Matar, amar - Emilio Alfaro - E-Book

Matar, amar E-Book

Emilio Alfaro

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Beschreibung

La violencia y el destino atrapan a los dos personajes centrales de esta novela. Luke, militante de la Organización, participó en el asesinato de un joven teniente de la Guardia Civil cuya autoría quedó oculta. Atormentado por ese recuerdo y la culpa, y una vez cumplida la condena impuesta por otros atentados, toma la decisión de confesar su crimen a la viuda del agente, Marisol, expresarle su arrepentimiento y rogar que le perdone, consciente de que ello supone poner en sus manos la posibilidad de volver a enterrar su vida en la cárcel. Pero el encuentro de ambos quebrará de forma inesperada las expectativas de Luke: mudo y deslumbrado ante Marisol, se ve incapaz de llevar a cabo su propósito de confesarle que había sido uno de los asesinos de su marido. La mutua atracción que ambos experimentan abre paso a un inesperado fogonazo amoroso. Juntos experimentarán algo parecido a la felicidad. Luke llega a convencerse de que su entregada dedicación a Marisol y al hijo de su víctima podría redimirlo de su crimen. No obstante, el remordimiento, unido a la carga de verse obligado a ocultar su pasado, sumen a Luke en una crisis que deteriorará de manera irreversible su relación. Incapaz de concebir su futuro sin Marisol y de vivir al mismo tiempo con el recuerdo de lo que hizo, Luke siente que la vida parece desentenderse de él, y que sus opciones se reducen quizás a una sola…

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MATAR, AMAR

1ª edición: septiembre de 2022

© 2022, Emilio Alfaro Martínez

© De la presente edición: 2022, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 2, bajoC - 20304 Irun

Tel.: 943632814

[email protected]

www.alberdania.net

Portada: Junkal Motxaile, a partir de sendas fotografías de Yunaco y Alex Kalashnikov, ambas en Shutterstock.

Impreso en Ulzama (Huarte, Navarra)

ISBN digital: 978-84-9868-744-6

ISBN papel: 978-84-9868-743-9

Depósito legal: D. 831/2022

V

MATAR, AMAR

EMILIO ALFARO

ALBERDANIA

novela

Para Charo y Cristina.

Dedicada a todas las personas que tanto han sufridosin rendirse al odio ni caer en la tentación de la venganza.

V

MATAR, AMAR

1

La lluvia de la tarde ha empapado la alfombra de hojas del hayedo. El cono de luz de la linterna se adelanta a sus pasos iluminando el suelo rojizo, la base plateada de los troncos y, de vez en cuando, la mancha brillante y oscura de los arbustos de acebo. Ha dejado el coche en el recodo del camino forestal por el que se ha internado, a medio recorrido de la solitaria carretera que asciende desde el pueblo. Las llaves puestas, como si fuera a volver en un momento, o como si no pensara regresar nunca. Han pasado doce años desde la última vez que recorrió los doscientos setenta y seis pasos contados que separaban el camino de la roca manchada de musgo que emerge de la hojarasca como un colmillo desgastado. La noche es oscura y la humedad atrapa el silencio. Él avanza con seguridad por la mullida pendiente del bosque, abriendo con el haz de luz un túnel en la negrura que lo rodea, mientras va contando gratuitamente los pasos. «No seas imbécil, las rocas no suelen moverse», se recrimina al darse cuenta de que al volver a ese triste escenario ha recuperado un automatismo de su vieja vida, esa telaraña opresiva en la que se sabe atrapado pese a que llegó a creer que podía liberarse del pasado, borrar la culpa, empezar de nuevo o, al menos, saberse perdonado.

El colmillo calizo no se ha movido, está ahí delante, como guardando las raíces descubiertas del haya que ha crecido a sus espaldas; y si el hombre joven que avanza hacia la roca está en lo cierto, a sus pies tiene que hallarse lo que busca. Ya ha llegado, se arrodilla. Es el lugar. Deja apoyada la linterna en una oquedad de la piedra y comienza a retirar la capa de hojas con las manos. «Debí traer alguna herramienta», se dice al descubrir que bajo el manto mojado la tierra no está tan húmeda como esperaba. Pero, impulsado por el resorte que lo ha conducido hasta allí, no pierde un segundo en lamentaciones. Toma de nuevo la linterna, barre los alrededores con su luz, coge una rama que la última tormenta arrancó del hayedo, la limpia de vástagos y con el palo comienza a cavar el retazo terroso que ha dejado al descubierto. Un sonido cóncavo corona sus esfuerzos al cabo de unos minutos, y entonces se afana en limpiar un círculo en la superficie excavada, hasta que arranca, forzándola con las manos, la tapa de un bidón de plástico enterrado. La fragancia maternal y mohosa del bosque se ve mancillada por una tufarada de grasa rancia y por ese olor acre que anida desde aquel día en sus fosas nasales y aparece frecuentemente en sus sueños más ominosos. Y el hombre joven se contempla, todavía más joven, aquella mañana que querría olvidar o, más exactamente, borrar de la existencia, y vuelve a respirar el mismo olor químico, irritante y sulfuroso que emana de la columna de humo negro que se ha elevado tras la explosión.

Se ve emboscado en la esquina de la calle que desemboca en la avenida, desde donde ha controlado los pasos del objetivo hasta llegar junto a la papelera donde ocultaron el artefacto explosivo y ha hecho la señal convenida cuando la figura alcanzó el punto marcado. Vuelve a sentir el estruendo, la sacudida de cada una de sus células y el vacío creado por la explosión, como si el tiempo hubiera quedado detenido y atrapado bajo una campana. Y revive con el ritmo irreal de una película los pasos posteriores: la lenta recuperación de los latidos y de la conciencia de lo ocurrido, y la inyección de adrenalina que barre la confusión y ordena la huida tal como estaba planeado, él cubriendo la retirada a Aingeru, quien ha hecho detonar la bomba desde detrás de la fuente del parque y que ahora le antecede con pasos apresurados, pero sin romper a correr, para dirigirse a la calle transversal donde debe esperarlos Laia con el coche listo. Todavía se recuerda dirigiendo, antes de doblar la esquina, una última mirada al escenario que dejan atrás, humeante, confuso: el de una mañana rota que empieza a poblarse de gritos.

Qué lejos se siente ahora el hombre joven de ese momento, de aquella vida, y qué presente la lleva en su mente, pese a todo lo sucedido en los últimos doce años... En ese tiempo ha aprendido que el olvido no es un acto de voluntad, una meta que alcanzas si te lo propones y perseveras, sino un don como dicen que es la fe, que elige aleatoriamente a unas personas, sin considerar sus merecimientos, y desdeña a otras. Él no es de los afortunados, para su desdicha, y no ha sabido encontrar el modo de desprenderse de un pasado que le cierra el camino a un grado razonable de felicidad, esa a la que puede aspirar cualquier persona que no haya incurrido en todos los errores que él siente haber cometido. De hecho, mientras rebusca en el interior del bidón enterrado, piensa que su vida no ha sido sino una sucesión de equivocaciones encadenadas. «Y para una vez que creíste acertar, que viste claro el camino que podría sacarte de una existencia fracasada y sin sentido, cometiste el error más grueso, el más fatal e irreparable. Buscando una salida te has cerrado todas las puertas». Eso se dice, o piensa, arrodillado en el bosque, al tiempo que va sacando el contenido del recipiente: una bolsa de basura negra que envuelve tres paquetes rectangulares de la sustancia pesada y maleable cuyo olor ha activado su recuerdo y que deja a un lado; dos envoltorios de plástico bajo el que se adivinan cables y dispositivos electrónicos; un rollo de cuerda de escalada; tres pasamontañas negros; varias herramientas de uso ambiguo y, más al fondo, otra bolsa de basura que empaqueta, para preservarlos de la humedad, tres bultos irregulares envueltos a su vez en trapos sacados de prendas de vestir.

