Más allá del orgullo - Seis meses para enamorarte - Romance en el trabajo - Kat Cantrell - E-Book

Más allá del orgullo - Seis meses para enamorarte - Romance en el trabajo E-Book

Kat Cantrell

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Beschreibung

Más allá del orgullo Sarah M. Anderson Nada podía impedir que el agente especial del FBI Tom Pájaro Amarillo fuera detrás de la jueza Caroline Jennings, pues lo había impresionado desde el momento en que la había visto. Para colmo, cuando ella se quedó embarazada, Tom perdió el poco sentido común que le quedaba. Cuando se desveló el turbio secreto que Caroline ocultaba, fue el orgullo del agente especial lo que se puso en juego. Seis meses para enamorarte Kat Cantrell Para ganarse su herencia, Valentino LeBlanc tenía que intercambiar su puesto con el de su hermano gemelo durante seis meses y aumentar los beneficios anuales de la compañía familiar en mil millones de dólares. Sin embargo, para hacerlo, Val necesitaría a su lado a Sabrina Corbin, la hermosa ex de su hermano. La química entre ambos era explosiva e innegable... y pronto un embarazo inesperado complicaría más las cosas. Romance en el trabajo Katy Evans «Ahora las reglas las pongo yo», le dijo Kit Walker, el jefe nuevo. Pero la que mandaba era Alexandra. El heredero acababa de llegar y ya quería mandar, pero si Alexandra lo sorprendía comportándose mal, su padre lo desheredaría. Parecía fácil, ¿no? No cuando la química entre ambos era irresistible. Ironías del destino, tenían que desarrollar una aplicación de citas juntos. ¿Podría ser él la pareja perfecta? ¿O tal vez el escándalo perfecto?

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Seitenzahl: 550

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 489 - abril 2022

 

© 2017 Sarah M. Anderson

Más allá del orgullo

Título original: Pride and Pregnancy

 

© 2018 Kat Cantrell

Seis meses para enamorarte

Título original: Wrong Brother, Right Man

 

© 2019 Katy Evans

Romance en el trabajo

Título original: Boss

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2018, 2018 y 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-737-0

Índice

 

Créditos

Índice

Más allá del orgullo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Epílogo

Seis meses para enamorarte

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Romance en el trabajo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

–¿Jueza Jennings?

Caroline levantó la vista pero, en vez de ver a su secretaria, Andrea, vio un enorme ramo de flores.

–Cielo santo –dijo Caroline, poniéndose en pie para apreciar el ramo en toda su magnitud.

Andrea resultaba invisible tras la masa de rosas, lirios y claveles. Era el ramo más grande que Caroline había visto en su vida.

–¿De dónde han salido?

No podía imaginarse que alguien le enviara flores. Solo llevaba dos meses en su puesto de jueza en el Juzgado del Octavo Circuito Judicial, en Pierre, Dakota del Sur. Había hecho amistad con sus compañeros: Leland, un brusco alguacil; Andrea, la alegre secretaria; y Cheryl, la taquígrafa, que rara vez sonreía. Sus vecinos eran amables, pero bastante cerrados. En ningún momento había entrado en contacto con nadie que pudiera enviarle ese ramo.

De hecho, si lo pensaba bien, no podía imaginarse que nadie le enviara flores, ni en Dakota del Sur, ni desde ningún otro sitio. En Mineápolis no había dejado ningún novio que la echara de menos. No había tenido una relación seria desde… Bueno, era mejor no darle vueltas a ese tema, se dijo.

Durante un instante, deseó que fueran flores de un enamorado. Aunque un amante podría distraerla de su trabajo, y todavía estaba aterrizando allí.

–Tuvieron que traerlas entre dos hombres –dijo Andrea, camuflada entre el gigantesco ramo–. ¿Puedo dejarlo en algún sitio?

–¡Ah! Claro –repuso Caroline, liberando espacio en su mesa.

El jarrón era inmenso, como una maceta grande. Ella no había visto tantas flores juntas en toda su vida, a excepción de funeral de sus padres, por supuesto.

Sabía que se le había quedado la boca abierta, pero no podía cerrarla.

–Dime que traen una tarjeta.

Andrea desapareció en la salita antes de regresar con una tarjeta.

–Está dirigida a ti –señaló Andrea, que obviamente tampoco podía creerse que su jefa hubiera recibido tal presente.

–¿Estás segura? Debe de ser un error –repuso Caroline. ¿Qué otra explicación podía haber?

Tomó la tarjeta y abrió el sobre. Las flores habían sido encargadas en una empresa de internet, y el mensaje estaba impreso.

 

Jueza Jennings, estoy deseando trabajar con usted.

Un admirador

 

Caroline se quedó mirando el mensaje con una incómoda sensación de miedo. Un regalo no esperado de un admirador secreto era bastante extraño. Pero sabía que había algo más bajo la superficie.

Ella se tomaba su trabajo de juez muy seriamente. No cometía errores. O, a menos, los cometía muy rara vez. El perfeccionismo podía ser un defecto, pero le había servido para ser una buena abogada y, en el presente, una buena jueza.

Su currículum como fiscal era impecable. Y, desde que había ganado la posición de juez, se enorgullecía de ser justa en sus sentencias, complacida con que la gente se mostrara de acuerdo. Su puesto en Pierre era algo que no se podía tomar a la ligera.

Quien se hubiera gastado tanto dinero en enviarle flores sin ni siquiera poner su nombre en la tarjeta no era un simple admirador. Por supuesto, siempre había la posibilidad de que algún loco hubiera desarrollado una obsesión. Cada vez que leía la noticia de un juez o jueza que hubiera sido perseguido hasta su casa, se recordaba que debía ocuparse bien de su seguridad personal. Sobre todo, desde que un juez y su familia habían sido asesinados en Chicago. Siempre comprobaba dos veces el cerrojo de la puerta, llevaba consigo vaporizador de pimienta para autodefensa, y había dado clases de defensa personal. Tomaba decisiones con la cabeza y se esforzaba en controlar las equivocaciones estúpidas.

Sin embargo, Caroline no creía que el ramo fuera de un acosador. Cuando había aceptado ese puesto, un abogado del Departamento de Justicia llamado James Carlson había contactado con ella. Era un reconocido fiscal que había estado persiguiendo la corrupción en todo el país. Había metido en la cárcel a tres jueces y había retirado a un buen puñado de su cargo.

Carlson no le había dado a Caroline detalles, aunque la había prevenido de que, tal vez, intentarían sobornarla. Y le había advertido de qué pasaría si aceptaba esos sobornos.

–Me tomo muy en serio la corrupción judicial –le había dicho Carlson en un correo electrónico–. Mi esposa fue directamente perjudicada por un juez corrupto cuando era joven y no toleraré que nadie desequilibre la balanza de la justicia para sacar un provecho personal.

Esas palabras le volvieron a la mente, mientras tenía los ojos clavados en las flores y en la tarjeta.

Maldición. Caroline sabía que la gente sería igual de corrupta en Dakota del Sur que en Minnesota. La gente era igual en todas partes. Pero, a pesar de la advertencia de Carlson, había tenido la esperanza de que se hubiera equivocado. En su correo electrónico, el fiscal le había subrayado que no sabía quién estaba comprando a los jueces. Los hombres que había arrestado se habían negado a dar el nombre de sus benefactores. Y eso solo podía significar que no los habían conocido directamente o que estaban asustados.

En parte, Caroline no quería tener que enfrentarse a individuos desconocidos que comprometían la integridad del sistema judicial. Quería seguir creyendo en un sistema independiente y en la imparcialidad de la ley. Tampoco quería verse envuelta en una complicada investigación. Había demasiadas probabilidades de que cometiera algún error del que tendría que arrepentirse.

