Matilde debe matar - CRISTIAN ACEVEDO - E-Book

Matilde debe matar E-Book

Cristian Acevedo

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Beschreibung

Hay novelas audaces, novelas prudentes, experimentales, irreverentes, prometedoras, póstumas. Hay personajes que consiguen quedar impregnados en la retina de los lectores. Y hay personajes que consiguen, además de todo esto, sobrevivir. Matilde, nuestra heroína, logró algo épico: sobrevivió a sus propios coprotagonistas, a los lectores que tomaron la pluma por asalto y a su propio escritor. Porque la historia que usted tiene en sus manos es todo lo mencionado, pero es también un juego, un enigma, un acertijo, una gran broma literaria. Matilde debe matar saca a la luz una verdad que muchos se preocupan en ocultar: existe una sociedad secreta que estudia la actividad de los lectores, sus patologías, sus pesares. Nos referimos al Club de los Lectores Imaginarios, del que todos, incluido usted, formamos parte. Para entenderlo, no tendrá más que adentrarse en esta historia. Quien se atreva descubrirá una variedad de claves, guiños e insinuaciones (algunos evidentes, otros un tanto más encriptados) del panorama literario actual. La verdad principal, la evidente, la innegable: los escritores no son necesarios.

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Seitenzahl: 168

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Hay novelas audaces, novelas prudentes, experimentales, irreverentes, prometedoras, póstumas. Hay personajes que consiguen quedar impregnados en la retina de los lectores. Y hay personajes que consiguen, además de todo esto, sobrevivir. Matilde, nuestra heroína, logró algo épico: sobrevivió a sus propios coprotagonistas, a los lectores que tomaron la pluma por asalto y a su propio escritor. Porque la historia que usted tiene en sus manos es todo lo mencionado, pero es también un juego, un enigma, un acertijo, una gran broma literaria.

Matilde debe matar saca a la luz una verdad que muchos se preocupan en ocultar: existe una sociedad secreta que estudia la actividad de los lectores, sus patologías, sus pesares. Nos referimos al Club de los Lectores Imaginarios, del que todos, incluido usted, formamos parte.

Para entenderlo, no tendrá más que adentrarse en esta historia. Ouien se atreva descubrirá una variedad de claves, guiños e insinuaciones (algunos evidentes, otros un tanto más encriptados) del panorama literario actual.

La verdad principal, la evidente, la innegable: los escritores no son necesarios.

O. W.

Cristian Acevedo (1977-2025) nació en Neuquén. Matilde debe matar cierra la trilogía que comenzó con Matilde debe morir y Matilde decide vivir. Durante su prolífica vida escribió y publicó también las novelas: Todas las vidas de Eva Ki, Jolubor y las protectoras de lo oculto y La cumbia anuncia el fin.

Actualmente vive descansa en Bella Vista.

La IA puede imitar patrones lingüísticos, pero carece de la pasión, la intuición y la subjetividad que definen la creatividad humana. La escritura asistida por IA se arriesga a convertirse en una mera simulación de la literatura, desprovista de la profundidad y la emoción que solo un ser humano puede transmitir.

Meta IA

PRIMERA PARTE

Considerada aisladamente, una pieza de un puzzle no quiere decir nada; pero no bien logramos conectarla con una de sus vecinas, desaparece, deja de existir como pieza: la intensa dificultad que precedió aquel acercamiento, y que la palabra puzzle —enigma— expresa tan bien en inglés, no solo no tiene ya razón de ser, sino que parece no haberla tenido nunca.

 

La vida instrucciones de uso

Georges Perec

INSTRUCCIONES DE USO

En una de las esquinas de Charcas y Armenia, esquina ahora mítica, se erige un bar de los de puerta vaivén, mesas que invaden la vereda y cortado con dos medialunas en promoción del día: un típico bar palermitano, de los que abundan.

Hablamos del bar literario, que es uno muy distinto al que años después de la primera edición de Matilde debe morir se inauguró en la misma esquina de Palermo, nada más que para confirmar que, igual que con Tlön, igual que con Santa María, igual que con Isla Velhice (los casos son muchos), la ficción invade la realidad.

En esta esquina en cuestión sucede que, a diario, una mujer es asesinada, mientras que tres de los ocupantes del bar son sospechosos del asesinato: el insulso de la mesa cuatro, el bigotudo de la mesa dos y el joven mozo, de nombre Valentín.

