¿Marido y mujer? - Michelle Douglas - E-Book
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¿Marido y mujer? E-Book

MICHELLE DOUGLAS

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Beschreibung

La química era más fuerte que nunca. La anticuaria Caroline Fielding estaba más casada con su trabajo que con su marido, Jack Pearce. Después de haber pasado cinco años separada de él, su relación debería estar más que acabada, pero Jack iba a irrumpir en su vida de nuevo, de la forma más inesperada y con la intención de pedirle el divorcio. Cara intentó ignorar a su corazón y firmar los papeles. Sin embargo, su reputación profesional estaba en juego y solo Jack, investigador privado, podía ayudarla. Trabajar juntos las veinticuatro horas del día podía ser desgarrador… pero también podía salvar su trabajo y su matrimonio.

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Seitenzahl: 187

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Michelle Douglas

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

¿Marido y mujer?, n.º 2597 - julio 2016

Título original: A Deal to Mend Their Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8654-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Caro sintió el primer hormigueo de incomodidad cuando la mirada del abogado se desvió hacia Barbara para después fijarse en los papeles que tenía delante. Debía de ser el testamento de su padre. El letrado tomó un bolígrafo y le dio varias vueltas antes de volver a ponerlo sobre la mesa. Se ajustó la corbata y se aclaró la garganta.

Incluso Barbara notó su reticencia a empezar con el procedimiento. Girándose de forma casi imperceptible, su madrastra puso una mano sobre la suya.

–Caro, cielo, si tu padre te ha desheredado…

Caro dejó escapar una risotada forzada.

–No va a ser necesario usar el condicional, Barbara.

Aquello era un hecho y ambas lo sabían. Caro solo quería acabar con ese momento desagradable lo antes posible y pasar página. Su padre estaba a punto de decirle sus últimas palabras, aunque fuera sobre el papel, y no esperaba que fueran más amables que todas las que le había dicho en vida.

–¿Señor Jenkins? –se dirigió al abogado con la sonrisa más cortés que fue capaz de esbozar–. Le agradeceríamos que empezara lo antes posible, por favor, a menos que… –frunció los labios– estemos esperando a alguien más.

–No. No viene nadie más.

El señor Jenkins sacudió la cabeza y Caro tuvo que reprimir una sonrisa al ver cómo el anciano le miraba las piernas a Barbara. Las llevaba completamente a la vista bajo aquella diminuta faldita negra. Su madrastra tenía treinta y siete años, tan solo siete años más que ella, y sin duda podía presumir de unas piernas mucho más bonitas que las que ella tendría jamás. Aunque se levantara a las seis de la mañana todos los días para ir al gimnasio y se resistiera a toda el azúcar, la mantequilla y la nata del mundo, jamás podría tener esas piernas, pero tampoco tenía intención de perderse esas delicias.

El abogado se movió.

–Sí, por supuesto, señorita Fielding. No estamos esperando a nadie.

–Por favor, me conoce de toda la vida. Si no quiere llamarme Caro, al menos llámeme Caroline, ¿no?

El abogado le lanzó una mirada de angustia y ella sonrió con dulzura.

–Estoy preparada, ¿sabe? Sé perfectamente que mi padre me ha desheredado.

No se molestó en añadir que el dinero no le importaba. Ni el señor Jenkins ni Barbara la creerían. Pero no era el dinero lo que siempre había anhelado, sino la aprobación de su padre.

Empezó a sentir un latido regular en las mejillas, pero consiguió mantener la sonrisa haciendo un esfuerzo sobrehumano.

–Le prometo que no voy a matar al mensajero.

El abogado se sentó en la que había sido la silla de su padre. Se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.

–Se equivoca, Caro.

Barbara le apretó la mano y esbozó una sonrisa radiante.

–¡Sabía que no iba a desheredarte!

