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Cuando el príncipe heredero Jaspar al-Husayn apareció en la vida de Freddy, se quedó asombrada de lo arrogante que era. Nunca jamás ningún hombre la había mirado de aquella manera...Sin embargo, Jaspar había llegado para llevarse a su pequeño sobrino Ben a su hogar en Arabia. Freddy no consintió en separarse de su sobrino huérfano, al que había criado y al que adoraba. Su valiente negativa desembocó en el secuestro de Ben. Para recuperarlo, Freddy sabía lo que tenía que hacer... ¡pedirle a Jaspar que se casara con ella!
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
MÁS QUE PASIÓN, Nº 1356 - julio 2012
Título original: An Arabian Marriage
Publicada originalmente por Mills & Boon, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. y Novelas con corazón es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
I.S.B.N.: 978-84-687-0695-5
Editor responsable: Luis Pugni
Es una cuestión del honor de la familia –dijo el rey Zafir y aunque su voz era débil, un fiero anhelo ardía en sus ojos al dirigirse al único hijo que le quedaba–. Traerás al hijo de tu hermano Adil a casa y lo criaremos nosotros.
–Padre, con el debido respeto –murmuró Jaspar, el príncipe heredero–, el niño tiene madre...
–Una prostituta que no merece ser llamada madre! –exclamó el rey, incorporándose en las almohadas para gritar–: ¡Una criatura desvergonzada que bailaba hasta la madrugada mientras su niño se debatía entre la vida y la muerte en el hospital! Una Jezabel llena de interés y codicia!
Le sobrevino un acceso de tos y luchó en vano por recuperar el aliento. El equipo de médicos real entró inmediatamente a administrarle oxígeno.
Pálido y tenso, aturdido por la conversación que acababa de causar el ataque, Jaspar vio cómo los médicos asistían a su padre deseando que este se recuperase.
–Por favor, Alteza –rogó Rashad, el ayudante más allegado al rey–, por favor, acceded sin discutir más con él.
–No me había dado cuenta de que mi padre tuviese tal aversión a las mujeres occidentales.
–No la tiene. ¿Habéis leído el informe sobre la mujer?
–No –dijo Jaspar, lanzando un suspiro de alivio al ver que su padre se recuperaba.
–Llevaré el informe a vuestro despacho, Alteza –dijo Rashad, saliendo presuroso.
Una mano delgada hizo un gesto desde la gran cama con dosel. Jaspar se acercó y se inclinó para escuchar al rey Zafir:
–Es tu deber cristiano rescatar a mi nieto...
En cuanto su padre estuvo otra vez bien, descansando sobre las almohadas, Jaspar salió de la habitación. Al cruzar las antesalas, cada uno de los presentes que se arrodillaba e inclinaba la cabeza le recordaba su recién adquirida importancia. Reflexionar sobre la reciente muerte de su hermano mayor, Adil, que había sido el príncipe heredero, lo hizo sentir peor. Algún día él sería rey de Quamar, pero no lo habían educado para ser rey. Al morir Adil, su vida tomó un nuevo curso.
Quince años mayor que él, Adil había sido completamente distinto y sus excesos con la comida y los puros habanos habían contribuido a que falleciese a los cuarenta y cinco años. Adil había sido también un mujeriego empedernido. A pesar de quererlo, Jaspar no había tenido una relación demasiado estrecha con él.
–Adoro a las mujeres, a todas. Ah, ojalá fuésemos musulmanes, hermano –solía decir el jovial príncipe–. Podría tener cuatro esposas y un harén de concubinas. ¿Nunca piensas en lo que sería nuestra vida si nuestro honorable ancestro, Kareem I, no hubiese fundado una dinastía cristiana?
Así es que cuando Adil no estaba ocupado con sus obligaciones de príncipe heredero, navegaba por el Mediterráneo en su yate lleno de beldades occidentales dispuestas a divertirse. Los rumores de la discreta doble vida de su hijo mayor habían causado gran inquietud al Rey Zafir, pero Adil había sido muy hábil y sus mujeres habían estado siempre dispuestas a encubrirlo.
Era tristemente irónico que un deseado heredero naciese fuera de la institución del matrimonio, ya que ninguna de las tres esposas sucesivas de Adil había tenido un hijo varón. Hacía apenas dos años, una inglesa había dado a luz a un niño en Londres. Adil se lo había confesado a su afligido padre entre el primero y el segundo ataque al corazón que le costó la vida. Lógicamente, la noticia de la existencia de su nieto se convirtió en una obsesión para el entristecido abuelo, pero dada la discreción con que Adil había llevado el tema, no resultó fácil localizar a la mujer.