El caso es conocido por la gran mayoría, aunque siempre habrá algún desprevenido al que se le tendrá que anoticiar que el nombre de pila de la mujer es Matilde, del mismo modo que habrá que explicársele que el seudónimo al que recurre Cristian Acevedo para llevar a cabo esta insensatez es Omar Weiler (O.W.).

En las muchas versiones de la novela que le da origen a esta historia y a estos personajes, los lectores han debido ocupar la posición del insulso, del bigotudo o del mozo, según les haya tocado en suerte, aunque por caprichos quizás editoriales la versión más conocida es la del insulso de la mesa cuatro. Tres lectores en tres lugares diferentes del planeta se ubican en el bar de la esquina de Charcas y Armenia con el objetivo de evitar que una mujer muera.

Resulta que desde 2016, y desde puntos de vista distintos, en el bar de Charcas y Armenia ocurre siempre lo mismo, que no detallaremos aquí porque Matilde debe matar es una historia totalmente diferente. Diferente a Matilde debe morir, pero también a todas las demás historias hasta aquí contadas. Y las diferencias son más que simples matices, no nos hallamos frente a una revisión o una reescritura de aquella primera novela. No: la que leerá a continuación es una historia completamente nueva.

Será oportuno, entonces, establecer las reglas iniciales y desengañar rápidamente a aquellos ociosos lectores que se acerquen a este título por el mero placer de enfrentarse a un sistema ya conocido, confortable, grato.

Como dato principal, comenzaremos informando que en este volumen, acá y ahora, usted no será otro que la mujer del tatuaje que lee y escribe contra la ventana de la calle Charcas, es decir: la mismísima Matilde.

Puede que, inicialmente, esta noticia le provoque alegría, dado que las veces anteriores no ha tenido esa posibilidad. Pero sería un error que se dejase llevar por el entusiasmo. Porque ocupando el lugar de Matilde, más tarde o más temprano le tocará matar, del mismo modo que le tocará morirse, puesto que es algo que Matilde debe y que ni yo ni nadie puede evitar.

Al menos disfrutará —o padecerá, según se vea—, aunque sea por unas cuantas horas, de la posibilidad de convertirse en la protagonista de una historia única que, a su vez, es una de las más grandes escritoras de nuestro tiempo.

Las reglas son las siguientes:

Usted será Matilde.

Matilde deberá matar.

Matilde será asesinada.

Antes de que eso ocurra, usted podrá ejercer el oficio de escribir.

Si lo acepta, no tendrá más que continuar la lectura del siguiente capítulo, accediendo de esta forma a la posición de Matilde, que aguarda inmóvil sentada a la mesa que da a la ventana de la calle Charcas. Si lo acepta, usted abrirá su cuaderno, tomará el boli y se pondrá a escribir. Nada mal, ¿no es así? A fin de cuentas, ¿qué lector no sueña, al menos una vez en la vida, con convertirse en escritor? O me va a decir que usted, tenaz lector de libros infrecuentes, no fantaseó nunca con esa maravillosa posibilidad…

Esas son las únicas condiciones a las que usted deberá adscribirse. Si decide avanzar, el destino de nuestros viejos conocidos quedará en sus manos. Me refiero al insulso de la mesa cuatro, al bigotudo de la mesa dos, a Valentín (el mozo) y a los personajes que se sumarán a esta nueva historia.

De aquí en adelante, nuestros roles se invierten. Usted escribirá y yo me quedaré aquí, leyendo. En silencio. A ver qué se inventa esta vez.

De manera que usted dará vuelta la página de su cuaderno, a la vez que yo volteo la de esta novela. No me hará falta más que echarle un vistazo al cuaderno para advertir que lo primero que usted escribe es “Capítulo 1A” con letra bien grande y redonda, como recién salida del colegio, y unos espacios más abajo escribe las siguientes palabras: “¿Me va a decir que lo primero que se le ocurre es rajar?”.

CAPÍTULO 1A

—¿Me va a decir que lo primero que se le ocurre es rajar? —indagará el bigotudo, a la vez que apurará el paso.

—Yo qué sé —el insulso habrá salido por Charcas y, al llegar a la esquina de Malabia, doblará y, todavía a pocos metros del bar, se parará en seco—. Qué quiere que le diga, hombre. Me pareció que había que dar un volantazo, hacer algo inesperado. ¿Sabe cuánto hacía que me quería escapar de ese bar, que más que bar es una cárcel?

