Más que palabras - Heidi Rice - E-Book
SONDERANGEBOT

Más que palabras E-Book

Heidi Rice

0,0
2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cassie se había propuesto encontrar al hombre perfecto, a ser posible un chico malo y multimillonario, y atreverse a todo para conseguirlo, aunque eso significara meterse en el coche del sexy Jace Ryan. Por una vez en su vida, Cassie estaba dispuesta a dejarse llevar por el momento y a no pensar en el futuro, pero olvidó tener presente una cosa: con Jace solo podía tener algo temporal y no debía enamorarse de él, por mucho que le gustara ese regalo en forma de aventura apasionada que le había dado el destino y cuánto había disfrutado desenvolviéndolo…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2014

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2011 Heidi Rice

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Más que palabras, n.º 2014 - diciembre 2014

Título original: On the First Night of Christmas…

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4891-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Publicidad

Capítulo Uno

 

«Ojalá mi vida amorosa fuese tan perfecta como Selfridges en Navidad».

Cassie Fitzgerald suspiró mientras miraba el escaparate de la famosa tienda de Londres, siempre captaba la esperanza de esa época de buena voluntad. Su vida amorosa quizá no fuese perfecta, más bien era inexistente, pero había una mejoría considerable en comparación con el año anterior. Frunció el ceño al acordarse de aquellas Navidades, de Lance, su novio desde hacía tres años, y de la petición de matrimonio.

Arrugó la nariz con asco cuando rememoró la imagen pornográfica de Lance y Tracy McGellan en el sofá de su propia casa un mes después de que hubiese aceptado el matrimonio. Se sonrojó al recordar su asombro e incredulidad, que dieron paso inmediatamente a la vergüenza por ser una idiota. ¿Qué le había pasado para aceptar casarse con un mamarracho como Lance?

El matrimonio con Lance habría sido horrible, pero como era una romántica incorregible, había pasado por alto todos sus defectos.

Nunca más vería la vida de color de rosa.

Era una pena no despertarse con nadie la mañana de Navidad, y llevaba días abatida por eso. Le encantaba levantarse de un salto, preparar una infusión de manzana y especias y disfrutar con los regalos debajo del árbol. Tener que hacerlo sola no era lo mismo. Sin embargo, como le había dicho Nessa, su mejor amiga, era preferible hacerlo sola que con Lance el Mamarracho. «Lo que necesitas es un bombonazo que te despierte un poco el apetito. Luego, ya no necesitarás un novio mamarracho».

Algunas veces, le gustaría ser tan pragmática como Nessa en cuanto al sexo. Si pudiera tomárselo un poco menos en serio, quizá pudiera divertirse sin verse enredada con majaderos como Lance.

Se apartó del escaparate y se dirigió a la boca de metro de Bond Street. Una multitud entraba y salía de las tiendas de Oxford Street para intentar comprar cosas de última hora que harían que la Navidad fuese redonda. Se paró, cerró los ojos y se imaginó a su bombonazo. Impresionante, macizo y dedicado en cuerpo y alma a que ella se sintiera bien. Además, desaparecería por arte de magia el día de Año Nuevo y ella no tendría que recoger sus calcetines del suelo del cuarto de baño ni fregar los platos sucios que había dejado en el fregadero ni convencerse a sí misma de que estaba enamorada de él.

Sintió un cosquilleo en las zonas erógenas. Abrió los ojos cuando el rugido de un coche interrumpió su agradable ensoñación. Dio un grito cuando el estilizado coche negro pasó por encima de un charco y la empapó de pies a cabeza. Se quedó boquiabierta. El conductor ni siquiera había parado, era un canalla de campeonato.

Blandiendo el bolso por encima del hombro, se dio la vuelta y vio que el coche se había parado en el cruce, a unos cinco metros. Bajó el bolso y cerró los puños a los costados. Normalmente, no habría hecho nada, lo habría achacado a la mala suerte y habría supuesto que el conductor no quería mojarla. Sin embargo, los demás peatones la miraban como si tuviera una enfermedad contagiosa y notó que algo nuevo y liberador brotaba dentro de ella. Estaba empapada, ya no pensaba quedarse de brazos cruzados y aceptar todo lo que la vida quisiera arrojarle encima. Se abrió paso entre el gentío, se acercó y dio unos golpecitos en la ventanilla de acompañante.

