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La construcción de aparatos fantásticos para evadir la mano todopoderosa de la enfermedad; la evasión por los caminos nevados de una Islandia tan fría como inmisericorde; el fuego de un infierno que ha carbonizado la desdicha de un mundo de fumadores enceguecidos; el empuje al abismo mediante el recurso de una traición vestida de bondad. Las diez historias que componen "Metales pesados" son retazos que han sido arrancados de lo anodino de vidas tocadas por el tedio o los males físicos... Con estos relatos, Barquero continúa una obra narrativa en la que se subvierte la normalidad de las cosas y los acontecimientos nimios, en la que los seres que habitan escenarios cotidianos sufren un cambio salvaje que solo ha sido posible por el toque de un demonio o una palabra. Cuerpos que se adensan con el peso del plomo, bocas que saben a hierro. Esta obra recibió el Premio Áncora en cuento en el 2010.
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Veröffentlichungsjahr: 2015
Premio Áncora Cuento, 2009-2010
Imperio de escupefuegos
Para Christian Aguilar
Su aspecto era igual que el de siempre, aunque un poco más pálido. Del salón, lo único importante era la inmaculada blancura, perfectamente medicinal. Le di la mano, y creí estar tocando un bloque de hielo. Bromeamos con el frío de los hospitales y con la deferencia o la amargura exagerada de las enfermeras, con sus pantalones blancos y la ropa interior que llevaban. Ese primer día que lo visité, hablamos poco de su enfermedad.
Por teléfono, esa misma noche, me enteré de que el día anterior al internamiento se había sentido débil, casi muerto. Palideció, fue hasta un laboratorio y pidió un análisis de sangre. Al cabo de dos horas –usualmente tardan un par de días en dar los resultados– lo llamó la encargada del laboratorio, para decirle que había visto algo irregular en el frotis sanguíneo, bajo el microscopio. Ese algo raro no lo alarmó, así que esperó varias horas antes de ir por los resultados. Cuando llegó, ya le tenían una orden de internamiento de emergencia en el hospital. Creyó que se trataba de una broma o una exageración. Se internó y, según me contaba por teléfono, se había visto en el espejo de la habitación cuando lo habían cambiado de ropa, y sintió que tenía súbitamente 40 años más, y que estaba ajado, y que la piel se le había convertido en un pellejo de reptil. No hablamos de la enfermedad en sí, sino de su posible gravedad, de algo que ninguno de los dos llamó incertidumbre, pero que lo era realmente.
Al día siguiente, entré de nuevo en las blancas salas del hospital. Me extravié dos veces seguidas –pasillos intrincados, malas indicaciones espaciales, que se me hicieron más llevaderas por el café con leche de una máquina expendedora–, y finalmente llegué al salón donde estaba internado Gabriel. Oncología 2 de hombres. Algunos enfermos conversaban sin ánimo; otros, según esperaba en un salón de oncología, se entregaban a descansos pesados y pálidos, acordes con la gravedad del rótulo de la entrada.
Gabriel leía. La peste, de Camus. Leucemia, me dijo, sin mostrar sorpresa alguna. Mi rostro, espero, fue de impasibilidad total. Le pregunté qué seguía, si la quimioterapia, la radioterapia, o ninguna de las anteriores; conocía poco más que eso. Gabriel me dio varias explicaciones que ni él mismo entendía, mencionando los nombres de dos médicos que recién le habían presentado y dos alas del hospital, cuyos nombres no escuché, se reclinó hasta alcanzar la manija metálica y verde de la pequeña mesa de noche, guardó el libro –alcancé a ver que le habían llevado toda una pequeña biblioteca– y sacó una revista de portada brillante, que parecía recién comprada: El Arte de las Máquinas. Su papá, don Gabriel, se la había llevado, para que se entretuviera con algo más liviano que los libros, que no lo dejarían recuperarse en buena forma, según le había tratado de explicar.