Bonito jaleo el que le tocaba resolver, reflexionó Jaspar, entrando en su elegante despacho. Su padre se hallaba demasiado enfermo como para comprender la dificultad que entrañaba llevar al niño a Quamar, separándolo de su madre, por más inepta que esta fuese.
Rashad entró presuroso y, tras varias reverencias, le dejó un sobre sellado sobre el escritorio,
–Su Majestad ha hecho una sugerencia muy inteligente, que resolverá todos los problemas de inmediato, Alteza –anunció entusiasmado.
Jaspar lo miró interrogante, pero sin demasiadas esperanzas, ya que Rashad apoyaba a su soberano incondicionalmente.
–Utilizando nuestros comandos especiales, raptamos al niño... No habrá necesidad de negociar con la extranjera y nos lo traemos a Quamar, le damos otro nombre y lo criamos como si fuese huérfano... Su Majestad teme morirse antes de poder ver al pequeño –se lamentó Rashad.
Jaspar comprendió que Rashad hacía lo posible para poder decirle a su soberano enfermo lo que este tanto deseaba oír. En cuanto a su respetado padre, la enfermedad y el dolor habían hecho que el último rey de la casa de al-Husayn perdiese temporalmente el sentido común y la cautela.
–Por favor, informa a su Majestad de que se resolverá la situación sin necesidad de una intervención tan drástica –dijo Jaspar secamente mientras abría el sobre.
Esperaba ver la foto de una morena de largas piernas, el estilo de mujer que su difunto hermano encontraba irresistible, pero no la había ni del niño ni de su madre. La mujer, llamada Erica Sutton, había sido bautizada con el nombre de Frederica y su madre los había abandonado a ella y a su padre a las pocas semanas de dar a luz a un par de mellizas. A los dieciocho años, Erica se había fugado de la casa con el esposo de una vecina, pero la relación había durado poco.
Luego la joven se convirtió en modelo, aunque pocas veces trabajaba, y se dedicó a tener numerosas relaciones con millonarios casados. Cuando dio luz a un niño, nadie había sabido de quién era, pero la seguridad financiera de que la madre gozó a partir de entonces se vio reflejada en la adquisición de un lujoso piso y una vida de diversión, fiestas y gastos.
Al seguir leyendo, el rostro duro y atractivo de Jaspar se ensombreció. Ya no lo sorprendía el enfado y la preocupación del Rey Zafir. Adil se había lavado las manos de su responsabilidad como padre, dejando a su retoño a cargo de una joven irresponsable y egoísta que aparentemente no tenía ni el más mínimo instinto maternal.
Arrojó disgustado el informe sobre la mesa. Ya no tenía la más ligera duda de que era su obligación sacar a su sobrino de semejante hogar. Poco lo consolaba el hecho de que una fiel niñera hubiese protegido al niño de los evidentes excesos de su madre, ya que una niñera era solamente una asalariada de cuyos servicios se podría prescindir en cualquier momento. No tuvo más remedio que reconocer que el niño corría riesgos no solo físicos sino también emocionales en la situación en la que se encontraba.
Su padre tenía razón: la única solución era que llevaran al niño a Quamar. Sin embargo, lograría hacerlo sin necesidad de recurrir a las fuerzas especiales del ejército, lo cual solo causaría problemas diplomáticos, decidió, esbozando una sonrisa sardónica.
Frederica Sutton, Freddy, como todos la llamaban desde la edad de ocho años, le pasó la carta de Suiza a la mujer canosa sentada al otro lado de la mesa.
–Y ahora, ¿qué haré?
Ruth se puso las gafas, lo cual le daba aspecto de maestra jubilada, precisamente lo que era, y leyó las escasas líneas con la preocupación reflejada en el rostro.
–Has agotado todas las posibilidades.
–Todas no, la única posibilidad –recalcó Freddy, ya que su única pista había sido la cuenta de Suiza en la que le depositaban a su difunta prima Erica la generosa renta.
Esperaba establecer contacto con quienquiera que hubiera establecido el sistema de pagos aunque fuese a través de terceros. Sin embargo, a pesar de explicar las circunstancias especiales en que se hallaba, los banqueros suizos, con su característica confidencialidad, le indicaron que insistir sería una pérdida de tiempo.