El cristal oscuro se bajó con un zumbido eléctrico y ella tuvo que parpadear cuando un hombre surgió de entre las sombras. Tenía el pelo oscuro y un rostro atractivo, con el mentón firme y pómulos prominentes. Tuvo la sensación de que lo conocía.

–¿Qué pasa? –preguntó él.

Notó el agua en las botas y eso le disparó la lengua y la indignación.

–Usted es lo que pasa. Mire cómo me ha dejado.

Levantó los brazos y dejó de parpadear. Sería guapo, pero sus modales eran espantosos.

–¿Está segura de que he sido yo?

Cassie miró el semáforo cuando oyó un bocinazo. Estaba en verde.

–Claro que estoy segura.

Se oyó el bocinazo otra vez, con más rabia.

–No puedo pararme aquí.

Abrió la puerta y se sentó en el asiento del acompañante.

–¡Eh! –exclamó él mientras ella cerraba con un portazo–. ¿Puede saberse qué…?

–Siga –le interrumpió ella mirándolo con desdén–. Podremos comentar su comportamiento despreciable cuando haya encontrado un sitio donde pueda pararse.

Él frunció el ceño y sus ojos dejaron escapar un destello color esmeralda.

–Muy bien, pero no moje la tapicería. Es de alquiler.

El coche se puso en movimiento y se encontró rodeada por una oleada de calor que olía a hombre, a cuero y a terciopelo mojado. Estaba montada en el coche de un desconocido, lo cual era una estupidez peligrosa.

El conductor se detuvo en una zona de carga y descarga.

–Bueno, olvídelo – replicó ella agarrando el picaporte.

–Entonces, después de todo, no fui yo.

Cassie se quedó agarrando el picaporte y lo miró con asombro y cólera.

–Fue usted sin ninguna duda.

 

 

Jacob Ryan subió la palanca del freno de mano, apoyó un brazo en el volante y miró a esa chica enfurecida que tenía los ojos como ascuas color violeta. ¿Cómo había acabado con esa chiflada en el Mercedes alquilado? Como si no tuviera bastante con que Helen lo hubiese manipulado para que aceptara una invitación a su «pequeña reunión» de esa noche.

Una mujer chiflada y furiosa que estaba empapándole la tapicería de cuero. Efectivamente, había pasado por un charco. Levantó un poco el trasero y sacó la cartera del bolsillo del pantalón. Quizá fuese el culpable. Estaba tan irritado por las petulantes exigencias de Helen que no había prestado atención.

–¿Cuánto es? –preguntó él calculando que bastaría con cien.

–No quiero su dinero –contestó ella con los labios muy apretados–. No se trata de eso.

Claro. Él ya conocía esa jugada. Contó cinco billetes de veinte libras y los sacó de la cartera.

–Tenga. Feliz Navidad.

Ella miró el dinero con desprecio y sonrió con altivez.

–Le he dicho que no quiero su dinero.

Ella se cruzó de brazos bajo los pechos y sus ojos se quedaron clavados en la carne blanca que se veía debajo del amplio pico que formaban las solapas del abrigo. ¿Estaba desnuda debajo de esa cosa? La disparatada idea se presentó sin que nadie la hubiese llamado, pero notó cierta calidez donde menos la necesitaba.

–Quiero que se disculpe –añadió ella.

Él apartó la mirada de sus pechos.

–¿Qué…?

–Que se disculpe. Sabe lo que significa eso, ¿verdad? –le preguntó ella como si fuese tonto.

Él sacudió la cabeza mientras intentaba borrar esa imagen. Claro que no estaba desnuda debajo del abrigo. A no ser que fuese una bailarina de striptease. Sin embargo, lo dudaba por esos ojos de cervatillo que tenía. No se la imaginaba metiéndose billetes mugrientos en la cinturilla de un tanga a pesar de ese escote.

Volvió a meter los billetes en la cartera y la dejó en el salpicadero.

–Le pido disculpas –dijo él en tono seco para darle la razón.

Nunca se disculpaba, y menos con las mujeres. Sin embargo, tenía que sacarla del coche antes de que ese escote le derritiera el cerebro e hiciera algo descabellado, como insinuarse a una chiflada.