El alivio y el júbilo repentino que mostraba el rostro de Barbara no tenía nada que ver con el cansancio que se reflejaba en los ojos del señor Jenkins. Unos dedos helados recorrieron la espalda de Caro. Era una premonición de algo a lo que aún no podía ponerle nombre.

El señor Jenkins volvió a colocarse las gafas y entrelazó las manos sobre el escritorio.

–No tengo ninguna carta individual que hacerles llegar, ni ningún mensaje que trasmitir, ni tampoco ninguna petición especial. Ni siquiera tengo que leer el testamento palabra por palabra.

–Entonces, si no le importa… –Barbara miró a su hijastra–. ¿Sería tan amable de darnos una idea general?

El señor Jenkins se echó hacia atrás y dejó escapar un suspiro.

–El señor Roland James Philip Fielding le ha dejado todos sus bienes, toda su riqueza y posesiones a… la señorita Caroline Elizabeth Fielding.

Caro tardó un segundo en asimilar las palabras del abogado, y entonces asió con fuerza los brazos de su silla para mitigar el violento zumbido que hacía vibrar sus oídos.

–Tiene que haber un error.

–No hay ningún error.

–Pero seguramente debe de haber alguna cláusula que diga que solo heredo si accedo a administrar la fundación de mi madre, ¿no?

Su padre había pasado veinte años diciéndole que era su deber y su responsabilidad ocuparse de la organización benéfica que había fundado en honor a su madre. Ella había pasado todos esos años negándose a hacerlo. Su padre tal vez pensara que ese era el único motivo por el que la habían traído al mundo, pero ella había seguido llevándole la contraria hasta el momento de su muerte. No se le daban bien los números y las hojas de cálculo, y tampoco tenía talento o deseo de ocuparse de interminables juntas y reuniones, y de discutir los pros y los contras de los proyectos en los que se debía invertir el dinero de la fundación. Nunca había tenido un cerebro para los negocios y tampoco tenía ganas de desarrollarlo. Además, no tenía intención de sacrificarse ante un altar del deber, y ese era el fin de la historia para ella.

–No hay ningún tipo de cláusula.

El abogado apenas era capaz de mirarla a los ojos y su cabeza no dejaba de dar vueltas… Se puso en pie. Tenía una pelota dura alojada en el pecho que le impedía respirar.

–¿Y qué pasa con Barbara?

–Me temo que no hay ninguna disposición en el testamento en relación a la señora Barbara Fielding.

Caro guardó silencio unos segundos, desconcertada. Aquello no tenía ningún sentido. Se giró hacia su madrastra. Barbara se levantó de su asiento. Estaba pálida y roja como un tomate al mismo tiempo. Los ojos le brillaban, pero no corría ni una sola lágrima por sus mejillas y, por alguna razón, eso era mucho peor que si se hubiera echado a llorar.

–¿Ni siquiera me menciona?

El abogado hizo una mueca y negó con la cabeza.

–Pero… pero yo hice todo lo que pude para hacerle feliz. ¿Nunca me quiso? –se volvió hacia Caro–. ¿Todo era una mentira?

–Ya pensaremos en algo –le prometió Caro, agarrándole la mano.

Barbara se apartó, no obstante.

–¡No vamos a hacer nada! ¡Haremos exactamente lo que dispuso tu padre!

Barbara dio media vuelta y abandonó la estancia. Caro quiso ir tras ella, pero el abogado la llamó. ¿Cómo era posible que su padre se hubiera portado tan mal con su joven esposa?

–Me temo que no hemos terminado.

Caro se quedó inmóvil y entonces se volvió, tragándose la incertidumbre repentina que la atenazaba.

–¿Ah, no?

–Su padre me dijo que le diera esto –le ofreció un sobre.

–Pero si dijo…

–Recibí instrucciones para darle esto después de la lectura del testamento, pero una vez estuviéramos solos.

Caro miró hacia la puerta. Rezando para que Barbara no fuera a cometer alguna estupidez, fue hacia el abogado y tomó el sobre. Lo abrió de inmediato y leyó la breve misiva que contenía.

