Marionetas - Alex Pheby - E-Book

Marionetas E-Book

Alex Pheby

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Beschreibung

Schreber quiere volver a casa pero no puede. Las calles, las casas, todo desaparece, en su lugar solo ve figuras planas, falsas representaciones, y en quienes lo rodean no ve más que a indignos juguetes de un Dios Inferior. Paralizado por una enfermedad que no entiende, y que la mayoría del tiempo ni siquiera sabe que padece, no está en condiciones de enfrentar lo peor, pero lo peor le sigue sucediendo. Su familia se desintegra y los fantasmas del pasado lo atormentan. Pronto se encontrará atrapado en una institución que no sabe bien qué hacer con él, exigiendo ‒¿como un loco, con derecho?‒ ser enviado a casa o ser curado. Basada en la historia de Daniel Paul Schreber, prominente juez alemán de finales del siglo XIX y principios del XX, y uno de los casos de psicosis más famosos de la historia, estudiado por Freud y Lacan, Marionetas explora las profundidades de una mente perturbada en su intento por no confundir lo inconsciente con lo real, en esos días en que comenzaban a aflorar las raíces de los grandes males del siglo XX, la estructura psicológica del fascismo, el cáncer del antisemitismo y el abuso del poder institucional. Una novela luminosa y trágica, intensa y poética, sobre lo que significa ser humano. "Si Marionetas es una neuronovela, entonces podría decirse que es la mejor neuronovela que se haya escrito […] Aunque trasciende cualquier categoría. Es simplemente una magnífica novela a secas, kafkiana en su fluidez pesadillesca y una demostración poderosa de la afirmación de Kant de que 'El loco es un soñador despierto'" (Literary Review).  "Marionetas es sin duda inteligente, pero también maravillosamente sorprendente y vívida, algo nuevo" (The New York Times). "Una voz en tercera persona pero muy cercana sitúa a Marionetas en un lugar inquietante […] En la realidad que Schreber vivió, los enfermos mentales eran juguetes del 'bien', los niños eran juguetes de los adultos, y las minorías eran juguetes del Estado. […] Pheby lo ilustra con compasión y sutileza; la posición híbrida del libro entre lo histórico y lo ficticio lo hace aún más potente" (The New York Times Book Review).

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Sobre Marionetas

Schreber quiere volver a casa pero no puede. Las calles, las casas, todo desaparece, en su lugar solo ve figuras planas, falsas representaciones, y en quienes lo rodean no ve más que a indignos juguetes de un Dios Inferior. Paralizado por una enfermedad que no entiende, y que la mayoría del tiempo ni siquiera sabe que padece, no está en condiciones de enfrentar lo peor, pero lo peor le sigue sucediendo. Su familia se desintegra y los fantasmas del pasado lo atormentan. Pronto se encontrará atrapado en una institución que no sabe bien qué hacer con él, exigiendo ‒¿como un loco, con derecho?‒ ser enviado a casa o ser curado.

Basada en la historia de Daniel Paul Schreber, prominente juez alemán de finales del siglo xix y principios del xx, y uno de los casos de psicosis más famosos de la historia, estudiado por Freud y Lacan, Marionetas explora las profundidades de una mente perturbada en su intento por no confundir lo inconsciente con lo real, en esos días en que comenzaban a aflorar las raíces de los grandes males del siglo xx, la estructura psicológica del fascismo, el cáncer del antisemitismo y el abuso del poder institucional.

Una novela luminosa y trágica, intensa y poética, sobre lo que significa ser humano.

Alex Pheby

Nació en Essex, Inglaterra, en 1970. Actualmente vive en Londres. Es director de Escritura creativa en la Universidad de Greenwich. Además de Marionetas (2015), es autor de las novelas Grace (2009) y Lucia (2019), por la cual acaba de recibir el prestigioso Republic Of Conciousness Prize For Small Presses, que celebra la ficción publicada por editoriales independientes.

COMPAÑÍA NAVIERA ILIMITADA es una editorial que apuesta por la buena literatura, por las buenas historias bien contadas. Con la convicción de que los libros nos vuelven mejores y nos ayudan a soñar, a ver el mundo, y todos los mundos dentro de él, de otra manera. A pensar que un mundo diferente es posible.

Los autores, editores, diseñadores, traductores, correctores, diagramadores, programadores, imprenteros, comerciales, administrativos y todos los demás que de alguna manera colaboramos para que los libros de Naviera lleguen a los lectores de la mejor forma ponemos mucho trabajo y amor.

Tu apoyo es imprescindible.

Seamos compañeros de viaje.

Marionetas

Alex Pheby

Traducción de Martín Gambarotta

Pheby, Alex

Marionetas / Alex Pheby.

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Compañía Naviera Ilimitada, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Martín Gambarotta.

ISBN 978-987-46827-9-6

1. Literatura Inglesa. 2. Novelas. I. Gambarotta, Martín, trad. II. Título.

CDD 823

Título original: Playthings

© Alex Pheby, 2015

© Compañía Naviera Ilimitada editores, 2019, 2022

© Martín Gambarotta, de la traducción (revisión de Francisco Almeida), 2019

Diseño de tapa: Santiago Palazzesi / gostostudio.com

Primera edición impresa: marzo de 2019

Primera edición digital: abril de 2023

ISBN de edición impresa: 978-987-46827-4-1

ISBN de edición digital: 978-987-46827-9-6

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito del editor.

Compañía Naviera Ilimitada editores

Pje. Enrique Santos Discépolo 1862, 2º A

(C1051AAB), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

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Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

Para Emma

Perturbado por una enfermedad inesperada, el ya retirado Senatspräsident de la Corte Suprema de Sajonia, Daniel Paul Schreber, último del gran linaje de los Schreber, experimenta el retorno de sentimientos y pensamientos que por mucho tiempo mantuvo a raya.

