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Van a la caza de los que brillan... Después de que el mundo presente fuera destruido por el ansia desmedida de los hombres, los habitantes de la Tierra desarrollaron la telepatía o «melodía de luz», pero en Northhaven, aquellos agraciados con esa cualidad son perseguidos y tratados como aberraciones. Elsa está a punto de alcanzar la mayoría de edad y sabe que debe mantener oculta su naturaleza. Un día, mientras navega en su bote de pesca, aparece Kaira en su mente, una chica de otra parte de su mundo cuya melodía de luz es tan brillante y poderosa como la suya. Entonces, comienza a desarrollarse una poderosa amistad en la que ambas jóvenes tendrán que usar su don para salvarse y hacer que la guerra que está desangrando sus pueblos llegue a su fin. Melodía de luz es uno de los libros más esperados del año y el comienzo de una nueva trilogía situada en un entorno distópico lleno de traiciones, amores prohibidos, intrigas políticas y poderes ocutlos. Un fenómeno que promete incendiar el mundo de la literatura juvenil. «Una de las mejores distopías juveniles de los últimos años». The Bookseller «Una clase magistral de narración. Melodía de luz es el comienzo de algo grande». SFX Magazine «El cuento de la criada para adolescentes, Melodía de luz es un emocionante análisis feminista de un mundo en el que los hombres temen el poder de las mujeres». ¡News
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Seitenzahl: 577
Veröffentlichungsjahr: 2025
Para Midie
Siempre en pos del equilibrio,concédenos sabiduríapara guiarnos en la creación.
Antigua plegaria a Gala.Fragmento del Libro del Infortunio.
Voy a salir de mi dormitorio por última vez. No puedo llevarme nada conmigo, ya que se supone que es un día de compras normal. Me pongo el abrigo. Llevo años sin cambiarlo, y me avergüenza que me asomen los brazos, tan largos, por las mangas, como las suaves garras de un polluelo. Me miro en mi espejito. Después de hoy, no volveré a hacerlo. Tengo diecisiete años, aunque nadie lo diría. Soy pequeña para mi edad, la enfermedad me ha dejado en los huesos y sigo plana como una tabla. Las gafas gruesas no ayudan. No me atrevo a pensar en lo que estoy a punto de hacer. El corazón me late con fuerza contra las costillas.
«Deja de pensar —me digo—. Vete ya». Cierro la puerta del cuarto al salir.
Me llega el olor a col y jamón. En la cocina, mi última madre está cocinando. Me consuela pensar que no tendré que probar de nuevo su pastosa comida.
—Me voy al mercado —aviso.
Ishbella levanta la vista. Cuando llegó a nuestra casa era elegante, lucía vestidos tiesos con pliegues afilados como cuchillas y siempre se pintaba los labios de rojo. Ahora parece cansada y gastada, y todo lo que digo le chirría como una uña en una pizarra.
—¿Qué pasa con las botas de tu padre? —pregunta.
—Ya he terminado —sonrío, y señalo un par de botas militares relucientes.
—Tráeme una lata de pasta de pollo —dice.
—No —respondo para mí. Y me voy.
El aire fresco me golpea. Es embriagador. El viento sopla a mi alrededor de camino al mercado, aunque ése no es mi destino. Voy a escapar.
Envío una fronda mental al aire, como me ha enseñado Cassandra. Una única nota solitaria de melodía de luz enviada con suma precisión. Noto que toca su espíritu.
—Estoy de camino —le digo.
Siento que la presencia de Cassandra se ilumina al dejarme entrar en su consciencia. Por un momento, veo el mundo a través de sus ojos. Está saliendo del trabajo, camina por el pasillo hacia la entrada del hospital. Pasa junto a un médico veterano y lo saluda con la cabeza.
—Buenas noches, enfermera —le oigo decir.
Cassandra sale del edificio. Camina con elegancia, con un paso ligero y ágil, muy distinto al de mi cojera. Cuando estoy con ella en la melodía de luz, siento una felicidad tan repentina e intensa que me resulta casi doloroso. Bañarme en su luz… Es como vivir el perfecto día de verano.
Cuando estaba en el hospital, Cassandra fue la enfermera que me salvó la vida. Percibió mi melodía antes de que yo me atreviera a darle nombre.
«Sabes lo que eres, ¿verdad?», me preguntó sin usar la voz, aunque la oí perfectamente. Contesté del mismo modo.
«Una inhumana».
«No —contestó ella—. No uses nunca esa palabra. Eres una antorcha».
Ahora veo los charcos de luz de la explanada delante de ella. Las grandes turbinas de la ciudad giran con la brisa y se alzan sobre ella como un bosque de metal.
—¿Recuerdas cuál es el punto de encuentro? —pregunta.
—Sí, estoy lista.
Percibe que tengo el pulso acelerado, mi inquietud.
—La libertad no es fácil. Es peligrosa. Pero es lo correcto.
—¿Adónde iremos? —pregunto.
—Es mejor que no lo sepas. No tengas miedo, pajarito.
—No lo tengo.
Desearía que no me llamara «pajarito». Sé que lo hace por seguridad, que no debemos decir nuestro otro nombre, ni siquiera en la melodía de luz, por si alguna sirena está escuchando. Pero ese «pajarito» me hace sentir como si fuera una niña, como si tuviera que cuidarme.
Ante mí se alza la estación de tranvía, construida al imponente estilo de los Hermanos. Subo despacio al andén, poniendo cuidado en cada paso. Empiezo a cansarme, así que me paro a recuperar el aliento. Cada día estoy más fuerte, pero la fiebre consuntiva ha dejado huella: me canso muy deprisa y tengo la pierna derecha un poco más flaca que la izquierda. Algunos días me duele tanto que necesito bastón. Sin embargo, tengo más suerte que otros. Al menos, he sobrevivido.
El andén está abarrotado, hay ciudadanos a ambos lados de las vías. Intento no mirar al inquisidor que está en lo alto de la escalera, con su uniforme oscuro. Paso junto a él intentando parecer lo más sumisa posible y recorro el andén. Por fin veo que llega Cassandra. Ella también pasa junto al inquisidor y me guiña un ojo. Siento una alegría reluciente. Lo cierto es que seguiría a Cassandra hasta el fin del mundo.
Pienso en los días que pasaré a su lado, y esa luz se convierte en un resplandor que me calienta y me inspira valor. Ya no estoy inquieta.
Voy a ser libre.
De repente, pienso en mi padre y me siento un poco mal, pero el esfuerzo de ocultar quién soy es ya insoportable. Soy consciente de que mi secreto habría salido a la luz tarde o temprano, y de que mi padre habría sufrido una agonía por tener que destruirme. No puedo ser la hija que desea.
Cassandra permanece apartada, como si fuéramos desconocidas que esperan el tranvía. No tendré miedo. No albergaré dudas. Pretendo ser merecedora de su amistad y su cuidado. Me permito mirarla un instante, mientras el alma entera me brilla de amor y gratitud.
Y, entonces, sucede.
Veo que algo parpadea en la atmósfera, a su lado. Una figura masculina la mira. Atisbo a un hombre que lleva un traje barato y un sombrero para taparse la cabeza afeitada. Es uno de los nuestros, una antorcha a la que han capturado y que ahora, a cambio de su vida, usa su melodía de luz para atrapar a otras.
Es una sirena. Y tiene a mi bella Cassandra en el punto de mira.