Sí, leucemia. Cuando salí del salón, y los siguientes días, leí un par de artículos acerca de la leucemia, que no me permitieron definirla como quería. Se trata de una enfermedad de muchas caras, todas complejas y a la vez tan matizadas que no permiten enmarcarla, como se haría con las piedras en el riñón o la ceguera. En la ceguera, la persona no ve; si es parcial, ve un poco, pero no hay mucho más que decir; si es total, no ve absolutamente nada, se trate de las causas de las que se trate. La leucemia es un monstruo de múltiples cabezas, que va minando los sistemas celulares del paciente. Bajan las poblaciones de glóbulos blancos, rojos y plaquetas. El paciente sufre de sintomatologías relacionadas con estas carencias. Hay anemia, infecciones oportunistas, sangrados excesivos. Imaginaba a Gabriel sangrando por la nariz, en su cama, mientras leía La peste. Me llamó esa segunda noche. Del otro lado del auricular, aparte de su voz, que parecía salir de una tumba, no se escuchaba más que el soplar del viento o un ruidito diminuto de la línea. Era tarde para estar llamando desde un hospital; lo habían dejado usar su teléfono celular. Hablamos de la leucemia, como dos extraños refiriéndose episodios en sesiones de alcohólicos anónimos. Le dije lo poco que yo sabía, tratando de explicarle lo que había captado de los artículos, que no había sido demasiado; él me dio sus opiniones, lo que había escuchado de boca de los médicos y lo que había leído en un folletito que le dieron cuando se internó. Quedamos en que ninguno de los dos sabía gran cosa. De lo que sí estábamos seguros, acordamos, era de la gravedad de su estado, aunque ninguno de los dos lo dijera abiertamente. Me dijo que le costaba dormirse: un niño de 12 años –ni se fijó en el nombre, solo en la fecha de nacimiento en la cabecera de la cama– gemía constantemente del dolor, decía que le iban a explotar los riñones, que se estaba muriendo; cuando cerraba los ojos, las lamentaciones en voz baja inundaban el silencio del salón de Oncología 2 de hombres.
No pude visitarlo por cinco días. Cuestiones de trabajo. Hablamos todas las noches por teléfono. Bromeábamos como en la época lejana de la escuela y el colegio. Yo olvidaba que Gabriel estaba del otro lado, con moribundos y gente muy enferma o sin esperanza. Él parecía olvidarlo, por descuido o por simple deliberación: aseguraba que su estado no era tan malo como el del resto. Bueno, algunos estaban mejor, pero la mayoría eran seres desahuciados y verdosos. Eso decía, una y otra vez. Leía casi todo el tiempo. Había terminado La peste; estaba con algo de Oé, que lo tenía fascinado. Aún no había iniciado la quimioterapia, no sabía por qué, pero decía que eso debía ser la prueba de fuego. Se sale de la quimio y te salvás, me dijo una noche. Cambiamos de tema varias veces, evitando las conversaciones incómodas en espiral, que volvían al tema de la enfermedad y el tratamiento, más mortífero que el propio mal. Me preguntó que cuándo iría. Habló de un artículo de la revista El Arte de las Máquinas, que leía después de comer y cuando pretendía descansar la vista del paisaje inalterable de la ventana. Necesitaba unas cuantas cosas para entretenerse: varias cuerdas delgadas, un trozo de metal aplanado, un imán. No pregunté nada; solo me dijo que le comprara esas cosas, que después hablaríamos del tema.