I

Cayó carbón por el vertedero y un rastro de negrura escapó escaleras arriba, hacia el pasillo. Schreber se detuvo. Enmarcado por el arco que daba a la sala de estar, tragó saliva y respiró hondo. Nada de qué preocuparse. En realidad, todo lo contrario. Un polvillo de carbón que se mezclaba con el aroma de las flores recién cortadas. La correspondencia dispuesta en abanico sobre la mesa del pasillo. Luz tenue. La niebla opaca de la grasa de panceta cocida más allá de la transparencia, hasta quedar humeante y chisporroteante. Cosas simples.

Desde la cocina, escaleras abajo, llegaron los crujidos y chas­quidos de una sartén caliente que dejaban caer sobre una mesada. Perfectamente normal.

Se enderezó.

—¡Sabine! —gritó Schreber—. ¿Sabchen?

Nada.

Volvió sobre sus pasos y se asomó por la puerta que llevaba hacia abajo.

—¡Cocinera! Querida mujer, ¿es tan importante?

La cocinera respondió con su habitual aire de agraviada, articulando con claridad solo la mitad de las palabras para que debiera adivinarse la otra mitad. Algo acerca del almuerzo, el club, una promesa. Muy bien…

—¡Sabine! ¡Te busca la cocinera!

Nada.

¿Estaría dormida?

Nada.

Olfateó y fue por el pasillo hasta la puerta de la sala, que permanecía cerrada.

No se oía a Sabine dentro. ¿No debería estar tarareando una canción? ¿O silbando? No se oía ni una cosa ni la otra. Tampoco sus ronquidos quedos. Giró la cabeza para acercar la oreja a la puerta y prestó atención.

Pasaron treinta segundos.

Nada.

La cocinera maldijo: una cacerola díscola rebosaba de caldo hirviente. Junto al salón solo había silencio.

¿Debería abrir la puerta y entrar?

Se alisó el chaleco.

De acuerdo con algunos de sus conocidos, el dueño de casa tenía el derecho de entrar en cualquier habitación que quisiera. Sin embargo, otros —en especial los casados— sostenían que si a los maridos se les permitía andar por cualquier parte del hogar era solo a regañadientes, y que no debían osar entrar en una sala que sospecharan ocupada únicamente por su esposa, pues si esta no se encontraba ya en compañía de su marido, muy probablemente se debiera a que no quería estarlo.

Se volvió, tosió y escuchó otra vez.

Nada.

En la pared que tenía enfrente había un retrato de su abuelo. Estaba pintado en tonos marrones y verdes y rojos apagados, deslucido por los años que llevaba colgado, gastado por el sol, casi perdido entre la mescolanza de naturalezas muertas y carteles teatrales. El abuelo se hallaba de pie, con una mano en el bolsillo del pecho y la otra apoyada en su escritorio. Schreber extendió la mano y limpió una línea de polvo en el marco del cuadro. Pobre abuelo.

Lamió una punta de su pañuelo y la pasó con cuidado por la madera dorada. Cuando terminó volvió a mirar al anciano. Parecía haberse refugiado en el fondo del cuadro, dentro de la pared, como si el marco dorado y la grasa de panceta y el polvillo de carbón ofendieran su recato. A los pies del anciano estaba el padre de Schreber.

Schreber alzó el mentón y olfateó. Un tic. Un observador tal vez lo recordara de cuando Schreber iba de su despacho a la sala del tribunal, o incluso de antes, cuando lo llevaban ante su padre en pantalones cortos, almidonados, con el dorso de las orejas coloradas de tanto lavarse y ardidas por el jabón.

—¡Sabine! ¿Te has vuelto sorda, cariño? Te necesitan.

Nada.

¿Debería arriesgarse? ¿Sabiendo exactamente cuál sería su respuesta si estaba ocupada?

Suspiró y tosió sin moverse.

Junto a su abuelo colgaba en la pared el padre de Sabine, Herr Behr, un tipo de hombre completamente distinto: de cara redonda y sonriente. Exuberante. Extravagante. Hasta en un aguafuerte desprendía un aire de vitalidad y energía. Era un aviso de un teatro de aquella misma ciudad, Dresde, para Das Gefängnis, y él, el actor principal, estaba de pie con la boca abierta, cantando. ¿Un poco ridículo? Tal vez.

Schreber le dio la espalda y ahí estaba otra vez el picaporte de la puerta.

—Sabchen —dijo.

¿Qué estaría haciendo allí dentro?

Sintió un hormigueo en la nuca. Se le nubló la vista.

Cansancio.

Nada más.

Era un día normal, como cualquier otro.

Estaría tomando el té y ocupándose de sus asuntos, como antes él de los suyos, ambos distraídos por las obligaciones del día, los preparativos para la fiesta, las noticias. Si la cocinera necesitaba algo, ¿qué más daba? ¡Siempre tan exigente! ¿No era su deber atenderlos a ellos? ¡Cualquiera creería que era al revés! No debería pensar en molestar a Sabine por el pedido de aquella mujer. La encontraría dentro perfectamente bien, y ella se irritaría con él. Era insensible y desconsiderado. Ella se lo había dicho muchas veces, ¿y encima venía a molestarla? ¡Qué tontería! Sabine tendría cientos de cosas sobre la mesa —tarjetas, servilletas y servilleteros de hueso— y estaría tan absorta tomando decisiones sobre esto y lo otro —cosas que escapaban a la comprensión de los maridos— que esperar una respuesta, incluso si lo escuchaba, era ridículo. ¡Una necedad absoluta! Si girara el picaporte y abriera la puerta, la vería de pie, inclinada sobre la mesa como un general, moviendo sus tropas por el mapa. Cuando él la llamara por su nombre, se daría vuelta para mirarlo y tendría la mandíbula apretada y el ceño fruncido. Sí. Se vería obligado a disculparse.