El hombre joven toma uno de los bultos, lo sopesa en la palma izquierda de su mano como comprobando si el objeto ha perdido densidad con el paso del tiempo, y con la derecha comienza a desvestirlo retirando las puntas del tejido que lo envuelve. La pistola todavía conserva la capa de grasa, ahora algo endurecida y con penetrante olor a rancio, por lo que utiliza la parte exterior del trapo para retirarla y repasar los ángulos y oquedades del arma. Ahora vuelve a inclinarse hacia el bidón enterrado hasta introducir casi la cabeza en su interior y extrae un nuevo paquete, esta vez una fiambrera de plástico de mediano tamaño, con la tapa sellada con cinta aislante y protegida también con una bolsa de plástico. Está todo como lo dejaron, tomando infinitas más precauciones, aquel día que le parece tan lejano. Desde entonces el carrusel de su vida ha dado muchas vueltas, demasiadas en tan poco tiempo: la detención, la cárcel, la oscuridad, la ruptura con la Organización, la posibilidad de rehacerse, la ilusa y egoísta pretensión de alcanzar a un tiempo el perdón y el amor… Y todo ese recorrido para dejarlo de vuelta –ingrata o justicieramente, no es él el más adecuado para valorarlo– en este punto tan cercano al de partida. La secuencia completa de las imágenes pasa a toda velocidad por un hemisferio de su mente, en tanto que el otro se ocupa, con gesto automático, de limpiar un cargador e ir alimentándolo con los proyectiles guardados en la fiambrera. «Hay cosas que una vez aprendidas no se olvidan», cavila sombrío mientras introduce con destreza la munición en el cargador, recordando la instrucción de un fin de semana que recibieron al ingresar en la Organización. En un bosque como este, aunque al otro lado de la frontera.

Cuando ha llenado el cargador con los trece proyectiles, se da cuenta de la vacuidad del esfuerzo, puesto que lo que tiene determinado hacer no requiere más que una única bala. Aun así, introduce el peine en la culata encajándolo con el canto de la mano y vuelve a sopesar el arma con su vientre ya cargado. Todo lo ha hecho de forma mecánica, fluida, con una naturalidad que le sorprende. La luz sesgada de la linterna no llega a iluminar del todo el rostro del hombre joven, pero permite apreciar que, en realidad, sus ojos no ven el objeto al que enfocan, la pistola que sostiene en sus rodillas, sino que están mirando hacia adentro, a los pasajes y sentimientos que han conducido sus pasos hasta allí, hasta ese lugar de su pasado y hasta el borde de negarse el futuro. Porque lo cierto es que siente que no lo hay para él o que la muerte es una alternativa mucho más deseable que arrastrar una existencia privada de ese atisbo de felicidad que, inmerecidamente y rasgando la más honda ley moral, le ha sido dado conocer. «No debiste matar –se reprocha de nuevo–, no debiste amar; no, al menos, a esa mujer, a la viuda de tu víctima».

El hombre joven, que se llama Luke, carga sobre él esas dos transgresiones que ya hace tiempo no puede soportar, ya que tiene la suficiente lucidez para no ignorar que le cierran infaliblemente el único camino que valora como deseable para dar un cierto sentido a su existencia. Por mucho que a veces trate de engañarse e imagine vidas donde no sucede lo que ha pasado en la suya, siempre viene de inmediato el recordatorio de la realidad de los hechos y barre cualquier ensoñación compasiva. Matar, amar. Su vida está de algún modo comprendida en la ecuación moral que componen dos verbos tan opuestos y cercanos. La presencia de una letra, esa T fatal, y el simple cambio de orden de otras dos establecen la distancia que va de la vida a la muerte, del principio al final, de lo bueno a lo malo, de la esperanza al abatimiento absoluto, del gozo al dolor. «De lo que te ofreció ella –se fustiga– a lo que le diste tú».

Aunque en el fondo de su mente continúa un tenso rumor parecido al zumbido de un alternador, se siente reconfortado dentro de ese triángulo de luz en medio de la oscuridad. Ha desaparecido en gran parte la confusión que lo zarandeó en los últimos días, cuando comprendió que no había salida para la contradicción en la que se había visto entrampado. Sabe que confesarle a ella lo que hizo implica, por mucho que ella lo ame, condenarse a su rechazo, que es lo mismo que condenarse a una infelicidad sin remisión. Pero el ocultamiento de su intervención en la muerte de su marido se interpone en su convivencia como una nube perturbadora que impide la plenitud a la que aspira y cree que le debe a Marisol. Incluso en sus momentos de dicha, de complicidad, de entrega, ese secreto que quiere y no sabe o no es capaz de confesarle aparece como un abismo que puede abrirse en cualquier momento en su relación y abocarla al infierno.

Él se siente doblemente culpable, por lo que hizo y por lo que oculta, sin que el arrepentimiento por ambos crímenes le sirva de alivio. Tampoco mitiga su remordimiento el hecho de que lo que surgió entre los dos no fuera algo premeditado, sino un trágico accidente propiciado por su cobardía. Y le duele todavía más, una vez establecido el equívoco, su incapacidad para sostener la trama hasta el final. No ser capaz de ofrecerle esa vida que ella se ha resuelto a aceptar después de una década negándose a vivir, refugiada en la memoria de su marido asesinado y la misión de preservar a su hijo de un ambiente hostil; dejar a esa mujer golpeada en la estacada, una vez que ha vuelto a reír y a atreverse a intentar ser feliz. Pero, ¿cómo acallar la voz agazapada que no cesa de gritarle que el amor que le ofrece a Marisol, por muy hondo que lo sienta, es una perversa compensación por lo que le arrebató? ¿Cómo evitar que el eco de ese grito, que solo descansa cuando ella está en sus brazos, siga royendo su relación con silencios y ausencias que no le puede explicar cuando le pregunta qué le pasa? ¿Cómo arrancarse el remordimiento, la sensación inmunda que le invade, de estar sustituyendo en el corazón de Marisol y en el de su hijo al compañero y al padre que les quitó injustamente?