Cuando entré de nuevo en el salón, casi una semana después, me recibió el fantasma de Gabriel, idéntico al Gabriel del primer día de internamiento, pero con la mirada más honda, con los pómulos más azules, adaptado perfectamente a la atmósfera de alguien con leucemia en un salón de oncología. Nos abrazamos, algo que casi nunca hacíamos. Bromeamos, como era de esperarse. Las enfermeras pasaban de izquierda a derecha, en aquel pasillo con tres asientos; hablábamos de la ropa interior bajo los pantalones blancos. Él mencionó la quimioterapia; yo, la leucemia como mal crónico y extraterrestre –había leído un par de cosas más que terminaron de confundirme–. Le llevé las cosas que me había pedido, sin hacer preguntas. En el salón, me mostró de qué se trataba: un artículo acerca de la historia de las máquinas tragamonedas, desde los viejos modelos mecánicos, con manzanitas en la pantalla, ruidosos y pesados, hasta los modernos equipos electrónicos, que imitaban los anteriores, torpe y robóticamente. Todo un número de El Arte de las Máquinas, dedicado a las tragamonedas. Gabriel no me explicó nada, simplemente guardó la revista y la bolsa que le llevé en una gaveta de sus estantes. Tenía el libro de Oé casi terminado; seguiría con Alcools, de Apollinaire. No le quedaba más remedio que atiborrarse de libros, me dijo, sin ironía. Tampoco estaba para reparar en géneros literarios.
Iría todos los días que pudiera. Algunos, según le conté, me sería imposible, habría asuntos importantes en el trabajo. Hablamos dos días después. Me llamó a las once y media de la noche. No era tarde, le dije dos veces; de todas formas, redactaba dos cartas en el computador, así que no me había despertado ni interrumpido. Me dijo que sudaba, que había comenzado el tratamiento, o una parte preliminar, para acondicionar el cuerpo. Me lo imaginé, sin vellos, con forma de gran huevo calvo, amarillo y enfermo. Su voz no sonaba enferma, sin embargo. Hablamos de libros, del aburrimiento, de los gemidos del niño de 12 años. De las enfermeras. De la vida, puta e ingrata.
Pude ir hasta seis días después. Esperaba a un Gabriel arruinado, vomitando sangre –me logró convencer de que fuera, cuando le dije que no quería molestarlo–; encontré al Gabriel intacto, un poco más pálido, con todo el cabello. Se dio cuenta de mi reacción y explicó los periodos y retrasos del hospital. Además, no había llegado la parte violenta del tratamiento. Nos sentamos en la cama, en el salón de Oncología 2 de hombres; se había instalado el olor medicamentoso y sedante del resto del edificio. El niño de 12 años jugaba con un aparatito electrónico. Me miró cuando entré. Imaginé sus gemidos.
Esto era sencillo antes, me dijo Gabriel, tomando la revista entre las manos. Estaba arrugada, y parecía una edición de 30 años atrás. Le pregunté qué cosa era sencilla antes. Hacer fraudes con las máquinas tragamonedas, sacar toda la plata, hacerlas escupir y vomitar, respondió Gabriel. Abrió la gaveta de metal en el mueble, al lado de la cama. Me mostró un artefacto que parecía un saltamontes de hilo, amenazador y blanco, entreverado con la placa de metal y el imán. Para esto era lo que te pedí, dijo. Alcé los hombros. Explicó: con algo así, los antiguos estafadores sacaban todas las monedas de las máquinas. Se trata de un simple mecanismo de pequeñas poleas, levantadas por los hilos. Me enseñó los diagramas del artículo de la revista. Interesante, dije y pensé. Muy interesante. Ni siquiera tenían que bajar la palanca de la máquina, dijo, lo hacían a veces para disimular. ¿Y Apollinaire?, cambié bruscamente de tema. Leyó Zone y luego, más por curiosidad que por aburrimiento, lo cerró y siguió explorando el artículo de las máquinas tragamonedas.
Sacó una hoja rectangular, de un cuaderno de notas, con una lista de artículos que yo debía llevarle lo más pronto posible; sí, tenía que ver con las máquinas. No quedamos en fechas, solo en hablar cuando nos fuera posible.
Pasaron dos, tres días y nada. Imaginaba a Gabriel siendo sometido a la parte violenta de la quimioterapia, si es que había una etapa particularmente violenta dentro de esa atrocidad. Había leído más artículos médicos, y me iba pareciendo todo demasiado siniestro, y temía llamar a Gabriel y escuchar un cadáver hablando, escupiendo y lamentándose de su maldita suerte.
