleza, tanta inocencia. Écheme en cara ese orgullo que me había ofuscado hasta el punto de creerme por él objeto de su amor, siendo solamente merecedor de su cariño de hermana. En mi locura pensé con menos terror, no, con placer casi, en mi próximo viaje.
Levánteme al día siguiente cuando amanecía. Los resplandores que delineaban hacia el Oriente las cúspides de la cordillera central, doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas de las otras para alejarse y desaparecer. Las verdes pampas y selvas del valle se veían como al través de un vidrio azulado, y en medio de ellas, algunas cabanas blancas, humaredas de los montes recién quemados elevándose en espiral, y alguna vez las revueltas de un río. La cordillera de Occidente, con sus pliegues y senos, semejaba mantos de terciopelo azul obscuro suspendidos de sus centros por manos de genios velados por las nieblas. Al frente de mi ventana, los rosales y los follajes de los árboles del huerto parecían temer las primeras brisas que vendrían á derramar el rocío que brillaba en sus hojas y flores. Todo me pareció triste. Tomé la escopeta, hice una señal al cariñoso Mayo, que, sentado sobre las piernas traseras, me miraba fijamente, arrugada la frente por la excesiva atención, aguardando la primera orden; y saltando el vallado de piedra, cogí el camino de la montaña. Al internarme, la hallé fresca y temblorosa bajo las caricias de las últimas auras de la noche. Las garzas abandonaban sus dormideros, formando en su vuelo líneas ondulantes que plateaba el sol, como cintas abandonadas al capricho del viento. Bandadas numerosas de loros se levantaban de los guaduaÍes para dirigirse á los maizales vecinos; y el diostedé saludaba al día con su canto triste y monótono desde el corazón de la sierra.
Bajé á la vega montuosa del río por el mismo sendero por donde lo había hecho tantas veces seis años antes. El trueno de su raudal se iba aumentando, y poco después descubrí las corrientes, impetuosas al precipitarse en los saltos, convertidas en espumas hervidoras en ellos, cristalinas y tersas en los remansos, rodando siempre, sobre un lecho de peñascos afelpados de musgos, orlados en la ribera por iracales, heléchos y cañas de amarillos tallos, plumajes sedosos y semilleros de color púrpura.
Detúveme en la mitad del puente, formado por el huracán con un cedro corpulento, el mismo por donde había pasado en otro tiempo. Floridas parásitas colgaban de sus lamas, y campanillas azules y tornasoladas bajaban en festones desde mis pies á mecerse en las ondas. Una vegetación exuberante y altiva abovedaba á trechos el río, y al través de ella penetrabanalgunos rayos del sol naciente, como por la techumbre rota de un templo indiano abandonado. Mayo aulló cobarde en la ribera que yo acababa de dejar, y á instancias mías, se resolvióá pasar por el puente fantástico, tomando enseguida, antes que yo, el sendero que conducía á la posesión del viejo José, quien esperaba de mí aquel día el pago de su visita de bienvenida.