Luke sale por un momento de su ensimismamiento al notar que la humedad del terreno ha calado el pantalón y adormece sus rodillas. De pronto parece sorprendido de encontrarse allí, donde Aingeru y él enterraron el armamento después del atentado y esperando una nueva acción que no llegó a producirse. A él lo detuvieron a los pocos días, y Laia y Aingeru lograron darse a la fuga y pasar al otro lado de la frontera. Nada ha vuelto a saber de ellos directamente en estos años. Durante gran parte de ese tiempo se sintió afortunado porque no les fuera imputado ese crimen sino otros delitos de menor gravedad, y también porque la detención le permitió ir abriendo los ojos y comprender que la sangre derramada no libera nada, que, al contrario, encadena voluntades y energías a una noria maldita con los grilletes perpetuos de las vidas arrebatadas. Se engañó, sin embargo, al pensar que, después de ajustar cuentas con sus viejas creencias, podría convivir pacíficamente con ese crimen impune. No hay arrepentimiento honesto cuando se asume la culpa, y bien que la siente él, pero se sofoca el reconocimiento del delito, la confesión que debe precederla. Al principio la evitó por puro interés, porque casi nadie que ha padecido la cárcel está dispuesto a alargar su condena pudiendo evitarlo, y luego, en los momentos en que estuvo decidido a hacerlo, a ser radicalmente coherente consigo mismo, por un grado superior de egoísmo: no querer renunciar a la mujer de la persona a la que quitaron la vida y llegar a pensar incluso que ese acto inmoral de suplantación, que le ha permitido rozar algo parecido a la felicidad, suponía en realidad un acto de reparación a sus víctimas.

El antiguo terrorista, el traidor para la Organización y sus fieles, es demasiado lúcido para zafarse del abrazo de sus contradicciones. Tras la última discusión con Marisol, sin ningún motivo concreto –por ese reducto de reserva que ella percibe que no puede traspasar por mucho que lo intente, y por su temor a que la nunca completa entrega de ella responda a una intuición femenina de lo que él oculta–, ha llegado a convencerse de que no hay solución tolerable para el conflicto en el que se ve atrapado, o que, de haberla, tiene un precio impagable, un coste que no podría soportar. Luke vuelve a mirar la pistola que empuña desganadamente y durante unos segundos cruza por su pensamiento la constatación de que está demorando demasiado el paso que tanto le ha costado decidir, y le angustia la simple posibilidad de flaquear, de volver a revivir el torturante proceso del que creía que, por fin, se había liberado. Con un gesto enérgico, tal que quisiera cortarse la retirada, desbloquea el seguro, introduce un proyectil en la recámara, tira de la corredera y la suelta bruscamente. Un minuto antes ha sentido en sus labios, en su lengua el sabor ácido y frío del cañón. En el gesto tantas veces recreado desde que lo eligió como término no figuraba el roce desagradable del metal en sus dientes, la imagen poco airosa de su boca abierta, a la espera de que el dedo índice haga avanzar el gatillo más allá del punto de retorno.

No es miedo a lo que pueda haber más allá del umbral. Si algo ha aprendido es que el infierno y el paraíso están a este lado de la existencia. Pero también se requiere ser valiente para cometer un acto postrero de cobardía. «Habría muy pocos asesinos si el acto de arrebatar la vida a un semejante exigiera como requisito previo acreditar el valor de poner fin a la propia existencia. Entonces solo los locos y los desquiciados matarían», se dice Luke mientras amartilla al arma y cierra los ojos para ver más nítida la imagen de ella en la oscuridad que le rodea.

2

El local es una sinfonía caótica y reverberante de conversaciones, roces de vajilla, entrechocar de cristales y voces de clientes y camareros. Como todos los jueves, a las ocho y cuarto de la tarde, después de cerrar el estanco Marisol ha quedado con Alazne en el Ametsa para tomar una copa de vino y una ración de tortilla. Pero sobre todo para charlar y hacerse compañía. Ese rato arrebatado a la rutina de los demás días, a caballo de la tarde y la noche, se ha convertido para ellas en una tradición, una cita ineludible en la que se cuentan lo que les ha sucedido desde el último encuentro, sus preocupaciones, sus menguadas esperanzas. Alazne es su mejor amiga, aunque sería más exacto presentarla como su única amiga, aquella a la que puede contarle casi todo, la que le saca de quicio con su empeño en que rehaga su vida, «que pareces una zombi, joder», la persona que no le falló cuando todo se fue al garete y se hizo el vacío en su vida.

Como casi siempre, Marisol ha llegado la primera, porque apenas cien metros separan su estanco del bar, en la parte trasera de la plaza, en tanto que el colegio de Alazne se encuentra a las afueras de este pueblo que ya hace tiempo dejó de serlo pese a conservar en los alrededores de la iglesia y el Ayuntamiento las trazas de lo que fue originalmente. Alazne siempre tiene un motivo, un pretexto para retrasarse: una reunión de padres, terminar la evaluación del segundo trimestre, preparar una unidad didáctica. Cuenta con ello y no se lo tiene en cuenta, de modo que como otros jueves ha cogido una mesa pequeña que acababan de dejar libre, ha pedido su copa de tinto y le ha indicado a Endika, el camarero, que cuando aparezca Alazne les lleve su copa y las dos tortillas, que abona por adelantado –así se evita tener que discutir luego sobre a quién le toca esta vez pagar la ronda–.

Cuando al fin llega, solo diez minutos tarde, Alazne se hace presente como un huracán. Saluda aquí y allá, se abre camino entre las mesas, demasiado próximas, reparte perdones y, a medio sentase en su silla, le estampa dos besos enérgicos y se desprende de la cazadora de cuero y del bolso, que deposita a su lado en la repisa del ventanal.

–Perdona, chica, es que es increíble cómo son estos padres de ahora. Pues no te jode que la pareja me pide que a su niño no le evalúe por debajo de bien, porque si no se frustra y eso no es positivo para su desarrollo… –le suelta de entrada mientras le coge las manos por encima de la mesa, las sacude afectuosamente y le dice como otras tantas veces lo requeteguapa que está, y que es un pecado que siga viviendo como una monja, y que si ella tuviera su cara y su tipo llevaría a los hombres a la perdición.

La llegada de Endika con la copa de vino y las tortillas frena la primera acometida de Alazne.

–Gracias, majo. ¿Y qué has hecho esta semana? –vuelve a la conversación apenas iniciada, tras dar un primer sorbo a la copa y mientras parte con el tenedor una esquina del triángulo de tortilla.

–¿Y qué quieres que haga? Lo de siempre, despachar tabaco y periódicos, sellar boletos y vender sellos, cada vez menos. Por lo visto, ya nadie escribe cartas. Bueno, y pelear con el enano, que está de lo más revoltoso. Solo piensa en el fútbol y en su videoconsola.

Desde que instauraron la cita de los jueves, esas tardes a Igor lo espera la abuela Mertxe en el colegio y se lo lleva a su casa para que haga los deberes y cene, aunque demasiadas veces, cuando ella lo recoge, descubre que las tareas están intactas, y la chispa de la velada semanal se apaga entre bufidos y gestos enfurruñados por obligarle a hacer los trabajos del colegio antes de acostarse.

–Quién iba a pensar que Mertxe llegaría a encariñarse tanto con el niño… –dice Alazne cuando le cuenta que su madre le consiente demasiado a Igor y que menos mal que solo lo deja con ella esas horas de cada semana, que lo malcriaría.

Porque Mertxe nunca aceptó que su hija empezara a salir con Juanjo, y mucho menos que decidiera casarse con él, adentrándose en lo prohibido y condenándose a la hostilidad de la comunidad y a la muerte civil. «Pero, hija, maitia,* con la de chicos majos que hay por aquí, ¿tienes que liarte con ese…, con un txakurra?** No seas loca, piénsatelo bien, no eches a perder tu vida». Marisol lamenta que su amiga haya abierto ese portillo al pasado, por donde se cuelan de rondón, arañándole el alma, recuerdos que ha logrado domesticar pero no puede hacer desaparecer, y que vuelven una y otra vez. Qué se le va a hacer, está acostumbrada y es lo lógico, porque su vida, pese a sus 34 años muy bien llevados, según Alazne, tiene más ayer que futuro.