–¿Ya está? ¿Se conforma con eso?

Ella se giró en el asiento para poder dirigir su rabia mejor hacia él, pero el movimiento hizo que sus pechos amenazaran con desbordarse del abrigo y se le secó la boca.

–Voy a tener que pasarme una hora en el metro y luego me moriré de frío cruzando el parque. Usted, sin embargo, no es capaz…

–Mire –le interrumpió él con un nudo abrasador en las entrañas–, le he ofrecido dinero y no lo quiere, le he pedido disculpas y tampoco las acepta, aparte de cortarme el brazo derecho y ofrecérselo envuelto en papel de regalo, ¿qué más puedo hacer para reparar lo que he hecho?

Ella apretó los labios y arqueó las delicadas cejas.

–Jace el Hacha –farfulló ella tapándose la boca con una mano.

–¿Cómo sabe mi nombre?

Nadie lo había llamado así desde hacía catorce años, desde que lo expulsaron del colegio a los diecisiete. Se acordó de algo inquietante y las palpitaciones en las entrañas se intensificaron. No podía haber otra explicación para la reacción de ella.

–¿Me he acostado con usted?

 

 

Gracias a Dios, no se acordaba de ella. Intentó hablar, pero estaba muda. Reconocerlo había sido como un puñetazo en la boca del estómago.

–No –consiguió susurrar ella.

–¿No me acosté con usted?

La miró detenidamente con esos ojos color esmeralda que habían roto cientos de corazones en el colegio de segunda enseñanza de Hillsdown Road.

–No.

–Me alegro de saberlo –comentó él relajándose.

No le extrañó no haberlo reconocido inmediatamente. El Jacob Ryan que recordaba ella era un chico alto, turbulento e increíblemente guapo que a los diecisiete años tenía la mezcla perfecta entre peligroso y cautivador para una chica de trece años con una imaginación desbordante y unas hormonas hiperactivas.

No se habían acostado, ni siquiera se habían besado. Ella era cuatro años menor y eso, en el colegio, era como una diferencia de cincuenta años. Sin embargo, sí había tenido un montón de fantasías románticas con él, como todas las chicas de su curso, y estaban alterándole el pulso en ese momento. Se sintió desorientada y un poco mareada. Los músculos del abdomen se le contrajeron, como le pasaba cuando lo miraba disimuladamente en la parada del autobús mientras él ignoraba a todas las chicas que se reían nerviosas a su alrededor, o como cuando se produjo la mayor humillación de su adolescencia, cuando lo sorprendió besándose apasionadamente con Jenny Kelty en la escalera de servicio. Se le endurecieron los pezones. Todavía tenía increíblemente fresca esa imagen tan erótica. Se había quedado clavada en el sitio. Él tenía la mano debajo de la blusa de Jenny. Ella los miró con los ojos fuera de las órbitas y mordiéndose el labio inferior mientras él, con la otra mano, le acariciaba el trasero y la estrechaba contra sí. Entonces, él levantó la cabeza, le mordisqueó el labio inferior a Jenny y ella lo notó en su propio labio. Jenny gimió y se retorció y ella, dominada por una oleada ardiente, dejó escapar todo el aire que había estado conteniendo. Jace Ryan la miró fijamente. Estaba atrapada como un ciervo deslumbrado a punto de que le arrollara un camión.

Sin embargo, él, en vez de enfadarse por la interrupción, esbozó una sonrisa con sus sensuales labios, como si fuera un chiste secreto que solo ellos entendían. Ella también sonrió y abrió la boca para decir algo. Hasta que Jenny la vio con cara de tonta y dio un alarido.

–¿Por qué sonríes, vaca estúpida? ¡Lárgate!

Una humillación abrasadora se adueñó de ella y bajó las escaleras tan deprisa que casi se rompió el cuello. La sangre la latía en los oídos con tanta fuerza que no oyó lo que gritó Jace mientras ella corría.

En ese momento, él la miró y tamborileó con el pulgar en el volante.

–¿Cómo te llamas?

–Cassie Fitzgerald.

–No recuerdo a nadie que se llame…

–Es un alivio –le interrumpió ella–. La chaqueta verde no me favorecía.