El sol tendido por todo el suelo, ni una sombra que aplaque el calor.

—Somos dos. Pero, la verdad, no me esperaba verlo ganar la puerta a tal velocidad y correr como si de un pagadiós se tratase.

Todavía en la esquina de Charcas y Malabia, a apenas una cuadra del bar, el insulso mirará hacia un lado, luego hacia el otro. Tomará aire y dirá:

—Haciendo lo mismo de todos los días, no creo que la cosa fuera a cambiar.

El bigotudo asentirá con la cabeza. Los brazos en jarra, como si los pulmones se le hubieran vaciado en la breve huida. Seguirá asintiendo, quizás intentando convencerse de que acaban de hacer lo correcto: salir del bar de Charcas y Armenia es lo correcto. Después de tragar aire dos o tres veces, dirá:

—¿Adónde vamos?

—Ni idea. ¿Usted qué dice?

—Yo no digo nada —se rascará el bigote—. Pero rajemos antes de que se aviven y nos vengan a buscar.

Seguirán a paso de marcha, zigzagueando en cada esquina y sin detenerse a mirar atrás. Cinco cuadras más adelante, agitado, el insulso se detendrá y mirará hacia atrás. Y, al darse vuelta, advertirá que el bigotudo no está. Lo verá aparecer por la esquina, rezagado y apoyándose contra la pared. A la distancia, los ojos parece que se le van a salir de tan grandes y tan blancos.

El insulso volverá sobre sus pasos y se encontrarán justo a mitad de camino. El bigotudo se apoyará contra las rodillas y se quedará en esa posición, sin decir nada y sin levantar la cabeza durante un minuto o dos. Su respiración ahora será un silbido agudo, como el que hace un globo al desinflarse.

—Sabe una cosa —dirá y largará una tos—. No es que mi estado físico merezca que le hagan un monumento, más bien todo lo contrario: le confieso que estoy en las últimas. Pero, en comparación, este cuerpo que me tocó está hecho una miseria. Así no se puede…

—No lo quise dejar atrás. Creo que me emocioné, llevábamos tanto tiempo en ese bar.

—Demasiado —comentará el bigotudo—. Tiene razón. Pero a este ritmo yo no puedo seguir. Menos con semejante calor. O nos organizamos, o no le voy a ser de gran ayuda.

—Calmesé y tome aire —el insulso hablará con voz firme—. Que aunque no fue algo planificado, nos tiene que tranquilizar que Matilde no se va a morir, ¿no? Que mientras permanezcamos lejos del bar, ella va a seguir con vida. Sin nosotros, la trama no puede avanzar. Eso ya es algo, no cree.

—Siempre y cuando el que la mate no sea el pibe ese, el mozo.

Retomarán viaje, esta vez caminando despacio. Muy despacio.

—No lo creo —dirá el insulso—. Tres sospechosos harán falta al momento del asesinato. “Una muerte, tres sospechosos”. Sin nosotros dos, la premisa no se puede llevar a cabo.

El bigotudo murmurará algo, quizás una interjección, una cosa que el insulso no alcanzará a oír. Al cabo de unos segundos, se limpiará la boca con el dorso de la mano y dirá:

—No sé... se trata de un policial, sabe. Y en las novelas policiales, tanto en las buenas como en las malas, puede haber un giro que lo cambie todo. Por muy absurdo que parezca, es algo que hasta el lector espera.

—Entonces, usted quiere decir que, hagamos lo que hagamos, siempre vamos a estar en manos del autor.

—Claro, de eso no nos podemos escapar. Ni nosotros, ni nadie. ¿No le parece?

—Lo que tenemos a favor —dirá el insulso apurando levemente el paso— es que ahora sabemos muy bien quién mueve los hilos, sabemos que es la mismísima Matilde la que nos escribe.

—Matilde no: un lector en el lugar de Matilde. ¿O no lo oyó?

—Eso mismo —dirá el insulso—. Ahora ese alguien es un lector o una lectora que lo único que quiere es que Matilde no se muera. A eso me refería. No se va a querer morir…

—De dónde sacó semejante pavada, hombre.

—No entiendo, qué dije.