–¿Sabe lo que dice aquí?

Después de un segundo de vacilación, el abogado asintió con la cabeza.

–Su padre creía que la señora Fielding le robaba. Al parecer, desaparecieron algunos objetos de valor y…

Y su padre había sacado conclusiones precipitadas. Caro dobló la carta y volvió a guardarla en el sobre.

–Puede que hayan desaparecido cosas, pero jamás pensaría que Barbara pudiera ser responsable.

El señor Jenkins apartó la mirada, pero Caro tuvo tiempo de ver la expresión de sus ojos.

–Sé lo que piensa la gente de mi padre y su esposa, señor Jenkins. Creen que Barbara es una esposa trofeo. Creen que se casó con mi padre solo por su dinero.

Y su padre tenía tanto dinero… ¿Por qué iba a dejar fuera del testamento a Barbara si el dinero le sobraba? Aunque hubiera robado alguna joya, ¿por qué le iba a negar el derecho de recibir algo en el testamento?

–Ella era mucho más joven que su padre…

Era cierto. Su padre le llevaba treinta y un años.

–Pero eso no la convierte en una ladrona, señor Jenkins. Mi padre era un hombre difícil y tuvo mucha suerte de poder tener a Barbara. Ella hizo todo lo que pudo para hacerle feliz y alegrarle la vida. Además, creo que le fue fiel durante los doce años que pasaron casados y no creo que le haya robado nada.

–Bueno, es evidente que usted la conoce mejor que yo, pero… señorita Caroline… usted siempre tiende a ver lo mejor de la gente.

Y así había sido con su propio padre. Siempre había intentado ver lo mejor de él, por mucho que le costara.

Caro ahuyentó ese pensamiento y miró al abogado a los ojos.

–Si Barbara se casó con mi padre por su dinero, entonces créame cuando le digo que se ganó cada centavo con creces.

El señor Jenkins debió de pensar que lo más prudente era guardar silencio en ese momento.

–Si mi padre me ha dejado todo su patrimonio, entonces puedo disponer de él como estime conveniente.

–Correcto.

Caro tomó una decisión. Lo vendería todo y le daría la mitad a Barbara. La mitad de la fortuna de su padre era mucho más de lo que podrían llegar a necesitar jamás.

 

 

Media hora más tarde, una vez firmó todos los papeles, Caro entró en la cocina. Dennis Paul, el mayordomo de su padre, se puso en pie de inmediato.

–Le prepararé una taza de té, señorita Caroline.

Ella le dio un beso en la mejilla y le hizo sentarse de nuevo.

–Yo prepararé el té, Paul –él insistía en que le llamara Paul en vez de Dennis–. Por favor, dime que hay tarta.

–Hay un pastel de sirope de naranja en el fondo de la alacena.

Bebieron el té y tomaron la tarta en silencio durante un buen rato. Paul llevaba toda la vida trabajando para su padre. Más bien era como un tío postizo para ella y no un simple empleado.

–¿Se encuentra bien, señorita Caroline?

–Puedes llamarme Caro, ¿sabes?

Era la vieja discusión de siempre.

–Para mí siempre será la señorita Caroline –el mayordomo esbozó una sonrisa–. Aunque haya crecido, se haya casado y sea la directora de esa casa de subastas suya.

Su expresión se volvió triste.

–Lo siento. No quería mencionar lo de su matrimonio. Ha sido una torpeza por mi parte.

Caro se encogió de hombros y trató de fingir que la palabra «matrimonio» no seguía quemándola por dentro cada vez que la oía. Jack y ella llevaban cinco años separados y la palabra era muy poco acertada para describir su situación, aunque técnicamente fuera cierto.

Caro trató de concentrarse en otra cosa.

–No es mía la casa de subastas, Paul. Solo trabajo ahí.

Respiró profundamente y dejó de mover el tenedor sobre el plato.