Él se rio y ella sintió un cosquilleo en los muslos.

–¿Por qué no empezamos otra vez? –preguntó él mirándola con los ojos velados–. Tengo una suite en el Chesterton. ¿Por qué no me acompañas? Pueden mandar el abrigo a la lavandería –él le pasó un mechón por detrás de la oreja–. Es lo menos que puedo hacer por una amiga del cole.

No habían sido amigos, ni mucho menos.

–No sé si es una buena idea –contestó ella.

Jace Ryan había sido peligroso para la tranquilidad de espíritu de una mujer cuando tenía diecisiete años. En ese momento, lo más probable era que fuese mortal.

–Lo bueno está sobrevalorado –replicó él con un guiño de complicidad.

A Cassie se le aceleró el pulso.

–Entonces, ¿es preferible lo malo?

Él sonrió y la miró.

–Según mi experiencia, lo malo no solo es preferible, también es mucho más divertido –miró por encima del hombro para ver si se acercaba algún coche–. ¿Qué te parece? ¿Quieres acompañarme al hotel? Podríamos arrasar el minibar mientras te limpian el abrigo.

–De acuerdo –contestó ella antes de que tuviera tiempo de pensárselo mejor–. Si no es molestia…

–En absoluto –dijo él mientras se ponían en marcha.

La madurez le sentaba bien. Sus rasgos ya no eran los de un rompecorazones meditabundo, y sus pómulos prominentes creaban unos ángulos espectaculares. Además, a juzgar por el imponente cuerpo enfundado en un traje hecho a medida, tampoco era aquel chico desgarbado.

Le había preguntado si se había acostado con él y eso quería decir que, o bien tenía amnesia, o se había acostado con tantas mujeres que no podía acordarse de todas. Se inclinaba por lo segundo.

Jace Ryan era el tipo de hombre con el que ninguna mujer sensata querría tener una relación, pero, mientras lo miraba conducir, la atracción sexual hizo mella en sus terminaciones nerviosas. Jace Ryan quizá no fuese el ideal para tener una relación con él, pero ¿sería el bombonazo supremo? ¿Era lo suficientemente golosa, y tenía suficientes agallas, para hincarle el diente?

Capítulo Dos

 

La entrada del lujoso hotel estaba engalanada con guirnaldas de acebo y miles de luces diminutas. Cuando Jace mencionó el Chesterton, ella no se había imaginado que tuviera una suite en ese palacio art decó de Park Lane.

La idea de entrar en un sitio tan elegante con el abrigo manchado hacía que la fantasía del bombonazo se convirtiera en cruda realidad. Pero él se había ofrecido para que le limpiaran el abrigo, no para animarle la Navidad con lascivos favores sexuales.

¿En qué había estado pensando cuando aceptó la invitación?

–Es un placer recibirla en el hotel Chesterton, señora Fitzgerald –le saludó tendiéndole una mano el recepcionista–. El señor Ryan me ha pedido que nos hagamos cargo de su abrigo en cuanto esté instalada en su suite.

Ella se quitó el abrigo mojado y se lo colgó de un brazo, sonrojándose. La sonrisa de él se convirtió en un gesto de pena.

–Una lástima…

–¿Cómo has dicho? –preguntó ella.

¿Había un brillo malicioso en sus ojos?

–Nada –contestó Jace, aunque el brillo no se apagó.

La sencilla túnica corta color zafiro que llevaba le cubría escasamente los muslos, y era uno de los vestidos favoritos de Nessa. La liviana tela se le pegó al cuerpo por una ráfaga de viento y tuvo que apretar los dientes para no tiritar.

–Toma –él se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros–. Yo me ocuparé de eso –añadió tomando el abrigo de su brazo–. Espérame aquí.

Él entregó el abrigo a uno de los recepcionistas, quien lo tomó sin inmutarse, y luego le sonrió como si lo más normal del mundo fuese que una mujer medio vestida manchara de barro el vestíbulo.

Ella quiso ser invisible mientras él la llevaba por una sala donde elegantes personas bebían té en exquisitas tazas de porcelana y la miraban al pasar. Se sentía como Cenicienta. Cuando por fin entraron en el ascensor, se apoyó en la pared de madera.