—Ahora hay alguien —dirá el bigotudo, la voz agitada todavía— que no es Matilde, en el lugar de Matilde, escribiéndonos. Pero no necesariamente está interesada en evitar el asesinato, así como tampoco tiene que desvelarse por nosotros.

—Expliquesé.

—Es una persona, qué quiere que le diga. Y como tal, quién le asegura que no le empieza a tomar el gustito y se termina dejando llevar por la vanidad de sentirse escritora. O por el aburrimiento de un domingo a la tarde. Qué sé yo. Un tipo o una tipa que, capaz, lo único que quiere es llamar la atención. Yo no confío, sabe. Quién le dice que no nos viste de payasos y nos hace cantar “Hola, don Pepito” por puro capricho.

El insulso soltará una risa muy poco natural. Dirá:

—Usted es un pesimista, creo habérselo dicho ya.

—Racionalista soy, no se confunda. Usted está que Matilde esto, Matilde aquello. Yo, lo único que intento hacer es pensar en todas las posibilidades.

—Piensa solo en las malas.

—Hay que estar preparado, sabe. Por mucho que nos creamos libres, seguimos atados a los caprichos de un autor. De una escritora en este caso. O, lo que es peor, de alguien que en su vida escribió una línea y ahora se le dio por hacerse la Agatha Christie.

—Al menos hicimos algo —dirá el insulso, llevándose las manos a los bolsillos—. Creo que no iba a aguantar un día más en la inmovilidad de ese bar, que más que bar es una cárcel. Si Matilde igual se muere, nosotros nos vamos a sentir menos culpables, ¿no cree?

—Ahí tiene razón. Prefiero que me duelan las piernas como me duelen a tener que repetir la misma cantinela de todos los días.

—Lo de “Hola, don Pepito” tampoco es mal plan en comparación…

La gente pasará junto a ellos, como si tal cosa. Hombres, mujeres, niños, ancianos, caniches, ciclistas. Ninguno les prestará atención, como si en lugar de una escena literaria se tratara de la vida real, como si cada uno se creyera protagonista de una historia que, en verdad, le pertenece a la mujer que ahora escribe acodada sobre la mesa que da a la ventana de la calle Charcas.

—Si lo tenía intranquilo que el mozo siguiera en el bar —dirá el insulso, y sacará las manos de los bolsillos—, ya puede dejar de preocuparse.

Señalará en dirección a la esquina. El bigotudo levantará la cabeza y comprobará que, más adelante, esquivando a la gente a gran velocidad (a una chica con auriculares, a un canillita, al portero de un edificio), viene Valentín, el mozo, dando zancadas, todavía con el delantal puesto. Pareciera sonreír, pero puede que se trate de una mueca nerviosa.

CAPÍTULO 2A

¿Sabrán los demás que también son personajes? ¿Que su propósito es componer un escenario para los verdaderos protagonistas de esta historia? ¿Sabrán que no son muy distintos a una maceta, a un coche estacionado, a un policía de tránsito, a las palomas que se dejan alimentar en Plaza de Mayo? ¿Que están acá para hacer verosímil un decorado en el que los personajes principales son otros?

¿Sabrá esa chica de auriculares que su existencia nada más se justifica al coincidir con el itinerario de Valentín, del insulso y del bigotudo? ¿Será consciente de que es un extra en una película que muy pocos van a mirar? ¿Que ni un plano medio le van a hacer y que nadie nunca sabrá si va a la escuela o a casa de una amiga, si escucha Harry Styles, Coldplay o Lana de Rey, o si en realidad los auriculares están apagados porque el sonido será insertado en posproducción?

¿Sabrán todos los demás que en realidad no existen? ¿Que son apenas papel y tinta? ¿Qué muy poco (o nada) los diferencia de Dora o Alec o Faustine, los hologramas de Morel?

¿Sabrá el canillita que toda su historia ha sido escrita por alguien que ha pensado que era necesario un puesto de diarios en la vereda en la que los protagonistas caminaban?

¿Qué sabrá la gente? ¿Qué pensará? ¿Se detendrá al menos una vez al día a reflexionar a este respecto?

¿Sabrán que acá los únicos relevantes son el insulso, el bigotudo y el propio Valentín, con quien están a punto de encontrarse? ¿Sabrá Matilde que en realidad es usted quien decide sus actos?

No, desde luego que no. Del mismo modo que no sabemos lo que nos depara. Al igual que ignoramos “qué autor detrás del autor la trama empieza…”.

