Medusa - Jessie Burton - E-Book

Medusa E-Book

Jessie Burton

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«Si te dijera que maté un hombre con una mirada, ¿te quedarías a escuchar el resto de la historia?». Exiliada a una isla lejana por los caprichos de los dioses, Medusa tiene únicamente por compañía a sus fieles hermanas y las aterradoras serpientes que adornan su cabeza. Pero todo cambia cuando un bello y encantador chico llamado Perseo llega a la isla. Los dos jóvenes comienzan a conocerse sin verse físicamente, confesando sus miedos y sufrimientos. Entonces, se desata el deseo, el amor, la traición y la posibilidad de enfrentarse al mismo destino. Una deslumbrante versión feminista del mito griego escrita por Jessie Burton, la célebre autora de La casa de las miniaturas, y asombrosamente ilustrada a todo color por Olivia Lomenech Gill. « Un relato hermoso y profundo. El texto de Burton y las ilustraciones de Lomenech Gill son una combinación perfecta que ofrecen un giro poderosamente feminista, elegíaco y original de esta vieja historia». Madeline Miller, autora de Circe y La canción de Aquiles « Pura perfección de principio a fin, tanto el tex-to como las ilustraciones». Catherine Doyle, autora de la serie El guardián de tormentas

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Para Florence y Elsa, mis ahijadas

Gracias a Ellen Holgate por su maravilloso cuidado y guía en la escritura de esta historia. A todo el equipo de Bloomsbury por todo su entusiasmo y el arduo trabajo para que este libro cobrara vida. A Juliet Mushens por sus ánimos y su inestimable apoyo. A Sam McQueen por las interminables charlas sobre el texto, por las lecturas y por las tazas de té. A Olivia Lomenech Gill por la extraordinaria constelación de imágenes que hay dentro de este libro. Y a Caravaggio, porque gracias a su famoso y aterrador retrato de Medusa supe que había algo en esa chica que él no nos había contado y que un buen día yo escribiría.J. B.

Gracias a las siguientes personas (y cánidos) por su ayuda al crear las imágenes de este libro: Louis Philpott Dodds, Grace James, Sophie Jacquemin, Pod (Argentus) y Wiki (Orado), Glen Annison (pescador de Seahouses, Northumberland), Justin Mortimer y Alison Eldred.O. L. G.

CAPÍTULO UNO

Si te dijera que maté a un hombre con una mirada, ¿te quedarías a escuchar el resto de la historia? ¿El porqué y el cómo y qué pasó a continuación? ¿O saldrías huyendo de mí, de este espejo manchado, de este cuerpo de carne singular? Te conozco. Sé que no te irás, pero mejor déjame empezar con esto: una chica en el borde, un acantilado, el viento que sacude su extraña cabellera. Allá abajo, un chico en su bote. Deja que se cuenten su historia, más vieja que el tiempo, el uno al otro. Deja que se conozcan hasta la indiscreción.

Permite que comience en mi isla rocosa.

Mis hermanas mayores y yo llevábamos allí cuatro años, un destierro eterno que nosotras mismas habíamos elegido. En casi todos los aspectos, el lugar se adaptaba a mis necesidades a la perfección: solitario, bello, inhóspito. Pero para siempre es mucho tiempo y algunos días pensaba que me volvería loca; de hecho, ya lo estaba.

Sí, habíamos escapado; sí, habíamos sobrevivido; pero la nuestra era una vida a medias, escondiéndonos en cuevas y sombras. Mi perro Argentus, mis hermanas, yo: mi nombre que a veces se susurraba en la brisa.

Medusa, Medusa, Medusa. En la repetición y en las decisiones tomadas, mi vida, mis verdades, mis días tranquilos, los pensamientos que se formaban, todo se había desvanecido. ¿Y qué quedaba? Estos salientes rocosos, una joven arrogante recién castigada, una historia de serpientes. La escandalosa realidad: no conocía ningún cambio que no fuera monstruoso. Y había otra verdad: me sentía sola y llena de ira; la rabia y la soledad pueden acabar teniendo el mismo sabor.