No han sido pocas las veces que ha considerado que quizá su madre tenía razón, que no debió desafiar las normas no escritas de la tribu, arriesgándose a quedar marcada en la cerrada comunidad que habitan y a la desgracia. «¿Estás loca? ¿Dónde te crees tú que vives? ¿No ves que nos pones en evidencia?». Esas fueron las tres preguntas que como tres bofetadas le soltó Mertxe tras haberse enterado de que la persona que está viviendo con su única hija, el joven al que llegó a recibir en su casa, era un guardia civil. Hay momentos, cuando más le oprime el peso de la memoria, que reconoce que quizá se dejó llevar por el ímpetu de la juventud, no porque desconociera el tabú y las convenciones de la comunidad apuntaladas por el miedo, sino porque creyó que su mera voluntad bastaría para neutralizar la inconsistencia de ese código cerrado y sustraerse a las consecuencias de la transgresión. Pero, incluso en esos instantes en los que las dudas la arrinconan y se siente asediada por el futuro gris que ella misma parece buscar, al final se reafirma en los pasos que dio. No estaba loca y sabía a lo que se arriesgaba cuando decidió salir por amor de la ciudadela del nosotros para exponerse a la intemperie con uno de ellos. Por el derecho a intentar ser feliz con Juanjo estuvo dispuesta a afrontar las miradas preñadas de desprecio, los cuchicheos a su espalda, los saludos negados de quienes hasta la víspera eran amigos o vecinos; hasta los insultos mascullados y la pintada acusadora en el escaparate de la mercería de su madre. Lo que nunca llegó a imaginarse del todo, pese a temerlo, es que Juanjo terminara en aquel ataúd, que no le dejaron abrir pese a sus gritos, y que el estallido de la bomba volara también todos los planes que se habían prometido.

Y no es que no fuera consciente del riesgo exacto que corrían. Estaba enamorada, sí, pero no era ingenua. De vez en cuando, la noticia de un coche-bomba, de una emboscada, golpeaba su insegura felicidad con el recordatorio innecesario de que la próxima vez la víctima podría ser él y no el compañero cuya foto aparecía en la pantalla de la televisión, o el concejal de alguno de los partidos políticos señalados por la Organización como enemigos del pueblo. Y si no era un atentado, se lo recordaba la atmósfera envenenada de las algaradas callejeras, los carteles y pintadas omnipresentes en los muros, y la asfixiante rutina que se habían impuesto cuando él decidió dejar la relativa protección de los muros del cuartel para empezar a vivir en el pequeño piso de las afueras de la localidad: «Ni se te ocurra secar el uniforme en el tendedero; recuerda, trabajo en las oficinas de la Seguridad Social de la Kapital; nada de nombres en el buzón; avísame si ves a tipos en actitud sospechosa cerca del portal; no abras ningún paquete sin que yo lo vea…». Mas las pautas de autoprotección que él seguía a rajatabla: mirar por la ventana los alrededores antes de salir, bajar alternamente por las escaleras o en el ascensor, asomarse a la calle disimulando antes de pisar la calle, aparcar el coche a distancia del bloque y nunca en el mismo lugar, abrirlo siempre con el mando a distancia o aparentar ser muy torpe con las llaves para disimular ese arrodillarse para inspeccionar que no hay una bomba lapa alojada en los bajos del coche. Sin embargo, las horas en que estaban juntos compensaban el desgaste de esa rutina y del aislamiento social: el que se habían impuesto y al que habían sido condenados. Se sentían fuertes en su amor y, sobre todo, confiaban en resistir los dieciséis meses que faltaban para que Juanjo pudiera optar a otro destino, quizá en su Salamanca natal, donde desaparecerían las nubes opresivas del terror, de esa guerra asimétrica que les envolvía y en la que las víctimas eran casi siempre del mismo bando.

Con el tiempo, Marisol había entendido mejor la perspectiva de su madre, con la que siempre ha mantenido una relación tirante, quizá porque, en el fondo, se dice, «tenemos el mismo carácter: no nos gusta que nos determinen lo que tenemos o no que hacer». La diferencia radica en que Mertxe nunca se habría atrevido a romper amarras con su entorno vital, a salirse de la asfixiante pero cómoda burbuja del clan, y ella sí lo hizo. Sin embargo, esa comprensión de la perspectiva materna nunca llega al punto de aceptar que pudiera haberse equivocado cuando vinculó su destino a quien llevaba marcado el estigma de lo ajeno en su máxima categoría de enemigo. Admitirlo sería traicionar la memoria de su marido muerto y reconocer la inutilidad del sacrificio que se ha impuesto para que su hijo crezca sano y sin rencor en esa sociedad hostil a sus padres y que tanta prisa parece tener para olvidar, ahora que la pesadilla del terror empieza a deshilacharse. Marisol tampoco quiere juzgar a su madre. Las muchas horas de convivencia con su dolor, desde el instante en que supo destruidos todos los sueños que había forjado con Juanjo, le han hecho más comprensiva con las debilidades y contradicciones de los demás, aunque sin caer en el cristiano consuelo del perdón. No perdona ni va a perdonar a quienes le arrebataron su marido e hicieron huérfano a su hijo no nacido, y menos a los que con sus mentiras y fervores hicieron posible que en este país matar y odiar fuera tan fácil y confortable. Mertxe, como la inmensa mayoría, no hizo otra cosa que adaptarse, callar y mirar para otro lado para seguir formando parte del pueblo salvable.

Tampoco la vida de su madre, reconoce Marisol, ha sido una carroza de fiestas. Apenas pudo disfrutar algunos años más que ella de su marido, su padre. El recuerdo más nítido que tiene de su padre está fijado en la fotografía de un color atroz que figura enmarcada en la vitrina del salón de la casa materna: Ángel, o Aingeru, como Mertxe lo rebautizó cuando comenzaron a salir para pulir su condición de joven inmigrante castellano, aparece en la imagen con ella en brazos, vestida de casera con abarcas de cuero y pañuelo blanco en la cabeza. La foto fue tomada por un fotógrafo ambulante en las fiestas de la localidad; ella acababa de cumplir cinco años. Aparece seria, pero confiada, sobre el brazo derecho de su padre, quien con chaqueta azul y camisa blanca afronta la cámara con una sonrisa franca y satisfecha; su madre, cogida del brazo izquierdo de su Aingeru y el rostro levemente girado hacia ellos, los mira con arrobo. «¡Qué guapo era tu padre, ¿eh?! ¡Y qué felices éramos entonces!», exclama su madre cada vez que ella se acerca al mueble y toma la foto para verla más de cerca, recobrar la figura paterna, cuyos rasgos se le desdibujan en la memoria, y volverse a reconocer en aquella niña que fue, de ojos atentos y gesto decidido. También en esto ha terminado pareciéndose a su madre: en lo poco que les han durado los maridos a las dos. Apenas cuatro años después de esa foto, Aingeru murió en un accidente en la planta siderúrgica, golpeado por la plancha de acero que se desprendió de una grúa. Y su madre se encontró, a la edad que ahora tiene ella, viuda y con una sombra de amargura hospedada para siempre en sus ojos.