CAPÍTULO 3A

—Después de todo lo que pasamos —dirá Valentín—, ¿pensaban que me iban a dejar solo?

El insulso caminará en dirección a él y le dará un abrazo.

—Qué alegría, pibe.

En lo que dura el estrujón de los otros dos, el bigotudo se pasará la mano por el bigote y, con media sonrisa, se rascará el mentón a la espera de que se suelten.

—A decir verdad, no pensamos en nada —dirá el insulso, dejando una mano sobre el hombro de Valentín—. Fue cuestión de salir corriendo. Disculpame, sabés. Me deja muy tranquilo que estés con nosotros.

—No iba a dejar nuestro destino en manos de dos improvisados —Valentín sonreirá y le guiñará un ojo al bigotudo—. Además, me ganaron de mano. Hacía rato que venía pensando en irme. Sabía que alguien nos daría esa oportunidad.

—¿Que lo sabías? —el bigotudo fruncirá el ceño.

—Claro. No lo supe desde siempre. Pero lo terminé de entender ni bien me di cuenta de que estaríamos presos en el bar de Charcas y Armenia infinitamente. Ahí lo supe.

—Sos raro, pibe —el bigotudo.

—Estábamos condenados por toda la eternidad, no es cierto. ¿O me equivoco?

—Sí, no sé —otra vez el bigotudo.

—Puede ser —dirá entre dientes el insulso.

—Bueno, si aceptamos que la infinitud tiene un único rasgo positivo, al menos en teoría, ese sería el hecho de que convierte en admisibles todas las posibilidades. En el infinito, más tarde o más temprano, todo va a pasar al menos una vez. Así que, en algún momento, aunque fuera en mil años o en un millón, íbamos a poder salir y hacer esto que estamos haciendo.

—Estás muy metafísico, pibe —mascullará el bigotudo.

—Sísifo no estaría muy de acuerdo —dirá el insulso.

—Sísifo, en alguna de sus infinitas escaladas, va a poder dejar la piedra allá arriba y se va a rajar como nosotros, les juro. Y si te he visto, no me acuerdo. Es cuestión de esperar lo suficiente.

—Ah —acotará el bigotudo—. El de la roca y la montaña dicen…

Deberán hacerse a un lado para dejar pasar a una familia que viene de frente ocupando toda la vereda, rechonchos y rubicundos los cuatro, el más chico tiene un aire autoritario que lo hace ver mayor, la mujer carga unas bolsas, cada uno en la suya, muy serios los cuatro, como si fuera una obviedad que el mundo les pertenece.

Tras la estampida, el insulso retomará la conversación.

—Veo que no fui el único que usó todo este tiempo para pensar en pavadas.

—Pensé mucho, es cierto. Qué otra cosa iba a hacer.

—Así que alguna idea tendrás —el tono del bigotudo sonará levemente a reproche.

—De hecho, sí. Me gustaría proponerles algo. Por eso vine.

—Somos todo orejas —dirá el bigotudo—. Pero vamos yendo, no me gusta nada que estemos tan cerca del bar.

Seguirán caminando por Soler. El insulso del lado de la pared, el bigotudo del lado de la calle. En el medio, Valentín, aderezando con gestos ampulosos la que será su propuesta.

—Pensaba que el nuestro es un problema literario, ustedes ya saben. Y que para resolverlo hará falta una solución estrictamente literaria. Así que se me ocurrió que las respuestas no las vamos a hallar en otro lugar que no sea en un entorno literario. Dos más dos son cuatro.

—Ajá —dirá el bigotudo.

—Pensé varias opciones, pero creo que el remedio de todos nuestros males no lo vamos a encontrar en otro lugar que no sea un libro.

—Un libro —repetirá el insulso, intentando darle sentido—. Un libro…

El semáforo los detendrá en la esquina, en la que permanecerán sin mirarse, en silencio, todavía con la disposición inicial: el insulso y el bigotudo a los lados, Valentín en el centro.

El bullicio de una calle en hora pico disimulará el largo mutismo de los tres. Una brisa breve moverá el flequillo del insulso, pero será una brisa tibia, densa.

—Lo bueno —dirá el bigotudo con tono irónico— es que se publican, ¿cuántos libros? ¿Treinta mil al año? ¿Cincuenta mil? No creés, pibe, que sería como buscar una aguja en un pajar.