Cuatro años atrapada en una isla es mucho tiempo para pensar en todo lo que ha salido mal en tu vida. Las cosas que te hizo la gente y que estaban fuera de tu control. Cuatro años sola, así, avivan el ansia de amistad e insuflan tus sueños de amor. Estás en lo más alto de un acantilado, oculta tras una roca. El viento golpea una vela y el perro de un desconocido comienza a ladrar. Entonces, aparece un chico y tú sientes que tus sueños pronto podrían hacerse realidad. Salvo que esta vez la vida no será vergonzosa. Esta vez, será una vida buena y feliz.

Lo primero que vi de este chico (yo estaba en el borde de aquel acantilado mirando hacia abajo, él en el bote, con la mirada perdida) fue su espalda. Su encantadora espalda. La manera en la que arrojaba el ancla en mis aguas. Luego, mientras se enderezaba, el contorno de su cabeza: ¡una cabeza perfecta! Al girarse, su rostro se giró hacia mi isla. Miró sin ver.

Yo sé mucho acerca de la belleza. Demasiado, de hecho. Pero nunca había visto nada como él.

Tenía más o menos mi edad, era alto y bien proporcionado, aunque algo delgado, como si llevara mucho viajando en ese bote y no supiera pescar. Al sol le fascinaba su cabeza y formaba diamantes en el agua para coronarla. Su pecho era un tambor en el que el mundo marcaba un ritmo; su boca, la música para bailarlo.

Contemplar a ese chico resultaba doloroso, pero resultaba imposible apartar la mirada. Quería comérmelo como si fuera un pastel de miel. Quizá fuera deseo, quizá fuera pavor: quizá fueran ambos. Quería que me viera y temía que lo hiciera. Mi corazón me asombraba como una herida en busca de sal.

Parecía estar calculando el tamaño de mis rocas y cuán infranqueables serían. Un perro, el origen del ladrido que me llevó a mi puesto de observación, se lanzó a la cubierta como una bola de luz.

—¡Orado! —llamó el chico a su bola de luz—. ¡Por el amor de Zeus, cálmate!

Parecía preocupado, pero su voz era clara. Tenía un acento extraño, así que supuse que vendría de lejos. Orado, el perro, se sentó y movió la cola. Observar a esta criatura animó mi corazón herido. ¿Un amigo para Argentus?, me pregunté, pensando lo solo que estaba mi perro sin otros de su especie.

Pero lo que de verdad pensaba era: un amigo para mí.

CAPÍTULO DOS

Este joven se encaramó a una roca y se sentó con las piernas oscilando sobre el agua, sin hacer nada más que darle palmaditas en la cabeza a Orado. Por su posición encorvada, me daba la impresión de que no quería estar aquí y también de que se encontraba completamente perdido. Parecía presto para regresar a su bote, desplegar la vela y partir.

Hazlo, lo animé en silencio desde mi escondite. Abandona este lugar. Será mejor para ambos. Por algo son tan altos mis acantilados.

Mientras estos pensamientos brotaban en mi cabeza como flores poco gratas, llegó otro más. Ven, sube. ¡Sube y mírame!

Pero nunca podría verme. Medusa, me dije, imagina lo que sucedería. Olvídalo. ¿Qué vería: a una chica o a un monstruo? ¿O a ambos a la vez? Como si percibiera mi agitación, mi cabeza se empezó a retorcer. Me llevé las manos a ella y oí un suave siseo.

Cuatro años atrás, tenía un cabello precioso. No, debería decir: cuatro años atrás, todo era diferente, y lo de menos era que tuviera un cabello precioso. Ya que tantas veces he sido acusada de vanidosa por gente que, sin embargo, creía tener el derecho a comerme con los ojos, por qué no decir esto: mi cabello era precioso. Era largo y lo llevaba suelto, excepto cuando pescaba con mis hermanas, porque el pelo en los ojos estorba cuando una intenta pescar un calamar. Era castaño oscuro, caía por mi espalda y mis hermanas lo perfumaban con aceite de tomillo.

Yo no pensaba mucho en él; era mi cabello, sin más. Pero cuánto lo extraño ahora.