–Este sitio es muy refinado.

–No dejes que te intimiden –replicó él entre risas–. Son ricos, pero no son de la realeza. Al menos, la mayoría.

–Es un alivio –comentó ella con ironía.

Él volvió a reírse mientras se metía una mano en el bolsillo y pulsaba el botón más alto del panel. La miró de arriba abajo, hasta las botas de motorista.

–El dinero no compra el refinamiento –dijo él–. Yo lo sé muy bien.

Ella sintió compasión. Ese comentario tan franco le había recordado el chico que había sido. Nadie lo había descubierto en el colegio, donde su aire misterioso solo había hipnotizado a su legión de admiradoras. Sin embargo, ella sabía que procedía de los bajos fondos porque había oído a la señorita Tremall, la directora de sexto curso, hablar de él con el señor Gates, el director de colegio.

–Ahora te sobra refinamiento –replicó ella con vehemencia al recordar los comentarios tan injustos de los profesores.

Tremall y Gates, como el resto del personal del colegio, lo habían condenado por su procedencia sin concederle el beneficio de la duda.

–No es refinamiento, es dinero–dijo él con ironía–, pero me doy cuenta de que viene a ser lo mismo.

Ella se sintió ridícula por la afirmación tan serena de él. Él ya no era ese chico turbulento. En realidad, parecía un millonario.

Se abrieron las puertas del ascensor y se encontró ante un vestíbulo de mármol casi tan palaciego como el de abajo. Un jarrón alto y delicado con lirios rojos le daba un aire navideño. Jace abrió una puerta de caoba con la tarjeta magnética y se apartó para que ella entrara en un pasillo abovedado que llevaba a las habitaciones de la suite. Se quedó parada ante la mullida moqueta que se perdía en lo que parecía una sala muy grande.

–¿Te pasa algo? –preguntó él mientras le quitaba la chaqueta de los hombros.

–Debería quitarme las botas –contestó ella.

–Adelante –él dejó la chaqueta en una silla–. Llamaré para que las limpien mientras se ocupan del abrigo.

–Gracias –dijo ella abochornada.

Levantó una pierna para soltarse la bota y dio un respingo cuando él la agarró de la cintura.

–Apóyate en mi hombro.

La descarga que sintió en la espalda cuando lo miró a los ojos le recordó a aquellas escaleras oscuras. Aunque, esa vez, sus poderosos dedos la tocaban a ella, no a Jenny.

–Gracias –repitió ella con el corazón como una locomotora.

Se apoyó en su hombro y las entrañas se le alteraron al notar la tensión de sus músculos. Además, siguió agarrándola de la cintura mientras se quitaba las botas. Cuando se las quitó por fin y se apartó de él, se dio cuenta de que tenía otro problema.

–A lo mejor, también te gustaría quitarte eso –comentó él como si le hubiera leído el pensamiento mientras miraba las mallas mojadas–. Están empapadas.

Ella vaciló. El problema era que si se quitaba las mallas, solo le quedaba la túnica. Reflexionó. ¿Se había puesto las bragas de seda y encaje que tanto valoraba o las baratas de algodón que solía ponerse y que apagaban la pasión a cualquiera? Daba igual las bragas que llevara. Estaba allí para que le limpiaran el abrigo. Se inclinó y se quitó las mallas.

–¿Ya tienes menos frío? –le preguntó él.

Ella se bajó el borde de la túnica con la piel de los muslos de gallina.

–Estoy bien, gracias –murmuró ella mientras notaba que a él se le formaba un hoyuelo en la mejilla.

No, él no estaba ni remotamente interesado en ella, ni en sus bragas.

–Ponte cómoda mientras me ocupo de que se hagan cargo de esto –recogió las botas y tomó las mallas–. Sírvete algo de beber. Las bebidas están en el armario que hay debajo de la pantalla.

Ella no pudo evitar pensar que si la túnica dejaba ver algo, fuese encaje granate y no algodón blanco.

 

 

Jace vio el algodón blanco y notó una punzada en las entrañas. Esa ropa interior tan corriente hizo que la visión se le nublara. Para ser baja, tenía las piernas muy largas. La delicada y sonrosada piel de los muslos hacía que el blanco de las bragas fuese más llamativo.