Pero, por otra parte, estaba intrigada. Lo que tenía delante, pensó, mirando el ramo, era un caso sin resolver. Había agresores, había víctimas, había móviles. Un crimen necesitaba ser resuelto, debía hacerse justicia. ¿No era esa la razón de su trabajo?

–¿Cuánto tiempo tenemos antes de que empiece la próxima vista? –preguntó Caroline, se sentó ante su ordenador y abrió el correo electrónico. No tenía ninguna prueba de que ese ramo enorme tuviera que ver con el caso de corrupción de Carlson. Pero tenía una corazonada y, a veces, eso era lo único que se necesitaba.

–Veinte minutos. Dentro de veinticinco minutos, los litigantes empezarán a ponerse impacientes –contestó Andrea.

Caroline lanzó una mirada a su secretaria, que contemplaba el ramo con una intensa nostalgia.

–No puedo quedarme con tantas flores –dijo ella, mientras buscaba la dirección de Carlson en su ordenador–. Puedes llevarte las que quieras a casa o usarlas para decorar la oficina, o para tirar pétalos de rosa en tu coche.

Las dos rieron juntas.

–Creo que eso haré –repuso la secretaria, y salió del despacho, decidida a encontrar recipientes adecuados.

Caroline revisó los correos que había intercambiado con Carlson antes de empezar a escribir uno nuevo, porque una cosa estaba clara, si había alguna organización turbia con intenciones de comprarla, iba a necesitar apoyo.

Mucho apoyo.

 

 

A veces el universo tenía sentido del humor, pensó Tom Pájaro Amarillo.

¿Qué otra explicación podía haber cuando, la misma mañana en que lo habían citado para testificar en el juzgado de la honorable jueza Caroline Jennings, había recibido un correo electrónico de su viejo amigo James Carlson informándole de que la jueza en cuestión había recibido un ramo de flores sospechoso que podía estar conectado con la trama de corrupción que investigaban?

Tendría su gracia, si la situación no fuera tan seria, se dijo, tomando asiento en la sala de vistas. Era un juicio por robo armado a un banco. Tom, como agente del FBI, había perseguido al ladrón y lo había arrestado. El asaltante había tenido las bolsas del banco en su furgoneta y billetes marcados en la cartera. Lo había pillado con las manos en la masa.

–Todos en pie –anunció el alguacil cuando se abrió la puerta del fondo de la sala–. El juzgado del Octavo Circuito Judicial, sala de lo penal, abre su sesión con la honorable jueza Caroline Jennings.

Tom había escuchado esa frase antes cientos de veces. Se levantó, con la atención puesta en la figura vestida de negro que entraba. Otro día, otro juez. Con suerte, no sería fácil de sobornar.

–Siéntense –dijo la jueza.

La sala estaba tan llena que hasta que la gente no empezó a sentarse, Tom no pudo verla bien.

Vaya.

Parpadeó. Y parpadeó de nuevo. Había esperado que fuera una mujer. El nombre de Caroline era demasiado obvio. Pero no había esperado una mujer como esa. No podía dejar de mirarla.

Ella se sentó y, cuando estableció contacto ocular con él en la sala, el tiempo se detuvo. Tom se quedó sin respiración, el pulso le dejó de latir, mientras sus miradas se entrelazaban.

Nunca la había visto antes. Estaba seguro, porque no habría podido olvidarla. Incluso en la distancia, le pareció ver que ella se sonrojaba con delicadeza. ¿También había sentido lo mismo?

Entonces, la jueza arqueó una ceja en su dirección con gesto desafiante. Maldición. Tom seguía de pie, como un idiota, mientras el resto de la sala esperaba que se sentara. Leland sonrió y la taquígrafa del tribunal frunció el ceño con ademán molesto. El resto de los presentes empezaba a girar la cabeza para ver quién era el culpable del retraso.

Tom tomó asiento, tratando de poner a funcionar su cerebro de nuevo. La jueza Jennings estaba asignada a esa vista y, al mismo tiempo, Carlson se la había encomendado a él. Nada más. Cualquier atracción que pudiera sentir por ella era irrelevante. Tenía que prestar declaración y ocuparse de resolver un caso de corrupción. Y el trabajo siempre era lo primero.

El correo electrónico de Carlson le había llegado a última hora, por lo que Tom no había tenido tiempo de investigar. Y esa era la única razón por la que la jueza Jennings lo había tomado por sorpresa.

Era, al menos, veinte años más joven de lo que había imaginado. Por lo general, las personas que ocupaban su puesto eran varones blancos mayores de cincuenta años.

Quizá esa era la razón por la que le resultaba tan joven, aunque no era ninguna adolescente. Debía de tener unos treinta años, caviló Tom. Tenía el pelo castaño recogido en una cola de caballo. Llevaba unos pendientes sencillos y pequeños, que podían ser diamantes, tal vez réplicas. Apenas iba maquillada, lo justo para darle un aspecto profesional. Y las solapas de encaje blanco de la blusa le sobresalían por encima del cuello de la toga negra.

Era una mujer hermosa. Y él no tenía problemas en apreciar la belleza, como quien admiraba el arte. Sin embargo, hacía muchos años que no había sentido una atracción física tan fuerte hacia nadie.

Tratando de ignorar esa extraña y sorprendente sensación, Tom se concentró en lo que mejor sabía hacer: escuchar y esperar.

Mientras el juicio comenzaba con la intervención del abogado defensor, hizo un repaso mental del correo electrónico que le había enviado Carlson. Caroline Jennings acababa de llegar de Mineápolis y estaba ocupando el puesto del anterior juez, a quien habían encarcelado por corrupción. En principio, no se codeaba con políticos, con empresarios o sindicatos.

Por otra parte, el que hubiera contactado con Carlson para informarle del inesperado regalo de un ramo de flores podía ser una prueba de sus intenciones honestas. Aunque nunca se sabía, pensó Tom.

–La fiscalía llama al agente especial Tom Pájaro Amarillo.

Tom salió de sus pensamientos de golpe. Se enderezó y se levantó. Caminó hasta el estrado, notando la atenta mirada de la jueza clavada en él. Sin embargo, no giró la cabeza. Se limitó a dedicar un gesto severo y firme al acusado, que se encogió detrás de su abogado. No podía dejarse distraer por una bella jueza en ese momento. Lo único que le importaba era que se hiciera justicia con aquel tipo que había tenido la sangre fría de apuntar al cajero con un arma y había robado siete mil dólares.

Lo cierto era que se le daba bien poner cara de póker, una habilidad que le resultaba útil en el trabajo. La gente no podía adivinar lo que pensaba y, por lo general, solían interpretar su confusión como desconfianza.

Aunque tenía curiosidad por ver cómo lo observaba la jueza. Quizá, percibiría en sus ojos el mismo brillo que cuando había hecho su entrada en la sala. ¿Tendría todavía las mejillas sonrosadas?

Smith, el abogado de la acusación, le lanzó una mirada a Tom. Sí. Tenía trabajo que hacer antes de sumergirse en el misterio de Caroline Jennings.

Leland le tomó juramento y le indicó que se sentara. Rosas, pensó Tom, sin atreverse a mirarla. Sin duda, esa mujer olería a rosales en flor.

Smith le hizo a Tom las preguntas habituales: cómo había empezado con el caso, qué pistas había seguido la investigación, cómo había decidido que el acusado era culpable del crimen, cómo había llevado a cabo el arresto, qué había dicho el acusado durante el interrogatorio.

Fue un cuestionario aburrido y sin emoción alguna. Tom tuvo que esforzarse para no bostezar.

Satisfecho, Smith le pasó el turno a otro letrado y regresó a su asiento.

El abogado defensor no hizo nada durante un momento. Siguió sentado en su sitio, mirando sus notas. Era una táctica que Tom había presenciado incontables veces, pero no estaba dispuesto a dejar que ese tipo lo enervara. Esperó pacientemente.