Pero ¿por qué había tanto silencio?

—¡Sabine!

Nada.

Hizo ademán de girar el picaporte, pero, cuando intentó hacerlo, su mano aferró el metal con tanta fuerza que se le marcaron los nudillos, como si quisieran atravesarle la piel.

¿Y si…? Contuvo la idea, soltó el picaporte y se llevó la mano a la cintura, luego al chaleco, y alisó la curva firme y redonda que el paso de los años y la buena mano de la cocinera para la pastelería habían formado entre ellos. ¡No seas un viejo tonto! Era un día común. ¡Calma! Muy poco sueño y demasiada leche en el desayuno. No había nada que temer en este sitio. Su hogar. ¿No lo había constatado mil veces todos los días? Pestañeó y resopló y alisó y para cuando quiso acordarse su mano avanzaba de nuevo por el aire, hacia el picaporte.

—¡Sabine! ¿Qué estás haciendo, querida?

¿Qué más daba que los ruidos de la calle no fuesen convincentes, que parecieran teatrales? ¿Qué más daba que las paredes parecieran delgadas, construidas con yeso de París? ¿No estaba también el periódico junto a la correspondencia? ¿No estaba Bülow, al que se habían llevado inconsciente del Reichtag? ¿Las veinte invitaciones de más que la muchacha había encargado neciamente a la imprenta, inútiles salvo para tomar notas, pues fecha y hora estaban clarísimas al frente? ¿No estaban las cosas en su lugar? ¿Las flores? ¿Los telegramas de las amigas de Sabine, aceptando la invitación? Si los cuadros estaban arreglados de una manera u otra, ¿qué más daba? Oía a la cocinera ocupada abajo. Oía su irritación en los golpes y estruendos de las sartenes. ¿No compensaba eso lo extraña que era la situación? ¡Claro que sí!

Resopló y pestañeó y se enderezó y buscó el picaporte.

—¡Disculpe! —dijo una voz detrás de él.

Schreber saltó como picado por una avispa.

Era la cocinera. Una mujer baja y gorda con grandes manos rojas como las de un ferretero, que hacía muecas y miraba de soslayo al hablar.

—No quiero molestarlo, señor —dijo.

—¿Qué es ese ruido?

—¿A qué se refiere, señor?

—En la cocina. Si usted está aquí arriba, ¿qué es ese ruido abajo?

Por un momento, la cocinera no dijo nada. Se quedó mirándolo por el rabillo del ojo. ¿Buscaba algo? ¿Había detectado señales de alarma? ¿Podía ver lo que él solo presentía, las sensaciones siniestras que se cernían sobre la casa? ¿O era simplemente lerda, como tantas mujeres de su tipo?

Al final, la cocinera respondió.

—Es la muchacha, señor. Sarah.

Por supuesto. Schreber asintió despacio y, cuando vio la suspicacia en la expresión de la cocinera, hizo todo lo posible por sonreír.

—Por supuesto… la muchacha. Qué ruidosa, ¿no? Pues bien, usted dirá…

La cocinera se miró los pies.

—Lo siento mucho, señor, pero lo cierto es que necesito que me den una confirmación lo antes posible: ¿usted y la señora almuerzan aquí o van a comer afuera? No quiero insistir, pero es que la señora no respondió a mis consultas anteriores, así que, en fin, no sé a quién más preguntarle.

A lo largo de muchos años de ansiedad y servicio, la cocinera se había frotado el frente del delantal de lino hasta dejarlo liso y brilloso, y eso hacía ahora. Schreber se quedó mirándola con una sonrisa, sin hablar, hasta que ella le devolvió la mirada: Sabine habría pensado que lo hacía con un poco de imprudencia, una muestra de descaro y hosquedad provocada por la actitud demasiado amable que adoptaba su marido ante los empleados. Demasiado complaciente. Demasiado culposa. Pero, si el señor tenía sus peculiaridades, no era asunto de ellos.

Schreber no podía imaginar qué decirle a la mujer. Tiró de los puños de su camisa hasta que asomaron la medida justa por las mangas del saco. Tragó saliva. Se pellizcó con el pulgar y el índice de la mano derecha el centro exacto de los bigotes y luego separó dedo y pulgar, alisándolos. La cocinera esperaba y se frotaba el delantal y miraba escaleras abajo en dirección a la cocina cada pocos segundos, cada vez que el ruido de una tapa o un olor a quemado capturaban su atención. Schreber tosió y resopló y se enderezó.

—Sí, tiene usted razón, almorzaremos aquí, gracias —dijo. Eso debería haber sido todo, pero la tonta mujer continuó.

—Muy bien, señor… es solo que la señora dijo que me lo iba a hacer saber esta mañana, para encargar las cosas y tener tiempo de preparar y demás, pero al final no me dijo nada, y me dio a entender que a lo mejor usted almorzaba en el club, así que habrá que arreglarse con carne fría y pan porque tengo el horno repleto con lo de esta noche, vio, para los invitados. ¿Le parece aceptable el pollo de ayer? Es que el cordero se echó a perder por el calor de la estufa, porque tuve que dejarla encendida anoche para arrancar temprano, vio, porque estamos solas yo y la muchacha, y usted no quiso que trajera a mi hermana como le había pedido.

Schreber hizo un movimiento de cabeza que no negaba ni asentía, y que no hubiera podido explicar ni obligado. Al principio, la cocinera vaciló y se quedó mirándolo, pero al cabo de un momento, cuando sus palabras se disolvieron en la nada, y el gesto de Schreber empezó a borrarse en su memoria, pareció satisfecha y dio media vuelta y regresó abajo.