Sé que hay algo en la trampa para langostas antes de empezar a subirla. Ahí abajo, en el lecho marino, percibo a la criatura que he atrapado. Se ha comido el cebo y ha intentado escapar de todas las formas posibles, pero sus enormes pinzas no han sido más que un obstáculo. Hago lo que haría cualquier pescador que se precie y me concentro en que Northaven necesita comer. Los envíos de alimentos desde Brightlinghelm son cada vez menos fiables, y no contamos con buenas tierras de cultivo. En lo alto de los acantilados hay páramos y pantanos, no los campos de trigo verdes y dorados que, según cuentan, tienen en el sur. Los temporales destrozaron nuestra última cosecha. En todo esto pienso mientras tiro de la cuerda para sacar la trampa del lecho arenoso y subir a mi barca a la desdichada criatura.
Adoro el azul fundido del mar y el cielo, la espuma salada, guardar el equilibrio con el balanceo de las olas, el resplandor del sol, que el viento me suba el ánimo hasta alcanzar el cielo. Creo que el agua se me da bien por naturaleza, como a mi padre. Mi hermano Piper es un cadete veterano que entrena para la guerra, así que, cuando murió papá, mamá y yo heredamos la barca. Como viuda, se supone que ella no puede trabajar fuera de la casa, de modo que tuve que aprender yo misma el oficio durante esos días tan oscuros, después de la muerte de mi padre. Él sabía que a mí me gustaba el mar. Creo que lo llevo en la sangre. A él le gustaba el agua. Me llevaba con él cuando yo apenas sabía caminar. Se movía por la barca, sonriente, y me enseñaba las maravillas del mar. Me gustan tanto las olas en movimiento que, cuando bajo a tierra firme, me siento pesada y perdida.
Miro la langosta: una hembra enorme. Veo sus sacos llenos de huevos, guardados a buen recaudo bajo el vientre. Admiro su armadura de color negro azulado y sus ojos sobrenaturales. Cuando empiezo a abrir la trampa, me doy cuenta de que no estoy sola.
Sonrío, encantada, y me recorre un escalofrío de emoción. Rye Tern ha venido.
—¿Cómo va la pesca? —pregunta.
Lo veo o, más bien, lo percibo, en realidad. La melodía de luz no se puede describir con palabras. Rye está conmigo, pero no lo está. Lo veo, pero no lo veo. Está aquí en todos los sentidos, pero sólo lo percibo con el sexto. Se ha apoyado en una fregona y lleva la camisa arremangada. Estará en algún lugar de los barracones, aunque, para mí, es como si estuviera en la popa. El sol brilla a través de él, pero, al aferrarse a nuestras mentes, se vuelve más sólido.
—Estábamos desfilando y vi tu barca, así que conseguí que me pusieran un castigo para poder venir.
Blande la fregona. Su forma de sonreír ante las calamidades hace que me dé un vuelco el corazón.
—Idiota imprudente…
Me vuelvo hacia mi trabajo y contemplo la langosta. Rye se acerca.
—Se te parece un poco.
—Yo estoy mejor defendida —respondo, y me derrito con su sonrisa.
Su luz está aún más cerca. Contra Rye, no tengo defensa alguna.
—Lleva sacos de huevos —le digo—. Así que tiene que volver al mar.
Me inclino sobre la borda y dejo que la reina de las langostas se sumerja en el agua. La vemos desaparecer bajo el azul. Su libertad me alegra.
Rye se pasa por mi barca siempre que puede. Es el único lugar en el que nos sentimos seguros, donde no tenemos que ocultar nuestro amor. Aquí podemos dejarnos llevar por el aire, volando juntos como gaviotas… o escuchar las profundidades. Sabemos cuándo vienen los arenques; percibimos su deslizar fluido y los oímos cantar la misma nota. A veces hay atunes de aletas amarillas que nadan bajo nosotros, veloces como estrellas fugaces. Y siempre hay medusas flotando en bancos sin rumbo, como las almas de los muertos.
Ahora mismo, sólo soy consciente de su melodía de luz, de su presencia a mi lado. El deseo me retuerce las entrañas al recordar la última vez que lo toqué de verdad. Cuando caía la noche, alguien llamó a la ventana de mi dormitorio. Rye estaba en nuestro jardín, vulnerable, con la chaqueta desgarrada tras una pelea con su padre. Atesoro esa imagen suya. Me viene a la cabeza una y otra vez: la luz de la luna sobre su piel, el dolor que percibía en su interior… Salí por la ventana y él me abrazó. Lo sujeté con fuerza, sin querer hablar, y la intensidad de su cuerpo me robó el aliento. Su olor, sus brazos de hierro, sus labios en mi cuello… No hay nada en la melodía de luz que pueda compararse.
Juntos bajamos a la playa de Bailey y nadamos. Nos tumbamos en la arena, bajo las estrellas. Temerarios, no hicimos caso de normas ni de restricciones. Al pensarlo ahora, al recordar ese momento de unión en cuerpo y alma, lo deseo de nuevo. Quiero olerlo, besarlo, explorarlo con las manos. Rye se da cuenta de lo que tengo en la cabeza, porque percibo su anhelo en cada aliento.
Lo que hemos hecho está prohibido. Según los Himnos de la pureza, que debemos aprendernos de memoria, me han mancillado. Pero ¿cómo puede algo así ser un delito? No somos traidores sexuales; somos Elsa y Rye.
—Tengo que verte —le susurro.
—Lo sé. Esto no puede seguir así. Tenemos que estar juntos.
—Reúnete conmigo —le pido—. En la playa de Bailey. Esta noche. En persona.
—Es peligroso.
—Lo sé.
Nuestra melodía de luz es una aguda nota de deseo. Quiero sentir sus labios en los míos, su vientre contra mí, mis piernas a su alrededor. Mantenemos esa nota, con el deseo patente en nuestro aliento, hasta que el océano entero parece cantar con nuestra melodía.
Entonces noto que vuelve la vista atrás. Por un segundo veo el mundo a través de sus ojos: está en la cantina, fregando el suelo, y oigo pasos pesados que se le acercan.
—Viene alguien —dice.
Al instante, su calor y su energía se desvanecen. Se ha ido, dejándome turbada.
El sonido que me rodea cambia. Ahora soy consciente de la brisa, del agua que lame los laterales de la barca. Odio cuando Rye desaparece de repente.
Recojo las redes y me vuelvo hacia Northaven. Allí, nadie quiere mi melodía de luz, así que la mantengo encerrada tras los pulmones, la empujo hacia piernas y brazos, y la oculto bajo las uñas. Si en nuestro pueblo hay más personas con melodía, deben de mantenerla muy bien escondida. Por lo que sé, sólo estamos Rye y yo. En Northaven, ese don es una carga; es traición. De vez en cuando, percibo una nota en el aire, como los colores de un telar, o un suspiro, como agua que se cuela por un desagüe, o guirnaldas mentales que cuelgan como el crepitar del fuego. Y, entonces, la persona que las canta se da cuenta y, de repente, cuesta respirar. Conozco la sensación. Cuando el gran hermano Peregrine subió al poder, en la época en la que mi madre era niña, hubo una matanza de inhumanos. Cerraron con llave nuestro templo a Gala. A todos los que tenían melodía de luz les colocaron una banda de plomo en torno a la cabeza y se los llevaron a Brightlinghelm para servir de esclavos. Cada pocos años, un inquisidor viene con su sirena para examinar a la población. La última vez, el inquisidor se llevó a la anciana Ellie Brambling, al señor Roberts y a Seren Young. Era mi primer año como doncella del coro y mi melodía todavía no había surgido por completo.
Antes de que se fuera el inquisidor, nuestros regidores y él nos enseñaron cómo detectar las señales. Si teníamos esa mutación, esa corrupción, pronto sería evidente. Si percibíamos algún indicio de ello, tanto en nosotras como en otros, teníamos obligación de confesarlo. Cuando estábamos solas, ¿sentíamos la presencia de otras personas? ¿Alguna vez habíamos percibido lo que pensaban los demás? ¿Nos había dado la sensación de estar flotando, de estar fuera de nuestro cuerpo? ¿Alguna vez nos había dado la sensación de que nos controlaba la voluntad de otra persona? Si sospechábamos de un inhumano o notábamos una mancha inhumana en nuestra alma, teníamos que dar un paso adelante y hablar. Si éramos sinceras, no nos ocurriría nada. Contendrían nuestra melodía de luz. Podríamos usarla para servir a los Hermanos.