–No es tu culpa que al padre de Ben no se le ocurriese establecer algún sistema de contacto para un caso de verdadera necesidad. ¿Quién iba a pensar que Erica moriría tan joven?
Al recordarlo, los ojos color aguamarina de Freddy se nublaron y tuvo que inclinar la cabeza hasta lograr dominar sus emociones. Erica tenía solo veintisiete años cuando murió en un accidente de esquí que podría haberse evitado. Pero el final de su prima había sido igual que su vida: como si cada día fuese el último, sin pensar nunca en el futuro.
–Ya sé que la extrañas –dijo Ruth, dándole un ligero apretón en la mano–, pero ya han pasado seis semanas y la vida tiene que continuar, especialmente en lo que se refiere a Ben. Dudo que llegues a saber quién es su padre, pero quizás sea mejor. Tu prima no era demasiado exigente en la elección de sus acompañantes.
–Intentaba encontrar a alguien adecuado –protestó Freddy.
–¿De veras? –preguntó Ruth con un gesto de duda–. Desde luego que no hay que hablar mal de los muertos, y es preferible recordar sus buenas cualidades, pero en este caso...
–¡Ruth, por favor! –la interrumpió Freddy, sinceramente dolida por la franca opinión de su amiga–. No olvides lo terrible que fue su infancia.
–Me temo que no creo demasiado en esas excusas modernas para lo que es lisa y llanamente un comportamiento inmoral. Erica trajo al pobre niño al mundo sencillamente porque le convenía –dijo Ruth con una mueca de disgusto–. Vivía como una reina con el dinero que le pasaban para el niño, pero no se ocupaba en absoluto de él.
–Lo llevó a la cama y le leyó un cuento por primera vez poco tiempo antes de morir. Estaba comenzando a relacionarse más con él.
–Porque tú te ocupaste bien de convencerla de que lo hiciera. Desde luego, si el padre de Ben no hubiese sido un casado extremadamente rico y temeroso de que se descubriese su desliz, Erica habría interrumpido su embarazo –opinó Ruth–. No tenía ningún interés en los niños.
Freddy no insistió más. Se puso de pie y se arrodilló junto al niño que jugaba en la alfombra. Ben estaba jugando con un avión de juguete. Le acercó un rompecabezas y jugó con él hasta conseguir que se interesara totalmente en la nueva actividad. Era un niño encantador y lo adoraba como si fuera su hijo.
Al ser Ben un bebé prematuro, Freddy atribuía la falta de afecto de su madre al hecho de que estuviese separado de ella las primeras semanas. A pesar de lo mucho que ella había intentado acercar a la madre a su hijo luego, su prima le prestaba a su bebé la misma atención que lo habría hecho a un niño desconocido al cruzarse con él por la calle.
–Tendrás que ponerte en contacto con las autoridades –aconsejó Ruth–. Es una pena que Erica no dejase un testamento, lo cual simplificaría las cosas, pero lo lógico es que toda la herencia sea para Ben, además de la mensualidad.
–Supongo que harán cola para adoptarlo al ser un niño tan rico –dijo Freddy–. Seguro que los Servicios Sociales intentarán buscarle una familia con fortuna propia. No tengo ninguna posibilidad: estoy soltera, sin empleo en este momento y solo tengo veinticuatro años...
–Sí, pero también eres el único pariente conocido del niño y estás con él desde su nacimiento –dijo Ruth, aunque no parecía contenta al enumerar las dos cosas que favorecerían la solicitud de adopción que estaba dispuesta a cursar su joven amiga–. Ojalá no te hubieses involucrado tanto en el tema. No me parece bien que una mujer soltera de tu edad tome la responsabilidad de semejante carga...
–Ben no es una carga –dijo Freddy con gesto de obstinación.
–Desde que te inmiscuiste en los problemas de Erica no has tenido vida propia –dijo Ruth, con abierta desaprobación–. Te utilizó descaradamente para que te hicieses cargo de sus propias responsabilidades.
–Me pagaba un excelente salario para que me ocupase de Ben –le recordó Freddy a la defensiva.
–¿Sin librar nunca, durante semanas? ¿Noche y día, incluidos sábado y domingo? –preguntó la otra secamente–. Tu prima se aprovechó de tu buen corazón y no es sorprendente que quieras al niño como si fuese tu propio hijo. ¡Para todos los efectos, lo es!