Schreber dejó caer los hombros.

—¿Sabine?

Nada.

Una vez, Schreber había ido a la cocina por un recado y había encontrado a la cocinera de rodillas fregando las baldosas del piso. Sus faldas se habían levantado por detrás y se le veía una de las piernas, casi hasta la rodilla. Schreber sabía que no debía aprovecharse de su desarreglo, pero no pudo evitar mirar. En su piel serpenteaban venas azules que nacían cerca de sus tobillos. Cada vena tenía el espesor del dedo de un niño y crecían y se enroscaban bajo las faldas.

Como muchas veces, Schreber recordó esas serpientes azules mientras seguía parado afuera de la sala, con una mano en el picaporte. Un ruido, un zumbido, entró en su cabeza como convocado por la memoria, y con él un pensamiento: que la cocinera era madre y que había dado a luz a muchos niños. Esas eran las marcas legítimas que llevaban las mujeres como ella. Pero no se oía nada. ¿Una pequeña trampa? Descartó la idea y pensó en otra cosa: su pipa, antes de dormir, encendida y tibia en la palma de su mano. El cobre frío del picaporte. Algo sólido. Una defensa contra su vieja enfermedad, contra los sueños de maternidad y muerte y el devenir de las cosas. De Dios y las mujeres. Pensamientos uterinos. Posó la mano en el picaporte y abrió la puerta.

La habitación —la parte visible— estaba como siempre: la ventana en saliente con un banco, la amplia mesa de madera de cerezo con un arreglo de jacintos en un jarrón azul y blanco. La cómoda espejada y los cristales. Los adornos de su amada esposa, comprados en pequeñas tiendas en las callejuelas de cientos de pueblos sajones durante cientos de alegres excursiones y atesorados aquí: perros de porcelana, molinos de vidrio perfectamente diminutos, siluetas y camafeos. Era la habitación de Sabine. Incluso Fridoline tenía prohibido entrar aquí, y la criada no podía pasar ni siquiera el plumero. Aquí, Sabine se encerraba a tocar el piano con tranquilidad, o ensayaba la letra de obras teatrales que nunca volvería a interpretar. Aquí, se inclinaba para hablar en susurros con sus amigas chillonas que siempre sabían, al parecer, cuándo Schreber pisaba el pasillo, pues el volumen de sus conversaciones descendía mientras cambiaban de tema, para hablar de asuntos sin importancia.

Todo era como siempre.

Un poco diferente…

No había sonido alguno, salvo el que se colaba por la ventana. Nadie tocaba una opereta en el piano con una mano mientras la otra volteaba las páginas. No se oía el crujir de flores secas al salirse de los libros de papel amarillento sujetados con una prensa. Solo un hombre afuera y su caballo. Gritando órdenes que se ignoraban. El reticente golpeteo de las herraduras contra los adoquines de la calle.

Con dos pasos firmes, las piernas rectas, Schreber entró en la habitación y, cuando asimiló la escena, vio a Sabine en el suelo con la cabeza junto a una mesita. Sus piernas estaban dispuestas como si corriera, aun estando quieta.

Schreber no se movió. Al contrario, se quedó mirándola e inclinó la cabeza hacia un lado, como haría un perro. De ese modo intentaba comprender qué veía. Resopló y tosió y se enderezó.

Sabine yacía ahí, con las faldas subidas, como una bailarina de cancán que las hubiera levantado de una patada. Tenía los brazos extendidos, las manos ávidas, como si buscara algo en el suelo. Trataba de alcanzar su collar: el prendedor de esmeralda de su abuela. Él lo había llevado al joyero, un eslavo, que aun así tenía buena reputación, y que había sido de lo más atento. Primero había engarzado la joya en una cadena de oro con grandes eslabones llamativos y luego en una más pequeña de plata, ambas con el mismo broche, de manera que se podía llevar prendido al pecho y, también, si así se deseaba, en torno al cuello. El mecanismo no impedía prenderlo en el pecho, ni dejar que colgara recto como un dije, y todo por un precio muy razonable. Había sido un regalo de aniversario, entre otros, un símbolo de su amor y aprecio por el matrimonio, aunque desgraciadamente sin hijos. Ella cargaba con la incompetencia, seis veces había fallado, pero aun así la amaba. La amaba a pesar de sus malhumores, ¡sabiéndose mucho peor! Mandó arreglar el prendedor como una muestra de aprecio, por las penas y dolores de su mujer y por las preocupaciones que él le había hecho pasar. Lo había encontrado en una caja de cosas olvidadas y arrumbadas. Ella nunca preguntó por las circunstancias en que había vuelto a descubrirlo, y a él le pareció más considerado omitir los detalles. Lo importante, en cualquier caso, era que había encontrado el broche y que lo había hecho modificar, sabiendo que su esposa prefería las joyas colgantes a las demás. Cuando se lo dio, ella lloró como pocas veces la había visto hacerlo, porque le había sido devuelto y por la bondad que él había mostrado.

Ahora, el prendedor yacía en el suelo delante de ella. Sabine tenía la boca abierta, al igual que los ojos, y, al mirarla más de cerca, Schreber notó que, aunque tendida en el piso, estaba consciente. Parpadeaba y hacía pequeños movimientos: temblores de las manos y las piernas. Se le tensaban y aflojaban los labios.

Finalmente, Schreber se adelantó, se arrodilló frente a ella y le posó la mano suavemente sobre la mejilla.

Dijo:

—Mi amor… —por mucho que esperó, ella no respondió.

Hubo un grito.