«No, gracias», pensaba mientras mi melodía se desarrollaba en toda su plenitud. Noche tras noche me despertaba flotando por encima de mi casa. Estaba fuera, en la barca, y me descubría mirando abajo desde el cielo, sintiendo el canto de los pájaros como si fuera un lenguaje, o viendo el mundo a través de los ojos de las focas que me observaban trabajar. Sentía una conexión muy intensa con todos los seres vivos. Y estaba muy, pero que muy asustada.
Entonces, un día, Rye Tern se presentó en mi barca. Lo conocía de toda la vida, ya que era uno de los amigos de Piper. Se apareció en la melodía mientras yo recogía mis redes. Intenté no prestarle atención; tenía el corazón acelerado por culpa del miedo. «Inhumano. Inhumano».
—Sé que me ves, Elsa.
—Déjame en paz, inhumano…
—Tú también eres inhumana, idiota. ¿Qué vas a hacer? —me preguntó—. ¿Entregarme?
No supe qué decir; una lágrima me recorrió la cara, despacio.
—Es una puta pesadilla, ¿verdad? —preguntó Rye en voz baja.
Asentí con la cabeza.
Durante un tiempo, nos rondamos como gatos, con las uñas fuera, sin atrevernos a confiar el uno en el otro. Sin embargo, suponía un alivio tremendo contar con un amigo. Me había sentido muy sola con mi rareza, muy asustada desde que empezó todo. Era mucho peor que tener el periodo. El dolor y los paños para la sangre no podían compararse con el miedo que se apoderaba de mí cuando la mente empezaba a salírseme del cuerpo. Cuando me di cuenta de que atisbaba lo que se ocultaba bajo los pensamientos de los demás, de que percibía lo que sentían cuando sus palabras decían otra cosa, fue aterrador. Pero Rye y yo compartíamos nuestra otredad. Cada vez que nos encontrábamos era un consuelo. De haber sido más feo que un cardo, es posible que también lo hubiera amado, porque su dolor, su rabia, su dulzura, la forma en que sabe sacarle el lado gracioso a las situaciones más duras… es pura belleza. Aunque el caso es que he visto a Rye Tern pasar de niño a hombre, y no es feo, ni muchísimo menos. Rye Tern es un bombón. Desde las largas pestañas a los impresionantes omóplatos, cada centímetro de su cuerpo me estremece.
En tierra, en persona, nos aseguramos de mantenernos separados. Ni siquiera Piper, mi propio hermano, sabe de nuestra relación. Sin embargo, somos dos canciones unidas. Y existe una palabra para eso.
Armonía.
Al entrar en el puerto, ya realmente sola, contemplo las sombras de las turbinas eólicas moviéndose como las alas de los dioses sobre nuestros hogares. El pueblo cae por las empinadas laderas que bajan de los páramos, donde las altas torres de los aerogeneradores reciben los vientos costeros. Miro hacia las casas blancas que abrazan la ensenada, cuyas puertas están pintadas con colores alegres. No presto atención al alambre de espino, ni a los emplazamientos de las armas, ni a las torres de vigilancia, para intentar olvidar la fealdad de la guerra.
Northaven gira en torno a su puerto natural. El largo embarcadero con su rompeolas nos protege por un lado, mientras que el promontorio musgoso del otro flanco conduce a la playa de Bailey, de arenas doradas. Más allá, al norte, no hay nada más que páramos y pantanos. Allí sólo viven los pasores. Al oeste y al sur de nuestra gran isla está la Espesura, de donde viene mi madre. Se trata de un bosque infranqueable y montañoso. Sus habitantes viven en tribus nómadas que únicamente salen de allí para comerciar en los mercados. En uno de ellos fue donde mi madre de la Espesura conoció a mi padre pescador. No hay ninguna carretera que atraviese el interior de la isla, así que sólo estamos conectados por mar con nuestra capital, Brightlinghelm. Los cargueros vienen y van a través de los estrechos de Alma, asolados por la guerra; es un viaje de dos días, y, si tenemos suerte, nos traen cereales, además de llevarse nuestra pesca y a nuestros hombres.
Northaven es un pueblo bonito y valiente. Hemos vencido más de una vez a los invasores ailandeses. Sin embargo, al acercarme al puerto, me cuesta más respirar y se me tensan los hombros. Mi casa.
La señora Sweeney me está esperando. Su marido es el práctico del puerto, pero la señora Sweeney es la que hace todo el trabajo. Él está demasiado ocupado aguantando la barra de la taberna, la Ostrera. La mujer está tan azotada por los elementos como la bandera de Brilanda que ondea sobre su hogar. La señora Sweeney suele recibirme con algún insulto de guasa. Le caigo bien, cosa rara entre las regidoras, eso está claro. Estoy esperando una de sus curtidas sonrisas, pero hoy está inquieta.
—Te has metido en un buen lío, Elsa —dice—. El emisario Wheeler está aquí. —Me saca de la barca con sus manos, tan grandes y rojas—. Ha llegado en el carguero de Brightlinghelm.
Miro hacia el más grande de nuestros muelles y veo que están cargando pescado y mariscos en hielo en el barco, mientras las turbinas zumban y el óxido le chorrea de los pernos. Se me cae el alma a los pies. Los emisarios llevan información y edictos a las aldeas. Son nuestro enlace con Brightlinghelm y cuentan con la autoridad de los Hermanos. Aquí, todo el mundo adula al emisario Wheeler, que nunca trae buenas noticias.
—He perdido la noción del tiempo —le digo, consternada.
La melodía de luz está muy en sintonía con las voces humanas corales, así que percibo a nuestro coro, y ese sonido puro me provoca un cosquilleo en la columna. Debería estar allí.
—Yo me ocupo de tu pesca —dice la señora Sweeney—. Corre.
Voy ya por la mitad del muelle cuando me doy cuenta de que llevo conmigo las tres caballas que he reservado para la cena. ¿Debería volver y dejarlas en la barca? Con lo tarde que es ya…
A mi lado hay un largo mural que recorre toda la pared del puerto. Es muy realista, pero corro tan deprisa que los colores se emborronan. Ahí están nuestros valientes con sus uniformes negros y rojos, repeliendo el ataque de una horda enemiga: los ailandeses, desalmados vestidos en turbios tonos azules. Cada vez que los veo siento una punzada de orgullo, ya que odio a los ailandeses más que a nada en este mundo. Esos cabrones salvajes mataron a mi padre.
Subo los escalones medio tropezándome y cruzo la plaza del pueblo. Es el día de la colada, así que las mujeres están frotando las sábanas y las camisas en el lavadero comunitario mientras sus niños juegan. Es como si hubiera mujeres embarazadas allá donde mire. Primeras esposas, segundas esposas, viudas vestidas de gris.
El salón de los regidores, pequeño pero poderoso, está envuelto en banderas y banderolas de Brilanda, en las que se ve nuestra ave de presa, negra y blanca, planeando sobre un fondo rojo. Al acercarme, me llegan las voces de las otras doncellas del coro cantando nuestro himno. He oído tantas veces las palabras y la melodía que las llevo grabadas dentro. Empiezo con mi parte de la armonía antes de llegar a la puerta.
«Brilanda, Brilanda, siempre humana, siempre cierta.
Brilanda, nuestro hogar, nuestra noble tierra anciana,
Los Hermanos nos rehicieron
y nuestra pureza defenderán…».