–Mi padre me lo ha dejado todo, Paul. Todo.

Paul se quedó boquiabierto y la miró con una cara de absoluta estupefacción.

–Bueno, yo…

Su sorpresa resultaba reconfortante. Al menos no era la única persona que se había sorprendido enormemente ante el giro que habían dado los acontecimientos. No era un secreto para nadie que la relación que había mantenido con su padre siempre había sido… difícil.

El mayordomo se puso erguido.

–Oh, es una muy buena noticia, señorita Caroline, por muchos motivos.

Le dedicó una sonrisa radiante y se tocó el pecho, justo a la altura del corazón.

–Creo que tengo algo que confesarle. He tomado algunas cosas… cosas de valor, pero nada que su padre pudiera echar de menos. Simplemente pensé que… bueno, pensé que podría necesitarlas.

Caro no daba crédito. Paul había resultado ser el ladrón. Cerró los ojos y trató de contener el escalofrío que la recorría por dentro.

–Paul, ¡podrías haber ido a la cárcel si mi padre hubiera llegado a enterarse!

–Ahora ya no tiene importancia, ¿no? Quiero decir que… ahora que lo ha heredado todo, no tengo que ingeniármelas para hacerle llegar esos objetos. Son legalmente suyos –su sonrisa se desvaneció–. ¿Está enojada conmigo?

¿Cómo iba a estarlo? Nadie se había arriesgado tanto por ella jamás.

–No… Es solo que me he asustado ante lo que podría haber pasado.

–Bueno, ya no tiene que preocuparse por esas cosas.

–Lo justo es que divida el patrimonio y le dé la mitad a Barbara.

Un escalofrío recorrió a Paul.

–¿Eso quiere decir que va a vender la vieja mansión? –le preguntó, mirando a su alrededor con tristeza.

Caro se preguntó para qué necesitaba una mansión en Mayfair, pero no lo dijo en alto. Esa casa había sido el hogar de Paul durante más de treinta años.

De repente se dio cuenta de que su padre tampoco había tenido en cuenta al mayordomo en el testamento, así que también debía ocuparse de eso.

–No sé, Paul… pero ya se nos ocurrirá algo. No voy a dejarte en la calle. Te lo prometo. Confía en mí. Barbara, tú y yo somos… familia.

El mayordomo soltó el aliento bruscamente.

–Una familia rara.

Ella abrió la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato. Asintió con la cabeza. No había escuchado una verdad tan grande en toda su vida.

–¿Se va a quedar esta noche, señorita Caro?

Caro logró esbozar una sonrisa.

–Sí. Creo que será mejor.

Aunque tuviera alquilado un pequeño apartamento de una habitación en Southwark, tenía su propio dormitorio en la mansión de Mayfair.

–Con un poco de suerte, Barbara… Bueno, espero poder hablar con ella.

 

 

–La señora Fielding no quiere desayunar con usted –le dijo Paul a la mañana siguiente en un tono sombrío.

Caro soltó el aliento mientras se servía el café. Barbara no había querido hablar con ella la noche anterior. Había intentado hablar desde el otro lado de la puerta, pero se había rendido al ver que ponía música a todo volumen.

–Pero sí le gustará saber que sí se levantó en algún momento durante la noche para prepararse algo de comer.

Al menos eso era mejor que nada.

–¡Oh, señorita Caroline! Tiene que comer algo antes de irse al trabajo –exclamó el mayordomo al verla ponerse en pie.

–Estoy bien, Paul. Te lo prometo.

En algún momento iba a recuperar el apetito, y si Paul le ofrecía un trozo de bizcocho para desayunar…

«Deja de pensar en el bizcocho», se dijo a sí misma.

–Hoy Freddie Soames va a tener el privilegio de poder ver y examinar una tabaquera única –la había guardado en la caja fuerte de su padre antes de la lectura del testamento el día anterior–. Después de ver a Soames me voy a tomar el resto del día libre y veré si Barbara quiere hablar conmigo.