Ahora, desde la nuca hasta la frente, pasando por la coronilla, mi cráneo es un nido de serpientes. Así es: serpientes. Ni una sola hebra de cabello humano: sólo serpientes amarillas o rojas; serpientes verdes, azules y negras; serpientes con lunares y serpientes rayadas. Una serpiente color coral. Otra de plata. Tres o cuatro de oro brillante. Soy una mujer cuya cabeza sisea. Es un gran tema para romper el hielo e iniciar una conversación, si acaso hubiera alguien cerca con quien conversar.

Nadie en el mundo tiene una cabeza como la mía. O eso creo, aunque quizá me equivoque. Podría haber mujeres con serpientes en vez de cabello por todo el mundo. Mi hermana Euríale pensaba que era un regalo de los dioses. Aunque no le faltaba razón (literalmente: fue la diosa Atenea quien me hizo esto), yo no estaba del todo de acuerdo. Mi nasa de anguilas, mis crías necesitadas, una nerviosa cabeza de colmillos. ¿Por qué querría algo así una joven que sólo quiere vivir su vida?

Cuando respiraba, sentía respirar a las serpientes, y cuando tensaba los músculos, ellas se erguían para atacar. Euríale decía que eran inteligentes porque así era yo; que tenían variedad de colores y temperamentos porque así era yo. Eran difíciles de manejar y disciplinadas en ocasiones porque así era yo. Sin embargo, no vivíamos en completa simbiosis, porque a pesar de todo eso, no siempre podía predecir cómo se comportarían. Cuatro años juntas y aún no era su ama y señora. Me daban miedo.

Cerré los ojos e intenté no pensar en Atenea y la horrible advertencia que me hizo antes de que huyéramos de casa: «¡Ay del hombre que sea lo suficientemente tonto como para mirarte ahora!». Atenea se fue antes de explicarse mejor. Poco después, nos fuimos de allí, horrorizadas y afligidas. Seguía sin saber qué podría pasarle al hombre que me mirara.

Pero no importaba; no quería que nadie me mirara. Estaba harta de que toda la vida me hubieran observado, y ahora, con las serpientes, lo único que quería era esconderme. Me hacían sentir un ser espantoso, lo cual sospecho que era la intención de Atenea.

Sentí que la pequeña serpiente a la que llamaba Eco se movía. Era rosa, con franjas color esmeralda en todo el cuerpo, y de carácter dulce. Giré en la dirección en que Eco se estiraba y algo atrapó mi mirada. La punta de una espada destellaba en la cubierta del bote del chico, debajo de una piel de cabra. No era una vieja espada deteriorada, cubierta de mellas y sangre color óxido, como las de otros hombres, no. Era un ejemplar flamante con la punta reluciente.

Estaba segura de que nunca había sido usada.

Eco siseó, pero hice caso omiso de su advertencia. Llevaba cuatro largos años sin que nadie de mi edad me hiciera compañía y ese muchacho era tan hermoso. Me arriesgaría a su espada con tal de seguir mirando.

Fueron Argentus y Orado quienes lo iniciaron por nosotros: nuestros cupidos caninos. Mi perro percibió el rastro del perro del chico en la brisa y, antes de que pudiera detenerlo, Argentus salió a toda prisa de nuestra cueva y se precipitó con sus largas piernas por los recovecos de la pared rocosa que daba a la playa.

Orado, por su parte, saltó del promontorio y corrió hacia mi imponente perro lobo como un emperador saludando al embajador de su isla. Casi no me atrevía a respirar mientras nuestros animales daban vueltas el uno alrededor del otro. El chico se puso de pie con expresión perpleja y volvió a mirar la roca como si intentara descifrar de dónde podía haber salido Argentus. Volvió a la cubierta de su bote, donde la espada estaba parcialmente expuesta. Por suerte, dejó el arma donde estaba.

—Hola, tú —escuché que el chico le decía a Argentus.

Al oír su voz, aun en lo alto del acantilado, mis serpientes retrocedieron y se enroscaron, hasta convertir mi cabeza en un nido de conchas de caracol. Argentus empezó a gruñir. Silencio, les dije a mis serpientes. Observad. El chico se acuclilló para darle una palmadita en la cabeza a Argentus, pero el perro se echó atrás.