Empujo las gruesas puertas y corro al interior sin pensar.
«Brilanda, nuestro orgullo, a sus enemigos aniquilará
y los Hermanos saldrán victoriosos
porque luchamos por la libertad…».
La puerta se cierra detrás de mí justo cuando termina el himno, de modo que me encuentro expuesta delante de todos los reunidos. Distingo un breve gesto de rabia en Hoopoe Guinea, la madre del coro. Es la responsable de todas las doncellas de coro casaderas de Northaven. No me cabe duda de que me va a caer un buen rapapolvo. Todos me miran cuando me dirijo a la parte de atrás de la tarima. A un lado veo un revuelo negro de desaprobación: los regidores. Ese abrigo tan lujoso que destaca entre ellos pertenece al emisario Wheeler. No me atrevo a mirarlo a la cara.
Mi amiga, Gailee Roberts, me hace sitio. Después ve las caballas que sostengo y mi cara de angustia. Chaffinch Greening y Tinamou Haines se vuelven para mirarme, como si yo fuera una criatura alienígena. Chaffinch (vestida de rosa, con el pelo esculpido a la perfección) le echa un vistazo desdeñoso a mis botas de pescador. Yo mantengo la vista fija al frente, como si lo que acabo de hacer fuera completamente aceptable.
Wheeler da un paso adelante para examinarnos. Me reserva una mirada de disgusto muy clara. Es alto y proyecta fuerza, pero, cuando abre la boca, tiene una voz aguda y débil.
—Ha llegado el momento de que demostréis vuestra valía como mujeres. Northaven os ha criado en la virtud. Ahora disfrutaréis del privilegio de sacrificar vuestra pureza en el altar del matrimonio…
¿Qué está diciendo? Intento descifrar su grandilocuencia. ¿Matrimonio?
Es como si caminara en sueños. Aunque desde pequeña soy consciente de cuál es nuestro destino, hasta ahora no me había enfrentado a la realidad.
—Los cadetes veteranos se marchan. Poco después regresarán a casa los héroes de Northaven, que tanto tiempo llevan sirviendo al país, con su permiso por matrimonio. Seréis el regalo del pueblo a vuestro esposo y, como tal, debéis servirlo dándole hijos.
No consigo desentrañar lo que dice. «Los cadetes veteranos se marchan». ¿Se refiere a Rye y a Piper? ¿Cuándo se marchan? Miro a Gailee, deseando que me lo traduzca. ¿Nuestros hermanos se marchan? ¿Y un puñado de hombres a los que no vemos desde que éramos diminutas va a llegar a casa para meternos en su cama? Siempre he sabido que sería así, pero lo veía como algo lejano, irreal.
—Por fin… —susurra Chaffinch Greening.
Está tan emocionada que se ha puesto de puntillas. ¿Es que soy la única que está horrorizada?
—Vuestra formación como doncellas de coro ya casi ha terminado —dice el emisario—. Sólo queda que la madre del coro os enseñe los misterios del lecho conyugal.
Mira a Hoopoe Guinea, que nos dedica una sonrisa embarazosa. Nela Lane deja escapar una risita. Uta Malting intenta ocultar su alegría. Tinamou Haines le da un codazo a Chaffinch Greening. Llevan años formándonos para el día de nuestra boda; siempre he creído que me libraría, que me inventaría una razón aceptable para no ser una novia. ¿Cómo voy a casarme con un desconocido? Estoy enamorada de Rye Tern. Todo esto es lo que me da vueltas por la cabeza mientras Wheeler nos observa.
—Sois la esperanza y la belleza de Brilanda. Sois emblemas de la victoria. En los próximos días —añade con voz ronca— se elaborarán las listas. Aquellas que no se entreguen a un hombre como su primera esposa podrán ser elegidas como segunda.
Aprieto los puños, aterrada. Me casaré. Rye se irá.
—Sois el premio que se han ganado nuestros héroes. Debéis dedicarles todos y cada uno de vuestros pensamientos.
Ely Greening da un paso adelante. Es el lamebotas de nuestro alcalde.
—Las doncellas del coro de Northaven están muy bien educadas; de hecho, mi propia hija, Chaffinch, es una de ellas. Puede estar seguro de su lealtad y su devoción.
Siguiendo las indicaciones de su padre, Wheeler mira a Chaffinch. Desde atrás, veo que ella se balancea con aire coqueto, disfrutando de su posición. Wheeler la examina y se nota que la aprueba. Entonces, se fija en mí. Su mirada se detiene un momento. Ve mi vestido manchado de sal marina, el sudor en las axilas, el pelo revuelto y las caballas que llevo en la mano.
—Lo único que lamento es que a una de vosotras le parezca adecuado llegar tarde, cargada con su cena.
—Discúlpate, Elsa Crane —ladra Hoopoe, frustrada.
—Lo siento mucho.
Supongo que debería llamarlo «señor» o «emisario». O balancearme con aire coqueto. Pero lo cierto es que le tengo tanto aprecio como a un charco de meados. Me lanza una mirada asesina, a la espera de algo más.
—Algunas muchachas necesitan mano firme, y espero que la recibas —dice—. No volverás a salir al mar cuando seas esposa.
Es la gota que colma el vaso. Tengo que ver a Rye Tern.
Me escabullo en cuanto nos dan permiso para marcharnos. Al salir del salón, me lleno de aire los pulmones. Gailee Roberts corre a mi lado, siempre leal.
—¿Se te había olvidado que hoy era la inspección?
—Sí.
—Regresa. Haz las paces con Hoopoe Guinea. Dile que tenías el viento en contra.
—He usado esa excusa demasiadas veces.
Chaffinch nos alcanza.
—¿Cómo te atreves a venir al coro apestando a tripas rancias de bacalao?
—Son caballas.
—¿Crees que te van a meter en la lista de primeras esposas si sigues comportándote así?
—Tengo un trabajo, Chaffinch. Salgo todos los días a por comida, mientras que tú tienes la cabeza llena de musgo de turba.
No me doy cuenta de que tengo a Hoopoe Guinea detrás.
—Elsa, el matrimonio es tu primera obligación —entona.
Guardo silencio, abatida. Ha llegado la hora de la verdad y Chaffinch va a disfrutarlo.
—Me has dejado en mal lugar ante el emisario Wheeler. Has dejado en mal lugar a todas las doncellas del coro.
Hoopoe no me cae mal. Cuando nos dieron la noticia de que mi padre había muerto, fue muy amable conmigo. Desde entonces, no he hecho nada más que decepcionarla.
—Tenía el viento en contra —respondo, avergonzada, aunque no suena muy convincente.
—Sé que tu madre te necesita. Sé que tienes que trabajar. Pero la formación marital siempre debe ser lo primero.
—Lo siento.
—¿Qué pensaría tu padre si viera que te reprenden? ¿Crees que estaría orgulloso?
Niego con la cabeza y clavo la vista en el suelo.
—Gwyn Crane murió cumpliendo con su deber. ¿Cuándo vas a empezar a cumplir con el tuyo?
Eso me ha dolido.
Hoopoe se aleja y las doncellas la siguen. Chaffinch Greening se vuelve para echarme una mirada maliciosa. Gailee es la única que se queda conmigo.
Gailee Roberts nunca será una primera esposa. La única persona que no se da cuenta es ella. Su familia carga con la mácula de la inhumanidad. Cuando se llevaron al señor Roberts a la Casa de las Crisálidas, toda la familia perdió su estatus. A Gailee y sus hermanas les cuesta salir adelante, y su madre trabaja toda la noche haciendo coladas y remendando porque no tiene pensión, como sí ocurre con las viudas de guerra, así que Gailee hace de madre de las pequeñas. Mi amiga no tiene melodía de luz, pero, a veces, me da la impresión de que me lee como un libro abierto.