Como directora de Vertu, la división de objetos de plata y artes decorativas de Richardson’s, una de las casa de subastas más prestigiosas de Londres, tenía cierta flexibilidad en sus horarios de trabajo.

Miró a Paul por encima del hombro y este la siguió hasta el estudio de su padre, que ya se había convertido en el suyo propio.

–Por favor, no le quites ojo a Barbara esta mañana.

–Como desee.

Caro reprimió una sonrisa mientras introducía el código de la caja fuerte. Barbara había dejado de caerle bien al mayordomo en cuanto la había visto meter en un armario el retrato de la primera señora Fielding.

–Sí, así lo deseo.

La puerta de la caja fuerte se abrió. Caro parpadeó, aguzó la mirada y deslizó la mano sobre el espacio vacío.

Su corazón comenzó a latir con violencia.

–Paul, por favor, dime que estoy alucinando –su tono de voz ganó intensidad–. Por favor, dime que la caja fuerte no está vacía.

El mayordomo pasó por su lado y miró dentro.

–¡Por todos los cielos! –asió la puerta de la caja fuerte–. ¿Cree que alguien ha entrado a robar?

Algo brilló en el suelo junto a sus pies. Caro se inclinó y recogió el objeto. Era un pendiente de diamantes.

De repente comprendió lo que había pasado. Paul parecía haber llegado a la misma conclusión.

–Barbara.

–La señora Fielding –dijo el anciano al mismo tiempo.

–Muy bien.

–Seguramente andaba detrás de esas joyas.

–Bueno, pues que se las quede, Paul. Son suyas. Mi padre me dio las joyas de mi madre cuando cumplí los veintiún años.

El mayordomo carraspeó.

–Pero sí necesito recuperar esa tabaquera, enseguida.

Corrió hacia el dormitorio de Barbara, situado en el primer piso. Paul fue tras ella.

–¿Barbara? –dijo, llamando a la puerta.

–Ahora no, Caro. Por favor, déjame en paz.

–No te voy a robar más que unos segundos –Caro tragó con dificultad–. Es que han desaparecido unas cosas de la caja fuerte.

–¡Esas joyas son mías!

La puerta se abrió de golpe. Barbara tenía los ojos rojos de tanto llorar.

–¿Me estás acusando de haber robado algo? ¿Me estás llamando ladrona?

–Claro que no. Barbara, esas joyas son tuyas. No estoy hablando de las joyas. Ayer metí algo en la caja fuerte. Era una tabaquera de plata de este tamaño –abrió las manos para indicarle el tamaño–. Tengo que enseñársela a un posible comprador dentro de una hora.

Barbara dio un golpe de melena.

–Yo no vi nada parecido y, desde luego, no lo tomé.

–No estoy diciendo que lo hayas tomado, pero es posible que esté entre las joyas, por accidente –cruzó los dedos detrás de la espalda–. De verdad espero que esté entre las joyas. ¿Podrías mirar, por favor?

Barbara abrió la puerta de par en par y señaló la cama haciendo un gesto melodramático.

–Mira tú misma. Eso es todo lo que tomé de la caja.

La cama estaba intacta, como si nadie hubiera dormido en ella. Caro entró en la habitación de manera tentativa y miró los objetos que estaban sobre la cama. Había un collar de diamantes, otro de perlas, un colgante de zafiros y unos cuantos pendientes y broches, pero la tabaquera no estaba allí. El corazón se le subió hasta la garganta.

–No está aquí –dijo Paul, inclinándose para examinar los objetos.

Caro hizo un esfuerzo para mantener la calma.

–Si… no encuentro esa tabaquera… voy a perder mi trabajo.

Barbara vació su bolso sobre la cama y entonces apoyó las manos en las caderas.

–Te lo vuelvo a decir una vez más… ¡No me llevé tu maldita tabaquera! ¿Quieres revisar la habitación completa?