Pero Mertxe no se dejó atrapar en el luto. Con el dinero recibido de la indemnización por el accidente compró una lonja en la calle Mayor y aprovechó su experiencia de soltera como modista para montar una mercería. Con ella salieron adelante las dos desahogadamente. Su infancia y adolescencia tienen su teatro, más que en el piso familiar, en el mostrador y la trastienda de la mercería, adonde acudía cada tarde al salir del colegio. Sobre todo en la trastienda, ese reducto acogedor en el que se colaban con sordina las conversaciones de la mercería, se zampaba la merienda, hacia los deberes y leía sus libros en una mesita junto a la vieja máquina de coser de su madre, con la que seguía haciendo arreglos para la clientela. Más tarde, cuando fue a estudiar Filosofía y Letras en la Kapital, también arribaba allí al bajar del autobús, muchas veces acompañada de Alazne. Hasta que a Mertxe le detectaron el tumor. Con gran disgusto de su madre, Marisol decidió abandonar la carrera en tercero para hacerse cargo de la mercería mientras Mertxe recibía el tratamiento, y luego, pese a que los médicos consideraron que el cáncer estaba bajo control, pasó definitivamente de la trastienda al mostrador y los estudios quedaron atrás como el paisaje que desfila cuando viajas por una carretera.

Un codazo nada discreto de Alazne hace salir a Marisol de sus pensamientos.

–Mira a ese tío al fondo del mostrador. No te quita ojo –le dice señalando con la cabeza al otro extremo del local, ligeramente a su espalda. «Ya está Alazne buscándome novio», piensa al tiempo que se gira para mirar adonde le indica su amiga.

Casi al final de la barra, junto al reservado para el camarero, un tipo joven, de su edad, calcula, ha bajado culpablemente la cabeza hacia su cerveza al recibir su mirada.

–Jodé, chica, qué poco disimulada eres... Me lo has asustado. Y está muy bien.

–¿Seguro que me estaba mirando a mí?

–A las abuelas de la mesa de al lado seguro que no. Fíjate, ya verás como vuelve a las andadas. Pero sé un poco más discreta.

A través del reflejo del ventanal, sin tener que girarse, Marisol puede divisar al tipo. Ciertamente, no es mal parecido. Viste una cazadora azul marino y el pelo negro, no muy largo, se le ondula en la frente. No debe ser del pueblo, su cara no le suena, aunque tampoco le resulta totalmente desconocida. Y sí, cuando ellas han regresado a su conversación, él vuelve a mirar con fijeza en su dirección, pero con un aire ausente, como si al mismo tiempo estuviera negociando con asuntos más graves en su cabeza.

–¿Te convences, incrédula? –le pica Alazne.

–Igual eres tú la que le interesa.

–Sí, seguro. No voy a negar que tengo mi aquel –bromea Alazne–, pero los ojos de ese tío no están por mi cuerpo mortal. Yo que tú le pasaría el teléfono; quién sabe, igual es un buen partido.

Las dos amigas prolongan en tanto que dura el vino en las copas su repetido coloquio sobre la urgencia de sacar a Marisol de su vida de monja, sin abandonar el marcaje disimulado al hombre, que sigue mirando hacia ellas con insistencia, pero sin un gesto que denote la mínima intención de acercarse a la mesa.

–Ahora vamos a verlo de cerca –anuncia Alazne cuando llega el momento de retirarse. Recoge el bolso y el chaquetón y, decidida, precediendo a su amiga, encamina la salida hacia la puerta situada en la otra esquina del local, lo que implica pasar al lado del desconocido.

El joven no soporta la revisión descarada que le hace Alazne al cruzarse y baja la vista con un ligero rubor. Sin embargo, cuando ellas ya están fuera del bar, él parece cobrar movimiento y sale tras sus pasos. Al alcanzarlas, se arma de valor y la aborda.

–Disculpa. Tú eres Marisol Álvarez, ¿no? –tantea.

Y al asentir ella con la cabeza, entre divertida e intrigada, pregunta:

–¿Podríamos hablar?

* Cariño, querida/o, amada/o, en euskera.

** Perro, en euskera.

Luke

Llevaba varios meses tratando de prepararme e infundirme ánimo para hacer lo que me había impuesto mi conciencia. No es cómodo convivir con la carga de la culpa cuando has matado a otra persona y te has arrancado dolorosamente cualquier excusa o justificación que pudiera atenuar la sinrazón de lo que hiciste, sin dejar resquicio alguno al que agarrarte. Cuando a mitad de la condena rompí con la Organización y me convertí en un arrepentido sin matices, creí que los años pasados en la cárcel y la pena añadida del vacío social que asumí bastaban para saldar la deuda de ese crimen que no se me imputó cuando fui detenido. Sin embargo, cuando te desprendes de la armadura del fanatismo y expones tu conducta a la luz, no cabe el autoengaño. La época, la situación política y social, el ambiente, la juventud, las relaciones ayudan a entender el contexto, ponen el decorado de la trama, pueden reclamarse quizá como atenuantes, pero no justifican nada. Cada uno es responsable de los actos cometidos u omitidos que causaron el daño, y no quedas eximido de la culpa por mucho que te arrepientas de lo que hiciste y desees que no hubiera ocurrido.

Esta dura lección la aprendí en la cárcel por boca de un sacerdote. Sí, del cura de la prisión, a quien recurrí como remedio desesperado para descargarme de mi angustia, pese a que nunca he tenido presente la religión en mi vida. Sigo sin tenerla, pero llegué entonces a la conclusión de que solo a alguien acostumbrado a tratar con pecadores y con Dios, si es que existe, podía confiarle el motivo de mi desazón, y que solo él podía ayudarme a sanarla. Y me iluminó el camino, es cierto, aunque a costa de cargarme con mayores pesares. «El arrepentimiento es verdadero cuando duele de verdad, y lo que has hecho, renunciar abiertamente a la violencia, demuestra tu sinceridad», me dijo Jorge al abrirle en canal mi pasado. Pero, si bien me aseguró el secreto para mi crimen –«Tranquilo, esto queda entre tú y yo. Es como si te estuviera confesando»–, no pudo darme el consuelo que buscaba: «Lo siento, yo no puedo absolverte de esa culpa. Quizá lo haga ese Dios en el que dices que no crees. Pero eso –me advirtió–, no va a apaciguar tu conciencia. El perdón es un don que solo puede concederlo quien ha sufrido la ofensa».

Acudí a él buscando sosiego, consuelo, y me entregó la confirmación dolorosa de lo que ya sospechaba y me resistía a aceptar. Por egoísmo, por pura conveniencia. Porque era muy consciente de que la sanación que pretendía implicaba confesar mi participación en el atentado que acabó con la vida de aquel teniente de la Guardia Civil, no seguir ocultando uno de los muchos crímenes no resueltos que ha dejado atrás la Organización. Y este reconocimiento suponía un mínimo de veinte años más de privación de libertad. Una condena añadida que no me sentía con fuerzas de soportar. Para eso, mejor la muerte.