—¿Quieres que vaya a buscarte esta noche? —me pregunta—. Podemos ir juntas a las prácticas. Todavía no has elegido tu habilidad especial.
—No sirve nada de lo que se me da bien.
—Elsa —me suplica—, podrías ser primera esposa. Tu padre fue un héroe, y eso tiene que darte puntos. —No menciona a su padre—. Me paso después y te ayudo a peinarte.
Ella ya lleva el pelo esculpido en un rígido peinado con trenzas que tiene pinta de aguantar varios días sin moverse. Veo que también ha estado practicando con el maquillaje. Tiene los labios y las mejillas tintados de rojo, y se ha oscurecido los párpados con mano temblorosa.
—También te enseñaré costura, si quieres. Es una habilidad especial muy buena. Y no puede ser muy distinto de remendar redes de pesca…
Debería impresionarme que Gailee albergue tantas esperanzas. Observa a las demás, como Chaffinch o Tinamou, que son carne de primera esposa, e intenta descifrarlas, como si su conducta privilegiada fuera una materia que pudiera aprender. Gailee se me ha pegado porque yo les paro los pies a las demás cuando son crueles con ella. La acosan. Pero, a veces, pierdo la paciencia y yo también le digo alguna crueldad. Me pone de los nervios. Su único objetivo en la vida, al que dedica cada minuto del día, es agradar a los regidores. No se rinde. En parte, se me rompe el corazón por su padre inhumano. Ni una vez hemos hablado de por qué se lo llevaron. El inquisidor y su sirena examinaron a la madre de Gailee y a sus hermanas, pero, al parecer, su padre se había guardado la melodía de luz para sí.
—¿Y qué me dices del baile? —pregunta mientras subimos la colina—. Seguro que sabes bailar. Y esa habilidad especial tiene que gustarles a los hombres. Yo quería elegir el baile, pero Chaffinch me dijo que iba a hacer el ridículo.
—Chaffinch tiene la gracia donde las avispas —le digo, y le ofrezco dos de las caballas—. He pescado éstas para tu madre. En casa tenemos de sobra.
Gailee las acepta con una gratitud tan efusiva que vuelve a irritarme.
Las sombras son ya alargadas cuando paso por nuestra calle de tiendas, aunque nunca hay mucha gente en ninguna de ellas. La única hora con bastante afluencia es la primera de la mañana, ya que la cola para comprar el pan en la panadería de Malting empieza antes de que salga el sol. Ya ha terminado el trabajo del día en el muelle; todos los barcos de pesca están amarrados y han cerrado la boca del puerto con la barrera. Es por si los ailandeses atacan de noche. No ha sucedido desde que yo era muy pequeña, pero el edicto sigue vigente.
Junto al puerto, dejo atrás la estatua de bronce del gran hermano Peregrine. Es el orgullo del regidor Greening. Recaudó un montón de dinero para erigirla, después de insistirles a todas las familias para que donaran. Nuestro gran hermano contempla con aire sabio el mar, como si viera cómo será nuestro futuro. Debajo hay una inscripción, pero a las chicas no nos enseñan las letras, así que no puedo leerlo. Piper me dijo que rezaba así: «Los humanos prevalecerán», lo que, como es natural, me pone los pelos de punta.
Ya nadie habla de los días anteriores a Peregrine, aunque mi madre me contó que, cuando era pequeña, un ayuntamiento elegido entre todos los ciudadanos, tanto con melodía de luz como sin ella, gobernaba cada ciudad. A esos ayuntamientos, ahora se los llama «camarillas malignas». Se nos enseña que esas camarillas eran mezquinas y corruptas, e intentaban que no progresáramos. El gran hermano Peregrine montó un ejército de ciudadanos, las destruyó y nos unió. Después construyó una gran nación, ayudado por sus diez lugartenientes, los Hermanos. Oímos hablar de ellos en El discurso diario de la hermana Swan.
Northaven cuenta ahora con dos radiobinas. Una está en el salón de los regidores, mientras que la otra es propiedad de Ely Greening. Chaffinch la protege con celo, y sólo permite que sus mejores amigas vayan por allí a escuchar La hora musical de Berney Grebe y Soldado de la semana.
La radiobina es una de las muchas innovaciones de los Hermanos. Dieron inicio a un programa de construcción; nos trajeron la energía de las turbinas y reintrodujeron el uso del dinero. Mi madre me contó que, al principio, la gente se resistía. El dinero era una idea perdida de la época del Pueblo de la Luz y muchos opinaban que no debía recuperarse nada de aquellos días. ¿Acaso no había estado el Pueblo de la Luz a punto de destruirnos? Sin embargo, el gran hermano Peregrine decía que no debíamos descartar sin más algunas de las ideas de la Edad de la Luz. El dinero nos sacaría de la pobreza. Y, efectivamente, Northaven se enriqueció. El puerto tiene su nuevo muro, el salón de los regidores tiene columnas de alabastro y los cargueros ahora zarpan todos los días hacia Brightlinghelm. Por otro lado, la guerra con los ailandeses es una ruina para nuestra nación. Toda la riqueza que teníamos está desapareciendo.
Hay una innovación en la que prefiero no pensar: la Casa de las Crisálidas.
Paso junto al señor Aboa, que lleva del brazo a su primera esposa, en avanzado estado de gestación. Su segunda esposa va detrás; luce un vestido sencillo, a juego con el de la primera, y va metiéndoles prisas a los niños de ambas. Carga con una pesada bolsa de patatas. El señor Aboa es un veterano. Camina con bastón y ya no puede luchar, pero, por lo que veo, lo tiene todo bien atado. Recibe una pensión de los Hermanos y apuesto lo que sea a que nunca mueve ni un dedo. Su segunda esposa parece cansada. Puede que también espere un bebé. La observo y pienso en el futuro que me espera. La guerra. El matrimonio.
Tengo que ver a Rye.
Frente a nuestra casa hay un enorme mural con el retrato de la hermana Swan, la Flor de Brilanda. Mira hacia abajo y tiene los brazos extendidos, como si nos diera su bendición. Se supone que debemos venerarla como el ejemplo perfecto de la feminidad. A mí, personalmente, no me gusta porque tiene aspecto de creída. El estómago me gruñe con ganas, como si mi hambre diera voz a lo que siento.
Me acerco a nuestra casita, con su puerta amarilla, un color elegido en tiempos más felices y que ahora se pela, pálido y desgastado. Dentro, mi madre pica verdura. Curlew Crane, o Curl, como la llamaba mi padre. Tiene el rostro enmarcado por el velo de las viudas. Lo luce desde que él murió, cuando yo tenía diez años.
—Ha venido la señora Sweeney —me dice cuando entro—. Me ha contado que te perdiste el coro.
—No todo. Lo siento.
La palabra se marchita en el aire por exceso de uso.
Mi madre me mira, entre cansada y decepcionada. Dejo en la mesa la caballa que queda para intentar aplacarla.
—¿Sólo eso? —pregunta.
—Le di el resto a Gailee.
No lo desaprueba.
—Bueno, es suficiente.
Echa las verduras a la olla. Tiene la cabeza gacha. Algo la inquieta. Se ha enterado de las noticias…
—Ve a ver a tu hermano —dice en voz baja—. Está en el huerto.
El gran hermano Peregrine nos enseña que los chicos deben apoyarse entre ellos, no en su familia, así que Piper, Rye y los demás cadetes llevan desde los once años viviendo en los barracones. Las visitas a casa suelen ser los domingos, así que es raro que Piper esté por aquí un martes.
Los cadetes se van al frente.
Voy a perder a Rye… y no sé qué hacer.