Caro guardó silencio. No podía hacer tal cosa. De repente reparó en una pequeña fotografía de su madre que estaba entre las cosas del bolso. Un dolor muy profundo se propagó por su pecho. ¿Cómo era posible que su padre hubiera podido portarse tan mal con Barbara? Podía entender la rabia y la decepción que sentía su madrastra en ese momento, pero ella jamás hubiera hecho nada que pudiera herirla.

–¿Anoche no dormiste, Barbara?

Barbara señaló el diván.

–No quería dormir en la cama que compartía con…

Caro le agarró las manos.

–Él te amaba.

–No te creo, no después de lo de ayer.

–Tengo intención de dividir el patrimonio, mitad y mitad.

–No es eso lo que él quería.

–Él era un tonto.

–No deberías hablar así de él –Barbara retiró las manos–. Si has terminado…

–¿Vas a cenar conmigo esta noche? Por favor…

–Si digo que sí, ¿me dejarás en paz hasta entonces?

–Por supuesto.

–Sí.

Caro y Paul regresaron al estudio para buscar en toda la estancia, por si la tabaquera se había caído al suelo mientras Barbara sacaba las joyas de la caja fuerte. No encontraron nada, no obstante, ni siquiera la pareja de ese pendiente de diamantes.

–No lo habrás tomado tú, Paul, ¿no?

–No, señorita Caroline.

–Lo siento. Solo quería asegurarme, como…

–No hay problema, señorita Caroline.

El mayordomo arrugó los labios.

–Ella se lo llevó, ¿sabe? Todavía no las tengo todas conmigo respecto a la señora Fielding. No creo que sea una buena persona. Una vez la vi meter un retrato de su madre en un armario.

Caro soltó el aliento.

–Bueno… a mí me cae bien.

–¿Qué va a hacer?

Caro necesitaba tiempo. Sacó el teléfono del bolso y llamó a su asistente personal.

–Melanie, me ha surgido una emergencia familiar. ¿Podrías llamar al señor Soames, por favor, y posponer mi reunión con él para el final de esta semana?

Su secretaria volvió a llamarla en cuestión de minutos.

–El señor Soames se marcha a Japón mañana. Regresa el jueves de la semana siguiente. Me ha pedido que te pregunte si puedes reunirte con él el viernes de esa semana a las diez.

–Perfecto. Lo anoto en mi agenda.

Faltaban diez días para ese viernes. Tenía diez días para resolver el problema de la tabaquera.

Agarró el bolso y se dirigió hacia la puerta. Paul aún seguía tras ella.

–¿Qué va a hacer, señorita Caroline?

Caroline estuvo a punto de suplicarle que no fuera tan formal con ella.

–Tengo que volver a mi apartamento para recoger unas cuantas cosas. Después me pasaré por el trabajo para recoger mi agenda y pediré unos días libres. Regresaré entonces. Me voy a quedar durante un tiempo.

–Muy bien, señorita Caroline.

Ya en el vestíbulo, Caroline se volvió hacia Paul. De repente sus ojos se detuvieron sobre una foto que estaba sobre una de las mesas.

Era una foto de Jack y de ella.

Durante una fracción de segundo el aliento se le quedó atascado en la garganta. Señaló con el dedo.

–¿Por qué?

Paul entrelazó las manos detrás de la espalda.

–Esta casa es suya, señorita Caroline. Lo lógico es que tenga todas sus cosas aquí.

Caroline sintió una presión repentina en el pecho, tanto que le costó respirar.

–Sí, a lo mejor… Pero… esa foto no, Paul.

–Siempre me cayó bien el señor Jack.

–Y a mí.

Pero Jack siempre había querido ser su dueño, tal y como quería su padre. Y, al igual que su padre, Jack se había vuelto frío y distante cuando se había negado a hacer su voluntad. Y entonces la había dejado.