–Abogado, su testigo –indicó la jueza con tono irritado.

Tom casi sonrió al escucharla. Así que no era tan paciente como parecía, pensó.

Entonces, el magistrado se puso en pie. Se tomó su tiempo para organizarse, le dio un trago a su vaso de agua.

–Es para hoy, abogado –le increpó la jueza.

–Claro, señoría. Agente Pájaro Amarillo, ¿dónde estaba la tarde del veintisiete de abril, el día en que supuestamente estaba rastreando los billetes robados del banco estatal de Pierre?

La forma en que lo dijo, marcando el énfasis en la palabra supuestamente, solo confirmó la opinión que Tom tenía de él. Si el objetivo del abogado era poner en tela de juicio su origen lakota, iba por mal camino.

Aun así, Tom estaba bajo juramento y respondió.

–Estaba fuera de servicio –dijo él con tono firme y neutro. No iba a darle a ese tipo la satisfacción de mostrarse molesto o nervioso.

–¿Haciendo qué? –inquirió el abogado con una sonrisa burlona.

Tom dejó que la pregunta flotara en el aire durante unos minutos.

Smith reaccionó al fin y gritó:

–¡Protesto, señoría! Lo que haga el agente Pájaro Amarillo en su tiempo libre no es asunto de este tribunal.

El abogado defensor posó su atención en la jueza con una sonrisa engreída.

–Señoría, pretendo demostrar que lo que el agente Pájaro Amarillo hace en su tiempo libre afecta directamente a su capacidad para hacer su trabajo.

Estaban juzgando a un ladrón de bancos y el tipejo ese pretendía quitar credibilidad a todos los testigos de la acusación para salirse de rositas, comprendió Tom.

Pero lo que importaba era lo que pensara la jueza.

Caroline se aclaró la garganta e inclinó la cabeza hacia el abogado defensor.

–¿Y cómo es eso, magistrado?

–¿Perdón, señoría?

–Supongo que querrá llegar a alguna parte. Mi tiempo es valioso e imagino que el suyo también. Alguien debe de estar pagando sus facturas, ¿no es así?

Tom tuvo que hacer un esfuerzo supremo para no estallar en una carcajada y seguir manteniendo una expresión impasible.

El abogado defensor trató de sonreír, pero era obvio que empezaba a no sentirse tan seguro de sí mismo. Sin duda, había esperado que la jueza hubiera sido fácil de manipular.

–Si pudiera hacerle la pregunta, podría demostrar…

–Porque parece que está dando palos de ciego –le interrumpió ella–. ¿De qué actividad legal va a acusar al agente Pájaro Amarillo? –preguntó, y posó su mirada en Tom–. Si tiene algún delito que declarar, por favor, hágalo y ahórrenos perder más tiempo.

Tom arqueó una ceja. La atracción que había sentido la primera vez que sus miradas se habían cruzado seguía allí.

–Señoría, el único crimen del que puede acusárseme es de conducir demasiado rápido de vez en cuando –admitió él, sin poder evitar torcer la boca en una sonrisa.

Los ojos de ella se oscurecieron. Tom deseó que fuera con aprecio.

–Sí –dijo ella–. Las carreteras de Dakota del Sur parece que han sido hechas para correr –comentó, y volvió a dirigir la vista hacia el abogado–. ¿Va a decirme que conducir rápido inhabilita a un agente del FBI para investigar un crimen?

–¡Prostitutas! –gritó el abogado, meneando un sobre en la mano–. ¡Dirige un negocio de prostitución!

Un murmullo general recorrió la sala.

Maldición. ¿Cómo había conseguido esa rata enterarse de aquello?, se dijo Tom.

–¡Señoría! –objetó Smith, moviéndose con más vehemencia de la que Tom jamás le había creído capaz–. ¡Eso no tiene nada que ver con un atraco a un banco!

Era todo ridículo, se dijo Tom. Si mostraba enfado o nerviosismo, la defensa tendría más argumentos para denostarlo. Así que permaneció en silencio. No hizo nada.

Aunque apretó la mandíbula. No le avergonzaban las actividades que hacía en su tiempo libre. Pero, si la jueza dejaba que el interrogatorio siguiera por esos derroteros, podía comprometer la seguridad de algunas de sus chicas.

–Esa es una acusación muy seria –dijo la jueza en un tono tan frío que la temperatura de la sala pareció bajar unos grados–. Tendrá pruebas, ¿verdad?

–¿Pruebas? –repitió el abogado, mostrando el sobre que llevaba en la mano–. Claro que tengo pruebas. No haría perder el tiempo a este honorable tribunal si no pudiera respaldar mi acusación.

–Déjame verlo.

El abogado se quedó parado, delatando inseguridad.

La jueza afiló la mirada.

–Magistrado Lasky, si tiene pruebas de que el agente Pájaro Amarillo prostituye a mujeres y que eso, de alguna manera, compromete su capacidad de rastrear billetes robados, le sugiero que me las muestre en los próximos cinco segundos o lo amonestaré por desacato al tribunal. ¿Le apetece pagar una multa de quinientos dólares?

La jueza Jennings acababa de convertir su chispa inicial de atracción en una llamarada de deseo, decidió Tom. Era una mujer impresionante.

Lasky titubeó un segundo y se dirigió al estrado para tenderle el sobre a la jueza. Ella sacó lo que parecían unas fotos borrosas. Tom adivinó que habían sido tomadas desde una cámara de seguridad, pero desde su sitio no podía discernir quién salía en las fotos ni dónde habían sido tomadas.

Sabía que no eran fotos suyas sorprendido in fraganti con prostitutas. Cenando con ellas, tal vez. Lo hacía muchas veces. Pero invitar a una chica a cenar no era ilegal.

Aun así, no era bueno que el abogado de la defensa tuviera las fotos. Tom era responsable de esas chicas y de su tribu. Pero, más que eso, le debía al FBI no hacer nada que pudiera comprometer su salvaguarda de la justicia. Y, si la jueza dejaba que el interrogatorio continuara por esos derroteros, cualquier abogado defensor de criminales tendría barra libre para poner en tela de juicio sus paradas en los bares de carretera.

–Señoría –dijo Smith al fin, rompiendo el silencio–. Esta línea de interrogatorio es irrelevante para el caso que nos atañe. Que nosotros sepamos, el agente solo estaba reuniéndose con sus informantes.

Eso no ayudaba mucho, pensó Tom con pesimismo. Aunque siguió sin demostrar sus sentimientos. Si la gente sospechaba que esas chicas colaboraban con la policía, correrían todavía más peligro.

La jueza ignoró a Smith.

–Señor Lasky, por lo que a mí respecta, estas fotos son la prueba de que el señor Pájaro Amarillo come en restaurantes con otras personas.

–¡Que son conocidas prostitutas! –gritó Lasky con un tinte de desesperación.

Smith iba a objetar de nuevo, pero la jueza levantó una mano para cortarle.

–¿Eso es todo? ¿Es lo único que tiene? Comió… –comenzó a decir ella, y le tendió la foto a Tom–. ¿Es una cena o una comida?

Tom reconoció el bar de carretera Cruce de Caminos. Estaba con Jeannie.

–Una cena.

–Cenó con una mujer, bien. ¿Se ocupó ella de ocultar el dinero robado? ¿Condujo el coche en el que huyó el ladrón? ¿Estaba infiltrada en el banco?

–Bueno… no –susurró Lasky–. ¡Ella no tiene nada que ver con este caso! –exclamó, sin pensarlo. Al instante, se dio cuenta de lo que había dicho y bajó la vista, derrotado.

–Eso es –replicó la jueza con cierto tono de decepción, como si hubiera esperado que el abogado hubiera insistido más–. ¿Quiere añadir algo más?

Lasky negó con la cabeza.