Observo a Piper un rato antes de que me vea. Está plantando patatas, cubriéndolas de tierra, para asegurarse de que tengamos algo de comer cuando se vaya. Ahora es todo un hombre, musculoso y ágil. Me alegro de ver su fuerza, aunque un buen cuerpo no es garantía de seguridad en la guerra. Y, a diferencia de mí, Piper encaja. Es capitán de cadetes, la graduación más alta de su año. Quiere luchar por Brilanda, como hizo nuestro padre. Me lo imagino dentro de diez años, cuando le llegue el momento de casarse. Estará de pie en la cubierta de un carguero, dirigiendo a los hombres que regresan a casa, orgulloso de haber servido, libre para tomar esposas.
O habrá una lápida con su nombre grabado en una fila ordenada junto a todas las demás lápidas, una hilera tras otra de ellas, allá arriba, al lado de las torres de los aerogeneradores. Mi padre tiene una. «Gwyn Crane», dice, además de la fecha en la que murió. Esas letras sí que sé distinguirlas. Aunque ahí abajo no hay ningún cadáver. «Desaparecido en combate», pone. Durante muchos años, creí que significaba que quizá siguiera vivo, que quizá los ailandeses lo tuvieran encerrado en un campo de prisioneros lejano. Pero Rye me lo aclaró: «desaparecido en combate» es lo que escriben cuando estás tan destrozado que tus compañeros de armas no consiguen encontrar los pedazos.
Al morir mi padre, en casa se hizo el silencio. Éramos muy pequeños cuando se fue a la guerra, pero la esperanza de su regreso era como una luz. Papá era enorme y de buen corazón. El sol sobre el mar era lo que alimentaba su espíritu. Cuando nos dieron la noticia, la pena de mi madre fue como un ola gigante que se alzó poco a poco sobre nosotros. Intentó ocultárnoslo, pero estaba sumergida y se movía por un mundo gris azulado en el que apenas podía respirar. Se esforzó todo lo que pudo por ser fuerte, aunque a veces la veía con los hombros hundidos, mirando con cara de incredulidad su silla vacía. Mamá todavía es guapa (tiene una piel oscura y perfecta, y unos pómulos preciosos), pero sus ojos son como ventanas a lo que ha perdido.
Piper sigue escarbando. Quiero recordarlo así, con ese pelo que no logra domar, con las finas cejas fruncidas, decidido a hacer un buen trabajo.
Se me aparece un recuerdo. Estaba en la playa de Bailey, poco después de la muerte de papá, saltando las olas en un día de viento; al dar el brinco, cada ola se alzaba como una cabeza monstruosa. Luchaba contra ellas en cuerpo y alma, pero, en cierto momento, al ver que ya no tocaba el suelo con los pies, me di cuenta de que me había alejado demasiado. El mar me arrastraba con él. La marea había cambiado y cada ola que se estrellaba contra mí me llevaba más adentro. Piper me oyó gritar, nadó hasta mí y me sacó a rastras, arriesgando la vida. Una vez fuera, me echó la bronca por haber sido tan idiota. Me abracé a él con ganas. Esa sensación, esa sensación de que cada ola que se estrellaba contra mí me alejaba cada vez más de la orilla, de luchar contra una fuerza enorme, eso es lo que siento ahora. Esta guerra es como una marea imparable.
Piper me ve.
—¿Es verdad que van a embarcar a los cadetes? —le pregunto.
—Nos vamos el día de Thal. El barco llega al alba.
Sus palabras flotan en un silencio extraño que no soy capaz de llenar con palabras. Él sigue escarbando en la ordenada hilera de patatas.
Es raro que mi hermano no tenga melodía de luz. Por otro lado, aparte de nuestro aspecto, no tenemos demasiado en común. A Piper le gusta que todo esté en su sitio. Las reglas y las rutinas hacen que se sienta seguro, mientras que a mí me entran ganas de romperlas a patadas. A él le gusta crear cosas con las manos, mientras que yo soy muy patosa. Piper es capaz de convertir un trozo de papel en un cisne. Su antiguo dormitorio está lleno de pájaros de papel y delicados planeadores a escala hechos de cartón y madera tallada. Recuerdo que se sentaba con mamá mientras ella tallaba sus animales, y se ponía a fabricar sus aviones estudiando el panfleto sobre los principios del vuelo que le había dado el sargento. Nunca me dejaba jugar con ellos.
Cuando empezó mi melodía de luz, en el punto culminante de mi desconcierto, no dejaba de intentar comunicarme con Piper, de susurrarle mis notas, de acariciarlo con frondas mentales para ver si me respondía. Nunca lo hizo. Piper siempre ha sido una persona reservada. A veces me da la impresión de que está enfadado conmigo por habérseme ocurrido nacer. Antes de que yo apareciera, tenía a nuestros padres solamente para él. Yo lo aparté de los pechos de mamá, y supongo que siempre he sido la favorita de nuestro padre. Cuando murió, no lo vi llorar. Lo vi temblar de emoción, pero mantuvo las lágrimas encerradas dentro. De un día para otro, asumió el papel del hombre de la familia. Mi madre se esforzó por convencerlo de que siguiera siendo un niño, de que jugara y corriera sin preocupaciones, pero Piper se ocupa de todo él solo. Ahora me mira con sus intensos ojos castaños como si fuera otra de sus cargas.
—Cuando me vaya —dice—, tendrás que ocuparte de mamá.
—Lo haré, ya lo sabes. Y mamá sabe cuidarse sola.
—Asegúrate de estar en la lista de primeras esposas.
—Sabes que no depende de mí.
—Sí que depende de ti. Y lo único que me cuentan es que te comportas con desgana, siempre de mal humor.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Conrad Haines.
—Eso es cosa de su horrible hermana, Tinamou. Sabe que no la soporto.
Piper se me acerca. Se ha puesto serio.
—Quiero ser piloto. Sabes que he trabajado mucho para conseguirlo. Si eres segunda esposa, será un golpe para mi prestigio.
Lo miro de reojo.
—Entonces, ¿mi matrimonio sólo sirve para que te beneficies de él?
—Se beneficia toda Brilanda y tú misma. ¿Cómo soportas no ser la mejor? ¿No sientes que papá te está mirando?
Eso me deja de piedra. Por un momento siento la misma presión que siente él, su agotadora obsesión por ser tan bueno como su padre. Me entristece.
—Me esforzaré más.
—Prométemelo.
No quiero prometérselo, ya que mi promesa no será cierta.
—Elsa, prométemelo.
—Te lo prometo.
Piper me da la espalda, se pone la chaqueta y se sacude la tierra de las botas a pisotones.
—Mañana tenemos permiso para comer con la familia. Una comida de despedida. Nos vemos entonces.
Al llegar a la cancela, me dedica una breve sonrisa. Y, después, se marcha.
Cuando entro en casa, mi madre está en su altar. Su diosa es Gala, la Creación, la fuerza vital; Gala, la madre. Todos los templos dedicados a Gala están cerrados desde que el gran hermano Peregrine llegó al poder, ya que muchos de sus sacerdotes y sacerdotisas eran inhumanos, pero sigue estando permitido el culto privado. Gala es la restauradora, la que cura y cultiva, y su paciente trabajo con las cicatrices y toxinas del Pueblo de la Luz está devolviéndole la vida a la Tierra. Al cabo de miles de años, las tormentas han cedido y los grandes desiertos han empezado a menguar. Para mi madre, Gala es la fuerza vital de este planeta.
Ojalá mamá tuviera más hijos que la consolaran, pero Piper y yo fuimos los únicos que pudo soportar. Sufrió una grave enfermedad en ambos embarazos y, aunque sobrevivió a mi parto, su vientre no lo hizo. Por eso no la presionaron para que volviera a casarse. La mayoría de las viudas jóvenes deben casarse de nuevo para seguir engendrando hijos. Ahora, mi madre ayuda a las madres primerizas en el parto. Sin embargo, el tamaño de nuestra diminuta familia es otra de las peculiaridades que nos hace destacar en Northaven. Con razón Piper se esfuerza tanto por encajar.