Ruth apretó los labios. Años atrás, había sido vecina de los Sutton y conocía a Freddy y Erica desde que eran niñas y bromeaban por el hecho de tener exactamente el mismo nombre: Frederica. Eran hijas de dos hermanos varones, quienes les habían dado el nombre de una tía abuela para que la anciana se sintiese lo bastante adulada como para dejarles su herencia. Por esas fechas, las dos familias no se hallaban en contacto, y los hermanos no habían descubierto la coincidencia hasta años más tarde. Al morir los progenitores de Erica en un accidente de coche, el padre de Freddy, viudo por entonces, se había hecho cargo de su sobrina para criarla como una hija más.
¿Quién hubiese pensado que aquel acto de generosidad acabaría perjudicando a Freddy? Ruth opinaba que Erica había sido deshonesta desde niña, superficial y capaz de engatusar a cualquiera cuando le convenía. A Ruth no la habían impresionado demasiado las historias exageradas de la crueldad a la que, según Erica, la habían sometido sus padres. Pero muchas otras personas sí la habían creído y, en cosa de seis meses, Freddy había pasado a un segundo plano en su propio hogar, ya que nunca había sido una niña exigente. Como Ruth le tenía cariño, no había lamentado demasiado que Erica se fuese con el marido de una vecina. Esperaba que al irse su prima, Freddy recobrase la confianza en sí misma. Después de todo, era guapa, pero se consideraba sosa al compararse con su alocada prima.
Consciente de la preocupación de Ruth y de que esta no aprobaba que ella cargase con la responsabilidad de su prima, Freddy se marchó más temprano de lo habitual al piso de su prima fallecida. Todavía no se había hecho a la idea de la falta de Erica y al entrar tuvo la sensación de que en cualquier momento ella aparecería para comentarle algo sobre su última resaca o su próxima salida. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Había querido a su prima sinceramente a pesar de todos sus defectos y no era quién para acusarla de que no ocuparse de su niño como debiera.
Quien quizás lo haría sería el príncipe árabe que, según Erica, era el padre de su hijo. Freddy no había creído esa historia, y mucho menos cuando Erica insistió en que el niño sería rey algún día. Lo más probable era que el padre fuese un magnate árabe, el viejo aquel del yate que Erica había cometido la indiscreción de mencionar. ¡Por Dios, cómo iba a ser príncipe!
–¡Al agua, pato! –le dijo a Ben, llevándolo al cuarto de baño del dormitorio infantil.
–¡Barcos! –exclamó el niño con satisfacción, corriendo a agarrar la bolsa de red que contenía los juguetes para el baño–. Ben juega con barcos.
–Y después, a cenar.
–Te quiero –dijo Ben, abrazándose con fuerza a las piernas de su tía.
Lágrimas de rabia hicieron que a Freddy le escocieran los ojos al pensar en lo tonta que había sido esperando una respuesta del banco suizo. No tenía ninguna posibilidad de tener la custodia de Ben. Tenía que hacerse a la idea de que lo perdería. ¿Por qué no se resignaba de una vez?
Se hallaba acostando al niño cuando sonó el teléfono, sobresaltándola. Desde la muerte de Erica, las llamadas se habían hecho progresivamente más escasas.
–¿Sí? –contestó.
–Deseo hablar con la señorita Frederica Sutton –anunció una profunda voz masculina con marcado acento extranjero.
–Soy la señorita Sutton, pero... –estuvo a punto de preguntar por cuál de las dos preguntaban, pero la interrumpieron.
–Por favor, esté usted dispuesta a las diez de la mañana para mi visita. Es mi deseo hablar del futuro de Benedict. La aviso de que si hay alguien más presente en el piso antes de mi llegada, la visita no tendrá lugar.
–¿Qué… qué dice? –dijo Frederica, aturdida, pero antes de que pudiese formular la pregunta, el hombre ya había colgado.
Perpleja, intentó analizar lo que había oído. ¿Era el padre de Ben? ¿Quién más desearía hablar del futuro del niño con ella? ¿Cómo se habría enterado del fallecimiento de Erica? ¿Quizás el banco suizo le había hecho llegar discretamente la carta que ella había enviado, aunque oficialmente la entidad financiera se negase a ayudarla?
Lo más probable era que fuese el padre de Ben, por su solicitud de discreción, aunque si el hombre aquel que lanzaba órdenes como un sargento era un marido atemorizado, ¡desde luego no querría tener que vérselas con uno lleno de confianza!