–Señoría –dijo Smith, respirando aliviado–. Solicito que se retiren los comentarios de Lasky del acta.

–Concedido –repuso la jueza, clavando una mirada heladora en Lasky.

Tom tuvo que reconocer para sus adentros que nunca había visto a una mujer como la jueza Jennings. Ansiaba sumergirse en las llamas de deseo que le provocaba. Stephanie hubiera querido que él reconstruyera su vida. Pero nunca había sentido nada parecido por nadie hasta que había conocido a Caroline Jennings. Por eso, le había sido siempre fiel a su difunta esposa y se había concentrado en su trabajo.

Excepto en ese momento.

La atracción que sentía escapaba a toda lógica.

Y no entraba dentro de sus esquemas.

Ella era su próximo caso. Maldición.

–Agente Pájaro Amarillo, puede levantarse –indicó la jueza.

Tom se esforzó en moverse con calma, con frialdad. Se mantuvo erguido y, sin derrochar ni una mirada con el abogado de la defensa ni con el acusado, salió de la sala.

Su trabajo en el caso del robo del banco había terminado. Eso significaba solo una cosa.

Su única misión en el momento era Caroline Jennings.

Y estaba deseando empezar con el trabajo.

Capítulo Dos

 

Al terminar el día, mientras Caroline se sumergía en el aplastante calor de Dakota del Sur en verano, se dijo que debería estar dándole vueltas a quién le había enviado las flores. O a la breve respuesta de Carlson por correo electrónico, diciendo que se había puesto en contacto con alguien para investigar el tema y que estarían en contacto. Debería estar pensando en los casos del día. O en los del día siguiente.

Al menos, debería pensar en qué iba a comer para cenar. Llevaba un par de meses alimentándose a base de comida para llevar. Todavía ni siquiera había terminado de deshacer cajas. Debería pensar en un plan para vaciar el resto de las cosas de la mudanza y, así, poder tener la cocina a pleno rendimiento el fin de semana como tarde y poder seguir una alimentación más adecuada.

Pero no estaba pensado en nada de eso. Solo podía pensar en los increíbles ojos de cierto agente del FBI.

Thomas Pájaro Amarillo. Se estremeció solo al recordar cómo se habían cruzado sus miradas en sala. Incluso en la distancia, había percibido el calor de sus ojos. Sí, era un hombre intenso. La forma en que había mantenido una fachada de calma durante el interrogatorio del abogado había sido admirable. Por no hablar de cómo había sonreído cuando había admitido que conducía demasiado rápido. En ese momento, Caroline había estado a punto de derretirse.

Era un hombre peligroso, porque, si podía causar ese efecto en ella solo con una mirada, qué no sería capaz de lograr con sus manos… y sin público.

Caroline no había tenido tiempo de investigar las posibilidades de conocer hombres solteros en Pierre. Suponía que serían mucho menores que en Mineápolis. De todas maneras, salir con el sexo opuesto había estado al final de su lista de prioridades, tanto allí como en el presente. Las relaciones llevaban al desastre, como ya le había pasado en una ocasión.

No, gracias. No necesitaba verse atada a un hombre con quien ni siquiera sabía si quería casarse. Su carrera era mucho más importante.

Además, se pasaba casi todo el tiempo con abogados y supuestos criminales. No estaba acostumbrada a toparse con hombres que despertaran su interés en el juzgado.

Aunque ese día había sido una excepción.

De todos modos…

Había una cuestión decisiva que debía tener cuenta. ¿Estaría de verdad relacionado con la prostitución?

Sumida en sus pensamientos, dobló la esquina de los juzgados y refrenó el paso. Un hombre atractivo e inteligente, el agente del FBI Thomas Pájaro Amarillo, estaba apoyado en un bonito coche deportivo a dos espacios de su Volvo. Se le endurecieron los pezones de inmediato. Y supo que solo una cosa podía calmar su fuego.

Él.

De inmediato, Caroline se sacó esa idea de la cabeza. Cielos, debería estar prohibido que un hombre fuera tan imponente, se dijo. ¿Y con esas gafas de sol? Era la fantasía del chico malo hecha realidad. Pero lo que le hacía realmente sexy era el sentido del humor que ella adivinaba bajo su intensa mirada y su estoica expresión.

–Agente Pájaro Amarillo, qué sorpresa –dijo ella.

Él esbozó una media sonrisa, quitándose las gafas.

–Espero que no sea mala.

Era la primera vez que tenían una conversación personal. Hacía unos momentos, sus palabras habían estado en todo momento mediadas por Lasky y Smith. Ella había llevado toga. Y Cheryl había grabado todo lo que habían dicho.

Allí, sin embargo, no había barreras entre los dos.

–Eso depende –contestó ella con honestidad. Si iba a invitarla a salir, podía ser una buena sorpresa. Si quería cualquier otra cosa, tal vez no tanto.

Tom la recorrió con la mirada con gesto apreciativo. De pronto, ella sintió que la piel se le incendiaba.

No, no, se reprendió a sí misma. El deseo era una debilidad. El calor que invadía su cuerpo debía de tener más que ver con el mes de julio que con el hombre que tenía delante, se dijo.

Por fin, él habló.

–Quería darte las gracias por tu ayuda hoy.

Caroline hizo un gesto con las manos, como para quitarle importancia. Se alegraba de poder centrarse en algo que no fueran sus intensos ojos.

–Solo hacía mi trabajo. Cenar con alguien no entra en conflicto de intereses con tu profesión –señaló ella. Sin embargo, tal vez, esa conversación sí entrara en conflicto con la suya, pensó–. No quiero que piensen que soy una blanda. Me gusta llevar el timón con firmeza.

–Me he dado cuenta.

Sería una oportunidad perfecta para que él le asegurara que no tenía nada que ver con prostitutas, se dijo Caroline. De hecho, le gustaría que no cenara con ellas ni siquiera. Intentó tener en mente lo que Smith había dicho en sus objeciones, que quizá el agente Pájaro Amarillo había estado solo reuniéndose con sus informantes. Debía de haber una explicación razonable, sin duda.

Sin embargo, Caroline no se sentía razonable en absoluto. Pero no podía dejarse impresionar por un hombre guapo vestido de traje, igual que no se había dejado influir por un puñado de flores. Ni siquiera la lealtad podía corromperla. Ya, no.

Todo en él, su mirada, sus movimientos, era intenso. Al menos, en ese momento, estaban en el mismo equipo. Del lado de la ley.

–Bueno –dijo ella, sintiéndose incómoda.

–Bueno –repitió él, y se incorporó. Le tendió la mano. Con el movimiento, se le abrió un poco la chaqueta, lo que dejó ver su pistola–. No hemos sido formalmente presentados. Soy Tom Pájaro Amarillo.

–Tom –dijo ella, titubeando un momento antes de estrecharle la mano. No era más que un acto de cortesía, se dijo a sí misma. Eso era todo–. Soy Caroline Jennings.

Entonces, cuando él respondió con una resplandeciente sonrisa, Caroline sintió que le temblaban las rodillas.

–Caroline –repitió él, con un tono que sonaba más reverente que respetable.

Una corriente de electricidad la recorrió cuando sus manos se tocaron. Tan fuerte que ella se sobresaltó. Se lo imaginó tomándola entre sus brazos, cubriéndola con su boca…

–Lo siento –se disculpó ella, y apartó la mano. Sabía que se había sonrojado sin remedio–. Genero mucha electricidad estática.

Tom arqueó una ceja. Ella adivinó que se estaba riendo por dentro. Por fuera, sin embargo, no movió los labios.

La temperatura de Caroline estaba por los cielos, y lo peor era que no podía culpar al sol. Estaba sonrojada y desesperada por quitarse la ropa de trabajo y lanzarse a una piscina de agua fría.

Sola, por supuesto, no con el agente Tom Pájaro Amarillo, no.