Mi madre quiere sentarse fuera después de comer, para aprovechar los últimos rayos de sol. Se distrae tallando; se le da bien fabricar cosas. Ve un trozo de madera y es capaz de sacar el animal que lleva dentro. En mi alféizar hay un delfín con la cola envuelta en una espuma marina de nudos. Piper tiene un cervatillo pequeñito. Esta noche, está tallando una garza, pero el trabajo no la consuela.
—Con once años se llevan a nuestro niños a los barracones —dice para quejarse de esa injusticia tan profunda—. Un día o una noche de vez en cuando, eso es lo que nos han dejado ver a Piper desde entonces. ¿Es eso sabio? ¿Apartar a las madres de sus hijos? Los hombres deberían crecer en compañía de mujeres.
—Piper es el mejor cadete que tienen, mamá. Todo el mundo lo dice.
—Eso no quiere decir que no vaya a…
Se reprime y respira hondo. Intento pensar en algo que la consuele.
—Sé que perdimos a papá, pero eso no significa que vayamos a perder a Piper… —Lo estoy empeorando—. He oído que, desde lo de la playa de Montsan, nuestras fuerzas avanzan a buen ritmo…
Mamá esboza una sonrisa irónica, como si yo fuera demasiado joven.
—Cuando Heron Mikane ganó la batalla de la playa de Montsan, dijeron que llegaríamos a Reem con la primera nevada. Eso fue hace dos años. Y Reem sigue en pie…
No soporto esta guerra asfixiante. Maldigo a los ailandeses por todo lo que han hecho. Tengo que ver a Rye. Tengo que estar con él antes de que esta desazón me mate. Aunque sé que es una imprudencia, envió mi melodía de luz como un rayo, en busca de su presencia. Al instante, me percibe y me atrae hacia él, consciente del riesgo. No mantendremos este vínculo por mucho tiempo. Es como si estuviera junto a su residencia, mirando el interior a través de una ventana empañada. Está preparando un macuto con sus compañeros.
—La playa de Bailey —le digo con la melodía—. Ahora.
Rye percibe mi urgencia. Quiere hacerlo. Estará allí. No hace falta que diga nada. Nos separamos.
Estoy en el huerto, de pie, actuando con una calma que no siento. Miro a mi madre, que talla su pájaro.
—¿Por qué no recojo hinojo marino para la cena de mañana? —sugiero—. Como a Piper le encanta…
—Ya se va a hacer de noche.
—Sabe mejor si vas a por él al anochecer. Así recoge el rocío.
Le doy un beso en la mejilla y me marcho antes de que pueda protestar.
Corro por el cabo, que es un promontorio cubierto de hierba y rodeado de rocas y peñascos por sus tres lados. La playa de Bailey está al final. Nunca paso mucho tiempo aquí arriba, porque es donde está el patíbulo.
Al llegar a él, me encuentro con un espectáculo horrendo: dos adúlteros del sur, capturados hace un mes, todavía cuelgan de la horca. Me detengo y noto las rodillas temblorosas al mirar hacia lo que queda del hombre y la mujer que se pudren al viento. Traidores sexuales que huían hacia el norte. Les doy la espalda, aunque la imagen se me queda grabada a fuego en el interior de los ojos. Y, en su lugar, nos veo a Rye y a mí. Las doncellas del coro dicen que este sitio está embrujado, cosa que no dudo. Adúlteros, degenerados, fugitivos y ladrones… Dejan sus cadáveres ahí para que todo el pueblo los vea. Los que tenemos melodía de luz no somos los únicos que tememos por nuestra vida.
Recupero la compostura y bajo por el sendero del acantilado. Unas enormes dunas de arena se alzan para unirse al promontorio. Es donde crece el mejor hinojo marino. Al mirar hacia la playa, veo a Rye a lo lejos, cerca de los acantilados, camino de la otra punta de la playa, procurando mantenerse fuera del alcance de la vista. Se detiene junto a la roca del Cormorán y lanza piedras sobre las olas. Empiezo a recoger hinojo, lo que me da una razón para estar aquí fuera, por si alguien me ve. Después, envío mi melodía de luz para saludarlo.
—Rye.
Me percibe.
—¿Por qué no estás aquí en persona?
Está tan decepcionado que lo dice en voz alta, sin usar su melodía.
—Iba a hacerlo, pero… he visto el patíbulo.
Le enseño la imagen: la pareja colgada, con la ropa hecha harapos y el rostro picoteado por cornejas y azores. Rye lo asimila.
—Deberían acabar con nosotros por lo que le hemos hecho a esa gente —dice—. ¿Qué nos han hecho ellos? Nada. Northaven está maldito, no me cabe duda.
Conozco la ira de Rye. Arde en su interior y sube a la superficie con más frecuencia que la mía. Está enfadado con su padre, con los regidores, con el emisario Wheeler y con los demás hipócritas orgullosos que van por ahí como si fueran los dueños del lugar. Normalmente soy capaz de calmarlo, llevándome su consciencia a uno de nuestros refugios imaginarios. Hemos construido una isla en nuestras ensoñaciones, y en ella vivimos en una cabaña hecha con madera de deriva y tonterías similares. Pero hoy no hay huida mental posible.
—Sé que te envían al frente. Nos lo ha contado Wheeler. Y eso no es todo. Nos ha dicho que los soldados estarán pronto en casa. Se acerca el día de mi boda.
Rye percibe mi desesperación. Yo siento arder las ascuas de su frustración.
—Entonces, nos enfrentamos a una decisión, ¿no?
Asiento con la cabeza. Es una decisión que lleva fraguándose durante mucho tiempo.
—Cuando te obliguen a casarte, ¿cuánto tiempo podrás ocultar lo que eres? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Tendría que convertirme en un fantasma para soportarlo.
—Entonces, hay que huir —dice sin más, de tal manera que hasta suena fácil.
—¿Como la pareja del patíbulo?
—Baja conmigo. Deberíamos irnos ahora, sin vacilar. Treparemos por las rocas mientras la marea esté baja y después cruzaremos los páramos. Estamos lejos de las torres de vigilancia, nadie nos vería.
Mientras lo dice, me doy cuenta de que es algo que lleva todo el día en el fondo de mi mente ¿Qué otra opción tenemos?
—Vamos a arriesgar la vida —le digo.
—La arriesgamos más si nos quedamos… —Deja escapar un suspiro profundo—. Te descubrirán… y yo no quiero morir en una guerra en la que no creo.
Eso me afecta. Nadie odia la guerra más que yo, pero no cabe duda de que hay que lucharla.
—¿Cómo no vas a creer en la guerra? —Él niega con la cabeza—. Rye, los ailandeses son el enemigo. Nos matarían a todos, si pudieran.
—¿Cómo lo sabes? El gran hermano Peregrine ha mentido sobre la melodía de luz. Sabemos que somos humanos, como todo el mundo. Y sabemos que esas personas del patíbulo no hicieron nada malo. ¿Sobre qué más nos mienten los Hermanos? ¿Y si mienten sobre la guerra?
—Los ailandeses mataron a mi padre y a Daniel. Son monstruos.
Una puñalada de dolor le atraviesa el corazón, como ya me imaginaba. La siente cada vez que oye hablar de su hermano. Daniel Tern tenía veintiún años. Les devolvieron su cadáver dentro de un ataúd sellado, lo que venía a significar que el estado de sus restos era demasiado horrible para que nadie lo viera. Cuando pasa el dolor, Rye me mira.