—¿Quién eres? —pregunté. Hablé con pánico, preocupada por que el recelo de Argentus hacia el recién llegado lo hiciera volver a su bote en cualquier momento. Y hablé con esperanza: parecía de la mayor importancia que este chico se quedara en mi isla… un día, una semana, un mes. Quizá más tiempo. Se avecinaba un cambio en mi fortuna; no dejaría escapar la oportunidad.

Asombrado, el chico levantó la mirada, pero sabía que no podría verme: me había vuelto toda una experta en esconderme a cielo abierto.

—¡Me llamo Perseo! —contestó.

Perseo. Así, de buenas a primeras, como si las nubes debieran conocer su nombre. Nada de escondites.

Oh, dioses. Perseo. Todavía hoy, su nombre me produce escalofríos.

¿Quizá si Argentus no hubiera gruñido?

¿Quizá si yo no me hubiera sentido sola?

¿Quizá si no hubiera hablado?

Quizá, quizá, quizá; ¿por qué los mortales siempre miramos atrás e imaginamos que había un camino más fácil? Pensamos que nada de esto habría pasado. Pensamos, por ejemplo, que Perseo habría seguido su camino, con su espada y sabrá Zeus qué más debajo de esa piel de cabra, y yo no estaría contándote todo esto. Podría seguir esperando en esa isla, todavía hoy. Con toda seguridad, no estaría aquí.

Pero no ocurrió así… y a mí nunca se me ha presentado el camino más fácil.

Perseo empezó a caminar de un lado a otro bajo el pedregal que llevaba directamente a mi escondite.

—¿Quién eres? —preguntó.

Nadie. Simplemente una chica que hizo un viaje sin regreso a una isla con sus peculiares hermanas y su perro. Aquí no hay nada que ver…

—Quédate donde estás —grité, pues él ya buscaba un espacio en las rocas por dónde escalar.

Perseo retrocedió y miró el desolado promontorio.

—¿Cómo? ¿Aquí?

—¿Tienes algún problema? —mi tono de voz sonaba más altanero de lo que me sentía.

—¿Quién eres? No te veo —hizo un ademán de ir al lugar de donde había salido Argentus.

—¡No puedes subir! —grité.

—¿Tienes algo de comer? —gritó en respuesta—. Tengo… quiero decir, mi perro tiene mucha hambre.

—Tienes al mar detrás de ti. Podrías pescar algo.

—No es mi punto fuerte.

—¿No sabes usar una caña?

Perseo rio; el sonido de su risa bien podía resquebrajar mi determinación. Todavía hoy la llevo en el alma. Así que era un chico capaz de reírse de sí mismo, algo muy poco común.

—Por favor —dijo—, te prometo que no te molestaré mucho tiempo.

—¿Adónde tienes que ir? —pregunté.

Perseo se volvió, asimilando el infinito azul del agua.

—Quizás a este lugar —respondió. Extendió los brazos y regresó al rojo de las rocas que se elevaban al cielo.

Me pregunté qué pasaría si yo saltara al precipicio. ¿Me atraparía?

—Está bien —prosiguió él—: lo reconozco, estoy perdido.

—No sabes pescar y no sabes guiarte por las estrellas. ¿Hay algo que puedas hacer? —pregunté.

Perseo se pasó una mano por el cabello mientras mi corazón se debilitaba como una yema en la sartén. Ven aquí, me animaba una voz en mi interior, acércate y déjame verte.

Y luego esa otra voz me decía: «¡Ay del hombre que sea lo suficientemente tonto como para mirarte ahora!».

—Me encomendaron una misión —dijo Perseo—. El viento me ha desviado de mi curso.

—¿Una misión?

—No puedo hablar de ella, mucho menos a gritos y de pie desde una roca.

—¿Tu madre no te enseñó que no debías hablar con extraños? —pregunté.

—Podrías ser cualquier persona —replicó él.

—Exacto. No debería estar aquí, señor Perseo.

—Completamente de acuerdo —repuso él—, pero cuando un rey decide arruinarte la vida, no tienes ni voz ni voto en el asunto —pateó una roca y se golpeó un dedo del pie, pero permaneció en silencio con la mueca de dolor.