La cocinera otra vez, ahora en la puerta, con un plato tapado en las manos, el de los dibujos de frutas: ciruelas, manzanas y frutos del bosque. El plato se le cayó, estalló en el suelo y desparramó un cadáver de pollo entre los fragmentos. En lugar de limpiar el desastre, la tonta se quedó mirando, cubriéndose la boca ancha y muda con una mano. Entonces, otra mujer, una muchacha —lacriada—, entró corriendo a ver qué era todo ese revuelo. Esta muchacha —una chica lista, gorda y vivaz— de inmediato supo qué debía hacerse allí donde sus mayores permanecían inmóviles como estatuas.

—Voy a buscar al doctor, está en la otra cuadra —dijo y salió corriendo.

Schreber levantó a su esposa, el torso al menos, de modo que el cuerpo se elevó mientras las piernas quedaron como estaban. La sostuvo contra su pecho, cerca del corazón, el aliento de Sabine agitaba el pañuelo en el bolsillo de su saco, todavía manchado por el polvo del marco del cuadro. Su jadeo movía un hilo suelto de una de las puntas del pañuelo, sacudiéndolo mientras respiraba, hacia delante y hacia atrás. Le alisó el pelo donde se había soltado de las hebillas y la meció un poco, como a un bebé. Tarareó una canción de cuna, y en sus brazos ella se tensaba y distendía, gimiendo suavemente con cada transición.

Un lado de su boca subía hasta la mejilla; era un poco grotesco, pensó Schreber. Tan diferente a su máscara pública: su decidida autoridad al andar por la casa, claramente visible no solo en el rostro, sino en su postura, en su comportamiento y en el modo particular en que utilizaba la razón.

¿Quedarse allí echada haciendo muecas y temblando?

No se condecía con ella. ¿Sufrir semejante alteración?

Ella no era así.

No se permitiría transformarse en esto. Ella era una roca. Una fortificación imponente.

Nunca.

¿Un juguete del Dios Inferior?

Resopló.

Ese era un asunto del pasado. Desaparecido. Un sueño.

Pero de ser así, ¿qué era esta cosa que tenía en sus brazos sino una marioneta? Y si era una marioneta, y no su esposa, ¿dónde estaba la otra mujer: la mujer calma, imparcial, altiva, desdeñosa incluso con él? ¿Qué era esto? ¿Esta cosa jadeante? Que gemía. ¿Era una cosa o la otra, lo que acunaba en sus brazos, este muñeco de sonrisa siniestra? Tenía la piel estirada, pálida y tensa sobre los huesos del cráneo, con apariencia de cera, como la de un maniquí. Era como una escultura modelada sobre la forma de su esposa, pero sin su alma. Una representación, aparecida y tendida en el suelo, a medias en sus brazos. ¿Una de mil? Iba adquiriendo una extraña solidez, de modo que la mueca en una comisura de la boca ya no era lo que más le preocupaba, ni los leves movimientos de los labios, ni menos aún las burbujas de baba acumulada; lo que lo preocupaba era que su esposa, fuerte, no permitiría esto. ¿Y dónde estaba ella?

—¡Sabine!

Ahora, aquí estaba el doctor, llevándose por delante a la cocinera como un hombre que ha sido separado de su almuerzo demasiado pronto y se dispone a regresar sin demora. Se arrodilló junto a la esposa de Schreber —no su esposa, la réplica— y abrió su maletín. Unas manos invisibles llevaron a Schreber hasta el sofá rojo. Le zumbaba la cabeza, y los oídos, y de repente los ojos. El doctor chasqueó los dedos delante del rostro de la réplica, delante de la cosa improvisada, hecha de barro, y luego sobre cada una de sus orejas. Pidió una vela encendida, que le sostuvo delante de su cara, iluminando brevemente los contornos de las fosas nasales y las comisuras de su boca. Después salió decidido de la habitación.

Regresó casi de inmediato con un repartidor que pasaba por allí.

—Señor, su esposa ha sufrido una convulsión. Necesita tratamiento inmediato. Le he dado a este caballero unos marcos para que la lleve a mi consultorio. Añadiré su paga a mi factura, por supuesto.

—Si logro que el maldito caballo se mueva —dijo con una sonrisa el repartidor, un hombre petiso y desaliñado—, la llevo en la carreta. Si no, la cargamos el jovencito y yo. Uno por la cabeza y el otro por los pies. ¿De acuerdo?

El hombre esperaba una respuesta, pero nadie se la ofreció, y fue como si pasaran horas antes de que el repartidor y su muchacho hicieran lo que les habían pagado para hacer. Se limpiaron la nariz con el dorso de sus mangas, levantaron la cosa y la sacaron de la habitación.

—Esa no es mi esposa —se dijo Schreber a sí mismo.

El doctor apretó los labios y frunció el ceño.

—Mis disculpas, la muchacha me dijo que la esposa de Herr Schreber… en cualquier caso, esta mujer necesita tratamiento. ¿Puedo suponer que usted aceptará la factura?

Se dio vuelta para irse, mientras se ponía el sombrero y los guantes.

—Esa no es mi esposa.

El doctor se volvió, se enderezó el saco y le habló a la muchacha, pero Schreber no escuchó lo que dijo. En cambio, salió al pasillo y llamó a su esposa en el piso de arriba.

—¡Sabchen! ¿Dónde estás, querida?

Nada.

Subió las escaleras a los pisotones, de ese modo tan suyo que a Sabine siempre le resultaba entrañable, poniendo un pie a cada lado del camino alfombrado de modo que sus talones resonaban sobre los peldaños de madera. Aunque el ruido se podía oír en toda la casa, la alfombra nunca se gastaba. Siendo una costumbre que había heredado por un mandato familiar de los Schreber, podía permitirse que siguiera observándose en casa de Sabine, al menos por los hombres, que eran pesados y torpes y por lo tanto una carga mayor para el mobiliario.

—¡Sabine!