—¿Quién es tu verdadero enemigo? Puede que los ailandeses sean unos salvajes, pero, si los Hermanos descubren lo que somos, nos llevarán a la Casa de las Crisálidas y nos extirparán la melodía de luz del cerebro. A mí, eso me parece más que monstruoso. No debemos luchar contra los ailandeses, sino contra Peregrine y los Hermanos.
Guardo silencio e intento asimilarlo. Es la primera vez que expresa esas ansias de rebelión. Arriba, en el promontorio donde recojo hinojo marino, el suelo parece temblar bajo mis pies. Miro hacia el mar y contengo el aliento. Después, vuelvo a reunirme con él en la playa.
—Rye, nos perseguirán, eso está claro.
—Vamos —me suplica—. Al alba ya estaremos en los Eriales. Podríamos dirigirnos al sur para refugiarnos en la Espesura.
Siento un anhelo tan grande que apenas logro soportarlo. Quiero estar con él bajo las estrellas. Quiero ser libre. Estoy a punto de decírselo cuando percibo algo. Puede que me equivoque. Hay algo en el extraño canto de los cormoranes, en el rugir de las olas.
—¿Te han seguido? —le pregunto.
—No.
—¿Estás seguro?
—Sí. —Hace un gesto de impaciencia para señalar la enorme playa vacía—. ¿No crees que tiene que haber más como nosotros, gente que desea que las cosas sean distintas? No todos los que huyen acaban en el patíbulo. He oído que hay personas con melodía de luz escondidas en la Espesura. Podríamos unirnos a ellas…
El corazón se me parte en dos.
—¿Y mi madre? Si me marcho, no tendrá a nadie.
—Si te quiere, se alegrará de que seas libre.
Le veo la pasión en los ojos. Deseo besarlo una y otra vez, dejarme caer con él en la arena y encontrar una armonía distinta. Pero mi mente de marinera no puede evitar ser pragmática.
—Tendremos más oportunidades en mi barca. Si nos vamos ahora, iremos con las manos vacías. Vamos a necesitar comida y dinero para sobrevivir. Reuniré mis ganancias. Y no puede notarse que eres un cadete. Traeré ropa vieja de mi padre.
—¿Cuándo?
—La barrera del puerto ya está colocada. Mañana al anochecer me reuniré allí contigo.
Noto su alivio. Nos abrazamos, unidos en el silencio.
—Mañana al anochecer —me susurra.
Y así queda sellado nuestro pacto.
Al final me aparto de él y, mientras lo acaricio con la melodía de luz, vuelo con las gaviotas.
Me iré con él.
Lucharé con él.
Yaceré con él y seré su esposa.
Viviré con él.
O moriré.
Cuando se va, contemplo el mar. Aunque tengo los pies en la arena, el corazón se encuentra ya en nuestro futuro. Alegría, emoción, me da igual cómo llamarlo: nos marchamos de Northaven. Elsa Crane vendrá conmigo. Su resplandor perdura en todas y cada una de mis células. Elsa. Lanzo una piedra plana sobre la espuma y cuento ocho saltos antes de que se hunda en el mar. Es un récord, incluso para mí, así que lo tomaré como un buen augurio. Ocho. Dejaremos atrás este lugar y seré mejor hombre que mi padre.
Pienso en él ahora, en mi padre, en su hedor a whisky rancio, en ese capullo andrajoso con su traje de regidor que preside todas las noches su taberna. Pienso en mi madre, su segunda esposa, en su vida de penurias y crianza, ocupándose del trabajo sucio. Pienso en cómo la usa mi padre, en cómo le habla. «Mujer, esto; mujer, lo otro; mujer, lléname el vaso». Mi madre debe obedecerlo, incluso cuando está borracho. Y, cuando lo está, se vuelve muy desagradable. Una vez, cuando yo tenía unos siete años, la pelota con la que jugaba le cayó en la cerveza. Me miró y rugió: «Ven aquí, mequetrefe». Y me azotó con el cinturón. Mi padre, Mozen Tern. No seré como él. Me esforzaré para que la vida de Elsa sea mejor con cada día que pase.
Los cormoranes se posan en su roca mientras que yo me vuelvo hacia el pueblo. Tengo que colarme de vuelta en la residencia. Si me descubren, tengo una excusa preparada: diré que he ido a la tumba de mi hermano, sobre los acantilados, para presentarle mis respetos por última vez. Saben que quizá me reúna pronto con el pobre cabrón, así que con eso debería bastar.
Y, entonces, todo cambia.
Una figura elegante e impecable con su uniforme de cadete se me planta delante. Me han seguido.
—Piper.
—He oído lo que has dicho —asegura, pálido—. ¿Con quién hablabas? Has dicho que el hermano Peregrine era el enemigo. Que los Hermanos eran el enemigo. —Me señala—. ¡Inhumano! —Esa acusación me duele como un latigazo. Llevo años temiéndola. Ahora que por fin ha ocurrido, parece irreal—. Inhumano —repite, dolido y traicionado.
Miro a Piper mientras trazo un plan. Se acabó. Tengo que huir ahora, de inmediato. Sin embargo, lo miro a los ojos y, antes de poder moverme, se me echa encima. Es veloz como un rayo y la indignación lo impulsa. Mi traición lo ha enfurecido y es esa rabia lo que irradia, como si fuera calor. Me resisto a su fuerza y lo aparto. Siento que todos esos años de una amistad ahora rota se apoderan de mí. Caemos y aplastamos conchas con nuestro peso. Se retuerce debajo de mí, en el suelo, y seguimos sacudiéndonos como escorpiones, dándole patadas a la arena. Piper es fuerte, pero no tiene mi cuerpo. Es atlético, mientras que yo soy todo músculo… y lucho por mi vida. ¿Qué hago? ¿Lo dejo inconsciente? ¿Lo mato?
Este chico antes era mi mejor amigo. Hemos crecido juntos. Todavía dormimos en la misma litera. Sé cómo suenan sus ronquidos, sé lo mucho que se exige. Lo veo esforzarse todos los días por ser algo que ninguno de nosotros debería ser: un héroe, un héroe en esta guerra vacía, carne de cañón para el campo de batalla.
Lo pongo boca arriba como si fuera un escarabajo.
—No quiero hacerte daño —le digo.
—¡Siempre me has hecho daño! —chilla—. Me apartaste de ti. ¡Y ahora sé por qué! ¡Inhumano!
No le romperé el brazo a este cabrón porque es el hermano de Elsa y mi amigo de la infancia, y porque lo quiero.
—Cuando apareció mi melodía de luz intenté contártelo. Quise contártelo un montón de veces, pero…
Piper me silencia poniéndome un cuchillo en el cuello. Lo suelto al sentir el metal frío contra la piel. Debería haberle roto el puto brazo.
—¿Con quién estabas? —pregunta.
—¡Basta, Piper!
—Te he visto hablar. He oído la mitad de tus planes de cobarde. Eres un desertor. ¿Con quién estabas?
Le tiembla el cuchillo. Este chico no es un asesino. En realidad, debería estar sentado en su catre fabricando pajarracos de papel. Se pasa todas las horas del día intentando estar a la altura del soldado en el que desea convertirse, pero, por la noche, fantasea con ser él mismo. Desde mi cama, sobre la suya, percibo el dolor de sus sueños como si fueran unas espirales de humo que lo rodean. Nunca fisgo, pero no puedo evitar saberlo. Pobre cabrón. Como todos los cadetes, anhela el amor, pero Piper nunca obtendrá la clase de amor que anhela.
—Era una doncella del coro, ¿verdad? —insiste—. ¿Quién?
—Baja el cuchillo. No lucharé contigo.
—¡Dime su nombre!
—¡Vete a la mierda!