¿De qué rey hablaba? ¿Y por qué se había puesto serio cuando mencioné a su madre? Quería saberlo. Quería historias, compañía, intimidad, pero la inseguridad me atormentaba. Perseo debía quedarse abajo; yo lo sabía, Argentus lo sabía, mis serpientes lo sabían. Sería mejor no hacerle caso, decirle que se fuera en su bote y regresara por donde había venido.

Sin embargo, cuando se unen el dolor de la soledad y la sopa amarga del aburrimiento es más peligroso que cualquier veneno. Además, todo indicaba que había hombres poderosos interfiriendo con la felicidad de Perseo. Ya teníamos algo en común.

Miré al horizonte. Ya casi anochecía. Mis hermanas, Esteno y Euríale, no tardarían en regresar. ¿Qué diría Perseo cuando las viera acercarse? Y ellas, ¿qué pensarían de él? Podríamos estar frente a un chico muerto. Debía tomar una decisión y rápido.

—Acabo de asar unos pescados —fue mi épica respuesta—. Puedo compartirlos contigo, si quieres. A tu izquierda hay una caleta con una entrada oculta. Puedes amarrar ahí tu bote.

Nunca en la vida le había dirigido tantas palabras a un muchacho, y cuando Perseo sonrió, el corazón me empezó a punzar. En cuestión de minutos, mi vida había cambiado. Y lo diré brevemente: era feliz.

CAPÍTULO TRES

Por supuesto, no le di yo misma los pescados a Perseo. No quería que las serpientes lo espantaran. La voz de Atenea nunca abandonaba mi cabeza. Le puse la cena en una roca con forma de arco en la entrada a nuestra vivienda en la cueva, pero cuando lo oí acercarse con los dos perros, mis palabras prorrumpieron en estampida:

—¡No puedes entrar! —grité—. Quédate en ese lado del arco.

—¿Qué?

—Ahí están tus pescados y una cueva a cinco minutos de caminata, detrás del peñasco rojo. Puedes quedarte ahí. Si quieres, claro. Es decir…

—¿No quieres que entre? —preguntó.

—No puedes —contesté, evitando su pregunta. Su presencia era como un latido extra en mi sangre.

—Pero ¿por qué no puedo? —insistió él.

No me atrevía a hablar. ¿Cómo arrancarle una explicación verosímil al aire?

—Soy… peligrosa —dije sujetando a Eco con fuerza, pues se retorcía como si la hubiera arrojado a una olla de agua hirviendo.

—¿Peligrosa? —repitió Perseo, dubitativo—. No suenas peligrosa.

Miré a mis serpientes. Aparte de Argentus y mis hermanas, nunca le había mostrado a nadie mi cabeza transformada. El día que Atenea me transfiguró, huimos para siempre de las miradas indiscretas.

—Creo que es mejor que te quedes ahí afuera —dije—. Mis hermanas son muy protectoras.

—¿Y por qué? ¿Acaso estás hecha de oro y rubíes?

No reí.

—Porque a veces hago tonterías.

—Como todo el mundo.

Apreté los ojos y mis serpientes sisearon.

—Soy una carga para ellas.

Al oír esto, Perseo rio.

—Si tú lo dices. ¿Vives aquí con tus hermanas?

—Sí.

—¿Y hay alguien más en esta isla?

—Sólo nosotras.

—¿Y vuestros padres?

—Lejos.

—¿Cuán lejos?

—Te gusta hacer preguntas, Perseo. ¿Por qué no te comes tu pescado?

Volvió a reír. Parecía como si nada de lo que yo dijera pudiera molestarlo.

—Lo siento —dijo—. Sólo intento conocerte.

A pesar de una honda resistencia en mi interior, quería contárselo todo. Sentía el riesgo en la sangre, pero quizás estaba preocupándome demasiado. Mientras no viera mis serpientes, ¿qué problema habría en que le hablara de mi familia?

—Mis padres son del ilustre Océano —dije con voz entrecortada por los nervios—. En el confín de la Noche.

—¿El confín de la Noche? Suena increíble.

—Lo es.

—Entonces, ¿por qué acabaste aquí?