La cocinera apareció por detrás, llamándolo exactamente en el tono lastimero e implorador al que no debía sucumbir, como le había advertido Sabine. El personal debe asumir la responsabilidad de sus acciones y no acudir a él por cualquier asunto trivial. ¡No debía permitírselo! Después de todo, tenían instrucciones escritas por ella, y se los contrataba a condición de que pudieran lidiar con cualquier circunstancia que surgiera a lo largo del día. Si no podían arreglárselas, sin duda había cientos en Dresde que sí podrían y estarían encantados de que les dieran la oportunidad de demostrarlo. Lo mejor era simplemente ignorar lo que decían, y con solo aprender a negarse le haría un inmenso favor a su mujer, porque los empleados lo tenían por la autoridad de la casa, y en eso se equivocaban. Cada sugerencia útil que él hacía, o decisión sobre tal o cual otro asunto, ella la oía repetida diez veces cuando se hacía mal o se olvidaba. “El amo dijo que sería mejor que hiciera tal y tal cosa”, o: “el señor me dijo que no valía la pena y que debería ocuparme de esto o aquello”. ¿No se daba cuenta de lo difícil que era llevar una casa? ¿No podía pasar más tiempo en el club como los maridos de las demás mujeres?

Desde el pie de la escalera el doctor tosió.

—¿Me acompaña, señor? ¿O prefiere ir al consultorio por su cuenta?

—¡Sabine! —gritó Schreber.

El doctor chasqueó la lengua y resopló. Después de quedarse un momento mirando escaleras arriba, le dio su dirección a la criada, que prometió transmitirla cuando fuera posible.

Schreber iba entrando en todas las habitaciones, y la cocinera lo seguía como una sombra, una bola atada con un cordón a su saco, dando tirones detrás de él, rebotando en el suelo.

—Señor, ¿qué hay que hacer…? Señor, ¿qué pasará con la fiesta…? Señor, ¿la señora va a estar bien, verdad…?

Schreber entró en la habitación de su esposa y vio su cama: las mantas y colchas tensas como la piel de un tambor. Entonces se detuvo, y la cocinera se detuvo con él, llevándoselo por delante. No paraba de hablar. Schreber volvió su mirada a donde su esposa habría estado recostada y estudió el lugar, sabiendo que ella debería estar allí. Su queridísima, su Sabchen, la carita redonda, con una franela húmeda sobre los ojos y las manos juntas sobre la panza. Pero no se veía nada y, aunque quisiera verlo, por mucho que se concentrara en la cama no había nada. No había ninguna señal o mensaje, y el dibujo en la manta se le acercaba cada vez más magnificado cuanto más tiempo se lo quedaba mirando. Cuadrículas en rojo y verde entrelazadas como la malla del éter, con intersecciones destacadas en hilo dorado, y bajo ese motivo la cincha marrón por la que pasaba cada fibra. Cada filamento individual corría hacia arriba y hacia abajo, uno por encima de otro, hacia dentro y afuera. Si no se le hubieran llenado los ojos de lágrimas —no por emoción alguna, sino por reprimir el impulso de pestañear—, su mirada habría atravesado el colchón y luego la cama y, al cabo, habría llegado quién sabe adónde. ¿Hasta el mismo centro de la Tierra? Pero el fluido sobre sus ojos actuaba como una lente imperfecta, hacía que se combara y se tensara la imagen que tenía delante, distorsionando el espacio en el que había yacido su esposa. El ruido en su mente se iba haciendo tan fuerte y claro que casi podía oírlo hablar de su mal carácter. Escupía partes de palabras que no llegaban a formarse del todo, aunque eran obvias en su disgusto por su falta de voluntad. Su impotencia.

Cuando su nariz tocó la manta se echó hacia atrás alarmado.

La cocinera le apoyó la mano en el hombro.

—¿Qué dijo? —espetó Schreber, dándose vuelta. Ella se miró los pies.

—Solo preguntaba qué debería hacer con los invitados a la fiesta.

Por supuesto.

—¿Se pondrá bien la señora? ¿Qué dijo el doctor? Es solo que con el lío no pude escuchar del todo.

Hubo un golpe a la puerta en la planta baja.

—Disculpe —dijo Schreber, y empujó a la mujer regordeta en el hombro, un poco bruscamente, demasiado bruscamente, si sería bruto y torpe, tirando floreros, ¿era un niño? ¿Era incapaz de fijarse por dónde iba como todos los hombres? Y se decían civilizados, cuando iban desparramando barro por toda la casa. Bajó corriendo las escaleras, dando pisotones, con su mano en la baranda y con cada pie pisando los lados de los escalones. Por poco no resbalaba en el barniz, para caerse de espaldas, partirse el cráneo. Si sería torpe y bruto. Idiota.

La criada estaba abajo, abriendo la puerta. Estaba seguro de que sería Sabine, que regresaba de hacer un mandado, con una pequeña bolsa con cintas dentro, puntillas decorativas para la mesa, un nuevo servilletero de hueso para reemplazar el que estaba amarillento y resquebrajado.

Pero no era ella. Era un muchacho.

—Barra de hielo, Fräulein… ¿Tengo bien la dirección?

La criada giró y miró a Schreber. Estaba parado en el último peldaño de la escalera. En su mente había algo parecido al habla: alguna palabra suelta, un murmullo cada vez más fuerte y más fuerte.

—Dígale que se vaya —dijo, y bajó el último escalón.

La muchacha obedeció y el joven se fue por el sendero, frotándose el cuello y consultando un pedazo de papel mugriento. Schreber extendió ambos brazos, y la criada, condicionada por la repetición diaria, le colocó el largo tapado de invierno sobre los hombros y le rodeó el cuello con la bufanda. Ella no era nada: una débil ondulación en el mundo.