–Sobre las flores… –dijo él, apoyándose de nuevo en su coche.

–¿Qué? –preguntó ella, sorprendida. Él no tenía por qué saber lo de las flores, pensó. O, tal vez, sí. Andrea había estado regalándole rosas a todo el que había aceptado. Leland se había llevado un buen puñado para su mujer. Hasta Cheryl se había llevado unas cuantas. El resto se habían quedado en el despacho.

Caroline no había querido llevárselas a casa.

¿Las habría enviado el agente Pájaro Amarillo? ¿Ese era el propósito de su conversación y de sus seductoras sonrisas? ¿Comprarla?

Maldición. ¿Y si Lasky tenía razón? ¿Y si el agente era un criminal y las prostitutas eran solo la punta del iceberg?

De pronto, se quedó helada. Pasó de largo delante de él.

–Las flores eran muy bonitas. Pero no estoy interesada.

 

 

Maldición. Era dura de pelar.

–Espera –dijo Tom, levantando las manos en gesto de rendición–. Yo no las envié.

–Seguro… –murmuró ella, dirigiéndose a su coche.

–Caroline –llamó Tom, sin poder evitar un tono de ternura. Qué ridiculez, se dijo a sí mismo. No tenía ninguna razón para ponerse tierno con esa mujer. Solo era el caso del que se tenía que ocupar, le gustara o no. Sería más fácil si ella cooperaba, por supuesto, aunque él haría su trabajo de cualquier manera.

Ella empezó a andar más rápido.

–Aprecio el gesto, pero no estoy interesada. Tengo unos sólidos principios éticos.

¿Qué diablos? Estaba claro que creía que él le había enviado las flores, caviló Tom. Era una idea tan cómica que casi se rio.

–Espera –repitió él, alcanzándola–. Me envía Carlson.

–¿No me digas?

Tom se sacó el móvil del bolsillo. Si ella no lo creía, tal vez, creería a Carlson.

–Mira –dijo él, y le puso el teléfono en los ojos.

Caroline tuvo que detenerse para no chocarse de frente con el aparato.

–¿Lo ves?

La jueza le dedicó una mirada irritada. Pero Tom sonrió. Si ella era dura de pelar, él lo era más.

A regañadientes, Caroline leyó el correo electrónico de Carlson en voz alta.

–Tom, la nueva jueza, Caroline Jennings, se ha puesto en contacto conmigo. Un anónimo le ha mandado flores al despacho y a ella le ha resultado raro. Mira qué puedes averiguar. Si tenemos suerte, esto reabrirá el caso. Maggie te manda recuerdos. Carlson.

Caroline frunció el ceño mientras leía. Tom, que nunca había estado tan cerca de ella, se sintió invadido por su perfume a rosas. Quiso inclinar la cabeza y besarla en el cuello para comprobar si sabía tan dulce como olía. Pero estaba seguro de que ella lo recibiría con un golpe de kárate. No le extrañaría que hubiera tomado clases de defensa personal.

Eso era bueno. Le gustaban las mujeres que no temían defenderse solas.

Debía dejar de pensar de esa manera, se reprendió a sí mismo por sus pensamientos. Caroline Jennings no debía gustarle, por muy dulce que fuera su olor y por muy intensa que fuera la atracción que sentía. Solo era una cuestión de trabajo.

Ella se volvió hacia él con gesto desafiante.

–¿Y se supone que tengo que creerte?

A Tom le encantaba ser desafiado. Era una mujer magnífica, todavía más sin la toga.

–No soy un mentiroso, Caroline. Menos aun, con un asunto como este.

Ella lo observó un momento.

–Eso implica que mientes en otras situaciones.

Él esbozó una media sonrisa y se cruzó de brazos, esforzándose por no soltar una carcajada.

Si la rodeaba de la cintura y la apretaba contra su pecho, ¿le daría ella un puñetazo en la nariz? ¿O se acurrucaría contra su cuerpo y lo besaría?, se preguntó él. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había abrazado a una mujer.

Pero eso no importaba, se recordó a sí mismo. Debía centrarse en su misión.

–No me acuesto con ellas.

–¿Qué? –replicó ella, dando un paso atrás.

–Con las prostitutas –explicó él–. No me acuesto con ellas. Eso es lo que te preocupa, ¿verdad? ¿Quieres saber qué hago en mi tiempo libre?

–No es asunto mío lo que haces cuando no estás de servicio –repuso ella, seria, apartándose todavía un poco más–. Es un país libre.

Eso le hizo sonreír de nuevo.

–En este país, todo se compra y se paga, y los dos lo sabemos –dijo él, sorprendido por lo amargo de su propio tono–. Las invito a cenar –continuó, preguntándose si alguien podría comprenderlo–. Son casi todas jóvenes, casi niñas… Se ven obligadas a trabajar contra su voluntad. Las trato como a personas, no como a criminales. Les muestro que hay salida. Cuando están listas, las ayudo a dejar la prostitución y a empezar de nuevo. Y, hasta que lo están, me aseguro de que coman y les doy dinero para que no tengan que trabajar esa noche.

–Eso es… –comenzó a decir ella–. ¿En serio?

–En serio. No me acuesto con ellas –aseguró él. Por un instante, estuvo a punto de añadir la verdad al completo, que no se acostaba con nadie–. Carlson lo sabe.

–¿Quién es Maggie?

Interesante, pensó él. No había razón para que la jueza sintiera curiosidad porque Maggie le mandara recuerdos, a menos que…

A menos que estuviera tratando de averiguar si tenía pareja.

–Maggie es la mujer de Carlson. Crecimos juntos en la misma reserva –explicó él, callándose la parte de la historia en que se había ido a Washington para alistarse en el FBI y había dejado a Maggie a merced de los cuervos que la habían explotado.

Había una razón por la que ayudaba a las prostitutas. Pero no era él quien debía contarla, sino Maggie.

Una suave brisa hizo que el aroma de ella lo envolviera de nuevo.

–Rosas –murmuró él, sin poder evitar inhalar.

Caroline se sonrojó.

–¿Cómo dices?

–Hueles a rosas –dijo él, y dio un paso hacia ella–. ¿Es tu perfume habitual o es el olor de las rosas que te han enviado? –inquirió, tratando de sonar como un policía haciendo preguntas en acto de servicio.

–Es de las flores. El ramo era enorme. Al menos, tenía cien flores.

–¿Todo rosas?

Ella lo pensó un momento.

–Había también lirios y claveles. Pero, sobre todo, rosas.

En otras palabras, no era barato.

–¿No vas a llevártelo a casa?

–No. Mi secretaria se ha ocupado de repartirlas. Leland se ha llevado un montón a casa, para su mujer.

–Leland es un buen hombre –repuso Tom.

–¿Cómo sé que puedo confiar en ti? –preguntó ella, de pronto.

–Mi historial habla por sí mismo –respondió él. Se sacó una tarjeta de visita del bolsillo y se la tendió–. No sabes a qué te estás enfrentando aquí. Este tipo de corrupción es insidiosa y casi imposible de destapar, Caroline. Pero, si observas cualquier otra cosa que te parezca fuera de lo normal, no dudes en llamarme. O llama a Carlson –añadió–. Ningún detalle carece de importancia. Nombres, marcas de coche, cualquier cosa que puedas recordar será útil.

Caroline se tomó su tiempo para responder, tanto que él pensó que no iba a agarrar la tarjeta que le tendía.

–Entonces, ¿vamos a trabajar juntos?

–En este caso, sí.

Ella le tomó la tarjeta de la mano y se la guardó en el bolsillo de la blusa.

–Bien.

–Que tengas buena tarde, Caroline –dijo él, haciendo un gesto de saludo con la mano, y se dirigió a su coche.

Sin mirar atrás, se metió en su deportivo, arrancó y salió del aparcamiento todo lo rápido que pudo.