El teléfono sonó, y creí estar soñando. Nunca adiviné la hora, pero era una madrugada fría en pleno febrero. La voz de Gabriel estaba inalterada. Ni siquiera hablamos de lo tarde que era. Me contó que no podía dormir, ya no tanto por los gemidos del niño de 12 años, que había estado algo callado los últimos días, sino por sus propios gemidos internos. Sentía que los órganos le iban a estallar. Vomitaba varias veces al día, o tenía arcadas insoportables, vuelcos nauseabundos de un cuerpo que sentía como lleno de plomo. Me preguntó por los artículos de la lista. ¿Cuál lista?, le dije; estaba medio dormido. La de la última vez, dijo un Gabriel que no parecía el de los vómitos y las arcadas insoportables. Le dije que había comprado todo. Mentí a medias: no había podido conseguir una lámina de plástico antirreflejos que me había pedido. Nada del otro mundo. Colgué. Quedamos en vernos al día siguiente, en la tarde.
Gabriel estaba leyendo la revista, cuando entré en el salón. Me saludaron dos hombres, a quienes apenas recordaba. El niño de 12 años me miró; me pareció un perrito bajo la lluvia. Ahora sí me topé con otro Gabriel, arrugado, de 200 años, con la lengua de trapo, con los lentes puestos, mustio y sabio. Después de un abrazo difícil –le dolía el cuerpo y, particularmente, el costado derecho–, entramos en los detalles que yo adivinaba como menos escabrosos del tratamiento y del desarrollo de la enfermedad: debilidad extrema, sentirse como un pedazo de vidrio a punto de estallar, manchas en el cuerpo, visión borrosa. Nos detuvimos en la conversación, pues Gabriel puso el dedo índice en la página de la revista. ¿Tenés todos los materiales?, preguntó suavemente, como si fuera un anciano. Los saqué de la bolsita de plástico. Repasó la compra, asintiendo, concentrado. Me dijo que era todo lo que necesitaba, en efecto. Cuando la tecnología de las máquinas tragamonedas avanzó, en vez del sistema mecánico, obsoleto y predecible, los dueños de los casinos, particularmente en el estado de Nevada (Las Vegas está allí), idearon el sistema de detección de las monedas depositadas por medio de una especie de rayo láser, delgado y muy preciso, imposible de engañar por cualquier estafador. Gabriel dijo que eso no era nada, que él sabía exactamente el mecanismo de vulneración de esa tecnología, de por sí pasada de moda. Con los materiales, lo tendría listo en un par de días. Le pregunté cómo probar la eficacia. Me dijo que eso no importaba, sino construir detalladamente el pequeño artefacto, difícil de detectar debajo de camisas de manga larga. El plástico antirreflejos haría todo el trabajo, así de simple, bloqueando apenas el paso del haz de luz, engañando a la máquina. Me pareció bastante razonable, aunque de nuevo le pregunté por la importancia práctica de todo ese asunto de los artefactos en forma de insectos electrónicos y máquinas tragamonedas de Las Vegas. Gabriel se quedó callado; miraba el paisaje gris detrás de la ventana: puros techos de zinc descascarados –era un salón que daba con un viejo residencial del centro–. Se me acabaron las malditas preguntas. Para Gabriel no existía la importancia práctica de los artilugios; eran fantasmas con los que paliar el miedo y el asco, en sus ensoñaciones anestésicas de medianoche. Cuando salga, voy a saber más de todo esto que cualquiera; nos vamos al Hotel Palma, al casino, saqueo todas las máquinas y te quedás con la mitad de la plata, dijo Gabriel, sonriendo. Hablaba en serio, por supuesto. Solo necesito ir conociendo cómo trabajaban los viejos modelos, para llegar a estas, dijo, señalando con el índice pálido y largo la hoja brillante. Cuando tenga todo claro, nos largamos, dejamos la banca vacía, tomamos guaro toda la noche y nos echamos unos puritos. A mi pesar, me gustó la idea. Le pregunté si no tenía otra lista de materiales que necesitara. Nos abrazamos al despedirnos; de nuevo sintió dolor.