Él salió corriendo a la calle.

—¡Sabine! ¿Dónde estás?

Es un día frío y ventoso. Schreber descubre que el mundo ha cambiado. Se aleja de su hogar, y su hija adoptiva, Fridoline, lo trae de vuelta.

II

Cuando dobló la esquina de Angelikastrasse, arreció el viento de noviembre. El aire frío purgó los restos de su casa —la leve persistencia de su olor, la calidez que perduraba en su piel, la viciada grasitud del interior—, todo desapareció en un instante, y ahora se encontraba al final de la calle sin saber muy bien qué hacía. Se golpeó un lado de la cabeza con la palma de la mano con la esperanza de centrarse.

¿Dónde diablos estaba Sabine?

Se ajustó el abrigo sobre los hombros y vaciló, pensando que podía dar la vuelta y pedirle a la muchacha los guantes de cuero de becerro y tal vez el gorro de piel ruso, pero cuando miró la calle ya no estaba allí.

Su casa no estaba.

Tampoco los árboles. Ni las rejas. Ni los faroles.

En su lugar había representaciones de esas cosas. Los objetos delante de los que pasaba cada día después del desayuno, el almuerzo y la cena… habían cambiado. Los objetos que contaba al dar su paseo matutino: uno, dos, tres, sacando pecho y con la cabeza echada hacia atrás, con el bastón adelante, cercenando el aire hacia arriba y hacia abajo, hacia atrás y hacia delante, abriéndose un camino recto por el tránsito de la calle… estaban todos mal.

La entrada decorada de la casa Burgenthaler, el poste de hierro al que los repartidores ataban sus carros para que no rodaran colina abajo hasta precipitarse en el Elbe, la rejilla por la que la lluvia se escurría debajo de la calle… todas esas cosas estaban en su lugar, pero cuando Schreber se acercaba y las tocaba con la yema fría de los dedos eran tan lisas como papeles de carta e igual de delgadas.

Al estirar el cuello para ver por encima y alrededor de ellas, aun cuando el endiablado viento levantaba el polvillo de la calle y le hacía lagrimear los ojos, se dio cuenta de que no eran reales. Solo eran piezas de utilería pintadas en colores primarios chillones, como las cosas que su suegro había insistido en que le guardaran en sus tiempos de mayor dificultad, según había dicho aquel viejo borrachín y melodramático. El jardín, que tantas veces había sido un pequeño refugio para Schreber, en el que se sentaba bajo los árboles para leer sobre política y enmiendas a la ley, se transformó en un lugar atestado de falsificaciones, ocupado en una esquina por una larga locomotora negra y en otra por un pedazo de pared, cubierta con parras llenas de uvas deliciosas: todo completamente falso.

Regresó a paso lento a su casa —la casa que él y Sabine habían construido juntos— y eso también era nada. Un truco. Un pedazo de madera pintada de tres pisos y sostenida ¿con qué? ¿Un andamio de madera balsa invisible? ¿Una sola hilera de ladrillos sin nada detrás? ¿Una cáscara de huevo? ¿Su casa? ¿Tan frágil?

—¡Sabine!

No estaba en ningún lado.

Había otras personas en la calle. Una pareja. El hombre arqueó las cejas cuando pasó, y la esposa se tomó más fuerte de su brazo. La mujer miró a Schreber hasta llegar a la esquina, agarrada a su esposo en actitud defensiva.

En otra ocasión, quizá solo unas horas antes, Schreber se habría sentido mortificado —en su propia calle, fuera de su propia casa, en Dresde, donde era un hombre de buena reputación, quizá todavía respetado—, pero ahora no prestó atención a ninguno de los dos. Porque también eran nada. Podría haber mirado una vez hacia la esquina, por las portezuelas de los carruajes que pasaban, a las ventanas cortinadas de las demás casas —la casa de Burgenthaler, la casa de Brahe, la casa de Werninger— buscando señales de que lo habían desairado, pero ahora no eran nada, porque todos eran nada. Seres humanos fugaces, improvisados, desdichados, de juguete. Marionetas, autómatas sin alma, chasqueando y zumbando y pitando el uno delante del otro en una calle plana con casas falsas y polvo levantado por el frío viento agonizante. Ahora, al llamar a su esposa, no prestaba atención al ceño fruncido de nadie, ni a la desaprobación, ni a la distancia que tomaran.

Si aquella otra persona era la sobrina de Herr Merstenberg llevándole flores a su tía, también era nada. ¿Y qué si sostenía las flores en la articulación del brazo, y se llevaba un pañuelo a la boca, y se levantaba las faldas y se apartaba al trote de él? Esas personas eran nada, sus vidas terminaban tan pronto como desaparecían de su vista. Marionetas. Demonios. Pájaros mecánicos.

—¡Sabine!

Se le acercó una niña, una chiquita desgarbada vestida de crinolina negra, con un paquete rectangular en las manos. Era tan insustancial como un papel de seda. Cuando sopló una ráfaga de viento, se dejó llevar, saltando en puntas de pie sobre los adoquines hasta toparse de frente con él. Le echó los brazos a la cintura y el paquete cayó al piso. A través del envoltorio roto, la luminosa carne amarilla de una porción de manteca fresca.

—¡Papá!

Su cara tenía una curiosa expresión fija que Schreber no reconoció. Sus ojos negros estaban muy abiertos y sobre ellos se arqueaban dos extrañas y espesas babosas de pelo. Aunque era una niña, tenía la frente arrugada. Dejaba la boca abierta al término de cada palabra, a la expectativa, y la fila inferior de sus dientes húmedos brillaba con cada palpitar de su pecho. Estaba callada, y entonces Schreber oyó, como a través del agua, un rugido tosco y resonante que, de un modo inesperado, parecía venir de su propia boca. La cerró, y el sonido también se detuvo.