Necesitaba poner distancia con Caroline Jennnings. Porque, por mucho que le gustara, no iba a poner en jaque el caso por eso.

Ni hablar.

Capítulo Tres

 

Durante un tiempo, no pasó nada. No hubo más ramos misteriosos de flores, ni ningún regalo sorpresa. La media docena de rosas en la mesa de Caroline se marchitó. Andrea las tiró. La gente en el juzgado parecía más amistosa. Al parecer, haber recibido un ramo tan radiante la había hecho popular. Aparte de eso, todo seguía igual que antes.

Caroline se levantaba temprano, se iba a correr antes de que el sol calentara demasiado y, después, se iba a trabajar. Nada de anónimos ni guapos agentes del FBI. Nada inesperado. Todo iba con total normalidad. Y eso era bueno. Genial.

Si no hubiera tenido la tarjeta de visita de Tom, incluso, podía haber pensado que lo había soñado todo, que había sido solo una fantasía para distraerse del aburrimiento.

Pero… en ocasiones casi podía sentir su presencia. A veces, salía de trabajar y miraba a su alrededor en el aparcamiento, esperando encontrar su deportivo negro. Aunque nunca estaba allí. Y lo peor era que se sentía decepcionada e irritada.

No podía gustarle ese hombre, se repitió a sí misma. Estaría por completo fuera de lugar.

Solo porque fuera un agente de la ley con una pistola oculta bajo la chaqueta, con ojos intensos y enormes, no eran razones para estar colada por él. No necesitaba verlo más. Era mejor así. Cuanto menos lo viera, menos se dejaría impresionar.

Tom Pájaro Amarillo era un error que no pensaba cometer.

Tenía su lógica, en teoría. Sin embargo, él se le presentaba en sueños como un amante increíble que la hacía arder con sus manos, su boca, su cuerpo. Se despertaba tensa y frustrada, con el pulso acelerado. Su vibrador apenas servía para relajarla, pero era suficiente.

Además, tenía otras cosas en las que concentrarse. Por fin, terminó de colocar las cosas de la cocina, aunque seguía pidiendo comida para llevar la mayoría de las veces. Era difícil tener ganas de cocinar cuando la temperatura exterior rondaba los cuarenta y cinco grados.

Aun así, lo intentó. Llegó a su casa un viernes del trabajo, tres semanas después del incidente del ramo. Había comprado verduras y huevos, pues quería probar a hacer una receta de pastel salado. Tenía aire acondicionado y un fin de semana sin nada que hacer por delante. Iba a cocinar y a comer helado.

Sin embargo, en el momento en que abrió la puerta principal, adivinó que algo iba mal. No sabía con exactitud qué, pues, cuando miró dentro del salón, no vio nada fuera de lugar. Pero tenía la incómoda sensación de que alguien había estado en su casa.

Con el corazón galopando, salió y cerró la puerta tras ella. Volvió a llevar la bolsa de la compra al coche y, con manos temblorosas, se sacó el móvil y la tarjeta de visita de Tom del bolso.

Él respondió de inmediato.

–¿Sí?

–¿Hablo con el agente Pájaro Amarillo? –preguntó ella, titubeando. Sonaba mucho más seco por teléfono de lo que recordaba.

–¿Caroline? ¿Estás bien?

De pronto, se sintió como una tonta, sentada su coche. La puerta de su casa ni siquiera había sido forzada. No parecía que nada se hubiera movido de su sitio, al menos, en el salón.

–Seguramente, no es nada.

–Seré yo quien lo decida. ¿Qué pasa?

Ella exhaló, aliviada. No era una damisela en apuros y no necesitaba que ningún príncipe azul la rescatara. Pero había algo reconfortante en la idea de que un agente federal estuviera dispuesto a ayudarla.

–Acabo de llegar a casa y me da la sensación de que alguien ha estado aquí –afirmó ella. Sonaba todavía más tonto al decirlo en voz alta, pensó.

Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea.

–¿Dónde estás?

–En mi coche. En la entrada de mi casa –contestó ella.

–Si estás cómoda, quédate ahí. Estoy a unos quince minutos. Si no estás cómoda, quiero que te vayas a algún sitio seguro. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

De pronto, Caroline se sintió intimidada porque él se hubiera tomado sus palabras tan en serio. Lo más probable era que fuera una falsa alarma. Pero, ¿y si alguien había estado en su casa de verdad? ¿Qué habrían ido a buscar?

–Vuelve a llamarme si lo necesitas. Voy para allá –añadió Tom, y colgó.

Un momento, se dijo ella, con los ojos clavados en el móvil. ¿Cómo sabía Tom dónde vivía?

Colocó el coche de forma que pudiera salir disparada si hacía falta. Después, sacó el bote de helado que había comprado.

Esperó, observando la casa. No pasó nada. Ninguna cortina se movió. Todo parecía normal y, cuando el deportivo de Tom irrumpió en la calle a toda máquina, estaba segura de que había sido una exagerada. Se bajó del coche para saludarlo.

–Siento haberte molestado –comenzó a decir ella–. Estoy segura de que no es nada.

Al mirarlo, se quedó petrificada. Tom ya no llevaba traje, como en el juzgado, sino unos vaqueros gastados y una camiseta blanca que le marcaba los pectorales. Llevaba la funda sobaquera de la pistola puesta.

Con la boca seca, pensó que esa imagen iba a perseguirla en sueños durante mucho tiempo.

Tom se acercó y le posó las manos en los hombros.

–¿Estás bien?

Una corriente eléctrica la recorrió y se estremeció.

–Sí –afirmó Caroline, aunque su voz sonó temblorosa–. Me he terminado un bote de helado yo sola ahora mismo, pero estoy bien.

Tom casi sonrió.

–¿Por qué crees que alguien ha estado en tu casa? –preguntó él, sujetándola de los brazos con suavidad.

Aunque corría el aire entre los dos, Caroline se sintió como si la estuviera abrazando.

–Ha sido solo una sensación –contestó ella. No podía darle ningún dato, ni ninguna explicación–. La puerta no ha sido forzada y todo estaba en su sitio en el salón.

Tom le dio un apretón en los brazos, como para animarla, y la soltó.

Ella se sintió, de pronto, vacía sin su contacto.

–Ponte detrás de mí y sígueme. No hagas ruido.

En silencio, entraron en la casa. De forma inconsciente, Caroline lo sujetaba de la cintura de los pantalones. Tom revisó cada habitación, pero no había nada. Cuando llegaron a la habitación de invitados, todavía con algunas cajas sin abrir, se sintió estúpida.

Tom la miró, enfundando su pistola.

–Lo siento, yo… –balbuceó ella, sonrojada.

Estaban muy pegados en el pasillo. Tom alzó una mano y le tocó los labios con el dedo. Entonces, se acercó todavía más para susurrarle al oído.

–Fuera.

Durante un segundo, ninguno de los dos se movió. Ella podía percibir el calor de su cuerpo y tuvo que hacer un esfuerzo para no besarle el dedo que le había puesto en los labios. Era ridículo.

¿Qué tenía ese hombre que la hacía actuar como una adolescente enamorada? Quizá solo estaba tratando de ocultar la vergüenza de haberlo llamado sin razón con otra emoción más manejable, deseo. Lo cual estaba fuera de lugar y no era apropiado en absoluto.

Estaban trabajando en un caso de corrupción.

Y ella no era la clase de persona que lo tiraba todo por la borda solo porque un hombre guapo se le pusiera por delante.

Por eso, en vez de rodearlo con sus brazos, hizo lo correcto. Asintió y se apartó.

Cuando estaban fuera, intentó disculparse de nuevo.

–Siento haberte llamado para nada –se disculpó ella. No le gustaba meter la pata, pero cuando lo hacía no dudaba en reconocerlo.