Aquella noche, Freddy casi no pudo dormir pensando en los planes que tendría el hombre para su hijo secreto. Dio vueltas y vueltas pensando si lo mejor sería llevar su uniforme de niñera y mostrarle su excelente currículum para así dar la mejor impresión posible. Pero finalmente descartó la idea, ya que deseaba que él supiese el vínculo de sangre que la unía al pequeño, por más lejano que este fuese. Si era un hombre rico y poderoso, lo más probable era que, al ver el uniforme, la tomase por una mera asalariada sin ningún derecho.
Decidió entonces ponerse su único traje de chaqueta y escucharlo con humildad, en vez de intentar imponer sus puntos de vista. Hizo un esfuerzo por recordar lo poco que Erica le había dicho sobre el hombre que ha había dejado embarazada. «El hombre más bueno del mundo», había dicho. ¿Era él quien era bueno o se trataba del millonario argentino con el que salió después? ¿O el argentino había sido anterior a la concepción de Ben?
Freddy se ruborizó al pensar en todos los líos amorosos de su prima. Pero el tema era que Erica era preciosa y seguro que le resultaba difícil elegir un hombre, especialmente cuando todos parecían tener una esposa escondida por algún sitio. Recordó con dolor una vez que intentó predicar un poco de moral y Erica le había lanzado una mirada triste antes de decir:
–Lo único que quiero es que alguien me ame.
Pero luego había estropeado el efecto al añadir:
–¿Qué tiene de malo que le pertenezca a alguna otra mujer? ¿Crees que ella se lo pensaría dos veces si estuviese en mi lugar? ¡El mundo es duro!
A las nueve de la mañana siguiente, Freddy se hallaba preparada para la visita. La casa relucía porque se había levantado a las seis para asegurarse de quitar hasta la última mota de polvo. Con un traje azul marino, una blusa blanca, zapatos planos y el cabello rubio recogido en un moño serio que parecía darle un aspecto más maduro, Freddy se miró al espejo con ojo crítico. Luego recordó las gafas para vista cansada que usaba cuando era estudiante y las buscó para ponérselas. Sí, se dijo con satisfacción, podría pasar por una sensata mujer de treinta años. No mentiría si le preguntaban la edad, pero lo más seguro era que no lo hiciesen.
«El hombre más bueno del mundo», se repitió una y otra vez para tranquilizarse. Si la dejase hablar, podría darle montones de motivos para defender su postura. El padre de Ben no necesitaría mantener un piso tan enorme para ellos, y los gastos de ella y Ben serían una centésima parte de los que tenía Erica. ¡Si accediese a que ella fuera la tutora legal, se ahorraría una fortuna! Por favor, por favor, por favor, rezó, con los dedos cruzados mientras se paseaba por el salón.
De repente, se le ocurrió pensar en la advertencia del padre de Ben y se estremeció de temor. ¡La única forma que él tenía de saber si estaba sola era vigilar el piso antes de su llegada! Consciente de que no le habían gustado la mayoría de los amigos de Erica, Freddy se sintió descompuesta de miedo. ¡Ben era adorable, pero su padre quizás fuese un imbécil, un criminal, o ambas cosas a la vez!
Llamaron a la puerta. Trémula, Freddy tomó aliento y fue a abrir. Tres hombres morenos de traje, enormes como tanques de guerra, pasaron sin decirle nada y registraron el piso habitación por habitación. Corriendo como una gallina protegiendo a su cría, los siguió y entró a la salita donde Ben dormía en un sofá.
–Por favor, váyanse... por favor, no lo despierten... le dará miedo... ¡yo misma tengo miedo!
Uno de los hombres habló con alguien por su teléfono móvil y el trío volvió a salir al vestíbulo, como si ella fuese invisible. Temblando como una hoja, Freddy se cruzó de brazos y, a través de la puerta de entrada todavía abierta, oyó detenerse al ascensor, unas pisadas y una breve conversación en voz baja. Finalmente, vio aparecer en el umbral a un hombre alto y moreno.
No parecía el ser más bueno del mundo, pero era tan guapo que la dejó sin habla y se lo quedó mirando como una tonta. Tenía el aspecto de un hombre que lucha con un par de tiburones antes de desayunar, corre dos maratones antes de comer, dirige un imperio durante la tarde y acaba la jornada llevándose a una afortunada mujer a la cama para dejarla rendida. Al pensar en eso último, Freddy se avergonzó, enrojeciendo como un tomate.