—¿Qué pasa? —dijo la niña, llorando.

Schreber sintió el impulso de acercarse para secarle las lágrimas. Movió la mano, pero al cabo de un momento las lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron sobre su vestido sin que él atinara a detenerlas.

—¡Papá!

Una diablilla. Cambiada por otra al nacer. Una duendecita de madera negra, de muñecas delgadas y nariz puntiaguda, dispuesta a colarse de noche para hacer cualquier travesura que le inspirasen sus instintos: desordenar papeles importantes o añadir un purgante a la leche. Cositas. Chiquilinadas. Maldades.

Sin embargo, le resultaba familiar.

Su pelo peinado hacia atrás con fijador le era familiar. El adorno que lucía en la chalina, demasiado grande para ella, como el souvenir de una mujer mayor, o una medalla. ¿No le había obsequiado algo así a una niña como esta? El broche de su madre, oxidado en una caja de lata en un armario y ahora otra vez en el mundo. ¿En el día del funeral? Una tan muerta y la otra viva. ¡Descarada! ¿No había amado a alguien así? Picarona. Allí esperándolo a su regreso de Sonnenstein. Bien crecidita al llegar. La forma rara en que colocaba sus cubiertos, como si viniera de Francia, y no había manera de convencerla, por mucho que Sabine la retara. ¿No se había puesto él de su lado? No de ella, sino de la cosa que representaba. ¿No había colocado sus propios cubiertos de la misma manera y pedido potage cuando quería decir sopa? ¿Arreglado sus bigotes para que terminaran en punta? ¿Alisado su pelo para tener una raya? ¿Marchado de aquí para allá por toda la habitación a la manera de Napoleón? El rostro de Sabine caía y el de Fridoline subía, como de manera simétrica.

Pero no podía tratarse de aquella niña. ¿O sí?

—¡Papá!

La niña le hablaba y esperaba una respuesta. A Schreber no se le ocurría ninguna.

—¡Sabine! —gritó, pero el sentido de la palabra se le escapaba.

—¿Mamá? —preguntó la niña.

—Tengo que encontrarla —murmuró Schreber.

—Debe estar en casa. La dejé allí hace apenas algunos minutos. Fui a comprar manteca.

La niña bajó la mirada. De alguna manera, en la confusión, la había pisado. Retiró la pierna bruscamente, el pie quedó meciéndose en el aire, colgado de la rodilla levantada, y la huella de su zapato en el envoltorio de papel.

—Ahora estaré en problemas…

Lo miró.

—Ahora estaré en problemas, ¿no, papá?

Schreber no dijo nada.

—Papá, ¡por favor! ¿Qué pasó?

—¿Eres Fridoline?

—¡Claro! Por favor… ¡me estás asustando!

—No eres mi hija.

—No te entiendo. Vamos adentro, ¡por favor!

—¡No seas ridícula!

—¡Voy a buscar a mamá!

—Se fue.

—¿A dónde? ¿Qué pasa con la fiesta?

—No hay nada. No eres nada. Un títere. Un juguete del Dios Inferior.

—¡Por favor, papá!

La niña lo miró desde abajo, era una cosita de lo más extraña y frágil. Se le ocurrió que podría hacerla a un lado, echarla en la vereda y seguir adelante. Le acercó la palma abierta y le tocó el hombro con toda la intención de apartarla de un empujón. Pero no lo hizo. Tocó la superficie suave y fría del vestido y, a través de él, los huesos y los músculos del hombro.

Esta cosa no era plana.

Retiró de golpe la mano como al tocar una pava que lleva demasiado tiempo en el fuego, pero sus dedos recordaron el contacto.

La niña no era simplemente falsa.

Al mirarla a la cara vio algo en sus ojos y en la calidad de la mirada. Algo inocente y simple y anhelante. Algo de niña. ¿Amor? ¿Fe? ¿Adoración? Tragó saliva y tosió y tomó aliento. Pestañeó, y, cuando sus ojos se abrieron al cabo de una pausa infinitesimal en su visión, el mundo parecía casi sólido otra vez. Se golpeó un lado de la cabeza con la palma de su mano con la esperanza de centrarse. La niña era sólida. Fridoline. La niña que Sabine había adoptado para que le hiciera compañía cuando él no estaba.

Su hija.

—¿Frida?

—¿Qué pasa, papá?

Su voz. Le dolía oírla, y, mientras él no hacía nada salvo devolverle la mirada sin expresión, la ansiedad crecía en el rostro de la niña: los músculos se le fruncían a los costados de la nariz. Duda. Luego, mientras él la miraba, miedo, algo parecido al miedo, colándose bajo su piel en el movimiento inconsciente de los músculos. Luego, la mirada nuevamente acuosa.

Apartó la vista.

La calle era simplemente eso: la calle.

Allí estaba la entrada de la casa Burgenthaler: un águila de metal retorcido. Era ostentosa, igual que Frau Burgenthaler. A pesar de las declaraciones que hacía el pusilánime de su marido —un empleado bancario—, se trataba de una construcción vulgar, de la que los vecinos se reían cubriéndose la boca. Habían heredado la fortuna de un tío; de pronto, habían salido a la luz todos sus caprichos frustrados.

Había un poste de hierro, abollado y rayado donde algún repartidor solía esperar, y fumar, y devolver miradas con seguridad impúdica. Atar el carro. Escupir a sus pies. Pasarse los dedos por el pelo grasiento y reírse solo.

La alcantarilla. Estaba todo allí.

—¿Papá? Entremos.

Se dio vuelta para mirar lo que miraba ella, más allá del sendero que atravesaba los árboles y arbustos, encima de la puerta. Habían mandado tallar un fragmento de la partitura de Siegfield