Tom se recostó en su coche, observándola con atención.

–¿Estás segura? Cuéntame qué fue lo que te hizo pensar que algo iba mal.

Ella se encogió de hombros con impotencia.

–Fue solo una sensación. Todo estaba en su sitio y ya has visto por ti mismo que no había nadie en la casa –contestó ella, odiándose por haberse mostrado vulnerable.

Por alguna ridícula razón, la situación le recordaba a su hermano. Trent Jennings había sido experto en sacarse dramas de la manga y hacer creer a todos que la culpa había sido de su hermana. Porque, para él, ella había sido la culpable de todas sus desgracias, la bebé llorona que le había robado a sus padres. Al menos, eso era lo que Trent le echaba en cara siempre.

No era eso lo que estaba haciendo en ese momento, ¿verdad?, se preguntó a sí misma. No se había inventado un drama con tal de llamar la atención. ¿O sí? Era cierto que algo le había parecido raro cuando había entrado en su casa. Entonces, se dio cuenta de una cosa.

–¿Por qué estamos aquí fuera? Hace calor.

–Pueden haber puesto escuchas.

Tom habló con tanta naturalidad que Caroline tardó unos segundos en digerir sus palabras.

–¿Qué?

–Lo he visto antes.

–No entiendo –dijo ella, impaciente porque respondiera a su pregunta–. ¿Qué es lo que has visto?

Durante un instante, Tom puso cara de estar a punto de darle una mala noticia.

–Tienes la sensación de que alguien ha estado en tu casa, aunque nada parece haber sido cambiado de sitio.

Caroline asintió.

–Mi sexto sentido debe de estar un poco aturdido. ¿Qué tiene que ver eso con que hayan puesto escuchas en mi casa?

Él esbozó una media sonrisa.

–Intentan encontrar algo que puedan usar en tu contra. Quizá, algún pecadillo o algún desliz, tal vez, algo de tu pasado –explicó él–. ¿Has hecho algo peor que exceder el límite de velocidad?

Caroline se quedó blanca. No cometía pecadillos. Al menos, su vibrador no podía considerarse algo ilegal. Aunque le resultaría horrible que alguien lo descubriera.

En sus años de universidad, había hecho alguna tontería que otra, pero nada demasiado llamativo.

Aunque, aparte de eso… ¿qué pasaría si la relacionaban con Vicent Verango? No solo sería embarazoso. Podía poner en jaque toda su carrera. ¿Acaso nunca iba a poder librarse del caso Verango?

No, no había por qué entrar en pánico. Tenía que mantener la calma.

–Nunca traspaso el límite de velocidad –señaló ella, tratando de esbozar un gesto de inocencia.

Tom se encogió de hombros.

–Quieren tener algo con lo que chantajearte, en caso de que no quieras seguirles el juego. Si no quieres que informen al Departamento de Justicia sobre esa cosilla embarazosa o ilegal que, tal vez, hiciste en alguna ocasión, te pedirán que colabores con ellos. Sencillo.

–¿Sencillo? –repitió ella, anonadada–. Nada de esto me parece sencillo.

–No tengo un detector de micrófonos –continuó él, ignorándola–. Y, teniendo en cuenta que es viernes por la noche, no podré hacerme con uno hasta el lunes.

–¿Por qué no? –preguntó ella, alarmada.

–Estoy fuera de servicio los próximos cuatro días. Para que me den un detector, tengo que justificar que lo necesito para un caso. Y Carlson y yo queremos mantener nuestras investigaciones lo más en secreto posible.

Caroline soltó un carcajada. No pudo evitarlo. Era reír o llorar. La situación le resultaba tan bizarra que se preguntó si no estaría soñando.

–Por como yo lo veo –prosiguió él, haciendo como si no la hubiera oído–, tienes dos opciones. Puedes seguir con tu vida como si nada y yo vendré el lunes y rastrearé la casa a fondo.

Era, sin duda, la sugerencia más razonable que Caroline iba a escuchar. Entonces, ¿por qué se le retorcía el estómago de ansiedad al imaginarse haciendo eso?

–De acuerdo. ¿Y la otra opción?

A Tom se le contrajo la mandíbula solo un segundo.

–Puedes venir conmigo.

–¿A tu casa, quieres decir? –preguntó ella, aturdida.

–Es un lugar seguro.

–Si han puesto micrófonos en mi casa, ¿por qué crees que tu casa va a estar menos vigilada?

Tom sonrió. Su expresión sombría desapareció de pronto. Parecía un lobo y ella no estaba segura de si era su presa o no.

–Confía en mí –dijo él–. Nada me pasa desapercibido.

Capítulo Cuatro

 

Llevaban en el coche una hora y quince minutos. Setenta y cinco minutos en silencio. Cualquier intento de conversación era silenciado por un gruñido. Tom la ignoraba, así que Caroline dejó de intentarlo.

Pierre había quedado atrás y Tom estaba, como él mismo había reconocido, rebasando todos los límites de velocidad. Ella trató de distraerse mirando por la ventanilla para no posar los ojos en el cuentakilómetros y para no pensar en terribles accidentes de carretera.

Aunque no había forma de evitar la poderosa presencia de Tom Pájaro Amarillo. Su coche deportivo era poderoso, igual que él. Ella no entendía mucho de coches, pero ese le gustaba. Los asientos eran de cuero y el salpicadero estaba lleno de misteriosos controles que no tenía ni idea de para qué servían.

Igual que el hombre sentado a su lado.

El paisaje en el exterior no había cambiado desde que habían salido a las llanuras, así que posó su atención en Tom. Todavía llevaba las gafas de sol puestas. No podía adivinarse lo que pensaba. La única pista que podía delatar su estado mental era la forma en que tamborileaba los dedos sobre el volante. Quizá, significaba que estaba aburrido hasta la saciedad.

No era justo. Caroline no había vuelto a pensar en el caso Verango desde hacía diez o doce años. Pero eso era justo lo que un criminal querría encontrar para usar contra ella. Porque no tenía nada más que pudiera resultar embarazoso en su casa, a excepción del vibrador.

A Caroline le gustaba el sexo. Le gustaría tener más sexo, sobre todo, con alguien como Tom… pero no quería buscarse complicaciones ni consecuencias indeseadas. No quería compromisos, ni líos, ni quebraderos de cabeza por si fallaban los métodos anticonceptivos.

La verdad era que Tom le había inspirado decenas de sueños húmedos, todo porque tenía una mirada intensa y un misterioso aire de invulnerabilidad. Y ese cuerpo… ¿Cómo podía olvidar ese cuerpo?

Caroline deseó no sentirse atraída por él. Ir sentada a su lado era una tortura. Por mucho que intentara ignorarlo, lo deseaba. A pesar de que el aire acondicionado estaba puesto al máximo, el cuerpo le ardía. El sujetador le apretaba los pechos y ansiaba quitarse la blusa.

Le gustaría irse a nadar. Necesitaba hacer algo para refrescarse si no quería terminar haciendo algo ridículo, como pasearse en ropa interior por la casa de él.

Lo malo era que su mente no dejaba de sugerirle que exactamente esa era una buena manera de pasar el fin de semana. Sabía que desnudarse cerca de Tom Pájaro Amarillo sería un error. Aun así, estaría encantada de hacerlo, si no fuera porque podía comprometer con ello el caso o, peor aún, podía acabar viéndose víctima de chantaje. Podía ser un error capaz de hundir toda su carrera. ¿Y por qué? ¿Por un hombre que ni siquiera se molestaba en hablarle? No. No podía cometer otra equivocación tan irracional como esa.

Racionalmente, Caroline sabía que su perfeccionismo no era saludable. Sus padres nunca la habían tratado como si hubiera sido un error. Además, estaban muertos. Y ella no era responsable de que Trent hubiera sido un niño malcriado y se hubiera convertido en un hombre amargado y vengativo. La paz de la familia no podía depender solo de ella.