En los últimos años que pasé en la cárcel y en los meses que llevo en libertad condicional he rumiado este dilema hasta volverme loco, como un hámster girando continuamente en su rueda. He imaginado mil salidas y situaciones que me permitieran aliviar la conciencia sin sufrir una penalización adicional, si bien desde el principio sabía o sospechaba que me estaba haciendo trampas, porque ya conocía exactamente los imperativos que arrastraba mi pretensión. ¿Pero puede reprocharse a alguien que quiera salvar su alma sin pasar por el infierno? No pretendo suscitar compasión exponiendo el sufrimiento que me ha acompañado desde que renegué de mi pasado. Pocas jornadas he vivido en las que al remordimiento por lo que hice no se haya superpuesto el martilleo, todavía más doloroso, de la culpa no saldada. Creí que esa irritación la aliviaría la libertad, sumergirme de nuevo en las gozosas rutinas de la vida sin muros ni cancelas; sin embargo, no fue así. Estando libre, el sentimiento de culpa, la sensación de estar rehuyendo la responsabilidad de aquel crimen como un sablista escapa de sus deudores fue limando mi ánimo, hasta convertirme en una persona apagada y taciturna. Y no, no era «el precio de la cárcel», como dictaminaban compasivamente los amigos y familiares que me arroparon.

El caso es que me aproximé a la senda tenebrosas de la depresión y hubo momentos en los que llegué a considerar preferible la salida más radical. Hasta que se abrió en mi mente una alternativa que en circunstancias ajenas habría tachado de melodramática y que al desplegarse me pareció la opción más plausible: poner mi destino en manos de la viuda de nuestra víctima, de la madre del hijo que impedimos que él llegara a conocer. Debía acercarme a esa mujer, confesarle mi participación en el asesinato, solicitar humildemente su perdón y quedar a expensas de su veredicto. La de veces que imaginé la escena con sus múltiples variaciones posibles... La lógica me decía que la mujer, si no me tomaba por un loco o un desalmado y creía mi confesión, se apresuraría a denunciarme. Había llegado a asumir esa eventualidad como la más probable. Esa reacción sería la natural en cualquier persona a la que le han arrebatado un ser querido. Pero mentiría si ocultara que en un recodo de mi pensamiento albergaba la consoladora esperanza de que quizá la mujer sería sensible a mi arrepentimiento sincero y que, pese al dolor por el asesinato de su marido y al resentimiento contra sus asesinos, me otorgaría la gracia de su perdón por inmerecido que fuese. Una indulgencia, debo admitir también, que, interesadamente, imaginaba acompañada de la renuncia a denunciarme, conmovida por mi contrición y dado que nada podía reparar ya una larga condena en prisión, otra más. Una ficción demasiado interesada y novelesca, sin duda. Pero he de decir en mi descargo que, aun deseando fervientemente ese último desenlace, estaba terminantemente dispuesto a arrostrar la peor de las hipótesis.

Me costó más de lo que imaginaba obtener información sobre el paradero de la viuda. Lo conseguí a través de mi abogado, a quien no informé de mis propósitos, y que dejó aflorar su extrañeza por mi interés por la víctima de un atentado que, desde su conocimiento, no me concernía. Sin embargo, no me hizo preguntas y al cabo de un tiempo me facilitó un nombre, Marisol A., y una dirección. Me sorprendió que la mujer del guardia civil fuera vasca y que siguiera viviendo en Euskadi después de la muerte de su marido. Ni una cosa ni la otra eran habituales en ese tiempo, pero sin duda facilitaban mi empeño. Lo que no esperaba es que me resultara tan difícil llevar a la realidad el plan que con tantos detalles y variantes había madurado en la imaginación. Finalmente, un día logré arrinconar las excusas con las que se disfrazaba el miedo a afrontar ese encuentro y, al acabar el trabajo en la consultoría jurídica, cogí el coche y conduje hasta la localidad donde vive ella. Hasta no estar en camino no caí en la cuenta de que me estaba dirigiendo al lugar donde se cometió el atentado. Aun así, logré resistir el impulso impetuoso de darme la vuelta que me llegó como una náusea, trayéndome sensaciones que creía ya sepultadas.

Aparqué a distancia razonable de la dirección que había conseguido y me dirigí al portal. No sé qué fuerza me activó para pulsar el timbre del portero automático, ya que mi cerebro bullía en ese momento en un caldo de contradicciones que anulaban el pensamiento. Me alivió que nadie contestara a los sucesivos timbrazos. Toqué entonces el botón del piso vecino. Más silencio envuelto en un zumbido eléctrico. Al tercer intento, una voz femenina: «Sí, ¿quién es? Hola, buenas tardes, perdone... No, a esta hora no hay nadie en casa, estará en el estanco... Sí, en el de la calle Alameda… De acuerdo, muchas gracias».

No me costó demasiado encontrar el estanco, cerca del casco antiguo. Ocupaba una lonja no muy grande, pulcra y luminosa. A través de la puerta podía verse un largo mostrador perpendicular a ella y a su espalda toda la pared estaba recorrida por baldas con pequeñas hornacinas que guardaban las diferentes marcas de cigarrillos, puritos y tabaco de liar. En la pared de enfrente, un expositor de madera con los periódicos locales en la parte baja y, en la parte superior, un amplio muestrario de revistas de todo tipo, y cuadernos de crucigramas y entretenimientos. En el extremo del fondo donde terminaba el mostrador, una puerta cerrada denotaba la existencia de un trastero o almacén. Pasé un par de veces por delante de la puerta y del escaparate haciéndome el interesado en las portadas de las revistas y los artículos para el fumador que estaban expuestos y desviando la vista hacia el interior. Una mujer joven de cabello castaño, con un suéter azul de cuello vuelto, despachaba a un cliente mientras otras dos personas aguardaban detrás. Tenía que ser ella. No pude ver con claridad su rostro, pero de su figura no se desprendía la imagen que me había hecho de una viuda.

Haberla localizado era un avance, pero los pasos sucesivos que debía dar me abrumaban hasta aturdirme. ¿Cómo abordarla? ¿Cómo conseguir que me prestara atención para lo que tenía que decirle? ¿Cuáles eran el modo y el lugar adecuados para revelar a una mujer en plena calle que fuiste, que eres el asesino de su marido? La tarde iba avanzando hacia la noche. El choque con un transeúnte –«perdón»–, me hizo salir de mis profundidades y me alertó de que no estaba siendo discreto al rondar junto al estanco. Tampoco me sentí mejor al alejarme hasta la bocacalle siguiente, en cuya esquina me aposté haciendo como que consultaba la pantalla de mi teléfono. Fue como si me viera desde fuera repitiendo los movimientos y pautas de la existencia que tan radicalmente había repudiado, y sentí asco. Y el malestar no cedió por más que razonara que el propósito de este acecho era reparador, nada más alejado de las intenciones criminales del pasado. La ansiedad me inundaba acolchando los sonidos del exterior. Eché de menos la ayuda de un cigarrillo con una intensidad que no había sentido desde que dejé el tabaco en la cárcel. «Pues ahí tienes un estanco», se burló una voz interior.