–¿La señorita Frederica Sutton? –preguntó él, mirándola de arriba abajo de tal forma que el corazón le comenzó a latir a Freddy como si hubiese oído una alarma contra incendios.
Asintió lentamente con la cabeza, hipnotizada por su pelo negro azabache, su fabulosa figura, el delicioso color bronceado de su piel, su arrogante nariz, la curva de sus labios… Era guapo como un modelo de revista y seguro que Erica se había enamorado perdidamente de él.
–Conteste –le ordenó él, como un hombre que da por sentado la obediencia inmediata.
–Soy Frederica Sutton, igual que...–intentó decirle que se llamaba igual que la madre del niño.
–Cuando desee conversar con usted se lo informaré –la interrumpió el visitante, recorriéndole el cuerpo con la mirada–. Soy Jaspar al-Husayn, príncipe heredero de Quamar y estoy aquí representando a mi hermano como el pariente más cercano y tío de su hijo, Benedict.
¿Entonces era verdad lo que había dicho Erica? Muda ante la revelación, Freddy se lo quedó mirando con los ojos muy abiertos tras los cristales de las gafas. Pero, ¿había dicho que era el tío de Ben, no su padre?
–¿Por qué está vestida usted de esa forma tan peculiar? ¿Pretende hacerme creer que es una buena madre? Lamento decirle que conozco perfectamente su tipo de vida y me doy cuenta de que con ese aspecto tan feo solo pretende engañarme.
Freddy se dio cuenta consternada de que él no se había enterado de la muerte de Erica. Creía que ella era Erica disfrazada de fea. Fea. Se sintió herida y mortificada. Un traje sencillo, un peinado antiguo y un par de gafas eran suficientes para hacerla merecer el apelativo de fea. Él tenía aspecto de ángel caído, hablaba como un imbécil ignorante sin sentimientos y ¡seguro que no podía pasar frente a un espejo sin enamorarse de su hermosa imagen! Primero la tontería aquella sobre la discreción y luego la trataba como si fuese un trapo, ¡y ni siquiera era el padre de Ben!
–Su hermano... –murmuró Freddy con frialdad, enderezándose–, solo estoy dispuesta a hablar con su hermano, el padre de Ben.
–Adil murió de un ataque al corazón el mes pasado.
Freddy se lo quedó mirando mientras su mente se esforzaba por asimilar la idea de que Ben se había quedado totalmente huérfano.
–Yo me haré cargo de Benedict, ya que usted no es apta para criarlo –anunció el príncipe Jaspar y se dirigió hacia donde el niño dormía en el sofá–. Es pequeño para ser un al-Husayn. Los hombres de nuestra familia son altos –comentó.
–¿Qué quiere decir con que usted se hará cargo? –murmuró Freddy, con el estómago como si estuviese en una tormenta en alta mar.
¿Qué significaba el comentario sobre la talla de Ben? ¿Insinuaba que Erica había mentido sobre la paternidad del niño? Ahora que el padre del pequeño había muerto, ¿qué harían con Ben? ¿Por qué se lo querían quitar a quien creían que era su madre?
–Si aprecia su estilo de vida actual y sus ingresos, no discuta conmigo –murmuró el príncipe Jaspar, suave como la seda.
Y en aquel momento, Freddy decidió que lo mejor sería no decirle que ella no era la madre del niño, al menos por el momento. ¿Cómo podía confiar en alguien que se movía con una avanzadilla de guardaespaldas grandes como armarios? Quizás fuera un mafioso. ¿Qué tipo de hombre se dedicaba a amenazar a la gente cuando estaban en juego las necesidades y la seguridad de un niño?
¿Qué se creía Jaspar al-Husayn? Freddy, que no se enfadaba fácilmente, estaba furiosa, decidida a proteger a Ben.
–¿Puede usted demostrar su identidad? –preguntó, dispuesta a presentar batalla.
–No tengo ninguna necesidad de demostrar nada –dijo él con una nota de incredulidad, lanzándole una penetrante mirada.
–No sé quién es usted y no estoy dispuesta a hablar del futuro de Ben sin ninguna prueba que demuestre que usted es quien dice ser.
–No estoy acostumbrado a que me hablen con tanta falta de educación –dijo el príncipe Jaspar secamente.
Un escalofrío recorrió la espalda de Freddy.