Sí, racionalmente, lo sabía. Aun así, no conseguía tranquilizar sus pensamientos.

Tom seguía conduciendo como si el diablo los persiguiera. Hasta que, al final, Caroline no pudo más. Había esperado un trayecto de quince minutos a algún pueblo a las afueras, no ese viaje a través de las llanuras hacia ninguna parte. Empezaba a sentirse secuestrada.

–¿Dónde vives, exactamente?

–Cerca –dijo él.

Una respuesta muy poco concreta pero, al menos, había logrado hacerle hablar, se dijo, dispuesta a seguir insistiendo.

–Si pretendes llevarme a un lugar alejado para deshacerte de mí, no vas a salirte con la tuya –le espetó ella. Sabía que no iba a impresionarlo, de todas maneras. Ese tipo estaba armado y era peligroso. Debía de ser cinturón negro de kárate, por lo menos, y ella solo había tomado unas clases de defensa personal hacía demasiados años.

Tom soltó una carcajada.

–No tengo intención de matarte. Ni de hacerte daño.

–Disculpa, pero no eso no me da ninguna seguridad.

–Entonces, ¿por qué te has metido en el coche conmigo?

Ella meneó la cabeza.

–Cuando dije que algo me parecía raro en mi casa, me creíste. Cualquier otra persona me habría dicho que estaba imaginándome cosas. Pensé que estaba en deuda contigo y, por eso, me he subido al coche –admitió ella, y recostó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos–. Pero que no se te suba a la cabeza.

–Dudo que dejes que eso suceda.

Tom aminoró la velocidad y tomó una salida de la carretera. Estaban literalmente en medio de ninguna parte.

–¿Puedo preguntarte qué significa cerca para ti?

–¿Tienes hambre?

Caroline estaba hambrienta, pero era mayor su inquietud por la hora. El sol estaba a punto de ponerse en el horizonte.

–¿Siempre haces eso? –preguntó ella–. ¿Siempre respondes preguntas con otras preguntas que no tienen nada que ver?

Él apretó los labios para contener un sonrisa.

–La cena está esperándonos. ¿Te gusta la pizza?

A Caroline le costaba imaginarse que Tom tuviera un chef en su casa. Su sueldo del FBI no podría pagarlo. Pero no sabía cómo hacerle la pregunta sin que sonara a acusación.

–Pizza está bien. Mejor si tiene pimientos, pepperoni y champiñones. ¿Tienes helado? ¿Vino?

–Puedo cuidar de ti.

Quizá solo fue un comentario inocente sobre su disposición a dar la bienvenida a huéspedes inesperados, pero Caroline no se lo tomó así.

Tal vez, tenía las defensas bajas porque estaba cansada y asustada. En cuanto las palabras de Tom llenaron el pequeño espacio que los separaba, el cuerpo de ella reaccionó… de golpe. Los pezones se le endurecieron y un húmedo calor le inundó la entrepierna. Se agarró al reposabrazos para contener un gemido de deseo.

Cielos, ¿qué le estaba pasando? Se reprendió a sí misma. Había sido un largo día. Eso era todo. No había otra explicación de por qué un simple comentario podía provocarle reacciones tan poderosas.

Con la vista al frente, se dijo que lo mejor que podía hacer era bloquear su instinto. Nada de gemidos, ni de estremecimientos, ni de miradas calientes. Además, ¿cómo podía saber si los ojos de él ardían de la misma manera? Todavía llevaba esas malditas gafas de sol puestas.

–Eso está por ver, ¿no crees? –respondió ella tras un buen rato.

Cuando, como repuesta, Tom apretó el volante con ambas manos, Caroline se lo tomó como una pequeña victoria personal.

El silencio se cernió sobre ellos de nuevo. Caroline no tenía ni idea de dónde estaban. La buena noticia era que Tom había dejado de romper la barrera del sonido. Según avanzaban, las carreteras estaban cada vez más estropeadas. Hasta que él tomó un desvío por un camino de tierra. Entonces, abrió la guantera y sacó un mando a distancia.

–¿Qué estás haciendo? –inquirió ella.

Tom no respondió. Era de esperar. Lo único que hizo fue apuntar a unos arbustos y apretar el botón del mando.

La maleza se deslizó a un lado con suavidad. Caroline parpadeó. Iba a necesitar beberse una botella de vino después de eso.

–Dime la verdad. ¿Eres Batman?

Cuando él sonrió, Caroline se estremeció. Se le quedó la boca seca y le subió la temperatura como la brisa ardiente soplaba con la promesa de una tormenta. Había algo eléctrico en el aire cuando se giró hacia ella. Le dieron ganas de lamerle el cuello para saborear la sal de su piel.

De pronto, sintió la urgencia de quitarse la ropa. Le resultaba insoportable seguir vestida.

–¿Me creerías si te dijera que lo soy?

Caroline lo pensó. Bueno, al menos, lo intentó. La mente le funcionaba con dificultad. Estaba demasiado excitada.

–Solo si tienes un viejo mayordomo esperándote.

Tom sonrió todavía más. Por voluntad propia, el cuerpo de ella se inclinó hacia él.

–No lo tengo. Resulta que los viejos mayordomos odian trabajar en medio del campo, lejos de la civilización.

–Dijiste que tenías una casa –comentó ella tras un momento, mirando a su alrededor con inquietud. No había nada más a la vista, aparte de los falsos arbustos que se movían–. No veo…

Entonces, lo vio. Un poco más allá, tres árboles se erguían sobre algo en la distancia.

–Vives en una casa, ¿verdad? Porque si duermes en una furgoneta junto al río, me voy a enfadar. Dime que tienes una casa con algo de comer, con camas de verdad. Prefiero volver andando a Pierre antes que meterme en un saco de dormir.

No era justo que un hombre tuviera una sonrisa tan seductora, pensó ella. Y la forma en que la miraba…

–Tengo un ama de llaves –dijo Tom, echando un vistazo al reloj en la guantera–. Debe de tener la cena casi a punto. Mientras, si quieres nadar un poco…

Estaba en sus manos, se dijo Caroline, aturdida. Y eso no podía ser tan malo, intentó tranquilizarse. Sobre todo, si lo comparaba con estar en su casa, donde alguien había sembrado cámaras ocultas.

–¿Tienes una piscina?

–No exactamente –repuso él–. Pero tengo un estanque, con agua de manantial. Te lo digo por si te apetece refrescarte.

Por alguna extraña razón, Caroline se sentía segura a su lado. Aunque estuvieran a cientos de kilómetros de la civilización. Y estaban tan cerca que sus rostros podían tocarse. Sin querer, se inclinó todavía un poco más hacia él.

–Deja que te lleve a casa.

¿Un estanque? A ella no le gustaba sentir el fango entre los dedos de los pies aunque, llegados a ese punto, lo cierto era que no le importaba.

–Prométeme que llegaremos pronto. No estoy segura de poder esperar mucho más.

Caroline se refería al vino y la comida. Al agua fresca del estanque. Pero notó cómo el cuerpo de él se ponía tenso y comprendió que, inconscientemente, no había estado hablando de la cena en absoluto.

Estaba ansiosa por entregarse a ese hombre. Un hombre misterioso y extraño que parecía preocuparse por su seguridad.

–Diez minutos. Te va a gustar.

–Eso espero.

Ninguno de los dos se movió durante un segundo. Entonces, despacio, él le rozó las mejillas con los dedos. Sus manos eran rudas, pero su contacto fue tierno. Caroline estaba demasiado agotada como para reprimir el escalofrío que le recorrió el cuerpo.

Malditas gafas de sol, se dijo ella. Maldito lugar. Deseó estar en algún restaurante romántico o, mejor aún, en un dormitorio, en vez de en aquel inhóspito lugar.