Fueron transcurriendo los minutos sin que resolviera el nudo crucial de cómo forzar el encuentro con la mujer. Entretanto, varias personas entraron y salieron del estanco. Hasta que, a las ocho, se apagó la luz del escaparate y una iluminación más tenue permaneció en el interior del establecimiento. «Habrá cerrado la puerta», deduje. Diez minutos más tarde, una mujer de unos sesenta años y un niño con chándal y un balón de fútbol en las manos se acercaron a la puerta, que se abrió a su llamada. Las luces se apagaron completamente y ella salió a la calle. Le dio un beso al chaval, su hijo, el hijo de…, supuse, cruzó unas palabras con la mujer, su madre seguramente, y bajó el cierre metálico del local. Luego, los tres, el niño en medio de las dos mujeres, se alejaron por la acera en la dirección contraria, dejándome varado entre sentimientos contrapuestos: la frustración de no ver la oportunidad para quitarme de encima la opresión que me martirizaba y el alivio de tener una excusa para no afrontar ese momento que tanto ansiaba y temía. De modo que seguí sus pasos a distancia, vi cómo ella y el niño se separaban de la mujer mayor en una esquina y luego se dirigían hacia el edificio que había inspeccionado unas horas antes. Cuando entraron en el portal yo volví al lugar donde había aparcado el coche.

Fue el primero de mis numerosos viajes vespertinos, a la busca del momento y lugar oportunos para abordar a esa mujer en la que había depositado la esperanza de hacer las paces con mi pasado y conmigo mismo. Las tardes en las que el trabajo en el bufete me lo permitía, tomaba el coche y recorría esos treinta kilómetros, que se convirtieron en un peregrinaje familiar e incómodo. Nunca pude desprenderme de la sensación viscosa de estar repitiendo pasos y rutinas que me retrotraían a esa etapa que deseaba enterrar tan hondo como fuera posible, ya que no podía borrarla ni con el olvido. Procuraba llegar poco antes del cierre de los comercios. Aparcaba en un lugar diferente cada vez, siempre en los alrededores del casco antiguo, y me encaminaba hacia las bocacalles próximas al estanco con los sentidos despiertos para no llamar la atención. Llegué a conocer las calles del centro, sus rincones y soportales, los bares, carnicerías, tiendas de fotos, fruterías y negocios varios mejor que los vecinos del pueblo. La localidad, como el resto del país, había cambiado mucho en los años transcurridos. Todo era más luminoso, incluso en los días de lluvia: las piedras de las casas, más limpias; el pavimento de las calles, como recién inaugurado; los escaparates, alegres e invitadores; hasta las pintadas y pancartas que hacían presente a la Organización ahora en retirada y afirmaban la continuidad de su culto aparecían testimoniales, tristemente decorativas. Sin embargo, los avances en mis pesquisas fueron poco alentadores. La rutina también regía en la vida de Marisol y dejaba escasos resquicios para un encuentro propicio que encajara en cualquiera de las abundantes simulaciones que imaginaba sin descanso.

Hubo momentos en que me abandoné al desánimo y otros en los que, cansado ya de inventar excusas con los compañeros del trabajo para no acompañarlos a tomar algo a la salida, pensé en renunciar a mis propósitos, tratando de convencerme de que era posible convivir con el cáncer de la culpa. Al fin y al cabo, me animaba, pocos son quienes están libres de faltas contra algún mandamiento. Sin embargo, era incapaz de convencerme, porque sabía que ni marchando al último confín de la tierra podría librarme de esa carcoma que roía mi conciencia día y noche.

Finalmente concluí que la oportunidad más propicia para abordar a la mujer era un jueves, a la salida de la cafetería en la que ese día de la semana quedaba con una amiga, siempre la misma. Durante varios días estuve controlando sus citas, que repetían un patrón similar. Siempre a la misma hora, aunque raramente llegaban al mismo tiempo: la búsqueda de una mesa libre por la más madrugadora, el beso con abrazo al encontrarse, las copas de vino y las tortillas, una burbuja de conversación animada por los gestos y efusiones de la amiga, y al cabo de una hora –o media más, excepcionalmente–, la salida del bar, un corto paseo hasta el arco de la plaza y una corta despedida de beso y abrazo antes de marchar cada una a su casa. Procesando esos datos, descarté acercarme a ella en el interior del bar: demasiado ruido, demasiada gente, demasiados ojos y oídos atentos a la presencia de un desconocido que solicita la atención de la viuda para remover la lápida del dolor. Igualmente deseché abordarla una vez que se despidiera de su amiga: ¿cómo reaccionaría ante un extraño que alcanza sus pasos avanzada la noche en una calle solitaria y reclama su atención? Concluí finalmente que la opción menos desfavorable era el momento de abandonar el bar, cuando la cercanía de la gente y la presencia de su amiga podían atenuar sus reparos a una presentación imprevista.

Y después de dos intentos penosamente abortados por mi indecisión, resolví que esa era la oportunidad. No me sentía capaz de seguir soportando el tormento de más viajes hirvientes de expectativas y tensión, y más regresos llenos de frustración, doloridamente consciente de que la cuenta sigue sin saldarse y va a seguir aplastándome, sobre todo por las noches. Esa tarde llegué media hora antes del cierre del estanco. Repasé arriba y abajo la calle Alameda, deteniéndome en algún que otro escaparate para gastar tiempo y disimular el merodeo y la ansiedad. Cuando la mujer bajó las persianas del local y se dirigió hacia la plaza, seguí sus pasos a distancia con la vista nublada por la tormenta que me latía en las sienes. Me quedé fuera del Ametsa mientras veía a través de la cristalera cómo Marisol cogía una mesa y hablaba con el camarero. Luego vi llegar a su amiga, cómo se saludaban y se cogían de la mano conversando con viveza. Al fin, para cortarme la retirada, me obligué a entrar en el bar y me situé en un extremo de la barra, junto a la puerta, desde donde podía divisarlas discretamente. Pedí una cerveza al tiempo que me esforzaba por interesarme por los lances del partido de fútbol que, sin sonido, echaban por la televisión. Sin embargo, una y otra vez, sin darme cuenta, la vista se me escapaba en dirección a la mesa del fondo, y al menos una vez me sentí descubierto por la amiga de la mujer.

Conforme pasaba el tiempo y el momento inevitable se acercaba, me iba inundando el desasosiego y sentía que en su caldo hirviente se fundía el hilo del discurso que había ensayado decenas de veces. No me ayudó a recobrar la lucidez la segunda cerveza que pedí. Cuando finalmente vi que se levantaban y se despedían del camarero, me sentí paralizado, como si todo mi cuerpo y cada una de sus células se hubieran petrificado. Y en ese estado de parálisis pasaron junto a mí, hacia la puerta. Al llegar a mi altura, su amiga, que la seguía, me escaneó entre descarada y divertida, y fue esa mirada la que me sacó del pasmo y me empujó a salir detrás de ellas. Las alcancé a unos metros. Las dos se giraron al sentir mis pasos.

–Perdona, tú eres Marisol, ¿no? –acerté a decir con un hilo de voz, dirigiéndome directamente a ella, mientras su amiga daba un paso al lado.

–¿Nos conocemos? –preguntó sin rehuir el encuentro.

–No… Bueno… sí. De alguna manera sí que nos conocemos. ¿Podríamos hablar? Tengo algo que contarte –balbuceé.

Ella se dio cuenta de mi azoramiento y volvió la vista, como pidiendo consejo, hacia la amiga, que seguía la escena intrigada, imaginándose no se sabe qué. En cualquier caso, debió verme más desvalido que peligroso. Entonces se volvió hacia mí.

–Bueno, ¿quién eres?, ¿qué quieres? –me encaró.

Era la primera vez que veía su rostro de tan cerca, mirándome directamente a los ojos con la franqueza serena de las mujeres hermosas que no se dan importancia. Había ido buscando a la víctima y me encontré a la mujer. Sentí un deslumbramiento, un fogonazo que me sacudió por entero, y la fuerza de su vibración disolvió en la nada todas las intenciones, todas las explicaciones que tan dolorosamente había construido para ese momento. Me quedé aturdido, desnudo y paralizado en su presencia, y sucedió lo único que no había calculado que pudiera suceder.

Marisol

Alazne siempre me reprocha que me niego a darme una segunda oportunidad. Me dice, como mi madre, que no tengo derecho a prohibirme intentar ser feliz de nuevo, que el mundo no se acaba con una desgracia como la mía, que muchas parejas comienzan o recomienzan su vida a nuestra edad, y tienen hijos, y acaso vuelven a ser felices o algo parecido. Y cuando quiere ser cruel, porque Alazne es un cielo, pero en ocasiones sabe también herir, me acusa de recrearme en mi papel de víctima, de viuda sufriente y ejemplar encadenada a la memoria del marido muerto. Y eso me molesta, porque, si de algo he querido rehuir, es de la condición de víctima. A ver si me explico… Lo soy. Ser víctima no es algo que se pueda elegir, sino que te sucede, se te impone fatalmente. Lo que quiero decir es que, desde aquel día, terminado el funeral, me prometí que no iba a actuar como se supone que deben hacerlo las personas a las que el terrorismo ha arrebatado una persona querida. No quise esconderme de la gente del pueblo y mucho menos marcharme con mi hijo y mi madre, como se me aconsejó, a rehacer mi vida en otra ciudad. Lejos del lugar donde asesinaron a mi marido y me señalaron como traidora (Salduta, pintaron en el escaparate de la mercería después del atentado) por atreverme a querer a un guardia civil, a una no persona: un perro, según ellos.

Tampoco quise vestirme de luto ni he querido relacionarme, pese a compartir su dolor, con las familias de otras víctimas de la Organización. Ignoro quiénes fueron los autores del atentado –no es el único cuya autoría sigue sin esclarecerse–, aunque tampoco me importa demasiado, porque sí sé quiénes han sido los responsables últimos de tanta tragedia gratuita. Nunca les perdonaré: a ellos y a las personas, las buenas gentes, que marcaron con un triángulo amarillo nuestra relación –qué pena, una chica de aquí y juntarse con uno de ellos–, y que ahora, cuando la pesadilla está a punto de llegar a su fin, vuelven a saludarme cuando me cruzo con ellas en la calle, como si nada hubiera pasado. Y claro que ha pasado, que me lo pregunten a mí, que tengan la decencia de preguntárselo a los centenares de personas, mujeres, padres, hijos, hermanos que han sufrido tanto o más que yo las hazañas criminales de estos patriotas. Pese a ello, no deseo hacer ostentación de mi pérdida ni quiero reclamar justicia en público. Lo hago por Igor y por mí, pero también por mi marido. Porque, aunque lo mataron por ser lo que era y representaba, no me casé con un uniforme, con una causa o con un bando, sino con Juanjo. Yo ya me entiendo.

Por eso me molesta que Alazne crea que me he quedado atrapada en aquel trauma y he renunciado a vivir. Sucede simplemente que desde entonces no he sentido la necesidad de buscar otra relación, no me he puesto en el escaparate. He estado demasiado ocupada en criar a Igor y protegerlo del ambiente que lo convirtió en huérfano sin haber nacido. Ya puestos, tampoco a ella le ha ido mejor con los hombres, y eso que está todo el día con el cartel de disponible puesto. Pero no voy a ser mala. Aunque tenga sus cosas, quién no, es mi mejor amiga y siempre ha estado a mi lado. También cuando me convertí en una apestada al enamorarme de Juanjo. Ella no me volvió la espalda cuando tantas personas lo hicieron. «No te preocupes por mí, preocúpate por ti, que tenemos la misma edad», le digo cuando vuelve a darme la tabarra con lo del novio. Y le emplazo a que se empareje primero ella, que entonces me pondré yo en el mercado. «Es que lo tuyo no tiene perdón de Dios, con esa cara y ese tipazo», termina contestándome. Pues ya ves de lo que me ha servido, Alazne.

Viene esto a cuento de lo sucedido el jueves pasado en el Ametsa. Estábamos tomando nuestro vino y nuestra tortilla como todas las semanas y hablando de nuestras cosas cuando Alazne cortó la conversación, me dio con el codo y, señalando con la cabeza en esa dirección, me dijo que había una persona que no me quitaba el ojo de encima. No le di mayor importancia, otra de Alazne, y miré adonde me había indicado. Al fondo de la barra, el hombre bajó la vista con un gesto culpable al darse cuenta de que le miraba. No era cliente habitual ni me sonaba que fuera alguien del pueblo. Durante un rato, Alazne y yo estuvimos bromeando sobre las supuestas intenciones del desconocido. En el reflejo de la cristalera podíamos controlar, sin que él se diera cuenta, las miradas que nos dirigía de vez en cuando. Era evidente su interés hacia nosotras, aunque su comportamiento en nada se aproximaba al de alguien que pretendiera establecer contacto con una mujer; ningún gesto, ninguna invitación, ningún ademán de acercarse a nuestra mesa.

Desde luego, no se trataba de ningún ligón experimentado. Por el contrario, se le veía azorado con la cerveza entre las manos y dirigiendo alternativamente sus ojos hacia nuestro rincón y al fondo de su vaso. Me dejé enredar en la partida que comenzó Alazne. Calculamos que el desconocido tendría más o menos nuestra edad. Vestía de forma informal, pero con gusto, y me pareció guapo. «Está como un bollo de nata», resumió Alazne. Sin embargo, lo que me llamó especialmente la atención fue la sombra de tristeza que orlaba su rostro, haciéndolo más adulto de lo que aparentemente era. Me había encontrado esa marca otras veces. La conocía de vérmela en el espejo, la señal que deja la vida cuando quiebra tus sueños. Y sí, reconozco que me interesó, y me abandoné, divertida, a las conjeturas que iba lanzando mi amiga sobre la identidad y las intenciones del extraño.

No lo sé, quizá esa noche había desmochado sin darme cuenta la muralla de los sentimientos. No creo que una simple copa de vino fuera el motivo de que, por una vez en tantos años, siguiera a Alazne en sus ensoñaciones. Durante un rato se estableció una infantil esgrima de miradas y ocultamientos entre el desconocido y nosotras. Cuando las miradas se encontraban sin querer, el extraño bajaba la cabeza hacia su cerveza con gesto culpable o se ponía a mirar el televisor, mientras que Alazne y yo nos recogíamos también con una sonrisa encendida.

–¿Te convences? No deja de mirarte a ti –dijo Alazne, insistiendo en que el tipo tenía su aquel, porque era atractivo y no tenía pinta de ser un conquistador, a menos que su aspecto tímido y torturado fuera una sofisticada estrategia de seducción–. Y está como un pan.

–¿No habías dicho que estaba como un bollo de nata?

–Bueno, el pan de entrada, y el bollo de nata para el café.